Capítulo V. Los Seminarios
I. Primer ensayo en Bons-Enfants.
Una vez comprometido en la obra de la reforma del clero, Vicente debía llegar hasta el fondo. Desde un principio, y luego en el transcurso de sus experiencias, comprendió la insuficiencia de los retiros espirituales, y de las conferencias eclesiásticas, que podían muy bien poner en pie a los sacerdotes decaídos, y conservar y mantener en el deber a los sacerdotes fieles pero que no alcanzaban la fuente del sacerdocio; la insuficiencia misma de los ejercicios de los ordenandos, prendían bien, como tales, al joven eclesiástico en su nacimiento clerical, en su entada en el santuario, pero no tenían ningún efecto retroactivo sobre los años anteriores, con frecuencia numerosos, pasados en la disipación del mundo, los cálculos de la ambición, en los extravíos de la juventud: era una preparación próxima infinitamente útil, porque daba estas disposiciones inmediatas que abren el corazón del ordenando a la gracia ; no era esa preparación distante que va apoderándose del niño destinado a ser clérigo de alguna forma desde el seno de la madre, le dirige del sacramento que le hace cristiano al sacramento que le hará sacerdote, y llena este largo trayecto de estudios religiosos, de prácticas santas y costumbres de virtud..
La vista del escaso resultado de la mayor parte de los ensayos hachos hasta él no desanimó Vicente. Si tantos seminarios no lo habían logrado, es porque con demasiada frecuencia se habían escogido mal a los niños y a los maestros. En lugar de dar con preferencia las plazas, según el deseo del concilio de Trento, a los hijos de los pobres en quienes de viera una verdadera vocación eclesiástica, se admitía en mayoría a los niños ricos, sin examinar si sentían la menor inclinación al sacerdocio. Para ahorrar un precio de pensión, los burgueses de las ciudades donde los seminarios estaban situados llevaban allí a sus hijos por favor y con engaño; luego, después de los estudios gratuitos que habían devorado la herencia del santuario, se los llevaban para darles una posición en el mundo. por otro lado, se confiaba la dirección de estos establecimientos, no a los más sabios, a los más virtuosos, a los sacerdotes más llenos del espíritu sacerdotal, sino a los más ambiciosos, a los más intrigantes y a los que buscaban menos el bien de la Iglesia que su interés particular. De esta forma habían quedado burladas las intenciones del concilio, y como la Iglesia de Francia se hallaba siempre privada de los frutos que estaba en derecho a esperar de la generosidad de los fundadores.
Recuperando el plan del concilio de Trento, así como su espíritu, Vicente comenzó, hacia 1635, a recibir en el colegio de Bons-Enfants a cierto número de jóvenes clérigos, de edad de doce a catorce años, a quienes sacerdotes de su congregación enseñaban, aparte de las letras humanas, el canto y las ceremonias eclesiásticas y, por encima de todo, la huida del mundo, la gravedad, el recogimiento y todas las virtudes propias del santo ministerio.
II. Seminario interno. –Vocación. –Ternura de Vicente por los suyos.
Dos años más tarde, viendo la Misión formada y sólidamente establecida en San Lázaro, pensó en su reclutamiento y en la preparación de sus miembros. Hasta entonces, sin conocer bastante aún los planes de Dios sobre él y el desarrollo que tomaría su obra, apenas pedía buena voluntad a los que llegaban a compartir su vida y sus trabajos y, por toda prueba y preparación, no les imponía más que un retiro. Un poco más tarde, les impuso, es cierto, algunos otros ejercicios espirituales, por los que los sometían a una prueba más larga; pero en esto no había nada todavía que pudiera se tenido como un noviciado propiamente dicho. Finalmente, reconoció la necesidad de ejercitarlos durante varios años, antes de admitirlos a los votos, en le práctica de las virtudes generales del sacerdote y de los deberes propios del Misionero.
De ahí el Seminario interno, que comenzó el mes de junio de 1637. Vicente lo llamaba la esperanza de rebaño, spem gregis, y semillero de los Misioneros. También quiso darle por director al más hábil y más experimentado de los suyos: fue Juan de la Salle, uno de sus tres primeros compañeros, hombre envejecido, por consiguiente, en. espíritu y en las funciones de la Compañía, que había visto nacer y crecer bajo la acción combinada de Dios y del santo fundador. Y aun así, no contento con sus consejos saludables que le prodigó, Vicente quiso hacerle pasar por las manos de hábiles maestros, y le envió al noviciado de los Jesuitas con orden de seguir por algún tiempo todos los ejercicios, y traerse con las máximas y las prácticas propias a sacerdotes seculares, el celo apostólico.
Como se trataba de recibir no ya sólo a sacerdotes ya formados, sino también y sobre todo a jóvenes clérigos, Vicente comenzó por explicar sus principios en materia de vocación. Por un lado, lleno de esperanza que la Providencia traería siempre súbditos a una Compañía que ella misma había hecho nacer y, por otro, persuadido de que sólo pertenece a Dios escogerse ministros, se hizo y la impuso a los suyos la regla inviolable de nunca atraer a nadie a su congregación, ni con promesas, ni con servicios, ni siquiera con piadosos consejos. A los directores de los ejercitantes, en particular, les repetía sin cesar: «Ah Señores, tengan mucho cuidado, cuando prestan servicio y dirección a los que vienen a hacer su retiro espiritual en esta casa, de nunca decir nada que tienda a atraerlos a la Compañía. A Dios pertenece llamar a ella y dar la primera inspiración. Más todavía, aun cuando les descubrieran que habían tenido la idea y les declararan que sienten inclinaciones, cuídense mucho de no inclinarlos ustedes mismo a hacerse Misioneros, aconsejándoles y exhortándoles a ello; y entonces díganles tan sólo que encomienden mucho este plan a Dios, que se lo piensen bien, por ser importante la cosa. expónganles incluso las dificultades que podrán encontrar según la naturaleza y que conviene que lo tengan en cuenta, si abrazan este estado, que han de sufrir y trabajar mucho por Dios, que si, después de todo, adoptan la resolución en buena hora, se los puede dirigir al superior para hablar con más atención con ellos de su vocación. Dejemos obrar a Dios y esperemos humildemente con sumisión las órdenes de la Providencia. por su misericordia se ha hecho así en la Compañía, y podemos decir que no hay nada en ella que no haya puesto Dios, que nosotros no hemos buscado ni a hombres ni bienes ni fundaciones. En nombre de dios. mantengámonos así y dejemos obrar a Dios. sigamos, les ruego, sus órdenes y no nos adelantemos. Créanme, si la Compañía lo hace así, Dios la bendecirá.»
Con mayor razón, no quería que se retuviera en San Lázaro a aquellos que habían decidido entrar en otra religión o a quienes sus superiores enviaban para probarlos. «que si vemos, decía él, que tienen alguna idea de retirarse a otra parte, de ir a servir a Dios en otra religión o comunidad, oh Dios, no les sirvamos de estorbo, de otro modo había que temer que la indignación de Dios cayera sobre la Compañía, por querer lo que Dios no quiere que tenga. Y díganme, les ruego, que si la Compañía no hubiera seguido hasta el día de hoy este espíritu de no inclinarse por de no inclinarse por otros individuos, por excelentes que fueran, sino los que Dios ha tenido a bien enviarnos, y que han manifestado el deseo mucho antes, los Padres Cartujos y otras Comunidades religiosas ¿nos enviaría, como lo hacen, para hacer el retiro aquí, a cantidad de gente que quieren entrar en su casa? Verdaderamente que tendrían mucho cuidado en no hacerlo. Veamos, un buen joven que tiene pensado hacerse Cartujo; nos le envían aquí para que hable con Nuestro Señor mediante un retiro, ¡y ustedes trataran de persuadirle de que se quedara con nosotros, porque tal vez sea un joven de buen espíritu! Y ¿qué sería esto, Señores, sino querer quedarse con lo que no nos pertenece, y querer hacer que un hombre entre en una congregación? donde Dios no le llama, y en lo que ni siquiera ha pensado? Y qué podría hacer o emprender una empresa así, sino atraer las desgracias de Dios sobre toda esta Compañía? Oh pobre Misión, oh pobre pequeña Compañía de la Misión, ¡en qué lastimoso estado caerías si llegaras a tanto!
Mas, por la gracia de Dios, ¡tú has estado siempre y lo estás todavía muy lejos de tal cosa! Pidamos a Dios, Señores, pidamos a Dios para que confirme a esta compañía en la gracia que le ha hecho hasta el presente de no querer otra cosa que lo que él quiere.»1
Uniendo el ejemplo con las palabras, así obraba el propio Vicente, cuando tanta gente de París o de las provincias se dirigían a él, se ponían en sus manos, rogándole que decidiera soberanamente en nombre de Dios, sobre la elección de su estado de vida. «La resolución de vuestra duda, respondía, es un asunto que resolver entre Dios y usted; siga pidiéndole que le inspire lo que tiene que ha de hacer; entre en retiro durante algunos días para ello, y crea que la resolución que tome, en la presencia de Nuestro Señor será lo más agradable a su divina majestad y la más útil para vuestro verdadero bien.»
¿Se trataba de salir del mundo, y les quedaban dudas tan sólo sobre la elección de una comunidad? No se contentaba con aconsejarles la más regular; pero si salía a relucir la suya: «Oh Señor, exclamaba,, humillándose, nosotros sólo somos una pobre gente indigna de compararse con esta otra santa Compañía; id allí en nombre de Nuestro Señor; allí se encontrará incomparablemente mejor que con nosotros.»
Por ahí se puede juzgar de su descontento cuando alguno de los suyos seguía principios contrarios. Habiendo recibido un día una carta de uno de sus Misioneros para entregársela a un eclesiástico muy distinguido, muy idóneo para la congregación, y que incluso había declarado el deseo de entrar en ella, la retuvo y escribió: «No he remitido vuestra carta al Sr. N., porque en ella se le persuade a entrar en la Compañía, y porque tenemos una máxima contraria, que es no solicitar nunca de nadie que abrace nuestro estado; sólo pertenece a Dios elegir a los que quiere llamar; estamos seguros de que un Misionero regalado de su paternal mano hará él solo más bien que muchos más que no tuvieron una vocación limpia. A nosotros nos toca pedirle que nos envíe buenos operarios a la cosecha; y viviendo de tal manera que les demos con nuestros ejemplos el atractivo para trabajar con nosotros, si Dios los llama.»
En cuanto a los que llegaban a él muy determinados a entrar en su Compañía, los acogía con la mayor circunspección. «¿Desde cuándo tenéis esta idea? ¿Cómo y por qué se le ocurrió? ¿Cuál es vuestra condición? ¿Qué motivo os lleva al oficio de Misionero?. ¿Estaría dispuesto a ir a todas las partes adonde se le enviara, incluso a regiones extranjeras más allá de los mares? ¿Superaríais tal y tal dificultad que encontraréis a diario en este nuevo estado? Y si le respondían: No busco más que la gloria de Dios y estoy preparado para todo»; les pedía sin embargo en primer lugar, sin decisión y hasta sin esperanza, para probar la vocación y la virtud; y retrasaba una respuesta hasta pasado un buen espacio de tiempo. Les obligaba a volver varias veces para tener ocasión de estudiar mejor las disposiciones del espíritu y del corazón; y una vez seguro de la vocación y de la perseverancia, decía: «Vaya ahora de retiro a consultar a Dios.» Después, si aún perseveraba, le ponía en las manos de los antiguos de la Compañía y, con su informe favorable, recibía en los ejercicios del seminario interno donde, durante dos largos años, se entregaba a la prueba definitiva en la práctica de la humildad, de la mortificación, de la exactitud, de todas las virtudes cristianas y religiosas. Bueno y fiel seminarista durante estos dos años, era a continuación admitido a los votos del Misionero; y si no habían terminado sus estudios, se continuaban entonces hasta la adquisición de una ciencia al menos competente.
La virtud y la ciencia, tales eran, efectivamente, las dos grandes metas, hacia las que convergía todo en los ejercicios del seminario interno. Dos meditaciones al día, lectura cotidiana de libros de piedad y del Nuevo Testamento, confesiones y comuniones frecuentes, breve retiro mensual, dos grandes retiros en épocas principales del año, numerosas conferencias sobre los fundamentos de la fe, sobre la Escritura, sobre la doctrina del concilio de Trento, sobre las reglas de la disciplina, sobre la piedad propia del Misionero. eso en cuanto a las virtudes y el fondo del seminario interno. Por lo demás, a pesar de una vida y laboriosa, de largos días comenzados en toda estación a las cuatro de la mañana, y llenos de serias ocupaciones, nada de abrumador para la naturaleza: ni cilicios ni sacos, ni disciplinas, ni otros ayunos que los mandados por la Iglesia a todos los fieles; mas, por el contrario, separación completa del mundo, vida de humildad, de recogimiento, de vigilancia, de mortificación, de fidelidad a todas las reglas y a todos los deberes; vida llena también de esa unción que suaviza los sacrificios del noviciado, y que un día suavizará las fatigas del Misionero, al propio tiempo que le gane el corazón de los pueblos.
Vicente no dejaba de animarlo todo, de sostenerlo todo con su palabra viva y poderosa. «Quien quiera vivir en comunidad, decía, debe resolverse a vivir como un peregrino en la tierra, a volverse loco por Jesucristo; a cambiar de costumbres, a mortificar todas sus pasiones, a buscar sencillamente a Dios, a someterse a todos como el menor de todos; a persuadirse de que ha venido a servir, y no para gobernar, para sufrir y trabajar y no para vivir entre delicias ni ociosidad. Debe saber que se le somete a prueba como el oro en el crisol, que no se puede perseverar sin perseverar sin humillarse por Dios, y persuadirse de que al hacerlo se tendrá un verdadero contento en este mundo y la vida eterna en el otro.» Todo le servía de ocasión para inspirar a los suyos las disposiciones más heroicas. ¿Se enteraba de que un Misionero había sido maltratado en un país extranjero, se lo contaba y añadía: «Quiera Dios, hermanos míos, que los que vienen para ser de la Compañía vengan con el pensamiento del martirio, y con el deseo de sufrir la muerte y de entregarse del todo al servicio de Dios, bien en los países lejanos, bien en éste u otro lugar donde quiera Dios servirse de la pobre pequeña Compañía. Sí, ¡con el pensamiento del martirio! Oh, ¡cómo deberíamos pedir esta gracia a Nuestro Señor! ¡Ay Señores y hermanos míos, es que hay algo más razonable que consumirse por quien tan liberalmente ha dado su vida por nosotros! Si Nuestro Señor nos ha amado hasta ese punto de morir por nosotros, ¿por qué no demostrar el mismo afecto para con él para llevarlo a efecto si la ocasión se presenta? Vemos a tantos papas que unos tras otros han sido martirizados, ¿No resulta sorprendente ver a comerciantes que, por una pequeña ganancia, a traviesan los mares y se exponen a una infinidad de peligros? Estaba yo el domingo pasado con uno que me decía que le habían propuesto ir a las Indias, y que estaba resuelto a ir. Le pregunté que si había peligros, me dijo que los había y muy grandes; que era verdad que un comerciante conocido suyo había llegado de allí, pero que otro se había quedado. Yo me decía si esta persona por ir a buscar unas piedras y sacar una ganancia se quiere exponer de esa manera tantos peligros, ¡cuánto más debemos nosotros hacer para llevar la piedra preciosa del Evangelio y ganar almas para Jesucristo!
En cuanto a los estudios de filosofía o de teología a los que se dedicaban luego según la capacidad de cada uno, Vicente recomendaba huir de la singularidad y del lucimiento, para entregarse únicamente a las opiniones recibidas y a la doctrina consagrada por la Iglesia.
Quería que sus Misioneros se instruyesen a fondo en el dogma que deben anunciar a los pueblos y en la moral necesaria para conducirlos bien; les permitía incluso en cierta medida adquirir alguno de esto conocimientos que, sin ser indispensables, ni para sí ni para los demás, son un adorno noble del espíritu y pueden dar consideración al sacerdote y a su ministerio; llegaba hasta exigir que varios fuesen verdaderamente sabios para cumplir algunas de las funciones providenciales de la Compañía: como algunas misiones más difíciles, la instrucción de los ordenandos, la dirección de los seminarios; pero quería que todo ello se hiciera con moderación y humildad. «El deseo de aprender s bueno, escribía también a uno de sus sacerdotes, el 18 de julio, en 1659, con tal que sea moderado… Acuérdense del consejo de san Pablo que nos recomienda ser sobrios en la ciencia. La mediocridad basta, y la que se quiere tener más allá es más bien de temer que de desear por los operarios del Evangelio, ya que es peligrosa, hincha, los lleva a parecer, a hacerse tener por alguien, y por último a evitar las acciones más humildes, sencillas y familiares, que sin embargo son las más útiles. Por eso Nuestro Señor escogió discípulos que no eran capaces de realizar otras… Si trabajamos por la salvación de las almas en el espíritu de Nuestro Señor, él nos dará las luces y las gracias que necesitamos para conseguirlo. si no quieren saber más que a Jesucristo crucificado, si no quieren vivir más que de su vida, no duden de que él mismo sea su ciencia y su obra.» Sabios y humildes, decía él en una conferencia, ese es al tesoro de la Misión, como buenos y piadosos doctores son el tesoro de la Iglesia.»
Temía el tránsito de los ejercicios puramente espirituales del seminario a los estudios y multiplicaba sus instrucciones para que los jóvenes estudiantes no disminuyesen su fervor a medida que crecían en conocimientos. Y decía: «Como un vaso que del calor del horno pasa a un lugar frío corre peligro de romperse; así un joven, que de un lugar de recogimiento, de vigilancia y de oración pasa al tumulto de una clase, corre el peligro de trastornarse. Traten pues de conservar su primer calor y eviten que la naturaleza logre imponerse poco a poco. Refuercen la voluntad en proporción que el entendimiento se ilumina con un nuevo conocimiento, y sírvanse del estudio como de un medio de elevarse a Dios .Que la luz en el espíritu sea un fuego en el. corazón. Piensen que la ciencia más útil al prójimo nace del fondo de la piedad. huyan de la curiosidad, esa peste de la vida espiritual, que ha introducido todos los males en el mundo. huyan del excesivo deseo de saber que reseca la devoción y cierra el alma a las luces del cielo.. he advertido que las personas rústicas e ignorantes hacen comúnmente mejor la oración que los hombres sabios. Dios se complace en comunicarse a los sencillos, porque son más humildes que los doctos, siempre tan repletos de sí mismos. Desearía que ustedes tuvieran tanta ciencia como santo Tomás, pero con la condición de tener la humildad de este santo docto .El orgullo pierde a los sabios como perdió a los ángeles, y la ciencia sin humildad ha sido en todo tiempo perniciosa a la Iglesia. Amen pues esta santa virtud, y no vayan por ahí engañando.» El demonio más pequeño del infierno sabe más que el más sutil filósofo y que el teólogo más profundo de la tierra. Dios no necesita de los sabios para hacer sus obras; los rechaza, por el contrario, cuando son soberbios, y prefiere a los ignorantes y no a ellos, a mujeres inclusive según lo hizo el siglo pasado para reformar una orden muy célebre en la Iglesia.»
El santo seguía él mismo estos principios en su gobierno. si veía a algún espíritu brillante, adornado de toda clase de talentos naturales y adquiridos, no se apresuraba en encomendarle un empleo importante, si no veía al mismo tiempo en él un fondo suficiente de humildad. De otra manera, decía, mucho ruido y ningún fruto; pérdida personal sin provecho para los demás. Para concluir, decía el santo, empleen su juventud en prepararse para servir al prójimo. No pierdan el tiempo porque la tarea urge y sobrepasa infinitamente al número de los operarios. Las gentes del campo se condenan por falta de instrucción y la mayor parte de la tierra está todavía hundida en las tinieblas de la infidelidad. Estudien pues y traten de adquirir la ciencia pero sin perder la humildad.»
No permitió nunca que nadie de los suyos dejara nada a la improvisación. «Hemos creído siempre, escribía a uno de sus sacerdotes, que la composición de los libros era un impedimento para nuestras funciones y, por ello, no se debía introducir esta costumbre en la Compañía. Pero, añadía él, como no hay regla sin excepción, veremos si convendrá mandar imprimir el vuestro.»2 Menos todavía quería permitirlo, si debía resultar algo brillante. Mientras Du Coudrai, muy versado en las lenguas Siríaca y Hebrea, personas de consideración le comprometieron a dar una versión latina del texto siríaco con la seguridad de que tal trabajo honraría la cuna de la congregación y sería útil a la Iglesia; ellas querían incluso que escribiera contra los judíos, sirviéndose de su Talmud que entendía mejor que ellos mismos. Du Coudrai prestaba atención de buen grado a estas propuestas seductoras, pero, antes de ponerse a la obra, necesitaba el asentimiento de su superior. «No piense en ello, Señor, se lo suplico, le respondió Vicente el 16 de febrero de 1634, esta clase de obras alimentan la curiosidad de los sabios, pero de nada sirven para la salvación del pobre pueblo, al que nos ha destinado la Providencia. le basta con hallarse en condiciones de confundir a sus enemigos de la divinidad de Nuestro Señor en este reino, cuando sea llamado. Existen actualmente en Francia miles de almas que le tienden las manos y que le dicen de la manera más impresionante: «Ay, Señor, ha sido elegido por Dios para contribuir a nuestra salvación, tenga pues piedad de nosotros, ayúdenos a salir del mal estado en que nos encontramos. Desde hace mucho tiempo nos vemos sumidos en el pecado, en la ignorancia y las tinieblas. No necesitamos para salir de él ni de versiones siríacas, ni de versiones latinas. Su celo y la pobre jerga de nuestras montañas nos serán suficientes. Sin ello, nos vemos en gran peligro de perdernos.» Esta carta admirable tiene su explicación, y no honra más la humildad de Vicente que su profunda sabiduría. ¿Quién no comprende que su Compañía, entregándose, sobre todo al principio, a estudios demasiado curiosos y demasiado sabios, se habría apartado muy pronto de su vocación providencial, la instrucción de los ignorantes y de los pobres?
Vicente predicaba siempre con el ejemplo. Inútil decir que no pensó nunca en escribir libros; pero no consintió nunca que se los dedicaran. «Qué me dice usted, Señor, escribía a un párroco llamado Alix, cuando me informa que me ha dedicado un libro? Si se le hubiera ocurrido pensar que soy hijo de un pobre labrador, no me habría producido esta confusión, ni habría echado ese borrón en su libro, colocando en el frontispicio el nombre de un pobre sacerdote, que no tiene otro lustre que miserias y pecados. En el nombre de Dios, Señor, si esta obra está aún en estado de ser dedicada a algún otro, no me sobrecargue con esta obligación3.
Y el 21 de junio de 1651, escribía en el mismo sentido a Saint-Remy, arcediano de Langres, canónigo y arcipreste de Châlons: «Os agradezco humildemente el honor que vos y vuestro señor hermano me queréis hacer; por ello os quedo muy agradecido: pero sería para mí un gran disgusto si lo hicierais. Las cartas dedicatorias tienen por objeto alabar a aquellos a quienes se dirigen, y yo soy totalmente indigno de alabanza. Para hablar con propiedad de mí habría que decir que soy hijo de un labrador, que he guardado los puercos y las vacas, y añadir que eso no es nada en comparación con mi ignorancia y mi maldad. Juzgad por ahí, Señor, si una persona tan humilde como yo debe ser nombrada en público en la forma que me proponéis. es el mayor disgusto que podríais darme. Sí, Señor, me resultaría tan sensible, que no sé si podría olvidarlo.»
Pronto se verá el método que prescribía para la enseñanza de la teología en los seminarios. Insistamos solamente en el espíritu de humildad con el que trataba de impregnar los estudios de los suyos. Para inspirárselo más, les mandaba ocupar el último puesto como su lugar verdadero cuando asistían a los actos públicos en las universidades o en los colegios, y que tuvieran mucho cuidado en no demostrar su saber.
Uno de los más distinguidos de sus Misioneros, Jacques de la Fosse, , orador, filósofo, teólogo, y hasta tal punto poeta que Santeul le consideraba como a su rival y con frecuencia como a su maestro, se dirigió un día al colegio de Clermont para asistir a la representación de una tragedia, y ocupó una plaza dedicada a otro personaje de mayor categoría. El rector le envió a un criado para invitarle a otro lugar. renovando entonces la escena la escena cómica realizada en Lyon por un personaje más célebre y mucho menos recomendable, La Fosse respondió en un bello latín, no comprendido por el criado, que se encontraba muy bien situado, y quería seguir allí. Por el informe del criado, el rector creyó que se trataba de un Irlandés o de un Polaco y le envió a un joven regente quien le dijo en latín lo contrario al ascende superius del Evangelio. Esta vez La Fosse respondió en griego. Nuevo informe, nuevas conjeturas, nuevo emisario, esta vez del profesor de retórica: La Fosse habló en hebreo. Por esta última señal fue reconocido por algún sabio de la Compañía y colocado con la distinción digna de sus méritos.
De vuelta a San Lázaro, le faltó tiempo para contar su aventura y recibió de sus amigos muchos cumplidos, pero quien no pensó en felicitarle fue Vicente, informado del caso. «Sepa, Señor, le dijo, que un hombre verdaderamente humilde y que un pobre Misionero no busca ni las primeras plazas en las asambleas ni hace que hablen de él. Le ordeno que vaya a pedir perdón al rector y a los regentes a quienes ha dado mal ejemplo.» La Fosse obedeció con una sencillez, que dio la misma idea de su virtud que la dad de su ciencia.
Se ve que, para mantener a los suyos en la humildad, Vicente no los halagaba apenas. Aparte de razones de un interés elevado nunca los alababa en presencia de ellos. No obstante sabía alimentar en ellos una santa emulación, bien con sus ejemplos y con sus palabras, bien con los relatos que les hacía siempre de las bendiciones que Dios daba a los trabajos de sus cohermanos, bien finalmente con el afecto tierno que sentía por cada uno de ellos; un afecto tal que las alabanzas de otro les habrían resultado menos dulces, que sus reprimendas, hasta tal punto sabía corregir y sazonar éstas con la unción de su caridad.
La corrección fraterna siempre tan difícil, era uno de sus triunfos. Tenía esa autoridad del ejemplo que la ponía al abrigo de la terrible retorsión: «Médico, cúrate a ti mismo»: esa paciencia que difiere el remedio amargo y no lo utiliza más que en caso extremo; esa caridad que le lleva a curar la herida en lugar de irritarla o de abrir otra nueva; esa humildad que acusándose la primera por beber en una especie de cáliz de la vergüenza y no deja a los demás más que unas gotas: esa prudencia que mide los golpes por los caracteres para no abatir la pusilanimidad ni llevar el ardor altanero a la rebelión; esa mansedumbre que embalsama la corrección, engaña y adormece la naturaleza; y también esa fuerza, que no teme llevar el hierro hasta la raíz del mal cuando la cura no está más que a ese precio.
Todas estas virtudes conspiraban con él para dar a su corrección una gracia incomparable. De ordinario, esperaba antes de reprender, para dejar a la naturaleza calmarse en él y en los demás. Se lo pensaba delante de Dios y, como hábil médico, lo estudiaba, con el carácter moral del enfermo, la virtud medicinal del remedio, para llegar a dar la corrección eficaz y, si preveía un sujeto refractario, hacía hasta tres días seguidos su meditación sobre la conducta que seguir en parecida circunstancia.
Llegado el momento, abordaba la cuestión por una profesión de estima para quien quería corregir. Ya alabando sus buenas cualidades, ya excusándole echando las culpas a un primer movimiento de la naturaleza y de la pasión. Luego se implicaba él mismo en el asunto cargando siempre sobre él la mayor parte de la falta. «¡Oh qué necesidad, decía, tenemos vos y yo de trabajar en la humildad, de ejercitarnos en la paciencia, de soportar a los otros como queremos que nos soporten a nosotros mismos, de acostumbrarnos a la exactitud, a la regularidad, etc.! » A veces se ofrecía a adoptar el papel de acusado antes de hacer el de juez. Habiendo visto un día a un seminarista que llevaba a la iglesia un libro extraño, le invitó a salir y le preguntó: «¿No habéis advertido en mí nada que os haya escandalizado? Y a la respuesta negativa del seminarista: «Pues bien, mi querido hermano, ¿queréis que os diga algo que he observado en vos?» Y le dijo con toda dulzura su observación, añadiendo: «Hermano, ¡que Dios os bendiga»!4
Cuando se sentían conquistados por todas estas precauciones humildes y caritativas que estaban dispuestos a reconocer con el sabio que las heridas de un amigo sincero son preferibles a los abrazos engañadores de un enemigo, iba derecho a la falta, y mostraba con firmeza todas sus circunstancias de tiempo, lugar y de persona; hacía palpable la gravedad y las consecuencias, con relación a la gloria de Dios, al bien del prójimo, al porvenir de la Compañía o de una obra particular. Y no temía entonces añadir con toda severidad: «Si decís que no habéis notado estos defectos en vos es señal de que tenéis bien poca humildad; porque si tuvierais tanta como Nuestro Señor pide de un sacerdote de la Misión, os consideraríais como el más imperfecto de todos, y os juzgaríais culpable de estas cosas y atribuiríais a alguna ceguera secreta no ver lo que los demás ven, sobre todo después de que os lo han advertido, y a propósito de advertencias, me han contado también que os cuesta trabajo permitir que se os hagan. si es verdad, oh Señor, qué temible es vuestro estado y qué lejos está del de los santos que se tuvieron por nada ante el mundo y se alegraron cuando les mostraban las pequeñas manchas que había en ellos. Eso no es imitar al santo de los santos Jesucristo, que permitió que le reprocharan públicamente el mal que no había hecho y que no dijo palabra para ponerse a cubierto de esta confusión,. Aprendamos de él, Señor, a ser mansos y humildes de corazón. estas son las virtudes que vos y yo debemos pedir continuamente y a las que debemos prestar una atención particular, para no dejarnos llevar a las pasiones contrarias que destruyen con una mano el edificio espiritual que la otra construyó. Quiera este mismo Señor iluminarnos con las luces de su divino espíritu para ver las tinieblas del nuestro, y para someterle a los que ha propuesto para dirigirnos, y animarnos con su mansedumbre infinita, a fin de que se difunda en nuestras palabras y nuestras obras para ser agradables y útiles al prójimo.»
Así acababa siempre confundiéndose con el culpable y hasta colocarse por debajo de él. «Oh, Señor, decía entonces, ofrézcame a Dios para que me perdone las faltas incomparables que cometo todos los días en la situación en que me encuentro, de la que soy el más indigno de todos los hombres, peor que Judas para con Nuestro Señor.» Y lo que decía de sí en particular lo repetía ante todos sus hermanos: «Debo ver bien que me avisen; de manera que si no me corrigiera de algún defecto escandaloso que llevara el desorden y destrucción a la congregación o también si enseñara o sostuviera algo contrario a la doctrina de la Iglesia, la congregación reunida debería deponerme, y después expulsarme.»
Acabada la corrección, destacaba el valor abatido, renovaba sus protestas de estima y de afecto y, como último lenitivo, añadía palabras como éstas; «Me desgarro las entrañas al deciros la menor cosa que os pueda ofender. En el nombre de Dios, soportadme», o también: «No puedo, no, yo no puedo explicaros el dolor que siento al contristaros. Os pido que creáis que, si no fuera por la importancia del asunto, preferiría cien veces más quitaros la pena que dárosla,» No había quien resistiera tanta ternura. el amor propio moría sin sentir casi la herida, lo que hacía decir a Vicente «que se parecía al Gran Señor: que ahogaba el amor propio con cordón de seda,»
Su ternura para con los suyos se redoblaba en sus persecuciones y sus enfermedades. Perseguidos, él compartía todos sus sufrimientos y podía exclamar con san Pablo: «Quis infirmatur et ego non infirmor? Enfermos, velaba por ellos con la solicitud de una madre. Médicos, remedios, viajes a las aguas, viajes de descanso, nada le costaba para aliviarlos. «Yo vendería hasta los vasos sagrados, repitió a menudo, para procurar auxilio a los pobres enfermos.»Hacçia más, se entregaba él mismo y se exponía por ellos a la muerte. Durante las enfermedades contagiosas, no temía respirar su aliento; había que arrancarle de su lado para que no pasara allí los días y las noches. No quería que los enfermos se creyeran una carga para la Compañía: «Al contrario, decía él, resulta una bendición tenerlos, ya que merecen más con sus sufrimientos que los demás con sus trabajos.» En las frecuentes visitas que les hacía, se ocupaba ala vez en sus cuerpos y de sus almas. Quería saber por ellos mismos si estaban bien cuidados. Su sola presencia, su tierna compasión eran para ellos el más eficaz de los remedios; y cuando estaban convaleciendo, sus relatos, a la vez edificantes y agradables, les proporcionaban una alegría fortificante. Pero les advertía siempre que se dedicasen, si lo podían sin incomodidad a sus ejercicios espirituales, «por miedo, les decía dulce y paternalmente, a que la enfermedad del cuerpo pasara hasta el alma y la volviese tibia e inmortificada.» Si se hallaban ante la muerte, les exhortaba en estos términos, con una mansedumbre y una sublimidad de fe admirables: «Y bueno, mi buen hermano, ¿qué tal se encuentra ahora? ¿Creéis entonces que tenéis la suerte de que nuestro gran general, el primero de todos los Misioneros, Nuestro Señor, os quiere ya en la misión del cielo? Sabed que él quiere que vayamos todos allá, cada uno a su tiempo, y es una de de las principales reglas y constituciones que dejó estando en la tierra: Volo ut ubi ego sum, illic sit et imitator meus. Dios mío, ¡que consuelo debéis tener al ser elegido de los primeros para ir a misión pero a esta misión eterna en la que todos los ejercicios son amar a Dios! ¿No es cierto que nuestro gran superior querrá haceros esta gracia ser del número de los bienaventurados Misioneros, etc.»5
En medio de estas ocupaciones abrumadoras, su habitación, su oído y su corazón estaban siempre abiertos al menor de entre ellos. Estaba dispuesto a escucharlos en todo tiempo, antes de su misa, durante su oficio, incluso por la noche. Los escrupulosos podía recurrir a él varias veces al día y hora, aun cuando estaba tratando asuntos con personas de distinción, y los recibía con bondad. Se levantaba, iba a su encuentro, los llevaba a un rincón, los escuchaba, les repetía sus consejos, hasta se los escribía. los invitaba a hacer en voz alta su lectura para asegurarse de que habían comprendido bien; nada fatigaba su caridad6. Si no podía absolutamente hablarles a su hora, les asignaba otra cita, pidiéndoles perdón por el retraso. Alegrías y penas, deseos y temores, buenas y malas inclinaciones, faltas incluso, los animaba a decírselo todo, y los despedía con los consejos más apropiados a sus necesidades, siempre consolados, jamás descontentos, y es que se hacía todo a todos, tomando de cada uno el humor, las disposiciones, las costumbres y hasta el lenguaje, hablando sucesivamente picardo, gascón, vasco, alemán siguiendo a su interlocutor. Pera esta familiaridad, que llegaba a los corazones, no descendía en ningún caso hasta las bufonadas ni desprecios. Trataba a todo el mundo, incluso a los más pequeños, con honor y ternura. Multiplicaba las muestras cuando parecía temer que una confesión humillante disminuyera su estima, y sobre todo cuando se creía tener que quejarse de él. Se levantaba al punto, y echándose al cuello del que acababa de confesarle su aversión y descontento: «Ah, señor, le decía sujetándole en el abrazo, si yo no os hubiera dad ya mi corazón, os lo daría ahora mismo,»Le descubrían la tentación de salirse de la Compañía: «No lo conseguiríais, respondía él, porque no sería como cortarme el brazo o una pierna, sería arrancarme las entrañas.» Y se ponía de rodillas a los pies de su discípulo con lágrimas en los ojos y se quedaba horas enteras en esta postura, repitiendo: «No me levantaré a menos que me concedáis lo que os voy a pedir para vos mismo; quiero ser al menos tan fuerte como vos como el demonio.» A veces, según la diferencia de caracteres, respondía sonriendo: «Muy bien, señor, queréis regresar a lustra tierra, ¿cuándo partís? ¿Vais a hacer el viaje a pié o a caballo? El interlocutor sonreía a su vez, pedía perdón y juraba fidelidad. Vicente insistía del mismo modo para guardar al menor de sus hermanos: «No, mi querido hermano, yo no podría consentir en su salida por esta razón, que no es la voluntad de Dios, y habría peligro para vuestra alma que me es muy querida. La bondad de vuestro corazón se ha ganado todos los afectos del mío y estos afectos no tienen otro fin que la gloria de Dios y vuestra santificación. Por lo menos os suplico que no salgáis de la Compañía más que por la misma puerta por la que entrasteis, y esta puerta no es otra que el retiro espiritual, que os ruego hagáis antes de resolveros en un asunto de tan grande importancia.» Si a pesar suyo, alguno salía de la congregación, le facilitaba todavía con su caridad. En 1555, uno de sus jóvenes seminaristas, despreciando sus consejos, se contrató en una compañía de guardias suizos, de la que pronto desertó, pero esta segunda deserción por poco le resulta más cara que la primera. Ya que, apresado, llevado a prisión, fue condenado a muerte. en este apuro, se acordó del padre a quien había abandonado y recurrió a él. Vicente, lleno de perdón y de caridad para con este hijo pródigo, intervino a su favor y le consiguió la vida. Con bastante frecuencia daba a los que no había podido retener con qué hacer el viaje y volverse a casa y aprobaba a lo superiores de sus casas particulares que obraban así. «Deseo, escribía entonces, que Dios conceda siempre la gracia a la Compañía de ejercitar su bondad con todo el mundo y sobre todo con los que se separen de ella; no solamente para quitarles todo motivo de queja, sino para que, metiéndoles carbones encendidos en la cabeza reconozcan a fondo la caridad de su buena madre,» –Además, jamás una palabra de queja contra los que la habían abandonado; jamás represalias contra sus murmuraciones. en lugar de revelar los motivos de su salida, decía de ellos todo el bien posible dentro de los límites de la verdad, y se vengaba de sus pequeñas pasiones con toda clase de favores. Si no podía, sin herir los intereses de Dios y de la Iglesia, darles un informe, al menos se callaba por ellos. Soure, párroco de Saint-Jean-en Grève, exiliado en Compiègne, le había escrito para pedirle información sobre un eclesiástico, anteriormente sacerdote de la Misión, a quien quería confiar el gobierno interino de su parroquia. «Señor, le respondió Vicente, no conozco lo suficiente al eclesiástico de quien me habláis para daros ningún informe, porque entró y salió dos veces de nuestra Compañía.» Portail, d’Horgny y Alméras, presentes cuando dictaba esta carta, le hicieron observar que este párroco tendría razón de sorprenderse si le comunicaba no conocer lo suficiente a un sacerdote que había estado dos veces bajo su dirección. «Ya lo veo, replicó Vicente; pero Nuestro Señor, aunque tuviera un perfecto conocimiento de toda clase de personas, dijo sin embargo a algunos: «No os conozco,» y lo dirá el día del juicio porque non cognoscit scientia approbationis. ¿Qué admirar más aquí, si la caridad o la prudencia, aparte de las palabras y del ejemplo de Nuestro Señor, traídas, como siempre, tan oportunamente?
Vicente no era menos caritativo ni menos afectuoso con los hermanos que con los sacerdotes de la Compañía. Se mostraba agradecido por sus menores servicios. Habiéndole llevado uno de los suyos agua bendita a la habitación, y postrado a sus pies le pedía su bendición: «Sí, querido hermano, le dijo, ¡que Dios le bendiga y se lo pague! Pido a Jesucristo Nuestro Señor que le dé un santo odio de sí mismo y un entero desprendimiento de todas las criaturas, para que se dedique enteramente a la virtud, como conviene a un verdadero seminarista, amante de su profesión.»7 Escuchaba todas sus quejas cuando no se sentían bien tratados: «Habéis hecho bien en venir a contármelo, decía; yo lo arreglaré; venga siempre a mí, cuando tenga algún disgusto, porque ya sabe cuánto le quiero.» Los tranquilizaba si temían importunarle: «No, hermano, no temáis nuca que me sirva de cargo o me sienta importunado por vuestras peticiones; y sabed de una bendita vez que una persona que Dios ha destinado a ayudar a otra no se sienta tampoco más sobrecargada por las ayudas y aclaraciones que le pide de lo que estaría un padre con respecto a sus hijos.»
Despidió una vez a un criado de su casa, excelente servidor por otra parte, y a quien mandó colocar en otra parte, por haber injuriado a un hermano. ¡Cuál no era sin embargo su caridad, incluso con sus domésticos, que quería se les llamara así y no sirvientes!
Él los trataba como hermanos, lo mismo que a los artesanos y a los pobres. Si alguien se lesionaba en el servicio de San Läzaro, le pagaba todo el tiempo de su enfermedad, como si hubiera trabajado. Escribía entonces: «Esa un motivo de aflicción ver suceder estos accidentes en quienes trabajan para nosotros, y de miedo para mí de que mis pecados sean la causa.»8
Su caridad seguía a los suyos en el viaje, y les repartía en todas partes una caridad parecida: «Recomiendo a sus cuidados a fulano de tal, escribía siempre a los superiores de sus casas. Espero que confíe mucho en usted al ver la bondad, la ayuda y la caridad que Nuestro Señor le ha dado para los que él encomienda a su dirección.» Respondía a todas sus preguntas y proveía a todas sus necesidades cuando se hallaban en misiones.
Uno de ellos le escribió una vez para pedir, entre otras cosas, un pantalón. Como no se encontró uno a mano, se quitó el suyo y se lo entregó a un hermano. «Pero, señor, dijo éste, se podría comprar uno en la cuidad, que se lo enviaría en otra ocasión. –No, hermano, no conviene hacerle esperar, porque puede ser que lo necesite con urgencia. Envíele, por favor, inmediatamente el nuestro, con todo lo demás que pide.»
Abarcaba, de alguna forma, a familias enteras de todos los suyos, los ayudaba con su peculio y sus oraciones, y los recomendaba a su comunidad en sus aflicciones y en sus pérdidas: «Pediremos a Dios, decía, por esta familia afligida. Pido a los sacerdotes, que no tengan obligación particular, que digan la misa, y a los hermanos que comulguen a su intención; y yo el primero ofrezco de buena gana por ella la santa misa que voy a celebrar.»
Con el móvil de semejante afecto obligaba a todos los corazones y los llevaba a los más duros sacrificios. Los soldados de Turenne se exponían al fuego y a todos los peligros ante la menor orden suya; porque veían en él, además del gran capitán, al más atento y más complaciente de los padres. Así hijos de Vicente, siempre preparados a volar a los países más bárbaros la peste y los hierros, a una palabra de su superior, cuya caridad era para ellos la imagen del Dios que debía ser su recompensa.
El seminario interno de San Läzaro fue el primer seminario mayor propiamente dicho fundado en Francia y también la primera fuente de los seminarios mayores establecidos posteriormente. Allí, por primera vez, se reunieron, no ya niños de vocación incierta todavía, y entregados a las letras humanas, más que a una preparación al ministerio eclesiástico demasiado lejana para ser muy seria; sino alumnos de unos veinte años que habían comenzado a consultar a Dios y alcanzado la madurez necesaria para elegir estado; verdaderos candidatos al sacerdocio que, desprendido de todos los estudios profanos, no estaban sometidos más que a los estudios teológicos y a todos los ejercicios inmediatos y exclusivamente preparatorios al sagrado ministerio.
Al mismo tiempo, del seminario interno de San Lázaro debían salir, no solamente muchos de la congregación de la Misión, sino hombres destinados, a la invitación de los obispos, a fundar o dirigir seminarios en un gran número de diócesis de Francia.
No obstante, el primer seminario mayor, en todo rigor de esta denominación. el primer seminario mayor para uso del clero secular fue el de Annecy, establecido lo más tarde en 1641.
III. Seminario de Annecy, primer seminario mayor.
Desde el año 1638, el comendador de Sillery había comenzado la larga serie de sus donaciones en San Lázaro. Noël Brulart de Sillery, hermano del canciller de este nombre, había desempeñado con distinción los más altos cargos. sucesivamente embajador en Italia, en España y en otros Estados, se había hecho recomendable en la corte de Luis XIII y en la orden de Malta que le entregó la encomienda del Temple en Troyes. Después de pasear su gran figura por el mundo, tocado de la gracia, abandonó la corte y se puso bajo la dirección de Vicente. Dócil en seguir a su santo guía, a quien se adelantaba a veces, dejó su hotel, reformó su casa, vendió su rico mobiliario y sus suntuosos bagajes y dedicó el precio a obras de caridad9.
Hacia el fin de su vida, con el consentimiento de Vicente, entró en las órdenes y, desde entonces se mostró no sólo ferviente cristiano, sino apóstol. . habiendo conversado con Vicente sobre su proyecto de proveer a las necesidades espirituales de los religiosos y de los párrocos que dependían del gran priorato del Temple, logró del gran maestre de Malta una comisión de visita con poder de frenar los abusos y restablecer el buen orden. Para asegurar el éxito, procuró misiones a los párrocos y a los pueblos y, gracias al celo hábil de Pavillon, de Abelly, de Perrochel, de Bouquet y de Vialart, de las Conferencias de los martes, que se encargaron de ellas junto con los Misioneros, la encomienda se vio renovada.
El comendador quiso entonces llegar hasta la fuente y se propuso fundar, en la casa del Temple, en París, una especie de seminario donde se formara a los párrocos y a los religiosos de la orden de Malta. Para ayudarle, Vicente pasó algún tiempo en el Temple. Pero su prudente lentitud produjo impaciencias, demasiado precipitadas y todo se vino abajo. El comendador en esta ocasión se llenó de estima y confianza, y una vez obtenida de su orden la facultad de disponer de sus bienes, dedicó una parte importante a las obras y a las necesidades de la Misión. Vicente dio siempre grandes muestras de agradecimiento a la orden de Malta. en cuanto al comendador, no perdió ocasión ninguna de celebrar sus virtudes y donativos. Le asistió en su última enfermedad y le administró los Santos Sacramentos. Inmediatamente después de su muerte, sucedida en noviembre de 1640, escribió de él: «Ha muerto como santo, como vivió desde se retiró del ruido del mundo… Se fue al cielo como un monarca que va a tomar posesión de su reino, con una fuerza, con una confianza, una paz y una dulzura que no se pueden expresar. Yo hablaba estos días pasados a su Eminencia (Richelieu), y le aseguraba con razón que desde hace ocho o diez años yo tenía el honor de acercarme y no había advertido en él ni pensamiento ni palabra ni ninguna acción que no tendiera a Dios, y que su pureza iba más allá de todo cuanto se puede decir10.
Así pues, en 1638, el 23 de octubre, el comendador de Sillery hizo un primer contrato en favor de la Compañía, para asegurar misiones «en las parroquias del Temple,» contrato que fue roto luego sin restitución, Pero «el hermano Noël Brulart de Sillery, caballero, magistrado de la orden de Saint-Jean-de-Jérusalem, comendador del Temple de Troyes, etc., no deseando dejar el proyecto que había formado ante Dios de hacer instruir al pobre pueblo del campo por gente capaz principalmente en los lugares donde más lo necesitan, hallándose cerca de los herejes, y contribuyendo a ello con sus bienes,» renovó el contrato el 3 de junio de 1639, y donó 40 000 libras para sostener en la diócesis de Ginebra a dos sacerdotes y un hermano que residirían en Annecy, en un alojamiento que él prometía proporcionar y amueblar, y que darían misión ocho meses del año en las parroquias adonde fueran enviados por el obispo de Ginebra. Además, «deseando, tanto como le fue posible, ayudar a extender la devoción de nUestro Señor Jesucristo y de la santísima Virgen, su Madre, entre los pueblos,» daba también 5 000 libras, para distribuir en las misiones cada año ocho mil rosarios y y tres mil ejemplares de las Prácticas diarias del cristiano, hacer recitar las letanías de nuestro Señor en la apertura de la misión, y al final, las de su santa Madre, y exhortar al pueblo a pedir a Dios por él y su familia. Finalmente, el 26 de enero de 1640, dio otras 10 000 libras para dos sacerdote y un hermano más.
Tales fueron las liberalidades del comendador para Annecy. También, el 2 de agosto siguiente, -y fue una de sus últimas obras,- hizo donación de 80 000 libras para ayudar en Angers a las misiones, cada cinco años en diversas parroquias de las diócesis de Reims y de París.
El año siguiente, por contrato del 24 de setiembre, Jacques de Cordón, antiguo caballero de Saint-Jean-de-Jérusalem y comendador de Génevois y de Compaissière, añadió a las donaciones del comendador de Sillery una suma de 14 000 florines para misiones de cinco en cinco años en su encomienda y para fundaciones de Cofradías de la Caridad, por la única carga para los Misioneros de una misa anual por él, y «obtenerle de su Padre general una participación en sus buenas obras para él y sus sucesores en la encomienda.»
Estos dos años fueron fecundos para la Misión, ya que un donativo de 25 000 libras le llegaron de una persona que quiso quedar en el anonimato. Vicente escribió en estos términos, el 26 de agosto de 1640, a Codoing, primer superior de Annecy: «Le ruego que nos ayude a dar gracias y hacer que se las den a la bondad de Dios por esta pequeña Compañía porque ha inspirado a una buena alma que no quiere ser nombrada, por dar 25 000 libras contantes y el resto en títulos de rentas para que quiera Dios darnos la gracia de conservar y aficionarnos más y más al espíritu de la Compañía . Oh, Señor, ¿no le enternece ver el orden que Dios guarda para consolarnos temporal y espiritualmente? En otro tiempo quiso confirmar de viva voz la regla de san Francisco, y ahora con los beneficios el espíritu de esta pobre Compañía; ya que para este fin me dijo la persona que Dios le había inspirado esto. Solamente su hijo me lo ha comunicado, y otra persona y yo quiénes sepamos quién es, ni otra a quien yo se lo pueda decir. O altitudo divitiarum sapientiae et scientiaeDei! Quam incomprehensibilia sunt judicia ejus! Oh Señor, ¿quién nos ayudará a rebajarnos por debajo de los infiernos? Y ¿dónde nos ocultaremos a la vista de tanta bondad de Dios con nosotros? Será en las llagas de Nuestro Señor.» –»P. S. Prohibido hablar de ello, si no es a nuestra digna Madre (santa Chantal), y le pediréis que nos ayude a dar gracias a Dios por esto. La vemos, en efecto, con el obispo Juste Guérin y los dos comendadores Sillery y Cordón, entre los promotores de la obra de Annecy. Con ella muy particularmente mantuvo Vicente de Paúl correspondencia para esta fundación al mismo tiempo que ella correspondía con el comendador de Sillery para confirmarle en sus generosos proyectos. Y como tenemos aquí la buena suerte de poder oír el diálogo de los santos, disfrutemos de ello, pues nada tan arrebatador como su lenguaje, eco del de los ángeles, eco al menos del lenguaje, de una sobrenatural ternura, en el que se habían expresado los dos corazones del santo Francisco de Sales y de santa Chantal, entre ella y san Vicente de Paúl, san Francisco de Sales está evidentemente formando un trío perfecto, inspirando a una su confianza y al otro su vivo y santo afecto. San Francisco de Sales, que había confiado a su hija espiritual y su obra a la dirección de san Vicente de Paúl, le había inoculado al propio tiempo algo de su alma tan amante y su palabra tan afectuosa. Quien no ha leído estas cartas, inéditas hasta estos últimos tiempos, no conoce toda la ternura que había en el corazón de san Vicente de Paúl, ya que, con una reserva impuesta por la edad y con relaciones demasiado frecuentes, no había hablado nunca de este modo ni a la Señorita Le Gras y a sus queridas hijas de la Caridad.
El 14 de julio de 1639, él escribía de Troyes a santa Chantal: «Os diré, muy digna madre, que he recibido con una satisfacción que no os puedo explicar la propuesta que me ha hecho el comendador de esta fundación (de Annecy), ya porque nos ofrece el medio de trabajar en la diócesis de los santos, como porque está al abrigo y bajo la dirección de nuestra dignísima madre y, por consiguiente, tenemos motivos para esperar que Nuestro Señor bendecirá las santas intenciones del comendador y los pequeños trabajos de estos Misioneros. » Y como santa Chantal le había preguntado en qué consistían los empleos y modo de vida de la Misión, se lo explica todo claramente, pidiéndole su parecer, que él recibirá, le dice, como venido de parte de Dios. Pero ¡qué miedo le entró pronto por haber puesto amor propio en ello y haber dado una idea demasiado favorable de sí y de los suyos! Por eso, el 15 de agosto de 1630, le volvió a escribir: «Os dije cantidad de cosas a favor de esta pequeña Compañía. De verdad, mi querida madre, que esto me da miedo. Por ello os suplico que lo rebajéis mucho, y no se lo contéis a nadie. La demasiada reputación hace mucho daño, y de ordinario, hace que, por un justo juicio de Dios,, que los efectos no respondan a lo esperado, bien porque se cae en el orgullo, o porque el público carga a los hombres lo que únicamente es de Dios. Por esta razón vuelvo a suplicar muy humildemente a vuestra caridad que no admitáis en vuestro espíritu los pensamientos que lo que el Sr. Comendador os dice de nosotros podría daros, y menos todavía comunicárselo a nadie. Ay, mi digna madre, si conocierais nuestra ignorancia y la poca virtud que tenemos, os compadeceríais de nosotros. Lo veréis sin embargo por los dos que os enviaremos; y lo que me consuela es que rogaréis a Dios por nosotros con más piedad por nuestra miseria. Os digo esto con lágrimas en los ojos, al ver la verdad de lo que os digo y de las abominaciones de mi pobre alma. os ruego pues, mi querida madre, que ofrezcáis a Dios la confusión que siento y la confesión que os hago en la presencia de su divina Majestad y me perdonéis si abuso de vuestra paciencia diciéndoos así mis pobres sentimientos.» La carta del 14 de julio se termina con esta superabundante expresión de religiosa ternura: «Mi querida madres, permitid que os pregunte si vuestra bondad incomparable me concede también la dicha del placer del lugar que me ha dado en su querido y muy amable corazón. Me place esperarlo, aunque mis miserias me hagan indigno de ello. En nombre de Dios, mi querida madre, continuadme esta gracia, por favor,.»
Santa Chantal respondió llena de gozo, con el pensamiento de los frutos que estos dos buenos Misioneros iban a dar en la grande y populosa diócesis de Annecy. Y repetía sin cesar a unos y otros: «Imagínense cuando pienso que estos buenos padres se introduzcan en matas y espinas para sacr del vicio a estas queridas ovejas de nuestro bienaventurado Padre y pastor (san Francisco de Sales), me parece que rejuvenezco al verlos llegar a esta diócesis11.» También pidió a Vicente que el establecimiento se hiciese –cosa qua no tuvo lugar ante todo- sobre bases tan sólidas que no pudiese decaer por carestía de hombres o de bienes. Luego ella se puso a su disposición la residencia y muebles de los Misioneros.
Al recibir esta carta, Vicente quedó encantado, lo que expresó en estos términos (15 de agosto de 1639): «He recibido vuestra carta. Podéis pensar con qué respeto y afecto ha sido, porque es una carta de mi única madre, y está llena del olor y de la suavidad de su espíritu. Oh, mi querida madre, ¡cómo ha embalsamado mi pobre corazón! Que sea bendito aquél por cuya bondad se ofrece vuestra bondad a recibirnos, a alojarnos y a amueblarnos. Yo no voy a daros las gracias, mi querida madre, porque no soy digno, pero pido a Dios que sea él mismo vuestro agradecimiento y vuestra recompensa.»
Al mismo tiempo, santa Chantal escribía al comendador de Sillery para felicitarle por los bienes que iba a procurar a la diócesis de Annecy, y por las gracias que iba a atraer con ello sobre su alma. Cuando los Misioneros llegaron hacia finales de 1639, ella escribía a Vicente a primeros de 1640 para bendecir a Dios y al santo fundador por su venida, en su nombre y en el nombre del obispo y de todos los verdaderos cristianos. ella se constituyó en seguida, no solamente en su proveedora, sino también, según el deseo de Vicente, en su directora y su madre. Por su parte, los Misioneros, fieles a las recomendaciones de su superior, se abandonaron a ella con una confianza filial; tanto que ella llegó a escribir: «Nos parece que son nuestros verdaderos hermanos con quienes sentimos una perfecta unión de los corazones, y ellos con nosotras en una santa sencillez, franqueza y confianza. Les he hablado, y ellos conmigo, como si verdaderamente fueran hijas de la Visitación.» Luego hacía de cada uno de ellos un retrato de cuya justeza Vicente se sintió satisfecho; y terminaba diciendo: «Son muy amables y se parecen mucho al espíritu de muy buen padre.»
Desde que se pusieron a la obra, no dejó de informar al comendador, y en repetidas ocasiones, sobre sus rápidos éxitos: «No se pueden decir los frutos incontables que la divina bondad hace por estos buenos Señores. Y también las conversiones y cambios de conciencia de mal a bien y de bien en mejor son universales, o poco menos. Entre los que van a oírlos, todos los admiran y confiesan que son los elegidos de Dios para convertir al pueblo:» Y también: «En cuanto a vuestros buenos Misioneros, su fruto es tan grande que no se puede explicar. Sea para gloria de Dios, y la recompensa para vuestro digno y caritativo corazón, que será coronado con la salvación de tantos miles de almas que adquiere este bien para Dios. Sí, mi verdadero padre, creo que esta misión llevará a más al cielo que otros doce tal vez, por la grande y numerosa población de este obispado, y buena disposición de las almas; y por eso nuestro buen Dios, viendo que esta cosecha es grande, ha inspirado a vuestra alma caritativa aumentar el número de los obreros.» En efecto, en lugar de dos, el comendador había provisto sostener a cinco Misioneros, cuatro de los cuales se nombran en nuestros documentos: Codoing, su superior, luego Escart, Tholard y Duhamel. A cada uno aseguraba quinientas libras de pensión al año; tres mil libras para la Misión entera, de las cuales santa Chantal esperaba algún resto para comenzar la obra de los ordenandos. El obispo había querido contribuir con la mitad con ella para el los muebles, y el comendador de Compaissière les había dado su casa, mientras se les construía una pequeña residencia.
Muy agradecido, san Vicente escribió a santa Chantal (14 de mayo de 1640): «Muy digna y amable madre, no sé cómo agradecerle con bastante humildad y afecto todas las bondades incomparables que ejercéis de continuo con nuestros Misionero y conmigo. ruego a Nuestro Señor que lo haga por mí y que sea vuestra recompensa. Les dais los muebles, mi querida madres, quiera la bondad de Dios ser él mismo el mueble y ornamento precioso de vuestra querida alma, para que brille como un sol en el cielo como en la tierra…Vuelvo a nuestros Misioneros, y os diré, mi querida madre, que me parece que Dios os ha dato un discernimiento a primera vista, tan claro como si los hubierais criado. Oh, mi querida madre, que sois mi madre y la suya. Cómo les envidio la suerte que tienen de vivir cerca de vos y yo de vuestra caridad y bondad para conmigo!»
Santa Chantal respondió que se sentía bien pagada por la bondad amable de los Misioneros, su edificación y por los servicios que prestaban a la diócesis del Bienaventurado Francisco de Sales. Luego exclamaba: «Oh, ¡qué corona más grande os espera, mi muy querido padre! » Pero Vicente no creía que las virtudes de sus hijos le tranquilizaran lo suficiente con ella. por eso multiplicaba las expresiones de gratitud: «Dios mío, mi querida madre, cómo me ha enternecido ver la bondad con laque vuestra incomparable caridad procede con vuestros pobres hijos los Misioneros! Oh Jesús, ¡qué suerte la de ellos y cómo espera que ellos se aprovechen! En el nombre de Nuestro Señor, mi digna madre, seguid con vuestra caridad y a vuestro insignificante hijo y servidor la parte que su bondad le ha dado en vuestro querido corazón…Oh, mi querida y amada madre, porque sois soberanamente nuestra digna y muy amada madre. No, hasta tal punto que no hay palabras que os lo puedan expresar; sólo Nuestro Señor pude hacérselo sentir a vuestro querido corazón (26 de agosto de 1640).»
Y así siguieron las cosas hasta la muerte de santa Chantal, acaecida el año siguiente: el padres y las hijas la honraron constantemente como a su madre, y a ella acudieron en sus oraciones y su dirección de la Misión de Annecy.
Por su parte, Justo Guérin, para continuar los grandes bienes que había hecho san Francisco de Sales, quiso dedicar a los Misioneros a la formación de buenos eclesiásticos al mismo tiempo que a la santificación de los pueblos. Ya se había programado el orden de las misiones que dar en Annecy y parroquias del campo; pero se pensó más sobre la naturaleza del seminario que erigir. Se seguiría el plan del concilio de Trento, y no se admitiría en él más que a jóvenes para preservarlos en un santo retiro de la corrupción del siglo y nutrirlos tempranamente con la leche de la virtud y de la ciencia? Vicente, consultado por el obispo de Annecy, respondió, con una carta fechada el 6 de febrero de 1641, que los seminarios de provincias, donde había tenido lugar más movimiento para formar a los eclesiásticos casi desde la infancia, no habían resultado, y citaba los de Burdeos y de Agen, actualmente desiertos; el de Rouen, no le había dado más que seis sacerdotes en el espacio de más de veinte años, y entre este gran número de jóvenes que había hecho educar con el mayor cuidado posible. La mayor parte, en efecto, se volvían al mundo y se contentaban con responder, cuando se les reprochaba no haber buscado en el seminario más que estudios gratuitos en detrimento del tesoro de la Iglesia, que habían tomado el hábito eclesiástico en una edad en la que no eran capaces de reflexión. No obstante Vicente, con su humildad y su discreción ordinarias pretendía no decidir nada, sino tan sólo dar los motivos de una decisión; por lo demás, se remitía a la sabiduría del obispo y al conocimiento que tenía de los tiempos y de los lugares.
Pero Justo Guérin no creyó tener que ir contra razones fundadas en una experiencia tan larga, y dedicó su seminario exclusivamente a clérigos que habían hecho sus humanidades y hasta su filosofía.
Este seminario, evidentemente de la categoría de los que llaman mayores, fue abierto y en ejercicio desde los comienzos de aquel año de 1641, es decir inmediatamente después de la recepción de la carta de Vicente, quizás realizó un primer ensayo el año 1640 ya que Vicente escribía el 26 de agosto a Codoing, primer superior de Annecy: «Ya estáis pues en el estilo de vida del seminario, en vuestra nueva residencia, dando la Misión en Annecy;» palabras con las que se establece la distinción entre la obra de las misiones y la del seminario. Pero sin la menor duda estaba en actividad antes del 7 de setiembre de 1641, ya que ese día Vicente escribía al mismo Codoing, «…habría sido conveniente que me hubierais informado sobre el modo de conduciros para el seminario que habéis comenzado.» Otras dos cartas a Codoing, una del 9 de febrero, la otra del 17 o 18 de marzo de 1642, encierran un testimonio semejante. La segunda indica incluso que se había puesto en práctica ya en la fecha un método de enseñanza de la teología que el santo condena. En cuanto a la primera, habla también del seminario comenzado en Annecy, de otro dirigido en Alet por los sacerdotes de la Misión, de un tercero que el obispo de Saintes proyecta, y que no fue fundado hasta 1644, y de un último que Vicente va a formar en Bons-Enfants. Desde el comienzo de este año 1942, los trabajos de Vicente en este género habían llamado la atención tanto según la misma carta, en la que se le urgía abandonar la obra de las misiones para consagrarse por entero a la obra estimada más útil de los seminarios. Por lo demás, esta es la carta, que es bueno tal vez citar casi por entero, ya que se han cometido abusos con ella:
«El bueno del Sr. Thévenin, párroco de Saint-Étienne en el Delfinado, me ha escrito varias cartas, todas sobre los trabajos para hacer un seminario de sacerdotes para los párrocos y los beneficios, y me apremia con cantidad de razones y hasta con el juicio de Dios…Me apremia con abandonar nuestro plan de las misiones para seguir el que él propone; lo que yo no tendría gran dificultad en hacer, si Nuestro Señor lo encontrara agradable. Pero, 1º la Compañía fue aprobada por la Santa Sede, que tiene infalibilidad en la aprobación de las órdenes que Dios ha tenido a bien instituir, según lo que he oído decir al difunto Sr. Duval; 2º siendo la máxima de los santos que una cosa que ha sido resuelta ante Dios, al cabo de muchas oraciones y consejos que han tenido lugar, hay que rechazar y tener por tentación todo lo que se propone en contra; 3º finalmente, habiendo sido del agrado de Dios dar una aprobación universal a las misiones, de manera que todos en todas partes comienzan a verlas bien, y mucho a trabajar en ellas, y acompañándolos la misericordia de Dios con sus bendiciones, me parece que haría falta un ángel del cielo para persuadirnos que es voluntad de Dios que se abandone esta obra para emprender otra que se ha emprendido ya en diversos lugares, y que no se ha logrado. Y en cuanto a lo que no obstante recomienda el santo concilio de Trento el seminario nosotros nos hemos entregado a Dios para servirle también en eso en todas partes donde podamos. Vos habéis comenzado en Annecy; Monseñor de Alet, que ya tiene a nuestros sacerdotes, hace lo mismo, Monseñor de Saintes tiene este mismo plan, y nosotros vamos a comenzar en París para hacer un ensayo de doce; para lo cual Monseñor el cardenal nos ha ayudado con mil escudos. El Sr. Thévenin querría que las cosas fueran más deprisa; pero me parece que los asuntos de Dios se hacen despacio, casi imperceptiblemente, y que su espíritu no es violento ni tempestuoso.»
así, en el mes de febrero de 1642, iba a nacer el seminario de Bons-Enfants; el seminario de Alet existía, así como el de Annecy, el cual incluso volvía a subir, si no al comienzo, al menos a mitad del años precedente. Lo que engañó a algunos historiadores respecto al derecho de primogenitura del seminario de Annecy fue que no mantuvo su vida primera; y vemos ya la causa presentida en la carta ya citada del 26 de agosto de 1640, en la que se lee también: «Oh Jesús, Señor, yo adoro la Providencia en esto; digo a Monseñor que el éxito será la regla, como la debemos usar en caso parecido.» El seminario no pudo mantenerse porque, a pesar de las donaciones generosas del comendador de Sillery, que debían dedicarse casi exclusivamente a las misiones de los campos, no disfrutaba de una fundación. Pues bien, la máxima invariable de Vicente, en caso parecido, como acaba de decir, era abandonar el seminario, porque toda obra que no disfrutaba de una renta asegurada le parecía condenada a una muerte más o menos cercana. El seminario de Annecy vivió durante algún tiempo de las donaciones de los comendadores de Sillery y Cordón y de las caridades de Chomel, vicario general y oficial de Saint-Flour; luego se volvió a los ejercicios de los ordenandos, y no fue hasta 1663, el 26 de abril, cuando Jean d’Aranthon de Alex12, obispo de Ginebra, le erigió definitivamente con el concurso del duque de Saboya, quien se declaró su fundador y protector, en 1665, y del papa Alejandro VII, quien, en 1666, consintió en que se unieran a él las encomiendas de San Antonio, de Quiers y de Chivas y algunos otros beneficios simples. Los sacer4dotes de la Misión que no habían interrumpido su estancia y sus trabajos apostólicos en la diócesis de Annecy, siguieron encargados13.
De ahí resulta que es un error que se haya tenido el seminario de Vaugirard, trasladado pronto a la parroquia de San Sulpicio, como el primer seminario mayor de Francia. Un ensayo infructuoso de seminario se habían hecho los discípulos del P. de Coudren en Chartres, donde habían sido llamados por el obispo de Valençay, animado a su vez por el éxito de algunas misiones y llevado por Boudoise. Se dieron primeramente, como en San Lázaro, los ejercicios de los ordenandos, con esperanza de que los jóvenes clérigos prolongaran su residencia en el seminario proyectado. En ocho meses no se presentó nadie. La pequeña sociedad de Chartres debió disolverse y vino a establecerse en Vaugirard, donde estuvo preparada su casa a partir de los primeros días de enero de 1642. No se componía todavía más que de tres miembros: Olier, Du Ferrier y el abate de Foix, que era el superior. Recibió los ánimos de los personajes más santos: del benedictino Bataille, director particular de Olier; de los jesuitas Hayneuve y Saint-Jure; de Bourdoise, quien la visitó con frecuencia y pasó tres semanas en medio de ella; y finalmente de dom Grégoire Tarrisse, superior general de los Benedictinos de la congregación de Saint-Maur, que le había sido recomendado por el P. de Coudren y que era, efectivamente uno de los personajes más recomendables de su tiempo por su alta virtud y la sabiduría de sus consejos; Grégoire Tarrisse fue quien comenzó en la abadía de Saint-Germain-des- Prés esta larga serie de sabios ilustres, en los que se cuentan con brillo inmortal los Mabillon y los Montfaucon.
La pequeña Sociedad de Vaugirard, después de rechazar las ofertas generosas de Richelieu que la quería atraer a su castillo de Ruel, vio pronto a otros miembros acudir a ella: Louis Henry de Pardaillan de Gondria, entonces de veintidós años y que fue nombrado dos años después a la coadjutoría de Sens; Gabriel de Tuvieres de Quaylus, abad de Loc-Dieu; Antoine Raguier de Poussé; y luego Hurtevent, fallecido siendo superior del seminario Saint-Irénée de Lyon; de Cambiac, hermano de Du Ferrier; de Bassancourt; Houmain, hijo de un lugarteniente criminal de Orleáns, llamado entonces con un nombre de un priorato, abate de Saint-Marie. Se componía así de veinte miembros, de quienes fue nombrado superior Olier.
Al poco tiempo fue trasladada a la parroquia de San Sulpicio con su jefe, que acababa de aceptar la parroquia. ¿Qué era en Vaugirard y que pudo ser en San Sulpicio? A nuestro parecer una reunión de piedad, sin estudios de teología; una simple asociación de eclesiásticos y de sacerdotes, donde nada había organizado todavía. Muy ocupado en su inmensa y difícil, cuyo triste estado ya hemos visto en otra parte, muy upado también en reunir a sus sacerdotes en comunidad, Olier no pudo apenas tener tiempo suficiente para organizar en seguida un verdadero seminario. Además, durante dos años, dio pasos inútiles para obtener del abate de Saint-Germain, Henri de Bourbon, obispo nominal de Metz, la erección del seminario en comunidad; y no lo obtuvo hasta 1645, con las letras patentes del rey, y no fue tampoco hasta que pasó con algunos de sus sacerdotes un acta de asociación aprobada por el clero de Francia solamente en 1651, y por la Santa Sede en 1654. Comenzadas, luego abandonadas las obras este mismo año de 1645, las construcciones fueron retrasadas hasta el 1649; la capilla acabada la primera, fue inaugurada el año siguiente, y el resto del edificio no se bendijo hasta 1651. Hasta entonces los seminaristas, sacerdotes o clérigos, estaban alojados en dos casas vecinas. Y hasta 1645 igualmente no pudo Olier dar dos de sus sacerdotes al abata de Foix para acompañarle en su diócesis de Pamiers y ayudarle en la fundación de su seminario; lo que se renovó en 1647, a favor de Charles de Noailles, obispo de Rodez, pero con la condición ordinaria de que serían llamados después de un breve espacio de tiempo, y reemplazados en la dirección del seminario por eclesiásticos del país. el primer seminario de provincia que haya pertenecido verdaderamente a la compañía de Olier es el de Nantes, fundado justamente en 1648. Vicente, lo vamos a ver estableció antes sucursales en provincias y, en cuanto a un ensayo de un verdadero seminario, aparte de los nombres de Annecy y de Alet, que lo acortan todo, hay lugar a creer que el seminario de Bons-Enfants, del que vamos a hablar ahora, , no fue establecido sino plenamente organizado antes del de San Sulpicio14.
Es cierto que varios escritores y muchos santos personajes han llamado a Vaugirard el primer seminario de Francia y que Olier mismo ha escrito en sus Memoria: «A ejemplo de la pequeña sociedad de Vaugirard, del Oratorio y de la congregación de la
Misión han trabajado con fervor en la obra de los seminarios.» Olier ignoraba sin duda Alet y Annecy y a su testimonio se puede oponer el de Vicente de Paúl, que dice de forma parecida: «Tenemos el consuelo de ver que nuestras pequeñas funciones han parecido tan hermosas y tan útiles que han servido de emulación a otras para entregarse como nosotros y con más gracia que nosotros, no sólo a propósito de las misiones sino también de los seminarios, que se multiplican en Francia.»15
En efecto, desde el momento que comenzó la obra de los seminarios, Vicente se puso a la cabeza de las obras de su Compañía, conjuntamente con la obra de las misiones. no se había tratado en la bula de institución de 1638, pero el 14 de febrero de 1647, -y sin duda mucho antes, en cartas hoy perdidas, -él había podido escribir lo que tradujo después a sus constituciones: «Nuestro instituto sólo tiene dos fines principales, a saber la instrucción del pobre pueblo del campo y los seminarios.» Y en delante cada vez que escribía al soberano Pontífice, -lo que hacía con frecuencia,- para darle cuenta del estado y de los trabajos de su Compañía, no dejaba de decir, como en su carta a Inocencio X, del 28 de agosto de 1650: «Nosotros formamos a los clérigos en lo seminarios en las costumbres y en la ciencia eclesiásticas, y en las santas ceremonias: Clericos in seminariis ad mores eclesiásticos, doctrinam et ritus sacros erudimus.»
IV. Seminario de los Bons-Enfants.
Al cabo de seis o siete años de experiencias, Vicente reconoció que los seminarios de clérigos demasiado jóvenes y, por consiguiente, el que había formado en el colegio de los Bon-Ensfants, sólo daban muy pocos ministros a la Iglesia, y pensó en instituciones de otra naturaleza. en una de las frecuentes conversaciones que tenía con el cardenal de Richelieu, tuvo ocasión para hablar de la necesidad en que se encontraban de reunir, no ya a jóvenes, sino a clérigos preparados a recibir las sagradas órdenes en casa donde, durante uno o dos años, fueran ejercitados en la virtud, en la oración, en el servicio divino, en las ceremonias, en el canto, en el catecismo, en la predicación, en la administración de los sacramentos y de las cosas santas; instruidos en los casos de conciencia y en las demás partes más necesarias de la teología dogmática y moral, en una palabra preparados próximamente a obrar como buenos ministros de la Iglesia.
A Richelieu le gustó mucho este proyecto, exhortó vivamente a Vicente a llevarlo a cabo por sí mismo y, para ayudarle le dio mil escudos, que fueron, efectivamente empleados en el mantenimiento de los doce primeros seminaristas, recibidos en febrero de 1642, en el colegio de los Bons-Enfants. A este núcleo, a este número sagrado, elegido evidentemente en recuerdo del primer seminario cristiano, del seminario apostólico, se añadieron muy pronto muchos más clérigos, algunos de los cuales se ofrecieron a pagar su pensión, de los que los demás, en mucho mayor número, fueron alimentados y sostenidos bien por limosnas, bien a expensas de la Compañía; y una vez aprobado por el arzobispo de París, el seminario quedaba definitivamente establecido. En esto, Vicente temía también la multitud y la propagación y, con su prudencia acostumbrada, se negaba a emprender toda educación que no le parecía conducir poco más o menos con seguridad al sacerdocio, ya que decía: «De ordinario, sirve de muy poco a la juventud comenzar el estudio del latín, cuando no tiene medios de hacer algún progreso, como sucede cuando los padres no pueden ya darles las cosas necesarias, si no es tal vez algún buen espíritu que, dándose a conocer como tal por su adelanto, da motivos a alguna persona caritativa para ayudarle a seguir adelante. Aparte de eso, la mayoría están para quedarse a medio camino. Es mucho mejor que bien temprano aprendan un oficio.»16 Sin embargo, en pocos años, el número de los seminaristas se incrementó en Bons-Enfants hasta tal punto que el lugar no pudo contenerlos, y Vicente se vio obligado a retirar a los jóvenes clérigos entregados a los estudios de humanidades. Mas, por respeto al concilio de Trento, no quiso destruir lo que había formado del plan de esta santa asamblea, y los trasladó a una casa situada al fondo del cercado de San Lázaro, que denominó el seminario de San Carlos. Allí, los sacerdotes de su congregación continuaron formando en las bellas letras y en la virtud a un gran número de jóvenes que daban señales de la inclinación al estado eclesiástico, y muchos de los cuales, en efecto, pasados bien al seminario de Bons-Enfants, bien a los demás seminarios de París y de provincias, fueron dignos sacerdotes y llegaron a los primeros oficios17. En el seminario San Carlos, se unía a los ejercicios de piedad y a todos los estudios clásicos los ejercicio entonces en boga en los célebres colegios de los jesuitas, y La Fosse representó en él con frecuencia tragedias cristianas en medio del concurso y de los aplausos de todo lo que París tenía en materia de entendidos.
Vicente, también el primero, reunió los seminarios menores y mayores: dos obras conexas, que se suponen y completan una a la otra. Sin los seminarios mayores, ninguno o muy pocos sacerdotes dignos al menos de su vocación; sin los menores, ningún mayor, o mayores muy poco surtidos de alumnos y sobre todo de individuos suficientemente dispuestos. los primeros son evidentemente los seminarios de los segundos como éstos lo son del sacerdocio. De esta forma fue como Vicente encadenaba siempre sus obras.
V. Reglamento de los seminarios.
Apenas se fundó el seminarios de los Bons-Enfants, ya le dio un reglamento lleno del espíritu sacerdotal. este reglamento, que ya había impuesto, sin duda, en el seminario de Annecy, sirvió de forma para todos los seminarios de la Compañía, como lo es todavía esencialmente de todos los seminarios de Francia. Es éste analizado en sus principales disposiciones.
Este seminario se ha instituido para honrar el sacerdocio de Nuestro Señor, y para formar a los eclesiásticos en la virtud y ciencia de su orden y vocación. Por eso se enseñan en él la teología, el modo de administrar los sacramentos, el canto llano,.las ceremonias de la Iglesia, el método de catequizar, predicar y confesar; la práctica de las funciones santas, tanto dentro como afuera, y los medios de desempañarlas con espíritu de devoción; razón por la cual se enseñen también, y siempre con la práctica la ciencia de los santos, es decir las virtudes cristianas y la verdadera piedad; a lo cual tienden las meditaciones, la lectura de los libros de devoción y otros ejercicios parecidos, en fin el buen ejemplo que se deben unos a otros.
Las disposiciones requeridas en los que desean ser admitidos en el seminario son: una buena voluntad y una fuerte resolución de progresar en la virtud así como en la ciencia, y seguir al menos durante un año; una grande humildad y sumisión respecto de los superiores; un Gran valor y una firme confianza en Dios para sobrellevar todas las dificultades, sobre todo al principio.
Desde su entrada, harán el retiro espiritual; recurrirán con frecuencia a la oración, y cada mañana se levantarán al ejercicio de la meditación con la comunidad.
Harán un profesión muy particular de honrar al santísimo sacramento del altar. Dirán u oirán con piedad y con fruto la santa misa todos los días. Los sacerdotes se confesarán ordinariamente dos veces a la semana; los demás, los domingos y grandes fiestas, para disponerse a la comunión. Recitarán el oficio en común, siguiendo el breviario romano, y asistirán juntos a los oficios de la Iglesia, todo con gran recogimiento interior y exterior.
Asistirán regularmente y cuidadosamente a todas las conferencias de piedad, de teología y de ceremonias, tratando de edificarse unos a otros con su silencio, atención, modestia, y huyendo de toda contestación.
Una vez al mes por lo menos, cada uno descubrirá a su director, aparte de la confesión, sus disposiciones interiores, sus tentaciones y dificultades, sus progresos o retrocesos en relación con Dios, el prójimo y consigo mismo. –En las cosas más importantes, como si se trata de aceptar, permutar o ceder un beneficio, de comprometerse en un oficio, aspirar a los grados de la escuela, será consultado el superior. –También cae bajo el juicio del superior al que se referirá para la recepción de las sagradas órdenes, a los tiempos y fuera de los tiempos marcados por la Iglesia.
Todos se esmerarán en en no demostrar en sus hábitos, su barba, sus cabellos, en todo su exterior que respire todavía al espíritu del mundo; guardarán en todo y siempre una gran modestia, y usarán de todos los medios para conservar la pureza tan necesaria a los eclesiásticos.
A fin de imitar a nuestro Señor, venido a este mundo para servir y no para ser servido, todos servirán a la mesa por turno, con un espíritu de humildad y de caridad, representándose a Jesucristo en la persona de los eclesiásticos que ocupan su lugar en la tierra. –Todos pensarán en alimentar su alma al propio tiempo que alimentan el cuerpo, y recogerán la lectura de la mesa como un maná espiritual que Dios les envía del cielo como el pan material. Para honrar también a Nuestro Señor que no desdeñó los oficios más bajos en la casa de la santa Virgen y de san José, cada uno hará su cama todos los días, , barrerá su habitación al menos dos veces por semana y tendrá cuidado de mantenerla bien limpia y ordenada.
Como, según el decir del Espíritu Santo, hay tiempo de callar y tiempo de hablar, y como la devoción es imposible en una comunidad en la que la palabra no está reglada, todos guardarán el silencio fuera del tiempo de la recreación, y no entrarán nuca en la habitación de otro. Evitarán también las frecuentes visitas y salidas, como igualmente perjudiciales al recogimiento. Se guardarán más todavía de no comer nunca, beber o dormir fuera de la casa, y de entrar en los lugares públicos.
Se respetarán unos otros de pensamiento, de palabra y de obra, y se querrán unos a otros, como hermanos, cuyos corazones ha unido Jesucristo por su amor al reunirlos en cuerpo para su servicio. Evitarán las amistades particulares, tan dañinas a la común y universal caridad.
Las recreaciones serán modestas y alegres, sazonadas de algunas palabras de piedad y de doctrina, sin que se mezclen nunca en ellas burlas, discusiones, disputas sobre materias peligrosas o demasiado curiosas, ligerezas, cuentos del mundo.
Todos se defenderán contra el amor desordenado de los padres y la preocupación demasiado grande por sus intereses. Trabajarán con gran cuidado en la adquisición de las virtudes eclesiásticas; y, por lo demás, se comunicarán, hacia el final de su seminario, bien con el superior si tienen el plan de ir a misiones, o con su obispo para obtener de él un empleo. Saldrán del seminario como entraron, por un retiro espiritual. En cualquier parte que la Providencia los coloque, se acordarán de las lecciones y de los buenos ejemplos que recibieron, de las prácticas santas a las que los acostumbraron18.
VI. Plan de estudios.
Sabemos ya el lugar que atribuía Vicente en este plan de educación eclesiástica, a la ciencia y a la piedad; pues lo que aplicaba a los suyos, él quería que los suyos se lo aplicaran a los demás. Ciencia, sin duda, y mucha, pero ciencia sin pretensiones por parte del maestro, sin curiosidad ávida por parte del alumno, ciencia práctica, sólidamente, pero sencilla y elementalmente enseñada. «Le recordamos, Señor, escribió un día a uno de sus sacerdotes más inteligentes y más eruditos, y le pedimos que no regente más, porque es usted demasiado hábil.» Sabia condena, en la persona de un maestro, de una enseñanza demasiado brillante y demasiado sabia, que da al profesor un lucimiento comprado al precio del progreso de la mayoría de los alumnos.
Por lo demás, tenemos todas sus ideas sobre este punto en una larga carta del 17 de marzo de 1642, ya mencionada, que dirigía a Codoing, primer superior de Annecy, a la sazón residente en Roma.
La cuestión era saber si se enseñaría la teología por dictados o dictaciones, como escribe Vicente, o por tratados impresos que se contentarían con explicarlos.
Después de consultar a siete de las mejores cabezas de la Compañía, Vicente condena el método de los dictados y prescribe el uso de un autor aprobado. La enseñanza será más segura, dice, el episcopado más confiado, la Compañía menos expuesta a la envidia y a la censura, el reclutamiento de los profesores más fácil, su labor más cómoda y menos abrumadora, los escolares por último, mejor formados y mejor instruidos: porque, sabios ya, no vienen al seminario por la ciencia, sino «para ser mejores y aprender las demás cosas que allí se enseñan, como hacen los bachilleres y licenciados en teología que van a los ordenandos, y los doctores que se reúnen en la asamblea de los eclesiásticos de San Lázaro, donde se profesa tanta humildad y sencillez en las materias que se tratan;» ignorantes, ellos se contentarán con copiar los escritos como se hace de ordinario en Sorbona y los dejarán allí, sin estudiarlos, incapaces de encontrar en ellos una ciencia que Habrían encontrado en un autor bien interpretado, aprendido de memoria y repetido más veces.
Se objeta que tendrán una opinión peor del maestro que no dé nada de su cosecha, que sentirán la tentación de salir del seminario. «Eso sería verdad, tal vez, sino hubiera otros atractivos en el seminario que la ciencia, y supuesto que todos los seminaristas fueran sabios; pero ahí tenéis el atractivo de la piedad, el del canto, de las ceremonias, de catequizar, de predicar, de predicar, y en una palabra el de la reputación de los que hayan estado allí, a los cuales se preferirá en los empleos y las condiciones en los beneficios. Monseñor… (cardenal de Richelieu?) piensa ya en los nuestros para emplearlos en los monasterios y en empleos parecidos… Créame, Monseñor, que el espíritu de Nuestro Señor no es el espíritu de hacer cosas para hacerse estimar, y que el de la Misión debe buscar su grandeza en la bajeza, y su reputación en el amor a su abyección.»
Añádase que los maestros se convertirían en más sabios con ello. –Tal vez; «pero no podrán hacer otra cosa que estudiar, componer y dictar; y así las cosas, ¿quién enseñará la piedad, el canto, las ceremonias, a catequizar, a predicar?, ¿quién hará que se observe la regularidad? Hará falta mucha gente para cada seminario, y ¿quién los mantendrá, y qué será de las misiones? Me dice usted que eso no deja de hacerse en Annecy por uno solo19. Es verdad, pero todos los lugares y todos los Misioneros no son lo mismo, añadiendo que no se ha hecho más que comenzar.»
Finalmente se alegaba el ejemplo de los jesuitas y de las universidades. «Pero no es lo mismo, responde Vicente; ellos hacen profesión pública de enseñar las ciencias y necesitan reputación. Pero en el seminario se tiene más necesidad de piedad y de una medianía de ciencia, con la inteligencia del canto, de las ceremonias, de la predicación y del catecismo, que de mucha doctrina.» Por otro lado, citaba el ejemplo de las universidades de España, que conocía por experiencia, donde no se daban dictados, y de donde, no obstante, según lo dice todo el mundo, salían teólogos más profundos que de las demás escuelas; y terminaba así: «Le aseguro, Monseñor, que, si entramos en ese espíritu, verá bien pronto proposiciones en la Compañía, que es preciso tomar colegios y enseñar públicamente para tener hombres más sabios que enseñen a los seminaristas; y si eso fuera aceptado, ay, ¿qué sería del pobre pueblo del campo, y en qué clase de gente entraríamos nosotros, si quisiéramos ir a la par en ciencia con esas grandes corporaciones? ¿O sería la santa humildad en la que Dios ha querido concebir, dar a luz y educar a esta pequeña Compañía hasta el presente? »
Tales eran las prácticas y las máximas de Vicente en educación eclesiástica. Para aplicárselas a los jóvenes clérigos, pedía un tiempo considerable, un año al menos, antes de admitirlos a las órdenes sagradas. Ese tiempo apenas le parecía suficiente para formarlos en la oración, de la que él decía: «Lo que es la espada al soldado lo es la oración a los que se dedican al servicio de los altares.» Quería que no se eximiera del seminario a ninguno de los aspirantes a las sagradas órdenes, fuera la que fuera su capacidad y su virtud; con mayor razón fuese el que fuese su nacimiento y los puestos obtenidos por ellos en el santuario. Virtuosos y capaces, podían aún, en un buen seminario, crecer en ciencia y en virtud; gentes de condición y ricos beneficiarios, serían para los demás de edificación por su humildad y obediencia. Además, estableciendo una ley general, se estaría a cubierto de toda importunidad o con derecha negarse a toda solicitación.
VII. Espíritu de estas enseñanzas.
Pero, en esto también, Vicente tuvo cuidado de dar a estos reglamentos, letra muerta, el espíritu de su viva palabra. A medida que se multiplicaban los seminarios de la Compañía, él multiplicaba también sus ánimos para fortalecer a los suyos contra el agobio de los empleos y contra el temor de que la obra del clero dañara a la obra de las misiones.
«Los Misioneros, decía él, están particularmente enviados por Dios a trabajar en la santificación de los eclesiásticos. Y uno de los fines de su instituto es instruirlos, no sólo en las ciencias para aprendérselas, sino también en las virtudes para practicarlas; ya que, mostrarles lo uno sin lo otro, es hacer poca cosa y casi nada. Se necesita capacidad y una buena vida: sin ésta, la otra es inútil y peligrosa; debemos llevarlas a las dos por igual, y esto es lo que pide Dios de nosotros. Al principio, no pensábamos en nada menos que en servir a los eclesiásticos; pensábamos en nosotros y en los pobres. ¿Cómo comenzó entonces el Hijo de Dios? Se ocultaba, parecía que sólo pensaba en sí mismo. Rogaba a Dios y no hacía más que acciones particulares; no parecía más que eso. Después anunció el Evangelio a los pobres. Pero luego hizo apóstoles, se tomó la molestia de formarlos; y por fin los animó con su espíritu, no para ellos solamente, sino para todos los pueblos de la tierra. Les enseñó también todas las máximas para hacer sacerdotes, para administrar los sacramentos, y para desempeñar su ministerio. Así, al principio, nuestra pequeña Compañía no se ocupaba más que de su adelanto espiritual y de evangelizar a los pobres. En ciertas estaciones, estaba retirada en su vida particular, y en otras, iba a enseñar a los pueblos del campo. Dios permitió que en nuestros comienzos sólo se vio eso; pero en la plenitud de los tiempos, él nos llamó para contribuir a hacer buenos sacerdotes en las parroquias, y a mostrarles lo que deben saber y practicar. Oh, ¡qué alto es este empleo, qué sublime y por encima de nosotros! ¿Quién de nosotros había pensado alguna vez en los ejercicios de los ordenandos y en los seminarios? Nunca se nos había ocurrido hasta que Dios nos quiso dar a entender que era su placer dedicarnos a ellos. Él ha llevado a la Compañía a este empleo sin elección por nuestra parte; y sin embargo, nos pide esta dedicación; pero una entrega seria, humilde, devota, constante, y que responda a la excelencia de la obra. Algunos tal vez digan que no han venido a esta congregación más que para trabajar en el campo, y no para entregarse en una ciudad al servicio de un seminario; pero todos y cada uno de nosotros sabrán que los empleos que debemos ejercer en la casa con los eclesiásticos externos, sobre todo de los seminarios, no deben ser descuidados con pretexto de las misiones; porque conviene hacer éstas y no omitir las otras, ya que estamos obligados casi por igual a cumplir lo uno y lo otro; y que además, la experiencia larga ha hecho ver que es muy difícil que los frutos que se recogen en las misiones difícilmente puedan conservarse sin la ayuda de los pastores, a cuya perfección no parecen contribuir poco las demás obras de la Compañía. Por eso cada uno se entregará de buen gado a Dios para realizarlas bien y devotamente. Es una gran obra realmente trabajar en la instrucción de la pobre gente, pero es todavía más importante instruir a los eclesiásticos, puesto que si ellos son ignorantes, es preciso por necesidad que los pueblos que conducen lo sean también. Se podría preguntar al Hijo de Dios: ¿Por qué vinisteis? ¿Acaso no fue para evangelizar a los pobres, según la orden de vuestro Padre eterno? ¿Por qué pues hacéis sacerdotes? ¿Por qué os tomáis tanto cuidado en instruirlos y formarlos? A lo que Nuestro Señor respondería que había venido no sólo para enseñar las verdades necesarias a la salvación, sino también para formar a buenos sacerdotes, y mejores de lo que lo eran en la antigua ley. Vosotros sabéis que antiguamente Dios rechazó a los sacerdotes que se habían manchado y habían profanado las cosas santas, que tuvo por abominables sus sacrificios, y les dijo que suscitaría otros que, desde levante a poniente, y desde el mediodía al septentrión, harían resonar sus voces y sus palabras: In omnem terram exivit sonus eorum. ¿Y por quién ha realizado esta promesa? Por su hijo Nuestro Señor, que formó sacerdotes, que los instruyó y modeló, y por los cuales ha dado poder a su Iglesia para formar a otros: Sicut misit mePater, et ego mitto vos. Y eso para continuar haciendo por ellos en todos los siglos lo que él mismo había hecho hacia el final de su vida, con el propósito de salvar a todas las naciones mediante sus instrucciones y la administración de lo sacramentos. Sería pues un engaño y un gran engaño en un Misionero, que no quisiera entregarse a contribuir a modelar a buenos sacerdotes, y tanto más cuanto que no hay nada más grande que un buen sacerdote. Pensémoslo todo lo que queramos, no encontraremos que podamos contribuir a nada más grande que a formar un buen sacerdote, a quien Nuestro Señor da un poder sobre su cuerpo natural que los ángeles admiran y. sobre el místico el poder de perdonar los pecados de los hombres, que es para ellos un gran motivo de admiración y de agradecimiento. Oh, Dios, ¡qué poder, qué dignidad! ¿Hay algo más grande y más admirable? Oh, Señores, ¡qué cosa tan grande es un buen sacerdote! ¿Qué no puede hacer un buen eclesiástico, qué conversiones? De los sacerdotes depende la felicidad del Cristianismo. Esta consideración pues nos obliga a servir al estado eclesiástico, que es tan santo y tan elevado; y todavía más que la necesidad que tiene la Iglesia de buenos sacerdotes, que reparen tantas ignorancias y tantos vicios de los que está cubierta la tierra, y por los cuales las almas buenas deberían llorar lágrimas de sangre.
«Se duda si todos los desórdenes que vemos en el mundo no deben ser atribuidos a los sacerdotes. Esto podría escandalizar a algunos; pero el asunto requiere que muestre por la grandeza del mal la importancia del remedio, Se han dado desde algún tiempo varias conferencias sobre este punto, el cual se ha tratado a fondo a fin de descubrir las fuentes de tantas desdichas. pero el resultado ha sido que la Iglesia no tiene peores enemigos que los malos sacerdotes. Y es que de ellos nos han llegado las herejías. Tenemos el ejemplo de las últimas en estos dos grandes heresiarcas Lutero y Calvino20, que eran sacerdotes. Y por los sacerdotes han prevalecido las herejías, ha reinado el vicio, y la ignorancia ha establecido su trono entre los pueblos pobres; y ello por su propio desorden, y falta de oponerse con todas sus fuerzas, según sus obligaciones, a estos tres torrentes que han inundado la tierra. ¡Qué sacrificio pues, Señores, no hacéis a Dios al trabajar en su reforma, de manera que vivan en conformidad a la santidad de su condición, y que la Iglesia se levante pior este medio del oprobio y de la desolación en que se encuentra!21
VIII. Seminarios en provincias.
Inflamados por estos discursos del celo y del valor de Vicente, sus hijos estuvieron listos, no sólo para continuar los seminarios de Bons-Enfants y de San Lázaro, sino para fundarlos y dirigirlos en gran número de diócesis de Francia y del extranjero. Ya que, después de los primeros éxitos de Vicente y de Olier, hubo una santa emulación entre los obispos para dotar a sus diócesis de estos útiles establecimientos. El primero que parece haber recurrido, en este plan, a la caridad de Vicente de Paúl, es Alain de Solminihac, religioso de Chancellade, cerca de Périgueux, y luego obispos de Cahors. Después de hacer sus estudios teológicos en París, Alain de Solminihac, nombrado abad de Chancellade, estableció la reforma este monasterio e hizo de él el modelo de las abadías vecinas, lo que dio lugar a la reforma de la congregación llanada de Chancellade, extinguida solamente por la Revolución. Modelo de los abades, Alain de Solminihac fue también el modelo de los obispos por su celo por las misiones, por la conversión de los protestantes, por las fundaciones caritativas y, en particular, por la reforma del clero. En 1643, fundó la Misión en Cahors, y le confió la dirección del seminario, al que entregó dos beneficios de su colación; doble establecimiento que fue confirmado el mismo año por letras patentes del rey. Dos años después, unió al seminario el curato de Saint-Étienne, para que los jóvenes seminaristas pudieran ver en ejercicio la administración de los sacramentos, ejercitarse ellos mismos, según su orden, así como en las demás funciones sagradas22.
Por consejo de Vicente, Alain de Solminihac no dispensó nunca a nadie ni de la entrada ni del tiempo del seminario. No confería el subdiaconado más que a los que habían pasado en él un año, y exigía una residencia más prolongada para el sacerdocio. Muy pronto pudo escribir a Vicente: «Os encantaría ver a mi clero, y bendecirías a Dios mil veces si supierais el bien que los vuestros han realizado en mi seminario, que se ha extendido por toda la provincia.» Vicente, que no dejaba pasar nunca una ocasión de hacer el elogio del santo obispo y de proponerle como modelo, escribía por su parte a Desdames, en Polonia, el 15 de agosto de 1659: «Mons. el obispo de Cahors me ha hecho el honor de escribirme, hace algún tiempo, que su clero había cambiado de cara, y que era, por la gracia de Dios, en su seminario, que está compuesto de unos cincuenta a sesenta eclesiásticos, en el que todos los que quieren recibir las órdenes están obligados a pasar un año o dieciocho meses para formarse en las funciones y en el espíritu eclesiástico.»
Nos encontraríamos con los mismos frutos y los mismos testimonios recorriendo la historia de los demás seminarios confiados a la Compañía. En 1644, fue el de Saintes, unido por el obispo Jacques Raoul a la Misión; en 1645, el del Mans, con fundación en la gendarmería de la iglesia colegial ty real de Coëffort, y en el Hôtel-Dieu; en 1645, también, el de la diócesis de Saint-Malo, establecido en la abadía de Saint-Méen.
Esta última fundación dio lugar a un gran asunto. De todas las fundaciones tan numerosas de Vicente, ninguna le produjo tantos disgustos, ya que ésta llenó de quebraderos de cabeza doce años de su vida y, después de su muerte, fue una fuente de acusaciones dirigidas a su memoria durante el proceso de su beatificación.
La abadía de Saint-Méen había estado siempre dependiente de los obispos de Saint-Malo, lo qu supone que eran sus primeros beneficiarios y que ella tenía de ellos sus diezmos y la mejor parte de sus bienes. Ellos la habían tratado con esta generosidad, porque había sido para ellos durante tiempo un semillero de jóvenes clérigos y había provisto de buenos pastores a los curatos de su dependencia. Pero entonces se hallaba en plena decadencia. La disciplina por los suelos. No quedaban ya más que dos monjes benedictinos de la congregación de Saint-Maur, incapaces de cumplir, tanto en lo temporal como en lo espiritual, los cargos del monasterio. Sus bienes estaban alienados o empeñados, y el obispo se veía obligado desde hacía tiempo a llamar a sacerdotes seculares para el servicio religioso de sus beneficios.
Por otro lado, la disciplina eclesiástica, así como la disciplina regular, había caído en la diócesis de Saint-Malo. Los sacerdotes de allí eran tan ignorantes como los pueblos. en esta enorme diócesis, ni seminarios, ni colegios; y los padres en su mayor parte incapaces de mandar a educar a sus hijos a otra parte, el clero no se podía reclutar.
Para hacer frente a tantos males, el obispo Achille de Harlai de Sancy se dirigió primero al general de la congregación de Saint-Maur, para invitarle a poner a algunos de sus religiosos reformados en la abadía de Saint-Méen; pero dom Grégoire Tarrisse se excusó por la escasez de individuos, entonces Harlai de Sancy, ya para remediar los desórdenes de la abadía como para tener los medios de formar un seminario resolvió apoderarse de Saint-Méen y llamar allí a los sacerdotes de la Misión. Tenía sus derechos, ya que, un paso más, y la abadía caía bajo la jurisdicción episcopal y no dependía de ninguna congregación; no se trataba pues ni de quitar un beneficio a sus propietarios ni de cambiar su naturaleza y de secularizarlo; ninguna necesidad por consiguiente de recurrir en ello al soberano Pontífice.
El obispo de Saint-Malo se contentó con obtener, el 20 de octubre de 1643, una autorización del rey en su consejo; luego el 12 de noviembre siguiente, convocó a su sínodo, le sometió su proyecto que fue unánimemente aprobado y alentado. Al día siguiente, el oficial se lo notificó a los dos monjes, que prestaron su apoyo de buen grado a condición de una pensión anual y vitalicia. Los bienes de la abadía, tan fuertemente mediatizados, no siendo suficientes al sostenimiento del seminario, el obispo lo suplió con donaciones con cargo a su patrimonio. Al año siguiente la ancianidad le forzó a pedir un coadjutor, que fue Ferdinand de Neuville. El 13 de julio de 1645, sintiéndose cerca de la muerte, y queriendo dar la última mano a su obra, unió al seminario, con anuencia de la Santa Sede, el recinto.conventual y las oficinas claustrales de Saint-Méen, con el cargo que, en vida de los dos monjes, doce y, a su muerte, veinte jóvenes eclesiásticos elegidos por el obispo o por su vicario general y obligados por juramento a no salir sin permiso de la diócesis, sería cuidados allí gratuitamente, y que maestros y alumnos cumplirían todos los cargos del monasterio.
Todos estos acuerdos se hicieron sin la participación de los sacerdotes de la Misión, que no son nombrados en las actas, sin reclamaciones por la parte de los interesados, y con la cláusula expresa de que los bienes de Saint-Méen se daban al seminario y no a sus directores, sustituidos solamente como administradores por los sacerdotes seculares investidos desde hacía tiempo de sus funciones. Un diploma real de setiembre de 1645 confirmó estas disposiciones, así como la elección de los sacerdotes de la Misión como directores del seminario.
Desde el me de julio precedente, Vicente había hecho salir para Saint-Méen a cinco de sus sacerdotes, tres de cuales estaban destinados al seminario, y dos a las misiones de la diócesis. Apenas instalados, los benedictinos de Saint-Maur, mudos hasta entonces, y los dos monjes mencionados hace un momento, con desprecio, unos de sus compromisos, otros, de la autoridad del rey y del obispo, quisieron volver a la abadía y, para ello, recurrieron no al soberano Pontífice, al obispo o al rey, sino al parlamento de Bretaña. el parlamento recibió su reclamación, aunque no pudiera nada contra los edictos reales. Armados de su decreto, los religiosos se presentaron a las puestas de la abadía y, como ellos no eran portadores de ninguna acta legítima, se les negó la entrada. Ellos se proveyeron al punto ante el parlamento, que les entregó a su favor un nuevo decreto: esta vez, acompañados de alguaciles a Saint-Méen, y sacerdotes y clérigos fueron expulsados de allí violentamente.
Para oponer la fuerza del derecho al derecho de la fuerza, el obispo de Saint-Malo puso la iglesia de Saint-Méen en entredicho, y prohibió la entrada, bajo pena de excomunión, mientras estuviera en manos de los usurpadores. Al mismo tiempo, elevó sus quejas al rey y obtuvo un decreto del consejo privado, que anulaba las actas del parlamento de Bretaña, y ordenaba la reinstalación de los Misioneros, por los mismos medios, si hacía falta, que se habían empleado para expulsarlos. El decreto fue ejecutado en todo su rigor; pero se ve de qué lado estaba verdaderamente la violencia, de cuál la justicia.
Por lo demás, en todo esto, no había ninguna intervención, ni de Vicente ni de los suyos: el obispo solo en acción,. Vicente, desde el inicio de la querella, había incluso querido retirar a sus sacerdotes; el obispo se había opuesto con toda fuerza en el nombre de su buen derecho. Así nos lo dice una carta a Portail, del 25 de agosto de 1646: «Si la cosa dependiera de nosotros, llamaríamos a los nuestros, pero es el asunto de monseñor, quien ha actuado en su nombre… Dios mío, Monseñor, ¡cómo me aflige esto! ¿Habría dicho usted nunca que seríamos puestos a prueba de esta manera por esos buenos Padres, a quienes hemos tratado de servir con tanto afecto como si hubieran sido nuestros propios asuntos? Espero que Nuestro Señor vea esto poco que hemos hecho por ellos como venido de la caridad, quae patiens est. Quiera la misericordia de Dios que sea así, y darme los medios de servirlos en adelante, lo que me propongo hacer más afectuosamente que nunca, mediante la ayuda de Dios que os suplico pidáis para mi!»
Sin embargo, el parlamento de Bretaña, cada vez más obstinado, miró la orden del consejo como obtenida por sorpresa,. y expidió un decreto de comparecencia contra d’Orgeville, gran vicario de Saint-Malo, que le había mandado ejecutar. Al propio tiempo, uno de los Misioneros de vuelta a Saint-Méen, Pierre de Beaumont, fue sacado otra vez de allí, y le metieron en las prisiones de Rennes. Ante esta noticia, Vicente se apresuró a escribir a sus sacerdotes para animarlos contra la persecución. ¿Qué riesgo corremos? decía. ¿De sufrir la prisión? «Ay, ¿de qué somos capaces si no lo somos de esto por Dios? ¡Será posible que veamos a cientos de miles de hombres que se exponen en cada campaña, desde el menor del pueblo hasta los príncipes de la sangre, para el servicio del Estado, no solamente a ser hechos prisioneros de guerra, sino a la muerte, y que Nuestro Señor no encuentre a cinco o seis servidores fieles y bastante valientes para su servicio!» Le echaban en cara también algunas palabras suyas frecuentes: «Que valía más perder que pleitear;» y él respondía que el asunto no dependía de ellos sino del obispo de Saint-Malo, añadiendo que san Pablo y Nuestro Señor habían condenado los procesos con sus palabras y sus ejemplos; es verdad, replicaba él; pero uno y otro tuvieron procesos y los perdieron, y al perderlos les costó la vida.» Finalmente, se temía que la Compañía fuera declarada culpable y cayera en descrédito: «Oh, qué orgullo, respondía también, si, bajo apariencia de desfavor y de humillaciones, abandonamos el honor de Dios para no arriesgar el nuestro! Oh, ¡qué lejos estaba san Pablo de esto, cuando decía que había que seguir a Dios per infamiam et bonam famam, cuasi seductores et vexati!«23
No obstante, como la virtud de Vicente no era nunca puramente pasiva, y quería que se añadiera la acción de la Providencia, casi al mismo tiempo, el 8 de setiembre de 1646, escribía a Marbeuf, primer presidente del parlamento de Rennes, a favor de sus sacerdotes y sobre todo del prisionero: «Monseñor, soy el superior indigno de la congregación de la Misión, que me da la confianza de escribiros la presente, prosternado a vuestros pies y a los de nuestros señores de vuestro parlamento, para suplicaros, por las entrañas de Nuestro Señor que protejáis la inocencia de uno de los más hombres de bien que haya en el mundo, y que trabaja por la salvación del pueblo con tanta bendición de Dios: es el Señor de Beaumont, uno de los sacerdotes de nuestra Compañía, a quien los reformados de San Benito han hecho encarcelar en vuestras prisiones, donde está encadenado porque le encontraron en Saint-Méen.» Después de tratar la cuestión de derecho y responder a las objeciones, añadía: «Después de lo cual, estos buenos Padres ¿han tenido razón de proceder con tanto calor contra su prelado y los obreros que él ha colocado en su viña, y de llevarlos a prisión encadenándolos a los pies? Yo no os digo esto, Monseñor, como queja que yo presente contra ellos. No hay hombre en el mundo que los honre ni les tenga tanto afecto como yo trato de hacerlo, por la gracia de Dios, como ellos mismos podrán deciros. –Pero si la gente ve falta en el hecho de que el Sr. de Beaumont regresó a Saint-Méen contra las órdenes, estad seguro, Monseñor, que lo hizo con la sencillez de un pobre sacerdote de la Misión que no sabe qué son los procesos, y que pensaba obrar bien siguiendo la orden de su obispo y del rey. Podéis creer, Monseñor, que si la cosa dependiera de nosotros que no estamos envueltos en el caso, la habríamos retirado a la primera notificación. –Así las cosas, Monseñor, recurro a vuestra bondad, porque sois el primer agente de la justicia soberana en vuestro parlamente, para pedirle muy humildemente su protección para dicho señor Beaumont y para nuestra Compañía. Además del mérito que tendréis ante Dios, mereceréis de todos nosotros una perpetua obligación que nos hará buscar las ocasiones de devolveros nuestros más humildes servicios, de los cuales, Monseñor, os suplico, con toda la humildad y el afecto que puedo, que aceptéis las ofertas que os hago a vos y a vuestra familia. comenzaré las oraciones que me propongo hacer toda mi vida por vos, Monseñor, y por la santificación de vuestra querida alma.»Aunque Vicente no usó, en esta circunstancia, del crédito que tenía ante la reina y varios personajes poderosos de la corte, el rey despachó casi inmediatamente a un ujier del servicio con orden reivindicar al prisionero. Pero el parlamento que comprendió en seguida la injusticia cruel de su conducta, le había puesto ya en libertad, después de cuatro o cinco días de detención. Sus último procedimientos fueron anulados con escándalo y las cámaras reunidas concluyeron con una nueva orden de amonestaciones muy humildes, a las que el rey no prestó ninguna atención, ya que mandó expedir un poco más tarde nuevas letras patentes.
Entre tanto, Falleció el obispo Harlai de Sancy, el 20 de noviembre; y bajo Ferdinand de Neuville, su sucesor los Misioneros, si bien tranquilos en adelante por parte del parlamento de Bretaña, quisieron tranquilizar plenamente su conciencia, poniéndose en regla, por si fuera necesario, con Roma. Se tomaron sus precauciones en el tribunal de Alejandro VII. Vicente no veía en todo ello, como así lo decía sin cesar, más que la gloria de Dios, constituyendo estas clases de uniones el único medio de fundar y sostener las casas de educación eclesiástica, entonces tan necesarias24.El asunto fue examinado en Roma con todo el detenimiento y toda la madurez ordinarios, y el papa, después de oír a las partes interesadas, es decir al agente de los directores de Saint-Méen, por un lado y, por el otro, al procurador general de la congregación de Saint-Maur, dio, en 1658, una bula en la que habla de una manera muy honrosa de los sacerdotes de la Misión y de sus trabajos en los seminarios y en los campos. Esta bula, entregada, dice el soberano Pontífice, a instancias de todo el clero de la ciudad y de la diócesis de Saint-Malo reunido en sínodo, que había querido juntar su petición y su declaración a las de los Misioneros, a la instancia también del rey y del consentimiento de los monjes benedictinos mismos, habría sido fulminada sin oposición en la diócesis de Saint-Malo; pero hallándose vacante por entonces la sede por el traslado de Ferdinand de Neuville al Obispado de Chartres, fue dirigida al obispo de Dol, y volvieron a empezar las formalidades. El oficial debió hacer informes jurídicos sobre la conducta y los excesos de los Misioneros; se convirtieron en honor suyo. Clero, nobleza, hasta los jueces del lugar de los alrededores, todos depusieron a favor de los hijos de Vicente de Paúl. Desde que están en Saint-Méen, se decía a una voz, el rostro de la diócesis ha cambiado; los pueblos del campo se instruyen25; los eclesiásticos, no sólo de Saint-Malo, sino de las diócesis vecinas de Vannes, de Dol, de Saint-Brieuc y de Rennes, se forman en todas las funciones del ministerio26.
IX. Frutos de los seminarios, en provincias, en París.
Tales eran, por lo demás, repitámoslo, los frutos ordinarios de los trabajos de la Compañía en las misiones y los seminarios, en particular en los seminarios de Bretaña. Así, en 1654, se fundó un seminario de la Misión en Tréguier por Michel Thépoault, señor de Rumelin, canónigo y gran penitenciario de la iglesia catedral, con la aprobación del obispo Balthazar Grangier y de sus sucesores. Fue probablemente el superior del seminario de Tréguier quien envió a Vicente una relación citada por sus primeros historiadores. el primer fruto que señala es la instrucción del pueblo. El método de predicación, sólido y familiar, enseñado a los jóvenes eclesiásticos, ha multiplicado los catecismos y los predicadores. Hasta entones, no había catecismos; hoy se tienen en todas las diócesis vecinas; hasta entonces, apenas se podía lograr un predicador para predicar la cuaresma en cinco o seis parroquias apartadas; hoy, se consiguen con facilidad tres o cuatro, que atraen a las gentes de las parroquias circunvecinas, y pueden oír las confesiones al mismo tiempo que predican y catequizan.
Los sacerdotes ahora predican también con el ejemplo. Llevan sotana, y todo su exterior, todas sus costumbres son eclesiásticas. Santificando a los demás, se santifican a sí mismos por la oración y por el estudio, por el celo de las almas y el desinterés que obliga a muchos a dejar ricos beneficios para entregarse más libremente a los trabajos apostólicos.
Los que han sido formados en el seminario inspiran su espíritu a los sacerdotes del campo, reunidos de vez en cuando hasta cincuenta en una sola parroquia, y los comprometen a celebrar, una vez a la semana, conferencias espirituales, y a reunirse las vísperas de las fiestas, para concertar entre ellos las santas ceremonias.
Sin trabajar directamente, y por el solo proselitismo de su ejemplo, convierten a sus cohermanos, que vienen algunos de más de veinticinco leguas para hacer un retiro en el seminario, y regresan a reparar sus escándalos y difundir la edificación en sus parroquias.
Otra cosa más, tal sería la historia invariable de todos los seminarios de la Compañía establecidos en vida de Vicente de Paúl: de seminario de Agen, por ejemplo, fundado en 1650 por Barthélémy d’Elbène, y confirmado, en 1677 y 1683, por Claude Jolly y Mascaron, del seminario de Montauban, fundado por Pierre de Bertier, el 5 de setiembre de 1660, veinte días tan sólo antes de la muerte de Vicente, y el último cuyo nacimiento viera él ; tal es también , aunque en menor proporción, la historia de los seminarios mayores y menores, fundados después de él27.
Pero volvamos a los Bons-Enfants, a este seminario que, colocado bajo la mirada de Vicente y dirigido por sus más íntimos discípulos, debía servir de tipo para todos los demás. He aquí la relación que le presentó d’Horgny, doctor de Sorbona y uno de los primeros compañeros, que estaba entonces encargado de dirigirlo.
«I. –Se hace en este seminario como un misión perpetua, y se ve guardando la proporción los mismos frutos que se ven en las misiones de las ciudades o de los campos. Beneficiarios y sacerdotes que habían estado sumidos en la corrupción en el lugar de su domicilio, se convierten de buena fe; derraman lágrimas en sus retiros; desearían que se les permitiera hacer confesiones públicas; se humillan en todas las ocasiones. Cuando hablan en las conferencias, hacen confesión pública de su ignorancia pasada. Felicitan a sus jóvenes cohermanos por la suerte que tienen de instruirse en sus obligaciones. los que tenían enemistades inveteradas se reconcilian con cartas llenas de humildad. Hacen, bien a la iglesia, bien a sus demás acreedores restituciones considerables. Los santos Padres de los primeros y últimos siglos, cuyos textos se refieren en el derecho canónico, dicen a menudo que los eclesiásticos corrompidos son incorregibles; pero, gracias a la misericordia de Dios, hayan sido lo que hayan sido, parece que se convierten de ordinario en los seminarios.
«II. –Los hay que, fundados en la mala costumbre de sus provincias, han poseído durante muchos años y con mucho apego beneficios incompatibles. se les decide aquí a abandonar el que no les conviene, y ellos se someten de buen grado.
«III. –Es muy común ver aquí bien a sacerdotes ya ancianos, bien a abades, canónigos, párrocos, y demás beneficiarios, bien a consejeros de parlamento o de juzgados, que hacen con gozo el oficio de portero, de acólito, de turiferario, o por inclinación hacia estas funciones, o para castigarse por no haberlas hecho nunca, o para demostrar el dolor que tienen de haberlas tenido en otro tiempo como poco convenientes a gente de condición.
«IV. –Lo que hay de consolador, es que estos buenos efectos del seminario no se acaban con él. Párrocos que no habían instruido nunca a sus feligreses, al regreso a sus casas, les parten el pan de la palabra, y cumplen a la perfección todos sus oficios. algunos han llegado a declarar al pueblo, incluso desde el púlpito, que acababan de aprenderse su deber y que querían comenzar a cumplirlo de verdad lo mejor posible.
«V. –Muchos, al salir del seminario, se han ido de la casa paterna y han tomado otra en el lugar donde nacieron, con el fin de establecer pequeñas comunidades eclesiásticas, que los santifican viviendo como vivían aquí, y se multiplican ganando para Jesucristo y su Iglesia a los que pueden asociarse..
«VI. –Hemos tenido a varios canónigos de iglesias catedrales o colegiales, que habiendo regresado a sus casas han sabido poco a poco, sin mucho aparato, pero no sin fruto, establecer o sostener la disciplina de su iglesia; y se sabe con cuánto celo y prudencia hablan, tanto en particular como en capítulo, de la obligación que tienen los canónigos de mantener el buen orden y las reglas eclesiásticas.
«VII. –Los hay que, vista la importancia que tienen las escuelitas, se han puesto, aunque fueran de condición, a hacerlas por pura caridad. Este santo ejercicio ha edificado mucho. Dios lo ha bendecido, y los habitantes de las ciudades lo han encontrado admirable.
«VIII. –No se puede omitir aquí Dios concede a la mayor parte, y casi a todos los que han hecho el seminario, de mantenerse en la piedad y en el ejercicio de sus funciones. los testimonios que se reciben de todas partes son muy favorables.
«IX. – Pero lo que es de algún modo más sorprendente, es la inocencia de vida que se advierte en estos señores durante el tiempo del seminario. Tanto es así, que los confesores tienen dificultades de ordinario para encontrar alguna materia de absolución.»
X. Complemento de la obra de Vicente a favor del clero. –Fin del seminario de los Bons-Enfants.
Se ha advertido en esta relación estas pequeñas comunidades sacerdotales, o especies de seminarios de sacerdotes, que nacían del seminario propiamente dicho. Fueron numerosas, efectivamente. De esta forma fue como Pierre Colombel, párroco de Saint-Germain-l’Auxerrois, habiendo querido reunir a sus sacerdotes en una comunidad que sirviera de modelo a las otras, la puso bajo la dirección de Vicente de Paúl, quien trazó sus reglamentos.
También se ha advertido lo que se dice en la primera parte de esta relación referente a los sacerdotes alojados en el colegio de los Bons-Enfants. Entre la multitud de eclesiásticos a quienes el amor al estudio, la ambición, los asuntos, la curiosidad, la licencia a veces, atraían a París, Vicente tenía a muchos a quienes la mediocridad de fortuna forzaba a alojarse en las hostelerías, con gran peligro de su virtud o de su dignidad. Para vivir iban de iglesia en iglesia a mendigar retribuciones de misas, y celebraban sin preparación, sin respeto, y hasta sin conocimiento de las ceremonias. Algunos pedían públicamente limosna, aburrían a la caridad y envilecían el sacerdocio. Vicente los retiró a la parte del colegio libre por el traslado de los jóvenes al seminario Saint-Charles. Así llegó a recibir hasta cuarenta a la vez y, a la espera de que estuviesen en disposición de servir en las parroquias o de recibir empleos de sus obispos, él se encargó de su mantenimiento, contentándose como precio de su alimentación, con el honorario muy insuficiente de sus misas, una parte del cual se lo perdonaba la mayor parte de los casos28. Y para que se vieran ya obligados a recorrer indecentemente las iglesias, se arregló con el capítulo de Notre Dame que le ofreció la catedral y les fijó horas.
D’Horgny acaba de decirnos cómo fue recompensado Vicente por sus sacrificios; pero fueron pesados para su congregación, abrumadores en los años difíciles. Aparte de los gastos ordinarios de mantenimiento y alimentación, los había excepcionales, a los que su caridad se prestaba siempre con presteza. Que caían enfermos estos sacerdotes, quería que se proveyera a sus necesidades, y también a sus más costosos caprichos; y, mientras duraba la enfermedad, aunque fueran años, si tenían alguna obligación, los hacía suplir, para no privarlos de su salario. Cuando debía partir, les preparaba un paquete, añadiendo siempre una pequeña suma de dinero para el viaje.
Hablemos también de su buena acogida e infatigable caridad que le atraían de todas partes, no sólo de provincias sino del extranjero, a una multitud de sacerdotes pobres que albergaba en los Bons-Enfants o en San Lázaro. El carácter sacerdotal y su pobreza le eran títulos suficientes para recibirlos. Si tenían asuntos en París, no buscaban ya otro hostelería: o un proceso que seguir, allí enviaban a sus promotores, que permanecía a veces todo un año; que a sus iglesias les faltaban ornamentos, se dirigían a la gran tienda de San Lázaro, que les proporcionaba hasta sotanas y hábitos para ellos mismos, pagándoles de alguna manera el precio: ya que en fardo encontraban también algún dinero para su subsistencia.
Con la mayor frecuencia, se mostraban agradecidos. Un párroco de Champagne, al encontrarse con un Misionero, se le echó al cuello delante de la gente y, señalando su sotana, dijo de Vicente las palabras que Nuestro Señor dijo en otro tiempo de san Martín: Hac veste me contexit- con esto me vistió; luego le contó los muchos bienes que todo el país había recibido de su caridad.
Pero a veces el caritativo sacerdote era pagado con ingratitud. Una noche, un eclesiástico desconocido y pobremente equipado fue recibido en San Lázaro para pasar la noche. A la mañana siguiente, por todo agradecimiento y despedida, robó y se llevó una sotana y un manteo. Querían correr tras él: «No, no, dijo Vicente, debía de tener gran necesidad el desdichado para portarse de esa forma. Si a pesar de todo quieren perseguirle, en buena hora; pero, en lugar de reclamarle lo que se ha llevado, que sea para llevarle lo que necesita todavía.»En otra ocasión, ya no fue su caridad, sino también su fe y el honor religioso de su casa los que tuvieron que sufrir por la ingratitud.
Un joven luterano alemán, habiendo hecho abjuración en París, le fue enviado por una superiora de comunidad que hasta entonces había provisto a la subsistencia del falso neófito. Esta religiosa se lo recomendaba como un sujeto de gran esperanza y que, agregado a su congregación, podría prestar buenos servicios a la Iglesia. El santo le recibió, le dio una celda y, siguiendo su costumbre, le incluyó ante todo en los ejercicios espirituales. el nuevo ejercitante, una vez estudiados los lugares, se deslizó en una habitación, de donde se llevó una sotana, un manteo largo y algunos pequeños muebles; a continuación desapareció, sin ser visto, por la puerta de la iglesia. Desde allí, vestido de Misionero, se fue a la prédica de Charenton, luego al barrio de Saint-Germain, a la casa del ministro Drelincourt, para quien cualquier deshecho aun el más impuro era una ganga, le recogió y paseó en triunfo de calle en calle, de casa en casa, a la casa de los de su secta; de quienes paseante y paseado se aprovecharon bien, uno recibiendo cantidad de cumplidos, el otro, limosnas,
En uno de estos paseos, se encontraron con un tal Des Isles, un hombre muy celoso por la fe, y que trabajaba con éxito en las controversias. A la vista del atuendo eclesiástico del compañero de Drelincourt, Des Isles lo adivinó todo. Para aclararse más, los siguió hasta la primera casa, entró con ellos, y dejando subir a Drelincourt, preguntó al Alemán qué asunto le traía con el ministro. Creyendo que estaba hablando con un hugonote, el joven le respondió que tenía el propósito de abrazar el calvinismo. Sin esperar ni un momento ni una palabra más, Des Isles se va a buscar a Bretonvilliers, párroco de San Sulpicio, manda detener y llevar al Châtelet a este hombre, encontraba el medio de deshonrar a la vez a la Iglesia y a la Misión.
Informado de todo por Des Isles, se sintió mucho menos sensible al ultraje hecho a la casa que al que se había hecho a Dios. Apremiado por los amigos para perseguir en el culpable el latrocinio y el escándalo, les agradeció el consejo, prometió pensárselo; luego envió a los jueces, para pedir no justicia, sino gracia. Él mismo acudió ante el procurador del rey y del lugarteniente criminal, y declaró, en nombre de su congregación, que no pretendía nada, ni por el robo ni por el ultraje. «En cuanto a mí, añadió, os suplico humildemente que dejéis libre a este joven. es lo propio de Dios hacer misericordia. Su divina Majestad recibirá con agrado que despidáis sin castigo a un pobre extranjero, culpable tan sólo de una ligereza de juventud. Aunque se ignora la solución de esta singular demanda, es de pensar que los jueces le hicieron justicia. era un precedente que no les debía arrastrar a numerosa consecuencias.
El seminario de los Bons-Enfants duró de este modo hasta fines de siglo, aunque no existe ninguna carta de fundación en la forma ordinaria ni, por consiguiente ninguna entera estabilidad. Pero, en 1707, el cardenal de Noailles, arzobispo de París, considerando el bien que había hecho a su diócesis desde hacía más de sesenta años, le dio lo que le faltaba. Por un acta del 19 de mayo, estableció a los sacerdotes de la Misión como directores perpetuos de uno de sus seminarios de la diócesis de París, tanto en lo espiritual como en lo temporal, y les permitió vivir cerca de la puerta deSaint-Victor o en cualquier otro lugar que juzguen conveniente o que él les designe, con la condición que proporcione los suficientes Misioneros, sacerdotes y hermanos que se necesiten, que dependan del arzobispo en cuanto a la dirección del seminario, la administración de los sacramentos y todo cuanto se refiere a la asistencia espiritual del prójimo y la disciplina de la diócesis, permaneciendo, por lo demás, sometidos a su único superior general para la dirección interior de la congregación. Para dar a esta acta un valor civil y no ser molestados en su posesión, los Misioneros solicitaron letras patentes del rey, que les fueron otorgadas en 171429.
Así dueños pacíficos, no temieron más reedificar y ampliar considerablemente el colegio, lo que se hizo en 1732. Siguiendo el permiso del cardenal de Nosailles, quisieron continuar viviendo en esta casa, primera cuna de su congregación. Durante todo el siglo XVIII no fueron molestados más que una vez, con ocasión de la muerte de Vieilles-Cases, uno de sus superiores. Era en julio de 1740. Le habían inhumado en su capilla: el párroco de Saint-Nicolas-du Chardonnet vio en ello un ataque a sus derechos, y los citó al Châtelet que, el 2 de marzo de 1742, dictó contra ellos una orden conforme a sus conclusiones, pero ellos recurrieron al rey que, por letras patentes del 1642 y 1714, los mantuvo el derecho, reconocido además por el arzobispo de París, de administrar los últimos sacramentos y de inhumar como las demás congregaciones; derecho que fue incluso ampliado a todas las casas de la Compañía en el reino30.
En una ocasión igualmente, pero de una manera más seria, fueron molestados en lo temporal.
El 21 de noviembre de 1763, el rey había otorgado letras patentes, ordenando la reunión en el colegio de Louis-le-Grand de todos los becarios de no pleno ejercicio. Estas letras se ejecutaron en todas las partes, y los sacerdotes de la Misión, fundándose en una posesión de ciento treinta y tres años, los únicos que se resistieron. Pero fueron atacados tanto por los herederos Pluyette como por el administrador temporal del colegio de Louis-le-Grand, que obtuvieron contra ellos una orden del parlamento, con fecha del 8 de mayo de 1769, desestimándolos de su oposición a las letras de 1763, declarando incluso nulo el decreto de unión de 1627 y todo cuanto se había derivado, estableciendo al gran maestre temporal de Louis-le-Grand en posesión del colegio a partir del 1º de octubre de 1764, y remitiendo a las partes adversarias a entenderse en lo demás. Los Misioneros estaban resueltos a hacer concesiones antes que ir a los tribunales cuando la supresión de los parlamentos vino a interrumpirlo todo. Se aprovecharon para acudir al rey, quien declaró mediante nuevas letras patentes de 1773, que la intención de las letras de 1763 no había sido ni destruir ningún establecimiento útil ni la unión de la capellanía y principalidad de los Bons-Enfants a la Misión, unión que confirmaba, por el contrario, transfiriendo solamente a Louis-le-Grand a los dos becarios Pluyette31.
Repuestos de esta sacudida que los había movido un poco, los Misioneros reemprendieron sus obras, y mediante nuevas construcciones, estudios más ambiciosos, una mejor elección de los súbditos y una mejor disciplina, devolvieron a su primitiva perfección a este seminario, al que dieron en adelante el nombre de Saint–Firmin32. Con este nombre existía y era conocido, cuando se convirtió en uno de los teatros de las horribles matanzas de setiembre. En la noche del 3 al 4 de setiembre de 1792, Hanriot, a la cabeza de una banda de veinte a treinta hombres, asesinó a noventa y dos eclesiásticos, entre los cuales estaba el superior François. Los satélites de Hanriot, persiguiendo a los sacerdotes por los pasillos y en las celdas, los lanzaban vivos por las ventanas sobre un rastrillo de picas de agujas y bayonetas que los atravesaban en su caída. Costureras, dirigidas y excitadas por Théroigne de Méricourt, los acababan a tizonazos y arrastraban los cadáveres a los riachuelos. Así fue ahogada en sangre la cuna de los sacerdotes de Vicente de Paúl y su primer seminario. Hoy, la congregación de la Misión, si bien en menor proporción, ha rehecho la obra de la educación de los eclesiásticos33.
Pero la obra de Vicente se habría acabado, incluso sin esta reanudación contemporánea; cerca de cien años antes de la masacre de Saint-Firmin, en 1698, cuando Luis XIV dio su declaración sobre los seminarios, quedaban pocas diócesis en las que fuera aplicable, el príncipe parecía más bien confirmar lo que habían hecho los obispos que excitar su celo. Gracias a Vicente y a los santos fundadores que siguieron sus pisadas, algunas diócesis, entonces como hoy, poseían hasta dos o tres de estos establecimientos útiles. Creación útil, en efecto, y tan necesaria para la educación y la perpetuidad del sacerdocio, que no entendemos, sobre todo en Francia, que haya tenido que esperar tanto tiempo para producirse el fiat de un pobre sacerdote. Por lo demás, es ése también uno de los caracteres de las obras de Vicente; tienen de por sí la belleza que marca todas las obras cristianas; tienen también la utilidad, la necesidad y de su inmóvil duración. En cuanto a los seminarios, que no existen en ninguna otra parte más que entre nosotros con ese justo carácter de de vida secular y de vida claustral, con esa mezcla y ese estilo de estudios, de piedad y de disciplina la iglesia de Francia les debe su ciencia y sus virtudes y, nuestro clero esa aptitud para las funciones sagradas y esa decencia de costumbres que el mundo católico nos envidia.
Este clero formado con tantos cuidados y por tantas instituciones, faltaba defenderlo no contra el mundo y contra las pasiones, ya que la ayuda estaba preparada en las conferencias y en los retiro espirituales, sino contra el error; contra un error más peligroso para él que el mismo protestantismo; contra un error nacido de él como todos los demás, pero obstinándose en no salir, en quedarse como gusano roedor de su más pura sustancia, sin cesar de ser clerical y claustral: acabamos de nombrar el jansenismo.
- Confer. del 7 de setiembre de 1657.
- Carta a Dufour en Sedan, del 13 de agosto de 1652.
- Esta carta llegó sin duda o demasiado tarde o no se tuvo en consideración, ya que una nueva edición del libro del que en ella se habla, el Hortus pastorum , recientemente reimpreso y traducido de Jacques Marchant (Marcancius) está dedicado a Vicente en una epístola del editor Alix, fechada el 10 de las calendas de noviembre de 1646, en la que leemos: » Verum idcirco hic Hortus tuo nomini commitendus quia natura et voluntate sic factus sis ad bonitatem, exercitatione sic paratus ad charitatis munia, ut si qui pastores officii sui mole laborent, statim advoles promptus auxiliator; et humero subjecto, succedeneave opera succumbere non sinas; aut si qui mente, in his saeculi senescentis tenebris, minus illustrata vacillent, facem directionis et sapientiae laetus lubensque iis pretendas. Alius pietatem, religionesm, prudentiam, siceritatem, curam et laborem quem in Ecclesia praestas indefesse, laudet: ego charitatem silere non possum, cujus fervore incensus, oviculas non tuas, si quae exerrant aut perditae sint, requires; inventas et sanatas non tibi retines, sed reduces; imo humeris tuis ad suao pastores reportas, sicque appares hoc novo genere pascendi sanandique admirabilis. His tot tantisque titulis, debitum opus hoc, wetsi cgitatione mea studioque jam antea dicatum, nunc iterum dico atque addico: ratus bene mihi atque filiciter procedere, ubi benevolentia que me soles complecti susceperis, studio foveris judicio testimonioque tuo comprobaris.» (Pues por eso Hortus dedicado a tu nombre, ya que por naturaleza y voluntad así está hecho para la bondad, preparado por la práctica para desempeños de la caridad, de manera que si algunos pastores trabajan bajo el peso de su oficio, estás siempre a punto para aliviarlos; y con hombro sumiso y trabajo espontáneo no les dejes sucumbir; o si alguien titubee en las tinieblas de este siglo caduco con mente pobre, alegre y jubiloso te adelantes con tu dirección y sabiduría. Que otros alaben la piedad, la religión, la prudencia, la sinceridad, el cuidado y el trabajo, que desempeñas infatigablemente en la Iglesia; yo no puedo callarme la caridad, por cuyo fervor encendido, vas en busca de las ovejas no tuyas, si andan extraviadas o se perdieron; las encontradas y sanadas no te quedas con ellas sino que las enderezas; más aún las devuelves a sus pastores a hombros, y así te presentas admirable con ese nuevo estilo de apacentar y de salvar. Con tantos y tan grandes títulos, esta obra debida, si bien ya antes de pensamiento y deseo dedicada, ahora otra vez te la dedico y vuelvo a dedicar, creyendo proceder bien y con tino, para que me recibas con la benevolencia que sueles emplear conmigo, me abrigues con tu afán y apruebes con tu juicio y testimonio.») N. de la traduc.
- Summ., p. 324.
- Exhortación de 1645.
- Summ., pp.236, 237.
- Summ., p. 235.
- A. Durant, Agde, 15 de junio de 1657.
- He aquí en qué términos el comendador de Sillery escribía a Vicente de Paúl: «Señor mi reverendo y muy querido padre, yo no dudo de que, conociendo como vos conocéis de vuestro pequeñito hijo hayáis querido por vuestra amabilísima y cordial carta colmarle con tantas dulzuras de vuestro de vuestra exuberante bondad que aunque en materia de cordialidad no cede a nadie le obliguéis no obstante a entregarle las armas y reconoceros, como lo hace de muy buena gana, en esto y en todo, por su maestro y superior. Y en verdad, se necesitaría ser poco educado y un tanto agreste no derretirse en amor por una caridad tan amorosamente empleada, por un padre tan digno y tan bueno para con su hijo que lo único que hace es causarle pena. Pero no hay remedio; yo acepto con humildad y voluntariamente las confusiones por todas las miserias y debilidades que soportáis en mí, después de haberos reclamado perdón, con todo respeto y sumisión. Os prometo, mi muy querido padre, que con toda seguridad quiero y con la gracia de nuestro Señor, enmendarme de ello.. Sí, ciertamente, mi único padre, me parece que no me he sentido nunca tocado en este aspecto hasta este punto. Oh, que si podemos y llegamos a trabajar eficazmente en la encomienda de tantas miseria de las cuales sabe vuestra Reverencia que estoy lleno y rodeado por todas partes, tengo la seguridad que recibirá consuelos indecibles. y aunque este bien no llegara tan pronto o tan claramente, como vuestra piedad lo desea, yo os suplico, mi buen padre, per viscera misericordiae Dei nostri in quibus visitavit nos oriens ex alto, que vuestra bondad no se canse y no quiera nunca dejar de su mano a este pobre hijo. Ya sabéis que sería demasiado arriesgado si siguiese bajo su propia dirección.»
- El comendador fue inhumado en la Visitación de la calle Saint-Antoine, de la que había sido bienhechor, luego trasladado al convento de esta orden que existe todavía en la calle de Enfer. Él mismo había escogido su sepultura en la iglesia de la visitación, reservando expresamente una capilla que debía ser consagrada al bienaventurado obispo de Ginebra cuya canonización él preveía ya. (Carta de san Vicente de Paúl, del 1º de marzo de 1650.). Las hermanas de la calle Enfer han publicado su Vida, en 1843 (un Vol. in-12), según un manuscrito del siglo XVII. Las hijas de la Visitación han heredado este culto al Comendador de su madre santa Chantal, tan unida a él, que tantas veces a hecho su elogio, sobre todo en esta carta a san Vicente de Paúl del 11 de febrero de 1634: «Alabada sea eternamente la divina bondad por las misericordias que se ha dignado difundir sobre las almas por las dulzuras santas y eficaces del espíritu de su fiel servidor nuestro santísimo Padre(Francisco de Sales)! ya que es cierto y reconozco con vos, mi muy querido padre que el espíritu de nuestro muy digno y verdadero hermano y padre (Sillery) ha caído en sus redes , y yo no creo que ninguna otra mano que la de nuestro Bienaventurado le haya podido llevar con tanta sabiduría, con tanta suavidad ni seguridad como lo ha hecho en este retiro tan exacto. ya lo vemos en una absoluta separación del mundo, con la edificación y consuelo de todos y, lo que es más, para la mayor gloria de Dios y consuelo de de su querida alma; y, por supuesto, pata utilidad, honor y consuelo de las Hijas de la Visitación que le están infinitamente agradecidas. Sobre todo nuestras queridas hermanas de la ciudad tienen el privilegio de una gran felicidad por tenerle tan cerca. Ah, que Dios nos dé la gracia de corresponder fielmente a la sincera amistad y entera caridad que tiene este buen señor para con nosotras. puedo aseguraros, mi querido padre, que le amo, estimo y reverencio con toda la amplitud y fuerza de mi alma…Oiga, se lo pido, tenga mucho cuidado de esta digna y querida persona, y no le permitáis una vida demasiado severa ni demasiado austera ; sé que tiene una gran confianza en vos.» –El elogio de dos santos como Vicente de Paúl y Juana Francisca de Chantal es para el comendador de Sillery una especie de canonización.
- Hist. de sainte Chantal, por el Sr. abate Bougaud, t. II, p. 416.
- Jean d’Aranthon d’Alex dio, en su nombre y en el de varios obispos más, un hermoso testimonio a la memoria de Vicente y de sus hijos, este testimonio está insertado en su testamento del 1º de octubre de 1685 (no murió hasta el 4 de julio de 1695). Después de recordar que había cedido todo su patrimonio a su familia, escribe: «Por eso hago, nombro e instituyo A Jesucristo, mi adorable Salvador, mi heredero universal, en la persona de los pobres clérigos de mi diócesis que sean educados en el seminario de la diócesis de Ginebra, dirigido en lo espiritual, por los reverendos sacerdotes de la Misión, del difunto Sr. Vicente de Paúl ; de manera que pido muy humildemente a Nuestro Señor Jesucristo que me conceda la gracia y el honor de aceptar, por las manos de los clérigos pobres de mi diócesis que sean educados en mi seminario, todo lo que me quede…» Más adelante añade: «Los grandes servicios que los Señores sacerdotes de la Misión han prestado a la diócesis de Ginebra, y que prestan actualmente en los seminarios y en las misiones a nuestros sucesores reverendísimos en el obispado, el venerable Capítulo de mi catedral y el cuerpo del clero, a considerarlos y a no molestarlos en la dirección perpetua de lo espiritual del seminario…; y eso con tanta más justicia, que no se podría confiar esta importantísima obra…a ninguna comunidad que pueda inspirar una piedad más sólida, ni enseñar una doctrina más sana, ni inspirar una sumisión más perfecta a los clérigos del seminario en relación con su prelado como los Señores de la Misión lo han hecho hasta el momento presente en todos los seminarios que se les han confiado.» E, insistiendo una vez más en su petición de no molestarlos en la dirección perpetua del seminario, les hace este considerando tan glorioso a él y a los Misioneros: «Confesando ingenuamente que soy deudor a estos Señores, después de Dios y el gran san Francisco de Sales por el bien y renovación que se ven en esta vasta diócesis desde que yo les confié mi seminario, si bien es cierto que yo he retardado y disminuido su progreso por mi cobarde condescendencia y concediendo demasiado a las falsas leyes del respeto humano.» Este testimonio era, en parte, el precio, pero el precio pagado a la sola verdad, del testimonio profético que Vicente mismo había dado a Jean d’Aranthon en su primera juventud. Jean d’Aranthon no tenía aún la primera tonsura, cuando Vicente le vio por primera vez en Saint-Magloire: «Dios quiere servirse de vos, hijo mío, le dijo el santo, y os aseguro que seréis un día sucesor del bienaventurado Francisco de Sales.» En las numerosas charlas que tuvo luego con el joven, Vicente renovó varias veces su predicción, y enterándose que el abate de La Pérouse, de una familia aliada a la de Francisco de Sales, que le había venido a ver en San Lázaro, era sobrino de J. d’Aranthon: «Vos sois, le dijo, el sobrino de un hombre que será un día obispo de Ginebra. » Vicente vivió lo suficiente para ver cumplirse su predicción ; ya que, después de muchas dificultades, d’Aranthon fue nombrado, a primeros de 1660, al obispado de Annecy por Cristina de Francia, regente de Saboya. El 12 de marzo siguiente, Vicente le escribió: «Monseñor, habiendo conocido la gracia que Dios ha hecho a su Iglesia al inspirar a su Alteza la elección de vuestra persona para el obispado de Ginebra, doy gracias a su divina Majestad, que ha escuchado los deseos de tanta gente de bien que os han pedido que os han pedido a Dios para ocupar esta sede tan importante, y que os ha prevenido con las gracias convenientes a este divino empleo. Con lo miserable que soy, Monseñor, desde que tuve el honor de veros, me quedó una idea de vuestra querida persona en relación con la que tengo de la de Francisco de Sales, vuestro predecesor; de suerte que apenas me acordé de vos, Monseñor, sin pensar en este gran santo. Pido a Nuestro Señor Jesucristo, que es el obispo de los obispos, y su perfecto modelo, quien os da su doble espíritu para la santificación de vuestra querida alma y la salvación de los pueblos que ha destinado a vuestra dirección. Es una bendición para nuestra pequeña Compañía encontrase entre ellos, y para mí, Monseñor, renovaros el ofrecimiento de i obediencia perpetua, lo que hago con todas las ternuras de mi corazón, quedando en el amor de Nuestro Señor, etc.» Algunos días después, el abate de La Pérouse de regreso a San Lázaro: «Ya os lo había dicho, exclamó el santo al verle, que Dios quería que vuestro tío fuera obispo de Ginebra. . Señor, vaya a santificarse con él, y considérese en su familia como un san Juan en la de Nuestro Señor, de quien era el pariente y el apóstol.» El abate de La Pérouse, fiel a este consejo y ya decano de Chambéry, se santificó, en efecto, santificando a un gran número de almas, con sus retiros eclesiásticos, sus conferencias y sus innumerables misiones por las regiones católicas y protestantes. En cuanto a d’Aranthon d’Alex, fue, y es decirlo todo, uno de los sucesores más dignos de san Francisco de Sales. (Véase su Vida, Le Masson, 1697, in-8.)
- Para todas las fundaciones de las que acabamos de hablar, véase en los Archivos del Estado, M. 167 y168 en cuanto a los originales, y MM. 534, fol. 199, para las copias.
- Véase para todo ello la Vie de M. Olier, t. I, passim.
- A, Dosdames, en Polonia, 18 de junio de 1660.
- Carta a Coglée, en Sedan, 12 de abril de 1656.
- Uno de los más célebres, cuyo nombre no se nos permitiría pasar por alto aquí, fue el Bretón Louis-Eudes de Kerlivio, uno de los primeros alumnos de Bons-Enfants y de los primeros discípulos de san Vicente de Paúl. ordenado sacerdote, se retiró a su patria, donde construyó hospitales, fundó un orfelinato y un seminario, una casa de retiro, misiones, conferencias eclesiásticas, asociaciones piadosas, es decir que abarcó todas las obras útiles y honrosas para la religión cuya idea había bebido en las lecciones y en los ejemplos de su santo maestro. Nacido en 1621, falleció en 1685.
- Instructions et Mémoires. Mss., nº 12, B. p, 88. Archivos de la Misión.
- Esa es la prueba anunciada anteriormente de la plena existencia del seminario de Annecy, a partir de 1642.
- Calvino no entró nunca en las órdenes sagradas.
- Conf. 6 de diciembre de 1658
- Esta unión se realizó con el consentimiento del capítulo y de Antoine de Verthamon, a cuyo canonicato iba unido el curato. Homologado por el rey en 1645, fue aceptado por Vicente ese mismo año.
- 10 de setiembre de 1648.
- Cartas a d’Horgny y a Jolly, en Roma, de los 8 de noviembre de 1646, y 6 de julio de 1657.
- El 20 de marzo de 1654, Vicente escribía a Ozenne, en Polonia: «Los tres últimos días del carnaval, todo el mundo se quedó, en Saint-Méen,, en la iglesia de la mañana a la tarde y, para expiar los excesos pasados, ayunaron a pan y agua, con excepción de uno o dos.»
- Véanse todas las piezas de este asunto en el Summarium responsicum, pp. 16-28.
- Narbona y Metz (1661); Amiens, Troyes y Noyon(1662); Saint-Brieuc (1666); Marsella (1672); Saint-Flour(1674); Arras (1677) ; Béziers y Alet (1678); Beauvais (1679) ; Tours, Chartres, Toul y Auxerre (1680) ; Poitiers, Boulogne y Châlons (1681); Bayeux y Burdeos (1682) ; Sarlat (1683); Pau (1684) ; Manosque (1685) ; Saint-Pol-de-Léon (1689) ; Notre-Dame-de-la-Délivrande(1692) ; Vanne (1701) ; Agoulême (1704) ; Avgnon (1705) ; Notre-Dame-de-Bilosse (1706) ; Toulouse (1707) ; Poitiers (1710) ; Saint-Servan (1712) ; Pamiers y Tours (1715) ; Mornant (1717) ; Chartres (1719) ; Villefranche (1723) ; Figeac (1735) ; Arles (1752) ; Lars (1753) ; La Rochelle y Metz (1763) ; Rodez (1767) ; Luçon (1771) ; Cambrai (1772) ; Albi (1774) ; Nancy (1780) ; Soissons (1786) ; por último Castres (1788), el último seminario que haya sido donado a la Compañía antes de la Revolución –Arcihvos del Estado, MM. 535-539 En total, cincuenta y tres seminarios mayores y nueve menores., es decir casi la mitad de las casas de educación eclesiástica en Francia.
- Estos cuarenta sacerdotes no pagaban a Bons-Enfants más que una tercera parte de sus gastos; siete sueldos al día (Carta al arzobispado de París, del 3 de setiembre de 1647).
- Archivos del Estado, MM., 534, fol. 23, para las copias, y S. 6850 para los originales.
- Archivos del Estado, M. 167.
- Archivos del Estado, S. 6850.
- Véase en esto una Memoria, archivos del Estado, S. 6850.
- En 1806, antes de ser legalmente reconocida, regresaba al seminario de Amiens. Después de la Restauración, volvía a los antiguos puestos de Saint-Flour (1820), de Cahors (1822), de Châlons-sur-Marne(1832); d’Albi (1836), de Sens (1839), de Tours (1850 y 1858), de La Rochelle (1651), d’Angoulême (1856), du Cambrai (1857), de Soisons (1858 y 1859), y se establecía de nuevo en Carcassonne (1824), en Montpellier (1844 y 1845), en Évreux (1846), y en Argel (1848), en total quince seminarios mayores y tres menores, menos de la tercera parte de los que poseía antes de la Revolución.