Capítulo IV: El fundador de la Misión
Regresemos a 1617. Vicente de Paúl ha escrito, de Châtillon, al Sr.General de las Galeras que no volvería a la casa. El Sr. de Gondi envía a su mujer la carta de su desertor. «Ando en desesperación por una carta que me ha escrito el Señor Vicente. Me siento extremadamente sorprendido que nos haya dicho nada de su resolución…» La Sra. de Gondi no está menos aturdida por el golpe: «Jamás lo habría pensado… En verdad, su abandono resulta bien extraño, y confieso que no entiendo ni palabra…» Estamos ante una pareja más confundida por este pequeño suceso interior que por los graves acontecimientos políticos que sacuden Francia en ese mismo momento. El Sr. General: «Os ruego que actuéis de forma que, por todos los medios, no le perdamos… Aun cuando el Sr. Vicente no tuviera el método de enseñar a la juventud, puede dirigir a un hombre, pero…yo deseo con pasión que vuelva a mi casa, donde vivirá como quiera, y yo un día como hombre de bien, si ese hombre está conmigo». La Sra. Generala: «Él sabe la necesidad que tengo de su dirección y los asuntos que tengo que comunicarle; los dolores del alma y del cuerpo que he sufrido, por falta de asistencia; el bien que deseo hacer en mis pueblos…En una palabra, estoy viendo mi alma en un lamentable estado». En fin, el Sr. Vicente es el hombre indispensable…
Los correos se suceden en Châtillon, y los embajadores: du Fresne entre otros. Pero «no hay nada más poderoso en él «que el Sr. de Bérulle. Bérulle, acosado, promete intervenir. Por mediación del Padre Bence, de Lyon. Vicente es cuestionado, capitulado. Promete finalmente venir a París, a ver al Sr. Bérulle. La victoria está próxima. A finales de diciembre, el desertor vendrá a entregarse; le encantarán con buenas promesas y juramentos. Se canta el Te Deum en la casa del General.
¿Cuáles fueron las razones de lo que se puede llamar una fuga? Busquémoslas para iluminar un poco el alma del fugitivo. Vicente adelantó su «incapacidad» de pedagogo. Cierto es que no sentía gusto por enseñar a jóvenes. Ninguno de sus preceptorados parece haber dejado recuerdos en él, ni efectos duraderos en sus discípulos. Pero en fin, se ve bien claro que no es más que un pretexto. En realidad, no estaba a su gusto en la casa. La dirección del alma de la Sra. de Gondi le pesaba. Sentía que la joven mujer estaba demasiado apegada, demasiado pendiente de él. En diversas ocasiones, con dulzura y cortesía, él la había persuadido de dirigirse en otra parte: ella obedecía, luego volvía siempre. Debió creer sinceramente que le haría bien a su penitente separándola brutalmente de él. No le gustaba más, en cuanto a sí mismo ser el ídolo de gentes así. El Sr. Vicente por aquí, el Sr. Vicente por allá, un poco demasiado frecuente para su gusto… Santa casa, sin duda; la voluntad de salvación de estos esposos impresiona; pero al fin la atmósfera de los grandes, sus adulaciones, sus pequeñas debilidades, «el gran aire del mundo», como dice Abelly, no le han convencido nunca. Ahí él respira mal.
¡Y cómo respiraría mejor, cómo bregaría con más fuerza, entre los pobres de los campos! Es allí donde Dios me llama a vivir: eso es lo que ha debido estar en juego con Bérulle. Me parce ver, en la fuga de Vicente, un último sobresalto de la naturaleza, una nostalgia de campesino a quien llama la tierra; siento en ello un alma que tiene todavía reacciones humanas, que no está del todo entregada. Adviértase que Bérulle es incierto, como nosotros lo estamos aún. Se le ve escuchando al Sr. Vicente en silencio y, lleno de dudas, dejándole hacer. El no zanja la cuestión, ya no manda; deja partir a Vicente y, dos meses después, se entrometerá para hacerle volver. Anda pues titubeando, nada seguro él mismo. Al mismo tiempo, se ve que respeta más la libertad de esta alma, con la seguridad en delante de que seguirá las luces de arriba. Su papel se ha terminado; Bérulle no es ya más que un espectador, que ve actuar a la Providencia en este sacerdote. Y es el momento mismo en que descubrimos en Vicente un resto de inquietud humana, un testimonio indirecto, pero seguro, de los progresos que ha hecho en la santidad. Berulle, por su sola actitud, nos informa. Ha puesto confianza en el hombre guiado por Dios.
Vemos pues al Sr. Vicente de vuelta con los Gondi. En enseguida ya está misionando en sus tierras. «Pero bueno!, había exclamado la marquesa, estas siete u ocho mil almas que están en mis tierras ¿no han sido también rescatadas por la sangre preciosa de Nuestro Señor como las de Bresse?» Vicente corre a sus ovejas, y la idea que había germinado en el pueblo de Gannes, va por fin, poco a poco, a tomar cuerpo.
La Sra. de Gondi no la había olvidado. Desairada en sus primeros pasos, abandonada del Sr. Vicente, temiendo que la idea se muriera con ella (admirad la energía de esta mujer enfermiza y su puro deseo del bien), hace su testamento: dieciséis mil libras para la fundación de misiones que dar, por turno, en todas sus tierras.
El Sr. Vicente una vez en casa, ella vuelve a su proyecto. Apremia, con la impaciencia de una mujer, a su capellán de paso lento. En el fondo, se ve bien lo que él espera: una luz de la que prescinden los hombres de ordinario. Espera que la Providencia le indique con claridad el modo de realizar un plan tan grande. Y él tiene razón, y la Providencia tiene razón: todos estos buenos Religiosos a quienes se dirige no hubieran sin duda hecho el trabajo, el opus novum que se necesitaba. Ya se rodea el Sr. Vicente de auxiliares libres: los Señores Coqueret, Berger, Gontière y otros piadosos eclesiásticos misionan con él; pero todavía no hay nada reglado. A falta de su capellán, la marquesa llega a convencer a su marido, a su cuñado: la congregación que se busca en vano, se creará; será un grupo de esos sacerdotes entregados que trabajan ya con el Sr. Vicente. Emmanuel de Gondi será el fundador del nuevo Instituto; el Arzobispo lo aprobará y lo alojará. Al Sr. Vicente le tocará lo más duro…
Él se dejó llevar, creyendo verdaderamente que, esta vez, Dios había hablado. El 1º de marzo de 1624, fue nombrado director del viejo Colegio de los Bons Enfants, que se encontraba vacante por una dimisión; tomó posesión de él por sus compañeros, habiendo prometido seguir en la casa de los Gondi; hizo de Antonio Portail jefe de la pequeña comunidad naciente. Por un contrato de la fundación, los Gondi dieron 45.000 libras (abril de 1625). Luis XIII otorgó letras patentes en 1627. Después de varias dificultades, fueron registradas en 1631. Y el papa Urbano VIII, el 12 de enero de 1633, erigía la Compañía en Congregación oficial de la Iglesia, bajo el nombre de Sacerdotes de la Misión.
El contrato de fundación establece a la perfección el carácter de los nuevos misioneros, se trata de «la piadosa asociación de algunos sacerdotes de doctrina, piedad y capacidad conocidas», que van a renunciar «tanto a las condiciones de las ciudades como a todos los beneficios, cargos y dignidades de la Iglesia, para, bajo el consentimiento de los prelados, cada uno en la extensión de su diócesis, aplicarse por completo y puramente a la salvación del pobre pueblo, yendo de pueblo en pueblo, a expensas de la bolsa común, a predicar, instruir, exhortar y catequizar a estas pobres gentes, pidiéndoles que hagan todos una buena confesión general de toda su vida pasada, sin recibir por ello ninguna retribución, de cualquier modo que sea, con el fin de distribuir gratuitamente los dones que ellos hayan recibido gratuitamente de la mano liberal de Dios». En esta larga frase, que suena a su siglo XVII, sopesad cada una de las palabras, ved qué sabiduría, qué previsión se encierra en cada una de ellas: comprenderéis que Vicente ha reflexionado detenidamente, durante años, a la luz de todas sus experiencias, y no os sorprenderá si, treinta años más tarde, la carta definitiva de la Misión apenas introduce retoques en este primer esbozo.
No obstante, no hay que equivocarse: es una gran novedad. Era el tiempo de las novedades: el Oratorio es una, y la Visitación también es una, y la Compañía del Santísimo Sacramento es otra. Tras la gran sacudida de la Iglesia en el siglo XVI, se ha de rehacer un edificio, adaptado a los tiempos modernos. Vetera et nova; es siempre la Iglesia. Vicente de Paúl está pues en la tradición, si se puede decir, estando en el rejuveniciento-1. Pero se da cuenta, con seguridad; ha previsto las desconfianzas de los Obispos, la oposición de los párrocos, los titubeos de Roma; por eso ha tardado tanto; por eso multiplica las precauciones; por eso al fin no dará tanto ruido alrededor de su Compañía naciente, ni siquiera reclutamiento. La sepulta en la oscuridad, -a la vez por prudencia humana y por unión a la humildad de Cristo Jesús- la oscuridad donde comienzan todas las grandes cosas.
Él mismo ha trazado un breve cuadro de estos principios; recuerdos que están revestidos para él de la poesía del pasado, de la juventud, y para nosotros de una especie de luz de Evangelio. Ved a estos apóstoles de puro corazón como a los de la Galilea: «Nosotros íbamos buenamente y sencillamente, enviados por Nuestros Señores los Obispos a evangelizar a los pobres, como lo había hecho Nuestro Señor. Esto es lo que hacíamos; y Dios por su parte hacía lo que había previsto de toda la eternidad. Dio alguna bendición a nuestros trabajos, al verlo otros buenos eclesiásticos, se unieron a nosotros y pidieron estar con nosotros…» En esta época, habiendo muerto la Señora de Gondi-2, Vicente de Paúl había ido a verse con Portail en el Colegio de los Bons Enfants. La vivienda se hallaba deteriorada, ruinosa, poco confortable; no se podía pagar ni a un albañil, ni tan solo a un guarda; los misioneros, al salir, dejaban la llave a un vecino: qué podía robarles, Dios mío, Tomaban un bastón, un pobre bagaje, y partían, primero de dos en dos, luego de tres o cuatro en cuatro. La mies es mucha, y hay pocos obreros. «mirad que os envío como a corderos en medio de los lobos. A cualquier lugar que lleguéis, anunciad la paz, curad a los enfermos, y decidles: el reino de Dios está cerca.» La turné duraba por lo general un mes. Tras lo cual los misioneros regresaban a tomarse quince días de descanso y de retiro. Reposo bien necesario y que les costaba lo suyo. Ya que ellos llevan consigo la visión dolorosa del mal que queda por combatir. «Me acuerdo que en otro tiempo, cuando volvía de misión, me parecía, al acercarme a París, que las puertas de la ciudad deberían caer sobre mí y aplastarme… La razón de ello es que yo consideraba para mis adentros como si me hubieran dicho: Tú te marchas cuando otros pueblos se quedan esperando de ti el mismo auxilio que acabas de dar a éste; si no puedes ir allí lo más probable es que tales personas, muriendo en el estado en que tú las has encontrado, se perderían y se condenarían. Pues bien, si tú has encontrado tales y tales pecados en esa parroquia, ¿no tienes motivos de pensar que abominaciones parecidas se cometen en la parroquia vecina, donde esta pobre gente espera tu misión? Y tú te marchas, dejándolos allí…»
¡Oh los puros apóstoles! Y qué celosamente guardan su pobreza, su oscuridad, su incapacidad misma. Prefieren seguir siendo un puñado de gente, pobres de nacimiento, de ciencia y de virtud, la hez, la barredura y el desecho del mundo», y la irrisión de de las Compañías poderosas. Diez años después de la fundación, en 1635, apenas llegaba a tener una docena de obreros, y escribe a Portail: «La Compañía está en una muy buena base, Gracias a Dios… el numero de los que han entrado con nosotros desde vuestra partida es de seis. Oh Señor, cómo temo la multitud y la propagación, y qué motivos tenemos de alabar a Dios por habernos hecho honrar el pequeño de los discípulos de su Hijo…»Todo lo que pide es que los suyos guarden con él este espíritu de cortesía y de perfecto desapego sin el cual no harán la obra de Dios. «Vivimos una vida casi tan solitaria en París como entre los Cartujos, porque no predican, ni catequizan, ni confiesan en la ciudad, nadie tiene que habérselas con nosotros ni nosotros con nadie y esta soledad nos hace aspirar al trabajo de los campos, y este trabajo en la soledad».
Algunos años después, la Compañía se trasladó al priorato San Lázaro al suburbio de Saint Denis, por la oferta que hizo Le Bon, superior de los canónigos de San Víctor. De ahí vino en nombre de Lazaristas dado a los sacerdotes de la Misión. Sería demasiado largo contar este éxodo: las resistencias de Vicente, su repugnancia a salir de la indigencia donde vivía en los Bons Enfants; la oposición de ciertos canónigos, los retrasos de Roma… El asunto duró varios años. En 1632 solamente, Vicente tomó posesión del priorato de San Lázaro.
Las misiones de los primeros años no se alejaron de las tierras de los Gondi y de la diócesis de París. Ante la modestia de los misioneros, «el buen olor que la Compañía difunde en las provincias», los Obispos pierden sus desconfianzas, y varios rompen a llamar a Vicente de Paúl y a sus compañeros. Se ven, de 1627 a 1636, a los misioneros en el Sur, en Normandía, en Burgoña, en Champaña, en Lorena. Vicente comienza a enviar sin él a sus obreros, y es entonces cuando podemos conocer mejor sus trabajos, por las cartas que les escribe, los relatos que les pide. Uno de estos nos ha llegado: la carta que el Sr. Olier escribió a Vicente, sobre la misión de Brioude, en 1636:
«Se comenzó la misión el domingo de la Ascensión, la cual duró hasta el quince de este mes… Se quiso que me despidiera por la tarde, en la presencia del Santísimo Sacramento, lo que se hizo con toda la reverencia hacia la majestad de Dios que presidia, y también con tantos suspiros y lágrimas que yo pienso, Señor, que se necesitaría haberse encontrado allí para dar fe de ello. ¡Dios sea bendito en todo!
«Casi la misma cosa sucedió en la procesión de los pequeños y en la comunión, allí donde la multitud era tan grande, lo mismo que en el resto de las fiestas que era preciso siempre disponer de vino dentro de la iglesia para los débiles, de las que una entre otras estuvo seis semanas enferma.
«El pueblo, al principio, venía según lo debíamos desear, a saber cuando los podíamos confesar; pero eso, Señor, con tales movimientos de gracia que por todas partes era fácil saber dónde condesaban los sacerdotes por sus suspiros y sollozos, se hacían oír por todas partes. ¡Jesucristo sea alabado en todo!
«Pero, hacia el final, el pueblo nos obligaba tan vivamente y la multitud era tan grande que teníamos que ser a veces doce o trece sacerdotes para satisfacer el ardor de este celo… Se los veía desde el amanecer en medio del calor que era extraordinario hasta la última predicación, sin beber ni comer.
«A veces, a favor de los extraños, había que hacer dos horas o más de catecismo, de donde salían tan hambrientos como habían entrado. Esto nos dejaba muy confusos. Lo teníamos que hacer desde el púlpito, no habiendo lugar en la iglesia, los alrededores del cementerio encontrándose llenos, las puertas obstruidas y las ventanas cargadas de gente. Lo mismo se veía en el sermón de la mañana y en el de la tarde. Por esto no puedo decir otra cosa sino Benedictus Deus, Benedictus Deus, el cual tan liberalmente se comunica a todas sus criaturas, pero sobre todo a sus pobres».
Aquí se ve, casi todo, el orden de cada misión. Un catecismo por la mañana, seguido de repeticiones en grupos pequeños en la iglesia. Luego la comida de los pobres, servido de personas de calidad o burgueses. Hacia la noche, la instrucción continúa. Cuando los pobres están bastante instruidos se los prepara para la confesión general, luego la comunión de clausura de la misión. Y siguiendo un ritmo querido en la Iglesia, el descanso después del esfuerzo, la despedida dada a la naturaleza: todo se termina con una abundante cena de adiós, en la que los grandes sirven a los pequeños.
Cuando la misión se da en una región protestante (había todavía muchas en el centro y mediodía de Francia), Vicente multiplica las recomendaciones a sus sacerdotes. No quiere más que la dulzura, la caridad, la luz que venga de las virtudes y del ejemplo.
El gusto por las controversias era vivo entonces. Región donde gustan el juego de las ideas, las justas del bello lenguaje. Por todas partes, el clero católico y ministros reformados discutían públicamente, se batían ante la galería. Y los resultados eran bien escasos. Vicente de Paúl proscribe resueltamente este método detestable. Para comenzar, nada de nombres hirientes, nada de «herejes». Luego, que no se desafía a los ministros en el púlpito. «Cuando el rey os envió a Sédan fue con la condición de no disputar nunca contra los herejes, ni en el púlpito ni en particular, sabiendo que sirve de poco, y que con mucha frecuencia se hace más ruido que fruto». La vanidad, el placer de tener razón no le distraen; se pone en el lugar de los pobres que están al pie del púlpito, lee en sus corazones: «Nosotros no creemos a los hombres por sabios, sino porque los estimamos buenos y los queremos… La buena vida, el buen olor de las virtudes cristianas llevadas a la práctica, atraen a los desviados al camino recto». «Hagamos todo lo que queramos: no nos creerán si no mostramos amor y compasión hacia aquellos que queremos que crean en nosotros…»
En 1636, se vio una fórmula nueva: la Misión ambulante, la misión a los ejércitos. Esta vez los misioneros no han tenido siquiera una granja para reposar la cabeza; es preciso contentarse con una carreta y una tienda. Era en el momento más crítico de la guerra de los Treinta años. Después de esta toma de Corbie que hizo temblar a París y al reino. Un ejército improvisado en la capital había tomado primeramente por cuartel el patio de San Lázaro: allí tenemos a Vicente y a sus compañeros despertados al ruido del tambor, perdidos en medio de setenta y dos compañías que se instruyen a toda prisa –lo que no les impide «hacer su retiro». Pienso también que cambiando el mal en bien se aprovechan de las circunstancias para instruir a estos reclutas de un modo diferente, y difundir la palabra de Dios. Y he aquí que el Rey recurre a ellos para continuar su apostolado en los ejércitos: pide veinte sacerdotes. ¡Veinte sacerdotes! Toda la compañía no cuenta con tantos, y muchos están en misión. Vicente reúne a los auxiliares, acaba por llegar a quince, y va a presentar su tropa al Rey en Senlis. De camino ha improvisado un reglamento. Vivirán en común, si pueden; harán sus ejercicios interiores, sus «pequeños reglamentos»; «se callarán siempre sobre los asuntos del Estado». Por último se imaginarán que, «si no pueden quitar todos los pecados del ejército, tal vez Dios les dé la gracia de disminuir el número, lo que es hacer que… de mil almas que debían ser condenadas, muchas no lo serán». El éxito fue fulgurante. Los misioneros sitiaron Corbie, acamparon y decamparon con las tropas, compartieron las fatigas del soldado, las privaciones, la peste y ganaron los corazones. Hemos visto no hace mucho, los milagros de esta fraternidad ante la miseria y la muerte. Vicente mismo se quedó maravillado: «Oh, Dios. Señor, esto sobrepasa mis esperanzas!»
Extensión de la Misión
Pronto, la Misión va a salir de Francia: se verá a los hijos del Sr. Vicente caminar por las rutas de Europa, franquear los mares, llevar el Evangelio casi hasta las extremidades del mundo. Qué, esta «pequeña compañía?» ¿Es que se ha hecho muy numerosa y floreciente?
De ninguna forma. Esta extensión no viene, como se podría creer, de un desarrollo numérico, de una especie de poder material. Vicente sigue no disponiendo más que de un puñado de hombres y, para enviar al extranjero, necesita sin cesar, si me atrevo a decirlo, tapar un agujero con otro. Él presta, el da sus más próximos auxiliares, «arrancándose un ojo» o un brazo. Él usa a sus súbditos, él pide a un hombre el trabajo de diez; constituye una Misión con dos, tres obreros lo más; renueva en todo momento, en el desierto donde las almas esperan la palabra divina, el milagro de los cinco panes que alimentan a una multitud.
Para romper así con la política de prudencia y de lentitud, es preciso que obedezca a sugerencias urgentes. ¿Cuáles?
En primer lugar, a un pensamiento que le persigue. «¿No tenemos ocasión de temer que Dios abandona a Europa a la merced de las herejías que combaten a la Iglesia desde hace un siglo, y que han hechos tales estragos que la han reducido a un pequeño punto? Y, para colmo de males, lo que queda parece disponerse a una división por las opiniones nuevas todos los días (el Jansenismo entre otros). ¿Qué sabemos nosotros si Dios no quiere transferir la misma Iglesia a los infieles, los cuales guardan tal vez más inocencia en sus costumbres que la mayoría de los cristianos… En cuanto a mí, yo sé que este sentimiento me acecha hace mucho tiempo». (Escribe en 1647). A partir de 1640, en efecto, no cesa de sentirse preocupado. «La Iglesia ha perdido desde cien años para acá, la mayor parte del Imperio, y los reinos de Suecia, Dinamarca, y Noruega, Escocia, de Inglaterra y de Irlanda, de Bohemia y de Ungría. Pues estas pérdidas de la Iglesia… me dan motivos de temer que dentro de cien años perdamos del todo a la Iglesia en Europa… Yo tengo por bienaventurados a los que pueden cooperar en extender la Iglesia por otras partes». La invasión de Polonia por los Suecos, en 1655, le confirma en estas aprensiones. ¡Oh Señor! ¿Quién sabe si este temible conquistador (Carlos Gustavo) se detendrá allí?» Entonces, hablando a sus sacerdotes, exclama: ¡Ah, Señores y hermanos míos, qué alegría sentirá Dios si, entre los escombros de su Iglesia, en estos trastornos que han causado las herejías… se encuentran algunas personas para trasladar a otra parte, si se puede hablar así, los restos de su Iglesia, y otras para defender y guardar aquí esto poco que queda… ¡Oh, Señores, qué motivo de júbilo! Esto es o que debemos hacer: mantener aquí denodadamente las posesiones de la Iglesia y los intereses de Jesucristo, y con ello trabajar sin cesar en hacerle nuevas conquistas y darle a conocer de los pueblos más alejados».
A estas llamadas íntimas se unieron bien pronto las solicitaciones de Roma. En 1641, el papa Urbano VIII había autorizado el establecimiento en Roma de una casa de la Misión, que Louis Le Breton había fundado por orden de Vicente de Paúl. «Es preciso que nos acostumbremos a ese lugar», había dicho Vicente con su sentido claro de las cosas humanas. Le Breton, ayudado de algunos pobres obreros, había evangelizado a los pastores de la campiña romana, a los campesinos de Ostia, a los montañeses del Apenino. Su palabra despertaba, en esta tierra de entusiasmo, los milagros de la Edad Media: confesiones públicas, reconciliaciones, crímenes lavados con las lágrimas. Étienne Blatiron había hecho, en Génova, otras maravillas; y moría mártir, con cinco compañeros en una epidemia de peste. Los Obispos italianos como los nuestros, llamaban a los sacerdotes de la Misión para transformar sus diócesis. La duquesa de Aiguillón hacía, en la casa de Roma, una serie de donaciones reales. En una palabra, la Propaganda se había enterado, de 1640 a 1645, del celo de los hijos de Vicente de Paúl. Volvió los ojos hacia ellos. Vicente fue solicitado que los enviara a Babilonia, después a las India orientales (el asunto siguió en el aire y acabó por fracasar), en Irlanda donde, a petición de Inocencio X, envía en 1646, a ocho misioneros; a Madagascar, donde el nuncio apostólico, Cardenal Bagni, le pidió que destinara a apóstoles. Se intentó la América («el plan de América no nos ha resultado»); la China misma, riberas lejanas, entró en los pensamientos del santo que ya abrazaban el mundo.
Es una historia larga, cautivadora y magnífica, que necesitaría varios volúmenes para contar. Los anales de Madagascar, por ejemplo, son una cadena conmovedora de naufragios, de sinsabores, de heroísmos oscuros y sin recompense, que oprimen el corazón, si no se piensa en el trono de gloria en que Cristo a debido colocar en el cielo a estos siervos de su reino en la tierra. –La Misión de Polonia no ha tenido aún a su historiador. Llamada en 1651, bajo felices auspicios, junto a la reina María de Gonzaga, conoció todos los obstáculos: la oposición de los Jesuitas, la peste nada más llegar a Varsovia: «Nadie entierra allí a los muertos; se los deja en las calles donde los perros se los comen. En el momento en que alguien se siente afectado de esta enfermedad en una casa, los demás le ponen en la calle, donde tiene que morir… Todos los ricos han huido». Luego la invasión de los Suecos, de los Moscovitas; la guerra, el hambre, los éxodos. Antes de morir, Vicente de Paúl pudo ver sin embargo estos males terminados, los soberanos de Polonia restablecidos y los misioneros libres de hacer sus cosechas de almas. Varios habían muerto al pie del cañón, como en Irlanda o en las Hébridas; Vicente no temió, él tan circunspecto, llamarlos mártires; mártires de sus fatigas, de sus privaciones, de esa muerte lenta que es más cruel que la otra. Un día él exclamaba, con una especie de transporte que no está entre sus costumbres: ¡Qué motivos no tenemos para dar gracias a Dios por haber dado a esta Compañía el espíritu del martirio! ¡Esta costumbre, digo yo, esta gracia que hace ver algo grande, luminoso, resplandeciente y divino, en morir por el prójimo, a imitación de nuestro Señor!»
¡Este algo de grande y de luminoso cómo se vería también en las Misiones que Vicente estableció en Berbería! Esta página de la historia de Francia –pues es una de ellas, que se olvida demasiado- viene a arrojar un rayo de orgullo en el humillante cuadro de nuestras relaciones con los Estados Berberiscos. Tratados de Francisco I y de Enrique IV con el Gran Sultán, tratados de Richelieu con los Berberiscos, tributos pagados al Rey de Argel, obsequios, afrentas diversas, nada de todo eso era glorioso. Y la piratería continuaba, prosperaba, poco menos que reconocida por nuestros signatarios, con sus consecuencias afrentosas, la esclavitud y la apostasía. Mal necesario con el que se arreglaban. Nuestros cónsules, después de hacer lo que podían, cerraban los ojos. Vicente había visto de cerca todas estas servidumbres. Él no se consolaba por ellas, él. Pero él no pensaba, en 1607, que sería llamado un día a llevar allí el remedio. Una vez que llegó ese día, unos treinta y cinco años más tarde no dejó de ver en ello una indicación de la Providencia.
La Misión se había establecido en Marsella después de una donación de la Duquesa de Aiguillon, cerca del hospital de los Forzados. Misión permanente que irradiaba sobre la región, y que debía evangelizar a las gentes de las Galeras del Rey (1643). Los sacerdotes de la Misión tenían la mano alzada para el nombramiento y la vigilancia de los capellanes de la flota; el Sr. Vicente se convertía en «capellán real de las galeras», con un suplente en los lugares. Por último –es aquí donde llega su idea secreta –los Misioneros debían, «siempre y cuando lo juzgaran a propósito», enviar apóstoles a Berbería, «para consolar e instruir a los pobres cristianos cautivos».
Este «siempre y cuando» no tardó en llegar; todo estaba listo, solo faltaba el dinero. Luis XIII mandó una pequeña suma. Entonces, Vicente echa mano de un subterfugio, de una ficción prudente: escribe al cónsul que el Rey mantiene allá, en Túnez, Lange de Martin para pedirle si puede recibir como capellán a un sacerdote de la Misión. Lange acepta, y Vicente envía a Guérin a su lado. Guérin trabaja al principio en el mayor secreto: apóstol de una Cristiandad de las catacumbas. Poco a poco (los Turcos tienen estas cortesías), se le permite establecer en las mazmorras pequeñas capillas, donde se muestra tímidamente el culto, se anima. La fiesta de San Luis se celebra solemnemente, en el Concordato y demás partes. Las abjuraciones de renegados (había, según se dice, diez o doce mil en Argelia y Túnez), comienzan; las comuniones se multiplican. Guérin salva a la vez las almas y los cuerpos, que arranca a las pasiones de los amos. Pero entonces estos comienzan a detestar al apóstol que los priva de sus placeres, y la joven cristiandad recibe el bautismo del martirio. Se querría detenerse en estos anales maravillosos, donde reviven el ardor, el secreto, el ímpetu victorioso de los primeros siglos cristianos. ¡Cuántas cosas bellas hechas por Franceses ignoramos todavía!
En 1647, la duquesa de Aiguillon habiendo dado cuarenta mil libras para Berbería, Vicente envía allí a Jean Le Vacher.
En ese momento, tiene entre las manos un poder nuevo. La duquesa ha comprado, a su intención, los consulados de Argel y de Túnez (cargos venales, que producían grandes beneficios, al menos a los que los ejercían sin escrúpulos). Vicente duda, por desinterés temporal, en disponer de estos puestos para sus sacerdotes. Pero qué autoridad tendrían. Las circunstancias le obligan a aceptar para Jean Le Vacher el consulado de Túnez. Algunos años después, llama para remplazarle a un extranjero de quien está seguro, Martin Husson. Desde entonces, la evangelización de los cautivos se extiende y se organiza. Los nombres de Jean y de Philippe Le Vacher, de Jean Barreau, van unidos a esta larga historia, que culmina por fin en la creación de un vicariato apostólico. La Iglesia de África cuenta también entre sus fundadores con san Vicente de Paúl. No pedo pensar en volver a decir las dificultades políticas entre las cuales se debate la Iglesia renaciente, los cambios de humor de los amos, las oposiciones de la Propaganda, las intrigas francesas que acaban por hacer perder a Jean Le Vacher su consulado; por último los apuros financieros de estos cónsules-apóstoles, desbordados por sus caridades, a los cuales Vicente, en los apuros generales de Francia en esta época, remedia como puede. Produce sorpresa ver lo que estos tres o cuatro hombres han realizado en medio de estos obstáculos, sostenidos y dirigidos por el espíritu siempre presente, siempre en acción, de Vicente de Paúl. Nunca el Rey cristianísimo estuvo tan bien servido, y sin que ello le costara pensiones ni honores. Cuando Le Vacher vuelve a Francia, rodeado de los sinsabores y las lágrimas de los que deja, va a enterrarse en San Lázaro, donde descansa haciendo vela. En cuanto a Barreau, después de pasar la peste, la cárcel, la paliza, regresa también, puede decir que ha servido gratuitamente los intereses y el prestigio de Francia. Pero todos, todos han servido a Cristo, en esta tierra de África a través de los siglos por tantos sudores y sangre. A Jean Le Vacher no le bastan la desgracia humana y la ingratitud como recompensa, le falta el martirio. Una vez que puede, se vuelve allí, allí trabaja por largo tiempo; y cuando ve por fin su cuello atado a la garganta del cañón consular, preparado a volar en pedazos, que canto de alegría debe escapársele del pecho. De tales vidas, de tales muertes ¿cómo se puede medir la fecundidad? Un día de desánimo, Vicente de Paúl por poco renuncia a los consulados, y hasta a la misión de Berbería. A lo que le impulsaban de varias partes. Pero se recupera; y a los que le insuflan el mal consejo, les responde: «Aunque no llegara otro bien por parte de esos puestos de trabajo que hacer ver a esta tierra maldita la belleza de nuestra religión, enviando a hombres que atraviesan los mares, que dejan voluntariamente a su país y sus comodidades, y que se exponen a mil ultrajes para el consuelo de sus hermanos afligidos, estimo que los hombres y el dinero estarían bien empleados». Sanguis martyrum, semen christianorum.
Estas páginas de epopeya cristiana y francesa ¿seguirán estando siempre enterradas en el silencio en que san Vicente las mantenía? ¿Qué historiador las hará revivir con la amplitud y el respeto que se merecen?
La predilección de Vicente
Por mucho entusiasmo que sintiera, desde 1640, por la evangelización de los infieles, Vicente de Paúl no modifica por ello ni la forma, ni el espíritu de su Misión. «La pequeña Compañía» seguirá tal como salió del pensamiento de su fundador, la humilde creación de un sacerdote campesino.
Esta obra de la Misión, se cree bien sentir en ella la idea maestra del santo, y su hija de predilección. «El pobre pueblo de los campos se muere de hambre, y se condena»: nunca ha dejado de repetir la dolorosa verdad. Todo lo que él ha hecho, podríamos decir, viene de ahí. Esta sencilla idea, servida con una entrega y una secuencia admirables, ha constituido una gran vida. «Todo eso ha ido llegando sin saber cómo…» No obstante, él ha confesado un día que había pensado en la Misión largo tiempo, sin tregua, durante varios años como el asunto de mayor importancia. Y él se reprochaba su complacencia: «Recordad, Señor, que vos y yo fuimos sometidos a mil jugarretas de la naturaleza y de lo que os dije que, hallándome al principio de la Misión, en esta continua ocupación de espíritu y que esto me hizo desconfiar de que la cosa viniera de la naturaleza o del espíritu maligno, y que yo hice un retiro expresamente en Soissons, a fin de que Dios se dignara quitarme de la cabeza el placer y la diligencia que sentía en este asunto, y que fuese del agrado de Dios que me escuchara, de manera que por su misericordia él permitió que yo cayera en disposiciones contrarias. Y yo pienso que si Dios da alguna bendición a la Misión… después de a Dios se lo atribuyo a aquello».
Durante los treinta años que serán necesarios para dar a sus sacerdotes su constitución definitiva y hacerla aprobar por Roma (1655), ¡cuánta paciencia, cuántos cuidados, cuánto amor-1! Sobre todo, tengamos esto en cuenta. Sea cual fuere el número creciente, la extensión de sus casas-2, su expansión al exterior, Vicente nunca ha considerado la Misión como una obra cuyo crecimiento se ha de proseguir, el éxito exterior: en cuanto a él, es una obra íntima. Él no se regocija de ver el gran árbol expandirse prodigiosamente; él escucha si la savia sigue por él pura y vigorosa. Es por donde se reconoce que la Misión es hija de su corazón más todavía que de su espíritu. Lleva su ideal en sí y no se ocupa más que de mantenerle, antes que de considerar los frutos. Como el misionero es para él la imagen del sacerdote de Jesucristo, en toda su grandeza sencilla y humillada. «¿No nos sentimos felices, hermanos míos, al expresar ingenuamente le vocación de Jesucristo? Ya que, ¿qué es lo que expresa mejor el modo de vida que Jesucristo ha tenido en la tierra como los misioneros?»… Están hechos para acabar la obra que Jesucristo ha comenzado, y que no ha abandonado desde el primer instante que le ha sido señalada por la voluntad de su Padre. Pensemos que nos ha dicho interiormente: «Salid, misioneros, id a donde yo os envío. Ahí tenéis a pobres almas que os esperan, la salvación de las cuales depende en parte de vuestras predicaciones y de vuestros catecismos… Qué felices serán los que, a la hora de su muerte, verán cumplidas en ellos estas hermosas palabras de Nuestro Señor: Evangelizare pauperibus misit me Dominus… ya que, después de haber sido llamados por Dios, y de entregarnos a Él para ello, descansa de alguna manera en nosotros».
Vicente de Paúl ha pasado su vida formando amorosamente al buen misionero. Todas las virtudes que ha buscado y cultivado para él mismo: fe sencilla y confiada, humildad, paciencia, dulzura, celo de las almas, desconfianza de sí mismo y abandono a los planes de Dios, desinterés absoluto de todos los bienes, los empleos y la dignidades, amor de la oscuridad, fe la abyección, del desprecio de los hombres, a tratado de enseñárselos a sus hijos espirituales. Charlas con los que se encontraban con él, cartas a los ausentes, virtud del ejemplo cotidiano, no ha descuidado nada por realizar en ellos la imagen perfecta del miserable que él mismo quería ser.
Se dirá: todos los fundadores lo han hecho. Todos, en su regla, sus instrucciones, han encerrado y difundido su espíritu. Pero Vicente de Paúl ha hecho más. Estas virtudes que daba a sus hijos, las ha querido también para su Compañía. Es la Misión que él ha querido pobre, oscura, despreciada. La Compañía no perecerá por la pobreza. Es por la falta de pobreza más bien cuando se ha de temer que llegue a perecer». Algo raro. Pero escuchad esto: «¿No es acaso extraño ver claro que los particulares de una Compañía, como Pedro, Juan y Santiago deben huir del honor y buscar el desprecio, y que no obstante la Compañía deba amar y buscar el honor? Se ha de reconocer ciertamente que estas dos cosas son incompatibles… Yo digo que se debe aceptar que se diga de nuestra congregación que es inútil en la Iglesia… que sus empleos del campo son sin fruto, sus seminarios sin gracia, sus ordenaciones sin orden».
«La Misión debe buscar su grandeza en la bajeza, y su reputación en el amor de su abyección». Cierto día que un sacerdote había hablado delante de él de su «santa congregación», le detuvo al momento: «Señor, cuando hablamos de la Compañía, no debemos servirnos de ese término, o de otros términos equivalentes y notables, sino de estos: la pobre Compañía, la pequeña Compañía, y parecidos… ¡Oh, cómo querría que agradara a Dios hacer la gracia a esta despreciable Congregación que se estableciera en la humildad, y que siguiera allí como en su puesto y su cuadro… no hablo solo de la humildad exterior, sino principalmente de la humildad de corazón, y la que nos lleva a creer verdaderamente que no hay ninguna persona más miserable que vosotros y yo… No, si la Misión no es humilde, si no está persuadida de que no puede hacer nada que valga la pena, que es más bien adecuada para estropearlo todo que a hacerlo bien, que nunca hará gran cosa, sino cuando ella se y viva en el espíritu que acabo de decir, entonces, Señores, ella servirá para los planes de Dios».
¡Qué nuevo acento! Y esto no son solamente palabras: toda la conducta de Vicente sobre su obra las confirma. Durante largo tiempo, se niega a aceptar para los suyos el priorato y las rentas de San Lázaro. Durante largo tiempo, siempre, se niega a reclutar, desanimando más bien a los que se ofrecen a venir a trabajar con él. Cuando él registra defecciones, se alegraría más bien: la calidad sola de los obreros le importa. «Diez tales como se necesitan valdrán por ciento, y ciento que no han sido llamados, o que no responden a los planes de Dios, no valen por diez». Por último, donde el interés llega su colmo es cuando el éxito de los hijos de Vicente suscita, un poco por todas partes, comentarios análogos. ¿En qué alma de fundador no vigila un espíritu celoso de monopolio? No en aquella. A los que se disgustan por él de estos misioneros que no son los suyos, él responde: «Más valdría que hubiera cien Misiones dadas por otros que haber estropeado una sola. Tengamos más confianza en Dios. Dejémosle conducir nuestra pequeña barca; si le es útil, él la guardará del naufragio. Y mucho menos que la cantidad o la grandeza de los otros barcos la haga sumergirse que al contrario navegará entre ellos con más seguridad, con tal de que ella vaya directa a su fin y no se divierta en adelantarlos». Sin duda, él defenderá, como es debido, su obra, cuando confusiones de nombre puedan dañar a sus sacerdotes; pero siempre añadiendo: «En cuanto a mí, yo ruego a Nuestro Señor que no solamente bendiga las intenciones y las obras de estos nuevos Misioneros, sino que también, que si vea que estén por hacerlo mejor que nosotros, él nos destruya y los levante a ellos». No se le ve nunca ninguna rivalidad; se esforzaría más bien y cedería el puesto a los demás. Y podrá escribir con toda sinceridad: «Tenemos por máxima ceder a los demás las buenas obras que se presenten para hacer». Verdaderamente, esto sobrepasa lo humano.
El amor de un padre
«Como él había amado a los suyos, los amó hasta el fin». La palabra del Evangelio podría aplicarse a san Vicente.
De San Lázaro, donde habitaba, no pudiendo ya ir él mismo por las carreteras, seguía con el pensamiento a sus hijos por todos los caminos del mundo. Y conversaba sobre ellos con los que se quedaban. Misioneros que venían a tomarse un poco de descanso, sacerdotes que venían a hacer «sus solicitudes», jóvenes del seminario a quienes preparaba para ser apóstoles. Nada hay tan conmovedor como estas charlas. La sencillez y la humildad del hombre, la tierna solicitud del padre, el corazón que no vive sino para imitar y servir al Dios de los pobres, se muestran en toda su belleza.
«Yo os doy que pensar, hermanos míos, en qué peligro está ahora nuestro pobre hermano el cónsul de Argel y tantos pobres cristianos esclavos franceses. ¡Oh Salvador! ¡Oh mi Salvador! ¿Qué les pasará a estas pobres gentes, qué harán…? Y el Sr. Bourdaise, que está tan lejos y solo, y que como habéis sabido, ha engendrado para Jesucristo, con tanto cuidado y pena, a un gran número de esta pobre gente del país donde está (Madagascar), roguemos también por él. Señor Bourdaise, ¿vivís todavía, o no? Si así es, que Dios os conserve la vida. Si estáis en el cielo, rogad por nosotros…» Con la misma vivacidad, Vicente se imagina los trabajos de todos sus hijos: ha recibido alguna carta de Hibernia, de Polonia o de otra parte, que le llena de admiración o de inquietudes, la comenta, expresa su alegría por las bendiciones que Dios envía a los suyos; y los que le escuchan sienten crecer en ellos el celo del servicio de Dios. A veces, as lágrimas le detienen, otras, se pone de rodillas y, a pesar suyo, adora a este Salvador cuya presencia ha sentido. Ni siquiera necesita interrumpirse; las invocaciones a este Testigo invisible brotan a cada instante entre sus frases; se siente que Cristo está allí, que es su verdadero interlocutor.
Y por eso la humildad del santo, que a veces nos parece exagerada, una especie de desafío al espíritu del mundo y de escándalo voluntario, es lo que más me choca aquí. Cuando Vicente cuenta el martirio de uno de estos hombres que él ha engendrado para Cristo, puede muy bien llamarse a sí mismo un miserable y el último de los hombres: no es una actitud, una fórmula piadosa, es un sentimiento profundo. Se humilla ante sus hermanos para darles el ejemplo y el gusto de la abyección, pero sobre todo se humilla ante Dios a quien ha visto de pronto cerca. No nos imaginamos, o difícilmente, ciertas uniones de almas privilegiadas con el Espíritu de Dios, en la oración: Vicente no ha elegido estos caminos, ni siquiera recibido estas gracias; pero el Dios a quien él sirve está presente y sensible bastante para que se sienta él mismo un puro nada. Ha visto verdaderamente a Jesucristo en la persona de sus pobres; le ha visto bajo la figura de sus superiores, incluso según el mundo (los Gondi). Por todos los lados, se encuentra con su Maestro y como es ante todo el buen servidor, el sentimiento de su indignidad le llega al corazón. Y por eso, cuando está en medio de sus hijos, la palabra y el rostro del anciano son realmente una predicación viva de Cristo. Testes estote: Nadie más que este hombre ha sido un testigo.
De esta forma es como anima a los suyos, como los exalta. Pero preparar no es suficiente, ay, es preciso también corregir. Quien ama castiga bien; Vicente practica el duro consejo. Ya él ha dado en el secreto muchos avisos, pero no teme hacerlo en presencia de todos. Su edad, su bondad, el amor que él inspira se lo permiten; y el espíritu de humildad que él quiere injertar en las almas es para él un deber. Hay en la Compañía un individuo que no quiere hacer más que lo que le agrada y lo que lleva en la fantasía: en la oración, cuando le gusta; por aquí, por allá, rebuscando por una parte y por otra, visitar y hojear en las habitaciones de los demás… ¿Qué esto, Señores? También hay otro en aquel tiempo de la Compañía, que no quiere más que lo que quiere… En fin es compasión lo que se siente al ver cómo están hechos. Este es, hermano mío, el camino que emprendéis, que es servir de escándalo a toda la Compañía». En otra ocasión: «Hermano mío, poneos de rodillas. Me veo obligado a advertirle aquí sobre las faltas que cometéis y de las que no os corregís…» Entonces cuenta en voz alta las faltas de este hermano, le prohíbe la comunión por algún tiempo. «Y para que, mi pobre hermano, os acordéis de ello, no beberéis vino durante ocho días, y ruego a nuestros hermanos de la despensa observar esto, para que si entra en algún lugar donde haya un cuartillo, que vayan a quitárselo de delante. ¡Venga, hermano!»
También tenemos ahora una reprimenda colectiva: «Todavía me queda un aviso que dar que se refiere a todos nuestros hermanos escolares: en lugar de hacer el recreo en el huerto… lo hacen en el cercado; digo lo que he visto. ¿No estamos bastante contentos con este huerto? ¿No es bastante grande de punta a punta? Hay bien pocos en París tan grandes como el nuestro. Id a todas las grandes casas, a los comerciantes, los financieros, la gente del Palacio, no los veréis casi nunca en sus huertos; están acostumbrados casi todos a trabajar noche y día; después de pasar toda la mañana en el Palacio, apenas han cenado cuando tienen que ver documentos, para presentarlos después de la cena. Y nosotros no nos contentamos con grandes jardines, necesitamos cercados. Todavía los hay que no se contentan con el cercado. Necesitamos llevar una vida… no sé cómo decirlo… laudior; si se pudiera hacer una palabra francesa de este latín, más cómoda; esta palabra no dice lo suficiente, más voluptuosa, más deliciosa, a gogó, a gusto, más amplia que las gentes del mundo. ¿Y pensáis que los Señores Ordenandos, que nos ven a todas horas, desde sus ventanas, pasear por este cercado, por estos huertos, revueltos… no se dicen entre ellos mismos: mirad esa gente que vive a sus anchas y que no tienen nada que hacer?».
Para atenuar el rigor de sus sermones, Vicente comienza con frecuencia por reprenderse a sí mismo. «Oh hermano mío, ¿lo diré, podría decirlo sin enrojecer? ¡Ah, yo soy culpable tanto como vos por no haberos dado buenas instrucciones! Es preciso que yo me trague la confusión lo mismo que vos porque yo soy culpable de ello. ¡Oh miserable! Soy yo, pecador, quien soy la causa de este desorden! Y eso no habría sucedido sin los pecados de este miserable. Oh, hermano mío, sintámonos bien confusos los dos». Llega hasta acusarse de no cerrar las puertas. «Tengo todavía otro aviso que dar, y de esto soy culpable como los demás. Cuando se pasa por una puerta, no se la cierra, encuentro siempre todas las puertas abiertas, y yo mismo, miserable, yo no las cierro. Tengo miedo de que por nuestra negligencia, sobre todo por la mía, nuestra casa se convierta en una plaza pública. Tan pronto como alguien ha entrado en el patio: ¿A dónde queréis ir? –Al claustro. –Ya tenemos dos puertas abiertas. En el corral pada lo mismo, y del claustro en todas las habitaciones, en la cocina…»
Vicente de Paúl ha querido mucho también a sus Hijas; y ha tenido con ellas, en el suburbio Saint-Victor, conversaciones en las que les ha entregado todo su corazón. Él ha amado a sus pobres, y las horas que pasa distribuyéndoles el pan, las limosnas, los consuelos, la palabra de Dios, son momentos felices, irradiantes, en los que se siente un hombre que cumple lo que ha venido a hacer en la tierra. Pero san Vicente entero, en la plenitud de su misión, está en esta capilla de San Lázaro, donde hay que ir a buscarle, por la mañana, cuando entra dulcemente en la oración de sus hijos y les enseña a encontrar a Dios, o por la tarde cuando habla a su familia espiritual sobre estos múltiples intereses que se reducen al servicio del Maestro. Libertad de la lengua y del corazón, dignidad familiar, humildad, desprendimiento perfecto, ¿dónde se hallaría parecida atmósfera? En todo este siglo diecisiete, que nos ofrece tan hermosos ejemplos, no hay grandeza tan pura. No, ni siquiera en el primer Port-Royal. San Lázaro es uno de esos lugares sagrados donde se forjan hombres que no tienen nada del espíritu del mundo y que sin embargo, y cuando se mezclan con él, van, como la levadura en la masa, a levantarle y transformarle.
El Sr. Rébelliau estima que de los quince mil conventos que existen en Francia en 1626, la mitad había sido fundada recientemente por Órdenes nuevas. De este número una cuarta parte apenas se consagraba al claustro; las tres cuartas partes eran congregaciones seculares que se ponían en contacto con el mundo, por la asistencia, la enseñanza, el ministerio eclesiástico. Una congregación activa, una regla muy sencilla, el deseo de suplir y estimular a un clero deficiente: Vicente de Paúl ha encontrado estas tres ideas en el aire del tiempo. No eran menos nuevas, y delicadas de realizar.
En junio de 1625, dos meses después del acta de fundación de la Misión. Parece verdaderamente que Dios la hubiera designado para esta gran obra, y llamado inmediatamente. ¡Qué gratitud no se debe a esta noble mujer, caña que mostraba una voluntad de hierro. Vicente la encumbró por encima de sí misma, pero cuánto le debe él también!
La cuestión de los votos, por ejemplo, le ocupó sin descanso. Fue largo tiempo para formarse una opinión, y mucho después para hacerla aceptar en Roma.
En vida del santo, hubo 25 Misiones permanentes, o casas, fundadas en Francia y en el extranjero. En 1660, la Compañía había visto llegar a ella a 447 sujetos; pero muchos no fueron más que de paso. En 1656, contaba, yo creo, 131 sacerdotes, 44 hermanos clérigos, y 62 hermanos coadjutores.