La infancia campesina (1580-1600)
Son poco conocidos los primeros años de la biografía de Vicente, empezando por el de su nacimiento, que los antiguos biógrafos fecharon unánimemente en el martes de Pascua de 1576. Pierre Coste demostró que no pudo ser ése el año de su nacimiento y propuso el de 1581. Profundizando en los argumentos del mismo Coste, hoy día se cree más probable la fecha del 5 de abril de 1580, martes de Pascua. No se duda en cambio de que el nacimiento se produjo en la aldea de Pouy, junto a Dax, en las Landas francesas, por más que en fechas todavía no lejanas cierta tradición española sostuviera la tesis de su nacimiento en Tamarite de Litera, en la provincia española de Huesca. Tercero de los seis hijos de una modesta familia campesina formada por Juan (o Guillermo) de Paúl y Bertranda de Moras, Vicente se aplicó en los primeros años a ayudar en los trabajos agrícolas y en la guarda del pequeño rebaño familiar. De esta época datan las primeras anécdotas, más o menos legendarias. Según ellas, Vicente habría sido un niño caritativo y piadoso, que gustaba de encomendarse a la Santísima Virgen ante una imagen suya colocada en el hueco de un roble y al que enternecía ya la miseria de los pobres. Este último rasgo le habría impulsado a repartir puñados de harina a los mendigos e incluso, en cierta ocasión, a entregar a uno de ellos sus pequeños ahorros personales. Gracias a los sacrificios familiares (su padre vendió al efecto un par de bueyes) y a la ayuda del juez de Pouy, Sr. de Comet, Vicente pudo iniciar estudios de enseñanza media en el colegio de los Franciscanos de Dax. Se dedicó a ellos durante dos años (1595- 1597), al mismo tiempo que ejercía funciones de preceptor con los hijos menores de su protector.
A esta época pertenece otra anécdota menos edificante que las de la infancia y que conocemos por el propio Vicente: la vergüenza que sentía cuando su padre le visitaba en el colegio «porque iba mal vestido y cojeaba un poco». Estimulado por su propia familia, Vicente emprendió el único camino abierto entonces para la promoción social de las clases humildes: la carrera eclesiástica, que recorrió rápidamente: el 20 de diciembre de 1596 recibía en Bidache las órdenes menores; el 19 de septiembre y el 19 de diciembre de 1598, respectivamente, el subdiaconado y el diaconado en Tarbes y, en fin, el 23 de septiembre de 1600, en Cháteau-l’Evéque, de manos del obispo de Périgueux, Francisco de Bourdeilles, el sacerdocio. La última fecha plantea el problema de la irregularidad de la ordenación sacerdotal de Vicente, quien en el momento de su ordenación no tenía más que veinte años, es decir cuatro menos de los exigidos por el Concilio de Trento, si bien éste no estaba aún promulgado en Francia y no lo sería hasta 1614. En todo caso, el dato prueba por una parte, que Vicente estaba entonces lejos de ser el fervoroso reformador que sería más adelante y por otra, que su ordenación sacerdotal, más que a una vocación divina íntimamente sentida, obedecía a una ambición humana -demasiado humana- de abrirse camino en la vida.
Los años de peregrinación y aprendizaje. La conversión (1600-1617)
Esa misma ambición siguió moviéndole en sus años juveniles. Hizo sólidos estudios eclesiásticos en las Universidades de Toulouse y Zaragoza. En esta última su estancia fue breve, interrumpida acaso por el fallecimiento de su padre, ocurrido en 1598. Apenas ordenado, aspiró a su primer beneficio eclesiástico, la parroquia de Thil, en su diócesis natal de Dax. No habiéndolo obtenido, realizó una peregrinación a Roma (1600) y al regreso reanudó los estudios en Toulouse hasta alcanzar en 1604 el título de Bachiller en Teología. Para sufragar los estudios se ayudó instalando un pensionado para colegiales que fue bastante concurrido. Aquí se produce en la vida de Vicente una aventura imprevista, que él mismo contó en dos cartas al Sr. de Comet. En ellas Vicente explica que una anciana de Castres le dejó en herencia una suma que a ella le debía otro individuo. Vicente se aprestó a cobrar el legado. A este fin emprendió viaje a Castres, donde se encontró con la sorpresa de que el deudor, sujeto poco recomendable, había huido a Marsella. Hasta allá se fue Vicente, consiguiendo al fin que se le hiciera efectiva la suma. Pero al regresar por mar vía Marsella-Narbona, el barco en que viajaba fue apresado por piratas berberiscos y Vicente, con el resto del pasaje y la tripulación fue llevado a Túnez, donde fue vendido como esclavo. Durante dos años permaneció allí (1605-1607), pasando sucesivamente por cuatro amos distintos. Habiendo convertido al último de ellos, un renegado de Niza, Vicente huyó con él para llegar primero a Aguas Muertas y luego a Aviñón. Modernos críticos de historia han puesto ésta en duda fundándose en algunas inexactitudes del relato, en el silencio posterior de Vicente sobre el asunto y en su deseo de recuperar y destruir las dos cartas cuando se enteró de que no habían desaparecido. Los hechos relatados por las cartas son, desde luego, posibles y nadie ha demostrado que su autor mintiera. Parece, pues, que, hasta que nuevas evidencias demuestren lo contrario, hay que creer a Vicente. Por lo demás, toda la narración del cautiverio es, en su conjunto, una prueba más de que los ideales humanos de Vicente en esta época distaban mucho del ideal tridentino. Siguieron distando todavía bastante tiempo. De Avignon, Vicente se trasladó a Roma en el séquito del Vice-legado Pedro de Montorio (1607-1608), que le había cobrado simpatía y le había prometido su valimiento para la obtención de algún buen beneficio o, como Vicente decía, «un honrado retiro». Pero, burlado en sus esperanzas, Vicente hubo de regresar a Francia, lo que hizo a finales de 1608, instalándose en París para continuar su búsqueda de empleo. Lo consiguió al cabo de dos años (1610) al ser nombrado primero capellán en el palacio de la reina Margarita de Valois y poco después abad comendatario de San Leonardo de Chaumes. Pero la abadía, lejos de beneficiarle económicamente, resultó un avispero de pleitos. Vicente renunció a ella en 1616. En París, Vicente entró en contacto con los círculos piadosos que pululaban entonces en la capital de Francia. Acaso le llevaron hacia ellos dos desgraciados episodios de que fue protagonista en estos primeros años de su estancia en París. Primero se vio acusado injustamente de robo por su compañero de pensión, un paisano suyo que ostentaba el cargo de juez de Sore. Vicente se sintió impotente y desasistido. Poco después se vio acometido de una violenta tentación contra la fe, que le impedía incluso recitar el Credo. Cuando arreciaba la tentación, se limitaba a llevarse la mano al pecho, donde, bajo la sotana, tenía cosido el símbolo de la fe. Empezó entonces a frecuentar el hospital de la Caridad y asistir allí a los enfermos Por ese camino le llegó la liberación. Un día hizo «la firme e irrevocable resolución de entregarse de por vida, por amor de Jesucristo, al servicio de los pobres». Apenas formulado este voto la tentación se disipó y jamás volvió a asaltarle. El episodio fue decisivo para la transformación espiritual de Vicente, para su conversión, que se vio luego favorecida y confirmada por otra serie de sucesos. Conoció por entonces a Pedro de Bérulle, el futuro Cardenal y, durante algún tiempo, se hospedó en el Oratorio recién fundado por éste (11-11-1611). A Bérulle debió Vicente su nombramiento como párroco de Clichy (1612) en sustitución de Francisco Codoing, que hubo de dejar la parroquia al ingresar en el Oratorio. En Clichy Vicente desplegó un celo verdaderamente apostólico. Además de reparar y embellecer la iglesia y catequizar a los fieles, fundando para ellos la cofradía del Rosario, se preocupó de formar un grupito de aspirantes al sacerdocio, entre los que figuraba Antonio Portail, joven clérigo entonces, que sería ya su compañero inseparable durante toda la vida. Pero en septiembre de 1613, también gracias a Bérulle, Vicente entraba en la casa de los poderosos señores Felipe Manuel de Gondi y Margarita de Silly en calidad de preceptor de los hijos del noble matrimonio. Como tal, no sólo se ocupaba de la educación de los niños sino que instruía religiosamente a la servidumbre y a los vasallos de las diversas posesiones de la familia y se convertía en insustituible director espiritual de la señora de la casa. Fueron estas ocupaciones las que le revelaron su verdadera misión y el modo concreto de realizarla. La confesión de un campesino moribundo en la aldea de Gannes y el sermón que, como consecuencia de ella, predicó a los habitantes de Folleville el 25 de enero de 1617 exhortándoles a hacer confesión general, le descubrieron la miseria espiritual del pobre pueblo campesino. Concibió por ello el designio de entregarse exclusivamente a su evangelización. Con tal propósito dejó secretamente la casa de los Gondi para trasladarse a la lejana parroquia de Châtillon-les-Dombes (Châtillon-sur-Chalaronne), en la diócesis de Lyon, cuyo nombramiento obtuvo también con la ayuda de Bérulle. En Châtillon, donde se entregó con ardor y éxito a corregir las costumbres, reavivar el fervor de los católicos, atraer a los protestantes y reformar a un clero relajado e indolente, tuvo la segunda gran experiencia de su vida, complemento de la de Folleville. Un domingo de aquel verano de 1617, probablemente el 20 de agosto, cuando se disponía a celebrar la Misa, le avisaron de la extrema situación de una familia de las afueras de la población. Dedicó la homilía a exhortar a los fieles a socorrer a aquellos desgraciados. Su sorpresa fue grande cuando, al encaminarse él a visitarlos después de la Misa, se encontró con una muchedumbre que iba o venía de hacer lo mismo. Concibió entonces la idea de fundar una asociación de señoras comprometidas a servir personalmente a los pobres de la población. La cofradía quedó erigida oficialmente en la capilla del hospital el 8 de diciembre de aquel mismo año. «El pobre pueblo se muere de hambre y se condena», fue la conclusión que dedujo Vicente de una y otra experiencia. Esa idea se convertiría en adelante en eje de su vida y ella le dictaría sus grandes realizaciones: la Misión y la Caridad. Entre tanto, los señores de Gondi, angustiados por la ausencia de su capellán, recurrieron a todos los medios para hacerle volver a Paris, lo que al fin consiguieron. Pero el Vicente que regresó a París el 23 de diciembre de 1617 era otro hombre, consciente ahora de su vocación y su misión.
La madurez creadora. Las fundaciones (1617-1633)
A los treinta y siete años, Vicente había descubierto su vocación definitiva y se hallaba en posesión de las líneas doctrinales que iban a inspirarle. A su formación en la escuela de Bérulle y de San Francisco de Sales, a quien conoció y trató en 1618, completada con la lectura de otros autores espirituales entre los que hay que destacar al capuchino inglés Benito de Canfield, Vicente debía una visión cristocéntrica que hacía del Verbo encarnado el eje de la vida espiritual. Sus experiencias personales le hicieron corregir la óptica de sus maestros en sentido menos especulativo. Para él el Cristo a quien debe referirse toda la vida es el evangelizador de los pobres. Los pobres revelan a Cristo y a ellos, a ejemplo de Cristo, debe primariamente dirigirse la evangelización, que, para ser completa, debe ser realizada con la palabra y con las obras, es decir, con la predicación y la acción caritativa. Vicente se convirtió así en el místico de la acción, una acción guiada e iluminada por la fe, alimentada por la oración y los sacramentos, liberada de todo apego a los bienes mundanos y totalmente orientada a la imitación de Cristo. Acción que procura no adelantarse nunca a la voluntad de Dios, sino esperar siempre, para actuar, el signo de la Divina Providencia y que se traduce en obras el amor: «Amemos a Dios, hermanos míos; amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestro rostro».
De esas convicciones nacieron sucesivamente las grandes creaciones vicencianas, primero a título personal y luego a título colectivo. Desde su regreso a la casa de los Gondi empezó a misionar los dominios de sus protectores, ayudado por el joven Portail y otros compañeros ocasionales. El 8 de febrero de 1619 fue nombrado capellán general de las galeras, cargo que le puso en contacto con uno de los sectores más desgraciados de la sociedad francesa, los galeotes, a quienes predicó una misión en Burdeos en 1623. Pronto sintió la necesidad de asociar de modo estable a los sacerdotes deseosos de consagrarse a la evangelización del campo. Fue así como surgió, mediante un contrato entre Vicente y los señores de Gondi firmado el 17 de abril de 1625 la Congregación de la Misión, cuyo capital fundacional fueron 45. 000 libras entregadas por los nobles patrocinadores. Un año más tarde, el 24 de abril de 1626, obtuvo la aprobación canónica del Arzobispo de París. La naciente institución se estableció primeramente en el Colegio de Bons Enfants (Vicente, que entre tanto se había licenciado en Derecho por la Sorbona, era rector del mismo desde el 1 de marzo de 1624) y, a partir de 1632, en el priorato de San Lázaro. Vicente se preocupó en seguida de obtener la aprobación de la Santa Sede. Tras laboriosas gestiones, obstaculizadas en parte por Bérulle, que acaso veía en la obra de su antiguo discípulo una competencia peligrosa para su Oratorio, la consiguió me-chante la Bula «Salvatoris Nostri» de Urbano VIII (12 de enero de 1633). En los primeros años, la naciente Congregación se dedicó exclusivamente a la predicación de Misiones, pero muy pronto la Providencia le deparó otro campo de apostolado: la reforma del clero. En 1628, el obispo de Beauvais, Agustín Potier, habló a Vicente de la necesidad de instruir bien pastoral y espiritualmente a los jóvenes que se disponían a recibir las sagradas órdenes. «Ese pensamiento viene de Dios, Monseñor» exclamó Vicente y aceptó con entusiasmo el encargo de dirigir la próxima ordenación sacerdotal. Así empezaron los Ejercicios a ordenandos, que Vicente organizó a manera de cursillo intensivo de formación espiritual y ministerial en los principales deberes y oficios del sacerdote. La obra se extendió pronto a otras diócesis y, en particular, a la de París. De ella nacería pocos años después, en 1633, . otra actividad vicenciana para la reforma del clero: las Conferencias de los Martes, asociación de eclesiásticos que se comprometían a reunirse una vez a la semana para dedicarse a meditar sobre los deberes sacerdotales y estudiar algunos puntos de moral o liturgia.
Entre tanto, Vicente no descuidaba el otro aspecto de su vocación, la preocupación por las necesidades materiales de los pobres. La cofradía fundada en Châtillon se había difundido por una gran parte de Francia. Vicente y sus compañeros la fundaban en todas las localidades donde predicaban la misión, como se lo ordenaba formalmente la Bula Salvatoris Nostri. Muchas parroquias de París la habían establecido. Pero entonces surgió un problema imprevisto. Bastantes de las nobles señoras que integraban las caridades parisinas se resistían a ejercer personalmente los humildes oficios exigidos por la asociación, sobre todo el de llevar la comida a los pobres y cuidar a los enfermos en sus domicilios. Vicente concibió entonces un nuevo proyecto: crear una comunidad de chicas que se dedicaran en exclusiva a esos quehaceres. Su estrecha asociación con una de las Damas de la Caridad, Luisa de Marillac, noble viuda del Sr. Antonio Le Gres que se había puesto bajo su dirección espiritual desde 1624 y el encuentro casual con una buena muchacha de Suresnes, Margarita Naseau, que deseaba precisamente ejercer esa caritativa actividad, le dieron los medios para realizarlo. Puso a la joven y a otras que poco a poco se le fueron juntando, bajo la dirección de la señorita Le Gres. Con ellas formó el 29 de noviembre de 1633 la cofradía o compañía de las Hijas de la Caridad, que tuvieron como primera casa madre el domicilio de la Srta. Le Gras. En 1633, Vicente había puesto en pie todas las instituciones mediante las cuales iba a llevar a cabo, en su larga y fecunda vida, sus grandes realizaciones.
Veinte años de realizaciones (1633-1653). Empresas apostólicas
Bajo la dirección de Vicente, la Congregación de la Misión dio cima a una vasta empresa de re-cristianización -reevangelización, diríamos hoy- de la sociedad francesa. La actividad principal fueron las misiones. Éstas eran jornadas intensivas de predicación y otros ejercicios piadosos destinados a reavivar la fe y regenerar las costumbres de las parroquias en que se predicaban. Conforme al ideal tridentino, en ellas ocupaba un lugar preferente la confesión general, que liberaba al fiel del peso de una vida pecaminosa. Pero la preparación para la confesión iba precedida de una intensa labor catequética, en que se reinculcaban a los fieles las verdades esenciales de la doctrina cristiana. Todo se hacía con sencillez suma, conforme a un método ideado por el propio Vicente y que él en su humildad denominaba el pequeño método. Éste exigía, de un parte, un lenguaje sencillo, adaptado a la comprensión popular, y, de otra, un esquema claro y eficaz que llevaba al auditorio a la reflexión sobre los motivos, exigencias y medios de los preceptos que se predicaban. En una Iglesia invadida por la retórica barroca y clasicista, el pequeño método supuso una verdadera revolución. Que sepamos, sólo desde las dos casas de París, Bons Enfants y San Lázaro, se predicaron 840 misiones entre 1625 y 1660. En muchas de ellas tomó parte Vicente personalmente, Sabemos, por ejemplo que, todavía en 1653, a sus setenta y dos años de edad, predicó las de Rueil y Sévran. Las misiones se revelaron de una eficacia asombrosa. Se convertían herejes, se restituían bienes mal adquiridos, se extirpaba la blasfemia y la borrachera, se regularizaban matrimonios, se apaciguaban odios inveterados, se restablecía la práctica sacramental. Es decir, cumplían con su objetivo fundamental que, según Vicente era «dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el Reino de Dios y que ese reino es para los pobres». Complemento de las misiones fue la obra de los ejercicios espirituales que Vicente estableció en la casa de San Lázaro. Concurrían a ella toda clase de personas, que, gratuitamente, recibían durante diez días un intenso entrenamiento espiritual. Sin ser original -Vicente partía de la conocida y experimentada fórmula ignaciana- la práctica resultaba novedosa por su aplicación a nuevas situaciones y a un nuevo tipo de ejercitantes. Tuvieron un éxito enorme. Se calcula que por término medio, cada año acudían a San Lázaro unas 700 personas, hasta el punto de que el propio Vicente comparaba el viejo priorato con el arca de Noé «donde toda clase de animales, grandes y pequeños, eran bien recibidos».
La evangelización directa del pobre pueblo no hizo a Vicente descuidar esa otra dimensión de su vocación que era la reforma del clero. Es más, para él, una y otra estaban íntimamente unidas pues era inútil reformar al pueblo si se le confiaba luego a pastores ineptos. «Hacer efectivo el evangelio», según una fórmula que Vicente gustaba de repetir, era formar buenos sacerdotes. Para ello, Vicente explotó a fondo las posibilidades de las obras descubiertas en su anterior etapa: -los ejercicios a Ordenandos y las Conferencias de los Martes. Los primeros, establecidos prácticamente en todas las casas de la Congregación, fueron poco a poco dando origen a verdaderos seminarios inspirados más o menos de cerca en el modelo tridentino. Convencido de que diez u once días eran poco tiempo para dar a los candidatos la formación que necesitaban y contando con la colaboración de algunos obispos, empezó a extender, primero a dos meses, luego a seis, el período de preparación para las órdenes. Más tarde duplicó el tiempo al hacer obligatoria una estancia antes de recibir el diaconado y otra antes del sacerdocio. Por fin se fijó en dos años la época total de preparación. Lo esencial del Seminario vicenciano era la formación espiritual de los futuros sacerdotes y su entrenamiento en las funciones sacerdotales: celebración de la Eucaristía y administración de los sacramentos, sobre todo de la confesión. El primer seminario de estas características fue el de Annecy, fundado en 1642. También la primera casa parisina de la Congregación de la Misión, la de Bons Enfants, se transformó en Seminario. Vicente no era el único en dedicarse a esta obra. Otros operarios apostólicos como Juan Jacobo Olier en San Sulpicio, Adrián Bourdoise en San Nicolás de Chardonnet, los Oratorianos dirigidos por Carlos de Condren en San Magloire o San Juan Eudes en su Bretaña natal aplicaban al mismo problema soluciones más o menos originales. En el fondo se trataba de implantar la reforma propugnada por Trento, que tanto había tardado en introducirse en Francia y que ahora se hacía por fin realidad gracias en gran parte a los esfuerzos de Vicente. «Nuestras pequeñas ocupaciones… -decía él- han originado la emulación de todos… no solamente en el asunto de las misiones, sino también en el de los seminarios» y un historiador profano, Henry Kamen, considera que, de hecho, la aportación más decisiva de Vicente a la reforma de la Iglesia francesa fue su contribución a la formación del clero.
Las Conferencias de los Martes eran el complemento natural de los seminarios. Jóvenes eclesiásticos deseosos de vivir a fondo su vocación se congregaban en ellas para recibir de Vicente orientación y aliento en sus propósitos. Las Conferencias se difundieron rápidamente y pronto hubo asociaciones semejantes en muchas diócesis francesas. En todas ellas reunían a los hombres más distinguidos y eminentes. El más prestigioso de ellos, Bossuet, declaró que «Vicente era el alma de la piadosa asamblea». Llegaron a ser una moda. Moda que Vicente utilizó no sólo para la formación espiritual de los congregantes sino también para realización de empresas apostólicas, tales como la asistencia espiritual al Hospital de París -el Hótel-Dieu-, la capellanía del Hospital General, o la predicación de misiones en la Corte, en ciertos barrios parisienses y en otras populosas ciudades, donde la Congregación de la Misión tenía vedada la entrada por su exclusiva dedicación a los pobres del campo.
La acción apostólica de Vicente tuvo su proyección también más allá de las fronteras francesas. En 1641 estableció una fundación en Roma, donde tenía un delegado desde varios arios antes. Las fundaciones en Italia se incrementaron luego con las de Génova (1645) y Turín (1654). Todas ellas se dedicaron a los mismos ministerios que desarrollaba la casa madre de San Lázaro, es decir, fundamentalmente, misiones y ejercicios a ordenandos, que, en Roma, fueron declarados obligatorios para todos los ordenandos de la diócesis por disposición de Alejandro VII. En 1645 envió misioneros a Irlanda, donde sostuvieron la fe de los perseguidos católicos irlandeses y donde la Congregación de la Misión tuvo su protomártir en la persona del joven Tadeo Lee. Más tarde pasaron de Irlanda a Escocia y las Islas Hébridas con el mismo cometido. En 1651 fue el turno de Polonia, a donde los misioneros fueron reclamados por la reina del país que era una ilustre dama francesa, Luisa Gonzaga, que en su época parisiense había pertenecido a la Asociación de las Damas de la Caridad.
Escenario privilegiado de la acción pastoral de Vicente fueron los territorios berberiscos del Norte de África, Argel y Túnez, a donde Vicente envió misioneros para que auxiliaran espiritual y materialmente a los cautivos cristianos allí concentrados por los piratas. Con el fin de facilitar su labor, Vicente consintió que uno de sus misioneros fuera nombrado Vicario Apostólico y, al mismo tiempo, desempeñara las funciones de Cónsul de Francia. En esa doble calidad, al tiempo que trabajaban por mantener viva la fe de los encar celados, les procuraban todo género de ayuda material: protestaban contra los malos tratos e injusticias, tramitaban rescates, actuaban como estafeta y oficina de giro entre los cautivos y sus familiares… En estos ministerios se distinguieron los hermanos Le Vacher, Felipe y Juan, quienes, con celo y denuedo incansables -«trabajan día y noche», comentaba Vicente- cosecharon espléndidos frutos de santidad entre los esclavos. Entre ellos destaca el joven mallorquín Pedro Borguny, quien, habiendo renegado de la fe, se convirtió después por la predicación de los misioneros, comunicó su decisión al Pachá y fue por ello condenado a morir en la hoguera, donde, en frase de Vicente «entregó a manos de Dios su alma pura como el oro limpio en el crisol». Si la misión de Argel y Túnez no podía considerarse estrictamente como misión ad gentes, ya que no se proponía la conversión de los musulmanes, en cambio Vicente se hizo cargo de proveer de personal a un territorio plenamente misional en Madagascar. Esta isla constituía una colonia francesa encomendada a la Compañía de Indias. Vicente, deseoso de poseer como propia una parcela de territorio misionero, asumió en nombre de su congregación la responsabilidad plena de la evangelización de la isla. En 1648 envió a ella la primera expedición de misioneros, a la que siguieron otras cinco, de las que sólo tres llegaron a su destino. Vicente no se desanimó ni por las dificultades de los viajes ni por la hostilidad de los propios colonos franceses ni por la implacable mortandad que fue aniquilando uno tras otro a todos los misioneros. «Sólo he quedado yo para darle la noticia», le escribía en 1656 uno de ellos, Santos Bourdaise, al darle cuenta de las sucesivas muertes de los componentes de la tercera expedición. A pesar de esa sangría constante, Vicente no se desanimó. «Alabado sea Dios por la vida y por la muerte», fue su reacción. Ningún obstáculo, ninguna pérdida fueron capaces de desviar su voluntad de servir a la Iglesia en la misión ad gentes. Misión para la que ofrecía a sus hombres orientaciones metodológicas nuevas. Fruto de ellas fue la publicación del primer libro impreso en lengua malgache y que no es otra cosa que la traducción del catecismo de la doctrina cristiana compuesto y usado por Vicente en las misiones de Francia.
Veinte años de realizaciones (1633-1653). Empresas caritativas
La distinción entre empresas apostólicas y empresas caritativas en la vida de Vicente de Paúl es puramente metodológica. Para Vicente, caridad era todo. También las misiones y los seminarios. Pero una gran parte de su actividad estuvo dedicada directamente a obras de caridad corporal. A ellas nos referimos al hablar de sus empresas caritativas.
En ellas ocuparon lugar prioritario las caridades parroquiales o cofradías de caridad derivadas de la fundada en Châtillon en 1617. Vicente y sus misioneros las propagaron por toda Francia hasta formar una verdadera red de asistencia social. Su finalidad primitiva era asistir a los pobres enfermos de cada lugar o parroquia. Pronto ampliaron su horizonte a toda clase de necesitados. Vicente las dotó de un reglamento meticuloso, a la vez detallista y ambicioso. Hubo caridades de señoras y caridades mixtas, compuestas indistintamente por hombres y mujeres. Como una asociación especializada, Vicente creó en París otra asociación, la de las Damas del Hótel Dieu, integrada por señoras de la alta sociedad, que, además de atender a los internos de aquel centro hospitalario, actuaron como apoyo logístico para las más variadas empresas caritativas emprendidas por Vicente.
Ya dijimos que, para compensar las inevitables limitaciones de las caridades, Vicente fundó en 1633, con la valiosa ayuda de Luisa de Marillac, las Hijas de la Caridad. Estas se configuraron desde el principio como una verdadera comunidad, pero rechazando decididamente el ser consideradas religiosas. Era una precaución de todo punto necesaria, ya que en el lenguaje canónico de la época, religiosa equivalía a clausura y ésta hubiera hecho imposible la labor de las Hermanas. Las Hijas de la Caridad fueron, al principio, meras auxiliares de las cofradías de Caridad. Después de un breve período de formación llamado «Seminario» para evitar el término religioso de noviciado, las Hermanas eran enviadas de dos en dos a las parroquias donde funcionaban las caridades y allí, viviendo en una habitación de alquiler, se ocupaban en llevar la comida a los pobres de la vecindad, proporcionarles cuidados sanitarios y limpiar sus viviendas. Con frecuencia, una de ellas se ocupaba en enseñar las primeras letras a las niñas pobres del barrio.
Poco a poco, la institución fue tomando a su cargo otras obras. A partir de 1639 se establecieron en hospitales como el de Angers, fundado en esa fecha y al que Vicente destinó doce Hermanas. La primera expedición fue acompañada personalmente por Luisa de Marillac. Angers fue seguido por otros muchos en diversas ciudades francesas.
Una de las más dolorosas plagas de la sociedad francesa del siglo XVII eran los niños expósitos. Sólo en París, cientos de criaturas eran abandonadas cada año en las calles, preferentemente a las puertas de las iglesias. Vicente entró en contacto con el problema, agudizado por las pésimas condiciones en que funcionaba la casa-cuna de la ciudad. Decidió afrontar la situación. Para ello requirió la ayuda económica de las
Damas y contó con la incondicional colaboración de las Hijas de la Caridad. Se empezó en 1638 por un modesto ensayo con doce niños elegidos por sorteo. En 1640 «se tomó la decisión de recibir a todos los niños expósitos». Para hacerlo se necesitaban cantidades cada vez mayores y locales cada vez más amplios. Vicente acudió a todas las puertas y, poco a poco, fue allegando los recursos necesarios. Pero las necesidades económicas eran sólo una parte de las preocupaciones de Vicente. Había que dotar a la obra y las abnegadas operarias que en ella trabajaban de una mística. Vicente dedicó a ello una parte importante de sus exhortaciones a misioneros, Damas e Hijas de la Caridad. Algunos de los párrafos más elocuentes de su oratoria se encuentran precisamente en esas alocuciones. A las Damas, que, a la vista de los gastos siempre crecientes que exigía la obra, se sentían tentadas de abandonarla les dijo un día: «La vida y la muerte de estos pequeños están en sus manos. Dejen por un momento de ser sus madres y eríjanse en sus jueces. Ha llegado la hora de pronunciar sentencia. Sepamos si tienen ustedes misericordia». Ante las Hijas de la Caridad, Vicente ponderaba la grandeza espiritual de la misión que se les confiaba: cuidando de esos niños -les decía- «os pareceréis en cierto modo a la Santísima Virgen, ya que seréis madres y vírgenes a la vez». Y cuando también los misioneros se mostraron cansados del esfuerzo que suponía secundar a Damas y Hermanas en la atención a los expósitos, Vicente reanimó su generosidad recordándoles que «si nuestro bondadoso Salvador dijo a sus discípulos: ‘Dejad que los niños se acerquen a mí’, ¿podemos nosotros rechazarlos y abandonarlos cuando vienen a nosotros, sin abandonarle a Él?». A los ojos de muchos admiradores de Vicente de Paúl, su amor a los expósitos ha llegado a ser el símbolo mismo de la caridad vicenciana. Fue también la obra que más admiraron los filósofos agnósticos o deístas de los siglos XVIII Y XIX, que por ello le contaron entre los grandes bienhechores de la humanidad. La iconografía devota siguió la corriente, lo que explica el favor que ha gozado la imagen del santo que le representa con un niñito en brazos y otros dos mayorcitos agarrados a su sotana. Pero, por meritoria que fuera, no fue ésa la única obra de Vicente.
Otro sector social especialmente marginado y necesitado de ayuda era el constituido por los galeotes, es decir, los delincuentes condenados a galeras. En todas las naciones europeas se aplicaba esta pena, que proveía a la marina de guerra de mano de obra gratuita. Sus condiciones eran singularmente penosas. «Yo he visto a esos pobres hombres tratados como bestias», declaró una vez Vicente, quien había entrado muy tempranamente en contacto con esta lacra. En 1619 había sido nombrado capellán real de las Galeras por mediación del señor de Gondi, que era General de las mismas. Una de sus primeras actividades fue organizar una misión en las galeras ancladas en el puerto de Burdeos en 1623. Más adelante empezó a preocuparse de los forzados que, encarcelados en París, esperaban su traslado a los barcos. El legado de un piadoso caballero le permitió crear una comunidad de Hijas de la Caridad destinada a asistirlos. Su cometido era hacerles la comida, lavarles la ropa, proveerlos de lo necesario para el traslado a Marsella, cuidar a los enfermos, limpiar los calabozos. Los actos de caridad que en estos menesteres ejercitaron fueron con frecuencia heroicos. Llegados a Marsella y embarcados en la flota, los prisioneros dependían directamente de Vicente como capellán real. Le correspondía dar las directrices generales para la atención espiritual y el nombramiento de los capellanes particulares. Con este fin fundó en Marsella una casa de la Congregación de la Misión, en cuyo superior delegó sus funciones, pero siguiendo muy de cerca la actividad por medio de una frecuentísima correspondencia. La comunidad estaba obligada a misionar todas las galeras cada cinco años, lo que se cumplía rigurosamente con abundantes frutos de conversiones a veces espectaculares y ejercía al mismo tiempo funciones de estafeta para la correspondencia y el envío de dinero a los prisioneros. En el aspecto material, Vicente no paró hasta conseguir, en colaboración con el obispo de Marsella y un miembro de la Compañía del Ssmo. Sacramento, el caballero De la Coste, la fundación de un hospital para los enfermos. Fue una mejora inmensa. Los que ingresaban en el centro procedentes de las galeras, «creían pasar del infierno al paraíso». Una leyenda antigua pretendía que, en una ocasión, Vicente había hecho liberar a un galeote sustituyéndole él mismo en el banco de la galera donde estaba siendo azotado por el cómitre. Si no es histórico, el relato acierta en el espíritu con que Vicente desplegó su celo en favor de aquellos desgraciados. Personalmente y a través de sus misioneros y sus Hijas de la Caridad se puso incondicionalmente al servicio de los condenados, persuadido de que «la caridad con esos pobres forzados es un mérito incomparable delante de Dios».
El rostro más habitual y visible de la pobreza eran los mendigos. Éstos eran muy numerosos. Especialmente en las grandes ciudades constituían una verdadera plaga, producto de la inadecuada estructura social, del belicismo gubernamental y de coyunturas económicas adversas. Pululaban por las calles y caminos en grupos que con frecuencia se convertían en bandas de malhechores. Vicente, aunque atento a buscar remedios más radicales, practicó también la limosna y con generosidad desmedida. Hizo de San Lázaro el más espléndido centro de benefi cencia de París. Además de las limosnas ocasionales, que eran innumerables, diariamente se repartía comida a los pobres del barrio y tres veces por semana, pan y sopa a todos los mendigos que llamaban a la puerta. Cada trimestre se invertían en este menester más de mil kilos de trigo. La casa llegó a endeudarse considerablemente. A Vicente no le importaba. A las críticas de sus propios compañeros de comunidad contestó con una frase que le define: «los pobres… son mi peso y mi dolor». Para alivio más permanente de tantos necesitados hizo levantar un pequeño asilo, llamado del Nombre de Jesús, para trabajadores impedidos y ancianos. Las Hijas de la Caridad se encargaban de la atención material y los misioneros de la dirección espiritual.
Para hacerse idea de la amplitud del esfuerzo caritativo de Vicente, a las obras fundadas y dirigidas por él hay que sumar otra multitud de iniciativas a las que facilitó ayuda, dirección espiritual, asesoramiento jurídico, limosna o gestiones administrativas. Puede decirse que no hubo empresa de caridad del tiempo en que no interviniera Vicente de una u otra manera. Tales fueron, por ejemplo, el hospital o asilo de las «petites maisons» para matrimonios desprovistos de recursos, tiñosos, locos y otros enfermos, el orfanato de Cahors, el movimiento en favor de los emigrados irlandeses, las jóvenes en peligro recogidas por las Hijas de la Providencia, las huérfanas de la Srta. L’Estang, las arrepentidas de Santa Magdalena, las pequeñas escolares de las Hijas de la Cruz y, sobre todo, los afectados por la desolación producida por las inacabables guerras de la época.
La guerra o, mejor, las guerras, forman parte del horizonte nacional e internacional en que se desarrolló la vida entera de Vicente. Desde el estallido de la guerra de los treinta años en 1618 hasta la paz de los Pirineos de 1659, Francia -y con ella una buena parte de Europa- vivió en permanente estado de guerra. Pero hay que destacar dos períodos principales: 1636-1639, con ocasión de la ocupación de Lorena por las tropas imperiales, y 1650-1664, por el estallido de la Fronda y la prolongación del conflicto franco-español, que tuvo su principal escenario en las regiones norteñas de Francia de Champaña y Picardía. Eran guerras crueles, en que no se respetaban los derechos más elementales. La población civil, además de las privaciones propias que imponía la situación bélica, tenía que sufrir el pillaje de los soldados de uno y otro bando, que rivalizaban en crueldad hacia los campesinos en su ansia de botín o, simplemente, de víveres, ya que las tropas tenían que vivir sobre el terreno. El hambre se abatía sobre las regiones afectadas con caracteres apocalípticos y a ella se sumaba la peste, que diezmaba las poblaciones. La acción de Vicente abarcó todos los aspectos. Montó oficinas para la asistencia a los desplazados y la recaudación de fondos, organizó el envío de víveres, ropa y herramientas a las zonas devastadas. Repartió dinero entre los expoliados. Creó equipos de enterradores que limpiaran de cadáveres los campos de batalla. Envió Hijas de la Caridad a los hospitales de campaña. Puso en marcha un servicio de información para dar a conocer a la opinión pública y, sobre todo, a las clases pudientes, los estragos de la situación. Ejerció su influencia personal para obtener de los gobernantes medidas que devolvieran la paz a la martirizada nación. Todo ello le valió que varias de las poblaciones asistidas le proclamaran «Padre de la Patria».
Veinte años de realizaciones (1633-1653). Empresas eclesiales
La notoriedad adquirida por Vicente gracias a sus múltiples empresas apostólicas y caritativas dieron a su figura dimensiones nacionales. Las altas esferas del poder político y eclesial se interesaron por el ya prestigioso sacerdote y se aseguraron su colaboración. El Cardenal Richelieu empezó a consultarle en 1638 sobre los candidatos al episcopado. La reina Ana de Austria le llamó en 1643 junto al lecho de su esposo agonizante, Luis XIII, para que le ayudase a bien morir y, al inaugurar su regencia, lo tomó por confesor y lo hizo miembro del Consejo de Conciencia, organismo asesor del soberano en los asuntos eclesiásticos y, especialmente, en el nombramiento de obispos. Figuraba en él junto a Mazarino y, según decía el mismo Cardenal, con más influencia que él en los nombramientos. Humanamente, en esos momentos alcanzó Vicente la plenitud de su carrera. La alcanzó también en su vocación de reformador de la Iglesia de Francia, hasta el punto de que un autor contemporáneo dice de él que el Rey había puesto la Iglesia en sus manos. Una pléyade de nuevos obispos, abades, canónigos, beneficiados, párrocos y vicarios empezó a ocupar los puestos claves de la maquinaria eclesial, llevando a todas partes el espíritu de reforma. Tanto más cuanto muchos de los recién nombrados continuaban manteniendo con Vicente relaciones estrechas y consultándole sobre los problemas que encontraban en el desempeño de sus oficios. Igualmente notable fue su influencia en la reforma de las órdenes religiosas, en la represión de los escándalos públicos -blasfemia, duelos, libros perniciosos- y en la oposición al progreso de la herejía.
En asuntos estrictamente políticos, Vicente no intervino. Su acción en ese terreno se limitó a propiciar soluciones pacificadoras de los conflictos. Así, en 1640, se postró delante de Richelieu para pedirle que diese la paz a Francia y en 1649, ante el problema de la Fronda, le sugi rió a Mazarino que, cual otro Jonás, se arrojase al mar, es decir, dimitiese, para calmar la tempestad, consejo que, naturalmente, el poderoso cardenal se guardó bien de seguir y que le valió a Vicente su declarada hostilidad.
En cambio, en la lucha contra el Jansenismo, Vicente desempeñó un papel de primer plano. El Jansenismo debe su nombre a un sacerdote flamenco, Cornelio Janssen o «Jansenio», futuro obispo de Ipres. Durante sus estudios en la Sor-bona de París, Jansenio trabó amistad con Jean Duvergier de Hauranne, descendiente de una importante familia de Bayona, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de Abad de Saint Cyran. Saint Cyran y Jansenio convivieron durante siete años en el dominio familiar del primero, intensamente dedicados al estudio de la Sagrada Escritura y los Santos Padres. El resultado de sus cavilaciones fue una nueva teoría sobre las relaciones entre la naturaleza y la gracia bastante próxima a las tesis calvinistas y que tenía como consecuencia un extremado rigorismo moral y desmesuradas exigencias para la recepción de la eucaristía y la concesión de la absolución sacramental a los pecadores. Los discípulos de Saint Cyran llevarían estas consecuencias hasta el último extremo, lo que daría lugar a ruidosas controversias sobre la comunión frecuente. Vicente había sido también amigo de Saint Cyran. Durante algún tiempo compartieron incluso el alojamiento y llegaron a hacer bolsa común. Pero Vicente no siguió a su amigo cuando éste emprendió un camino equivocado. Le separaban de él ideas básicas y el concepto mismo de Iglesia. Vicente, evangelizador de los pobres, no podía estar de acuerdo con la práctica jansenista seguida por Saint Cyran y su partido de exigir la contrición y el cumplimiento de la penitencia antes de conceder la absolución sacramental. Un inicio de ruptura se produjo en una tormentosa entrevista celebrada en 1637, al intentar Vicente avisar a su antiguo amigo de los rumores que corrían sobre él de sostener opiniones y prácticas opuestas a la doctrina de la Iglesia. Saint Cyran acabó tachando a Vicente de ignorante y diciéndole que se maravillaba de que su Congregación le aguantase como superior. Ello no obstante, Vicente se mantuvo por entonces fiel a la vieja amistad y cuando Richelieu hizo detener a Saint Cyran encerrándole en el castillo de Vicennes y emprendió su procesamiento. Vicente, citado como testigo, eludió toda palabra de condena, recurrió a evasivas cuando se le interrogó sobre puntos concretos y trató de interpretar en sentido ortodoxo las afirmaciones más sospechosas atribuidas a Saint Cyran. El proceso no llegó a su conclusión por la muerte de Richelieu en 1642 y la subsiguiente excarcelación de Saint Cyran decretada por Mazarino a su acceso al poder. También Saint Cyran falleció poco después {1643) y entonces se abrió una nueva fase de la controversia. La publicación en 1640 del Augustinus, la obra capital de Jansenio, y la activa campaña que los discípulos de Saint Cyran, liderados por el famoso Antonio Arnauld emprendieron para propagar ideas suyas como la de las dos cabezas de la Iglesia e imponer sus prácticas disciplinares, en particular su rechazo de la comunión frecuente señalaron el comienzo de las hostilidades. Vicente, libre de las trabas que hasta entonces le habían puesto consideraciones de amistad personal, tomó sin vacilaciones, como miembro del Consejo de conciencia y como particular, el partido contrario. En el terreno práctico, que era el suyo, fue el líder indiscutible del movimiento antijansenista y el promotor infatigable de la apelación a Roma y de la condenación por ésta del libro y las ideas de Jansenio. Escribió cartas aclaratorias, recabó firmas de obispos y otras personalidades para solicitar la intervención romana, financió y orientó a la delegación que con este objeto se trasladó a la ciudad eterna. Algunas de las más importantes reuniones destinadas a planear la estrategia de la lucha antijansenista se celebraron en su casa de San Lázaro y bajo su presidencia. Fue entonces cuando, en contraste con sus reticencias en el proceso de 1639, declaró: «el señor de Saint Cyran… ni siquiera creía en los Concilios». Cuando el 9 de junio de 1653 se promulgó al fin la condenación de Jansenio, Vicente recibió y comunicó la noticia con alborozo y grandes sentimientos de gratitud al Señor por haber librado a su Iglesia de tan perniciosa herejía. La lucha antijansenista es, en cierto sentido, la culminación de la vocación vicenciana. El triunfo del Jansenismo hubiera dejado sin sentido todo el esfuerzo vicenciano por acercar la religión a los pobres y formar un clero bien entrenado en la administración de los sacramentos. La reforma de la Iglesia francesa, tan animosamente emprendida por un grupito de hombres de buena voluntad entre los que sobresalía Vicente, hubiera entrado en un callejón sin salida o se habría reducido a un tardío remedo de la reforma protestante. Y no olvidemos que, para colocar a Vicente de Paúl, en el papel histórico que le corresponde, hay que ver en él, por encima de cualquier otra consideración, un reformador de la Iglesia. Reducirlo a un mero filántropo, preocupado solamente de la suerte material de los menos favorecidos es empequeñecerle.
La lúcida ancianidad (1653-1660)
En 1653, a los setenta y tres años de edad, Vicente había coronado felizmente sus principales empresas. Se internaba en una ancianidad penosa en lo fisiológico, pero lúcida y laboriosa. Aunque cesado por Mazarino en el Consejo de conciencia, continuó ocupándose de mejorar a la Iglesia y, sobre todo de ultimar los detalles de la institucionalización de sus fundaciones. En 1655 consiguió del Papa Alejandro VII la aprobación de los votos de la Congregación de la Misión y en 1658 distribuyó a sus misioneros, impresas, las Reglas Comunes de la Compañía que luego les explicó punto por punto en las conferencias o pláticas que semanalmente dirigía a la comunidad y que constituyen su verdadero testamento espiritual. Lo mismo hizo con las Hijas de la Caridad. Se negó en cambio a hacerse cargo del Hospital General creado por el gobierno para encerrar a los mendigos. Vicente era enemigo de las medidas de fuerza: «la coacción puede ser un obstáculo a los planes de Dios». Su propósito no había sido nunca suprimir artificialmente la mendicidad y menos aún, ocultarla sin remediarla. Entre las satisfacciones recibidas en sus últimos años figuran la gran misión de Metz, predicada por los sacerdotes de las Conferencias de los Martes con el asesoramiento de sus misioneros y la de ver cómo el Papa hacía obligatorios en Roma los ejercicios a ordenandos predicados en la casa de la Congregación de la Misión de Monte Citorio. Las dos obras capitales de Vicente, la misión y la reforma del clero recibían así el más alto de los refrendas.
Pero los años avanzaban irremediablemente y la salud de Vicente se resentía. Diversas enfermedades la habían minado a lo largo de su vida. Joven aún, una grave dolencia contraída en casa de los Gondi le había dejado como secuela intermitentes hinchazones de las piernas que en ocasiones le impedían andar. Hacia 1620 empezó a padecer una fiebre periódica -mi fiebrecilla, la llamaba él- que le asaltaba a intervalos irregulares y era posiblemente alguna especie de paludismo. Particularmente graves fueron los ataques que padeció en 1644 y 1649, hasta el punto de que se temió seriamente por su vida, Su última enfermedad puede decirse que comenzó en 1656, con fiebres altísimas e inflamación de la parte inferior de las piernas, hasta la rodilla. Para colmo de males, a primeros de 1658 padeció un accidente al romperse una ballesta de su carroza, que volcó. Vicente recibió una fuerte contusión en la cabeza. Poco después se le declaró un absceso en un ojo, que le producía atroces sufrimientos. A los dolores físicos se sumaron los padecimientos morales. En el curso del último año de su vida vio desaparecer uno tras otro a sus más íntimos colaboradores: Alano de Solminihac, el celoso obispo de Cahors, compañero de armas en la lucha contra el Jansenismo y en otras muchas empresas; Antonio Portail, su primer discípulo y compañero de misión; Luisa de Marillac, la cofundadora de las Hijas de la Caridad; el abad de Chandenier, infatigable valedor de Vicente mediante su conexiones con las altas esferas de la nobleza y de la Iglesia… Vicente lo sufrió todo sin una sola queja. Su estado se agravó aún más en los primeros meses de 1660. Ya no le fue posible salir de su habitación ni siquiera para celebrar la santa misa. La muerte sobrevino el 27 de septiembre de ese año, a las cinco menos cuarto de la mañana, sentado en un sillón junto a la chimenea y rodeado de sus hijos espirituales que, solícitamente, se turnaban para cuidarle y sugerirle piadosas jaculatorias. Antes de morir bendijo, a petición de los presentes, todas y cada una de sus obras. Su última palabra antes de morir fue el nombre de Jesús. Un testigo ocular dice que «permaneció bello y más majestuoso de ver que nunca». Había sido la suya una existencia plenamente realizada que, sin embargo, estaba destinada a producir después de su muerte, sus mejores frutos. De Vicente de Paúl, en efecto, beatificado el 21 de agosto de 1729 y canonizado el 16 de junio de 1737, arranca la poderosa corriente de espiritualidad conocida como vicencianismo cuyos herederos son, ante todo, los miembros de la Congregación de la Misión, las Hijas de la Caridad, la comunidad más numerosa de la Iglesia, las asociaciones seglares fundadas por él o bajo su inspiración, como las Voluntarias de la Caridad y las Conferencias de San Vicente de Paúl, pero que pertenece a la Iglesia entera, que por Vicente de Paúl, descubrió una nueva dimensión del Evangelio.
Bibliografía
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