San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 6, capítulo 1

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Libro VI. Las Misiones

Capítulo Primero: Teoría de las Misiones

I. Misiones en general. –Misiones populares de san Vicente de Paúl.

La acción de la Iglesia entre los pueblos no es más que una prolongación del apostolado. Entonces, el apostolado es la palabra. Enseñad, hablad, ha dicho el Maestro, y los apóstoles han hablado; han hablado en todas las lenguas, y «el esplendor de su voz se ha extendido por todo el universo; ha repercutido en los extremos de la tierra.» Poco les importaba ser cargados de cadenas como malhechores, mientras que la palabra de Dios no estuviera encadenada. La Iglesia habla pues siempre. Pero hay tiempos, lugares en los que, dueña pacífica de los espíritus, y no teniendo que luchar con más que contra las tinieblas y las debilidades inherentes a nuestra naturaleza, puede limitarse a la palabra ordinaria, a la palabra pastoral. Esta palabra es menos una siembra que una cultura, es menos una espada de combate que un instrumento de edificación. Otra cosa es cuando la Iglesia no encuentra sino elementos rebeldes, tierras donde nada se ha sembrado todavía, inteligencias que, desganadas del bien y de la verdad, tienden a volver al mal y al error. Entonces necesita una palabra primitiva para los pueblos a quienes no se ha anunciado el Evangelio aún, o excepcional para los pueblos que, se olvidan o rechazan la verdad después de haberla recibido. de ahí las Misiones llamadas extrajeras que, más que todas las demás, continúan y remuevan el apostolado; de ahí también las misiones entre los pueblos ya cristianos, pero que la ignorancia y la incuria de los pastores, el oscurecimiento insensible, el abatimiento gradual de las almas, una acción contraria a la de la Iglesia que llega de los hombres o de las circunstancias, retroceden poco a poco hacia el paganismo y la infidelidad.

Esta triple necesidad de las Misiones se hacía sentir a principios del siglo XVII. Hemos dicho en este volumen mismo el estado del clero, su ignorancia, sus desórdenes, y por tanto su incapacidad de cumplir la obra apostólica; la ignorancia también y el desorden de los pueblos, hundiéndose más cada día en el olvido de las verdades cristianas y en la corrupción. Un medio siglo de anarquía política y religiosa había acabado por trastornarlo todo, si no de destruirlo todo en las fe y en las costumbres. Llevados en sentido contrario por mil cabezas diversas, los pueblos no sabían ya a qué atenerse. El sí y el no que oían pronunciar a derecha y a izquierda sobre las mismas cuestiones extraviaban su inteligencia. Las disputas de la ortodoxia y de la herejía, de las que no veían más que la contradicción, confundían sus creencias. La mezcla de poblaciones exteriormente fieles y las que el protestantismo había conquistado ya, traía poco a poco la indiferencia, primero práctica, teórica después, a la espera del ateísmo.

El mal conquistaba sobre todo los campos, más desprovistos todavía de pastores instruidos y vigilantes que las ciudades, más expuestos por consiguiente a ceder a las sugestiones de la herejía y a la invasión de la ignorancia y del desorden moral. Hacia los campos fue también hacia donde se dirigió primeramente el alma apostólica de Vicente de Paúl; o más bien, del apostolado de los campos hizo su obra propio, y en un sentido exclusiva. Ya que, como él nos ha dicho, él no se ocupó de la reforma y de la educación del clero sino para que los campos tuviesen pastores fieles o, según su comparación tan feliz, sino como un conquistador que deja guarnición en los lugares que ha tomado.

Sí, la evangelización de los campos y de los pobres, ésa fue la misión de Vicente y de la Compañía. Misión única en la historia de la Iglesia, decía él también, porque ningún otro cuerpo religioso se lo había propuesto como fin particular y principal.

Y en este aspecto también, Vicente ha sido el hombre de la Providencia. En el tiempo de Richelieu, y en la ciudad de Luis XIV, no se podía predecir el advenimiento tan cercano de la democracia, y Vicente, tan respetuoso con los poderes, tan sumiso a toda autoridad, lo preveía mejor que nadie. Pero Dios, que le había suscitado y le llevaba sin saberlo y como a pesar de él mismo al cumplimiento de todas sus obras, le hacía a tiempo el hombre de los pequeños y de los pobres, entonces tan descuidados, pronto tan amenazadores. Cada santo tiene su propia misión y su rincón que cultivar en la viña del Señor. san Ignacio, caballero de nacimiento y de carácter, da a la Compañía una constitución feudal y militante. Sin descuidar a los pequeños se dirige con preferencia a los grandes, y por los grandes, cabezas entonces de la herejía, él detiene, cuando los ha sometido, los progresos del protestantismo. Incluso en nuestra edad llamada igualitaria, sus hijos continúan apoderándose de los grandes por la dirección y por la educación, y ellos rinden así un gran servicio poniendo el cristianismo a la cabeza de la sociedad. Al mismo tiempo, siempre hijo de un guerrero, prosiguen su lucha eterna contra lo que quiere oponerse a Dios. Cuando la feudalidad queda vencida, y en el reino brillante, pero efímero, de la realeza absoluta, va a suceder el reino de la burguesías primero, luego del pueblo, Vicente de Paúl ataca a la sociedad por abajo, por los pequeños y los pobres; bautiza, suaviza de antemano esta democracia salvaje, entre ella y la aristocracia, entre la pobreza y la riqueza, coloca, no la lucha, sino el lazo de unión de la caridad. Y cuando la democracia amenace destruirlo todo, Dios resucitará el nombre y las obras de Vicente de Paúl, y bajo su bandera se cobijará la esperanza de la sociedad.

Ahí está pues el origen de las Misiones populares de Vicente; su momento y su necesidad. A estas razones particulares vienen a juntarse las razones generales de todos los tiempos, por donde se comprende cómo las Misiones han existido siempre en la Iglesia. existen males a los que los pastores ordinarios no pueden poner remedio. Hombres de todos los días y de todos los instantes, se está demasiado acostumbrado a verlos y a oírlos, para que sus discursos y consejos conserven esa fuerza que penetra y remueve las almas. Un extraño, que se presenta de repente, no provoca ninguna repugnancia, desprendido como está de todo interés humano y local; luego el atractivo de la novedad empuja hacia él; su palabra desconocida produce impresiones nuevas sobre almas hastiadas o paralizadas, y arrastra a las amas a la fe, los corazones a la virtud.

Efectos efímeros, se ha dicho, de los que, pasada la causa, pronto no queda ni rastro, lluvia de tormenta que labra y no fecunda; emoción de imaginación, de nervios incluso, y no de corazón, ni de voluntad; movimiento pasajero más que conversión sólida y duradera. En efecto, ¿cómo, en tan breve tiempo instruir y convencer? Entonces conviene poner el sentimiento en lugar de la doctrina. ¿Cómo poner a prueba las conciencias, reducirlas a sacrificios tanto tiempo rechazados, destruir las costumbres inveteradas? Entonces hay que contentarse con una lágrima de una sensibilidad nerviosa, con promesas que el viento se lleva, con resoluciones que el día siguiente destruye.

Esto es lo que se dice desde el tiempo de Vicente de Paúl; lo que se ha repetido en nuestros días y en circunstancia parecidas, cuando la Iglesia, después del cataclismo revolucionario, ha querido reemprender las Misiones por la cuales se había regenerado Francia después del cataclismo protestante Ya que nada nuevo bajo el sol, nada nuevo en particular contra las objeciones contra la Iglesia, y el liberalismo de la Restauración se habría asombrado no poco si se le hubiera hecho ver que no era más que el eco del abate Barcos y de los jansenistas.

Los hechos responderán ellos mismos, de todas las respuestas la más perentoria. Se verá que las Misiones de Vicente de Paúl. Por su duración, por sus reglamentos, por sus pruebas, eran suficientes para producir una regeneración sincera y sólida; que ellas la han producido, en efecto, en Francia y en el extranjero. Es verdad que se han de considerar en el conjunto de las obras del santo, en el concurso que estas obras se prestaban unas a otras. Las Misiones, coincidiendo y concordando con la reforma del clero, cobraban una fuerza, una vitalidad que aseguraban la duración de sus frutos. estos frutos se ponían bajo la custodia de pastores regenerados, o más bien, el Misionero se contentaba con abrir el surco y arrojar en él la semilla; luego correspondía al pastor cultivar, regar y recoger la cosecha.

Efímeros incluso, los efectos de una Misión no serían despreciables. Es mucho, cuando hay sinceridad, un tiempo de parada en el mal, un regreso momentáneo al bien; es mucho el arreglo ce cuentas de una vida culpable, aunque estas cuentas debieran pronto volverse a cargar con nuevos crímenes: el arreglo definitivo, si debe llegar alguna vez, aunque no fuera hasta la muerte, será así más fácil; más fácil también será la vuelta final a la virtud.

Por otra parte, ¡cómo desaparecen todas estas objeciones, no sólo ante los hechos, sino a la luz y al fuego de los discursos que Vicente dirigía a sus Misioneros! Convencido del mal de los pueblos y de la eficacia del remedio, no cesaba de exhortar a sus hijos a avanzar con valor en esta carrera de las Misiones, que les había abierto Dios por él.

II. Discursos sobre las Misiones. –Virtudes de los Misioneros.

¿No somos bien dichosos, hermanos míos, al expresar con sencillez la vocación de Jesucristo? Ya que, ¿quién es el que mejor expresa el modo de vida de Jesucristo en la tierra, que los Misioneros? No digo sólo nosotros, sino también esos grandes obreros apostólicos de diversas órdenes que dan Misiones dentro y fuera del reino. Oh, hermanos míos, ellos son grandes Misioneros, de los que nosotros no somos más que la sombra. Vez cómo se transportan a las Indias, al Japón, al Canadá, para acabar la obra que Jesucristo ha comenzado en la tierra, y que no ha dejado desde el primer instante. Pensemos que nos dice: Salid, Misioneros; salid, ¡Qué! ¿Todavía estáis aquí? y mirad las pobres almas que os esperan, la salvación de las cuales depende tal vez de vuestras predicaciones y de vuestros catecismos. Es eso, hermanos míos, lo que debemos tener en cuenta; porque Dios nos ha destinado a trabajar en tal tiempo, en tales lugares y para tales personas. Así destinaba él a sus profetas para ciertos lugares y para ciertas personas, y no quería que fuesen a otra parte. Pero ¿qué responderíamos nosotros si alguna de esas pobres almas llegara a morir y a perderse? ¿No habría motivo de reprocharnos que seríamos de algún modo causa de su condenación, por no haberle asistido como podíamos? ¿Y no deberíamos temer que nos pidiera cuentas a la hora de nuestra muerte? Como, por el contrario, si correspondemos fielmente a las obligaciones de nuestra vocación, ¿no tendremos motivos de esperar que Dios nos aumentará cada día sus gracias, que multiplicará más y más a la Compañía, y le dará hombres que tengan disposiciones como las que convienen para trabajar según su espíritu, y que él bendecirá todos nuestros trabajos? Y finalmente todas esas almas que consigan la salvación eterna por nuestro ministerio darán testimonio a Dios de nuestra fidelidad en nuestras funciones.

«¡Qué felices serán aquellos que, a la hora de su muerte, verán cumplirse en ellos estas hermosas palabras de Nuestro Señor: Evangelizare pauperibus misit me Dominus! Ved, hermanos míos, cómo parece que nuestro Señor nos quiera declarar que lo principal de su obra era trabajar por los pobres. Cuando iba los demás no era más que como de paso. No debemos considerar a un pobre campesino o a una mujer pobre según su exterior, ni según lo que parece por sus pensamientos, pues muy a menudo no tienen la figura ni el espíritu de personas racionales, tan vulgares y terrestres son. Pero volved la medalla y veréis por las luces de la fe que el Hijo de Dios, que ha querido ser pobre, está representado en estos pobres; que apenas tenía la figura de un hombre en su pasión, y que pasaba por loco en las mentes de los Gentiles y por piedra de escándalo en las de los Judíos, y con todo ello, se calificó el evangelista de los pobres: Evangelizare pauperibus misit me. Oh, Dios, ¡qué hermoso ver a los pobres, si los vemos en Dios y en la estima que Jesucristo los ha tenido! ¡Desdichados pues de nosotros, si nos hacemos cobardes en servir y en ayudar a los pobres! ya que después de ser llamados de Dios y habernos dado a él para eso, él se confía de alguna manera en nosotros. Recordad estas palabras de un santo Padre: Si non pavisti, occidisti ( -Si no les diste el pan, los mataste), que se entienden en verdad del alimento corporal; pero que se pueden aplicar a los espiritual con tanta verdad, e incluso con más razón. Pensad cuánta razón tenemos de temblar, si llegamos a faltar en este punto; y si, a causa de la edad, o bien bajo pretexto de alguna debilidad o indisposición, llegamos a aflojar o decaer de nuestro primer fervor. En cuanto a mí, a pesar de mi edad, no me doy por excusado de la obligación de trabajar por la salvación de estas pobres gentes; pues ¿quién me lo prohibiría? Si no puedo predicar todos los días, no predicaré más que dos veces a la semana; y si no tengo bastante fuerza para hacerme oír en los grandes púlpitos, yo hablaré en los pequeños; y si no tuviera suficiente voz para ello, ¿quién me impediría hablar sencilla y familiarmente a esta buena gente, como os hablo ahora, mandándoles acercarse y ponerse alrededor de mí como estáis vosotros? Yo sé de ancianos que el día del juicio podrán alzarse contra nosotros, y entre otros de un buen padre jesuita, hombre de santa vida, el cual, después de predicar durante muchos años en la corte, atacado a la edad de sesenta años de una enfermedad que le llevó a dos dedos de la muerte, Dios le dio a conocer cuánta vanidad e inutilidad había en la mayor parte de sus discursos elevados y de sus fanfarrias, de los cuales se servía en sus predicaciones, de manera que le entraron remordimientos de conciencia; lo que fue causa de que, recobrada la salud, pidió y obtuvo de sus superiores permiso de ir a catequizar y exhortar familiarmente a los obres del campo. Pasó veinte años en estos trabajos caritativos y perseveró hasta la muerte; y viéndose a punto de expirar, pidió una gracia, y fue que se le enterrara con su cuerpo una varita de la que se servía en sus catecismos, con el fin, decía él, de que fuera testimonio de cómo él había dejado los empleos de la corte para servir a Nuestro Señor en los pobres del campo.

«Alguno de los que tratan de vivir largo tiempo, podría tal vez temer que el trabajo de las Misiones fuera a acortar sus días y adelantar la hora de su muerte, y por ello buscaría eximirse de él, tanto como le fuera posible, como de una desgracia que debiera temer; pero yo preguntaría a quien tuviere esa idea: «¿Es acaso una desgracia para el que viaja por un país extranjero adelantar el camino a su patria? ¿Es una desgracia para los que navegan acercarse al puerto? ¿Es una desgracia para aun alma fiel ir a ver y poseer a su Dios? Por último, ¿es una desgracia para los Misioneros ir pronto a gozar de la gloria que su divino Maestro les ha merecido con sus sufrimientos y su muerte? ¡Qué! Se tiene miedo a que suceda algo que , que no podríamos desear bastante, y que no llega sino demasiado tarde?

«Pues bien, lo que digo a los sacerdotes, se lo digo también a los que no lo son, se lo digo a todos los hermanos. No, hermanos míos, no creáis que, puesto que no estáis empleados en la predicación, estéis por ello exentos de las obligaciones que tenemos de trabajar en la salvación de los pobres; ya que lo podéis hacer a vuestro modo, quizás tan bien como el mismo predicador, y con menos peligro para vosotros; estáis obligados a ello como miembros del mismo cuerpo que nosotros, lo mismo que todos los miembros del sagrado cuerpo de Jesucristo han cooperado cada uno a su manera en la obra de nuestra redención; ya que si la cabeza de Jesucristo ha sido traspasada de espinas, los pies también han sido traspasados por los clavos con los que estaban atados a la cruz; y si después de la resurrección esta sagrada cabeza ha sido recompensada, los pies también han participado en esta recompensa, y han compartido con ella la gloria con la que ha sido coronada.»1

Vicente respondía a todas las dificultades que los obstáculos sugerían a la debilidad. Entonces escribía: «Tal vez Nuestro Señor tiene el designio de salvar a una buena alma que está en peligro de su salvación y debe morir pronto, la cual, si se pierde, Dios os hará responsable de su pérdida, y a mí con vosotros, si no hacemos su voluntad. Es una prueba que Nuestro Señor quiere hacer de vuestra paciencia, y el espíritu maligno se sirve de esta ocasión para desviar el bien que haréis.» Se os niega alojamiento: «Acordaos que el Misionero de los Misioneros no tenía una piedra para reclinar la cabeza, que le negaron alguna vez la entrada en los lugares donde iba a trabajar, y expulsado él y los apóstoles de algunas provincias.» Hay aldeas apartadas: «Sucede a veces que son más celosas por participar en los fruto de la Misión que las otras. No se necesitan más que uno o dos en cada aldea que nuestro Señor haya tocado que se convierten en predicadores del resto del pueblo.» –Os siguen mal: «Acordaos que Nuestro Señor predicaba un pequeño número de personas, y hasta a una sola, y tal vez ha permitido estas causas de disgusto para predicaros a vos mismo y defendernos a nosotros mismo de la vana satisfacción que buscamos imperceptiblemente en nuestros empleos. Continuad pues, aunque no tengáis más que una sola alma que necesite de vosotros, pensando en la palabra de Nuestro Señor que el buen pastor debe dejar su rebaño de 99 ovejas para ir a buscar la extraviada. Rara vez sucede en estos encuentros que una misión comenzada así no tenga éxito al final, cuando los Misioneros ejercitan las virtudes que se necesitan en estos casos, la paciencia, la humildad, la oración, la mortificación.»2

Nosotros no repetiremos las virtudes que Vicente de Paúl pedía a sus Misioneros: se recuerdan demasiado sus conferencias sobre la humildad y la desconfianza en sí mismo, sobre la fe y la confianza en Dios, sobre la caridad y el celo de las almas, sobre la mansedumbre y la paciencia, sobre la sencillez y la prudencia, sobre el desprendimiento de las cosas de la tierra y la indiferencia respecto de los empleos, de los lugares, de los tiempos y de las personas; sobre todas las virtudes cristianas y apostólicas, en una palabra: «porque los Misioneros deben imitar los depósitos de las fuentes que se llenan de agua antes de echársela a los demás, los canales que se vacían para otros antes de llenarse ellos mismos.»

Podríamos completar estas enseñanzas con extractos de sus cartas, un gran número de las cuales son admirables: «Oh, Señor, escribía a uno de los suyosnote]Desdames, en Polonia, 20 de junio de 1659.[/note], ¡qué precio más alto el de un buen Misionero! Es necesario que Dios los suscite y los prepare; es la obra de su omnipotencia y de su gran bondad. Por eso Nuestro Señor nos ha encomendado expresamente pedir a Dios que envíe buenos obreros a su viña; ya que, en efecto, no se ven buenos, si él no los envía, y de esos, sólo faltan pocos para hacer mucho. Doce fueron suficientes para establecer la Iglesia. universal, a pesar de la sabiduría humana, el poder del mundo y la rabia de los demonios. Roguemos a Dios que comunique el espíritu apostólico a la Compañía, pues la ha enviado a cumplir este oficio.»

Pero es a la humildad a la que llegaba siempre; en efecto, siguiendo una de sus expresiones, no se gana nada con el demonio por el orgullo, ya que él tiene más que nosotros; pero se le pude vencer por la humildad, arma de la que no podría servirse. Todo lo llevaba a la humildad, particularmente en los éxitos: «Os ruego, decía entonces, entrar en estos sentimientos, no pretender por vuestros trabajos otra cosa que confusión e ignominia, y al final la muerte, si Dios lo quiere.¿No debe un sacerdote morir de vergüenza, si busca la reputación en el servicio que tributa a Dios, si muere en su lecho, él que ha visto a Jesucristo recompensado en sus trabajos con el oprobio y el patíbulo? Recordad que vivimos en Jesucristo por la murete de Jesucristo, y que debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo; que nuestra vida debe estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que para morir con Jesucristo es necesario vivir como Jesucristo. Ahora bien, estas bases establecidas, nos entregamos al oprobio y a la ignominia, desaprobamos los honores que se nos hacen, el buen nombre y los aplausos que nos dan, y no hacemos otra cosa que no tienda a este fin…. Humillaos pues sin reservas, viendo que Judas había recibido más gracias que vosotros, y que estas gracias habían tenido más efectos que las vuestras, y que, a pesar de ello, Judas se perdió. ¿Y qué le aprovechará entonces al mayor predicador del mundo y dotado de los más excelentes talentos, haber hecho resonar sus predicaciones con aplauso en todo una provincia, y hasta haber convertido a Dios a muchos miles de almas, si llega a perderse él mismo?»

Sin la humildad y el espíritu de sumisión que la acompaña, la ciencia, el talento, le parecían un peligro para la Compañía. El 19 de setiembre de 1660, 8 días antes de su muerte, cuando inmóvil en su sillón, no podía ya más que responder a las preguntas que se le hacían y transmitir sus órdenes, vinieron a decirle que un sacerdotes de Bons-Enfants, siempre en rebeldía contra los votos y las reglas, y previniendo el golpe que había herido ya a menos culpables que él, pedía su despido. «Oh Salvador! exclamó el santo anciano, a pesar de su caridad tan discreta, qué gracia nos hacéis al librarnos de un sujeto así, brillante hasta ser altanero y soberbio! Oh Señores, ¡qué gracias daremos a Dios, Dios mío, qué bien sabéis dirigir vuestra obra, cómo nos hacéis ver que es vuestra! Oh, bueno, Señores, adoremos, demos gracias y pidamos a la Compañía que se las dé a Dios por habernos librado!»3

De este sentimiento de humildad debía nacer el abandono más absoluto a Dios: «El buen Dio no se rige en sus obras según nuestras vistas y deseos. Debemos contentarnos con hacer valer el poco talento que nos ha puesto en las manos, sin preocuparnos si es más grande o más extenso. Si somos fieles en lo poco, él nos colocará sobre lo mucho, pero eso es de su incumbencia, no de la nuestra. Dejémosle hacer y encerrémonos en nuestra concha. La Compañía ha comenzado sin ningún plan por nuestra parte, se ha multiplicado bajo la sola dirección de Dios sin que nosotros hayamos contribuido más que con la sola obediencia… Yo he estado más de veinte años sin pedir a Dios la propagación de la Compañía, creyendo que si es su obra, había que dejar a su Providencia sola el cuidado de su conservación y de su crecimiento. Pero a fuerza de pensar en la recomendación que se nos hace en el Evangelio que envíe obreros a su cosecha, me convencí de la importancia y de la utilidad de esta devoción… Continuemos haciendo lo mismo. Dio recibirá con agrado este abandono, y nosotros esteremos en paz. El espíritu del mundo es inquieto y quiere hacerlo todo. Dejémosle; nosotros no queremos escoger nuestros caminos, sino andar por los que Dios nos llame. Tengámonos por indignos de que Dios nos llame y que los hombres piensen en nosotros, y eso nos basta. Ofrezcámonos para hacerlo todo y sufrir por todo a su gloria y edificación de su Iglesia. Él no quiere más. Si desea sus efectos, están en él y no en nosotros. Abramos de par en par nuestro corazón y nuestra voluntad en su presencia, sin determinarnos a esto o a aquello, hasta que Dios haya hablado. Roguémosle que nos dé la gracia de trabajar entretanto en la práctica de las virtudes que Nuestro Señor practicaba en su vida oculta.»4

Según eso, la virtud que parecía casi suficiente a los Misioneros para poder ser útiles: «Es suficiente tener buena salud, un espíritu razonable y una buena intención, aunque no tuvieran nada de extraordinario, ni siquiera ningún talento para la predicación: tenemos tantas cosas más que hacer que, por la gracia de dios nadie que quiera trabajo se queda sin él entre nosotros. Al contrario, los simples obreros y más comunes son de ordinario los más propios para nosotros y los más útiles para el pobre pueblo. Dios sabe sacar de las piedras hijos de Abrahán, y Nuestro Señor, habiendo escogido a gentes toscas para sus discípulos, hizo de ellas hombres apostólicos que, sin tener ciencias adquiridas, ni buenas cabezas, ni bellas prestancias, han servido sin embargo de instrumento a su divino Maestro para convertir a todo el mundo. Con tal que los Misioneros sean bien humildes, bien obedientes, bien mortificados, bien celosos y llenos de confianza en Dios, su divina bondad se servirá de ellos útilmente en todas partes, y suplirá otras cualidades que les podrían faltar.»5 Que nos sea suficiente haber añadido este suplemento a las lecciones de Vicente sobre las virtudes del Misionero. Pasemos, según nuestra promesa, a sus enseñanzas sobre la predicación.

III. Manera de predicar. –Revolución en la predicación.

La quería ante todo fundada en la fe y no en la razón. Decía a menudo: «El poco adelanto en la virtud y el defecto de progreso en los asuntos de Dios proviene de que no se apoya lo suficiente en las luces de la fe y demasiado en las razones humanas. No, no, solamente las verdades eternas son capaces de llenarnos el corazón y de dirigirnos con seguridad. Créanme, no se necesita más que apoyarse fuerte y sólidamente en alguna de las perfecciones de Dios, como en su bondad, en su Providencia, en su verdad, en su inmensidad, etc.; no se necesita, digo, más que establecerse bien sobre estos fundamentos divinos para ser perfectos y convertir a los demás en poco tiempo. No estamos diciendo que no sea bueno también convencerse y convencer por razones fuertes y llenas de sentido que pueden servir siempre pero con una subordinación a las verdades de la fe. La experiencia nos enseña que los predicadores que predican de conformidad con las luces de la fe operan más en las almas que los que llenan sus discursos con razonamientos humanos y razones de filosofía, porque las luces de la fe van siempre acompañadas de una cierta unción del todo celestial que se difunde en secreto por los corazones de los oyentes; y de ahí se puede juzgar si no es necesario, tanto para nuestra propia perfección como para procurar la salvación de las almas, acostumbrarnos a seguir siempre y en todo las luces de la fe.»

Esto en cuanto al fondo; en cuanto a la forma, la pedía sencilla y familiar: «No temáis, escribía, anunciar a los pueblos las verdades cristianas con la sencillez del Evangelio y de los primeros obreros de la Iglesia…La reputación de la Compañía debe estar en Jesucristo, y el medio de situarla allí y mantenerla es conformarse a él, y no a los grandes predicadores…Me informáis que os hace falta un buen predicador, o que no se debe ir a predicar después de tantos otros obreros que dan misión y que predican excelentemente. –Nosotros no los tenemos, y si pretendemos instruir al pobre pueblo para salvarle, y no para darnos importancia y recomendarnos, tendremos bastante talento para ello, y con cuanta mayor sencillez y caridad lo hagamos, más gracias de Dios recibiremos para triunfar. Hemos de predicar a Jesucristo y las virtudes como lo hicieron los apóstoles.»6

También citaba los pobres resultados de la elocuencia pretenciosa: «Una vez dimos la misión en un lugar para darnos importancia al difunto Sr. primer presidente de París

Dios permitió un éxito muy contrario, porque la Compañía hizo ostentación de, y más que en otro lugar, de las pobrezas y miserias de nuestros espíritus, y que fue preciso que yo volviese después de la misión a pedir perdón a un sacerdote de rodillas por alguna ofensa que uno de la Compañía le había hecho.»7 Pero estos fracasos eran raros, y Vicente de Paúl debía con frecuencia preparar a sus hijos contra la vanidad del éxito: «Tengan cuidado con la vanidad los que van a misiones, ustedes que hablan en público…Hay que subir al púlpito como a un calvario, para no sacar de ello más que confusión. A veces y muy frecuentemente se ve a un pueblo tan conmovido por lo que le han dicho, se ve que lloran todos; y hasta se ven quienes, yendo más lejos, llegan hasta pronunciar estas palabras: «Bienaventurado el vientre que los llevó y los pechos que los amamantaron»; hemos oído decir semejantes palabras alguna vez. Al oír esto, la naturaleza se satisface, llega la vanidad y aumenta, si no se reprimen estas vanas complacencias y no se busca más que la gloria de Dios, para la cual solamente debemos trabajar; sí, puramente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Ya que servirse de ello para otra cosa , es predicarse a sí mismo y no a Jesucristo. y una persona que predica para hacerse aplaudir, albar, estimar, hacer que se hable de sí, ¿qué hace esta persona, este predicador? ¿Qué hace? un sacrilegio; sí, un sacrilegio!¡Qué, servirse de la palabra de Dios, de las cosas divinas para adquirir honra y reputación, sí es un sacrilegio! Oh, Señor, oh Dios mío, conceded la gracia a esta pobre pequeña Compañía de que ninguno de sus miembros caiga en esta desgracia! Créanme, Señores, no seremos nunca aptos para hacer la obra de dios mientras no tengamos un profunda humildad y un desprecio completo de nosotros mismos. No, si la Congregación de la Misión no es humilde, y si ella no está persuadida de que no puede hacer nada que valga, que es más apta para echarlo a perder todo que para hacerlo bien, no hará nunca gran cosa; pero cuando esté y viva en el espíritu que acabo de decir, estará preparada para los designios de Dios, porque Dios se sirve de tales sujetos para operar los grandes y verdaderos bienes…8 Sí, Dios estará con ustedes y obrará por ustedes, ya que se complace con los sencillos y los asiste, y bendice sus trabajos y sus empresas; al contrario, sería una impiedad creer que Dios quiera favorecer o asistir a una persona que busca la gloria de los hombres y que se llena de vanidad como lo hacen todos los que se predican a sí mismos, y que, en sus predicaciones, no hablan ni con sencillez ni con humildad; pues ¿se podría ayudar a un hombre a perderse? Es algo que no cabe en la idea de un cristiano. Oh, si supieran qué gran mal es entrar en el oficio de predicador para predicar otra cosa que Jesucristo no haya predicado, y otra cosa que sus apóstoles y muchos grandes santos y siervos de Dios no han predicado ni predican aún hoy, ustedes sentirían horror. Dios sabe que hasta tres veces, durante tres días seguidos fui a echarme a los pies de un sacerdote, que era por entonces de la Compañía y que ya no lo es, para rogarle con toda la insistencia posible, que quisiera hablar y predicar con toda sencillez y siguiera las memorias que se le habían dado, sin haber podido lograrlo de él. Daba las charlas de la ordenación, de las que no recogió ningún fruto, y todo ese hermoso montón de pensamientos y de períodos escogidos se los llevó en viento; porque no es el fasto de las palabras lo que aprovecha a las almas, sino la sencillez y la humildad que atraen y llevan la gracia de Jesucristo a los corazones… Por eso debemos nosotros desear y pedir a Dios que se digne conceder la gracia a toda la compañía y a cada uno de nosotros en particular de obrar con sencillez y honradamente, y de predicar las verdades del evangelio al modo como Jesucristo las enseñó, de manera que todo el mundo las entienda y cada uno pueda aprovecharse de lo que decimos.»

A estas recomendaciones añadía Vicente la autoridad de su ejemplo. Él mismo hablaba de un modo humilde y sencillo, aunque firme y eficaz, como se puede ver por esos numerosos fragmentos de sus discurso; y llegaba así, mejor que con vanos ornamentos, a la verdadera elocuencia. Ya que, decía él, «como las bellezas naturales tienen más atractivo que las artificiales y las disfrazadas, igualmente los discursos sencillos y comunes son mejor recibidos y encuentran una entrada más favorable en las almas que los que son afectados y pulidos artificialmente.»

En esta predicación sencilla ejercitaba a los suyos, y él mismo se ejercitaba en ella, hasta en su extrema ancianidad. Todos debían hablar delante de él por turno. Por la tarde, daba cuenta del discurso y lo hacía analizar en público por los principales de la Compañía. Si se había hablado con mucho estudio y cuidado, se complacía en mostrar toda su vanidad, luego concluía con su caridad ordinaria: «Créame, Señor, trate de predicar como Jesucristo. Este divino Salvador podía, si hubiera querido, de nuestros más elevados misterios, con conceptos y términos que les fueran más proporcionados, siendo él mismo el Verbo en la Sabiduría del Padre eterno; y no obstante sabemos de qué manera predicó, sencilla y humildemente, para acomodarse y darnos el modelo y el estilo de tratar su santa palabra.»

Esta sencillez y esta humildad, él la exigía no solamente en los pensamientos y en el estilo, sino en el tono de voz, y ello por la salud de los suyos, y para producir más efecto mediante una forma de decir natural. «Creería usted, Señor, escribía a propósito, que los comediantes, habiendo reconocido esto, han cambiado su forma de hablar y no recitan ya sus versos con un tono elevado, como lo hacían en otro tiempo, sino que lo hacen con una voz mediocre, y como de una manera familiar a los que los escuchan. Era un personaje que ha sido de esta condición, el que me lo decía estos días pasados. Pues, si el deseos de agradar más al mundo ha podido ganarse a los actores de teatro, qué motivo de confusión será para los predicadores de Jesucristo, si el afecto y celo de procurar la salvación de las almas no tuviera el mismo poder sobre ellos!» Es curioso oír a san Vicente de Paúl dar fe de la revolución que comenzaba entonces en el teatro y expresarse en esta materia como lo hará algunos más tarde un ilustre comediógrafo poeta9.

Encontramos toda la retórica de san Vicente de Paúl en un Compendio del método de predicar para uso en la Congregación de la Misión, elaborado por Almeras y enviado por ál a todas las casas de la compañía en diciembre de 1666. este es su origen.

Desde el comienzo de las conferencias de San Lázaro, Vicente reunía de vez en cuando a los primeros eclesiásticos que formaban parte; Perrochel y Pavillon, los futuros obispos de Boulogne y de Alet, el abate Olier y algunos sacerdotes de París. El santo proponía un tema y cada uno, entonces y allí mismo, se ejercitaba en hablar y escribir; cada uno decía sus palabritas o entregaba por escrito su colaboración a la obra común. «Solamente yo no he sabido decir ni hacer nada que valga la pena,» añadía Vicente recordando estas cosas. Dados los avisos, el santo concluía; o bien se recogían todos los papeles, y se componía una conferencia con ellos. Todo se realizaba sencilla y familiarmente. «Que si alguno luego, contaba Vicente, venía a presentar bellos pensamientos, alegar muchas hermosas razones, cantidad de autoridades de los Padres, de los concilios, etc., eso estaba bien. Pero este predicador borraba cuanto había dejado el otro de bueno en particular en las almas; como cuando habéis impreso sobre alguna cosa, uno viene con una esponja a borrarlo todo, no queda ninguna impresión, todo queda borrado; así el espíritu debidamente impresionado por un discurso sencillo y práctico pierde pronto sus buenos sentimientos y santos pensamientos por otro discurso elevado que impide los efectos del primero.»10 Eso duró largos años. En 1652 y 1653, mandó que se tuvieran conferencias especiales sobre la predicación, y ordenó reunir todo lo que él mismo, Portail y todos los demás antiguos Misioneros, estimaban más propio para hacerla igualmente sólida, clara y fácil. Portail, en efecto, compuso un volumen bastante grueso in-folio. Pero, más tarde, Alméras juzgó con razón este trabajo demasiado difuso, y como él mismo había asistido a las conferencias de 1652 y 1653, y a otras conferencias dadas sobre el mismo tema en diversos años, por Vicente de Paúl y que, por consiguiente, conocía de maravilla el método de predicar enseñado por su santo Padre y practicado por mucho tiempo en la Compañía, redujo el conjunto a unas páginas sustanciales11, que se hallarán al final del volumen. Que nos baste con anotar aquí tres palabras: motivos, definiciones, medios, resumiendo todo el funcionamiento instructivo y práctico de esta retórica nueva. Ante cualquier tema que se predique, el oyente reclama ante todo elementos o motivos de convicción . Convencido de la verdad de un dogma, de la importancia y de la necesidad de una virtud, le falta aprender su naturaleza y sus actos, es decir darle la definición; por fin, cuando su mente está iluminada, su corazón movido, cuando no pide más que obrar, sólo queda enseñarle los medios de evitar el error y el mal, de abrazar la práctica de lo verdadero y del bien.

Pues, este es el método que siguió siempre Vicente, ya en las misiones, ya en las conferencias que daba a su Compañía. En una conferencia del 20 de agosto de 1655, le desarrolló y, para dar a la vez el precepto y el ejemplo, él mismo se adaptó a él al enseñarlo. Sucesivamente expuso sus motivos, su definición y sus medios; luego respondió a las objeciones. Los motivos de este método familiar son su eficacia para instruir y conmover; el ejemplo de Jesucristo y de los apóstoles que le han practicado; los grandes frutos que ha producido en las almas; por último, la salud del predicador que solo él asegura: «El profeta grita ay de aquél que no señala al enemigo. Y eso es justamente lo que hacen estos predicadores que no miran ante todo el provecho de su auditorio. Aunque vean al enemigo, no dicen ni palabra; os cantan aires agradables, en lugar de gritar con la trompeta: «Que nos vamos a perder! mirad, mirad al enemigo! Salvémonos!, salvémonos!»

La definición del método no necesita ya ser dada; se la entiende bastante después. En cuanto a sus medios se reducen a evitar el refinamiento y el énfasis para reducirse a la sencillez y a la familiaridad. «¿A dónde va a parar toda esta palabrería? exclama aquí Vicente. ¿Alguien quiere demostrar que es u buen retórico, buen teólogo? Cosa extraña, emprende un mal camino! Quizás sea estimado por algunas personas que no entienden nada; mas para adquirir la estima de los sabios y la reputación de un hombre muy elocuente, es preciso saber persuadir lo que se quiere que abrace el oyente y apartarle de los que debe evitar. Pues bien, esto no es cuestión de escoger las palabras, en organizar bien los periodos, en expresar de una manera poco común la sutileza de sus conceptos, de pronunciar su discurso en un tono muy elevado, en un tono de declamación que pasa muy por encima. ¿Logran estas clases de predicadores el fin propuesto? ¿Persuaden con fuerza el amor de la piedad? ¿Se siente el pueblo impresionado y corre en busca de la penitencia? Nada de eso, nada de eso. Y éstas son no obstante las pretensiones de estos grades oradores. Pretenden esto: adquirir reputación, hacer decir al mundo: «Verdaderamente este hombre se despacha bien, es elocuente, tiene hermosos pensamientos, los expresa agradablemente.» Esto es a lo que se reduce todo el fruto de su sermón. Sube usted al púlpito no para predicar a Dios, sino a sí mismo, y se sirve (oh, qué crimen) de una cosa tan santa como la palabra de Dios para alimentar y fomentar su vanidad. ¡Oh divino Salvador!»

Así pues, el santo recomienda, como los verdaderos medios o las verdaderas fuentes de la predicación, la recta intención, el buen ejemplo, el amor de un método familiar y sencillo, la oración. Entra entonces en detalles conmovedores sobre los frutos del método en uso en la Misión que él llama siempre el pequeño método, no sólo en los campos, sino en París mismo y en la corte interpelando a sus antiguos compañeros, Portail, Almeras, y tomándoles como testigos de hechos que han visto u obtenido ellos mismos. Luego responde a las objeciones. «Perderemos nuestro honor, le dicen, con este método trivial y abyecto»; y responde: «Oh que perderán en ello su honor! Oh, predicando como Jesucristo predicó, van ustedes a perder su honra, acaso es perder la honra hablar de Dios como el Hijo de Dios habla! Oh, Jesucristo, el verbo del Padre, no tenía entonces honor. Va a ser no tener honor, hacer sermones en la sencillez, en el discurso familiar y ordinario, como lo hizo Nuestro Señor! Oh Señores, hasta dónde hemos llegado, decir que es perder el honor predicar el Evangelio como lo predicó Jesucristo! Sería tanto como decir que Jesucristo , él que era la sabiduría eterna, no supo bien cómo tratar su palabra, que no entendía de ello¡ ¡Vaya blasfemia!»

Cada vez más entregado al pequeño método, por convicción y por experiencia, Vicente propuso desde un principio a los suyos predicar por turno, como ejercicio, exceptuando a los enfermos, pero no a él mismo: «Y yo, pobre pecador que soy, yo comenzaré el primero, no desde el púlpito, porque no podría subir, sino en alguna conferencia en la que trataré algún punto de la regla, o de un tema distinto.»12

Y así se hizo, así lo hizo él mismo casi hasta su último día, ya que tenemos todavía conferencias suyas durante todo el año 1659, el penúltimo de su vida, cuando tenía ya ochenta y cuatro años. Así es cómo San Lázaro se convirtió en una gran escuela de predicación, y en una revolución de la cátedra cristiana. Se sabe lo que había sido antes la elocuencia sagrada en Francia. Desde la muerte de san Bernardo hasta mediados del siglo XVI, nuestros predicadores no habían conocido casi más que el idioma de los antiguos Romanos, desfigurado por alteraciones sucesivas. Una vez que decidieron hablar francés, se dejaron ganar por el mal gusto, que había más o menos invadido todos los géneros literarios. Era una manía de erudición traída por la resurrección del culto de los antiguos. Los predicadores como los escritores, para dar autoridad a sus discursos, o más bien relumbrón a sus personas, se creían obligados a hacer una vasta exposición de toda clase de fragmentos prestados por los autores de la antigüedad. Cada sermón era algo así como un bazar, museo, en el que se veían las riquezas más heterogéneas, una macedonia, una marquetería, en la que todas clase de colores y de tonos venían a instalarse a capricho del gusto más extraño. Virgilio figuraba al lado de Moisés, Hércules con David; con frecuencia una frase, comenzada en francés, se continuaba en latín para acabar en griego; y en esta sola frase se habían oído a veces a los profetas y a los evangelistas, a los escritores de Atenas y de Roma, a los Padres griegos y latinos.

Aparte de esta manía de la erudición, era la afectación, el género precioso y amanerado; eran los preámbulos sin fin, los giros, verdadero laberinto en el que se perdían orador y oyentes; era historias apócrifas, figuras y comparaciones cuya inagotable abundancia igualaba de por sí al mal gusto; en una palabra, todas las pretensiones, todos los defectos contra los cuales acabamos de escuchar a san Vicente de Paúl protestar con sus enseñanzas, con sus ejemplos y su método. Así, cuando este método fue divulgado por las predicaciones tanto de los Misioneros como de los eclesiásticos de la conferencia de San Lázaro, todo el mundo lo quería seguir. Se acudía a instruirse en Vicente de Paúl, y le decían: «Habrá que llegar allí, a predicar a la misionera.»

Pues, fue en la época de su mayor éxito, y de su más universal empleo, en el tiempo de las conferencias analizadas y citadas hace un momento cuando Bossuet, quien le había visto practicar en San Lázaro, que lo había practicado él mismo en las conferencias de los Martes, quien lo recordaba con tanta dulzura medio siglo después, creyendo oír todavía la palabra de Vicente resonar en sus oídos como la palabra de Dios; fue en ese tiempo, decimos nosotros, cuando Bossuet subió por primera vez a los púlpitos de París, e hizo resonar aquella gran voz que abría a la elocuencia cristiana un carrera cerrada casi desde el último de los Padres de la Iglesia. sin duda, sería excesivo hacer a Vicente de Paúl el homenaje de toda la elocuencia de Bossuet y atribuirle todo el honor; pero sería injusto también desconocer la influencia evidente del humilde sacerdote sobre el mayor de los oradores. Por ambas partes, con toda la diferencia del gusto y del genio, la misma sencillez en la grandeza, la misma familiaridad en lo sublime, el mismo desprecio por todo loa que no hace sino halagar los oídos delicados, la misma proscripción de lo apócrifo y de lo profano, la misma severidad cristiana, el mismo olvido de sí mismo y de la vana retórica, para no saber más, no predicar más que a Jesucristo y el Evangelio. Fue por Vicente por quien se predicó este famoso panegírico de san Pablo, panegírico también de la verdadera predicación cristiana en la persona más grande de los predicadores, definitiva ruptura de toda alianza con la retórica profana y proclamación sublime de retórica cristiana. No, en todas estas maravillas la influencia de Vicente no ha estado ausente. Siempre ocurre que antes de él, y desde el final de la edad media, nada semejante se había oído en los púlpitos franceses; nada, aparte de algunos sermones de san Francisco de Sales en sus estancias en parís, demasiado raras, por consiguiente, para producir una revolución. Por lo demás, con más flores y gracias, el método del santo obispo de Ginebra es el método del santo fundador de la Misión, los dos tan unidos de corazón y de pensamiento. Léase la admirable carta al hermano de santa Chantal, al arzobispo de Bourges, y se creerá escuchar una conferencia de Vicente de Paúl sobre la predicación. Los dos parten de este principio, que «el fin y la intención de le predicación cristiana debe ser hacer lo que Nuestro Señor vino a hacer en este mundo; que para completar esta pretensión y este designio se necesitan dos cosas, que son enseñar y conmover»; que no es necesario «otro deleite que el que sigue la doctrina y el movimiento», y que se ha de huir del que hace de su capa un sayo, y muy a menudo ni enseña ni conmueve. Nos quedamos con cierto cosquilleo de oídos, que proviene de cierta elegancia seglar, mundana y profana, de ciertas curiosidades, montajes de rasgos, de discursos, de palabras, en una palabra, que depende por completo del artificio.» Ésta, «debe quedarse para los oradores del mundo, para los charlatanes y cortesanos que se complacen en ello. No predican a Jesucristo crucificado, sino que se predican a sí mismos.» Al salir de un sermón, que no se diga: «Oh, qué gran orador, qué hermosa memoria, qué sabio, qué bien habla,» sino más bien: Oh, qué hermosa es la penitencia, qué necesaria es, o que el oyente, impresionado, no pueda dar otro testimonio de la suficiencia del predicador que por la enmienda de su vida.» Y cómo se debe ‘decir’ en la predicación? Hay que guardarse de los quanquam ( quamquam: aunque, si bien; sonoros, cancan) y largos periodos de los pedantes, de sus gestos, de sus rostros y de sus movimientos; todo ello es la peste de la predicación; se ha de hablar mostrando interés, cariño y devotamente, sencilla y cándidamente, y con confianza; estar bien encariñado con la doctrina que se enseña, y de lo que se persuade. El soberano artificio es no tener artificio. Es preciso que nuestras palabras estén inflamadas, no por gritos y acciones desmesuradas, sino por el afecto interior, que salgan del corazón más que de la boca. Por más que se diga, el corazón habla al corazón, y la lengua no habla más que a los oídos..

¿Quién habla también? Vicente de Paúl o Francisco de Sales? Es Francisco de Sales, se le reconoce por la gracia picante de su lenguaje; pero con una sencillez más fina y más descuidada, este podría ser también Vicente de Paúl; pues, ¿quién no ve en el fondo la similitud, la identidad de las teorías? Esta carta al arzobispo de Bourges , con los discursos de Vicente de Paúl y su método, es la retórica más completa del predicador.

IV. Orden de las Misiones. –Misiones entre los protestantes.

Queda por decir el orden de las Misiones. Cuando una misión estaba decidida, los nuevos apóstoles, a ejemplo de Jesucristo, enviaban a uno de ellos por delante para preparar los caminos. El precursor anunciaba, con uno o dos discursos, la visita próxima de Dios en la persona de sus ministros, las gracias reservadas a los hombres de buena voluntad y la maldición que pesaría sobre los que rechazaran el don divino. Allanaba las mentes de los prejuicios injustos, abría ya los corazones al arrepentimiento y disponía las conciencias a su regeneración. Durante este tiempo, los sacerdotes designados para la Misión por el superior –eran tres por lo menos- se disponían a ella con un retiro. El día de la partida iban a recibir la bendición al superior, luego a saludar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento para pedirle que bendijera también el viaje y sus trabajos. Hacían el camino en recogimiento y en silencio, y se ejercitaban para la Misión próxima, evangelizando a bordo, en el coche, en las posadas, a los niños y a los pobres y predicando a todo el mundo con su modestia. Al acercarse al teatro de su obra, saludaban e invocaban al ángel tutelar del lugar y a mandamiento ángeles guardianes de los habitantes. Lo atravesaban, para llegar a su residencia, modestos y silenciosos, predicando también a la manera de san Francisco con su piedad muda. Su primera visita era al párroco, a quien presentaban su mandato del obispo diocesano, sin el cual no se emprendía ninguna Misión, a continuación le pedían permiso para ejercer sus funciones en su iglesia. admitidos, se ponían de rodillas a sus pies para recibir la bendición; rechazados, se despedían humilde mente de él, se volvían honrando los rechazos recibidos en caso semejante por Nuestro Señor.

Cuando el párroco, lo que sucedía casi siempre, había aceptado sus servicios, se informaban por él de los vicios y necesidades de su parroquia, y recibían sus órdenes para todos los ejercicios y todas las obras de la Misión. El día siguiente se comenzaba y, aparte de un día de descanso a la semana, se trabajaba sin pausa hasta el final. Sin descuidar sus ejercicios de piedad ni ningún punto esencial de su reglamento acostumbrado, los Misioneros se ponían a la disposición del pueblo. Nueve horas al día, cinco horas por la mañana y cuatropor la tarde, estaban en su puesto, es decir en el confesionario, hubiera o no penitentes, esperando a los pecadores, su clientela, como el hombre de negocios espera a su comprador.

Durante es tiempo, tres clases de actos público se celebraban cada día: una predicación a la aurora, para dejar a la gente pobre la libertad de su trabajo; un pequeño catecismo por la tarde, y un gran catecismo por la noche, a la hora en que todos estaban libres del peso del día.

Los temas de predicación más ordinarios eran la penitencia, sus condiciones y sus actos; el pecado; la muerte en general, la muerte de los malos o de los justos; el juicio particular o universal; el infierno, el purgatorio o el paraíso; la palabra de Dios, su necesidad, y las disposiciones que requiere; el retraso de la conversión, el abuso de las gracias, la recaída, el endurecimiento y la impenitencia final; las enemistades, las maledicencias y la restitución; el buen uso de las aflicciones y la paciencia; la glotonería y la impudicia; los deberes del cristiano y las buenas obras; la imitación de Jesucristo y la frecuente comunión; le devoción a las santísima Virgen, al ángel custodio y a los santas, etc.

En el pequeño catecismo, destinado a la primera edad, se explicaba familiarmente y sin subir al púlpito los puntos más necesarios en la infancia y los misterios más esenciales de la religión, como la Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía, el pecado, la penitencia, los mandamientos de Dios, la preparación a los sacramentos y las oraciones principales del cristiano. Esta instrucción se hacía por vía de preguntas dirigidas a los niños más bien que por discursos seguidos. En el gran catecismo, se trataba de las mismas materias; pero más solemnemente, en el púlpito, y con más extensión. –Por lo demás, estos programas, naturalmente elásticos, se desarrollaban se acortaban según el tiempo de la Misión. Ésta debía durar quince días al menos, con la mayor frecuencia tres, cuatro o cinco semanas, según la población y la necesidad de prueba que podían tener los pecadores, pues los Misioneros no absolvían precipitadamente. Diferían la absolución en las ocasiones próximas, las enemistades, las costumbres inveteradas o frecuentes, las injusticias que reparar, y la retenían definitivamente si se rechazaba la reconciliación, la restitución, interrupción y ruptura

Fuera del trabajo del púlpito y del confesionario, ellos se constituían en la parroquia en oficiales de paz; visitaban a los enfermos y en particular a los pobres; instituían la cofradía de la Caridad; instruía a los maestros y maestras de escuela sobre sus deberes, el método que seguir para formar bien a la juventud, principalmente en la ciencia de la religión y en las buenas costumbres; reunían a los eclesiástico del lugar y del vecindario, y trataban de agruparlos en conferencia regular y periódica.

Llegaba el día de la comunión general, que era también el día de la primera comunión para los niños. El predicador lo preparaba la víspera; hablaba también el día mismo para inspirar inmediatamente disposiciones fervientes. Por la tarde, después de vísperas, se hacía una procesión solemne del Santísimo Sacramento, procesión de acción de gracias y de bendición, al final de la cual un Misionero volvía por última vez a subir al púlpito para felicitar al los oyentes por los dones de Dios y para exhortar a la perseverancia. Este discurso tenía algunas veces lugar al día siguiente en una misa de acción de gracias; y de ordinario, como último ejercicio público se convocaba a la parroquia a una misa general de requiem para hacer partícipes a los muertos mismos de los beneficios de la Misión.

Todos los ejercicios generales y públicos se daban por terminados en ese momento, y los misionero no se ocupaban ya más que de confesar a los niños más pequeños para enseñarles la práctica de la confesión, para poner remedio al abuso que existía entonces en algunas parroquias de confesarlos a todos juntos en público, y para prepararlos de lejos a su primera comunión. Hacían también algunas excursiones a las aldeas vecinas que no habían podido asistir a los ejercicios, y les llevaban la palabra de salvación.

Acabada la Misión por completo, iban otra vez a recibir la bendición del párroco. Uno de ellos se destacaba para ir a dar cuenta al obispo del éxito, y los otros se volvían a la comunidad, donde eran recibidos con una caridad impresionante como a personas que acababan de destruir el imperio del demonio y establecer el reino de Jesucristo. A su llegada, se tocaba la campana para llamar al procurador de la casa y al director de los ejercitantes que lo debían dejar todo, fuera del sacrificio de la misa, para venir a ofrecerles felicitaciones y servicios. Verdadera entrada de triunfadores. Y, en efecto, decía Vicente, «si se reciben en triunfo a los que han ganado alguna batalla, por qué no a los que acaban de batallar con el diablo y conseguir la victoria sobre él.»13 Los Misioneros hacían después un breve retiro para dar gracias a dios por los favores que les había concedido y pedirle perdón por las faltas cometidas. Pronto partían para una misión nueva; y así durante nueve meses del año. El tiempo de la cosecha y de las vendimias, durante el que habría sido imposible reunir a los campesinos demasiado ocupados en los trabajos de los campos, era lo único que les quedaba. Era para ellos el tiempo del descanso, pero un descanso laborioso. Ni viajes, ni juegos, ni visitas superfluas; sino oración y estudio. «Nosotros llevamos, escribía Vicente, una vida casi tan solitaria en París como la de los Cartujos. Casi nadie tiene que ver con nosotros, ni nosotros con nadie; y esta soledad nos hace aspirar al trabajo del campo, y el trabajo a la soledad.» Comentario de sus palabras ya citadas: «Cartujos en casa, apóstoles en los campos.» Así pues, durante los tres meses de vacaciones, los Misioneros se entregaban por entero a sus ejercicios espirituales y a sus trabajos teológicos u oratorios, a sus conferencias sobre la Sagrada Escritura, los casos de conciencia y las materias de controversia. Era también para ellos la época de la siega: ya que hacían provisión, para las misiones próximas, de piedad y de celo, de ciencia teológica y de santa elocuencia.

Era por último en este intervalo cuando Vicente, que había recibido ya día a día el informe de sus trabajos, se los hacía contar con más detalle y les daba sabias instrucciones. A los que habían cumplido les predicaba la humildad, y también la gratitud: «Ved, les decía, si las espinas punzantes de nuestro natural no llevan buenas rosas, y que se abren una vez que el sol de justicia hace aparecer los rayos de su gracia sobre ellas»; a los que habían fracasado inspiraba la confianza en Dios, «que pide tan sólo, volvía a decir, que se lancen las redes al mar, y no que se recojan los peces, pues es a él a quien corresponde hacerles entrar dentro»; a todos recomendaba la paciencia y la mansedumbre con los campesinos, los pecadores, los herejes…»Haceos afables en la asamblea de los pobres, decía con el Sabio, de otro modo se desaniman y no se atreven a acercarse a nosotros creyendo que somos demasiado severos y demasiado grandes señores para ellos…Si Dios concedió alguna bendición a nuestras primeras misiones, se vio que era por haber obrado amigablemente, con humildad y sinceridad para con toda clase de personas; y si Dios tuvo a bien servirse del más miserable para la conversión de algunos herejes, ellos mismos confesaron que fue por la paciencia y cordialidad que había tenido con ellos. Los forzados mismos, con quienes he estado, no se ganan de otra manera, y cuando me ha sucedido habarles secamente, lo he echado todo a perder; y al contrario, cuando los he alabado por su resignación, los he compadecido por sus sufrimientos y les he dicho que tenían suerte por pasar su purgatorio en este mundo, he besado sus cadenas, compadecido sus dolores, y demostrado aflicción por sus desgracias, ha sido entonces cuando me han escuchado, han dado gracias a Dios, y se han puesto en estado de salvación. Pidamos a Dios que quiera poner a todos los Misioneros en esta costumbre de tratar dulce y caritativamente al prójimo, en público y en particular, y hasta a los pecadores y endurecidos, sin usar nunca de invectivas, de reproches o de palabras rudas contra nadie. Hay que entrar por la puerta de los pecadores y salir por la nuestra.»

Era sobre todo con los herejes con quienes quería que se empleara dulzura. Con ellos, decía, jamás burlas ni sátiras, ni siquiera disputa ni discusión. Llegaba hasta mandar que se los llamara, no herejes, sino los de la religión pretendida. La experiencia general de los cincuenta último años le había demostrado qué poco se gana con estas discusiones públicas y solemnes, en las que el amor propio está en juego, más que el amor de la verdad, y su experiencia personal le había enseñado la omnipotencia de la dulzura y de la caridad; «Dios ha querido, escribía de Beauvais en 1628, servirse de este miserable para la conversión de tres personas desde que salí de París. Pero tengo que confesar que la dulzura, la humildad y la paciencia al tratar con estos pobres descarriados es como el alma de este bien. He necesitado emplear dos días para convertir a uno; los otros dos no me han costado tanto. He consentido deciros esto para mi confusión, para que la Compañía vea, que si Dios ha querido servirse del más ignorante y del más miserable del grupo, se servirá también con mayor eficacia de cada uno de los demás.»

Desde entonces, en toda ocasión, en sus conferencias y en sus cartas, volvía sobre este modo tan cristiano de proselitismo. «Trabajemos con humildad y respeto, escribía en otra ocasión; que no se desafíe a los ministros en la cátedra; que no se diga que no podrían demostrar ninguno de sus artículos de fe en la santa Escritura, sino raramente, y en espíritu de humildad y de compasión, porque de otra forma, Dios no bendecirá nuestro trabajo o alejará de nosotros a esta pobre gente, y ellos pensarán que hay vanidad en nuestra conducta, y nunca creerán. Creemos a los hombres no porque son sabios, sino porque los estimamos buenos y porque los amamos. El demonio es muy sabio, y sin embargo no creemos nada de lo que dice porque no le amamos. Es necesario que Nuestro Señor ame antes a aquellos a quienes quiere que crean en él. Hagamos lo que sea; no creerán en nosotros si no demostramos amor y compasión con los que nosotros queremos que crean en nosotros;… de otra forma, no haremos nada más que ruido y escaso fruto.»14

Insistiendo un día sobre este tema en una conferencia, probó con razones y ejemplos la necesidad de esta conducta humilde y bonachona: «Cuando se discute, dijo, contra alguien, la contestación que se emplea por su parte le hace ver bien que pretende salirse con la suya, por ello se prepara a la resistencia más que al reconocimiento de la verdad; de manera que, con este debate, en lugar de hacer alguna apertura en su espíritu, se cierra de ordinario la puerta de su corazón, como al contrario la dulzura y la afabilidad se la abren. Tenemos para esto un hermoso ejemplo en la persona del bienaventurado Francisco de Sales, quien, si bien era muy sabio en las controversias, convertía no obstante a los herejes más con su dulzura que con su doctrina. A propósito, el Sr. cardenal du Perron decía que se mostraba fuerte en la verdad para convencer a los herejes, pero que no pertenecía más que al obispo de Ginebra convertirlos. Recuerden, Señores, las palabras de san Pablo a este gran Misionero san Timoteo: Servum Dei non oportet litigare (No conviene que el siervo de Dios ande en litigios); y puedo decirles que nunca he sabido ni visto que ningún hereje se haya convertido por la fuerza de la disputa, ni por la sutileza de los argumentos, mas sí por la dulzura; tan verdad es que esta virtud tiene fuerza para ganar a los hombres para Dios.»

Buena vida y buenos ejemplos, exposición sólida y sencilla de las verdades cristianas; controversias raras, y traídas por la ocasión, y aún así desprendidas de todas las cuestiones puramente escolásticas; caridad y hasta respeto para con los ministros y demás personas importantes del partido, y limosna en abundancia a los más pobres; alejamiento de las prédicas, de la lectura de los libros protestantes: tales eran las únicas armas que quería que se utilizaran contra los herejes, los únicos medios que se usaran para retener y confirmar a los católicos en su fe.

«Cuando el rey os envió a Sedan, escribió al superior de esta Misión fue con la condición de no disputar nunca contra los herejes ni en el púlpito ni en particular, sabiendo que eso sirve de poco, y que con mucha frecuencia se hace más ruido que fruto. La buena vida y el buen olor de las virtudes cristianas llevadas a la práctica atraen a los desviados al recto camino y confirman en él a los católicos. Es así cómo debe servir de provecho la Compañía a la ciudad de Sedan, añadiendo a los buenos ejemplos los ejercicios de nuestras funciones, como instruir al pueblo según nuestro estilo ordinario, predicar contra el vicio y las malas costumbres, establecer y persuadir las virtudes, mostrando su necesidad, su hermosura, el uso, el modo de adquirirlas: en esto principalmente debéis trabajar. Que si deseáis hablar de algún punto de controversia, no lo hagáis si el Evangelio no os da pie; y entonces podréis sostener y probar las verdades que los herejes combaten, e incluso responder a sus razones sin por ello nombrarlos ni hablar de ellos, »

y aun así no quería que se entrara en disputa con ellos en todas las ocasiones que parecieran dar pie o incluso obligar a ello. Así es como respondía en 1659 a uno de sus hermanos, hábil en cirugía, que partía, con miedo para Madagascar, en un barco en el que se hallaban herejes: «Siento mucho saber que tendréis a herejes en el barco, y, por lo tanto, mucho que sufrir por su parte. Pero a fin de cuentas Dios es el maestro y lo ha permitido así por razones que nosotros no sabemos; tal vez para ser más reservado en su presencia, más humilde y más devoto con Dios, y más caritativo con el prójimo, para que vean la belleza y la santidad de nuestra religión, y se sientan por este medio animados a volver. Habrá que tener muchísimo cuidado en evitar toda clase de disputas y de invectivas con ellos, mostraros paciente y bonachón para con ellos, aun en el caso de que se desmanden contra nuestra creencia y nuestras prácticas. La virtud es tan bella y tan amable que se verán obligados a amarla en vos, si la ponéis bien en práctica. Es de desear que en los servicios que prestaréis a Dios en el barco (como cirujano), no os dejéis llevar por la acepción de personas y no hagáis diferencias entre los católicos y los hugonotes, a fin de que éstos conozcan que los amáis en Dios. espero que vuestro buen ejemplo aproveche a unos y otros.»

A pesar de su repugnancia por las discusiones, siendo como son algunas veces inevitables, Vicente mandaba a sus Misioneros estudiar la teología polémica, aunque sólo fuera para responder a las dificultades presentadas por los católicos en su trato con los protestantes. Además, según la máxima de san Pablo, todo cristiano, con mayor razón, todo sacerdote, debe estar preparado siempre a dar razón de su fe, y a refutar los errores contrarios. Por eso, los obligaba a celebrar entre ellos conferencias de controversia, y a estudiar las obras de los más famosos controversistas del tiempo. Es lo que él mismo nos dice en una carta del 21 de febrero de 1653: «Nosotros ejercitamos a la Compañía desde hace algún tiempo a esta parte en las materias de controversia, y nos vienen a casa todos los lunes tres o cuatro personas de la ciudad que tienen gracia de Dios para convencer a los de la religión pretendida reformada, y que devuelven a la Iglesia a un gran número de ellos para enseñarnos su método, según el cual dos de los nuestros disputan cada vez en su presencia, de los que uno representa al católico, y el contrincante al hugonote. Uno de estos Srs. es el Sr. Giraudon, doctor en teología, discípulo del difunto P Veron.»15 Ausente se informaba si habían sido fieles a estos estudios y a estos ejercicios: «¿Se estudia y se hacen ejercicios sobre las controversias, escribía de Beauvais en una carta ya citada, a su suplente en el colegios de Bons-Enfants, y se observa el orden prescrito?. Le suplico, Señor, que se trabaje con seriedad en esto; que se esfuercen en dominar el Petit Becan; es difícil explicar qué útil resulta este pequeño librito para este fin.»16

Vicente de Paúl, se comprende bie, no se sujetaba a este librito, cuya teología, por lo demás, está toda calcada en la de Belarmino; y , al recomendárselo de modo especial a los sacerdotes de la Misión, no dejaba de remitirlo al propio Belarmino, así como a los grandes controversistas, aquellos de los que tenían gusto y vocación por los estudios más profundos.

V. Frutos de las Misiones. –Compañías de Misioneros. –El nombre de la Misión.

¿Quién podrá decir ahora los frutos de las innumerables Misiones emprendidas por Vicente y los suyos en el espacio de más de cuarenta años, sin contar las más innumerables todavía que han seguido después de la muerte del siervo de Dios? Se cuentan al menos cuarenta de 1617 a 1626, tiempo que pasó en la casa de Gondi; ciento cuarenta como director del colegio de Bons-Enfants, es decir de 1625 a 1632; y de 1632 a 1660, su número sobrepasaría las setecientas para sola la casa de San Lázaro; a lo que se han de añadir las Misiones, más que nunca incalculables, dadas en el mismo espacio, en más de veinticinco diócesis de Francia, de Polonia, de Italia, de Inglaterra, de ultramar , por las colonias de Misioneros enviados.

Hasta la toma de posesión de San Lázaro, Vicente fue el obrero más activo, el apóstol más infatigable. No podía dejar a sus queridos campesinos, y miraba como un robo hecho a su pobre gente todo el tiempo que les robaba para atender a sus demás asuntos. Decía mucho después: «Me acuerdo que en otro tiempo, cuando volvía de misión, me parecía, al acercarme a París, que las puertas de la ciudad debían caer sobre mí y aplastarme; y pocas veces regresaba sin que este pensamiento no me viniera a la mente. La razón es que pensaba para mis adentros que me decían: Tú te marchas, y cuántos pueblos más esperan de ti la misma ayuda que has dado a éste y a este otro. Si tú no hubieras ido a ellos, probablemente tales y tales personas, muriendo en el estado en que las encontraste, se habrían perdido y condenado. Entonces, si encontraste tales pecados en aquella parroquia, ¿no tienes motivos para pensar que parecidas abominaciones se cometen en la parroquia vecina, donde estas pobres gentes esperan la misión? Y tú te marchas, y los dejas! Pero si se mueren, y se mueren en sus pecados, tú serás de alguna manera la causa de su pérdida, y debes temer que Dios te castigue por ello. Éstas eran las agitaciones de mi espíritu.»

Cuando el cuidado de su congregación, las órdenes de la corte, sus ocupaciones de todo género del reino y sus enfermedades no le permitieron alejarse de San Läzaro, le producía una santa envidia ver los trabajos de sus hijos y las bendiciones que los acompañaban: «Qué confusión, escribía él en 1654, siento al verme tan inútil en el mundo en comparación con ustedes…De verdad, Señor, yo no puedo contenerme; tengo que decirles con toda sencillez que esto me produce nuevos y tan grandes deseos de poder, en medio de mis flaquezas, ir a acabar mi vida tras una zarza, trabajando en algún pueblo, que me parece que sería dichoso, si Dios quisiera hacerme este favor.» ¡Y tenía entonces setenta y cocho años! El año anterior, en efecto, había trabajado en la misión de Ruel, como lo hubiera hecho treinta años antes, y había anunciado otras dos con un vigor sorprendente17. Una santa alegría, que templaba su cansancio y lo convertía incluso en remedio saludable, le había curado momentáneamente de su fiebre habitual.

Otra cosa más, ¿quién podrá calcular, por hablar con el viejo historiador de Vicente de Paúl, la grandeza, la extensión y la multitud de los bienes que han salido de allí para la gloria de Dios y para utilidad de su Iglesia? Cuántos ignorantes instruidos en las cosas necesarias para la salvación! Cuántos pecadores sumidos en el mal y sacados de culpables costumbres y sacados de allí por buenas confesiones generales!18 Cuántos sacrilegios reparados. Cuántas enemistades, cuántos odios desarraigados! Cuántos procesos terminados amistosamente! Cuántas usuras desterradas! Cuántas uniones ilícitas rotas o purificadas y consagradas por la religión! Cuántos más escándalos desaparecidos! ¡Cuántos ejercicios piadosos, prácticas de caridad instituidas o restablecidas! ¡Cuántas iglesias restauradas, reconstruidas o enriquecidas! ¡Cuántas obras buenas, virtudes puestas en uso, allí donde se ignoraba hasta el nombre! Por último, ¡cuántas almas santificadas y salvadas! Es el secreto de Dios, que no se manifestará hasta el gran día de las revelaciones; pero ya se puede ver en todos estos bienes el cumplimiento de la misión del Salvador que era, según el profeta, «borrar la iniquidad, abolir y exterminar el pecado, y restablecer la santidad y la justicia.»

Y ¿qué sería, si tuviéramos Memorias sobre tantas Misiones? Pero los hijos de Vicente eran como él hombres de acción y no de escritura; algunas cartas dirigidas al santo fundador bien por los prelados que le daban gracias por el bien realizados en sus diócesis, bien por los Misioneros que remitían a su Padre el honor de sus éxitos o le pedían sus consejos, todos esos monumentos nos faltan. A decir verdad, no están escritos sino en el libro de la vida.

Añadamos para terminar que todas las obras buenas se producen en el campo de la Iglesia. Lo que Vicente no podía hacer por sí mismo, otros, inspirados e instruidos por él, lo hacían; por ejemplo, las Misiones en las ciudades, que él había prohibido a su congregación, Como él era el alma, como se habían emprendido a instigación suya y conducidas según sus planea, como ellas tenía en general por obreros a hijos de su adopción, a sacerdotes de su conferencia de los martes, sobre él también recaían el honor y el mérito. Además, a partir de la fundación de la congregación de la Misión, tiene lugar, en todas partes de francia, una multiplicación de compañías parecidas, nacidas del contagio de celo y de una santa emulación. Vicente de Paúl se congratulaba con ello; ya que, no buscando sino la gloria de Dios, pidiéndole cada día que enviara obreros a su viña, nadie sentía menos envidia que él por el monopolio de las obras buenas. No sólo no sentía ningún pesar egoísta por estos trabajos, sino que, dentro de su humildad, los ponía muy por encima de los suyos, mientras daba gracias a Dios por la fecundidad alcanzada, como decía, en las pequeñas funciones de su compañía. El 18 de junio de 1660, escribió a Desdames en Polonia con ocasión de una misión del P. Eudes: «Algunos sacerdotes de Normandía, dirigidos por el P. Eudes, han llegado para dar una misión en París con una bendición admirable. La corte de los Quinze-Vingts es grande pero incapaz de contener a la gente que venía las predicaciones. Al mismo tiempo, un gran número de eclesiásticos han salido de París para ir a trabajar en otras ciudades, y todos han producido frutos que no se pueden explicar; y en todo ello nosotros no tenemos la menor parte, porque nuestra herencia es el pobre pueblo de los campos. A nosotros nos queda tan sólo el consuelo de ver que nuestras pequeñas funciones han parecido tan hermosas y tan útiles que han servido de estímulo a otros para dedicarse a ellas como nosotros, y con más gracias que nosotros, no sólo por el hecho de las misiones, sino también por los seminarios que se multiplican mucho en Francia. Hay razón para alabar a Dios por el celo que excita en muchos para mayor gloria suya y la salvación de las almas.»

Y con mucha humildad también, dijo un día: «Seamos, hermanos míos, que llevaba las andas de san Ignacio y de sus compañeros cansados del camino y que, viendo que se ponían de rodillas cuando habían llegado a un lugar para detenerse, él lo hacía también; al verlos rezar, él rezaba también; y como estos santos personajes le hubieran preguntado una vez qué hacía allí, les respondió: «Yo pido a Dios que os conceda lo que le pedís. Yo soy como un pobre animal que no podría hacer oración; le pido que os escuche. Querría decirle lo que vosotros le decís; pero no podría, y así le ofrezco vuestras oraciones.» Oh Señores y hermanos míos, debemos considerarnos como portasacos de estos dignos operarios, como pobres idiotas que no saben decir nada y que somos el deshecho de los demás, y como pobres pequeños espigadores que vienen por detrás de estos grandes espigadores. Demos gracias a Dios por haber tenido a bien aceptar con ello nuestros pequeños servicios. Ofrezcámosle, con nuestros pequeños manojos, las grandes mieses de los demás, y estemos siempre preparados a hacer lo que está de nuestra parte por el servicio de Dios y la ayuda al prójimo. Si Dios ha dado una luz tan hermosa y una gracia tan grande a este pobre campesino que por ello mereció que se hablara de él en la historia, esperemos que haciendo lo posible, como lo hizo para contribuir a que Dios sea honrado y servido, su divina bondad recibirá en buena parte nuestras oblaciones y bendecirá nuestros pequeños trabajos.»

Es verdad que no había gran concurrencia, ya que Vicente se había prohibido las grandes ciudades. Pero, siendo la Compañía todavía demasiado poco numerosa para satisfacer las demandas que le llegaban de todas partes, muchos prelados tuvieron la idea de formar pequeños grupos de Misioneros según su modelo. Vicente fue informado de ello y por parte de la corte de Francia de donde se necesitaban las letras patentes, y por parte de la curia romana a la que se pedía la aprobación. El canciller Séguier le aconsejó formar oposición a estas diversas fundaciones. «La Santa Sede, le dijo, no ve sin pena la multiplicación de las comunidades; y siempre ha sido su intención que las que tienen los mismos empleos y tienden al mismo fin se junten para no formar más que una sola sociedad; ya que un gran cuerpo se sostiene mejor, bajo todos los aspectos, que una multitud de miembros sin relación; por último, hablando en general, sucede con demasiada frecuencia que los que comenzaron por emulación laudable acaben en una baja envidia.»

En efecto, hubo dos proyectos de unión, uno con sacerdotes de Näpoles y de Orvietto, por intermedio del cardenal Brancaccio, el otro con los Misioneros de Authier de Sisgau. La cuestión de los votos hizo fracasar al primero19; vamos a ver cómo fracasó el segundo.

Authier de Sisgau, nacido en 1609, había sido primeramente religioso de San Víctor en Marsella, su ciudad natal. Mientras habitaba en Avignon, por sus estudios teológicos, se unió a algunos jóvenes eclesiásticos, y juntos se habían comprometido por voto a trabajar en la reforma del clero. Secundados por Luis de Bretel, arzobispo de Aix, quien les dio una capilla y una casa en la ciudad, comenzaron su obra con el título de Sacerdotes o Misioneros del clero. Teniendo un mismo plan, pidieron a Vicente la unión con él. Vicente lo vio deseable, mientras hubiera entre ellos un mismo fin, los mismos medios, un mismo espíritu. Esto ocurrían en 1634. Authier vino a París y se puso pronto de acuerdo con Vicente. Pero, de regreso a provincias, escribió que encintraba oposición en su Compañía. A pesar de todo se volvió al proyecto, y se añadió la condición que Authier sería coadjutor del general, con derecho de sucesión, y que entretanto, tendría la dirección de todas las casas de los primeros religiosos de Provenza. Vicente dio la exclusión a la primera cláusula. Y en cuanto a la segunda, la restringió en el sentido de que el general mandaría visitar cada año estas casas, que tendría derecho a nombrar a sus superiores y a transferir a los súbditos. Ante esta respuesta, se abandonó definitivamente el proyecto20.

Aunque ninguna de las uniones proyectadas hubiera llagado a término, y se aconsejara a Vicente que se opusiera a las fundaciones rivales, lejos de entregarse a un consejo así, rogó a Dios que los multiplicara en proporción de las necesidades infinitas de los pueblos, y se ofreció a sí mismo a hacerlas prosperar, pidiendo disminuir, si mejor que él, debían crecer por el bien de la Iglesia.

Se opuso a que se usurpara su título de la Misión; no, por cierto, por orgullo de nombre, sino por adelantarse a los inconvenientes de una confusión entre varias Compañías, inconvenientes que su experiencia señalará enseguida. Y, aún así, habría renunciado a este monopolio si el canciller Séguier no le hubiera apremiado a prohibirlo. Todos los eclesiásticos dedicados a la salvación del clero o de los pueblos elegían el nombre de Misioneros, incluso el abate Olier quien, después de llamar a los suyos sacerdotes de la comunidad de San Sulpìcio, había dirigido ya dos o tres seminarios bajo este nuevo nombre. No obstante Vicente dudaba todavía oponerse a esta usurpación de título, y escribía a Alméras en Roma, el 19 de agosto de 1650: «Va a ser mejor encomendar esto a Dios, y tratar de distinguirnos de los demás por una gran sumisión y deferencia y por la práctica de las virtudes que hacen a un verdadero misionero, a fin de que no nos suceda lo que dice Nuestro Señor que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros.» Sin embargo encargaba Alméras que vigilara sobre este asunto.

Nosotros no vemos que los debates hayan ido más lejos con los sacerdotes de San Sulpicio, que volvieron a su primer nombre, aunque se lea todavía en una carta a Jolly, en Roma, del 17 de agosto de 1657, algunos meses después de la muerte de Olier: «Estamos en una época en la que la Misión produce emulación a muchas personas para trabajar en ella. Puede ser que estos Señores de San Sulpicio que han ido a Roma tienen otros proyectos que los que se ven. Pero siendo las Misiones extrañas a la Compañía de San Sulpicio21, no se adivinan ya los planes que Vicente de Paúl le supone que los motivos que le obligaron a tomar momentáneamente el título de los sacerdotes de San Lázaro.

Hasta aquí Vicente no había hecho nada todavía para defender la posesión exclusiva de su nombre, aunque Authier de Sisgau hubiera conseguido de Inocencio X, en 1647, la confirmación de su instituto, con el título de Misioneros del Santísimo Sacramento. Cuatro años más tarde, el 13 de enero de 1651, mientras que Authier estaba en conflicto con Des Lions con ocasión del obispado de Bethléem, al que llegó, Vicente, que lo ignoraba, le escribió para defenderse de no haber hecho nada contra su elevación; luego añadía: Os digo además que no hice ni dije nada contra vuestra santa congregación. por el contrario, Dios me ha dado siempre respeto por ella, y un gran deseo de servirla; y como testimonio, nunca he celebrado la santa misa, desde que tuve conocimiento de su erección sin que haya recomendad a Dios dos veces de hecho, una en la preparación, la otra en el Memento, para que su divina bondad la haga prosperar santamente, y la acompañe con sus bendiciones en su intención y en sus trabajos, llamándola incluso antes que la nuestra, para lo que yo la estimo en más. Hablo cristianamente, Señor, y en la presencia de Dios que sabe que digo la verdad, para que no os quepa la menor duda, dadme, os suplico, las ocasiones de demostrarlo de otra forma que con palabras. Contad conmigo para el servicio de vuestra congregación.»

No había sido Vicente tampoco sino el canciller, quien había rechazado llanamente la bula de fundación de Authier, diciendo que existía ya en Francia una congregación de Misioneros. Vicente no le había hablado ni mandado decir. La primera oposición que se recuerde en su correspondencia fue con ocasión del duque de Ventadour quien, después de renunciar a todos los privilegios, se había hecho primero canónigo de Nuestra Señora de París y ahora pensaba en reunir a algunos sacerdotes para ir a evangelizar las Indias. Pues bien, Ventadour y sus asociados querían llamarse Misioneros , «lo que es conveniente impedir, escribía Vicente, si es posible. Y poco importa que se llamen Misioneros de las Indias: Nosotros somos para las Indias, como para cualquier otra parte(carta del 21 de diciembre de 1651).» Prometió no obstante a Ventadour no inmiscuirse en sus planes, queriendo tan sólo evitar la similitud de los nombres; y Ventadour, por su parte, se comprometió a conservar el nombre que le diera el papa (12 de abril de 1652). Así que, habiendo presentado impedimento el asistente de Roma no sólo a la denominación, sino al proyecto mismo de Ventadour, Vicente le culpó(Viernes santo 1652): «Valdría más que hubiera cien empresas de misiones, aunque perjudiciales a nuestro instituto, que si nosotros hubiéramos apartado a una buena como es ésa, a costa de mantenernos. Ya que, aparte de que este proyecto para las Indias es al parecer una obra que Dios suscita, molestaríamos a cantidad de personas de condición y de virtud, y demostraríamos más envidia o ambición que verdadero celo, siendo cierto que si tenemos éste, veremos con buenos ojos que todo el mundo profetice, que Dios envíe buenos obreros y nuevas comunidades a su Iglesia, que su reputación aumente y que la nuestra disminuya. En nombre de Dios, tengamos más confianza en él de la que tenemos. Dejémosle conducir nuestra pequeña barca: si le es útil y agradable, la salvará del naufragio; y por mucho que la multitud y grandeza de los demás la hagan zozobrar, ella bogará con más seguridad entre tantos barcos buenos mientras vaya derecho a su fin, y no se divierta en adelantarlos.» El asistente lo consiguió no obstante, ya que no se ve en la historia que se fundara la congregación de Ventadour.

Pero la oposición decidida de Vicente contra los usurpadores de su título es del año 1657. una sociedad de Misioneros se había fundado en Lyon por los cuidados de un piadoso cirujano, Jacques Crétenet, que fue pronto su director, aunque no perteneciera a la Iglesia. También la asociación encerraba a eclesiásticos y seglares, que se entregaban indistintamente a la obra de las Misiones. El obispo du Puy, Henri de Maupas, los llamó a su diócesis; el príncipe de Conti, gobernador del Languedoc, se sirvió de ellos en su gobierno y les consiguió letras patentes para establecerse en diversos lugares; por último el marqués de Coligny les fundó un establecimiento en Lyon con mucha magnificencia. Tal es el origen de los Misioneros de San José, llamados también josefinos.

Y bien, en estas condiciones fue como Vicente escribió a Jolly, en Roma, el 17 de agosto de 1657: «Hay algunos gentileshombres en Forez que, después de ocuparse durante algún tiempo en parecidos ejercicios, han resuelto unirse en corporación, y ya tienen sus letras patentes del rey firmada por un secretario de Estado, que han hecho aparecer en el sello. He mandado que se comunique a Monseñor el canciller, quien ha contestado que difícilmente podrá evitar que sean selladas, porque muchas personas de condición andan de por medio; y al mismo tiempo me ha dicho que le vaya a ver otra vez, y que ya se verá que no hay nada en esa letras que nos perjudique. En cuanto a mí, ruego a Nuestro Señor que bendiga no sólo las intenciones y las obras de estos nuevos Misioneros y todos los demás, sino que también, si ve que están para hacerlo mejor que nosotros, nos destruya y los conserve a ellos.»

Siempre el mismo deseo del apóstol listo a inmolarse, él y su obra, para la mayor gloria de Dios. pero es también por esta misma gloria y sin ninguna intención egoísta por su parte que creyó deber escribir, el 5 de octubre de 1657, al abate de Saint-Just, gran vicario de Lyon, en la que se leerán todos los sabios motivos de su conducta para conservar su nombre: «Señor, la bondad que Nuestro Señor os ha dado para con nosotros, permite tomarme la confianza de informaros de una dificultad que se encuentra en la demanda que presenta aquí el Sr. para obtener letras patentes sobre la erección de la Compañía que Monseñor el arzobispo de Lyon ha erigido en su diócesis para emplearla con el nombre de sacerdotes de la Misión. Y dado que nuestra pobre Compañía lleva también el mismo nombre de la Misión, y este parecido de nombre está sujeto a inconvenientes fastidiosos, he mandado presentar a Monseñor el canciller nuestras pequeñas dificultades sobre esto, esperan tener el honor de escribiros, con la seguridad de que Monseñor el Arzobispo no tiene el plan de hacer una obra buena para dañar a otra.. Éstos son dos o tres inconvenientes que han sucedido con otra Compañía que lleva el mismo nombre, y que podrían tener lugar aquí. Mons. obispo de Bethléem, habiendo fundado una Compañía parecida, doce o quince años después de la nuestra, a la que llamó desde el principio sacerdotes del clero y habiéndola aprobado después en Roma bajo el nombre de Societas Presbyterorum sanctissimi sacramenti ad Missiones, él la hecho llamar de la Misión, y luego habiendo obtenido el don del papa de dos colegios en Avignon, de la fundación de algunos Savoyanos, y que eran para escolares del mismo país, sucedió que, viendo los Savoyanos que estos colegios les eran arrebatados por Misionero que ellos creían pertenecer a nuestro cuerpo, los habitantes de Annecy se sintieron tan enfurecidos que se amotinaron varias veces para ir a arrojar al lago a nuestros sacerdotes establecidos en aquella ciudad, que por esta razón permanecieron escondidos largo tiempo, sin atreverse a salir. Y el senado de Chambéry no ha querido nunca verificar nuestra fundación en Saboya, a pesar de los mandatos diversos de su Alteza Real.

«Otro inconveniente que ha tenido lugar, Monseñor, es que un burgués de Marsella, donde esa Compañía tiene una casa, y nosotros otra, habiendo dado por testamento a los sacerdotes de la Misión cierta propiedad, y habiendo fallecido después sin declarar a qué sacerdotes de la Misión, estamos a punto de iniciar proceso, para aclarar a cuál de las dos casas pertenece el legad.

«Fuera de estos dos inconvenientes, sucedidos por esa Compañía, el tercero procede de un particular, que había trabajado algún tiempo en Toulouse en Misiones, que el difunto Monseñor arzobispo mandó dar allí, y que tomaba el nombre de Misionero. Éste, pasando por Lyon, visitó el hospital de los enfermos; y no hallándole en buen orden según su gusto, escribió una larga carta al difunto Monseñor cardenal de Lyon, en la que le manifestaba las irregularidades que pensaba haber encontrado en este hospital, y le exhortó poner orden en él; o si no lo hacía le llamaba al juicio de Dios; y firmó esta carta con su nombre, Barry, sacerdote de la Misión. Este buen señor, que se encontró entonces en París, indignado por esta osadía, se quejó ruidosamente de nuestra Compañía, creyendo que ese sacerdote perteneciera a ella, que no era cierto, lanzó rayos y centellas contra nosotros, de manera que, aunque yo le advirtiese por medio de nuestros amigos y yo mismo lo hiciera, que este hombre nos era desconocido, ha publicado su descontento en todas las reuniones donde se hablaba de nosotros..

«Vea, Monseñor, algunas razones entre otras más por las que hemos creído deber manifestar a Mons. el canciller los inconvenientes que son de temer en este caso si esta Compañía de Mons. de Lyon lleva el nombre de la Misión.

«No encontramos nada que alegar a las reglas que este digno prelado les ha prescrito, que son muy buenas y santas, ni que existan prelados que erigen semejantes compañías, y buenos eclesiásticos que emprenden las funciones que nosotros practicamos. Al contrario, Señor, pedimos a Dios todos los días en la santa misa que envíe obreros así a su Iglesia. De verdad, creo que habría que renunciar al cristianismo para tener otros sentimientos.

«La dificultad se cifra, Señor, en la confusión de los nombres, que hace que se imputen con frecuencia los hechos de una Compañía a otra del mismo nombre que ha de sufrir por ello, y que hay muchos más inconvenientes; y que por eso puso Dios diferencias en los géneros, las especies y los individuos. Un cirón tiene sus diferencias con todas las demás criaturas, de suerte que ninguna puede ser llamada cirón, sino el propio cirón; tan cierto es que la sabiduría del soberano Creador se ha preocupado en poner esta distinción entre las cosas, para que una no sea la otra. Puesto así, Señor, parece que si fuera del agrado de Mons. el arzobispo dar otro nombre a estos Señores que el de sacerdotes de la Misión, como por ejemplo de Mons arzobispo, del clero o de la diócesis de Lyon, este nombre convendría bien a la cosa, ya que se dedican a hacer todas las cosas eclesiásticas que dicho señor les ordene.

«Y decir que se les podría dar el nombre de sacerdotes de dicho señor arzobispo, y añadir: para ser empleados en las misiones de su diócesis, eso no evitaría, Señor, que los inconvenientes que tuvieron lugar con los sacerdotes del Santísimo Sacramento a causa de la expresión ad Missiones, de la que he hablado, que sucediesen entre estas dos Compañías aquí, por hallarse el nombre de Misión en ellas. Así pues, parece que será algo digno de la sabiduría de dicho señor poner remedio en este principio a estos inconvenientes y otros parecidos, lo que será fácil haciendo tomar otro nombre a su compañía, dejándole no obstante todos los ejercicios que se hacen en la Misión. Que si Monseñor no está de acuerdo con esta propuesta, de buena gana nosotros cambiaremos nuestro nombre de Misioneros por otro, si monseñor así lo ordena y que se pueda, al cabo de cuarenta años y más que hace que esta pequeña compañía empezó a trabajar, ha sido erigida por el difunto Monseñor arzobispo de París, confirmada por bulas de Urbano VIII y por el papa de hoy, y por letras patentes del rey, registradas en el Parlamento. Será dicho señor quien ordene lo que quiera, y vos, Señor, hacernos la gracia, si os place, de asegurar a dicho señor que preferiría morir antes que hacer algo que le sea desagradable, y que por lo demás haremos lo que nos haga el honor de mandarnos.»

El 15 de diciembre de 1654, a petición de Vicente, la Congregación de Propaganda fide emitió un decreto declarando que no había lugar a innovar nada respecto de las instancias al efecto de erigir otra parecida Congregación en Francia, ni de permitir que congregaciones semejantes se multiplicasen allí, por miedo a que sus rivalidades se convirtieran en perjuicio de la religión; añadiendo que si algunos seminarios o colegios debían construirse en Francia, serían encomendados a la dirección de los sacerdotes de Vicente. La Congregación de Vicente continuó llevando por excelencia el nombre de la Misión en Francia y en todo el mundo, porque era para ella no un vano título, sino la expresión de su fin y como la etiqueta de sus obras. Y si otras compañías han conseguido adoptarlo a su lado, ninguna lo ha llevado con tanta bendición, ni por tanto tiempo, ni tan lejos.

Y ahora que los hijos de Vicente están en posesión de su santo nombre de guerra, que están armados de los reglamentos y de las instrucciones de su venerado general, verdadera práctica de su apostolado militante, vayamos tras ellos por tantos campos de batallas donde van a luchar contra el mal en todas sus formas, mal moral, mal físico, contra la herejía y la infidelidad. Y como el espectáculo deberá ser con frecuencia el mismo, no añadamos al cuadro general que nos hemos trazado ya, más que los rasgos más salientes y más característicos, según los tiempos, los lugares y las personas.

  1. Conf. del 25 de octubre de 1643.
  2. Carta a Tholard, del 12 de diciembre de 1657.
  3. Diario de las últimas semanas de la vida de san Vicente, redactado por Griquel. –Archives de la Mission.
  4. Cartas del 12 de noviembre de 1655, de los 25 de abril y 20 de junio de 1659..
  5. Carta del 28 de agosto de 1658.
  6. Carta a de Lespinay, en Marsella, del 17 de octubre y 26 de diciembre de 1659.
  7. Carta a de Lesoinay, en Marsella, de los 17 de oct. y 26 de diciembre de 1659.
  8. Rep. de ora. Del 25 de noviembre de 1657.
  9. Molière, l’Impromptu de Versailles, ac. 1º.
  10. Conf. del 22 de agosto de l655.y del 5 de agosto de 1659.
  11. Véase este Compendio del método de predicar, en las piezas justificativas, nº 4.
  12. Conf. del 5 de agosto de 1659.
  13. Conf. del 5 de setiembre de 1642.
  14. Summ. p. 343.
  15. A. Lambert, en Polonia.
  16. Por el Petit Becan designaba un Compendio en Latín del Manual de las controversias de este tiempo, sobre la fe y la religión, impreso en Mayance, en 1623, y repetidamente reimpreso hasta mediados del siglo XVIII. El Manual que en él se condensa es poco extenso, pero muy estimado, tuvo gran número de diciones. Los Jansenistas se desataron tra el Manual y el Compendio, in odium auctoris, o más bien por odio a la Sociedad de los Jesuitas a la que pertenecía. Pero el sufragio de san Vicente de Paúl pesa en la balanza al menos tanto como las diatribas , sobre todo si se añade la estima universal de la que gozan estos opúsculos. Y es cierto que el jesuita flamenco, cuya vida laboriosa fue consagrada a las materias de controversia, de las que ha dejado una multitud de obras , no merecía más los sarcasmos de los sectarios que el olvido posterior en el que cayó, y si es menos célebre que los Belarmino, los Du Perron y los Veron, no ha rendido tal vez, por su claridad y su método, caracteres particulares de su espíritu, y por su marcha cursiva(trazos) que facilitaba la lectura de sus libros. menores servicios a la causa católica.
  17. Carta del 24 de mayo de 1653.
  18. Con motivo de la confesión general, Vicente escribía a santa Chantal, el 15 de julio de 1639: «Se va a pocos lugares en los que no se encuentre a alguno que falte a ella.»
  19. Carta a Jolly, en Roma, del 5 de noviembre de 1659.
  20. Cartas escritas a Roma, del 17 de enero de 1634, del 1º de abril de 1642 y del 29 de mayo de l643.
  21. Vida del Sr. Olier, t. I, p. 447.

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