San Vicente de Paúl y los Gondi: Capítulo 14

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Régis de Chantelauze · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1882.
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Capítulo XIV

Vicente de Paúl durante la Fronda. – El cardenal de Retz cabeza de los Frondistas. – Vicente diplomático y gran capellán de Francia. – Plenos poderes que le da Luis XIV, lo mismo que a los sacerdotes de la Misión. Vicente proclamado padre de la patria. – Sus negociaciones en favor de la paz. – Sus cartas al cardenal Mazarino. – Arresto del cardenal de Retz.

Hasta la publicación del libro de Alfonso Feillet, la Miseria en el tiempo de la Fronda, se andaba lejos de suponer de qué terribles plagas fue presa Francia durante los cinco años que duró esta fatal guerra civil; y, por otra parte, no se conocía sino imperfectamente el grande y noble papel, a la vez totalmente pacífico y caritativo que, durante todo ese tiempo, no cesó de desempeñar Vicente de Paúl. Los autores de las Memorias contemporáneas, gentilhombres en su mayor parte, solo han hallado interés en el relato de las intrigas políticas y galantes de los grandes señores y de las grandes damas de su tiempo; en el espectáculo de la lucha de los príncipes, del cardenal de Retz y de sus frondistas contra la corte y Mazarino; en el cuadro de las tormentosas sesiones del Parlamento, en las que se ponía precio a la cabeza del cardenal ministro; en los brillantes combates que se libraban los dos mayores capitanes de su siglo, Condé y Turena. Bien por indiferencia, bien por cálculo, han echado un velo sobre el aspecto más sombrío, el más lamentable de este drama tragicómico; se olvidaron de decirnos que, en París y en varias provincias, la peste y el hambre que acompañaban a los ejércitos, segaron a miles de hombres de entre las clases pobres. En este capítulo, así como en la admirable entrega de Vicente de Paúl y en sus negociaciones en favor de la paz, el libro de Alphonse Feillet ha sido una verdadera revelación. Nosotros completaremos lo que hay de esencial en su relato por algunas cartas del santo sacadas de su correspondencia, que acaban de publicar, para su uso particular, los RR. PP. Lazaristas.

¡Qué contraste más extraño entre la conducta de Vicente durante la Fronda y la de su indigno alumno, el coadjutor de París! Mientras que Pablo de Gondi, para echar a Mazarino y conquistar el capelo y el ministerio, levanta barricadas, arma a un regimiento contra las tropas del Rey, transforma la cátedra sagrada en tribuna política, se convierte en el jefe de los frondistas y, durante más de cuatro años, con un poder de intriga sin igual, alimenta la guerra civil con sus panfletos, con sus emisarios, con sus manejos secretos entre el pueblo, en el parlamento, en la nobleza, en el clero y ante el duque de Orléans, lugarteniente general del reino, Vicente de Paúl, con una perseverancia infatigable, con el más noble patriotismo y la caridad más ardiente, se interpone entre los frondistas y la corte, se esfuerza por poner fin a esta lucha impía y llevar auxilios a todas las víctimas de la guerra y del hambre.

Fue pocos días después de las jornadas de las Barricadas del 26 y 27 de agosto, cuando comenzó a jugar este papel de pacificador; pero se puede ver por la carta que vamos a reproducir que los espíritus estaban todavía demasiado recalentados para entregarse a sus exhortaciones. Mazarino se había mostrado hacia ellas tan sordo como el coadjutor, quien decía bien claro que el cardenal no le convencería a él con tanta facilidad como al sr Vicente1.

«Señorita, escribía Vicente a la señorita La Gras2, que se encontraba por entonces en Liancourt, bendito sea Dios por la solicitud que Nuestro Señor os da hacia vuestras queridas hijas y hacia mí, en estas emociones populares. Aquí estamos todos, por la gracia de Dios, sin que Nuestro Señor nos haya hecho dignos de sufrir algo por él en estas circunstancias. Estad segura, por lo demás, que no hay nada que yo haya pensado deber decir que no haya dicho por la gracia de Dios; yo digo con respecto a todo. El mal es que Dios no ha bendecido mis palabras, aunque yo vea las que se dicen de la persona (Mazarino) de quien oís hablar. Es verdad que trato de decirlas de la manera que lo hacen los buenos ángeles, que proponen sin perturbarse, cuando no se hace uso de sus luces. Es la lección que me enseñó el bienaventurado cardenal de Bérulle; y tengo las pruebas de que no tengo gracia, sino que lo estropeo todo, cuando las uso de diferente manera…»

Pero si bien Vicente no hizo causa común con los malos ángeles, es decir con los frondistas, como compartía la opinión de ellos sobre Mazarino, y nadie hubiera tenido nunca una libertad de hablar tan grande como él, creyó prestar un verdadero servicio al Rey y al Estado, aconsejándole que abandonara Francia. El cardenal, lejos de seguir este consejo, no le perdonó nunca, se dice, este exceso de franqueza.

Durante el sitio de París, cuando la política a ultranza de la regente, demasiado bien servida por los implacables rigores de Condé, hubo hecho sentir a los Parisinos todos los horrores del hambre, un solo hombre se atrevió a hacerles escuchar la voz de la clemencia, es otra vez Vicente quien aboga en favor de los sitiados y quien, por su diplomacia llena de dulzura, se esfuerza, pero en vano, por calmar los sentimientos de venganza de Ana de Austria. Un papel de él a la Reina, descubierto por Alphonse Feillet, nos revela a la vez todo lo que él mostró en esta circunstancia de caridad y de firmeza en su lenguaje:

«Señora, París se siente contento maravillosamente cuando ha sabido que la incomparable bondad del Rey y la de Vuestra Majestad querían que, sin impedimento, se trajera trigo; pero esta alegría se ve seguida en un poco de tristeza, porque la gente de guerra no permite dejar a las trops recoger los trigos, como yo lo he visto, sino que corren a los propietarios que se atreven a acercarse para hacer sus cosechas. Suplico muy humildemente a Vuestra Majestad que tenga a bien que le haga esta observación, porque Ella me ha hecho el honor de decirme que el Rey no ha prohibido que los que han sembrado las tierras recojan los frutos, y que yo sé que, si es del agrado de Su Majestad y de la Vuestra remediar el impedimento que se les hace, ello contribuirá grandemente a persuadir al pueblo que Ellas le son mejores de lo que se pueda pensar».

Después de esta carta, continuaron los estragos como antes. Pero este fracaso, lejos de desanimar el celo de Vicente, le dio un nuevo impulso. Movido a compasión ante la vista de todos los males que sufrían los Parisinos, tuvo el valor de salir de San Lázaro3, atravesar el campo infestado de bandas de saqueadores y presentarse en Saint-Germain, para suplicar a la regente que pusiera fin a los horrores del asedio. Había tenido la precaución antes de salir, de no ver a nadie de los frondistas, a fin de poder afirmar a la Reina con toda conciencia que, para intentar dar este paso, él no había tomado consejo más que de sí mismo, y que no había sido acordado con nadie. Escribía al primer presidente del Parlamento, Mathieu Molé, que su único propósito al acudir a Saint-Germain, ante la corte, era trabajar en la paz, y que si él no lo había visto antes de salir de París, era para no despertar ninguna sospecha en el espíritu de la Reina. Este viaje de Vicente no tuvo más éxito que su carta. Ana de Austria, entera en su venganza, no prestó esta vez ninguna atención a las súplicas del hombre de Dios.

Mientras que él se agotaba en vanos esfuerzos para calmar los resentimientos de esta princesa, los panfletarios no la perdonaban más que ella en sus Mazarinades. La acusaban principalmente de haber prestado su ministerio a un pretendido matrimonio secreto entre la Reina y el cardenal Mazarino. Se puede leer en la Requête civile contre la conclusion de la paix:

«Si es verdad, lo que se dice, que ellos (la regente y el cardenal) estén liados juntos por un matrimonio de conciencia, y que el P. Vicente, superior de la Misión, haya ratificado el contrato, ellos pueden todo lo que hacen, y más lo que nosotros no vemos».

En otro panfleto, de un cinismo más repugnante todavía, se halla una lista fantástica de los amantes supuestos de Ana de Austria: Montmorency, Buckingham, Leganez y Mazarino, con quien se la pretende siempre casada por el P. Vicente. Más tarde, después del regreso de Luis XIV a París, el populacho, presa de un furor bestial contra el santo hombre, a quien acusa de mazarinismo, se precipita sobre San Lázaro, donde cada día se le distribuye pan en abundancia, y lo habría saqueado, sin la intervención de los guardias de corps del joven Rey.

Vicente, condenado a la impotencia entre el ejército real y el de los Parisinos, creyó no tener otra cosa que hacer que visitar en las provincias a las diversas casas de su Orden, que comenzaban a sufrir por los primeros desórdenes de la Fronda. Pero de lejos o de cerca, su vigilante caridad estaba siempre sobre aviso, y si bien su casa de San Lázato y la granja de Orsigny, que dependía de ella, habían sufrido muchos saqueos, hizo todos sus esfuerzos, en la medida de sus débiles recursos, para venir en ayuda de los Parisinos hambrientos. Hallándose en Mans, el 4 de marzo de 1649, escribía al sr Portail, uno de sus sacerdotes de la Misión, en Marsella: «… Usted sabe las pérdidas que sufrimos no sólo por los trigos que teníamos en Orsigny y en San Lázaro, sino por la privación de todas nuestras rentas (colocadas en gran parte sobre las diligencias), lo que nos ha obligado a descargar a San Lázaro y a los Bons-Enfants, donde ya no hay más que siete u ocho sacerdotes, dieciocho escolares y algunos hermanos. Los demás han sido enviados a Richelieu y otras partes; y todavía se verán obligados a salir cuando ya no haya nada. Del poco trigo que hay, se distribuyen todos los días tres o cuatro sextarios a los pobres, lo que nos sirve de un muy sensible consuelo en los extremos en que nos vemos, y que nos hace esperar de que Dios no nos abandonará». No hay ninguna carta suya, durante su viaje por las provincias, que no se preocupe por la suerte de los pobres de París, y por mejores medios de socorrerlos.

Pero, como consecuencia de la guerra civil, las rentas habían sufrido una baja considerable, todos los demás valores estaban más depreciados todavía, el dinero se había hecho extremadamente raro. San Lázaro, agotado por todas sus caridades, iba a tener falta de trigo también, cuando la paz fue firmada en Saint-Germain, lo que permitió a los misioneros, por medio de algunos empréstitos, hacer nuevas provisiones para atender a la angustia de los Parisinos.

Durante ese tiempo, Vicente, abrumado de asuntos y fatigas, había caído gravemente enfermo en Richelieu. No pudo regresar a París hasta mucho tiempo después de la paz de Saint-Germain, y esta larga ausencia nos explica porqué, durante el tiempo de la Fronda, no fue colocado hasta bastante después por el Rey a la cabeza de la asistencia pública. Según Abelly, su intervención no se manifestó de nuevo, sino de una manera más eficaz, hasta después del asedio de Guisa (2 de julio de 1650). Al retirarse, el ejército real y el de los Españoles habían dejado abandonados por los caminos a un gran número de soldados heridos y enfermos que, por centenares, morían de hambre o por las heridas. Vicente, movido por la suerte de estos desdichados, y encontrando en una dama jansenista, la presidenta de Herse, una auxiliar caritativa, envió a los sitios a dos de sus sacerdotes de la Misión, con una suma de quinientas libras. Pero el número de las víctimas de la guerra era tan alto, ya en Picardía, ya en Champaña, que Vicente se vio obligado a hacer una llamada urgente a sus damas de caridad, y a rogar a Francisco de Gondi, arzobispo de París, que mandara a sus predicadores que movieran, desde lo alto de sus púlpitos, la caridad de los fieles en favor de estas dos provincias. Enseguida se volvieron a abrir todas las bolsas que había cerrado el terror causado por la guerra civil; y la reina de Polonia, María de Gonzaga, «esta hija de Port-Royal», envió doce mil libras a la Madre Angélica, para las provincias angustiadas, pero diciéndole que se entendiera con el sr Vicente, para la repartición de esta suma4.

Vicente puso en pie dos cofradías admirables: a los Sacerdotes y a los Hermanos de la Misión, y a las Hijas de la Caridad, que ya habían prestado los mayores servicios en medio de los desastres de la Lorena. Manda salir inmediatamente para la Picardía y la Champaña a seis de sus misioneros y a cierto número de sus Hijas. En Guisa, en Ribemont, en Laon, en la Fère, en San Quintín, en Marle, etc., una espantosa mortandad había diezmado a la población, y el número de los enfermos, privados de todo socorro y muriéndose de hambre en la paja podrida, era espantoso. Vicente, a fin de darse cuenta de una parte del mal se trasladó en persona a Noyon y a Chauny.

Jamás los desórdenes de las gentes de guerra habían llegado más lejos. No eran sólo los Españoles quienes se entregaban a los últimos excesos, que devastaban los campos, que asaltaban las cosechas, que saqueaban los pueblos, eran también los soldados del ejército real. Nubes de campesinos, que huían de sus casitas incendiadas, andaban errantes a la aventura con sus mujeres y sus hijos para mendigar el pan. Después del combate, muertos y heridos quedaban abandonados, unos sin sepultura, otros sin auxilio. No se distinguían en nada las tropas del Rey de las del enemigo; no se encontraba ya disciplina, ni piedad, ni respeto por las cosas más santas. Los misioneros de Vicente habían sido detenidos por los bandidos del conde de Harcourt y de Turena, y todo lo que llevaban para los pobres y los heridos entregado al pillaje.

Vicente protestó con toda fuerza contra esta abominable violación de los derechos de la guerra, y la regente y el Rey, para poner fin a tales excesos, publicaron una orden que daba plenos poderes a Vicente y a sus misioneros para reparar los males sin número de la guerra civil, que declaraba a sus personas inviolables y sagradas, y prohibía a los soldados, bajo pena de muerte, cometer el menor robo en su daño. Esta orden que lleva fecha del 14 de febrero de 1651, ha sido sacada de nuevo a la luz por Alphonse Feillet. Ella constituye un título demasiado glorioso para Vicente de Paúl para que no pongamos algunos fragmentos a los ojos del lector:

» Su Majestad habiéndose informado que los habitantes de la mayor parte de los pueblos de sus fronteras de Picardía y de Champaña se ven reducidos a la mendicidad y a una completa miseria, por estar expuestos al pillaje y hostilidades de los enemigos, y al paso y alojamiento de todos los ejércitos; que varias iglesias han sido saqueadas y despojadas de sus ornamentos, y que para sostener y alimentar a los pobres y reparar las iglesias, varias personas de su buena ciudad de París hacen grandes y abundantes limosnas, que se emplean muy útilmente por los sacerdotes de la Misión del sr Vicente y otras personas caritativas enviadas a los lugares donde ha habido más ruinas y más daños, de suerte que un gran número de esta pobre gente se han visto aliviados en la necesidad y en la enfermedad; pero que mientras se hacía esto, las gentes de la guerra, al pasar y alojarse en los lugares donde dichos misioneros se encontraban se han apoderado y salteado los ornamentos de iglesia y las provisiones de víveres, ropas y otras cosas que iban destinadas para los pobres, de manera que no tienen seguridad por parte de Su Majestad, les sería imposible continuar una obra tan caritativa y tan importante para gloria de Dios y alivio de los súbditos de Su Majestad; deseando contribuir en ello con todo cuanto pueda estar en su poder, Su Majestad, por consejo de la Reina regente, prohíbe muy expresamente a los gobernadores y lugartenientes generales en sus provincias y ejércitos, mariscales y maestres de campo, coroneles, capitanes, etc… franceses y extranjeros, alojarse ni permitir que se alojen ninguna gente de guerra en los pueblos de las dichas fronteras de Picardía y de Champaña, para las cuales los sacerdotes de la Misión les pidan salvaguarda para asistir a los pobres y a los enfermos, y realizar en ellas la distribución de las provisiones que lleven, para que estén en plena y entera libertad de ejercer su caridad en la manera y a aquellos a quienes les parezca. Prohíbe, asimismo, Su Majestad a todas las gentes de guerra que se apoderen de nada de los sacerdotes de la Misión ni de las personas empleadas con ellos o por ellos, con pena de vida, tomándolos bajo su protección y salvaguarda especial, imponiendo muy expresamente a todos los magistrados, senescales, jueces, prebostes de mariscales, etc. … mano dura en la ejecución y publicación de la presente, y persecución de los contraventores, de suerte que el castigo les sirva de ejemplo, etc.5«.

Esta ordenanza que, hasta Fillet, había escapado a la atención de los biógrafos de Vicente de Paúl, es uno de los monumentos que más honran su memoria: «Que se pesen todas las palabras: la confesión del daño al principio de la ordenanza, la barbarie de los soldados llevada hasta ese punto de no respetar ni a los que llegan a llevar auxilio a ellos y a sus víctimas… Esta acta atribuye a Vicente un papel público y oficial… Él es en adelante el Grand Aumonier de la France, en cuyas manos la realeza abdica voluntariamente lo que constituye su más noble privilegio, el poder de hacer el bien6«.

Lo que no puede el tesoro del Estado, medio agotado para sostener la guerra, lo encuentra Vicente en los inagotables recursos de su ingeniosa caridad, despierta siempre, siempre en acción. ¿Quién iba a creer que en las dos provincias más devastadas por la guerra, la Champaña y la Picardía, Vicente, el humilde campesino de las Landas, encuentra medio de distribuir al mes quince mil libras en limosnas, y esto durante casi un año! Nada es más cierto sin embargo, según lo prueba una de sus cartas, de fecha del 20 de mayo de 1651. Y estas sumas tan considerables para la época, y que habría que multiplicar hoy por ocho o por diez, ¿dónde se las encuentra? En la bolsa de sus damas de caridad.

En cada página del libro de Feillet, se trata de los cuadros más horribles, a cual más dolorosos. «La miseria es tan grande, escribe a Vicente el gobernador de Saint-Quentin, que no quedan habitantes ya en los pueblos que tengan siquiera paja para acostarse, y los más calificados de la región no tienen de qué vivir… es lo que me obliga, en el rango en que estoy y el agradecimiento que siento a suplicaros que volváis a ser el Père de la Patrie, para conservar la vida a tantos moribundos y en extrema debilidad, a los que vuestros sacerdotes asisten, y lo hacen con toda dignidad».

Por doquier, al paso de sus misioneros, se eleva un concierto de bendiciones y gratitud. En todas las provincias que han sido presa de la guerra y del hambre, Vicente se preocupa de establecer almacenes de cebada y de trigo, para que se hagan distribuciones regulares a los necesitados.

«Vos proveéis a las necesidades de los pobres con tanto orden y celo, le escribe el presidente y lugarteniente general de Rethel, por los sacerdotes de vuestra congregación a quienes empleáis en todos los lugares circunvecinos donde los pobres se ven reducidos al pasto de los animales, hasta comerse perros, como yo he visto a pobres. Ellos han salvado la vida a un número incalculable de personas y han consolado y asistido a los otros hasta la muerte».

Pronto las demás provincias, en particular la Normandía, la Provenza y la Borgoña, ofrecieron un espectáculo más lamentable que la Picardía y la Champaña. Como consecuencia del paso de los ejércitos, de las malas cosechas y del hambre, se declaró la peste por allí y allí hizo estragos con la más extrema violencia. En Rouen, se llevó a cuatro mil personas en quince días. En los hospitales de Normandía, se veían amontonados en el mismo lecho hasta ocho o diez enfermos; la peste irrumpió produciendo espantosos desastres; diecisiete mil personas perecieron allí. En los hospitales de París, donde entró el contagio en 1652, la mortandad no fue menos terrible. Veintidós médicos encontraron la muerte, cuidando a los apestados. En Borgoña, en Provenza, durante el año de 1651, los mismos desastres causados por la peste. ¿Qué podían hacer los misioneros de Vicente en medio de tantas calamidades?

«Nuestra pobreza aumenta con las miserias públicas, escribía el 1º de marzo de 1652; las confusiones nos han quitado de una vez veintitrés mil libras de renta ya que, fuera de la privación de las ayudas (rentas sobre las bebidas), los coches no andan ya7… Somos ahora treinta y cinco sacerdotes; ya podéis pensar cuáles son nuestras dificultades para subsistir».

El 21 de junio siguiente, escribía al sr Lagault, doctor en Sorbona, que había sido enviado a Roma, con François Hallier, otro doctor en Sorbona y síndico de la Facultad de teología, para combatir allí al partido jansenista:

«Le diré, a propósito del descenso solemne del relicario de santa Genoveva y de las procesiones generales que se han hecho para pedir a Dios el cese de los sufrimientos públicos, por la intercesión de esta santa, que nunca se ha visto en París más concurso de gente, ni de devoción exterior. El efecto de esto ha sido que antes del octavo día, el duque de Lorena, que tenía su ejército a las puertas de París, y que estaba él mismo en la ciudad, ha levantado el campo para volverse a su región, habiendo tomado esta resolución en el momento que el ejército del Rey iba a caer sobre el suyo. Se continúa también desde entonces tratando de la paz con los príncipes, y se espera de la bondad de Dios que se haga, tanto más cuanto se esfuerzan por apaciguar su justicia por grandes bienes que se hacen en París, con relación a los pobres vergonzantes y con la pobre gente de los campos que se han refugiado aquí. Se da cada día potaje a catorce o quince mil que se morirían de hambre sin este socorro. Y también, se ha retirado a las jóvenes a casas particulares, en número de ocho o novecientas; y se va a enclaustrar a todas las religiosas refugiadas que se alojan por la ciudad… en un monasterio propuesto a este efecto, donde serán dirigidas por las Hijas de Santa María».

El 21 de junio, Vicente pintaba al sr Lambert, superior de la casa de Varsovia, un cuadro de los más penosos de la miseria de París.

Pocos días después el 2 de julio, se libraba el famoso combate del arrabal de San Antonio, entre los dos mayores capitanes del siglo, Turena y Condé. El príncipe estaba ya a punto de entrar rodeado por el pequeño ejército del mariscal de la Ferté, que marchaba al socorro de Turena, cuando la Gran Señorita (Ane-Marie-Louise d’Orléans) mandó sacar el cañón de la Bastilla sobre las tropas del Rey y forzó a los Parisinos a abrir sus puertas a Condé. Dos días después, el 4 de julio, tenía lugar en el Ayuntamiento una asamblea de los más notables burgueses de París. Como se mostraban titubeantes en abrazar la causa de Condé contra la del Rey, una multitud inmensa y amenazadora, enteramente entregada al príncipe, y en la que se habían infiltrado gran número de sus soldados disfrazados, invadió de repente la plaza de Grève y conminó a la asamblea para que firmara un decreto de unión con Condé, para poner fin a sus vacilaciones, el populacho se precipita sobre el Ayuntamiento, le pega fuego, degüella a cierto número de burgueses, arranca a la asamblea aterrorizada el decreto de unión. Es lamentablemente cierto que los soldados del príncipe, apostados en las ventanas de las casas, hicieron fuego sobre el Ayuntamiento, y que fue debido a este abominable atentado que se rindiera Condé, pero tan sólo por algunos días, dueño de París y del Parlamento, él forzó a este último a renovar los decretos de proscripción contra Mazarino y a declarar al duque de Orléans lugarteniente general del reino.

La corte se encontraba entonces en Saint-Denis, a donde había llegado a reunirse con ella el cardenal Mazarino. Nunca había ofrecido la guerra civil, desde el comienzo de la Fronda, un espectáculo más espantoso y más amenazador. Condé parecía resuelto a llevar las cosas al último extremo, si la corte se negaba a ceder a sus enormes pretensiones, y ella sabía todo lo que tenía que temer de él. Vicente de Paúl, con el fin de conjurar las nuevas desgracias que iban a caer sobre Francia, trató de ponerse por medio nuevamente entre los príncipes y la corte. Tuvo varias entrevistas con Condé, con la Reina, con Mazarino, y tuvo la audacia de aconsejar a éste último, para poner fin a los disturbios, que dejara otra vez Francia. Veamos una muy curiosa carta que le dirigía, poco después del incendio del Ayuntamiento, para darle cuenta de sus negociaciones y para comprometerle a volver al camino del exilio:

«Suplico humildemente a Vuestra Eminencia que me perdone por haberme vuelto ayer por la tarde sin haber tenido el honor de recibir sus mandatos; me vi obligado a ello, por sentirme mal. El sr duque de Orléans acaba de notificarme que él me enviará hoy al sr d’Ornano (su notario de mandatos) para formularme respuesta, que ha deseado concertar con el Señor príncipe. Dije ayer a la Reina que había tenido el honor de celebrar una conversación con los dos por separado, que fue respetuosa y de gracias. Dije a Su Alteza Real que si se restableciera al Rey en su autoridad y se diera un decreto de justificación8. Vuestra Eminencia daría la satisfacción que se desea (es decir su salida del reino); que difícilmente se podría arreglar este gran asunto por diputados, y que se necesitaban personas de recíproca confianza, que trataran las cosas de buenas a buenas. Él me testimonió, de palabra y gesto, que esto le agradaba, y me dijo que hablaría con su consejo. Mañana por la mañana espero estar en condiciones de llevarle esta respuesta a Vuestra Eminencia».

Pero la actitud de Condé y del Parlamento se había vuelto cada vez más hostil al favorito. El Rey, para romper la resistencia del Parlamento, le ordenó dirigirse a Pontoise, donde residía la corte entonces; pero la gran mayoría de sus miembros se negó a obedecerle.

Desde el incendio y las masacres del ayuntamiento, París era presa de tal terror y de una miseria tan horrible, que la mayor parte de los que se habían mostrado hasta entonces los más ardientes frondistas no aspiraban ya más que a la paz y suspiraban por el regreso del Rey.

Su antiguo jefe, el cardenal de Retz, que había recibido desde hacía algún tiempo la noticia de su promoción a la púrpura (19 de febrero de 1652), se mantenía prudentemente aparte, no se mezclaba más en intrigas, ostensiblemente al menos, y tan sólo esperaba la ocasión de hacer olvidar su pasado mediante un trámite deslumbrante en favor de la paz. Implacable enemigo de Condé, no pudiendo sacar nada en limpio del duque de Orléans, cuyo espíritu débil, irresoluto, sin cesar presa de terrores a menudo imaginarios, no le daba ninguna esperanza de continuar la lucha, Retz no pensaba ya, como él mismo lo dijo, más que en salir con honra del juego. El Parlamento, fiel hasta el final en su odio contra Mazarino, fulminaba contra él sus decretos de destierro y había puesto de nuevo precio a su cabeza. El cardenal, de acuerdo con la corte, había renovado la comedia que había representado ya varias veces; había fingido ceder a las amenazas del Parlamento, y se había retirado a Bouillon, muy resuelto con todo a regresar a Francia, cuando el cansancio de la gente hiciera posible su regreso. Aprovecharse de su ausencia para pedir la paz al Rey y su vuelta a París, pareció al cardenal de Retz un golpe maestro. Con ello, escapaba a toda sospecha de mazarinismo, y se colocaba el primero como negociador y árbitro de la paz, convertida en el deseo más ardiente de los Parisinos. Retz se abrió con este proyecto a la princesa Palatina, Anne de Gonzaga, cuyo genio político él conocía. La princesa le propuso precipitar las cosas y sorprender a la corte, para que Mazarino exiliado no tuviera tiempo de oponerse a un paso que podía asegurar a su rival la impunidad y hasta el favor real. Esta clara previsión de la princesa estaba tan bien fundada, que Mazarino, cada vez más inquieto por el silencio del hombre a quien más temía en París, escribía a uno de sus confidentes, en septiembre de 1652, esta carta característica, que hace ya prever la catástrofe final del antiguo jefe de la Fronda: «Os conjuro que os dediquéis a romper, por todos los medios posibles, los designios del cardenal de Retz, y tener como artículo de fe que, no obstante todas las cosas hermosas que haga y las protestas de su pasión al servicio de la Reina, y querer servirme sinceramente y empujar al sr príncipe, no tiene nada bueno en el alma, ni para el Estado, ni para la Reina, ni para mí. Conviene pues guardar bien las apariencias y evitar que se introduzca y que pueda jugar aparentemente, ni en la corte, ni en París, el personaje de servidor del Rey, bien intencionado, ya que es incapaz de serlo nunca. No os costará gran cosa con la Reina en esto, puesto que le conoce demasiado bien para fiarse nunca9«.

Antes de referir el viaje que hizo el cardenal de Retz a Compiègne, a la cabeza de su clero, para pedir la paz al Rey y su regreso a París, es indispensable recordar al lector las diversas tentativas que hizo Vicente con el mismo propósito, y que precedieron a este viaje. Hemos visto cómo, en varias ocasiones, bajo la antigua Fronda, había tratado, con miras a la paz, de poner a prueba su crédito ante la Reina y Mazarino, y qué mal le había salido. Durante la residencia de la corte en Saint-Denis, había intentado, no menos vanamente reconciliar al Rey y a los príncipes (julio de 1652). En el mes de agosto siguiente, había dirigido al papa Inocencio X una carta conmovedora para implorar sus plegarias y su intervención, «con el fin de reunir a la casa real y de apagar la guerra civil». Pero el Papa, muy poco satisfecho de la política galicana de Mazarino, se había guardado mucho de ayudarle, echándole una mano a una reconciliación de los príncipes con la corte.

Por una extraña coincidencia, que se podría creer a primera vista efecto de un acuerdo entre el cardenal de Retz y de Vicente de Paúl, éste, el 11 de septiembre de 1652, es decir la víspera misma del viaje de Retz a Compiègne, dirigió al cardenal Mazarino una carta de las más importantes sobre el estado de la gente en la capital, carta que nos revela al propio tiempo por su parte un notable talento diplomático. ¿Fue acaso inspirada esta carta a Vicente por su antiguo alumno? En un principio nos sentiríamos tentados a suponerlo, tan digna es del genio de Retz, por la extrema habilidad que en ella se descubre en cada línea; pero Vicente declara con toda seriedad a Mazarino que no se lo ha comunicado a nadie en el mundo, y la palabra de Vicente debe sernos suficiente. Esta es la carta, que nos muestra a Vicente bajo un aspecto totalmente nuevo de un negociador muy al corriente de las cuestiones más delicadas, y conocedor de las soluciones con tanta prudencia como destreza en las cuestiones más difíciles. En ella se verá sobre todo con qué arte y qué recursos aconseja al cardenal Mazarino que no vuelva a París con el Rey, lo que podría volver a prender el fuego de la sedición, pero que provoque él mismo el regreso del Rey, sobre quien ya se sabe que su influencia es grande, lo que le conciliará poco a poco los espíritus más hostiles y hará pronto fácil su propio regreso.

«París, a 11 de septiembre de 1652.

«Monseñor,

«Me tomo la confianza de escribir a Vuestra Eminencia. Yo la suplico que la reciba con agrado y que le diga que veo ahora la ciudad de París recobrada del estado en que estaba, y pedir al Rey y a la Reina a voz en cuello; que no voy a ningún lugar y no veo a nadie que no me hable de lo mismo. No hay hasta las Damas de la Caridad, que son las primeras de París, que no me digan que si Sus Majestades se acercan, que irían un regimiento de Damas a recibirlas en triunfo. Y según eso, Monseñor, pienso que Vuestra Eminencia hará un acto digno de su bondad aconsejando al Rey y a la Reina que vuelvan a tomar posesión de su ciudad y de los corazones de París. Pero como hay muchas cosas que decir contra esto, estas son las dificultades más importantes y la respuesta que yo les doy y que yo suplico muy humildemente a Vuestra Eminencia que lea y considere.

«La primera es que habiendo todavía cantidad de almas buenas en París y de burgueses que están en los sentimientos que digo, hay sin embargo cantidad de otras que son de sentimiento contrario, al menos no conozco a nadie, y que los indiferentes, si los hay, serán arrastrados por la multitud y la fuerza de los que ponen calor en ello, que es la mayor parte de París, quizás aquellos que temerían la tocada10, si no esperaran la amnistía.

«En segundo lugar que hay razón para temer que la presencia de los jefes del partido contrario haga repetir la jornada del Palais11 y la de la casa de la ciudad12; a lo que respondo que uno de ellos13 estará encantado por esta ocasión para arreglarse con el Rey, y que el otro14, viendo París devuelto a la obediencia del Rey, se someterá, de lo que no se ha de dudar, lo sé de buena tinta.

«En tercer lugar, algunos irán tal vez a decir a Vuestra Eminencia que hay que castigar a París para que recobre la cordura; y yo pienso, Monseñor, que conviene que Vuestra Eminencia se acuerde de cómo se comportaron los reyes bajo los cuales se revolucionó París; hallará que procedieron con suavidad, y que Carlos VI, por haber castigado a un gran número de rebeldes, desarmado y quitado las cadenas de la ciudad15, no hizo sino echar leña al fuego e incendiar lo demás, de manera que durante dieciséis años continuaron la sedición, contradijeron al Rey más que antes, y se coaligaron para ello con los enemigos del Estado, y por fin a Enrique III, ni el propio Rey16, no les fue bien por bloquearlos. Decir que Vuestra Eminencia firmará la paz con España, y volverá triunfante a caer sobre París y ponerle en razón, yo respondo, Monseñor, que mucho menos se establezca mejor en los espíritus del reino por la paz con España; que por el contrario adquirirá más odio que nunca, en el supuesto que se devuelva al Español todo lo que tenemos suyo, como se dice que quiere hacer Vuestra Eminencia…

«Que se piense que antes del regreso de Sus Majestades a esta ciudad, es mejor tratar con España y los señores príncipes, permitidme que os diga que en tal caso París se verá comprendido en los artículos de la paz y ganará con su amnistía de España y de dichos señores, y no del Rey, de quien recibirá un agradecimiento tal , que se declarará en su favor en la primera ocasión.

«Algunos podrán decir a Su Eminencia que sus intereses particulares requieren que el Rey no reciba en gracia a este pueblo, y no vuelva a París sin Ella, pero que conviene embarullar los asuntos y mantener la guerra, para dar a entender que no es Vuestra Eminencia la que levanta la tempestad sino la malignidad de la gente que no quieren someterse a la voluntad de su príncipe. Respondo, Monseñor, que no importa tanto que el regreso de Vuestra Eminencia sea antes o después del Rey, mientras sea, y que el Rey restablecido en París, Su Majestad podrá mandar volver a Vuestra Eminencia cuando guste, y estoy seguro de ello. Además, si es que vuestra Eminencia, que tiene en consideración principalmente el bien del Rey, de la Reina y del Estado, contribuye a la reunión de la casa real y de París, y a la obediencia del Rey, con toda seguridad, Monseñor, volverá a ganarse las mentes, y en poco tiempo será llamada, afortunadamente, como ya he dicho; pero mientras que la gente se halle alborotada, es de temer que nunca podrá lograrse la paz en estas condiciones, por tratarse de la locura popular, y la experiencia nos enseña que los que están heridos de esta enfermedad no curan nunca por lo mismo que falseó las ruedas de su mente. Y si es verdad, como se dice, que vuestra Eminencia ha dado orden de que el Rey no escuche a los señores príncipes, que no les dé pasaportes para acudir a Sus Majestades, que no se escuche ninguna representación ni delegación, y que a este efecto Vuestra Eminencia ha colocado con el Rey y la Reina a extranjeros, sus criados, que cierran las entradas por todos los lados a fin de impedir que se hable con Sus Majestades, es mucho de temer que esto continúe, que la ocasión se pierda. Si Vuestra Eminencia aconseja al Rey que venga a recibir las aclamaciones de este pueblo, se ganará los corazones de aquellos del reino que saben bien de lo que es capaz ante el Rey y la Reina, y todos deberemos esta gracia a vuestra Eminencia.

«Esto es, Monseñor, cuanto me atrevo a proponeros, en la confianza de que no lo veáis con malos ojos, sobre todo cuando sepáis que no se lo he dicho a nadie del mundo más que a un servidor de Vuestra Eminencia, a quien me doy el honor de escribirle, y que no estoy en comunicación con mis antiguos amigos, que tienen los sentimientos contrarios a la voluntad del Rey17; que no he comunicado la presente a nadie, y que viviré y moriré en la obediencia a Vuestra Eminencia, a la que Nuestro Señor me ha dado de una manera particular. Por todo lo cual os aseguro, ser para siempre, Monseñor, vuestro muy humilde, obediente y muy fiel servidor.

Vicente de Paúl.»

Al día siguiente del día en que se escribió esta carta, el cardenal de Retz, sin sospechar de las instrucciones que había enviado Mazarino contra él a la corte, ponía en marcha el plan que había concertado con la princesa Palatina. Esperaba, desempeñando, al final de la Fronda, el papel de pacificador general, al que le llamaba bastante naturalmente su doble calidad de arzobispo de París y de cardenal, no sólo a entrar en gracia a la corte, sino también a ganarse quizá, en ausencia de Mazarino, el favor de la Reina. Tenía, además, un pretexto muy oportuno para dirigirse a Compiègne, y era ir a recibir de las manos del Rey, su capelo de cardenal, que hacía poco había llegado de Roma. El 12 de septiembre, se puso pues en camino con una larga fila de carrozas, llenas de canónigos del capítulo de Nuestra Señora y de los párrocos de París, escoltados por los guardas del duque de Orléans y por numerosos gentilhombres a caballo. El joven Rey y la Reina madre se reservaron hasta el punto de darle una buena acogida; Retz mismo, tan fino de ordinario, por un momento se vio engañado. Recibió en primer lugar, en gran ceremonia, de las manos de Luis XIV, el gorro de cardenal; luego, en presencia de toda la corte, «el hábil burlón» pronunció una arenga muy elocuente, llena de sentimientos elevados, y tal como era de esperar de un hombre capaz de representar todos los papeles. El Rey, con el fin de meditar su respuesta con tranquilidad, esperó hasta el día siguiente para transmitírsela por escrito. A través de las palabras de una aparente suavidad, hacía esperar su regreso próximo a París, con tal que, añadía señalando con medias palabras al jefe de la nueva Fronda, al príncipe de Condé y sus partidarios, con tal que los Parisinos hicieran algo para apresurarlo, «no aguantando más el poder violento de los que querían hacer proseguir los disturbios, que habían expulsado a los enemigos extranjeros y domésticos, opresores de sus libertades, para recibir al rey Enrique el Grande en su ciudad».

Los Parisinos, hacía algunos meses, habían asistido, efectivamente, a un espectáculo extraño: habían visto ondear en el Puente Nuevo las banderas y los estandartes de España., y cruzarse por sus calles, con toda libertad, las fajas amarillas de Lorena, amarillo pálido (isabelinas) de Condé y fajas azules del duque de Orléans. Solas, las fajas blancas del Rey estaban proscritas del escenario18. La respuesta de Luis XIV distaba mucho de lo que había esperado el cardenal de Retz, había llegado a esperar concluir la paz en nombre del duque de Orléans y, al conseguir el regreso en gracia de este príncipe, ponerse él mismo a cubierto. Pero la corte tenía otros planes y Retz, en sus Memorias, confiesa que su negociación no tuvo gran éxito. Le remitieron a Servien y a Le Tellier quienes, debidamente soplados por Mazarino, le pagaron con vanas palabras y se guardaron muy bien de concluir nada con él, «de manera que reemprendió el camino de París sin llevarse nada más que su capelo de cardenal19«, y añadamos también la esperanza, un tanto quimérica, de su perdón: feliz todavía y contento por el escaso precio, ya que los ánimos violentos, tales como el abate Fouquet, habían agitado en el consejo de la Reina si había que detenerlo y matarlo; y no había escapado a la prisión o a la muerte más que por miedo a violar, por tal atentado, la fe pública. De regreso a París, Retz se enteró de estos detalles por su padre, a quien se los había revelado el P. Senault, del Oratorio, según órdenes del príncipe Thomas de Savoie, que había asistido a la deliberación, y se había opuesto con fuerza a este plan criminal20.

Poco después, el Rey entraba en París en medio de las aclamaciones de un pueblo inmenso. Condé no había esperado hasta entonces para salir de allí con las escasas tropas que le habían seguido fieles. El héroe de Rocroi y de Lens iba a desempeñar en el campo español el papel de condottiere (capitán de soldados aventureros). El Rey, en un lecho de justicia, le había declarado «criminal de lesa majestad y traidor a la patria», lo mismo que al príncipe de Conti, la duquesa de Longueville, el duque de la Rochefoucauld, el príncipe de Tarento y demás afiliados. El duque de Orléans, el duque de Beaufort, el marqués de Châteauneuf y Broussel, este antiguo ídolo del pueblo, habían sido desterrados. Un único hombre tuvo la ilusión de creer que estaría al abrigo de los rigores del poder, y este hombre, el más culpable de todos, era el antiguo jefe de la vieja Fronda, el cardenal de Retz. Para ahorrarse una violencia contra la púrpura de la que estaba revestido, el Rey la había ofrecido la dirección de los asuntos de Francia en Roma, durante tres años, con el pago de sus deudas y un rico trato para producirse allí en gran figura. Con una imprudencia y una audacia sin igual, Retz no aceptó esta oferta más que a condición de que la corte hiciera justicia con antelación a las pretensiones de sus amigos las cuales, realmente, eran muy exageradas. A partir de entonces se decretó su perdición, y la corte, a fin de apoderarse de su persona, no descuidó nada para adormecer a su vigilancia. Por una palabra artificiosa de la Reina, que había dicho en público, para que corriera la voz, que el regreso del Rey era obra suya, este hombre, tan prudente de ordinario, tan penetrante, tan difícil de engañar, se dejó caer en la trampa como un novicio. Se puso con toda tranquilidad a predicar y a visitar a las señoras. Fiándose un tanto demasiado de la credulidad de sus oyentes y de su ausencia de memoria, tuvo la extraña audacia, en Saint-Germain l’Auxerrois, en la misma presencia de la corte, de pronunciar un sermón contra la ambición. El sermón tuvo por otra parte el mayor éxito. La Rochefoucauld encontró en él el tema tan agradable en la boca de Retz, que escribió a uno de sus amigos «que no se esperaba otra cosa contra los sediciosos». Y en verdad, el nuevo cardenal era muy capaz de ello, él que, en su juventud, habría hecho uno contra la hipocresía.

Llegó hasta tal punto su ceguera y audacia que se atrevió a desafiar a la corte, a pasear por París, con una numerosa escolta, «a ocupar el pavimento», como él mismo decía, esperando que acabaría por capitular y suscribir todas sus exigencias en favor de sus amigos. Pero el tiempo de las bravatas se había pasado, y el joven Rey, alentado por Mazarino, quien le trasladó instrucciones secretas, resolvió acabar con este genio turbulento e incapaz de descansar. Dio orden a Pradelle, capitán de sus guardias, orden escrita y firmada de su propia mano, que aún existe, de detener al cardenal de Retz, muerto o vivo, en caso de resistencia por su parte. Se sabe cómo, el 19 de diciembre de 1652, lleno de una confianza ciega, a pesar de varios avisos secretos que le aconsejaban abstenerse, el prelado se dirigió al Louvre, y cómo fue detenido allí por el marqués de Villequier y de allí conducido al castillo de Vincennes21.

¿Qué debió pensar Vicente de Paúl de la detención de su antiguo alumno? Sus sentimientos sobre este particular no podían ser dudosos, si bien, en los documentos de la época, no queda ningún rastro de esto. El antiguo jefe de la vieja Fronda era seguramente un gran culpable, pero quedaba a cubierto de la amnistía; príncipe de la Iglesia, arzobispo designado de la diócesis de París, revestido de un carácter sagrado, el poder civil no tenían ningún derecho a retenerle en prisión, sin haberle mandado juzgar de antemano por una corte eclesiástica, lo que nunca se llevó a cabo durante todo el tiempo de su detención. Vicente de Paúl no podía pues aprobar esta odiosa violencia de un cardenal contra otro cardenal y, a propósito de un hecho análogo, ya tendremos enseguida la prueba.

  1. Carnets de Mazarino.
  2. París, 5 de septiembre de 1648.
  3. 13 de enero de 1649.
  4. Carta de la Madre Angélica a la señorita de Lamoignon.
  5. Colección Cangé, Ordenanzas militares, t. XXVIII.
  6. La Misère au temps de la Fronde, por Alph. Feillet.
  7. Los misioneros tenían rentas sobre la empresa de los coches.
  8. En favor del príncipe de Condé.
  9. Mazarino a Nicolas Foucquet, procurador general, 6 de septiembre de 1652.
  10. El castigo.
  11. La jornada del 25 de junio de 1652, en que los príncioes de Condé y de Gondi, decleraron en las cámaras en asamblea que tan pronto como el cardenal Mazarino estuviera fuera del reino, ellos ejecutarían fielmente todos los artículos comprendidos en la respuesta del Rey, etc.
  12. Sitio e incendio del Ayuntamiento por los soldados disfrazados del príncipe de Condé.
  13. El duque de Orléans.
  14. El príncope de Condé.
  15. Caatigo de los maillotinos y desrden de los cabochiens, Bourguiñones y Armagnacos.
  16. Luis XIV, bajo la primera Fronda, puso asedio a París.
  17. Alphonse Feillet ha dicho, en una nota de su volumen, la Misère au temps de la Fronde que, en este pasaje, Vicente dssignaba entre otros al cardenal de Retz fuera de los sentimientos del Rey. Es un error, el cardenal deseaba vivamente entonces la vuelta de Luis XIV a París, y se puso incluso, como se verá pronto, a la cabeza de una delegación del clero de París, para ir a pedir la paz.
  18. Antes de la adopción de la escarapela, los ejércitos de Europa se distinguían unos de otros por el color de sus fajas.
  19. Bazin, Histoire de France sous le ministère du cardinal Mazarin.
  20. Mémoires de Retz, edic. Hachette, tomo IV, p. 337 y 338.
  21. Se encontró en sus bolsillos el plan, escrito por su propia mano, que debía predicar en el Oratorio el mes de junio siguiente, y cuyo original de encuentra en la Biblioteca nacional, en los papeles de Le Tellier.

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