San Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Vicente de Dios, C.M. · Fuente: Santoral de la Familia Vicenciana.
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Nace el 24 de abril de 1581 en Pouy, Aquitania. Recibe las órdenes sagradas el 23 de septiembre de 1600 en Châteaul’Evêque. Comienza por ejercer el ministerio parroquial en París; luego asume una capellanía doméstica en la familia Gondi. Se entrega del todo al alivio de los pobres, instituye la Congregación de la Misión a este fin y, asimismo, para la formación del clero. Con la ayuda de Luisa de Marillac funda la Compañía de las Hijas de la Caridad. Muere en París el 27 de septiembre de 1660. Se le beatifica el 13 de agosto de 1729 y el 16 de junio de 1737 se le canoniza. León XIII le declara Patrón Universal de las obras caritativas.

¿Habéis visto jamás a personas más llenas de confianza en Dios que los buenos aldeanos? Siembran sus granos, luego esperan de Dios el beneficio de la cosecha y, si Dios permite que no sea buena, no por eso dejan de tener confianza en él para su alimento de todo el año…» (IX, 99).

Vicente de Paúl nace en una familia campesina el 24 de abril de 1681 (algunos afirman que fue en 1680). Su pueblo se llamaba Pouy, al sudoeste de Francia, no lejos de España. Sus padres se llamaban Juan de Paúl y Beltrana de Moras. Fue el tercero de sus seis hijos: los cuatro mayores hombres y los dos menores mujeres. Creció, pues, dentro de una familia del campo, no de las más pobres, pero en todo caso tuvo que arrimar el hombro desde muy pequeño, sobre todo pastoreando ovejas, vacas y puercos. El alma del campesino nutrirá siempre a este niño, aún cuando la vida lo lleve por caminos distantes que en su niñez no podía imaginar. Así hasta los 15 años, ya todo un hombrecito.

«Me acuerdo de que, cuando era muchacho, cuando mi padre me llevaba a la ciudad, como estaba mal trajeado y un poco cojo, me daba vergüenza ir con él y reconocerlo como mi padre. ¡Miserable de mí!… » (XI, 693).

Si su Padre, Juan de Paúl, hubiera adivinado este pensamiento de su hijo, quién sabe si, a pesar de considerarlo el más inteligente y vivaz de los hermanos, lo hubiese escogido para estudiar en un internado-colegio de segunda enseñanza que los franciscanos dirigían en Dax, la pequeña capital cercana. La pensión era costosa, pero el campesino calculador seguramente aventuraba para su hijo una posición que más tarde compensara el esfuerzo. Y era comprensible que el muchacho Vicente, entre alumnos socialmente más distinguidos, sintiera esa vergüenza familiar que confesaría más tarde.

Si tenía 15 años, comenzó sus estudios en 1594 o 1595. Los aprovechó tanto que mereció una beca especial: la protección económica y aún espiritual de un tal señor de Comet, juez de Pouy y abogado en Dax, cuyo nombre de pila no aparece por ninguna parte. La carrera de Vicente parece meteórica: el señor de Comet, a cambio de su ayuda, confia a Vicente la preceptoría de sus propios hijos y lo encamina al sacerdocio, de modo que el 20 de diciembre de 1596, digamos a los 16 años, recibe la tonsura y las órdenes menores. Inicia enseguida sus estudios universitarios en Toulouse, no lejos de Pouy ni de Dax, aunque un breve tiempo los hizo en Zaragoza. Toulouse le reconocerá seis años de estudios en 1604, a sus 23 o 24 de edad.

Antes de esa fecha, concluida la ayuda de Comet y tras la muerte de su padre, Vicente se las ingenió para abrir y dirigir un pensionado de colegiales, a fin de poder subsistir y pagar sus estudios. Practicó, pues, la benemérita costumbre de tantos estudiantes, que trabajan y estudian a la vez. Y en esta búsqueda de medios, se le ocurrió procurarse cuanto antes la ordenación sacerdotal, más bien, de momento, como un beneficio que como una vocación.

«Si hubiese sabido lo que era el sacerdocio cuando tuve la temeridad de entrar en este estado, como lo supe más tarde, hubiera preferido quedarme a labrar la tierra antes de comprometerme en este estado tan tremendo» (V, 540).

Que no asusten a nadie estas tremendas líneas de san Vicente, porque inmediatamente antes ha escrito estas otras: «La condición del sacerdote es la más sublime que hay en la tierra, pues es la misma que nuestro Señor quiso aceptar y practicar «. Lo que pasa es que el san Vicente que escribe es muy distinto del Vicente que de manera temeraria se lanzó a la caza de todo lo que pudiera beneficiarle económica y socialmente.

El 19 de septiembre de 1598 recibe el subdiaconado en Tarbes.

El 19 de diciembre de 1598 recibe el diaconado en Tarbes.

El 23 de septiembre de 1600, monseñor Francisco de Bourdeille, obispo casi ciego de 84 años, le ordena sacerdote en Chateau l’Eveque, en su diócesis de Perigueux, bien lejos de los lugares donde Vicente vive. El recién ordenado tiene 19 o 20 años más 5 meses. Celebra su primera misa casi privadamente en Buzet y ¡ya tiene su primer beneficio!

No es que ordenarse a los 20 años fuera un delito entonces, pero el Concilio de Trento había decretado ya los 24 años mínimo, si bien sus decretos no habían sido adoptados todavía por el clero francés. El obispo recién nombrado de Dax ya los procuraba. Y vemos a Vicente soslayarlo y arreglárselas con el Vicario General para conseguir su ambición. Era lo que más tarde él mismo llamaría entrar por la ventana y no por la puerta. Da la impresión de que su ordenación por la ventana le pesó toda su vida de santo y que quizá lo evocaba cuando hablaba de sus enormes pecados.

«La necesidad que tenia de dinero para satisfacer las deudas que había contraído y los grandes gastos que suponía tendría que hacer para llevar a cabo el asunto que mi temeridad no me permite nombrar» (I, 76).

Aunque su ambición y hasta su temeridad cambiarían más tarde de signo y servirían a mejores causas, de momento nos asustan. Vicente urde proyectos efectivamente temerarios al margen de cualquier cuestionamiento sobre la voluntad de Dios. No es un mal sacerdote, de esto no hay rastro, y sí lo hay de que se le consideraba «hombre de bien» (I, 87), pero «tus caminos no son mis caminos «, le hubiera dicho el Señor si le hubiera escuchado.

Tres proyectos temerarios:

  1. Obtener una parroquia.
  2. Llegar a ser obispo, ¡a los 26 años!
  3. Un honroso beneficio eclesiástico por intercesión de un efímero protector suyo, el Vicelegado pontificio Pedro Montorio.

Recordemos, sin detalles, que, en medio de estos afanes y viajando por mar de Marsella a Narbona, fue víctima del pirateo berberisco en el Mediterráneo y llevado cautivo a Túnez, por cuyos dominios le tocó ser esclavo de un pescador, de un médico sabio y brujo y de un renegado agricultor. Toda una aventura que él relata con pluma de un novelista avezado de la época (I, 75-88).

Dos veces estuvo en Roma. Una cuando el primer proyecto, 1601: nos cuenta Vicente que «se estremeció hasta las lágrimas» y admiró conmovido al Papa Clemente VIII; y otra cuando el tercer proyecto, después de su escapada de Argel: estancia en Roma, durante la cual no sólo tuvo que consecuentar los frívolos shows del Vicelegado Pedro Montorio, sino que, además, se dedicó a continuar estudios y a conocer la Cofradía de la Caridad del Hospital del Santo Espíritu y la parroquial de San Lorenzo in Damaso. Van apareciendo síntomas, todavía difusos, de otras rutas en el porvenir.

«La estancia que aún me queda en esta ciudad (París) para recuperar la ocasión de ascenso, que me han arrebatado mis desastres, me resulta penosa por impedirme marchar a devolverle los servicios que le debo, pero espero de la gracia de Dios que él bendecirá mis trabajos y me concederá pronto el medio de obtener un honesto retiro para emplear el resto de mis días junto a usted.» (I, 88, carta a su madre, 17 febrero 1610).

Vicente llega de Roma a París a finales de 1608. Y llega con las manos vacías. De sus relaciones con el Vicelegado Pedro Montorio no se sabe más y Vicente no volverá a pronunciar su nombre. A juzgar por la carta que escribe a su madre el 17 de febrero de 1610, todavía camina mirando hacia atrás. Los desastres le han arrebatado «la ocasión de ascenso», ‘pero no le han arrebatado del todo la pequeña ambición de un «honesto retiro» donde su familia.

Dios lo irá arrebatando poco a poco hacia cumbres infinitamente más ` altas. Pensaba volver pronto de París a su pueblo, pero sólo lo hará una vez, en 1623, y por una semana decisiva. En París se quedará toda su vida, salvo aconteceres esporádicos.

Y comienzan, silenciosamente, los años de lo que llamamos su «conversión». No del pecado a la gracia, como por ejemplo san Agustín. Tampoco del intimismo al altruismo, como Luisa de Marillac. Sino, para decirlo simplificadamente, de la ausencia de Dios a su presencia total en el ser todo del todavía joven Vicente de Paúl. Diversas pruebas y acontecimientos aportarán la luz y la docilidad necesarias. La transformación requerirá varios años, quizá de 1610 a 1617, pero será un cambio radical, sin fisura alguna hasta su muerte en 1660. Cuarenta años de auténtica y maravillosa santidad.

«Decidió un día tomar una resolución firme e inviolable de honrar aún más a Jesucristo y de imitarlo con mayor perfección que hasta entonces, y fue: entregarse toda su vida por su amor al servicio de los pobres» (Abelly, Ed. Ceme, p. 630).

Abelly, primer biógrafo de nuestro santo, sitúa esta su «firme e inviolable resolución» como solución y final de la tentación contra la fe que asedió a Vicente durante tres o cuatro años a partir de 1611. Como Cristo, como todo buen cristiano, Vicente pasó por la prueba quizá más dolorosa: la noche oscura de la fe o del espíritu.

Pero hubo otros detonantes de su conversión. Uno fue la acusación pública de robo que le hizo en 1610 un paisano suyo, en cuya casa había sido acogido al llegar desamparado a París. Faltó un dinero y culpó de ello a Vicente, quien sólo dijo en su defensa que «Dios sabe la verdad». También la supieron los hombres cuando el ladronzuelo, un mancebo de botica que había entrado en la casa, confesó su culpa al ser aprehendido en otra faena similar. Pero esto ocurrió después de seis años de sospecha, que Vicente soportó con silencio imperturbable.

Otro consistió en sus visitas al Hospital de la Caridad como capellán limosnero de la ex-reina Margarita de Valois, modesto empleo que había obtenido en 1610. Modesto, pero decisivo, en la medida en que sumirse en el mundo de los pobres tiene de suyo fuerza de revulsivo para un cambio radical de vida.

Estas fueron las tres experiencias que lo purifican y convierten. La acusación de robo le hace experimentar la condición del pobre que no tiene quien lo defienda. La tentación contra la fe lo asimila a Cristo en la cruz, al abandono en manos del Padre. La visita a los pobres enfermos le hace comprender que el mejor remedio para el espíritu indeciso o tortuoso es entregarse al servicio. Todo esto se concentraba en Vicente cuando formuló su «firme e inviolable resolución de entregarse, por amor a Jesucristo, al servicio de los pobres «.

«Uno de los hombres más santos que he conocido, el cardenal Berulle» (XI, 60)… «El buen señor Duval, que, siendo un gran doctor de la Sorbona, era más grande todavía por la santidad de su vida» (XI, 74)… «Qué bueno eres, Dios mío, cuando tan bondadoso y amable es Francisco de Sales, vuestra criatura» (X, 92).

En su camino de Damasco le ayudaron también sus directores de espíritu, que fueron principalmente tres. Primero, Pedro de Berulle, que llegaría a ser famoso cardenal, bajo cuya dirección se puso Vicente desde 1610 y en ella permaneció durante siete u ocho años. Hombre santo, encendido en el celo por la dignidad del sacerdocio y la santidad de la Iglesia, guió a Vicente en sus primeros anos en París y lo introdujo a las grandes figuras de la espiritualidad francesa en aquel siglo. Pero algo había en Berulle que no checaba con el camino de entrega firme e inviolable al servicio de los pobres por el que Dios iba conduciendo a Vicente: terminarían distanciados y no precisamente por culpa del dirigido.

El segundo fue André Duval, mucho más afín al espíritu de Vicente, mucho más sensible a la dignidad del pobre. Fue su mejor consejero, no sólo en lo espiritual, sino en las decisiones prácticas, como la de lanzarse por fin a fundar la Congregación de la Misión.

Años más tarde, en 1619, Vicente encontró a Francisco de Sales y, aunque éste no demoró en París más que un año escaso, la familiaridad entre ambos fue total y la influencia de Francisco en Vicente tan avasalladora que causa admiración. Su persona, su santidad, sus libros fueron para siempre devoción e imitación de Vicente. Por su medio conoció a la Madre Chantal, la compañera espiritual de Francisco, y los dos constituyeron a Vicente director inamovible de los monasterios de sus hijas las religiosas de la Visitación o Salesas. Mucho aprendió Vicente de Francisco, muy especialmente la doctrina de que la santidad no es elitista sino accesible a toda clase de personas, consagradas y laicas, algo no predicado entonces. Vicente hizo realidad en sus instituciones lo que Francisco afirmaba en sus libros, pidiendo «primero la santidad» a todos sus seguidores.

«Si Dios ha querido conceder alguna bendición a la Compañía de la Misión, creo que ha sido por la obediencia que siempre tuve para con el señor general y su señora… ¡Gloria a Dios por todo!» (IX, 958).

El señor general y su señora se llamaban Felipe Manuel de Gondi y Margarita de Silly. La familia Gondi, de origen italiano, llegó ser, en tiempos de Vicente, una de las más importantes de la historia francesa. Sus miembros estaban sobrecargados de títulos nobiliarios, militares y eclesiásticos. Fue Pedro de Berulle quien pidió a Vicente que se empleara en aquella familia como preceptor de los hijos, que, con el tiempo, ocuparían cargos eminentes. El más pequeño, por ejemplo, entró en el mundo coincidiendo con la entrada de Vicente en su casa; le pusieron por nombre Juan Francisco Pablo y sería un día el cínico y pendenciero cardenal de Retz. Su padre era sobre todo el general de las galeras, el Almirante de la armada francesa, diríamos hoy. Y su madre, Margarita, una gran mujer, piadosa del todo y, poco a poco, afecta hasta el extremo de la persona y obra del que entonces comenzaba a ser el capellán de la casa.

Vicente aceptó el cargo, que desde luego no le apasionaba: no le apasionaba ser instructor de niños y tampoco dirigir conciencias escrupulosas, complicadas y dependientes como la de Margarita de Silly. Pero allí precisamente, donde menos lo esperaba en principio, fue donde en definitiva Dios le mostró el camino.

Y el camino no fueron sólo los grandes personajes de la casa, sino también los pobres servidores de la familia y, sobre todo, los campesinos que bregaban en las posesiones rurales de los Gondi, que eran extensas. Veamos el itinerario para no perdernos:

  1. Antes de entrar en los Gondi, Vicente es nombrado párroco de Clichy, un pueblecito cercano a París, deglutido hoy por la gran ciudad: año y medio, de mayo de 1612 a finales de 1613.
  2. Primera estancia en los Gondi: tres años y medio, finales de 1613 a mayo o abril de 1617.
  3. Párroco de Chatillon-les-Dombes, lejos de París: apenas año y medio, desde la Cuaresma de 1617 hasta finales de aquel año.
  4. Vuelta a los Gondi: desde la Navidad de 1617 hasta finales de 1625.

Tenemos que pasar sobre estos acontecimientos como sobre brasas, no obstante su trascendencia, pues delinearon para siempre el proyecto apostólico de Vicente: en Folleville­Gannes «el primer sermón de Misión», 25 de enero de 1617; y en Chatillon «la primera Caridad», 20 de agosto del mismo año. 1617 es el año determinante de la Misión y de la Caridad como objetivos de su vida. Vicente, ya san Vicente, ha descubierto el rumbo que debe seguir. Como párroco de Clichy y de Chatillon, lo fue de manera excelente y feliz y, desde luego sin darse cuenta, lo que en las dos parroquias hizo fue precisamente un ensayo de Misión y Caridad, que, de ahí en adelante, se desarrollará en un crescendo sin pausa.

«Se le ocurrió la idea (a la señora de Gondi) de mantener a varios sacerdotes que continuasen estas misiones y, para ello, nos dio el Colegio de Bons-Enfants, a donde nos retiramos el P.Portail y yo; tomamos con nosotros a un buen sacerdote, al que entregábamos cincuenta escudos anuales. Los tres íbamos a predicar y a tener misiones de aldea en aldea. Al marchar entregábamos la llave a alguno de los vecinos o le rogábamos que fuera él mismo a dormir por la noche en la casa» (XI, 327).

La miseria espiritual y las fundaciones masculinas.- Cuando Vicente regresó de Chatillon a la casa de los Gondi puso condiciones: se dedicaría ante todo a las misiones en las poblaciones campesinas, y para la preceptoría de los hijos propuso al P.Portail, aquel aspirante de los tiempos de Clichy, ya sacerdote.

Comenzó la tarea de las misiones a título exclusivamente personal y se muestra insaciable en su apostolado. Se preocupa por ejemplo de los galeotes, los presos forzados a remar en las galeras. Por influencia sin duda del señor de Gondi, es nombrado capellán general de las galeras de Francia (1619) y consigue para los galeotes un mejor trato espiritual y material tanto en los barcos como en los puertos.

Pronto el Señor, con la ayuda de la señora de Gondi, le fue haciendo saber la conveniencia de una institución que tomara a su cargo dichas misiones. No quisieron hacerlo ni los jesuitas ni los oratorianos ni nadie. Así que fue la señora de Gondi («nuestra fundadora», la llamaría con razón san Vicente) la que de hecho más lo animó en aquella obra y la que puso los medios, especialmente los materiales (el dinero) para que pudiera fundar LA CONGREGACION DE LA MISION. Los campesinos eran pobrísimos y Vicente entendió que debía hacer los ministerios con ellos absolutamente gratis. Pero, por lo mismo, procuraba que sus fundaciones estuvieran bien aseguradas económicamente por medio de rentas derivadas de donativos de dinero o de propiedades (casas, tierras). La señora de Gondi le dejó una fuerte suma de dinero con cuyas rentas pudieran pagarse los gastos de las primeras misiones.

Llegó el momento de la fundación de aquella comunidad. El contrato fundacional tuvo lugar el 17 de abril de 1625 (X 237ss.) y el primer compañero que se unió a Vicente fue Antonio Portail. Los dos y otro sacerdote, formaron las primera terna: «Marchábamos los tres a predicar y a dar misiones de aldea en aldea, y cuando salíamos dábamos la llave a algún vecino, o incluso le rogábamos que fuese por la noche a dormir en la casa» (Xl 327). Eran los humildes y heroicos comienzos. Fueron añadiéndose otros sacerdotes a la comunidad incipiente. La propuesta del fundador era exigente. Los misioneros debían comprometerse en la salvación del pobre pueblo del campo. Para hacer esto realidad, el fundador pedía vida en común, obediencia, renuncia a los beneficios o cargos eclesiásticos, misiones gratuitas y siempre fuera de las ciudades (en los pueblos), asistencia a los galeotes. De cuando en cuando estaban previstos días de retiro y de recarga en previsión de las sucesivas misiones.

En 1632 el centro de la comunidad se trasladó a San Lázaro, un vastísimo priorato que languidecía y que los monjes de santa Genoveva no sabían cómo utilizar. San Vicente no quería al principio, por razones de pobreza, pero al final cedió por consejo de su director y porque en realidad solucionaba muchos problemas. Desde San Lázaro comenzó la diáspora de los misioneros hacia los pobres de Francia y del mundo entero. Las fundaciones se sucedieron a un ritmo impresionante, al ritmo de las llamadas de Dios.

¿Qué se hacía en San Lázaro? Aparte de la vida de comunidad en todos los sentidos, la casa se dedicó sobre todo a ejercicios espirituales, especialmente a los de LOS ORDENANDOS desde el 17 de septiembre de 1628. Desde aquí avanzaría el santo a otro ministerio fundamental: el de LOS SEMINARIOS, en orden a preparar buenos pastores para los pobres. Pero al principio el ministerio que tenía para nuestro santo absoluta prioridad fue el de LAS MISIONES. Los resultados parecían increíbles en conversiones y reconciliaciones.

¿Cuál era el secreto de la vida fervorosa de los misioneros?

  1. La convicción del fundador de que todo era obra de Dios.
  2. La convicción de que eran continuadores de la misma misión de Cristo en la tierra, tema recurrente en la animación que el santo procuraba a sus hijos. 3°. Que su vocación era, pues, un modo de ser como el de Cristo evangelizador, modo de ser del que se derivaban, como cinco facultades del alma apostólica, las cinco virtudes misioneras (sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación, pasión por el evangelio). Aquellos misioneros fueron en verdad gigantescos, lo mismo en Francia, que luego en Génova, Polonia, Irlanda, norte de Inglaterra y no digamos después en Túnez o Madagascar…

«No tienen más monasterio que las casas de los enfermos, ni más celda que un cuarto de alquiler, ni más capilla que la iglesia parroquial, ni más claustro que las calles de la ciudad, ni más enciero que la obediencia, ni más rejas que el temor de Dios, ni más velo que la santa modestia…» (IX, 1178-1179).

La miseria material y las fundaciones femeninas.- San Vicente fue un hombre que sobrepasó su tiempo en muchos aspectos, uno de los cuales fue su empeño en el apostolado de las mujeres. Nunca entendió que pudiera estar reservado a los hombres. Quiso hacer un frente único, común, compacto. Lo consiguió por medio de dos instrumentos: las Caridades de señoras (1617 y 1634) y las Hijas de la Caridad (1633)

LAS SEÑORAS DE LA CARIDAD fueron fundadas en Chatillon en 1617. Y fueron de dos clases: las de los pueblos, para la atención material y espiritual de los enfermos y pobres de la localidad. Y las fundadas en enero de 1634 para atender a los enfermos del Hospital Dieu. Estas se contaban entre las damas más nobles de París. Su radio de acción se fue extendiendo según las necesidades que surgían, especialmente las de las guerras que asolaron a Francia, sobre todo en los últimos veinte años de la vida de nuestro santo. Sin ellas san Vicente no hubiera podido realizar todo su ministerio asombroso de caridad.

La segunda fundación femenina de san Vicente son LAS HIJAS DE LA CARIDAD. Las fundaron él y Luisa de Marillac, una santa mujer que se había puesto bajo su dirección espiritual desde 1624 o 1625. Las Hijas de la Caridad son la obra cumbre de nuestro santo. Eran muchachas del campo llegadas a la gran ciudad en pos de un trabajo o una vocación. Como son los pobres quienes mejor pueden ayudar a los pobres, Luisa y Vicente vieron sus posibilidades y las acogieron para prepararlas mental y espiritualmente. La fecha fundacional fue el 29 de noviembre de 1633. La genialidad de san Vicente fue la de romper las limitaciones a que se obligaba entonces a la mujer y en concreto a la mujer religiosa relegándola estrictamente al claustro conventual del que no podía evadirse. San Vicente puso el claustro en la calle y donde un pobre o enfermo necesitara el corazón y la ayuda de una mujer. Tuvo que decir que aquellas muchachas no eran religiosas, `pues quien dice religiosa dice enclaustrada y vosotras tenéis que ir por todas partes» (XI 1176), sólo sois «hermanas que van y vienen como laicas «.

Da la impresión de que a san Vicente se le hacía increíble que la mujer estuviera oficialmente alejada del ministerio de la caridad. «Hace ya 800 años, desde los tiempos de Carlomagno —dijo a las señoras de las Caridades- que las mujeres no tienen ninguna ocupación pública en la Iglesia… pero he aquí que la Providencia se dirige actualmente a vosotras… » (X 953).

«Estoy triste por nuestra Compañía, pero ella no me preocupa tanto como los pobres. Nosotros nos libraremos yendo a pedir pan a las otras casas nuestras, o a servir de Vicarios en las parroquias. Pero, en cuanto los pobres, ¿qué harán? Y ¿podrán irse? Confieso que ellos son mi peso y mi dolor. Me han dicho que, en los campos, la pobre gente dice que, mientras tengan restos de la cosecha, vivirán, pero que, después, no tendrán que hacer más que sus fosas y enterrarse vivos. ¡Oh Dios! ¡Qué extremo de miseria» y ¿el medio para remediarla?» (Abelly, Cerne, p. 631).

Con el año 1633 la vida de Vicente de Paúl adquiere nuevas dimensiones. Había cumplido los 53 años. Estaba ya lejos la época de la ambición y había terminado la fase de las fundaciones. Ahora se veía enfrentado a nuevas y más urgentes responsabilidades. Nunca las buscó él, fueron los otros, la sociedad, quienes le reconocían un papel carismático, quienes lo necesitaban. Y él estaba preparado: primero, se había liberado para servir, después, con sus fundaciones, había creado los instrumentos necesarios para poderlo hacer con eficacia. Se trataba de servir a los pobres en su país y en donde quiera.

La guerra no cesaba. Era la misma política del Reino la que producía la guerra y conducía a la guerra. Así lo habían decidido, porque lo juzgaban inevitable, el rey y sus ministros, primero Richelieu y luego Mazarino:

  • la guerra de los 30 años (1615-1645),
  • la guerra francoespañola (1648-1650),
  • la guerra civil de la Fronda (1648-1653).

En los tres momentos intervino SV, unas veces tratando de evitarla o concluirla, otras sólo de remediarla o aliviarla. Digamos algo, poquísimo, de todo aquello.

  • ponía a su comunidad en ayuno y oración…
  • acudía a los responsables más directos (Richelieu, Mazarino) para que pusieran fin a la guerra, que sólo añadía más calamidades a los más pobres…
  • ponía en actitud de ayuda urgente a toda persona que pudiera ayudar, sobre todo a las Señoras de la Caridad…
  • enviaba a sus misioneros, y también a las Hijas de la Caridad, a las zonas de guerra, como enfermeros, almacenistas de víveres, distribuidores de ayuda, enterradores, periodistas para mover a la opinión pública, etc.

Los detalles de su actuación constan detenidamente en sus biografías. Por sí solos bastarían para colmar la vida de un hombre excepcional. Pero, a la vez, San Vicente veía por las víctimas de la guerra no sólo en los campos de batalla sino de todas las maneras y se lanzaba a otros horizontes donde la Iglesia precisaba reforma y fortalecimiento.

«Si hay algunos entre nosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que los asistan de todas las maneras, nosotros y los demás…» (XI, 393).

«De todas las maneras, nosotros y los demás»:

1) Los enfermos: Unos estaban en los hospitales y otros en sus casas. Los primeros eran los peor atendidos (los ricos no llevaban entonces a sus enfermos a los hospitales). San Vicente los visitó y conoció en los hospitales: sin luz, sin ventilación, varios en un mismo lecho, pésimamente atendidos. Fundó las Damas o Señoras de la Caridad no tanto para la «terapia» cuanto para la «visita».

2) Los niños abandonados: Abandonados en París cada año «casi tantos como días tiene el año» (X, 951). Vicente decide ocuparse del problema proponiéndoselo a las Damas y, después, sobre todo a las Hijas de la Caridad. Las dificultades de todo tipo parecían a veces infranqueables, pero el celo del santo hace que tanto Damas como Hijas se entreguen decididamente a la obra.

3) Los dementes: Cuando san Vicente recibió el priorato de San Lázaro, todavía quedaban en él unos pocos privados de razón. Y cuando se discutió poco mas tarde si san Lázaro le pertenecía, cuenta el mismo san Vicente que lo que más le dolía de todo, ‘no era que lo despojaran de San Lázaro, sino «tener que dejar a esas pobres gentes y verse obligado a dejar su cuidado y servicio» (XI, 715; cf. XI, 394). Y en 1655 envió Hijas de la Caridad al Hospicio de Menages, para que atendieran a los más inocentes de los enfermos, es decir a los locos.

4) Los galeotes: En sus cárceles de. París, en el Hospital en Marsella, con misiones, con reglamentos para sus misioneros, con los servicios de las Hijas de la Caridad.

5) Los mendigos: Lo primero, y lo mas difícil para un mortal común, los consideró como víctimas no como amenaza de la . sociedad. San Vicente siempre les proporcionó limosna desde San Lázaro y desde todas sus casas, y no indiscriminada, sino proporcionada a sus necesidades y aptitudes.

6) Los ancianos: Para ellos compró la casa del Nombre de Jesús y los acogió buscando la unión entre lo espiritual y lo corporal, entre la ayuda y la autoayuda.

Y lo dicho son sólo unas pocas muestras de una actividad caritativa que, verdaderamente salió al encuentro de todas las pobrezas de su tiempo sin excepción.

«En lo que respecta al Sr. Vicente, la reina (Ana de Austria) se siente obligada a seguir su consejo, de tal manera que si el señor cardenal (Mazarino) le propusiese para un beneficio a una persona que el dicho Sr. Vicente no juzgase capacitada par el mismo, se atendría totalmente a lo que éste determinase, y ni la recomendación de Su Eminencia ni ninguna otra cosa sería capaz de prevalecer sobre el parecer del Sr. Vicente» (carta de Le, Tellier, ministro de la guerra: puede leerse en «Annales de la Congrégation de la Mission et des Filles de la Charité», 1953, p.508).

Por estas palabras de un ministro del Reino podemos calibrar el prestigio alcanzado por el pastorcito de Pouy. Le llamaban ya «padre de la patria» y todos lo conocían como «el Sr.Vicente». Fue, efectivamente, «el gran santo del gran siglo». Todo ello, paradójicamente, por _.su amor a los pobres y su probada humildad.

En mayo de. 1643 moría Luis XIII y el poder pasaba ala reina Ana de Austria como regente. Ana de Austria veneraba a san Vicente y lo nombró miembro del CONSEJO DE CONCIENCIA, una especie de Secretaría de Estado para los asuntos religiosos. Lo presidía el cardenal Mazarino como primer ministro. SV no quería aquel cargo, pero se lo impusieron y lo aceptó por fin por amor a la Iglesià. Uno de los cometidos de aquel Consejo era el de la presentación de los obispos, que era competencia del rey desde el concordato de 1516, aunque la Santa Sede se reservaba la aprobación o el rechazo. Fue una gran ocasión que el santo aprovechó para la reforma de la Iglesia de Francia. Consiguió el nombramiento de excelentes obispos, que posteriormente acudían a él para solicitar consejo. Se ha escrito que «apenas si queda obispo de la época que no haya tenido relaciones epistolares o personales con Vicente». Era «la culminación lógica de su vocación reformadora».

Su actuación en el Consejo de Conciencia no se limitó al nombramiento de buenos obispos, sino también a la reforma de las Órdenes Religiosas, tanto masculinas como femeninas, hacia la supresión de abusos y una observancia más austera. Como también a otros aspectos: de moralidad: la basfemia, el duelo; y de fe: protestantes, alumbrados, jansenistas… Vicente no fue un inquisidor, su caridad fue universal. Pero su celo por los pobres y por la Iglesia le obligó a actuar eficazmente contra herejías que los desacreditaban.

«El celo consiste en un puro deseo de hacerse agradable a Dios y útil al prójimo. Celo de extender el Reino de Dios, celo de procurar la salvación del prójimo. ¿Hay en el mundo algo más perfecto? Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama; si el amor de Dios es un sol, el celo es su rayo. El celo es lo más puro que hay en el amor de Dios… el celo nos lleva a pasar por toda clase de dificultades, no solamente por la fuerza de la razón, sino por la de la gracia, que nos permite encontrar gusto en el sufrir, sí, en el sufrir.» (XI 590-591).

Cuando san Vicente habla del celo, habla con celo, con fervor apasionado y apasionante. Hablamos de los escritos del santo como si toda la vida se hubiera dedicado a escribir. Pero él sólo escribió cartas, y muchas, a toda clase de personas. Sus pláticas, conferencias, repeticiones de oración las copiaron sus hábiles secretarios sin que él se diera cuenta, pues se lo hubiera prohibido. Tuvo que ser emocionante escucharle, pues nada decía que no fuera fuerte y sentido.

Su celo, más aún de obra que de palabra, lo llevó a ensanchar los horizontes del trabajo de sus hijos: Italia (1641), Túnez y Argel (1645), Irlanda (1646), Madagascar (1648), Escocia (1650), Polonia (1651), vieron a los misioneros de san Vicente desplegar el celo de su Fundador sin que la muerte ni el martirio los arredrara, escribiendo con su vida páginas realmente heroicas en todos los casos.

«Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una Hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios… Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontrareis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios… Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos, y lo considera hecho a él mismo» (IX, 240).

En la santidad de Vicente de Paúl tanto cuenta Jesucristo como el pobre. Son una sola cosa, un solo ser. Su fe y su experiencia le descubrieron esta verdad. Y por ella apostó toda su vida desde que hizo la «resolución firme e inviolable de entregarla toda, por amor a Jesucristo, al servicio de los pobres». Dijo muchas veces que la fe consiste en darse, en entregarse: «Démonos a Dios, hermanos míos, démonos a Dios». Y él, simplemente, se dio. Se dio de tal manera que no se puede encontrar en toda su vida un solo pensamiento, sentimiento, decisión, acción, que no esté motivada por su amor a Jesucristo-en-los-pobres, o a los-pobres-en­Jesucristo. También dijo: «Dadme un hombre de oración y será capaz de todo» (XI, 778): no lo sabía, pero estaba resumiéndose a sí mismo. Este fue el secreto de su vocación, de su santidad, de su fecundidad, de su actualidad en el mundo de hoy y en la Iglesia de Dios. Cuando murió santa Luisa de Marillac, su gran compañera, Vicente dijo a las Hijas de la Caridad: «¡Ánimo, tenéis en el cielo una madre que goza de mucha influencia!» (IX 1225). De manera semejante podemos decirnos: «¡Ánimo, tenemos en el cielo un padre, que ojalá goce de mucha influencia en nosotros!».

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