San Vicente de Paúl, biografía: 08 – El descubrimiento de una vocación

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: José María Román, C.M. · Año publicación original: 1981.
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Capítulo VIII: El descubrimiento de una vocación

Raza de capitanes

Obediente a las órdenes de Bérulle, el Sr. Vicente abandonaba a finales de 1613 su parroquia de Clichy e iba a instalarse, con su parco equipaje, en la residencia parisiense de los señores de Gondi, en la calle de Petits Champs, en la parroquia de San Eustaquio. Por segunda vez iba a vivir en un palacio, quizá algo menos suntuoso que el de la reina Margarita, pero también espléndido. Los Gondi eran, al fin y al cabo, una de las principales familias del reino y habían heredado, con su sangre florentina, el gusto renacentista por el lujo y el refinamiento.

El primer Gondi establecido en Francia se llamaba Antonio. Era banquero de profesión y sus intereses financieros le habían llevado a Lyón a principios del siglo XVI. En la ciudad del Ródano contrajo matrimonio con una noble dama de origen piamontés: María Catalina de Pierre Vive. Los negocios no marchaban bien, pero el matrimonio encontró otros medios de hacer fortuna. Con ocasión de un viaje de Catalina de Médicis a Lyón, acertaron a granjearse la simpatía de su regia compatriota. Antonio fue nombrado mayordomo del delfín, Enrique III, y María Catalina, gobernante de los infantes. Era un rápido ascenso. El de sus dos hijos lo fue más todavía. El mayor, llamado Alberto, llegó a ser marqués de Belle Isle y de las Islas de Oro, par y mariscal de Francia, generalísimo de los ejércitos reales, general de las galeras, gobernador de Provenza, Metz y Nantes y, por su matrimonio con Catalina de Clermont, duque de Retz. Llevado de su genio florentino para la intriga, fue uno de los principales instigadores de la matanza de San Bartolomé, de la que, según él, no debía excluirse ni siquiera al rey de Navarra, el futuro Enrique IV. Ello no le impidió ser luego ferviente partidario del pretendiente hugonote y retener bajo el reinado de éste todos sus títulos y privilegios. En otro terreno, el eclesiástico, la carrera de su hermano Pedro no fue menos meteórica. A los treinta y dos años era obispo de Langres, y a los treinta y cinco, de París. Carlos IX le nombró su confesor y jefe de su Consejo. Enrique IV le encomendó la espinosa tarea de negociar ante el papa Clemente VIII la absolución del delito de herejía y, más tarde, la anulación de su matrimonio con Margarita de Valois. En recompensa de sus servicios fue elevado al cardenalato.

Del matrimonio de Alberto de Gondi y Catalina de Clermont nacieron cuatro hijos varones. Dos de ellos, Enrique y Juan Francisco, sucedieron, uno tras otro, a su tío Pedro en la sede episcopal de París. Enrique, coadjutor con derecho a sucesión desde 1596, gobernó la diócesis durante los últimos años de su vida de su tío y le sucedió en 1616. A él era a quien Vicente había declarado sentirse en su parroquia de Clichy más feliz que el papa. Murió de la «fiebre del ejército» mientras acompañaba al rey Luis XIII en el sitio de Béziers. Fue también cardenal, el primer cardenal de Retz. Juan Francisco, que había sido primero capuchino y luego deán de Notre Dame y coadjutor de su hermano fue consagrado en 1623. No llegó a cardenal, pero, en cambio, tuvo la satisfacción de ver su sede, hasta entonces sufragánea de Sens, elevada a la categoría de arzobispado. Fue, por tanto, el primer arzobispo de París. Su pontificado duró más de treinta años. Con frecuencia tendremos que volver a ocuparnos de él en el transcurso de nuestra historia.

Entre las hijas de Alberto de Gondi, dos de las cuales fueron religiosas en la abadía de Poisy, destaca, como una delicada flor de santidad en esta raza de políticos y militares intrigantes y pendencieros, Carlota de Gondi, más conocida como marquesa de Maignalais por su matrimonio con Florimundo d’Halwin, de quien quedó viuda a los veinte años, para pasar el resto de su vida consagrada, en su persona y su fortuna, a toda clase de actividades religiosas y caritativas.

Los otros dos varones de esta tercera generación de los Gondi franceses se llamaban Carlos y Felipe Manuel. Ambos siguieron la carrera de armas. Carlos sucedió a su padre en el ducado de Retz y otros títulos, casó con Antonieta de Orleáns, de la casa real de Francia, y llevó una existencia relativamente tranquila. Felipe Manuel heredó el generalato de las galeras y los títulos de marqués de las Islas de Oro, conde de Joigny y barón de Montmirail, Dampierre y Villepreux. Era un caballero galante y distinguido, de espíritu ameno e ingenioso, valiente hasta la temeridad; pero, en el fondo, recto y sinceramente piadoso. En 1600 contrajo matrimonio con Margarita de Silly, señora de Folleville, émula de su cuñada Carlota en la piedad y en la abnegación. La familia, además del castillo familiar de Montmirail y otras residencias campestres, en las que pasaban largas temporadas, tenía domicilio en París, primero en la calle de Petits Champs y luego en la calle Pavée. En esta casa, entonces en el apogeo de su fortuna, entró Vicente de Paúl en 1613. El motivo de que los esposos Gondi solicitaran del P. Bérulle un sacerdote para su servicio fue la necesidad de contar con un preceptor para sus hijos. Bérulle no podía desprenderse de ningún compañero de su incipiente y reducida comunidad del Oratorio. Pensó en Vicente. Seguramente pesó en su elección lo que sabía de la historia de éste como preceptor en su adolescencia de los hijos de Comet y director en su juventud de un pensionado en Toulouse. No le sería difícil al dichoso párroco de Clichy reanudar su antiguo trabajo. Vicente obedeció.

El general de las galeras tenía dos hijos: Pedro, de once años, y Enrique, de tres. El mayor, heredero de la casa, general de las galeras en sustitución de su padre, intervendría en la política, siempre en la oposición, primero a Richelieu, cuyo asesinato llegaría a maquinar, y luego a Mazarino. El segundo, destinado a la carrera eclesiástica, vería tronchada su vida a la temprana edad de doce años, víctima de un accidente de caballo. Un tercer vástago, llamado a ser el más famoso, nacía ese mismo año de 1613, pocos días antes o después de la entrada de Vicente en la casa, pues fue bautizado el 20 de septiembre. Se le impusieron los nombres de Juan Francisco Pablo. Pero la historia lo conoce como el Cardenal de Retz, el terrible cardenal de Retz de los turbulentos años de la Fronda, cuyas escandalosas memorias constituyen el más cínico testimonio de las grandezas y miserias de toda una época1.

Lluvia de beneficios

Vicente se dispuso silenciosamente a desempeñar sus funciones. Silenciosamente, porque seguía viviendo su atormentado drama interior. Además, en 1615 padeció una grave enfermedad de las piernas que le obligó a redoblar su retiro, Y de la que se resentiría toda la vida2. Quizá por todo ello vivía en aquella casa, tan frecuentada por toda clase de personas, «como en una cartuja, y en su habitación, como en la celda de un convento»3. La gracia continuaba en él su misterioso trabajo purificador. Los Gondi apreciaron muy pronto la valía de aquel discreto huésped y se esforzaron por ganárselo definitivamente, acumulando sobre él los beneficios: en 1614 hacían que se le concediera la parroquia de Gamaches, de la diócesis de Rouen, cuyo derecho de presentación correspondía al conde de Joigny4, y en 1615, el cargo de canónigo-tesorero de la iglesia-colegiata de Ecouls, de la que también era patrón Manuel de Gondi. De este último cargo, seguramente a causa de su enfermedad, Vicente tomó posesión por procurador el 27 de mayo. Cuatro meses más tarde, el 18 de septiembre, hacía acto de presencia en la colegiata para prestar el juramento de fidelidad y recibir el «osculum pacis» de sus compañeros. Al día siguiente, conformándose a las costumbres del cabildo, los invitaba a la mesa «pro suo iucundo adventu»5. Los beneficios, por los que tanto había trabajado en años anteriores, empezaban a acumularse sobre él. Al empezar el año 1616, el preceptor de los Gondi era, simultáneamente, párroco de Clichy, abad de San Leonardo de Chaumes, cura de Gamaches, canónigo y tesorero de Ecouis. La carrera soñada en los años ya lejanos de Dax y Toulouse estaban alcanzando sus metas. De haberse contentado con ellas, probablemente la vida de Vicente de Paúl hubiera acabado en estos momentos para la historia. Afortunadamente, el viraje decisivo iniciado en los meses anteriores estaba a punto de consumarse. Acaso sin haberlo leído, Vicente se disponía a desmentir el ingenioso dicho teresiano: «Iban para santos y se quedaron en canónigos».

De la parroquia de Gamaches no sabemos siquiera si llegó a tomar posesión. El único documento que se conserva es el de la colación del beneficio. De la abadía de San Leonardo se desprendió, como ya vimos, en el curso de ese año de 16166. De Ecouis se conservan las actas del cabildo, en que le citan para que responda del incumplimiento de la obligación de residencia, punto que «amenaza con arruinar por completo la fundación»7. Sendas cartas de la generala de las galeras y del duque de Retz, hermano del general y copatrón de la iglesia, persuadieron a los canónigos a ampliar en quince días el plazo dado al señor «de Paoul» (es la única vez que vemos escrito su apellido con esa ortografía) para justificar su ausencia8. La falta de documentos nos impide conocer el desenlace del conflicto. La carencia de toda mención ulterior del canonicato de Ecouis nos induce a sospechar que Vicente acabó por desprenderse de él.

El silencioso retiro que se había impuesto no impedía a Vicente cumplir concienzudamente sus deberes de capellán y preceptor. Evidentemente, no se ocupaba para nada del recién nacido Juan Pablo. A los dos niños mayores les iniciaba en los secretos de la lengua latina y se esforzaba por inculcarles criterios de vida cristiana. Pero no estaba satisfecho. Aquellos muchachos de sangre noble y ardiente, como todos sus antepasados italianos y franceses, eran menos maleables que los modestos jovencitos provincianos de Toulouse. Vicente llegaría a experimentar una dolorosa sensación de fracaso. En el fondo se sentía ocioso, como el afamado doctor de la casa de Margarita de Valois. Empezó a trabajar por su cuenta. El cargo de capellán le obligaba a acompañar a la familia en sus desplazamientos: a Joigny, Montmirail, Villepreux y otros lugares de sus extensos dominios. Vicente se dedicaba, cada vez con mayor intensidad, a la atención religiosa de los criados y vasallos de sus señores. En la casa instruía a los domésticos, los visitaba en sus enfermedades, los consolaba en sus penas, y los preparaba, la víspera de las fiestas solemnes, para la recepción de los sacramentos. En el campo catequizaba a los aldeanos, les predicaba, les exhortaba a la confesión9. Existe una carta suya fechada en 1616 en que solicita del vicario general de Sens licencia para absolver de casos reservados, porque «algunas veces se encuentran algunas buenas personas que desean hacer confesión general y da pena dejarlos marchar» por tener pecados reservados10. Poco a poco iba sondeando los abismos de abandono espiritual de aquella pobre gente campesina. Su corazón caritativo empezaba a latir de dolor ante la miseria. No otra cosa significa esa pena suya por los penitentes obligados a retirarse sin absolución. Insensiblemente, se preparaba para el descubrimiento de su misión. Es lástima que las vagas indicaciones de Abelly, según las cuales la tentación contra la fe duró «tres o cuatro años», no nos permitan fijar con exactitud el momento en que Vicente formuló la resolución de entregarse de por vida al servicio de los pobres y se vio libre de su pesadilla. Evidentemente, coincide con la época de esta actividad itinerante por las tierras de los Gondi. No es casualidad que el primer sermón suyo que se conserva sea de 1616 y tenga como tema la importancia de conocer bien el catecismo11.

De capellán a director de conciencia

Casi sin proponérselo, la influencia de Vicente fue extendiéndose también a los señores. Vicente había entrado en aquella casa con una voluntad de transfiguración sobrenatural de las realidades terrestres. Lo explicó él mismo en diversas ocasiones:

«Cuando Dios quiso llamarme a casa de la señora generala de las galeras, yo miraba al señor general como a Dios, y a la señora generala como a la Santísima Virgen; y no me acuerdo de haber recibido nunca sus órdenes más que como venidas de Dios cuando era el señor general el que mandaba algo, y de la Santísima Virgen cuando era su esposa; no sé, por la gracia de Dios, que haya obrado nunca en contra de eso. Me atrevo a decir que, si Dios ha querido conceder alguna bendición a la Compañía de la Misión, creo que ha sido por la obediencia que siempre tuve para con el señor general y su señora y por el espíritu de sumisión con que entré en su casa. ¡Gloria a Dios por todo ello, y para mí la confusión!»12.

Por una vez, el Sr. Vicente no confesaba pecados, sino virtudes, y nos permitía con ello hacernos cargo del profundo cambio que se iba operando en su alma.

La situación no tardó en invertirse. Los señores de Gondi empezaron a ver a su capellán como un hombre providencial, verdadero enviado de Dios para la salvación de su familia. La primera en darse cuenta de ello fue la señora. Margarita de Silly era un alma atribulada y compleja. Bella y delicada, con una belleza frágil como de dama de Ghirlandaio, era piadosa hasta el punto de preferir que sus hijos fueran antes santos del cielo que grandes señores de la tierra13, como ella misma declaró al P. Bérulle. Veía a Dios más como juez que como padre. Se atormentaba a sí misma y atormentaba a sus confesores con escrúpulos infundados. Antes de que Vicente llevara dos años en su casa, pensó hacer de él su director de conciencia. Ante la resistencia del capellán, recurrió a Bérulle, y Vicente obedeció una vez más. Empezó a dirigir aquella alma con una energía no exenta de dulzura y respeto. Ella hubiera querido tenerle siempre a su lado, temerosa de que un accidente o una enfermedad se lo arrebatasen. Vicente la obligaba a dirigirse a otros confesores, especialmente a cierto padre recoleto experto en dirección de almas. Suavemente intentaba desprenderla de sí mismo y enseñarle a depender sólo de Dios14. Aplicándole el remedio que había ensayado en sí mismo, la orientó con firmeza hacia las obras de caridad: alentaba su natural desprendido y limosnero, la entrenaba en la visita personal a los pobres, a los que debía servir con sus manos; le hacía preocuparse de que sus funcionarios administraran justicia con rectitud y rapidez15. Aun así, llegaría un momento en que Vicente se creería obligado a alejarse para liberarse a sí mismo y librarla a ella del excesivo apego a su director. Pero antes habrían hecho juntos el descubrimiento capital de la vida de Vicente.

El señor de Gondi, aun apreciando también los méritos del preceptor de sus hijos, fue algo más reticente. Vicente se lo ganó un día en que, con singular libertad de espíritu, se atrevió a entrometerse en su conducta. Cediendo a los prejuicios de su época, Manuel de Gondi estaba para batirse en duelo. Habían matado a un pariente suyo, y él se creía obligado a vengar el honor de la familia retando al asesino, un noble señor de la corte. Antes de dirigirse al lugar del desafío quiso cumplir como caballero cristiano oyendo la santa misa. ¡Curiosa religiosidad, que intentaba poner a Dios al servicio de las pasiones humanas! Allí estaba Vicente para poner las cosas en su punto. Terminada la misa, y cuando la familia y los servidores se habían retirado, Vicente fue a postrarse ante el señor de la casa, que había permanecido unos momentos arrodillado en la capilla:

«Señor – le dijo -, permita que con toda humildad le diga de parte de Dios, al que acabo de mostrarle y al que usted acaba de adorar, que, si no se aparta usted de ese malvado propósito, él descargará su justicia sobre usted y sobre toda su posteridad. Dicho esto, el capellán se retiró»16.

La valiente reconvención produjo su efecto. El señor Gondi renunció al duelo. Para olvidar su enojo emprendió una gira por sus tierras. El agresor fue condenado al exilio por la justicia17; Vicente se había ganado la confianza de su señor.

En los ocho años transcurridos desde su primera llegada a París, Vicente se había transformado. Era un hombre distinto, en plena posesión de los ricos recursos de naturaleza y gracia con que Dios le había dotado. Poseía una palabra elocuente y persuasiva, capaz de convencer las inteligencias y conmover los corazones, el arma por excelencia del apóstol. Con ella había ahogado en el corazón del general la mala semilla del rencor vengativo y homicida.

Con ella llevaba luz y consuelo a los corazones de los pobres aldeanos, esclavos de las mismas miserias que sus señores. Con ella había encauzado hacia metas caritativas la enfermiza sensibilidad de la señora de Gondi. Se había desprendido del lastre de sus mezquinas ambiciones de dignidades y prebendas bien retribuidas. Había ensanchado hasta límites divinos el horizonte de sus aspiraciones. Estaba maduro para hacer el descubrimiento de su vocación. Dios estaba pronto a revelársela.

Folleville: «Aquél fue el primer sermón de misión”

La revelación vino por uno de esos acontecimientos imprevistos en los que la espiritualidad de Vicente se complacerá en descubrir la voluntad de Dios. La Providencia se disfrazaba de azar.

Un día de enero de 1617 se encontraba Vicente acompañando a la señora de Gondi, en el castillo de Folleville, por tierras de Picardía. Desde la cercana localidad de Gannes, a dos leguas de distancia, llegó el aviso de que un campesino moribundo quería ver al Sr. Vicente. Este acudió inmediatamente a la cabecera del enfermo. En el humilde tugurio, Vicente se sentó junto al lecho del enfermo para oír su confesión. Le animó a que la hiciese general de toda su vida. El campesino empezó a desgranar el triste rosario de sus pecados. Era más de lo que Vicente había sospechado. Aquel hombre tenía fama de honrado y virtuoso. Pero en su conciencia guardaba recelosamente miserias que nunca había revelado. Año tras año, confesión tras confesión, había callado – vergüenza, ignorancia, hipocresía – las faltas más graves de su vida. Vicente tuvo el sentimiento de que, en un último momento de gracia, arrancaba un alma de las garras del maligno. El campesino sintió lo mismo. Los remordimientos de toda una vida abandonaron su alma. Respiró liberado. De no haber sido por aquella confesión general, se hubiera condenado eternamente. Le invadió un gozo incontenible. Hizo entrar en la pobre estancia a su familia, a sus vecinos, a la misma señora de Gondi. Relató su caso. En los tres días que aún vivió confesó públicamente pecados que antes no había osado revelar en secreto. Daba gracias a Dios, que le había salvado por medio de aquella confesión general. La señora de Gondi se estremeció de terror:

«Señor Vicente: ¿qué es lo que acabamos de oír? Esto mismo les pasa, sin duda, a la mayor parte de estas gentes. Si este hombre, que pasaba por hombre de bien, estaba en estado de condenación, ¿qué ocurrirá con los demás, que viven tan mal? ¡Ay, Sr. Vicente, cuántas almas se pierden! ¿Qué remedio podemos poner?»18

De común acuerdo, Vicente y la señora encontraron uno. La semana siguiente Vicente predicaría en la iglesia de Folleville un sermón sobre la confesión general y la manera de hacerla bien. Se escogió para ello el miércoles 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo. Vicente subió al púlpito. Tenía ante él al humilde pueblo campesino de todos los rincones de Francia: los mismos hombres, embrutecidos por el trabajo, de su lejano Pouy natal; las mismas mujeres ignorantes y piadosas; los mismos jóvenes y los mismos niños, de rostros todavía intactos, pero cuyos ojos acusaban ya la mordedura secreta de la serpiente. Vicente tenía sólo su palabra. Su palabra y su ardiente compasión por aquellos hermanos suyos abandonados. Predicó con claridad y fuerza. Instruyó, conmovió, arrastró. «Dios bendijo mis palabras», dice él sobriamente, atribuyendo el mérito de ello a la confianza y a la buena fe de la señora, pues sus propios pecados hubieran impedido el fruto de aquella acción. La gente, la pobre y buena gente, acudió en masa a confesarse. Vicente y el sacerdote que le acompañaba no daban abasto. Hubo que pedir ayuda a los jesuitas de Amiéns, de lo que se encargó la señora. Vino el rector en persona, sustituido luego por otro compañero suyo, el P. Fourché. Aun así se vieron desbordados por la afluencia de penitentes. Repitieron la predicación y las exhortaciones en las aldeas vecinas, siempre con el mismo éxito clamoroso19.

Fue una revelación. Vicente sintió que aquélla era su misión, aquélla era para él la obra de Dios: llevar el Evangelio al pobre pueblo campesino. No fundó nada aquel día. Acaso, ni siquiera tuvo la idea de que hiciera falta una fundación. Sólo predicó un sermón, «el primer sermón de misión»20. Pasarían ocho años antes de que pusiera en marcha la Congregación de la Misión. Y, sin embargo, toda su vida haría que sus misioneros celebraran el 25 de enero como la fiesta del nacimiento de la compañía.

Repetidas veces contaría, a lo largo de su vida, la historia de aquella primera misión, con variantes de interés. En la segunda versión que se nos conserva, de 25 de enero de 1655, el Sr. Vicente relató otro hecho que antes no se había atrevido a referir por vivir todavía algunas de las personas interesadas. Dejémosle a él la palabra:

«Un día, siendo aún muchacha, la señora generala de las galeras, al confesarse con su párroco, se dio cuenta de que éste no le daba la absolución, murmuraba algo entre dientes, haciendo lo mismo otras veces que se confesó con él; aquello le preocupó un poco, de modo que le pidió un día a un religioso que fue a verla que le entregara por escrito la fórmula de la absolución; así lo hizo. Y aquella buena señora, volviendo a confesarse, le rogó al mencionado párroco que pronunciase sobre ella las palabras de la absolución que contenía aquel papel; él las leyó. Y así siguió haciéndolo las otras veces que se confesó con él, entregándole siempre aquel papel, porque él no sabía las palabras que había de pronunciar, tan ignorante era. Cuando ella me lo dijo, me fijé y puse más atención en aquellos con quienes me confesaba, y vi efectivamente que era verdad todo esto y que algunos no sabían las palabras de la absolución»21.

Ya tenemos a Vicente en posesión de dos de los elementos básicos de su experiencia religiosa fundamental: la miseria espiritual de un pueblo cristiano que ha perdido el Evangelio, la pavorosa impreparación de un clero que ignoraba las normas elementales del ejercicio de su ministerio. Eran también dos males que había denunciado vigorosamente el concilio de Trento, proponiendo para ello la labor catequética y los centros de formación sacerdotal. Francia acababa de aceptar por fin, como hemos dicho, los decretos tridentinos en 1615. Vicente estaba en estrecha relación desde 1609 o 1610 con los ambientes más comprometidos en llevar a cabo la reforma de la Iglesia según las líneas conciliares. Había acometido con generosa resolución su propia reforma personal. La Providencia le señalaba cuál debía ser su contribución a la gran labor colectiva que se avecinaba. Él la asumió gozosamente. Acontecimientos inmediatos completarían la revelación que acababa de hacérsele, descubriéndole el tercer aspecto – y, en cierto sentido, el más importante – de su vocación propia.

  1. Cf. J. Corbinelli, Histoire généalogique de la maison des Gondi (París, J.-B. Coignard, 1705) 2 vols; R. Chantelauze, Saint Vincent de Paul et les Gondi (París 1882) p. 83-89.
  2. Ristretto cronologico…, p. 20-21; Collet, o.c., t.1 p. 46.
  3. Abelly, o.c., L.1 c.7 p. 28.
  4. M. y Ch. 8 (1961) p. 495.
  5. S.V.P. XIII p. 19-22.
  6. S.V.P. XIII p. 37-39.
  7. S.V.P. XIII p. 22-24.
  8. S.V.P. XIII p. 25.
  9. Abelly, o.c., L.1 c.7 p. 28.
  10. S.V.P. I p. 20: ES p. 90.
  11. S.V.P. XIII p. 25-30.
  12. S.V.P. IX p. 9; X p. 387: ES IX p. 27 y 958.
  13. R. Chantelauze, o.c., p. 85.
  14. Abelly, o.c., L.1 c.9 p. 36-37.
  15. Abelly, o.c., L.1 c.8 p. 31.
  16. S.V.P. XI p. 28: ES p. 720-721.
  17. Coste, M.V., t.1 p. 84.
  18. S.V.P. XI p. 4: ES p. 699.
  19. S.V.P. XI p. 2-5: ES p. 698-700; Abelly, o.c., L. 1 c.8 p. 31-35; Collet, o.c., t.1 p. 46-48.
  20. S.V.P. XI p. 5: ES p. 700.
  21. S.V.P. XI p. 170: ES p. 95.

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