La revolución perdida: El lugar de San Vicente de Paúl en la historia de la espiritualidad

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jaime Corera, C.M. · Año publicación original: 1977 · Fuente: Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, Madrid, tomo 85, n. 2, febrero 1977, pp. 120-133..
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Prenotando primero: por qué se perdió la revolución

El título de este estudio ha sido sugerido por el del jugo­so librito de A. Ménabréa, La révolution inapercue:1 la fi­gura, el pensamiento y la obra de san Vicente de Paúl su­ponen en la historia social y en la historia de la Iglesia una revolución de largos alcances que ha pasado desapercibida. Desapercibida y, por tanto (es la tesis de este estudio), per­dida. Perdida en la historia posterior de la espiritualidad. Sólo en los textos del concilio Vaticano II se han vuelto a recuperar ideas que aparecen con toda claridad en la prác­tica y en la enseñanza de san Vicente, pero que habían llevado una vida subterránea en la espiritualidad y en el pensamiento católico posteriores.

Perdida también para la historia social. Los hombres de la revolución francesa vieron en Vicente de Paúl un elemento aprovechable para sus sueños de reconstrucción social. Desempolvaron su estatua, la colocaron en una ga­lería de «hombres útiles», y le pusieron una inscripción que decía: «Vicente de Paúl, filántropo francés».2 Ahora bien, reducir esta rica figura histórica a lo que aquellos hombres entendían por filántropo es reducirla a polvo incluso en términos de su sola significación social. En el mismo enor ha caído, como no podía menos desde su estrecha perspectiva marxista, el historiador soviético Boris Porchnev al calificar a Vicente de Paúl de «organisateur de la bienfaisance».3 ¿No es Vicente de Paúl en la historia social de Francia más que un mero «organizador de la beneficencia»?

No es sorprendente que a unos revolucionarios burgueses y a una mente marxista se les escape lo que hay de más sustancioso en la revolución que supone en la sociedad y en la Iglesia la figura de Vicente de Paúl. Pero ya es más extraño que le suceda algo parecido a un especialista de la espiritualidad como Louis Cognet, nada revolucionario y nada marxista, quien, aunque admira a san Vicente, se despacha su figura en unas líneas que dicen así: «Apenas parece posible considerar como beruliano a un san Vicente de Paúl, cuya espiritualidad personal no presenta por otro lado nada de original».4 Lo curioso del caso es que Cognet conoce a fondo a san Vicente, y conoce a fondo la espiri­tualidad francesa del siglo XVII. ¿Cómo se puede afirmar, sabiendo las cosas, que en el siglo XVII francés la espiri­tualidad de san Vicente de Paúl no tiene nada de original? ¿Cómo se pueden dar en una historia de la espiritualidad cincuenta páginas a la figura de Bérulle, e incluso cinco páginas a un beruliano totalmente menor como Gibieuf, y reducir la rica y original figura de san Vicente a tres pági­nas?.5 Incluso comparado con la figura de Bérulle, ¿no merece Vicente de Paúl un tratamiento más extenso en la historia de la espiritualidad católica?

Todas estas preguntas tienen respuesta fácil. La historia de la espiritualidad, tal como se ha escrito y se escribe aún, es una historia fundamentalmente libresca, y escrita por hombres cuya profesión es la cátedra y la pluma. Desde una biblioteca bien abastecida se pueden escribir, y se han escrito siempre, sin salir a la calle ni conocer muy directamente a los hombres y mujeres en quienes vive y obra el espíritu de Dios, todas las historias de la espiritualidad, también la de Cognet. Con esa base por delante es inevitable que el autor espiritual que ha escrito mucho ocupe un lugar desta­cado en la historia escrita, pues ésta se alimenta de libros. Y que al que ha escrito poco se le reserve un pequeño rincón en el baúl de los recuerdos. Ahora bien, Bérulle es autor de unos libros impresionantes, mientras que Vicente de Paúl no escribió absolutamente nada más que cartas de ocasión y reglamentos.

Aunque san Vicente no escribió ningún libro, sí dejó dos órdenes que aún existen, una de ellas además la más numerosa en la Iglesia. Pero estas no han sabido explotar el rico contenido espiritual de la praxis y de la enseñanza de su fundador para provecho común de la Iglesia en la espiritualidad posterior. Este hecho excita un poco a Bré­mond, quien dice en tono de reproche con palabras algo acaloradas, pero que nos parecen justas: «Su misma compa­ñía ha cedido al contagio (de tener en poca estima las ideas de san Vicente). Exaltan su caridad y sus virtudes, pero no se atreven a hablar de su genio. Las obras completas de san Vicente…, ocho gruesos volúmenes, ricos en doc­trina, chispeantes de humor, en los que no he encontrado ni una sola línea banal…, estas obras completas no están a la venta. Se las comunica amablemente, lo sé, a los extra­ños que llevan su curiosidad hasta querer llegar a conocerlas, pero el gran público no las conoce. Verdaderamente algunas congregaciones religiosas tienen una manera muy curiosa de honrar a sus fundadores».6

Lo que aquí lamenta el abbé Brémond tiene, no sus razones, pero sí su explicación, o más bien sus explicaciones. En primer lugar, san Vicente no dejó teorías espirituales sistematizadas, y es muy difícil a los epígonos teorizar des­pués sin una previa teoría escrita. Además hay que advertir que entra dentro de la espiritualidad del mismo fundador como uno de sus componentes, y no ciertamente secundario, el mostrar la riqueza de la espiritualidad personal no a través de la pluma, sino a través de la acción. Los dis­cípulos y las discípulas de ese hombre no han sido, por eso mismo, almas espirituales aficionadas a plasmar sus experiencias en libros, sino en el vivir diario y en las obras. San Vicente de Paúl quiere hombres y mujeres bien pre­parados técnica e intelectualmente, aunque no con exce­so, y en todo caso con la preparación exigida por su ac­ción ministerial o caritativa, pero nada más. Todo lo que pase de eso, que es precisamente lo que hace falta (ade­más de mucho tiempo libre) para escribir libros, le parece inútil e incluso perjudicial para la espiritualidad de un misio­nero o de una hermana. ¿Sería ofensivo añadir que misio­neros y hermanas se han tomado demasiado en serio este aspecto de cierta desconfianza de su padre y fundador ante el saber no ordenado inmediatamente a la acción? Y así, por no perder el tiempo escribiendo, ni siquiera han escrito sobre su propia espiritualidad hasta tiempos muy recientes.

Sin embargo un caso como el de Ozanam prueba hasta la saciedad que merecía la pena tener en cuenta esas fuentes espirituales. De Bérulle y de sus teorías nunca más se volvió a oír, excepto en historias de espiritualidad escritas para especialistas. Pero sí se volvió a oír de san Vicente de Paúl siglo y medio después de su muerte a través de un alma sensible y apostólica como la de Ozanam. Y además en un tiempo clave para la historia de la Iglesia y de la sociedad como fue la primera mitad del siglo XIX. En Ozanam se encuentran, y de manera muy explícita, ideas que por un lado muestran una clara continuidad con el antiguo espíritu vicenciano, y que por otro apuntan los principios de una verdadera reconstrucción espiritual-cristiana de la sociedad. Pero también esta lección se perdió en la espiritualidad pos­terior a lo largo del siglo XIX, hasta que León XIII inició, a finales del siglo, un lento movimiento de recuperación que ha encontrado en los textos del último concilio su for­mulación última.

Mientras tanto, la sociedad, a falta de formulaciones cristianas, se ha puesto a buscar, torpemente si se quiere, sus propias fórmulas, y aún está en ello. No se le puede reprochar el que lo intente. Más vale para ayudarse a vivir una pobre teoría que ninguna. Pero sí deben reprocharse los que creen que Jesucristo es el señor de la historia el que no hayan sido capaces de orientarla en su nombre. La historia de la espiritualidad cristiana, y la misma espiritualidad, se han refugiado en los últimos doscientos años largos en libros conventuales que han gastado sus ingenios en describir con extrema sutileza los grados y las formas de la oración y de la humildad, los estados de perfección y su jerarquía, refinadas teorías místicas y cosas similares, pero que han puesto en segundo plano, cuando no los han olvidado del todo, los temas fundamentales de la verdadera espiritualidad cristiana: la encarnación, la evangelización, la solidaridad del Cuerpo místico, la responsabilidad por la salvación común, el pueblo de Dios en marcha hacia el Padre. No es la primera vez que le sucede esto a la fascinante historia de la espiritualidad cristiana, lo vamos a ver enseguida. Esperemos que sea la última.

Prenotando segundo: de cómo la espiritualidad cristiana debe ser cristiana antes que espiritual

La historia de la espiritualidad cristiana está sometida a una trampa perpetua que viene de su mismo nombre. Espiritualidad viene de «espíritu», y éste se define por negación de lo que no es espiritual, por oposición a lo material. Quien escribe sobre lo «espiritual» se ve por eso mismo tentado a centrarse en las cosas del espíritu y a dejar de lado lo no inmediatamente espiritual de la vida humana. Ahora bien, una espiritualidad de este tipo olvida que en la expresión «espiritualidad cristiana» el calificativo es más importante que el nombre. La espiritualidad hindú, la bu­dista, y tal vez incluso la mahometana (espiritualidades, las tres, muy ricas), pueden buscar vías de acceso a la divinidad refinadas, espirituales y no materiales. Pero el cristianismo no puede. En la espiritualidad cristiana el adjetivo es que sea espiritual; lo sustantivo es que sea cristiana. «Cristiana» viene de Cristo. Ahora bien, Jesucristo no es un espíritu (Luc 24, 39), sino un hombre «que come y bebe» (Mt 11, 19). Para el cristiano, Jesucristo es el único camino, la única manera legítima abierta al hombre para el acceso a Dios. No tiene otra, y no debe olvidar que ésta es la dife­rencia decisiva entre la fe cristiana y todas las demás reli­giones. Estas buscarán a tientas diversos modos de llegar a Dios (Hech 17, 27). El cristiano, la espiritualidad cristiana, no tiene más que un modo, y ése pasa necesariamente por el hombre Jesucristo, pues en el hombre Jesucristo «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9).

El primer problema de la espiritualidad cristiana es, pues, el de definir con precisión su objeto. Si le da por cen­trarse en el nombre, la espiritualidad será la disciplina que trata de las cosas del espíritu. Pero si recuerda a tiempo que es ante todo cristiana, la historia de la espiritualidad estu­diará qué es lo que ha hecho la humanidad creyente a lo largo de la historia con la figura de Jesucristo, cómo lo ha visto, cómo ha intentado incorporarlo a su propia existencia. Cómo, en suma, Jesucristo se ha convertido en lo que está llamado a ser por designio de Dios: el único camino abierto a toda la vida humana para el acceso al Espíritu, o sea, a Dios (Jn 14, 6). En Jesucristo-hombre se encuentra a Dios (Jn 14, 8-10). El es la única vía «espiritual» legítima. Cómo el hombre histórico ha imitado de hecho a Jesucristo, he ahí el verdadero objeto de la historia de la espiritualidad cristiana. Si se prefiere una definición de tipo abstracto, aventuraríamos la siguiente: la historia de la espiritualidad tiene por objeto el estudio de los comportamientos histó­ricos de los creyentes en el seguimiento de Jesucristo como camino hacia Dios Padre.7

La historia de la espiritualidad no puede ser «espiritua­lista», como si la vivencia del cristiano se diera en un vacío abstracto no sometido a condicionamientos históricos. Cada hombre es hijo de su tiempo. Y los santos, nos atrevería­mos a asegurar, aún lo son más. Por eso sin duda impre­sionan a sus contemporáneos como modelos de hombres válidos sobre todo para su tiempo. Sólo que, dicho esto, hay que añadir que llevan en sus almas una fibra de vida eterna que brota de su vivencia evangélica y que los con­vierte en modelos para todo tiempo, no por los adornos his­tóricos que les hacen ser modelos muy adecuados para el suyo, sino por el núcleo evangélico que les acerca un poco a Jesucristo, un hombre para «ayer, hoy y para siempre» (Heb 13, 8).

Para comprender la espiritualidad de un hombre o de una mujer hay que intentar conocer también el tiempo en que vivió. Pretender construir un sistema de espiritualidad mística abstracto y válido para siempre sobre los escritos y la experiencia de santa Teresa, por ejemplo, es una em­presa perdida. Hay que tener en cuenta la sicología peculiar de santa Teresa, el tiempo en que vivió, cómo éste influyó en aquélla. Y entonces se concluirá que santa Teresa de Jesús y su experiencia mística son totalmente irrepetibles. Ahora bien, de su rica experiencia espiritual se puede ex­traer el núcleo evangélico que da sentido a toda su vida. Sobre él sí se puede construir una espiritualidad teresiana válida también para hoy.

Aunque el evangelio es el mismo para todos, no hay, ni ha habido, ni habrá hombre ni mujer que sea capaz de incorporar en su vida todo el rico contenido del evange­lio.8 Cada santo escoge un aspecto, se centra en él, y saca de él todas las virtualidades en la medida en que responde a la gracia de Dios que le mueve.9 Pero qué escoge y cómo lo escoge y lleva a la práctica, esto estará condicionado por los datos de su biografía: educación, experiencias vitales, lecturas, influencias de los acontecimientos de su tiempo.

San Vicente de Paúl ve como clave de su espiritualidad personal a Jesucristo como evangelizador de los pobres (otros prefieren centrarse en la Trinidad, el Espíritu Santo, el Verbo encarnado, la cruz, el Sagrado Corazón, etc.). Y alrededor de esa visión fundamental organiza su vida y sus ideas. Como él mismo dice, no hay que seguir todo lo que hay de evangélico en las enseñanzas de Jesucristo.10 Eso es lo mismo que admitir que Jesucristo es más grande que él, y que hay aspectos de la enseñanza de Jesucristo que él no ha podido integrar en su visión del evangelio, visión que está necesariamente limitada por los límites socio-sicológicos de su propia personalidad.

La espiritualidad de un hombre o de una mujer creyente se da en una sicología muy concreta y dentro de una historia social muy concreta. Para entenderla bien habrá que saber algo sobre la sicología del sujeto, y algo también sobre la historia sociológica del tiempo en que vivió, aspecto éste que a su vez ayudará a comprender su sicología espiritual. El evangelio como base, pues la historia espiritual trata de las formas históricas de comprender el evangelio y de vivirlo; y luego, el reflejo de este evangelio en una persona que lo ha vivido en una época histórica determinada.

1. Antecedentes

En esta sección vamos a ver algunas ideas que destacan en la historia de la espiritualidad hasta el tiempo de san Vicente. Por fuerza este resumen va a ser esquemático pues sólo pretendemos mencionar algunos puntos que nos parecen significativos para entender la espiritualidad vicenciana dentro de esa misma historia.

Las historias de la espiritualidad suelen comenzar con la experiencia de los monjes del desierto, a partir del si­glo IV. Pero es claro que a las generaciones cristianas de los tres primeros siglos se les tuvieron que plantear los pro­blemas básicos de toda espiritualidad. Durante ese tiempo el problema más urgente de la conciencia cristiana era en­contrar un sentido espiritual al hecho brutal de la muerte violenta del bautizado. Nada más fácil para el creyente que conoce la palabra de Jesús sobre el significado de la muerte ofrecida por fidelidad y amor (Jn 15, 13). No es extraño que, dadas las circunstancias por las que atraviesa la vida de la fe, durante los tres primeros siglos el martirio como cami­no espiritual ocupe el lugar privilegiado en la conciencia del cristiano y en los escritos espirituales del tiempo.

Acabada oficialmente la larga época de los martirios a comienzos del siglo IV, se plantea a la conciencia creyente el problema de encontrar un sentido espiritual a una vida que no va a acabar normalmente de ahora en adelante con el derramamiento violento de la sangre. Hasta ahora el de­seo y la realidad del martirio han expresado lo mejor de la espiritualidad cristiana: la entrega total a Cristo y la imi­tación literal de su vida y de su muerte. A falta de persecu­ciones, el creyente pasa a ver en la renuncia ascética a los caminos y modos de ser del «mundo» una manera derivada de reproducir en su vida la muerte de Cristo. Martirio y vida ascética son dos manifestaciones, diferentes sólo en la forma, de la realidad única que es la base necesaria de toda auténtica espiritualidad cristiana: la imitación de la vida de Jesucristo. Así, con la venida de la paz sobre la Iglesia, los ascetas, los monjes, las vírgenes, vienen a encar­nar en sus vidas una nueva forma de martirio.11

Sobre esta base teórica, después de tres siglos de predo­minio de una visión preferentemente martirial, la vida mo­nástica pasa a primer plano como fenómeno predominante en la espiritualidad cristiana. El monaquismo se extiende rápidamente por todo el orbe cristiano a partir del siglo IV. En su conjunto es un fenómeno altamente complejo y nada fácil de definir, ni incluso de justificar en todos sus aspectos. Pero no hay la menor duda de que en su núcleo verdadero trata de encontrar lo único que puede dar solidez a una vida que se quiere calificar de cristiana: la reproduc­ción vital de la vida de Jesucristo. En particular, los ceno­bitas intentan reproducir hasta en su forma material de vida común, oración común y comunidad de bienes lo que los escritos del tiempo califican de «vida apostólica», es decir, el modelo de vida de los apóstoles y de los primeros cristianos según se describe en Hechos 2, 42-44. El verda­dero monaquismo no pretende más que mantener intacto el ideal de imitación de Jesucristo de las primeras genera­ciones cristianas.12

El monaquismo primitivo tuvo, como todas las cosas, sus peligros, y a veces cayó en ellos. El ejercicio ascético, necesario a todo seguidor de Jesucristo, corre el riesgo de convertirse en una especie de duro entrenamiento para estar en forma, y en un mero ejercicio de disciplina y autocontrol. Y a veces se convirtió en eso. Las historias del desierto están salpicadas de casos famosos en que los anacoretas y cenobitas parecen competir en un extraño extravagante «más difícil todavía» de prácticas ascéticas que a veces perdían de vista su relación con el modelo Jesucristo. En muchos de los escritos contemporáneos no aparece de hecho apenas la figura de Jesucristo. Ahora bien, es claro que sin una referencia explícita y continua a Jesucristo el ejercicio ascético corre el peligro de tomar una dirección demasiado antropocéntrica y de convertirse en un moralismo muy «religioso» y espiritual, pero poco o nada cristiano.13 La historia de aquellos tiempos y de la espiritualidad posterior prueba en sus aberraciones que este peligro dista mucho de ser un peligro, meramente teórico,. Bérulle, el hombre que introdujo a san Vicente por los caminos de la vida espiritual, lo ha expresado muy bien con una fórmula lapidaria: «Si el Verbo no se ha revestido de nuestra carne, no queda nada de la moral».14

Afortunadamente para el monaquismo y para la espiritualidad cristiana en general, en la segunda mitad del siglo IV apareció una generación de hombres totalmente excepcionales en cuanto al entendimiento de la fe, a quienes por eso mismo llamamos Padres de la Iglesia. Estos volvieron a recordar con fuerza los grandes temas de toda espiritualidad verdaderamente cristiana. San Basilio recuerda que el monje puede parecer, pero no es, un atleta. Pide en su regla una vida austera de silencio, retiro, práctica ascética y oración, para estar mejor dispuesto al seguimiento de Cristo (Regulae fusius tractatae, 17, 2; P.G. XXX, 361 A), y a la vez da a la vida monacal una importante proyección social. Sus monasterios acogen a los huéspedes que llaman a sus puertas, y mantienen dentro de sus muros escuelas para los niños huérfanos. Por otro lado, los monjes participan en la actividad pastoral de la diócesis, mientras llenan el día monástico con un ritmo intenso de oración, estudio de la Escritura y trabajo manual.

La idea de que en sí mismo el estado monacal es un es­tado superior y privilegiado por encima de los otros estados en la Iglesia no viene de ninguno de los Padres conocidos, sino de las obras, fuertemente influenciadas por ideas neo­platónicas, del Pseudo-Dionisio. Según él, la superioridad del estado monacal viene dada por su carácter predominan­temente contemplativo que crea una más inmediata cercanía a la unión con Dios. No se trata en sus escritos de una unión con Dios por asimilación del modelo Jesucristo, sino de una relación de unión espiritualizante fuertemente influenciada en las ideas neoplatónicas sobre el Logos.

Por su parte, otro gran Padre de la Iglesia, san Juan Cri­sóstomo, desmontó la pretensión de la superioridad de un estado de vida sobre otro. Dice lo siguiente precisamente en un opúsculo escrito en defensa de la vida monástica: «Te engañas si piensas que al monje se le exige una cosa y al laico otra. La diferencia entre ellos está en que uno se casa y el otro no, pero en todo lo demás ambos han de dar la misma cuenta» (Adversus oppugnatores vitae monasticae, 3, 14). Juan Crisóstomo es un hombre muy preocupado por dotar de una sólida dimensión espiritual la vida de los cris­tianos que viven en el mundo. Conoce bien la vida monásti­ca, y piensa que esta forma de vida proporciona los mejores medios para la salvación, al hacer más fácil la perseverancia ante la debilidad de la voluntad y el desaliento. En la línea de san Basilio anima a los monjes al apostolado y a preocu­parse por los demás. Pero no piensa, como lo hace el Pseudo­Dionisio, que la vida monástica sea en sí misma más exce­lente, o que sea por sí misma un estado más cercano a Dios. En el libro VI de su gran obra sobre la espiritualidad sacer­dotal compara expresamente los valores de una vida retirada y contemplativa con los de la vida activa, y da preferencia a ésta porque exige una mayor magnanimidad. La vida del monje no es una prueba de virtud tan grande como la de un buen prelado. Es mucho más fácil dedicarse a salvar el alma propia que la de los demás. Por eso la vida activa re­quiere mucha mayor perfección que la contemplativa.15

Para la espiritualidad cristiana occidental san Agustín es el Padre de la Iglesia por excelencia. Afortunadamente para esta espiritualidad, la de san Agustín es enteramente cristocéntrica. El doctor de la gracia encuentra a ésta en Jesucris­to. La incorporación a Jesucristo por la gracia nos introduce en la vida misma de la Trinidad. Encarnación y Trinidad: he ahí las dos bases de la teología agustiniana.16 Agustín ha aprendido de san Juan (1 Jn 4, 20) que el prójimo es el lugar del encuentro con Cristo, y éste lo es de Dios: «El amor de Dios es el primero en el orden de preceptos, pero el amor al prójimo es el primero en cuanto a la acción… Tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verle. Con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios Ama por tanto al prójimo, y trata de averi­guar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios. Comienza, pues, por amar al prójimo: «parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que veas desnudo» … Al amar a tu prójimo y cuidarte de él vas haciendo tu cami­no. ¿Y hacia dónde caminas, sino hacia el Señor Dios?» (Tract. in evang. Joan, 17, 7-9). Y aún más explícitamente: «Cuando amas a los miembros de Cristo, amas a Cristo; cuando amas a Cristo, amas al Hijo de Dios; cuando amas al Hijo de Dios, amas también al Padre. El amor no se pue­de fraccionar» (In ep. Joan. tract., 10, 3).

Como obispo de Hipona intenta dar a la vida de los clérigos de su diócesis un marco de vida común inspirado en los esquemas monásticos en la línea de san Basilio. Al su­perponer formas de vida monástica al sacerdote, ordenado para la acción ministerial y apostólica, Agustín, sin darse cuenta del todo del paso decisivo, ha hecho que la finalidad ante todo contemplativa del ideal monástico primitivo pase a segundo plano ante la nueva orientación de servicio pasto­ral. No renuncia en modo alguno por ello san Agustín al ideal contemplativo. El mismo es un temperamento alimen­tado en la contemplación, pero también un pastor muy acti­vo preocupado por sus fieles. Después de la experiencia con­templativa ad consueta recidimus (Enarrat. in ps. 41), es de­cir, tenemos que volver a los trabajos pastorales de la vida diaria. La contemplación debe ser el alma de la predicación de la palabra de Dios: «el que no es en lo interior un oyente de la palabra, es por fuera un anunciador de palabras vacías» (Sermo 179, 1). Pero cualquiera que sea la naturaleza del consuelo místico, no nos debe separar de las exigencias del amor al prójimo en la vida activa, aunque sí debe ser su base y su alimento.

Las ideas básicas de estos grandes Padres de la Iglesia han marcado profundamente la teología y la espiritualidad posterior en occidente (El monaquismo oriental ha seguido hasta hoy otros caminos muy diferentes y más «espirituales»). Incluso formas de vida monástica no agustinianas y más contemplativas en su configuración, tal la benedictina, ponen en la imitación de Cristo lo esencial. El monasterio benedictino es una scola servitii dominici (prólogo de la Re-gla de san Benito), o sea, un lugar para el aprendizaje del seguimiento del Señor. El monje «debe negarse a sí mismo para seguir a Cristo…, ayudar a los pobres, vestir al desnudo, visitar al enfermo, sepultar a los muertos, socorrer al que sufre, consolar al afligido… No poner nada por delante del amor a Cristo» (Regla de san Benito, cap. IV).

Tampoco en la Regla de san Benito aparece la menor pretensión de una supuesta superioridad del estado monacal sobre los demás estados o formas de vida en la Iglesia. No puede haberla, pues san Benito piensa que el monasterio no es más que una escuela de vida cristiana. Así como el monaquismo oriental antiguo había sido cosa preferentemente de seglares, el monasterio benedictino alberga cléricos y no clérigos sin distinción de clases. Unos y otros no tienen más que un fin: el aprendizaje de la vida de Jesucristo, y ante esa realidad, que es la fundamental en la Iglesia, las diferencias de estado son insignificantes.

La esclerotización de la teoría de los estados en la Iglesia es muy posterior a la edad patrística. La inspiración inicial viene sin duda de los escritos del Pseudo-Dionisio. Pero sólo en la época carolingia recibe la definición que ha sido la oficial y exclusiva hasta nuestros días. Rabano Mauro parece ser el primero que describe en detalle las diferencias que distinguen a los monjes (entendidos como los auténticos profesionales de la vida cristiana «consagrada»), clérigos y laicos, y sus mutuas relaciones y subordinaciones (De cleric. inst., 2; P.L. 107, 297; De sacris ordin. 2; P.L. 112, 1166).

El monaquismo ha sufrido en su larga historia todas las crisis que se quieran imaginar. Pero la de la segunda mitad del siglo XII fue particularmente profunda. Sus posibilidades parecían, a pesar de la reforma de san Bernardo, a punto de agotarse. Con la creación de las primeras escuelas teológicas y universidades se rompe el monopolio del saber mantenido hasta entonces por los monasterios. Pronto los nuevos espíri­tus reprochan a la cultura monástica el ser un mero inventario y repetición de ideas heredadas. El mundo monástico aparece como un mundo cerrado en sí mismo y que vive de sí y para sí mismo La marcha de la sociedad va por otro sitio, y los profesionales de la contemplación y de la vida apostólica parece que ni se enteran. Sus pretensiones de ser los únicos verdaderos seguidores de Cristo17 crean por reac­ción una fuerte corriente de espiritualidad seglar, y en los fundadores de órdenes nuevas una vuelta a la inspiración evangélica muy en la línea patrística. Escribe Etienne de Muret, el fundador de los Pobres de Cristo, dirigiéndose a los de su misma orden: «A quien os pregunte cuál es vues­tra profesión, vuestra regla, vuestra orden, decidle que es la primera y principal regla de toda la religión cristiana: el Evangelio, que es la fuente y el principio de todas las otras».18

En el siglo XIII se confirma este movimiento de vuelta a la pureza de las fuentes evangélicas. Las dos grandes órde­nes mendicantes que nacen en él, franciscanos y dominicos, encuentran en la pobreza y en la dedicación a la vida activa una nueva manera de encarnar las enseñanzas del Evangelio. Suponen a la vez un reproche a las riquezas amontonadas por muchos monasterios, y a la ociosidad, más o menos ve­lada, mantenida por sus moradores bajo la apariencia o con la excusa de una forma de vida contemplativa. Por otro lado, el monasterio tradicional, de marcado carácter rural, ya no es apto como signo de vida evangélica para la pujante nueva civilización de las ciudades nacientes. La creciente movilidad social de las gentes exige formas de vida cristiana y apostólica igualmente móviles. En el espíritu benedictino la estabilidad de por vida en el mismo monasterio es funda­mental. En contraste, el mendicante reside allí donde lo exi­ge su trabajo apostólico, y se mueve al compás de esa exi­gencia. Los monjes y el clero secular viven «incardinados» en un sitio. Esta situación, refrendada por los cánones, no es más que un reflejo en lo eclesiástico del poco móvil es­quema de la vida feudal. Se nace siervo o colono de una tierra y de un señor, y se permanece de por vida atado a ellos. Las órdenes mendicantes suponen una ruptura valiente del rígido esquema feudal. No es extraño que encontraran en monjes y clérigos seculares una gran incomprensión, cuando no una dura persecución.

Francisco de Asís, un hombre muy original en la historia de la espiritualidad, sabe muy bien que no hace más que volver a las raíces de toda auténtica espiritualidad cristiana. Tampoco él piensa ser el creador de una espiritualidad diferenciada dentro de la Iglesia: «La regla y vida de los frailes menores es ésta: guardar el santo evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propiedad y en castidad» (Regla II, cap. I).

En las discusiones interminables (que, por otra parte, se basan en una exégesis defectuosa del célebre pasaje evangélico Lc 10, 42) sobre las excelencias y prioridad de la vida de María sobre la de Marta, la espiritualidad mendicante corta por lo sano y se queda con las dos.19 Un mendicante, Tomás de Aquino, ha recogido y sistematizado genialmente las ideas básicas de la espiritualidad de los grandes Padres de la Iglesia. Es increíble cómo la enseñanza popularizada de la espiritualidad posterior ha entendido tan mal las cosas cuando están tan claras en la doctrina del mejor teólogo y autor espiritual que ha dado la Iglesia. El único criterio para medir la perfección cristiana es la caridad (2-2, 184, 1), y no el estado de vida.20 Por eso mismo la perfección cristiana consiste esencialmente en la guarda de los preceptos, pues éstos se resumen en el de la caridad. Los consejos evangéli­cos son sólo instrumentos que se ordenan a facilitar el cum­plimiento de la caridad (ibid.), pero no son la caridad mis­ma. Ante la opinión de los monjes, y también del clero secular, que veían en la vida activa pastoral de los mendi­cantes una perversión de la tradicional forma monástica de la consagración a Dios, Tomás pierde un poco la paciencia y califica tal opinión de «estúpida» (stulta opinio: 2-2, 187, 1). La dedicación al bien del prójimo es un acto de verda­dero culto a Dios (2-2, 188, 2). La vida activa, alimentada por la contemplación, «se debe preferir a la vida meramente contemplativa. Así como es mejor iluminar que lucir sim­plemente, también es mejor dar a otros lo que se ha con­templado que dedicarse sólo a contemplar» (2-2, 188, 6).21 ¿De dónde ha salido la idea de que la forma de vida con­templativa es, mirada en sí misma, superior a la forma de vida activa?

Al mantener que la perfección de la vida cristiana reside en la caridad y no en otra cosa, Tomás de Aquino no hace más que mostrarse lo que era: un gran espíritu evangélico a quien las teorías teológico-canónicas y encogidas visiones conventuales no han hecho perder el buen sentido cristiano. Tomás conoce bien a Jesucristo, sabe que él es el único modelo y el único camino hacia Dios, y que todas las formas de vida y estados en la Iglesia no son más que maneras que el Espíritu Santo ha sugerido a la rica imaginación cristiana para imitar a Jesucristo y así poder llegar a Dios. Se le ad­mira, y con razón, por su claridad y su rigor intelectual, por la dedicación radical de su poderoso entendimiento al esclarecimiento de la obra de Dios en Jesucristo. Pero se ol­vida con frecuencia que este gran entendimiento era movido por un gran corazón cristiano. Siendo niño era el terror de los sirvientes del castillo familiar, pues cada vez que llama­ba un pobre a la puerta desvalijaba la despensa para soco­rrerle. Con razón advierte Chesterton, tal vez el biógrafo más agudo que ha tenido, que ya desde la niñez dio mues­tras Tomás de Aquino de poseer en alto grado lo que carac­teriza a todo verdadero espíritu cristiano: la caridad, y lo que lo distingue de todas las demás formas espiritualizantes de acceso a la divinidad que se han inventado las demás religiones humanas.

La espiritualidad inmeditamente posterior, la del siglo XIV, prefirió escoger estos caminos espiritualizantes y abs­tractos. No es extraño que en las obras del más famoso de sus promotores, el dominico Maestro Eckhart, se hayan querido descubrir influencias incluso de la espiritualidad hindú. Sea de ello lo que fuere, este potente movimiento de espiritualidad reno-flamenca vuelve a las ideas abstractas del Pseudo-Dionisio y de Plotino. En ella abundan las afir­maciones de la nada de la criatura, su necesaria aniquilación (anihilatio) para sumergirse en Dios, «el abismo divino… en el que el espíritu se pierde a sí mismo tan profundamente que… ya no sabe nada ni de palabras, ni de modos de pen­sar, ni de sentimiento, ni de conocimiento, ni de amor, por­que en él no hay nada más que Dios en la absoluta pureza de su simplicidad» (Taulero, Sermo 26). O sea, nada. ¿Se puede hablar así de nuestra unión con Dios Padre que nos anuncia y lleva a cabo el hombre-Dios Jesucristo?

El Verbo de los místicos alemanes recuerda demasiado al Logos neoplatónico para que pueda satisfacer al que cree en un Verbo que se hizo carne y puso su morada entre sus hermanos de carne. De la mística reno-flamenca se pue­de extraer un imponente sistema conceptual para satisfacer al entendimiento sediento de profundidad. Podríamos cali­ficarlo, sin ser excesivamente injustos, de sed de contempla­ción llevada a límites exasperantes. Pero malamente puede ayudar a vivir la vida humana desde las enseñanzas de Jesu­cristo. Ni Eckhart ni Taulero fueron ellos mismo grandes contemplativos, sino directores espirituales de oscuros con­ventos femeninos alemanes en los que la preocupación ob­sesiva parecía ser, según se deduce de sus escritos, la unión lo más rápida y radical posible con una divinidad abstracta que no parece tener mucho que ver con el Dios Padre que nos revela su Hijo Jesucristo.

Por todo ello, el movimiento espiritual que surgió como reacción y que sus mismos autores calificaron de Devotio Moderna supone una saludable vuelta a la exigente pero nada abstracta sencillez de Jesucristo y de sus enseñanzas. La Devotio Moderna quiere introducir en la vida de los «simples» fieles el modelo evangélico de vida. Vuelve sus espaldas deliberadamente al misticismo alemán, y adopta formas sencillas de piedad y de oración al alcance de todo creyente. En la doctrina del primer autor de la Devotio Moderna, Gerardo Grato, la contemplación pierde total­mente el carácter especulativo, y adopta formas en las que predomina la afectividad.22 Por otra parte, identifica la contemplación con la caridad perfecta, y señala como pasos preparatorios para ella la spiritualis paupertas (humildad-sencillez), y la práctica de las virtudes, cosas todas que se manifiestan de una manera especial en la imitación de la humanidad de Jesucristo.

Hay que tener en cuenta a la vez los grandes vuelos de la mística alemana y el carácter asequible de la espiritualidad inagurada por la Devotio Moderna para entender la brillante explosión de la espiritualidad española del siglo XVI, y para entender también las fuertes tensiones que se dieron en ella, así como aberraciones tales como la de los alumbrados. Las tensiones se dieron con una fuerza particular en la Compañía de Jesús. Su fundador la ha creado con vistas a la acción pastoral, y por eso se opone con fuerza a que se le imponga en su vida común el rezo coral de origen monástico. El es un gran contemplativo, y por eso mismo vuelve a encontrar el diseño inevitable de toda verdadera espiritualidad cristiana: Jesucristo como camino hacia la vida en la Trinidad: «Al entrar en la capilla, con nueva devoción, y puesto de rodillas, un descubrírseme o viendo a Jesús al pie de la Santísima Trinidad, y con esto mociones y lágrimas» (Diario espiritual, 28 de febrero).

En la vida del mismo fundador se dieron en la Compañía fuertes tensiones entre la inclinación preferente a una forma de vida activa y la preferencia por una forma de vida más contemplativa. Prevaleció finalmente el sentido genuino del fundador a través de la influencia del quinto general, Claudio Aquaviva, que definió para la orden una síntesis de contemplación y acción de indudables raíces tomistas. No podía ser de otro modo para una Compañía que se de­fine no como de la Divinidad o del Verbo, sino como Com­pañía de Jesús.

Totalmente cristocéntrica es también la espiritualidad de los dos grandes místicos carmelitas. Son capaces de las mayores profundidades contemplativas, pero nunca olvidan que es en Jesucristo donde hallan su lugar de encuentro con Dios. Santa Teresa de Jesús («de Jesús»: otra bella coinci­dencia) se opone con fuerza a otros espirituales españoles más directamente influidos por los alemanes, tales Osuna y Laredo, que piensan que la humanidad de Cristo es sólo un camino de acceso, camino que hay que superar, hacia la divinidad pura. Esto, «apartarse del todo de Cristo», dice santa Teresa, «no lo puedo sufrir» (Vida, cap. 22, 1). En el momento más profundo de su experiencia mística, el des­posorio espiritual, se le representa Jesucristo «por visión imaginaria…, y diome la mano derecha y díjome…» (Cuen­tas de conciencia, 18 de noviembre, 1572). Lo mismo santa Teresa de Jesús que san Juan de la Cruz viven una profun­da e intensa vida mística que haría las delicias de un Pseudo­Dionisio o de un alemán, pero no pierden por eso jamás el sentido de su fe en Jesucristo con las consecuencias ne­cesarias de solidaridad para con sus hermanos y de respon­sabilidad por la Iglesia. En esa feliz conjunción de poderosa vida interior y de acción evangélica ve Dom F. Vanden­broucke la aportación definitiva del siglo XVI español a la historia de la espiritualidad. La espiritualidad española del siglo XVI «ha recordado a la Iglesia que ella es la empresa colectiva de la redención del mundo, y que para este fin la oración interior es la fuerza del apóstol, así como para el contemplativo la oración debe tener un sentido y una orientación apostólica. Sentido apostólico, oración in­terior: tales son los dos polos de la nueva concepción espi­ritual que toma su forma definitiva en España».23

No estaría mal añadir a este juicio un dato de historia sociológica: sólo en el siglo XVI fue capaz la espiritualidad cristiana de llegar a un sentido reflejo de su responsabilidad por la salvación global, cuando se descubrió que el mundo era mucho más ancho y redondo de lo que se creía hasta entonces. No es sorprendente tampoco que esta conciencia se diera con más fuerza y en primer lugar en el país que había abierto nuevos caminos en el mar. Pero sí resulta sorprendente, para quien tenga una idea espiritualista y estrecha de lo que es la auténtica espiritualidad, el que este hecho se diera también, y con qué fuerza, en sus hombres y mujeres más espirituales y contemplativos.

2. Un esbozo de Espiritualidad Vicenciana

Los maestros

Hasta aproximadamente los treinta años de su vida, san Vicente de Paúl es un hombre de una espiritualidad, por así decirlo, indiferenciada. Ha recibido en su niñez la catequesis acostumbrada en una familia católica normal, y después la formación teológica usual a finales del siglo XVI. Un poco antes de los treinta años, después de los primeros años de sacerdocio un tanto oscuros y, de todos modos, obsesionados ante todo por la idea de asegurarse un retiro honrado (es decir, una tranquila vida clerical cerca de sus parientes, sobre la base de algún jugoso beneficio eclesiástico) entra en contacto con Pedro de Bérulle, un hombre de personalidad fuerte en todos los aspectos, también en el espiritual. Las relaciones posteriores de Bérulle con Vicente van a ser agridulces, por no decir hostiles.24 Pero eso vendrá mucho más tarde. Cuando lo conoce por primera vez, Bérulle ve en el joven Vicente uno de los muchos sacerdotes a los que hay que dotar de una sólida espiritualidad con vistas a la muy necesaria reforma de la iglesia de Francia. No podía Vicente de Paúl haber escogido un maestro más adecuado para iniciar su itinerario espiritual.

La espiritualidad del primer Bérulle está fuertemente marcada por la influencia de los escritos de inspiración reno-flamenca sobre todo. Todos los espíritus franceses del comienzo del siglo XVII han sido alimentados por las ideas de lo que se ha venido a calificar como «escuela abstracta». En particular por el teórico más importante de ésta en aquellos años, el capuchino inglés convertido del protestantismo Benito de Canfeld. La clave de la espiritualidad de éste es la idea de la conformidad total de la voluntad humana con la de Dios. El proceso de identificación de ambas voluntades se consuma en una aniquilación (recuérdese la anihilatio de los grandes místicos alemanes) de la humana y su inmer­sión o fusión con la de Dios. En este proceso de identifica­ción espiritual no cuenta para nada la figura de Jesucristo. La unión de voluntades se lleva a cabo sin intermediarios de ninguna clase. Este proceso se conoce entre los entendi­dos como dépassement precisamente porque deja a un lado al Verbo encarnado, para pretender conseguir una unión directa con la divinidad.

El joven Bérulle accede a la vida espiritual en este am­biente de escuela abstracta. Pronto, sin embargo, se da en él una fuerte evolución de perspectiva, motivada sobre todo por su lectura de la Biblia, de los Padres y probablemente de los escritos de santa Teresa, lectura que le lleva del teo­centrismo abstracto a una visión cristocéntrica de la vida espiritual. El se da perfecta cuenta de la importancia del cambio de perspectiva, y lo compara expresamente a la re­volución que han supuesto las teorías copernicanas en la vi­sión del cosmos. Jesucristo es el centro verdadero y único de toda vida espiritual, como el sol lo es del sistema solar. Con razón se le ha venido a llamar el «apóstol del Verbo encarnado». Jesucristo es el único e inevitable camino para llegar a Dios, pero también el fin, pues Cristo es Dios mismo en carne. El cristiano debe revestirse de Jesucristo, según la enseñanza de san Pablo, lo cual exige mucho más que una imitación externa de sus modos de ser y de comportarse. En Cristo mismo el alma tiene que llegar a una adherencia con la divinidad, lo cual exigirá, según aprendió de la escue­la abstracta, el despojamiento de todo lo que de nada y de pecado hay en el hombre. Hay aún en el Bérulle maduro rastros de su aprendizaje en la escuela abstracta, como se acaba de advertir, pero también de lo que se suele calificar como pesimismo agustiniano: una cierta desconfianza por la naturaleza humana marcada por el pecado, idea que los jan­senistas empujarán aún más lejos, y que Lutero había llevado hasta el extremo. El Bérulle de los últimos años se mues­tra, sin embargo, un poco menos desconfiado y algo más optimista.

También en san Vicente se advierten rastros de este pe­simismo que, por otro lado, puede ser perfectamente orto­doxo. En particular en san Vicente se explica, aparte de por la influencia de Bérulle, por su propio temperamento que, como él mismo dice, tendía a aparecer como un humor negro y melancólico.

Afortunadamente para él, antes de los cuarenta años (en 1618 ó 1619) san Vicente encontró en Francisco de Sales la medicina apropiada para sus tendencias pesimistas. El conocimiento de Francisco de Sales fue para Vicente una auténtica revelación. Varios años después, en su testimonio para el proceso de beatificación del obispo de Ginebra, no puede disimular el fuerte impacto que le había producido:

«Su bondad era tan grande que por su abundancia se derramaba suavemente en aquellos que disfrutaban de su trato. También yo participé en esa dicha. Y recuer­do que, hace seis años, estando enfermo, daba vueltas en mi mente y pensaba en lo grande que es la bondad de Dios. Qué bueno eres, Dios, Dios mío, qué bueno eres, pues hay tanta bondad en monseñor Francisco de Sales».25

Pero Vicente aprendió de Francisco de Sales muchas cosas además de la bondad a que puede llegar todo hombre de Dios. Francisco de Sales dibuja en el mundo espiritual de comienzos del siglo XVII francés un perfil muy original. Le preocupan, como a Agustín y a Juan Crisóstomo, ante todo, los problemas pastorales, y la necesidad de proveer a los simples fieles de una espiritualidad sólida, que vaya más allá del mero cumplimiento de mandamientos y de ritos católicos. «La devoción debe ser ejercida de diversas formas por un noble o por un obrero, por un siervo o un príncipe, por una viuda, una soltera o una casada. La misma práctica de la devoción hay que acomodarla a las fuerzas, las ocupa­ciones y los oficios de cada uno… Reconozco que la devo­ción puramente contemplativa, monástica o religiosa no se acomoda a estos estados y oficios, pero además existen otros modos apropiados para conducir a la perfección a aquellos que viven en oficios seculares. Por lo tanto, en cualquier si­tuación en que nos encontremos, debemos aspirar a la per­fección».26 El cristiano debe serlo del todo (perfecto) aunque sea seglar, y aunque pertenezca a la corte, donde le asedian los peligros de la vida frívola y de la ambición. En su céle­bre Introducción a la vida devota no aparece la más mínima mención de la vida contemplativa. Sí muestra una clara des­confianza por las teorías de la escuela abstracta, y presenta un modelo de oración mental discursivo-afectiva que mar­cará profundamente las ideas de san Vicente. Lo mismo su preocupación por crear una espiritualidad seglar en el mundo que su sistema de oración recuerdan con fuerza lo mejor del movimiento espiritual que supuso la Devotio Moderna. Más tarde, ilustrado por la experiencia de las monjas de la Visitación, y en particular de santa Juana de Chantal, Francisco de Sales se hace más comprensivo y avisado en los caminos contemplativos, y escribe su Tratado del amor de Dios, libro que san Vicente recomendará calurosamente a Luisa de Marillac.

Como acertadamente advierte Cognet, según vimos al principio, difícilmente se puede considerar a san Vicente de Paúl como beruliano, a pesar de las fuertes influencias de Bérulle en su espiritualidad. Tampoco se le puede considerar como un mero discípulo salesiano. San Vicente de Paúl se introduce por los caminos de la vida espiritual de la mano de estos dos grandes maestros. Pero luego sigue su propio camino Este está condicionado por su visión peculiar de Jesucristo como centro de la vida espiritual, lección que aprendió de Bérulle. Pero a eso añade un elemento. original que no se da ni en la experiencia de Bérulle ni en la de san Francisco de Sales: su descubrimiento de los pobres. «Esta es mi fe, y esta es mi experiencia», dice a menudo san Vicente. Vamos ahora a tratar de descubrir con cierto detalle de qué fe y de qué experiencia se trata.

Una espiritualidad tradicional

San Vicente de Paúl, hay que decirlo de entrada y sin titubeos, es en su teología y en su espiritualidad un hombre totalmente tradicional. No hay que dejarse engañar por sus frecuentes protestas de no ser más que un ignorante estudiante de gramática. San Vicente conoce bien su biblia, su teología, tiene una familiaridad más que ordinaria con los Padres de la Iglesia, las vidas de los santos, la literatura ascé­tica y mística y la historia de la Iglesia. Muestras de todo ello aparecen con abundancia en sus escritos y en sus con­ferencias. Es bachiller en teología por Toulouse y licenciado en derecho canónico por la Sorbona. Su ortodoxia y su fide­lidad a la tradición son indiscutibles, y vela con cuidado para que también lo sean en sus dos comunidades.27 Se muestra desconfiado de toda novedad teológica, y advierte a sus mi­sioneros que las eviten con cuidado (Reglas Com. XII, 7). En múltiples ocasiones declara su oposición a las ideas jansenistas por el carácter que tienen de ser opinio­nes nuevas no conformes con la tradición.28 Conoce bien y admira a santo Tomás de Aquino, al que cita con frecuencia,29 y a quien atribuye la paternidad de una de las frases que mejor resumen su propia espiritualidad: «dejar a Dios por Dios».30 Su formación teológica es estrictamente formación «de escuela». Y así, cuando propone teorías teo­lógicas de una manera explícita no hace más que repetir lo que han repetido durante siglos antes y después de él los manuales de teología. Hay dos clases de personas en el mun­do: los que están en sus ocupaciones y se ocupan solamente de la observancia de los mandamientos, y los que Dios llama al estado de perfección, como son los religiosos de todas las órdenes.31 Los votos religiosos introducen en el estado de perfección, estado en el que no se encuentran, por no tener votos, las gentes del mundo.32 Las reglas de vida común son tan santas que si se guardan con fidelidad y exactitud ellas bastan para asegurar la santidad.33 Admira con sinceri­dad las formas de vida contemplativa, incluso las más extre­mas, como la de los cartujos, de quienes dice que son «gentes de oración, gentes de peso, sólidos en la virtud y firmes en sus constituciones»;34 su forma de vida solitaria es «muy santa».35

En su bellísima conferencia sobre la búsqueda del reino de Dios (21 de febrero de 1659),36 llevado por el entusiasmo del tema, expresa ideas en un tono tan «espiritual» que, al oírle, se podría llegar a pensar que este hombre ha sido en relación a las cosas materiales de este mundo tan des­preocupado como el mismísimo san Francisco de Asís:

«Busquemos la gloria de Dios; ocupémonos de eso y no nos preocupemos de ninguna otra cosa: et haec omnia adiicientur vobis; y se os darán todas las cosas de que tenéis necesidad… Preocupémonos de que Dios reine en nosotros y en los demás por todas las virtudes. Y en cuanto a las cosas temporales, dejémosle a El el cuidado de ellas. El lo quiere así. Sí, El nos prove­erá de alimento, de vestido… Hay que trabajar prime­ro por conseguir las virtudes, trabajar en la vida interior, preferir las cosas espirituales a las temporales, y todo lo demás nos vendrá».37

«Preferir las cosas espirituales a las temporales»: a nivel de teoría explícita san Vicente de Paúl es totalmente un hijo de su tiempo, un buen discípulo de Canfeld. A nivel de práctica, sin embargo, su espiritualidad va por otro camino: encontrar las cosas espirituales en las temporales, llegar a aquellas a través de éstas.38 Lo veremos en detalle.

San Vicente es, cuando teoriza, deudor también de la visión dualista que tanto ha pesado, y pesa aún, sobre el pensar teológico y sobre las teorías de espiritualidad. Espiritual-temporal, cuerpo-espíritu, amor de Dios-desprecio del mundo. Esta misma tendencia se expresa en sus teorías explícitas sobre la perfección cristiana: vida de meros preceptos-vida de perfección. Esta se caracteriza, como ya vimos, por la profesión de los votos. Las Hijas de la Caridad, como no tienen votos, no deben ni soñar en que su estado, como estado, sea tan perfecto como el de las religiosas.39 La vida de los cartujos es en sí misma más perfecta que la de los misioneros.40

Una espiritualidad original

Pero al margen de teorías trilladas, san Vicente de Paúl ha palpado la santidad viviente en sus dos familias.41 Ha visto misioneros y hermanas que han llegado a alturas de santidad y de perfección cristiana que sabe no se dan en muchas vidas instaladas en un estado oficial de perfección e incluso de contemplación. Esto lo sabe de primera mano.42 No en vano, ha sido y es el superior de varias órdenes,43 entre ellas de la Visitación.

La verdadera espiritualidad de san Vicente no se basa, como pudieran hacernos creer a veces sus palabras explícitas, en un vuelo del alma que se despoja de lo terreno y material para llegar directamente a Dios. San Vicente de Paúl ha enseñado él mismo a los misioneros y a las hermanas que el único camino, abierto a su perfección es el hombre pobre como imagen de Jesucristo. No en un desprendimiento de lo humano, sino en el trabajo por la satisfacción de las necesidades corporales, intelectuales, morales y espirituales del pobre ha encontrado él mismo, y lo, encontrarán sus seguidores, a su Dios, el Dios de Jesucristo. Los votos que hacen los misioneros no los van a colocar en un estado de perfección, pero sí en un «estado de caridad, porque nos ocupamos en la práctica real del amor».44 En cuanto a las hermanas, que no tienen votos oficiales de ninguna clase cuando les habla: «¿qué acto más grande de amor se puede hacer que darse a sí misma, por estado y por profesión, para la salvación y el alivio, de los afligidos?».45 Ahora bien, en términos netamente evangélicos y en los de la verdadera tradición, ¿qué fórmula expresa mejor el seguimiento de Jesucristo en el camino hacia el Padre (esa es, recuérdese, la verdadera definición de la es­piritualidad cristiana): «camino y estado de perfección», o «práctica y estado de caridad»?

Si se les mira desde la teoría acostumbrada de los es­tados de perfección en la Iglesia sus dos comunidades cor­tan una figura más bien desangelada. Comparadas con la alta teoría del estado religioso, no tienen mucho de qué alardear. Pero Vicente ha visto que estas formas de vivir el evangelio llevan de hecho a muchos de sus hombres y mujeres (y a él mismo) a alturas impresionantes en el segui­miento de Cristo. Sus teorías explícitas, las que ha aprendi­do de la escuela, hacen agua por todas partes. Y descubre con asombro lo que antes que él han visto con claridad un Crisóstomo, un Agustín, Tomás de Aquino o Teresa de Jesús, y antes que todos ellos Jesucristo, el único maestro que han tenido para aprender la verdad: que la verdadera espiritualidad cristiana no tiene otro criterio de verificación que la práctica de la caridad hacia el hermano necesitado.46 Todo lo demás, modos de oración, votos, estados, hábitos, son sólo ayudas que valen en cuanto llevan al alma hacia esa práctica. Y, en definitiva, al margen de votos, profe­siones solemnes o experiencias místicas, el estado de vida que profesa dedicación al prójimo ha de preferirse a todos los demás. Y aunque escribe a un cartujo, para animarle a seguir en su estado de vida, que su orden es «reconocida como la más perfecta en la Iglesia»,47 dice por otro lado:

«Hay una gran diferencia entre la vida apostólica y la soledad de los cartujos. Esta es muy santa, ciertamen­te, pero no conviene a los que Dios ha llamado a la primera, que es en sí más excelente. Si no lo fuera, san Juan Bautista y Jesucristo no la hubieran preferido a la otra, como así lo hicieron al dejar el desierto para predicar a las gentes. Además, la vida apostólica no excluye la contemplación, sino que la abraza y se vale de ella para conocer mejor las verdades eternas que debe anunciar. Por otro lado (la vida apostólica) es más útil al prójimo, a quien tenemos la obligación de amar como a nosotros mismos».48

A una tal vida se le puede aplicar, pues, con justicia la calificación de «camino de perfección» (status perfectionis acquirendae) que en los manuales se reserva a formas de vida especificadas no por su fin o actividad, sino por la profesión oficial de los tres consejos evangélicos:

«Qué felices somos de encontrarnos en el camino de la perfección… ¿En qué consiste nuestra perfección? En hacer bien todas nuestras acciones: 1.° como hom­bres razonables, en tratar bien al prójimo y cumplir con él lo que es justo; 2.° como cristianos, en practicar las virtudes de las que Nuestro Señor nos ha dado ejemplo; y, por fin, como misioneros, en hacer bien las obras que El ha hecho».49

San Vicentes es, sin duda, un hombre tradicional, pero de la verdadera tradición. Precisamente porque basa su es­piritualidad en la verdadera tradición tiene su figura acentos de potente originalidad que le hacen destacar netamente en al atmósfera «espiritual» de sus contemporáneos. En el pla­no de la teoría espiritual lo más original de san Vicente se debe a la influencia de Bérulle: el descubrimiento del Verbo encarnado, del hombre Jesucristo como único camino de acceso a la divinidad. Ahora bien, la experiencia de Bérulle no es la experiencia de Vicente de Paúl, y sobre la misma verdad básica (la encarnación del Hijo) el primero, espíritu inclinado a lo aristocrático, construye una espiritualidad de adoración del Verbo, y el segundo, hombre del pueblo, una espiritualidad de imitación de Jesucristo evangelizador de los pobres. Bérulle se mueve en un ambiente algo enrarecido de refinamiento espiritual, ambiente del que no es ajeno un cierto espíritu de intriga y de ambición en el terreno civil y eclesiástico. Vicente se va a los campos, y en ellos encuen­tra la savia de su espiritualidad. Que Cognet piense que no hay en ello nada de original, que el maestro es el que vale en la historia de la espiritualidad, y que san Vicente no es más que un mediano discípulo cuya espiritualidad no presen­ta excesivo interés sólo prueba que también a Cognet le in­teresa más el ambiente clerical enrarecido y libresco que la vida real de la gracia en los hombres y mujeres que «se con­denan y mueren de hambre».

La originalidad de Vicente de Paúl consiste en volver a las fuentes evangélicas, encontrar en ellas, de la mano de Bérulle, a Dios hecho. hombre como realidad central de toda espiritualidad auténticamente cristiana, y escoger luego por su cuenta de entre los muchos aspectos de la rica personalidad de Jesucristo el que a san Vicente le parece decisivo, que es muchas cosas, es ante todo el hombre que, en nombre de Dios, ha venido a anunciar la buena nueva de la salvación a los que sufren (Lc 4, 16-21). Esa es la base y la clave de su espiritualidad.

No le ha sido fácil a san Vicente llegar a esa visión. Antes ha tenido que pasar por una prueba terrible de fe que le ha hecho descubrir la vacuidad de sus ideales juveniles. Se le derrumban todos: ambición eclesiástica, deseo de seguridad, apego estrecho a los parientes. Como capellán de la frívola reina Margarita ha visto también de primera mano la banalidad de lo que pasa por ser grandeza humana. Y luego, en sus primeras experiencias pastorales (Clichy, Follevine, Chatillon) empieza a descubrir con asombro en el hambre y en la ignorancia religiosa de los pobres innumerables que el mensaje de liberación del evangelio de Jesucristo está aún por llevar a cabo. Este hecho le duele, y lo lamenta. Pero no se queda en lamentaciones. Piensa que Dios le ha descubierto la miseria de los pobres, y que le envía a él a remediarla, o sea, a completar y llevar a cabo lo que falta a la pasión de Cristo. Para hacerlo no hay más que un camino: ser como Cristo y convertirse en evangelizador. Todo en su espiritualidad, absolutamente todo, gira alrededor de esta idea fundamental. Su experiencia de los pobres, experiencia por la que el aristocrático y muy clerical y espiritual Bérulle no pasó, le ha ayudado. a centrar su fe y su espiritualidad para el resto de su vida. Como san Pablo, a quien quería tanto, tampoco san Vicente fue infiel a la llamada.

Esta es mi experiencia

Los pobres han estado siempre, efectivamente, con noso­tros, pero es necesario descubrirlos. Hay muchas maneras sutiles de pasar por alto su existencia. Están, primero, los mil ardides del egoísmo personal que rodean al creyente de una fuerte coraza que le aisla de la perturbadora presencia de los pobres. Y está también la adopción de formas de vida que, de paso que abren una distancia prudencial a la necesi­dad ajena, aseguran la salvación propia y la existencia:

«‘Mi cuarto, mis libros, mi misa. Con eso me basta’. ¿Es eso ser misionero?».50

A san Vicente de Paúl los pobres se le han venido en­cima en sus primeros años de creyente convertido. No los ha buscado, pero tampoco los ha rechazado dejándose llevar de su despreciable apariencia externa.51 Eso, al principio. Porque luego, convertida la sociedad francesa en una autén­tica máquina de fabricar pobres,52 aunque tampoco le ha sido necesario hacer esfuerzos mayores para descubrirlos, ha intentado llegar a todos ellos: a los que rodean San Lá­zaro53 y a los que se encuentran en las lejanas provincias fronterizas. Y aún más allá, por encima de las fronteras de Francia. Pobres por todas partes. Parece que se los inventa él mismo…54

Esta es mi fe

Para el cardenal Richelieu, hombre de Iglesia55 y primer ministro de su serenísima majestad católica, el pueblo pobre de su amada Francia está compuesto en su mayor parte de «mulets» (mulos),56 cuya función principal es producir hom­bres y contribuciones para mantener a las clases dominantes y sus rivalidades y guerras por la gloria de Francia. Para Vicente de Paúl, su contemporáneo y consejero ocasional,57 hombre también de Iglesia, el pobre es imagen viva de Jesu­cristo.58 Ambos recitan el mismo credo de la misma fe católica, apostólica y romana. Ambos recitan aproximada­mente las mismas oraciones. Ambos rezan al mismo Dios.

¿Al mismo Dios? Jesucristo, su Hijo, dice que él y el Padre son una misma cosa (Jn 14, 10), y también dice que para llegar a él, y así llegar al Padre, no tenemos los hom­bres más camino que el prójimo (Mt 25, 40; 1 Jn 4, 20-21). En este único camino no hay posibilidad de error: en el prójimo se encuentra a Jesucristo, en Jesucristo a Dios (recuérdese aquello de san Agustín: el amor no se puede fraccionar). De manera que, a pesar de las apariencias, que son las que engañan a Richelieu,

«yo no debo considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su exterior…, aunque a menu­do apenas si tienen la figura… de personas»,

pero,

«dad la vuelta a la medalla y veréis por la luz de la fe que el Hijo de Dios, que ha querido ser pobre, nos es representado por estos pobres. Oh, Dios, qué bello es ver a los pobres si los vemos en Dios y en la estima que Jesucristo ha tenido de ellos».59

Pues Cristo vino a redimir-evangelizar a los pobres, si éstos se encuentran aún sin redimir ni evangelizar, si siguen siendo irremediablemente pobres e ignorantes en la fe, puede llegar el alma creyente a un momento de crisis en el que se pone en cuestión la realidad misma de la redención y de la fe:

«Sí, hace ya veinte años que no tienen más que guerras. Si han sembrado, no tienen la seguridad de que recogerán nada. Vienen los ejércitos, que lo saquean y lo roban todo. Y lo que no han cogido los soldados se lo llevan los alguaciles. Después de esto ¿qué harán? ¿qué será de ellos? No les queda más que morir. Si hay una verdadera religión… ¿Qué he dicho, miserable de mí?… Si hay una verdadera religión… Dios me perdone».60

¿Quién habla así? ¿Un joven revolucionario, románticamente enemigo del status quo, que pone en cuestión la realidad de la fe por la ineficacia que ha mostrado en la redención de los oprimidos? Quien habla así es un anciano sacerdote de setenta y cuatro años que se ha pasado los cuarenta últimos años de su vida obsesionado por la evangelización de los pobres, y que está ya maduro para la canonización.

Este hombre está, como san Pablo (Rom 9, 3), dispuesto a ser anatema por amor a sus hermanos, porque «no me basta amar a Dios si mi prójimo no le ama».61 Hacia los 37 años descubrió en la evangelización de los pobres su vocación personal. Se puso con entusiasmo a evangelizarlos en cuerpo y alma, porque «el pobre pueblo se condena y se muere de hambre». Pero luego ha ido descubriendo con sorpresa que «entre estas pobres gentes se conserva la verdadera religión, una fe viva»,62 que por su pobreza y su sufrimiento son la imagen viva de Jesucristo,63 que Jesu­cristo mismo ha gastado su vida sirviéndoles,64 que después de alimentarle a él mismo, a Vicente, con su sudor en esta tierra,65 de lo alto de los cielos rezarán por él para que se salve.66 En suma, que si en el fervor de su juventud con­vertida a la llamada de Dios creyó un poco ilusamente que iba a redimir y a evangelizar a los pobres, ha sido él mismo quien en ellos y por ellos ha descubierto el verdadero ros­tro de Jesucristo; él, Vicente, ha sido el redimido y el evan­gelizado. «Los pobres me han evangelizado», dice como resumen impresionante de una larga vida dedicada a su evangelización. Y «si ellos sufren por su ignorancia y por sus pecados, nosotros somos los culpables… si no sacrifica­mos nuestra vida entera» para evangelizarlos.67

Esta es la fe de san Vicente de Paúl.

Las ideas fundamentales de la espiritualidad de san Vicente

1.° Jesucristo, evangelizador de los pobres

Jesucristo es la única clave de su vida espiritual. Pero no ya el Verbo encarnado que aprendió de Bérulle, que por ser Verbo del Padre hay ante todo que adorar, sino el Verbo encarnado que se hizo hombre para que aprendiéramos a ser hombres, y a quien hay que imitar (de quien hay que revestirse) en lo que le hizo convertirse en hombre: la redención-evangelización. En continuar la obra de la evangeliza­ción encuentra Vicente de Paúl su propio camino hacia Dios. Porque

«Nuestro Señor se ha hecho hombre para salvarnos a todos. Qué felicidad la de usted, ocuparse en hacer lo que él hizo. El vino a evangelizar a los pobres, y eso mismo es su trabajo y su ocupación. Si nuestra perfección se encuentra en la caridad, cosa que es cierta, no la hay mayor que la de darse a sí mismo para salvar a las almas, y de consumirse por ellas como Jesucristo».68

Evangelizar a los pobres es «por excelencia el oficio del Hijo de Dios»,69 porque ¿para qué vino al mundo, sino para evangelizar a los pobres?:

«Si se pregunta a Nuestro Señor: ¿qué has venido a hacer a la tierra?: ‘A asistir a los pobres’. Y ¿a qué más? ‘A asistir a los pobres'».70

Para san Vicente pobre significa pobre. El no es un exe­geta experto en semántica bíblica, sino un hombre de su tiempo para quien las palabras significan lo que todo el mun­do entiende por ellas. Si de Jesús dice el evangelio que el Padre lo envió a evangelizar a los pobres (Lc 4, 18), Vicente entiende que para los pobres vino principalmente, y que si a veces iba a otros no pobres, eso lo hacía ramo de paso (ce n’était que comme en chemin faisant),71 porque el «reino de los cielos… es para los pobres»,72 y a ellos hay que anunciarlo.

Puede que la imagen del pobre que tiene Vicente de Paúl no coincida exactamente con lo que un experto en Biblia calificaría de «el concepto bíblico del pobre». No importa. Para él el camino espiritual para encontrar a Dios no es otro que la imitación de Jesucristo evangelizador de los que el lenguaje común llama pobres. Jesucristo es más grande que él y que todos los santos juntos, y mucho más que todas las escuelas de espiritualidad. Hay que escoger. Vicente de Paúl ha hecho su elección espiritual: Jesucristo evangelizador de los pobres. Al hacerlo así, ha dado en el corazón mismo de la fe y de la espiritualidad.

2.° La imitación de Cristo evangelizador: el dinamismo de la espiritualidad vicenciana

Esta elección ha hecho de la espiritualidad de Vicente de Paúl una espiritualidad en marcha, y de él un hombre creyente en marcha. Al luchar por la creación de sus dos obras más caracterizadas, la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad, sabe bien que lucha por una nueva estructura de consagración espiritual73 que no se define como religiosa, de perfección, sino como catequizadora, de evangelización. Por ejemplo: «Oh, Salvador, tú has espera­do 1600 años para suscitar una compañía que hace profe­sión expresa de continuar la misión para la que tu Padre te ha enviado a la tierra».74

Hay espiritualidades y espiritualidades. Todas pueden ser cristianas (y por eso en su raíz todas las formas de espiritua­lidad no son más que una) si tienen en cuenta a Cristo y su enseñanza. Ahora bien, la enseñanza de Cristo y su misma figura son de una gran riqueza tal que ningún ser humano ni ninguna escuela puede agotar. Históricamente la respuesta a Jesucristo y a su evangelio ha sido variada en sus expre­siones y preferencias, y siempre ha sido sin remedio selec­tiva. Si al creyente concreto le impresiona en Jesucristo so­bre todo su espíritu de adoración al Padre, se verá inclinado a centrar su propia espiritualidad, por ejemplo, en la adora­ción al Santísimo Sacramento. Si el sometimiento voluntario a su pasión, tenderá a adoptar un modo de vida en el que lo central serán la austeridad voluntaria y la aceptación del sufrimiento. Eso será la clave y la base de su espiritualidad. Su elección estará condicionada, ya se advirtió arriba, por los datos predominantes de su biografía y de su sicología. Todos los espíritus cristianos adoran al mismo Dios, todos creen en el mismo Señor. Pero no todos lo hacen de la mis­ma manera. Hay temperamentos de carácter pasivo que de­finen su espiritualidad preferentemente en términos de pasi­vidad.75 Los hay activos que la definen como acción. Para san Vicente, hombre de temperamento activo, el santificarse y llegar a Dios (la espiritualidad) no tienen más que un ca­mino: hacer como Jesucristo.76 O sea, evangelizar.

3.° Oración-evangelización

Vicente de Paúl lee y admira a santa Teresa de Jesús, y en ella, sin duda, ha encontrado la clave de su oración: «En los efectos y obras de después se conocen estas verda­des de oración, que no hay mejor crisol para probarse». Qué bella lección de la gran mística. Tampoco san Vicente se fía de la oración que se cierra en sí misma y no muestra su verdad a través de las obras. Desconfía como santa Teresa de las altas teorías contemplativas que se expresan en bellas palabras y en bellos pensamientos, pero no dan frutos de vida:

«Lo que algunas personas toman como contemplación, arrebatos, éxtasis, y lo que llaman movimientos ana­gógicos, uniones deificas, no son más que humo… mientras que la acción buena y perfecta es la verdadera característica del amor de Dios».

«Tantos actos de amor de Dios, de complacencia…, son muy sospechosos cuando no se llega a la práctica del amor efectivo». Algunos «se gozan en dulces coloquios con Dios en la oración, hablan de ella como ángeles, pero al salir de ella, si se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres… ay, les falta coraje. No, no; no nos engañe­mos: totum opus nostrum in operatione consistit.77

Todo esto no quiere decir que la oración es poco rele­vante o secundaria en la vida espiritual. Nada de eso. Un hombre de oración es capaz de todo,78 pues le une a Dios;79 la oración es el alma del alma,80 tan necesaria como el aire y el alimento;81 Jesucristo, y con eso se dice todo, «era hombre de grandísima oración».82 Lo que quiere Vicente evitar a toda costa es que se abra un abismo entre la oración y el trabajo por los pobres, con el peligro de que uno llegue a ilusionarse y engañarse con la idea de que su santidad depende del grado de emoción espiritual en la oración. No hay la menor duda de que Vicente mismo es un místico en sentido estricto.83 Pero no es en manera alguna un iluso que se contenta con altas abstracciones y emociones espirituales La verdadera contemplación alimenta su vida activa, y piensa que entre las primeras hermanas, muchachas sencillas y sin ilustración especial, se da también la verdadera contemplación. En cuanto a los misioneros, «la oración es un gran libro para un predicador».84 La oración debe ser continua, sin que la acción por los pobres sirva de excusa para interrumpirla, porque «servir a un enfermo es hacer oración».85 Hay que orar siempre,86 hay que estar siempre en la presencia de Dios, sin olvidar que «la presencia de Dios es buena, pero… ponerse en la práctica de hacer la voluntad de Dios… es aún mejor… Decidme… ¿no es estar en la presencia de Dios el hacer su voluntad?».87

También la doctrina de san Vicente sobre la oración tiene este aspecto dinámico que observamos en todas sus ideas espirituales. No tiene teorías elaboradas sobre lo que es la oración en sí. Sus ideas sobre los modos de oración son deudoras de la enseñanza de Francisco de Sales y del espíritu de la Devotio Moderna. Pero san Vicente ha dotado a esas ideas prestadas de otros de un elemento suyo personal: el dinamismo. Oración-acción, acción-oración: no puede fallar una sin que la otra se convierta o en una ilusión engañosa o en una agitación activista que no contribuirá en nada a la verdadera extensión del reino de Dios.

4.° Las virtudes como potencias de la acción evangelizadora: «propriae perfectioni studere»

Las virtudes, se dice, son adornos del alma, actos ha­bitualizados que perfeccionan sus potencias. Por ellas el alma se hace perfecta, más semejante a Dios. Si se insiste en este aspecto con suficiente fuerza se llegará a concluir (aunque sólo sea inconscientemente) que el problema verda­dero de la vida esiritual es perfeccionarse a sí mismo o, como dice el texto de las Reglas Comunes de la Congrega­ción de la Misión, propriae perfectioni studere (Reg. Com. I, 1). Ese sería el primer fin de la vida espiritual también para el misionero. Luego vendrían otros: evangelizar a los pobres, etc.

¿Piensa así también Vicente de Paúl? ¿Es lo primero también para él la perfección personal a través de la adqui­sición de las virtudes? ¿Son también para él las cinco vir­tudes básicas ante todo adornos del alma del misionero? ¿O son más bien principios de su trabajo evangelizador? ¿Para qué son, ante todo, las virtudes en la teoría espiritual de san Vicente: para perfeccionar el alma o para alimentar la acción?

La propia perfección, para empezar, no es algo que el misionero, en el pensar de san Vicente, pueda desgajar de sus otros aspectos de imitación de Cristo:

«Importa que trabajemos incesantemente en la perfec­ción…, para que… seamos por este medio dignos de ayudar a los demás».88

No es la perfección propia un fin privilegiado y primero de la vida del misionero. Si acaso, se definiría con más pro­piedad como un medio orientado a que su acción evangeli­zadora sea eficaz. No se trata de que se preocupe de ser primero santo y luego evangelizador, sino de que sea santo siendo evangelizador. Su propia perfección está orientada di­námicamente a su misión de evangelizador. También en Cris­to la práctica de las virtudes está orientada a la evangeliza­ción, a servir de modelo viviente a los hombres:

«Él (Jesucristo) ha hecho lo primero practicando todas las virtudes; ahora bien, todas las acciones que él ha hecho eran otras tantas virtudes convenientes en un Dios que se hizo hombre para ser ejemplo de los de­más hombres».89

San Vicente ha tomado una formulación tradicional de la vida espiritual-consagrada, y como quien no quiere la cosa le ha aplicado discretamente (tal vez sin darse cuenta, pero no lo creemos así) el principio que le caracteriza entre los maestros de la vida espiritual: hay que ser santos, sí, pero no ante todo para salvarse, sino para ayudar a salvarse al prójimo (et pro eis ego sanctifico meipsum, dice Cristo Jesús, Jn 17, 19). A través y en el trabajo por la salvación del prójimo encontrará el misionero su propia santidad. San Vicente es en muchas fórmulas que usa en las Reglas Comunes deudor en parte de órdenes anteriore,s, y parece sentirse obligado a veces a seguir las fórmulas de éstas para ser fiel a la tradición. Con las Hijas de la Caridad no tiene el mismo problema, pues no hay antecedentes ni tradición previa para ellas, y se siente libre para expresar su pensar con nitidez y entera libertad:

«El fin principal para el que Dios ha llamado y reunido a las Hijas de la Caridad es para honrar a Nuestro Señor Jesucristo como manantial y modelo de toda caridad».

¿Cómo harán eso las Hijas de la Caridad?

«Sirviéndole corporal y espiritualmente en las personas de los pobres» (Reglas de san Vicente, I, 1).

No hay aquí ni rastro de subordinación de fines parciales, ni siquiera enumeración, cual sí es el caso en las Reglas de los misionero,s. La santidad personal («honrar a Cristo») y la obra de evangelización («sirviéndole en los pobres») son dos maneras de decir la misma cosa.

Siguiendo la misma línea, san Vicente de Paúl ve en las cinco virtudes que el misionero necesita no tanto maneras de perfeccionar el alma propia cuanto principios necesarios de acción evangelizadora. Veámoslo en sus mismas palabras:90

La sencillez: «Si hay personas en el mundo que deben tener esta virtud esos son los misioneros, porque toda nuestra vida se emplea en hacer actos de caridad… Si miramos a nuestro prójimo, como debemos asistir­les corporal y espiritualmente… qué necesario es guar­darse de parecer cauteloso y astuto».

La humildad: «He aquí la segunda máxima absoluta­mente necesaria a los misioneros. Porque, decidme: ¿cómo un orgulloso se podrá acomodar a la pobreza? Nuestro fin es el pobre pueblo, gente grosera. Ahora bien, si no nos acomodamos a ellos no les serviremos de ningún provecho; y el medio de hacerlo es la hu­mildad».

La mansedumbre: «Pobres gentes… tan groseras, tan ignorantes, tan obtusas… Una persona, si no tiene mansedumbre para aguantar su rusticidad ¿qué podrá hacer? Nada. Al contrario, rechazará a esas pobres gentes».

La mortificación: «¿Quién no ve que la mortificación debe ser inseparable del misionero para tratar no sólo con el pobre pueblo sino también con los ejercitantes, los ordenandos, los forzados y los esclavos?… No nos engañemos, hermanos míos: a los misioneros les hace falta la mortificación».

El celo: no hace falta elaborar este punto, porque el celo por sí mismo «consiste en un puro deseo de hacerse agradable a Dios y útil al prójimo».

Las virtudes no son en la visión espiritual de san Vicen­te ante todo adornos del alma, cuya función sería santificarla, sino principios dinámicos de acción evangelizadora. El misionero, y también la hermana, tiene que practicar las virtudes ante todo porque tas necesita para llevar a cabo su misión.91

5.° Los votos para la evangelización: la vida consagrada como acción evangelizadora

San Vicente conoce a fondo la teoría tradicional canó­nica y teológica sobre los votos, cuya profesión introduce en un estado oficial de perfección. La conoce y la expone ex­presamente.92 Es más: algunas veces echa mano de tal teoría como argumento para conseguir los votos para su propia comunidad.93 Incluso parece que en las fluctuaciones de su pensar94 sobre el tipo de votos que quería para la Congregación, y a pesar de la oposición al estado religioso en Francia y en Italia que él señala en múltiples ocasiones, llegó a pensar en votos religiosos en sentido estricto para su propia Congregación (testimonio del padre Almeras en la asamblea general de 1651).95

Como quiera que sea, no fue eso lo que consiguió, sino un tipo de votos que no alteraba en nada el status de los misioneros en la Iglesia. Estos seguían estando, después de los votos, no en un estado de perfección, sino «en un es­tado de caridad, porque nos empleamos continuamente en la práctica real del amor».96 Pero en ese estado de caridad ya estaban los misioneros antes de tener votos, y lo están las hermanas que no los tienen.97 ¿Por qué, pues, este hom­bre, que sabe muy bien que sus hombres y mujeres no nece­sitan ningún tipo de profesión98 para ser santos, persigue con tanta fuerza el reconocimiento oficial de algún tipo de votos?.99

Aparentemente y a primera vista, ya lo hemos visto,100 por las razones tradicionales: los votos colocan al que los hace en un estado de perfección. El mismo Jesucristo parece que los hizo,101 y así ellos nos pondrían en el estado del Señor mismo.102 Ahora bien, ¿cómo se tienen en pie esas razones ante las múltiples afirmaciones del mismo san Vicente de que los misioneros están ya por su dedicación a los pobres en el mismo estado que Jesucristo, y de que las hermanas están en ese mismo estado por la misma razón? Si ya están en el estado de Nuestro Señor ¿para qué quieren votos?.103 Tal vez sea él mismo quien mejor pueda responder a esa pregunta. Dejémosle hablar:

«Dios ha querido confirmar a las personas de cada estado en su vocación por promesas expresas o tácitas que ellas hacen a Dios de vivir y morir en ese estado… Siendo esto así, ¿no es justo que la Congregación de la Misión tenga alguna ligadura que ate a los misioneros a su vocación para siempre?».104

La respuesta lógica a esta pregunta es que sí, que los misioneros necesitan alguna ligadura para confirmar su vocación. Ahora bien, san Vicente escribe esto para probar la necesidad para todos los misioneros no de cualquier tipo de ligadura sino de los votos expresamente.105 Pero no se prueba en el argumento de san Vicente la necesidad de esta ligadura concreta, los votos, pero sí prueba la necesidad de conseguir lo que cualquier tipo de ligadura106 pretende con­seguir: vivir y morir en el estado que Dios señala a cada uno, y ser fiel a su vocación para siempre. En otras palabras: la estabilidad y perseverancia en la vida misionera, eso es lo que san Vicente busca realmente. O, dicho de otro modo: con los votos san Vicente busca ante todo asegurar la obra evangelizadora (l’affermisement de la Compagnie, dice otras veces107.), asegurando por medio de ellos la perseverancia en su estado de cada uno de los misioneros.108

Si esto es así, no es extraño que san Vicente calificara la cuestión como «uno de los asuntos más grandes que ten­drá jamás la Congregación».109 En efecto, en su manera de ver las cosas se trata en ellos nada menos que de la estabilidad y supervivencia de la Misión. El misionero hace votos para que la Misión (la misión) no muera. No suponen los votos misioneros ante todo una consagración de la persona, como lo, son en la teoría teológica tradicional. Este aspecto lo menciona san Vicente ocasionalmente, como vimos. Pero no es eso lo que le mueve a solicitarlos de Roma. Tampoco se refiere san Vicente a aspectos de perfección o salvación personal cuando un individuo abandona el camino comenzado en la Misión, pero sí le preocupa el hecho de que cuando alguien abandona la Misión, ésta «recibe un perjuicio notable en sus funciones»,110 o sea, en su trabajo de evangelización.

Todo en su pensar y en su vida, también los votos, está dirigido a asegurar la misión. También en los votos encontramos el dinamismo que caracteriza la sensibilidad espiritual de san Vicente. Y así, la consagración a Dios que supone la vida de misioneros y hermanas no constituye en manera alguna lo que se califica tradicionalmente como «vida religiosa», un estado estático (valga la redundancia) de perfección, sino una dedicación (consagración) dinámica al trabajo de evangelización. En efecto, el misionero y la hermana, con votos o sin votos, tienen que hacer lo que hizo Jesucristo. Esa es su santidad: no simplemente vivir el evangelio, sino hacer efectivo el evangelio«.111 Con votos o sin votos, la espiritulalidad del alma consagrada vicenciana se caracteriza, como la del mismo san Vicente, por la acción evangelizadora.

No tiene otra posibilidad de acceso al Dios de Jesucristo evangelizador de los pobres. Ni otra misión consagrante que la de «continuar la misión que su Hijo había comenza­do, y servirse de las mismas armas… por medio de los vo­tos de pobreza, castidad y obediencia, y aplicarnos el resto de nuestra vida a la salvación de las pobres gentes de los campos».112 San Vicente de Paúl es totalmente consciente de que esta visión supone un cambio fundamental de pers­pectiva en la larga historia de la vida consagrada en la Iglesia:

«Esto es inaudito, porque jamás ha habido una compa­ñía que tuviese por fin el hacer lo que Nuestro Señor ha venido a hacer al mundo».113

6.° La acción evangelizadora: cuerpo y alma

Evangelizar no es sólo hablar. La Buena Noticia de sal­vación no es sólo un anuncio verbal de lo que el hombre necesita para la salvación. Evangelizar es tratar de ayudar a los hombres para que conformen su vida personal y su en­torno social a las enseñanzas de Jesucristo: justicia, verdad, desprendimiento, amor… En esto consiste el reino de Dios que Cristo anuncia. No ya sólo en una predicación de ver­dades eternas, sino sobre todo en una práctica de acción salvadora:

«Se puede decir que venir (Jesucristo) a evangelizar a los pobres no se entiende solamente para enseñar los misterios necesarios para la salvación, sino para hacer efectivo el evangelio».114

«De manera que si se encuentra alguien entre vosotros que piense que está en la Misión para evangelizar115 a los pobres y no para aliviarles, para remediar sus necesidades espirituales pero no las temporales, respondo que debemos asistirles y hacer que se les asista, nosotros mismos y por medio de otros, de todas las maneras… Hacer eso es evangelizar por palabras y obras… Eso es también lo que Nuestro Señor ha practicado… «.116

Adviértase que eso está dicho en diciembre de 1658, y que lo dice un anciano santo que ha dedicado los últimos cuarenta años de su vida a dar a los pobres el pan, el sacramento y la palabra. Tiene que saber de qué habla. No es un discípulo espiritualista de Buda a quien sólo le interesan las almas. Es un discípulo de Cristo que quiere ayudarle a salvar a los hombres. «Los pobres me han evangelizado»; en el contacto con ellos y trabajando por ellos ha aprendido por fin este seguidor de Jesucristo lo que significa eso de evangelizar.

Las mujeres no predican en la Iglesia. Las Hijas de la Caridad son mujeres. Lo más que podrían hacer en la obra de evangelización del mundo es ayudar a los que de verdad predican y evangelizan. En suma: una labor complementaria de caridad. ¿Sólo una labor complementaria?

«El que viera la vida de Jesucristo vería una vida semejante en la de una Hija de la Caridad. ¿Qué vino a hacer? Vino a enseñar, a iluminar. Eso es lo que vosotras hacéis. Continuáis lo que él comenzó».117

El trabajo de las hermanas, que en su forma concreta se centra preferentemente en los aspectos corporales, no debe limitarse a esos aspectos, pues el hombre es también alma, y el trabajo de las hermanas es también trabajo de evan­gelización, porque

«sirven… a los pobres corporal y espiritualmente. Es­táis obligadas a enseñarles a vivir bien. Repito, herma­nas, a vivir bien. Eso es lo que os distingue de tantas religiosas que están sólo para el cuerpo. La Hija de la Caridad no debe tener cuidado de la asistencia a los enfermos sólo corporalmente… debéis llevar a los po­bres enfermos dos clases de alimento, el corporal y el espiritual… Las historias eclesiásticas y profanas no dicen que se haya hecho jamás lo que hacéis vosotras. Hay que exceptuar a Nuestro Señor… Ah, hermanas: desde toda la eternidad estabais destinadas a servir a los pobres como Nuestro Señor les ha servido. Sí, sal­vador mío, habéis esperado hasta esta hora para for­maras una compañía que continúe lo que habéis comenzado.118

Toda sociedad impone una diversificación y especifica­ción de funciones que se basan en la diferencia de sexo. También la Iglesia.119 La predicación verbal se reserva a los hombres; las mujeres pueden dedicarse a obras de cari­dad. Si predicar y evangelizar se toman como sinónimos, entonces la evangelización se convierte en asunto reservado a los hombres. ¿De qué figura femenina se ha dicho jamás en la Iglesia que fue una gran evangelizadora? Hacen falta visión y coraje para romper estos esquemas sociales incons­cientes que condicionan y estrechan tan fuertemente las ideas y el comportamiento. San Vicente de Paúl lo ha he­cho. Ve en los misioneros un grupo de profesionales de la evangelización. Profesan dedicación a la evangelización. Porque lo hacen, deben asistir también corporalmente a los pobres. ¿Qué dirá este hombre de Dios de esta figura extra­ña, nueva en la historia de la Iglesia y del mundo, la Hija de la Caridad? Que es una profesional de la evangelización. Evangelizar: tampoco la Hija de la Caridad tiene otra pro­fesión. Es cierto que las Hijas de la Caridad, que son muje­res, en virtud de la especialización de funciones que reparte la sociedad civil, y también la eclesiástica, sobre la base diferencial del sexo, han

«entrado en el orden de la providencia como un medio que Dios nos da (que Dios da a la Misión: véase el contexto) de hacer por sus manos (por las de las her­manas) lo que nosotros no podemos hacer con las nuestras».120

Pero esta diferencia funcional es totalmente accidental, porque

«estas jóvenes se aplican igual que nosotros a la salva­ción y al alivio del prójimo» (ibid.).

Predicar es evangelizar; administrar los sacramentos es evangelizar; pero también lo es dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar al que está en la cárcel y enseñar al ignorante.121 La práctica de las obras de caridad deja de ser en la visión espiritual de san Vicente meramente la función de una de las virtudes para convertirse en lo que es en la enseñanza de Jesús: una de las exigencias centrales de la redención de la humanidad. Al olvidarlo, la espiritua­lidad posterior no ha hecho más que empequeñecer mísera­mente el poder redentor de la enseñanza de Jesucristo. Aún estamos padeciendo en la Iglesia, y está padeciendo el mundo, los efectos lamentables de ese empequeñecimiento del mensaje salvador.

7.° La responsabilidad social y política del evangelizador

San Vicente de Paúl ha enseñado a la Iglesia que la fe en Jesucristo debe llevar al creyente ante todo y en primer lugar no a asegurar la salvación personal, sino a redimir al mundo. Apenas es posible encontrar en la larga historia de la espiritualidad una sensibilidad más alejada que la suya del horrible dicho popular que asegura dogmáticamente, con pretensiones además de reflejar el verdadero espíritu cristiano, que «la caridad bien ordenada empieza por uno mismo». Para san Vicente la caridad bien ordenada empieza por el prójimo. Esto es cierto en el plano puramente espiritual, pues «no me basta amar a Dios si mi prójimo no le ama». Y es también cierto en el plano temporal. La escasez material y las estrecheces privadas personales, dice a las Damas de la Caridad,122 no pueden ser excusa para dejar de atender las necesidades públicas. San Vicente lo dice, pero predica antes con el ejemplo. Y llega al extremo de dispersar a sus propias comunidades de san Lázaro y de los Buenos Hijos para que en estas se pueda atender cada día a «dos o tres mil pobres».123

Es vital para el creyente vigilar con cuidado la legitimidad cristiana de sus ideas espirituales, pues éstas tendrán sin remedio repercusiones en su comportamiento social. La espiritualidad centrada con exceso en la idea de la propia perfección y la propia salvación tenderá a hacer del cristiano un irresponsable social que busca ante todo su seguridad personal también en el plano material. Si la misión de Jesucristo es una misión «para asistir a los pobres»,124 y el discípulo de san Vicente tiene la misma misión que Jesucristo, es claro que un tal discípulo es un creyente cuya espiritualidad se basa, por encima de cualquier otra idea, en una aguda sensibilidad que le debe llevar no a la preo­cupación espiritual y material por sí mismo, sino a un sen­tido vivo de la responsabilidad social de su fe. San Vicente detesta toda actitud espiritual que reduce miserablemente la anchura de la visión del misionero, y la describe con una ironía punzante:

«¿Quién será el que nos desvíe de estas obras comen­zadas?… Serán gentes mimosas, gentes que no tienen más que una pequeña periferia, que limitan su visión y sus ideas a una circunferencia dentro de la que se encierran como en un punto. No quieren salir de ahí, y si se les enseña alguna cosa más allá y se acercan para verla, vuelven a su centro, como los caracoles a su cascarón».125

Una actitud como la de san Vicente de fe abierta hacia la sociedad tropezará sin remedio con el tenebroso mundo de la necesidad y de la injusticia, y también con el no menos tenebroso mundo de la política. San Vicente es un enemigo declarado de la pequeña o grande trama política, ambiciosa, partidista y guerrera. Pero no es insensible a un conoci­miento de las consecuencias de la política de los grandes y de las naciones sobre todo en cuanto afectan al bienestar espiritual y material del pobre pueblo.

Y es que este maestro espiritual no es en modo alguno un creyente que piense que por un lado va la mundanal agitación de los políticos y por otro la vida de las almas, sin que haya entre ambas relación que importe de verdad para la obra de la redención del mundo. San Vicente de Paúl sabe que las decisiones de los grandes afectan profun­damente a la obra de la redención de Jesucristo y al bien­estar social, espiritual y temporal de las pobres gentes. No quiere él «meterse en política», menos aún participar en las rivalidades de los partidos por el poder, ni cree que eso sea una exigencia de su vocación. Pero si el remedio de una necesidad social exige de su parte una intervención que, vista desde fuera, sólo se puede calificar como participación en la política, tampoco es un hombre que se eche atrás para mantener las manos limpias y la espiritualidad intacta. No le mueve a hacerlo la ambición política; tampoco cae en los enredos y ambiciones de los partidos. Sólo le mueven a ello las condiciones miserables de la vida y de la fe de los es­clavos cristianos, o el hambre y las calamidades que produ­cen en el pueblo las rivalidades entre los grandes. No es en modo alguno un político,126 pero tampoco deja de lado la participación directa en la política como si fuera un mundo extraño a su evangelizador, pues en la cocina política se guisan las grandes decisiones que determinan el bienestar material y espiritual de los pobres de Jesucristo.127

Responsabilidad social del hombre de espíritu: esa es otra de las grandes lecciones de este hombre a quien los expertos tienen por una figura poco original y secundaria en la historia de la espiritualidad. Vamos a preguntar las cosas con crudeza para que mejor se entiendan: ¿qué impor­ta más, qué es más fundamental para la vida del creyente y para la obra de Dios, para la redención inacabada del mundo: la muy original teoría beruliana de los esta­dos del Verbo encarnado o la efectiva evangelización de los pobres? ¿La beruliana conformidad con Jesús «en su oración, en sus sentimientos, en su adoración»,128 o la imitación de Jesucristo evangelizador y redentor del mundo? Naturalmente, no se trata de elegir exclu­yendo. San Vicente de Paúl no excluyó, ni podía, la confor­midad interior con Jesús. Una tal exclusión no tendría nin­gún sentido. Se trata de colocar en su justa perspectiva lo que importa más y lo que da sentido a todo. Para la espiri­tualidad de Bérulle la adoración del Verbo encarnado es la clave de todo. Para san Vicente de Paúl, la imitación efectiva de Cristo evangelizador. ¿Es justo este cambio de perspectiva? ¿Es poco original? ¿Es de poca importancia para la riqueza de la vida espiritual? ¿Qué es lo que busca ante todo el único Dios verdadero: adoradores del Verbo o continuadores de la figura y misión de Jesucristo? ¿Qué es, además lo que necesita el mundo para ser redimido?

San Vicente de Paúl aprendió de Bérulle que su sacer­docio era mucho más que un modo de asegurarse una vida tranquila. Pero luego aprendió, guiado por el Espíritu y por su exigencia, algo que a Bérulle nunca le pasó por su bien ilustrada cabeza: que el sacerdote, participante en el sacerdocio eterno del Verbo encarnado, es, igual que el Verbo encarnado, responsable de la redención espiritual y material del hombre. O, de otro modo, que el sacerdote no es sólo el hombre de la liturgia, la oración comunitaria y los sacramentos, sino también un responsable del verdadero bien espiritual y material de la sociedad. ¿Se imagina alguien a Bérulle escribiendo un párrafo de espiritualidad sacerdotal como el que sigue?:

«Los sacerdotes de este tiempo tienen un gran motivo para temer los juicios de Dios, porque, además de por sus propios pecados, El les hará dar cuentas por los pecados del pueblo; pues no han tratado de satisfacer por ellos a su justicia irritada, tal como están obligados a hacerlo. Y lo que es peor, El les imputará la causa de los castigos que envía, porque no se oponen como deben a las plagas que afligen a la Iglesia, como son la peste, la guerra, el hambre y las herejías».129

8.° La caridad, alma de la vida espiritual

San Vicente es, como todo hombre de personalidad rica, un temperamento complejo. Si se le lee superficialmente aparece incluso contradictorio en sus expresiones. Es un hombre de actividad desbordante, pero encuentra tiempo para alabar muchas veces, como vimos, el no hacer de Jesucristo y de quien quiera imitarle. El modo de vida de los misioneros y hermanas está en dignidad por debajo de las formas de vida de los religiosos, pero imitan mejor a Jesu­cristo. Los pobres se condenan, pero entre ellos se encuentra la verdadera religión. En cuanto a desprendimiento de los bienes materiales es un espíritu auténticamente franciscano, pero su correspondencia está llena de una preocupación que parece obsesiva por la adquisición de ellos y por su buena administración.

¿Es san Vicente un hombre contradictorio, e incluso algo astuto, como a veces se dice, que cambia y adapta sus ideas según las exigencias de los fines que quieren conseguir en cada caso? Hay que decirlo claramente: quien lo lee así no entiende a san Vicente de Paúl. La complejidad de esta per­sona tiene una clave que lo explica todo, también las apa­rentes contradicciones. Esta clave es la caridad, y la ha en­contrado en un conocimiento profundo del evangelio. Para descubrirla ha tenido que dejar de pensar en sí mismo y de preocuparse por sí mismo para volverse a los pobres. En los pobres, en su pobreza material y espiritual, ha encontrado a Jesucristo, y en Jesucristo a su Dios. Todo en san Vicente de Paúl encuentra su sentido y la clave de su explicación en este sencillo esquema espiritual. Mandamientos, reglas, teorías de los estados de perfección, virtudes, ascética, ideas místicas: todo lo que en las teorías de espiritualidad aparece como un sistema complicado de pensamiento, nada fácil de entender, y desesperante por inalcanzable en sus detalles a la hora de practicarlo, todo recibe en la visión espiritual de san Vicente una relación a un punto central que lo ilumina y explica todo. Este punto central es la caridad: la dedica­ción efectiva a la redención de los pobres en imitación de Jesucristo. La caridad no es en su pensamiento una de las virtudes teologales. Es el alma de todas las virtudes, también de las teologales, y está por encima de toda virtud y de toda regla.130

La idea vicenciana de la caridad no se expresa en una teoría elaborada, sino que es un principio de acción. Ha aprendido de Jesucristo mismo que el valor real de las ideas, también de las espirituales, se expresa en sus frutos. El pro­blema verdadero de la fe cristiana es llegar a amar a Dios, pero no con palabras ni con sentimientos, sino «con el es­fuerzo de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente… Todos esos actos de amor de Dios, de complacencia…, aun­que buenos y deseables, son sin embargo sospechosos cuando no se llega a la práctica del amor efectivo… No, no; no nos engañemos: totum opus nostrum in operatione consistit».131

San Vicente fundó dos comunidades que no agotan toda la riqueza de su enseñanza espiritual. Pero sí expresan, sin duda, lo central en ella. En los lemas que él mismo escogió para ellas se encuentra lo fundamental de esta rica y origi­nal personalidad espiritual. San Vicente es un hombre urgi­do, empujado por el amor de Jesucristo. ¿A qué le urge ante todo este amor? A evangelizar a los pobres. Todo en su con­textura espiritual depende de esta intuición fundamental y se ordena a ella. Ser un espíritu vicenciano consistiría en ese caso en sentir y vivir como clave de la propia vida no una teoría determinada de la oración, o de la vida ascética o mística, o de las virtudes, sino la dedicación efectiva a la evangelización de los pobres, en seguimiento y en imitación de Jesucristo. Sobre esa única clave tiene el alma vicenciana que construir los demás detalles de su vida espiritual. Al intentar hacerlo descubrirá con sorpresa que lo único que se le pide es que intente vivir el evangelio en serio.

3. La revolución perdida

Vamos a soñar por unos instantes. Vamos a imaginarnos que la sociedad francesa y la Iglesia, que admiran a san Vicente, quieren hacerle caso. Ana de Austria, Mazarino, Luis XIV, la aristocracia, la burguesía, los altos y los bajos personajes eclesiásticos, las órdenes religiosas, el clero y el pueblo llano, se ponen en actitud de escuchar a un hombre que admiran. ¿Qué les dirá este hombre? ¿Cómo resumirá en pocas palabras inteligibles la razón última y la obsesión de su vida, lo que le urge, lo que le quita el sueño? Soñemos que por un instante se ponen en sus manos los destinos de Francia y de la Iglesia. El futuro de la sociedad pende de sus labios. Se hará lo que él diga.

Es un hombre popular en todos los sentidos, también en el de haber salido del pueblo. Y aunque ha conocido de primera mano las altas esferas civiles y eclesiásticas, y es muy admirado en ellas, ha gastado lo mejor de su vida en contacto con el pueblo sufrido y trabajando por él. Y ahora, en este momento de expectación de las gentes que esperan una palabra de salvación, va sin duda a resumir la experiencia de su vida. ¿Qué dirá?: «Vamos, hermanos, a hacer entre todos efectivo el evangelio».

¿Es posible tan siquiera imaginar lo que hubiera sido de la historia posterior si se le hubiera hecho caso? Estamos soñando sin duda un sueño utópico. Ese es precisamente el problema: el sueño es utópico porque la sociedad, el hom­bre, se resisten fieramente a hacer efectivo el evangelio. Y a una sociedad que se resiste, ¿qué otro mensaje de sal­vación verdadera se le puede ofrecer fuera del evangelio? Por eso se quita hierro y fuerza a la palabra de Jesús, pues no hay apenas quien quiera aceptarla. Y al rico y al gober­nante que controla y maneja vidas humanas se le dirá que para asegurar su salvación personal, que de eso se trata, le bastará la asimilación interior de los sentimientos del Verbo encarnado, el espíritu de oración, los sacramentos dignamen­te recibidos, los diez mandamientos bien guardados, y algu­na que otra obra complementaria de caridad. Pero que sea de lo sobrante. No está uno obligado, dicen en latín todos los manuales de moral, a rebajar a fuerza de limosnas la dignidad socialmente definida de su estado de vida. ¿Será eso todo lo que quiere decir san Vicente cuando habla de «hacer efectivo el evangelio»?

Es totalmente vital para la eficacia de la levadura evan­gélica en cuanto se refiere a la redención del mundo que la espiritualidad cristiana sepa basar su mensaje en lo que es verdaderamente esencial. No debe descuidar ni una gota de ese mensaje, pues hasta la palabra en apariencia más insig­nificante es palabra de Dios. Pero eso no quiere decir que cualquier palabra define por sí misma lo esencial de la tre­menda historia de la salvación, el camino del hombre hacia Dios. ¿Dónde pondrá el acento principal la espiritualidad cristiana? ¿En la adoración, por ejemplo? Ahí lo ha puesto el mahometismo y lo sigue poniendo diariamente hasta en gestos físicos, expresivos y muy religiosos. ¿En el desprendi­miento ascético de este mundo? El hinduismo ha llevado a sus fieles por ese camino durante milenios, y los lleva aún, a extremos de ascética escualidez. ¿Va por esos caminos la salvación del mundo querida por Dios y anunciada en Jesu­cristo?

Un repaso a la fascinante historia de la espiritualidad cristiana nos ha mostrado que ésta no siempre ha sabido escoger como base y polo de orientación lo que es funda­mental en el mensaje de redención: Jesucristo-hombre como modelo absoluto de comportamiento para el hombre. Por ahí pasa necesariamente la redención del hombre y la historia de la salvación. Cuando los santos y los grandes maestros espirituales que dan la pauta en la Iglesia escogen más o menos conscientemente como base de su espirituali­dad aspectos que no son verdaderamente centrales en la pa­labra de Dios, la espiritualidad general corre el peligro de descuidar lo que es central en la revelación: la responsabilidad colectiva, bajo la guía de Dios, por la verdadera y com­pleta liberación de toda la humanidad.

La tesis de este estudio es que san Vicente de Paúl dio, con su idea de hacer efectivo el evangelio en imitación de Cristo evangelizador, en el corazón mismo de la espirituali­dad cristiana. Que si la sociedad (y en primer lugar la espi­ritualidad general eclesiástica) le hubiera hecho caso, muy otra hubiera sido la desgraciada historia posterior de esa misma sociedad (también, por supuesto, la de la Iglesia). Pero que no se le hizo caso, y que, por eso mismo, la ver­dadera revolución que suponen las ideas de san Vicente en la espiritualidad y sociedad de la primera mitad del si­glo XVII ha sido una revolución perdida.

Echese un vistazo a cualquiera de las historias de la espiritualidad del gran siglo francés y se verá con sorpresa que en su segunda mitad las energías espirituales de todos los hombres que significan algo en Francia están absorbidas por dos problemas periféricos a la empresa de redimir el mundo: el jansenismo y el quietismo. Esos son los problemas que fascinan a los mejores espíritus, pero ya nadie parece acordarse de lo que siguió siendo, después de la muerte de san Vicente de Paúl, el principal problema espiritual y so­cial: el pobre pueblo que se condena y se muere de hambre. San Vicente vio claramente el peligro de una tal diversión de las energías espirituales hacia temas no centrales. Al co­mienzo luchó con fuerza para que el jansenismo no conge­lara las energías de los espíritus bajo la apariencia de una piedad más pura. Pero, conseguida su condenación rehusó el verse envuelto en las controversias partidistas y mezquinas que agotaron las energías espirituales de uno y otro bando. El volvió a lo suyo, a evangelizar a los pobres, y veló con energía para que los misioneros no se vieran envueltos en controversias insípidas que les podrían distraer de su misión evangelizadora:

«¿Hace falta que los misioneros prediquen contra las opiniones del tiempo (contra el jansenismo) que se entretengan, que disputen, que ataquen y que defien­dan a toda costa las opiniones antiguas? Oh, Jesús, de ningún modo. He aquí lo que hacemos nosotros: jamás disputamos de esas cuestiones, nunca predicamos de ellas».132

Y a un misionero que enseñaba teología en San Lázaro, y que mostraba excesivo celo en atacar al jansenismo en sus lecciones y en sus retiros a los ordenandos, después de una serie de advertencias infructuosas lo destinó a otra cosa.133

Tal vez por causa de esta actitud se corrió la voz, que llegó hasta Roma, de que san Vicente era algo tibio en su rechazo del jansenismo. Nada más falso: la cosa era clara por todo su comportamiento.134 Pero por no perder el tiempo en cuestiones «espirituales» en que no entra en juego de verdad la redención de la humanidad, no quiso perderlo ni siquiera para justificarse de la torpe calumnia.135

Semejante fue su postura en el movimiento antimístico que se dio con virulencia en su tiempo. No es san Vicente de Paúl un temperamento místico en el sentido de la escuela abstracta, ya lo hemos visto. Pero tampoco es un hombre que se dedica a la «caza de brujas», como lo hizo Richelieu en un movimiento que, por influencia de la condenación de los alumbrados españoles, hizo verdaderos estragos en los medios espirituales de su tiempo. Se le llamó incluso a hacer de interrogador oficial en el célebre caso de los hermanos Bucquet. También intervino en algún otro caso de monasterio de monjas iluminadas. Pero en modo alguno se convirtió en inquisidor, ni permitió que actividades semejantes le distrajeran de su misión.

Por si el jansenismo, con todos sus planteamientos falsos de lo que es la verdadera piedad cristiana, hubiera sido poca carga para la siempre frágil vida espiritual, vino a añadírsele el no menos lamentable asunto del quietismo.136 En él vol­vieron a caer, distrayendo a la espiritualidad del problema primero de la imitación de Cristo redentor, los mejores espí­ritus del tiempo. Tal, por un lado, Fenelon; tal, por otro, Bossuet, que no desdeñó rebajarse, para conseguir la victo­ria sobre el quietismo, a echar mano de medios indignos de acusación contra Fenelon y los principales quietistas. Esto ya no tenía nada que ver con la predicación del evangelio. Esto era ya cerrarse la Iglesia, o buena parte de ella, como en el caso del jansenismo; cerrarse en sí misma con disputas feroces y banales, y olvidar de paso al pobre pueblo que se condena y se muere de hambre. Cien años después vino la gran revolución…

El terreno para una privatización de la vida espiritual estaba ya preparado por la corriente de sicologismo indivi­dualista e introspectivo que comenzó a principios del siglo con los autores de la escuela abstracta. El énfasis se pone en la santificación individual, en el análisis del proceso personal de unión con Dios. Eso se presenta como la clave y lo fun­damental de la espiritualidad. El pensamiento cartesiano de análisis interior no hace más que reflejar por un lado en términos laicos la tendencia de una tal sensibilidad espiritual, a la vez que influye poderosamente en ella. En un tal am­biente hacía falta ser un genio para llegar a destacarse como lo hizo san Vicente no como un hombre de rica espirituali­dad centrada en sí misma. Eso hubiera sido lo fácil, eso hu­biera sido estar al día. Lo genial, lo original era salir de sí mismo y salir de ese ambiente enrarecido, y encontrar el pro­blema mayor de la espiritualidad donde realmente estaba, y donde siempre ha estado: en la evangelización de los pobres. Para su desgracia, la espiritualidad francesa posterior prefi­rió seguir otros caminos interiores y «espirituales». Para su desgracia y para su muerte. Cognet, uno de los hombres que mejor la conocen, dice que «esta espiritualidad francesa en­cuentra en el siglo de la razón el fin de su historia».137 ¿Sólo la espiritualidad francesa? ¿No se murió la espiritualidad en todas partes? ¿Quién ha oído hablar de ideas espirituales importantes en ningún país de Europa a lo largo de los siglos XVIII y XIX?

Epílogo: hacia una recuperación de la revolución

La espiritualidad se ha hecho, ya en tiempo de san Vi­cente, cartesiana con Descartes: introspectiva y cerrada en sí misma. Y en tiempos posteriores se ha hecho individualis­ta con el feroz individualismo liberal. Las teorías económi­cas de la escuela clásica liberal conducen sin remediar a la exaltación del individualismo, a la adoración del interés in­dividual. La armonía social, el bien general, será el resultado, así lo ve Adam Smith, de una mágica «mano invisible» que de alguna manera hará que los estragos producidos por la desatada búsqueda del bienestar personal sean reducidos y anulados.138 En perfecto paralelismo, el ethos predominante en la espiritualidad católica a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y hasta ayer mismo, se basa en un individualista «sálvese el que pueda», y deja a una providencia entendida de manera mágica la alta dirección de la historia y de la sociedad. El carácter individualista predominante en la espi­ritualidad durante este tiempo produce un talante espiritual de búsqueda obsesiva de la propia salvación y, como conse­cuencia, de irresponsabilidad social.

Algunos privilegiados del Espíritu Santo se han visto libres de caer en esa trampa general. Uno de ellos fue, sin duda, Federico Ozanam. Lo más curioso del caso de este hombre es que ni por educación familiar ni por sus aficiones personales se podía esperar de él la aguda conciencia social de que dio muestras en su corta vida.139 Su familia es la tí­pica familia burguesa creyente y practicante, bien educada y de un pasable bienestar social. La afición personal básica de Ozanam es inicialmente la literatura, y luego una especie de obsesión apologética que le lleva a un estudio de vastas proporciones para probar la fecundidad de la fe cristiana a lo largo de la historia. Muy joven sufre una crisis aguda de fe que parece ya superada a la temprana edad de veinte años. A esa misma edad tienen lugar los primeros pasos que darán en la fundación de la Sociedad de san Vicente de Paúl. Una Hija de la Caridad, Rosalía Rendu, muy conocida por su trabajo en los suburbios de París, ayuda a dotar de sustancia y contenido los primeros trabajos de la Sociedad.

Ozanam es un alma de sensibilidad netamente vicenciana. A veces hasta sus mismas palabras evocan con fuerza expresiones bien conocidas de san Vicente:

«¿Qué hacer para ser verdaderamente católicos sino lo que más agrada a Dios? Socorramos a nuestro prójimo como hacía Jesucristo».140

Y en otra ocasión:

«Los pobres los vemos con los ojos de la carne; ahí están, y podemos meter el dedo y la mano en sus llagas; las marcas de la corona de espinas son visibles en sus frentes… Vosotros sois nuestros amos, y nosotros seremos vuestros servidores».141

Las ideas de Ozanam sobre «la caridad hacen de ella lo que es realmente: el centro y el motor de toda la vida cristiana, tanto en las comunidades y en las naciones como en las personas».142

Ozanam es un hombre de cátedra, y sus aficiones por un lado y su formación profesional por otro le llevan inicialmente por los caminos de la literatura y del derecho. Desconoce, y lo admite expresamente,143 el análisis crítico de los hechos sociales, los problemas que plantea a la sociedad, y también a la fe cristiana, el modo de producción industrial y la teoría y práctica de mercado capitalista. Pero a partir de los veintitrés años, llevado por su sentido de la caridad, muestra un gran interés por esos problemas, escribe con frecuencia sobre ellos, y diseña un esbozo de solución al problema social que, cómo no, se basará en la caridad. Pero no en la caridad entendida como se entiende en la piedad burguesa común: la virtud particular que intenta tapar ver­gonzosamente algunos de los estragos producidos por la in­justicia organizada, sino la caridad entendida como la virtud universal que llega allí donde no puede ni siquiera llegar la justicia más cumplida. Merece la pena escucharle a él mismo:

«Si la cuestión que agita hoy al mundo no es ni una cuestión de personas, ni una cuestión de formas polí­ticas, sino una cuestión social; si es la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado; si es el choque violento de la opulencia y de la pobreza que hace temblar el suelo bajo nuestros pasos, el deber de nosotros, los cristianos, es interponemos entre estos enemigos irreconciliables, y hacer… que la igualdad llegue a conseguirse en cuanto es posible entre los hombres…; que la caridad haga lo que la justicia sola no podría hacer».144

Tiene razón Celier cuando observa que «al mismo tiem­po que los pensadores revolucionarios145 o incrédulos, adelantándose a los seglares católicos y al clero, Ozanam supo discernir la importancia del problema social que planteaba la evolución económica del mundo moderno».146 Pero tam­bién la tiene cuando observa que Ozanam no encontró ape­nas colaboración para sus planes de acción social,147 y que ni siquiera sus ideas fueron aceptadas en el mundo católico sino mucho después, a finales de siglo, sobre todo a través del valiente giro social que dio León XIII a la fe y a la es­piritualidad católica en la encíclica Rerum Novarum.148 No es una mera coincidencia que fuera el mismo León XIII quien, seis años antes de publicar su encíclica, declarara a Vicente de Paúl patrono universal de las obras de cari­dad.149 Pero ahora, cuando todo un concilio ha dado por fin carta de legitimidad y de preferencia a perspectivas es­pirituales que pueden sin exageración retórica ser calificadas de vicencianas,150 es grato (pero también muy exigente para sus seguidores) encontrar en el pórtico de e,sta nueva etapa de la espiritualidad la evocación explícita de la figura de san Vicente de Paúl. Se puede dudar de que hoy sea posible alimentar una espiritualidad viva con las ideas de Bérulle, de Canfeld o de Taulero. Pero sí se la puede alimentar sin duda con las de san Vicente de Paúl.

  1. A. Ménabréa, La révolution inapereue: saint Vincent de Paul, le savant, M. Daubin, Paris, 1948.
  2. Dato recogido del prólogo de Louis Veuillot al libro de Arturo Loth, San Vicente de Paúl y su misión social; edición en castellano, Barcelona, 1887, página VIII.
  3. En Les soulévements populaires en France au XVII siéde, Flammarion, Paris, 1972, p. 359.
  4. L. Cognet, De la dévotion moderne a la spiritualité francaise, Arthéme-Fayard, Paris, 1958, p. 84. Tampoco Henri Brémond, que también admira a san Vicente, acaba de convencerse de su originalidad: «¿Por qué se le encuentra (a san Vicente) tan inferior a tantos escritores lamentables que desprestigian la librería católica? No es que queramos colocarle a la altura de los doctores y de los cabezas de escuela. En materia propiamente religiosa (Vicente de Paúl) no es más que el discípulo de san Francisco de Sales, y aún más de Bérulle». H. Brémond, en Histoire littéraire du sentiment religieux en France, A. Colin, Paris, 1967, tomo III, p. 218. Y más adelante, en la página 226: «Pero este mismo exceso (de mimetismo de Bérulle) mostraría con qué grado de obediencia rígida ha querido Vicente de Paúl someter su vida interior a la dirección de Bérulle».
  5. Véase Histoire de la spiritualité chrétienne por L. Bouyer y otros autores, Aubier, Paris, 1960; tomo III, La spiritualité moderne, por L. Cognet, 1966.
  6. Cuando Brémond escribía esto no había comenzado aún a apa­recer en público la edición de las obras completas de san Vicente por el padre Coste, que el mismo Brémond, al conocerla, calificaría de espléndida. Ver Brémond, o. c., t. III, p. 228, nota 3.
  7. Esta definición es deudora de la idea fundamental que ha pre­sidido la elaboración de la excelente Histoire de la spiritualité chrétienne, citada más arriba. A ella se deben también muchas de las ideas que aparecen en la sección siguiente de este estudio. Véase, en particular, el prólogo: «Una historia del problema siempre renovado que representa, en una humanidad que se mueve y en una civilización que cambia, la aplicación tan entera como sea posible a la vida del alma del evan­gelio de Jesucristo» (p. 14). Con esta perspectiva es claro que no puede haber más que una espiritualidad cristiana, aunque ésta adopte diferen­tes formas al incidir en la rica diversidad humana No se debe insistir por tanto demasiado en las diferencias que separan la espiritualidad car­melitana de la franciscana, etc. Como sabiamente observa L. Bouyer en el citado prólogo, «ningún fundador o reformador ha tenido jamás el plan de fundar una espiritualidad particular» (p. 12). Todos han intentado únicamente, también naturalmente san Vicente, tratar de vivir, en su tiempo y según su visión personal, las enseñanzas de Jesucristo.
  8. Dice san Juan de la Cruz en Cántico espiritual, canción 37: «Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos docto­res y entendido las santas almas… les quedó todo lo más por decir y aún por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo».
  9. Vicente de Paúl era muy consciente de esto. Cfr. XII 284 (XI/4 571): «¿Los otros no siguen el evangelio de Nuestro Señor? Sí, pero ellos de una manera y nosotros de otra. Todos tendemos al mismo fin por caminos diversos… Las compañías que hay en la Iglesia de Dios miran a Nuestro Señor variadamente, y así le honran y le imitan de diversas maneras».
  10. XII 119, 129 (XI/3 419-420, 428).
  11. Cfr. las ideas de san Vicente sobre la vida de las Hijas de la Caridad como martirio, IX 460 (IX/1 419-420), X 510 (IX/2 1056).
  12. San Vicente ve igualmente en la vida religiosa sólo una manera de intentar ser cristiano en serio: «Pues, ¿para qué se han hecho reli­giosos y religiosas sino para ser buenos cristianos y buenas cristianas?», IX 127 (IX/1 132).
  13. G. Dumeige, Notae de historia spiritualitatis in aetate patristica, Gregorianum, Roma, 1965.
  14. Cita de Denis Gorce, en Spiritualité de raction a Pécole de Monsieur Vincent, R-J Hesbert et E. Bertaud, edit. Alsatia, Paris, 1960, p. 36.
  15. J. Quasten, Patrología, BAC, Madrid, tomo I p. 483, 1973. La última idea se encuentra casi literalmente en el pensamiento de san Vicente de Paúl, sobre todo en su enseñanza a las hermanas. Lo veremos más adelante. Otra curiosa coincidencia (?) de san Vicente con la figura de san Juan Crisóstomo: a éste se le llama aún hoy en el oriente san Juan el limosnero, por su incansable caridad con los necesitados. En el occidente nos llama más la atención lo bien que hablaba, y por eso le llamamos Crisóstomo, algo así como «pico de oro»…
  16. Recuérdese la preferencia de san Vicente por esos dos miste­rios básicos de la fe cristiana: Reg. Com. de la C.M., X, 2.
  17. El entusiasmo de san Bernardo por su propio monasterio se muestra tan exclusivista que un historiador (A. Fliche) ha podido es­cribir que para Bernardo «la vida cisterciense es la única que conduce con seguridad a la salvación», y otro (A. Dimier) que a los ojos de san Bernardo «fuera del Císter no hay salvación». Cfr. Histaire de la spiritualité chretienne, tomo II, p. 245.
  18. Sermo de unitate diversarum regularum. ¿No recuerda extraña­mente este antiguo texto aquello de san Vicente: «Jesucristo es la regla de la Misión» XII 130 (XI/3 429), o bien los múltiples textos de las Reglas Comunes por ejemplo: «censuimus eos viros, qui ad continua­tionem missionis ipsius Christi… vocati sunt, debere eiusdem Christi… spiritu repleri, ipsiusque vestigiis inhaerere» (prólogo). En cuanto a las Hijas de la Caridad, por dar un ejemplo entre muchos: «En primer lugar, esas reglas son corformes con el evangelio. Contienen todo lo que Nuestro Señor nos ha enseñado de más perfecto…» IX 314 (IX/1 293).
  19. También lo hace la espiritualidad contemplativa cuando entiende bien su lugar en la Iglesia. Dice santa Teresa de Jesús al final de las Moradas (Moradas séptimas, c. 4): «Creedme que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo y no le hacer mal hospedaje… ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a sus pies si su hermana no le ayudara? Su manjar es que de todas las maneras que pudiéramos lleguemos almas para que se salven y siempre lo alaben». Tal vez haya cogido la idea san Vicente directamente de santa Teresa. Crf. XI 41 (XI/4 734).
  20. Crf. infra el pensamiento de san Vicente sobre la vida de misio­neros y hermanas como «estado de caridad».
  21. «Opus vitae activae… quod ex plenitudine contemplationis de­rivatur… praefertur simplici contemplationi. Sicut maius est illuminare quam lucere solum, ita maius est contemplata aliis tradere quam solum contemplari». San Vicente ha aprendido bien esta lección de Tomás de Aquino: cfr. III 165 (III 150-151).
  22. Son bien conocidas las ideas de san Vicente sobre el predominio de la afectividad en la oración. Vicente de Paúl ha aprendido esto de los autores de la Devotio Moderna, pero más directamente de san Francisco de Sales. Cfr., por ej., IX 31-33 (IX/1 47-49), XI 183-185, 255-256 (XI/3 106-107, 163).
  23. Hist. de la spirit. chrétienne, tomo II, pp. 642-643.
  24. Es bien conocida la oposición de Bérulle a que Vicente de Paúl consiguiera de Roma la aprobación de la Congregación de la Misión. Para llevar adelante su oposición no sentía Bérulle escrúpulos en apelar a medios no muy honrados. Lo dice él mismo• los procedimientos que usa Vicente de Paúl para conseguir la aprobación de su Congregación, procedimientos que a Bérulle le parecen «oblicuos» «nos obligan a salir de la moderación y sencillez en la que creo hay que permanecer cuando se trata de asuntos de Dios» II 417, nota (II 349 nota). No está mal esta confesión para uno que pasa por ser autor y maestro «espirtival». La reacción de san Vicente a esa postura de Bérulle es sin duda mucho más auténticamente espiritual que la de su masetro. Cfr. V 395-396 (V 374).
  25. XIII 78.
  26. Introducción a la vida devota, I, 3. San Vicente ha aprendido bien esta lección de su maestro: «Jesucristo… desea que todo el mundo sea santo, cada uno en su condición… Todos los cristianos están obli­gados a aspirar a la perfección… No es necesario encerrarse en un claustro para adquirir la santidad» X 143 (IX/2 764); cfr. también XIII 174-175.
  27. En relación a la Congregación de la Misión: II 454 (II 381); en relación a las Hijas de la Caridad: XIII 678, 734. Ver también P. Coste, Le Brand saint… tomo III, pp. 195 ss.
  28. Por ejemplo: III 319 (III 296).
  29. No menos veces en las cartas y conferencias que poseemos. Ver XIV 593-594.
  30. X 693 (IX/2 1204).
  31. IX 14 (IX/1 33).
  32. XII 369 (XI/4 640-641).
  33. Atribuye muchas veces esta idea al papa Clemente VIII, a quien conoció en Roma, y de cuya santidad tenía una altísima opinión: IX 317 (IX/1 295).
  34. XII 257-258 (XI/4 549).
  35. III 346 (III 320).
  36. XII 130 ss. (XI/3 428 ss.).
  37. XII 139 (XI/3 436).
  38. XII 132 (XI/3 430): «Hay que santificar estas ocupaciones (las del misionero) buscando en ellas a Dios, y hacerlas para encontrar­le en ellas«.
  39. X 96 (IX/2 726).
  40. III 165 (III 150). Cfr. acerca de la doctrina clásica de preceptos y consejos XII 119, 389 (XI/3 419-420, XI/4 657-658); acerca de los estados en la Iglesia: XII 369 (XI/4 640-641).
  41. IX 469-470 (IX/1 427).
  42. X 143 (IX/2 764).
  43. X 632 (IX/2 1154).
  44. XII 275 (XI/4 564).
  45. IX 459 (IX/1 418).
  46. Vimos arriba textos de los tres primeros. De santa Teresa de Jesús: «Solas estas dos cosas que nos pide el Señor: amor de su Majes­tad y del prójimo… La más cierta señal que hay de si guardamos estas dos cosas es guardando bien la del amor al prójimo; porque si amamos a Dios, no se puede saber… mas el amor del prójimo, sí» (Las Moradas, moradas quintas, c. 3).
  47. IV 577 (IV 538).
  48. III 346 (III 320).
  49. XII 77 (XI/3 385).
  50. XI 201 (XI/3 120).
  51. XI 32 (XI/4 725).
  52. Para los detalles, véase «Motivaciones sociales en la fundación de la Congregación de la Misión», por Benito Martínez, en San Vicente de Paúl, pervivencia de un fundador», Salamanca 1972. Si se quieren más detalles, véase la obra citada de Porchnev, o bien la de A. Feillet, La misére au temps de la Fronde et saint Vincent de Paul, Perrin, Paris, 1868. Una historia detallada de la progresiva expropiación de los cam­pesinos por parte de la aristocracia, las instituciones eclesiásticas y la naciente burguesía en tiempos de san Vicente se encuentra en Histoire de la France rurale, varios autores, edit. du Seuil, 1975, tomo II.
  53. Coste, Le grand saint…, tomo II, 61, 485.
  54. La frase es de Jean Anouilh, el guionista de la película Mon­sieur Vincent: «Antes de usted también había pobres. Pero eso no impe­día dormir a las gentes de bien. Ahora hay pobres por todas partes. Se diría que usted los inventa». Cita tomada del admirable artículo de A. Dodin, «Théologie de la chanté selon saint Vincent de Paul», en Vin­centiana, 1976, 5-6.
  55. Richelieu comenzó su carrera episcopal como un pastor seria­mente preocupado por la reforma eclesiástica. Sobre su papel de refor­mador en la diócesis de Lugon, véase La reforme pastorale en France au XVII siéde, por P. Broutin, Desclée, Tournai, 1956, tomo I, pp. 137 ss. Siendo cardenal y primer ministro no dejó del todo a un lado esta preo­cupación. Véase Coste, o. c., tomo II. En relación a su papel en la crea­ción de seminarios: pp. 364, 367; en el nombramiento de obispos: p. 421; en la reforma de los monasterios: p. 434.
  56. La palabra es del mismo Richelieu y la aplica al pueblo llano. Cfr. Marc Pierret, Richelieu ou la déraison d’Etat, Fayard, Paris, 1972, p. 131. Cita la siguiente frase, tomada del .Fournal de Richelieu: «Il les faut comparer aux mulets qui, etant accoutumés á leur charge, se gátent par un long repos plus que par le travail».
  57. Ver, por ej., Coste o. c., tomo II, p. 329.
  58. Cfr., por ej., X 332 (IX/2 916).
  59. XI 32 (XI/4 725).
  60. XI 200 (XI/3 120).
  61. XII 262 (XI/4 553).
  62. XI 201 (XI/3 120).
  63. IX 252 (IX/1 240).
  64. IX 59 (IX/1 73).
  65. XI 201 (XI/3 120).
  66. IX 253 (IX/1 241).
  67. XI 202 (XI/3 121).
  68. VII 341 (VII 292-293). Dice lo mismo a las hermanas en múl­tiples ocasiones. Ver, por ej., VII 382 (VII 326).
  69. XII 80 (XI/3 387).
  70. XI 108 (XI/3 34).
  71. XI 135 (XI/3 56).
  72. XII 80 (XI/3 387) (cfr. Santiago 2, 5).
  73. San Vicente era muy consciente de la novedad que suponían sus dos comunidades. Abundan los testimonios de ello. Cfr., por ej., en relación a la Congregación de la Misión XII 79-80 (XI/3 387). En cuanto a las Hijas de la Caridad, IX 15-16 (IX/1 34).
  74. XII 376 (XI/4 647).
  75. El mismo san Vicente habla en múltiples ocasiones de la nece­sidad y fecundidad espiritual del no-hacer. Por ejemplo, I 62 (I 126), II 4, 281 (II 9 236), VII 33 (VII 35). Pero esta lección, que ha apren­dido de Canfeld y de la escuela abstracta, no convierte a Vicente de Paúl en un espiritual temperamentalmente pasivo. Su pasividad no es más que un saber sufrir y esperar el momento adecuado y maduro para la acción. Si ésta no llega de hecho, tiene aún el saber esperar un alto valor espiritual de imitación de la larga vida oculta y de espera de Cristo mismo. La larga espera, la pasividad, el sufrir, preparan la vida de acción intensa. Y lo que importa por encima de todo es «hacer incesantemente la voluntad de Dios» en el hacer y en el no-hacer. VII 489 (VII 417).
  76. Por ejemplo, para las Hijas de la Caridad: «Para ser verdade­ras Hijas de la Caridad hay que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» IX 15, 592 (IX/1 34, 534).
  77. XI 40-41 (XI/4 733); IX 477 (IX/1 433-434). Esta lección pa­rece que Vicente de Paúl la ha aprendido, como tantas otras, de santa Teresa: «Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas están en ella (que parece que no se osan bu­llir, ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor…» (Moradas quin­tas, c. 3); «Para esto es la oración, hijas mías, de esto sirve este matri­monio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (Moradas sép­timas, c. 4).
  78. XI 83 (XI/4 778).
  79. IX 409 (IX/1 375).
  80. IX 416 (IX/1 381); X 585 (IX/2 1117).
  81. IX 416 (IX/1 381).
  82. 415 (IX/1 380).
  83. Erémond no tiene empacho, y con razón, en calificarlo de tal: «El que no lo ve ante todo como místico, se representa a un Vicente de Paúl que no existió jamás» (o. c., tomo III, p. 219).
  84. IX 420 (IX/1 385), VII 156 (VII 140).
  85. IX 326 (IX/1 303).
  86. IX 414 (IX/1 379).
  87. XI 319 (XI/3 213).
  88. XII 71 (XI/3 386).
  89. Ibid. El padre Guillaume Pouget, fino espíritu vicenciano, ha entendido perfectamente el sentido de la vida «oculta» de Jesús. También esos 30 años son de evangelización, y no de mera dedicación a la perfec­ción personal: «La vida privada del salvador fue la más larga, porque en ella es el ejemplo para la gran mayoría, y sobre todo para quienes han de comer el pan con el sudor de su rostro. El Verbo divino, por quien todo fue hecho…, vivió cerca de 30 años como hijo de un humil­de obrero él mismo… Esta larga vida privada coloca en singular estima y en vivo esplendor el mérito de la vida humilde y penosa de los traba­jadores y pequeños»; en Pére Pouget, Mélanges, Plon, Paris, 1957, p. 183.
  90. XII 302 ss. (XI/4 586 ss.).
  91. Escrito ya esto, me encuentro con un planteamiento de esta misma cuestión en exactemente los mismos términos en un excelente estudio: «La experiencia espiritual del señor Vicente y la nuestra», pu­blicado en Vicente de Paúl y la evangelización rural, Ceme, Salamanca, 1977. El estudio es de los padres Renouard, Sylvestre, Morin, Chalu­meau y Dugrip. «En sus pláticas presentaba san Vicente estas (cinco) virtudes como lo hacían todos los espirituales de su tiempo, pero lo que hay de característico en su presentación es la insistencia en el plano funcional. Contempladas en Jesucristo, estas cinco virtudes son, sobre todo, medios para una mejor evangelización de los pobres, son virtudes «profesionales» (p. 176).
  92. V 316 (V 296).
  93. Ibid.; XII 369 (XI/4 640-641).
  94. II 28 (II 28).
  95. XIII 338.
  96. XIII 275 (XI/4 564); XI 44: «estado de amor» (XI/4 736). Otras veces afirma que los misioneros están por los votos en estado de perfección, por ej. en XII 369-370 (XI/4 640-641); que los votos son, como dice santo Tomás de los votos de religión «un segundo bautismo»: XII 371 (XI/4 642); que hacer los votos y cumplirlos es un continuo martirio (ibid.), aunque dice también lo mismo, como vimos, del estado de las Hijas de la Caridad, aunque no tenían votos. No constituyen, sin embargo, los votos a la Congregación de la Misión en estado reli­gioso (XIII 365 ss.), aunque exigen una perfección semejante: XII 373 (XI/4 644), V 320 (V 299), y tendrán las mismas gracias y la misma recompensa: XII 375-376 (XI/4 646).
  97. IX 14 (IX/1 33), X 661 ss. (IX/2 1178 ss.).
  98. En relación a las hermanas, lo dice explícitamente: «Como no hacen ninguna otra profesión para asegurar su vocación que la confianza en la divina providencia…» X 661-662 (IX/2 1178-1179).
  99. Para los misioneros, no para las Hijas de la Caridad. En vida de san Vicente no se conocieron entre ellas más que los votos estric­tamente personales, los que puede hacer cualquier persona piadosa con permiso de su confesor o director: IX 662, 26 (IX/1 593, 43), V 460 (V 436). Unas los hacían por un año; otras, perpetuos: IX 534 (IX/1 498). Otras no hacían votos, pero todas «nos damos a Dios para vivir en pobreza, castidad y obediencia» (ibid.).
  100. XII 369 (XI/4 641).
  101. XII 368 (XI/4 640), XIII 335.
  102. V 316 (V 296).
  103. Escribe en 1639, mucho antes de la aprobación de los votos: «Practicamos la pobreza y la obediencia, y trabajamos… en vivir religiosamente, aunque no seamos religiosos»: I 563 (I 551).
  104. V 316-317 (V 296).
  105. Véase el texto completo de la carta en V 315-323 (V 295-302). Vicente escribe al padre Blatiron, quien había sugerido que tal vez bastara el que hicieran los votos «los destinados a los cargos principales». Vicente quiere probar en la carta que deben hacerlos todos los misioneros.
  106. El mismo cita expresamente otros tipos de ligadura en uso en el judaísmo y en la Iglesia: la circuncisión, el bautismo, las promesas de castidad y obediencia de los sacerdotes, el sacremento del matrimo­nio: V 317 (NT 296).
  107. XIII 334; III 246 (III 224).
  108. Se escribe esto conscientemente, a sabiendas de las intermina­bles discusiones sobre qué pretendió realmente Vicente de Paúl en su larga lucha por la aprobación pontificia de los votos. Aquí se opta, sobre la base de un análisis de los textos, por esta solución: san Vicente pre­tendió, primordialmente, la permanencia de la Misión, y, para llevar a cabo y asegurar la permanencia de su trabajo evangelizador, la perma­nencia de los misioneros que se habían comprometido con la misma. Pero no pretendió, aunque algunos textos del mismo Vicente digan ex­presamente lo contrario —V 457 (V 434), XIII 383—, una mayor per­fección en los misioneros, o un ascenso del cuerpo de la Congregación de la Misión a un status superior en la Iglesia. Adviértase que el texto del Breve pontificio menciona expresamente como fin de los votos sólo la estabilidad: los votos se hacen para dedicarse toda la vida a la salva­ción de los pobres del campo: «Praefatam Congregationem Missionis… approbamus, cum emissione votorum simplicium castitatis, paupertatis et oboedientiae necnon stabilitatis in dicta Congregatione, ad effectum se Loto vitae tempore salud pauperum rusticanorum applicandi» —XIII 381. La aprobación de los votos por parte del arzobispo de París (en 1641) habla más en extenso sólo de la misma razón: cfr. XIII 284-285. Con sólo estos textos ante los ojos aún queda en pie, ciertamente, la cuestión de si el mismo san Vicente pretendía también realmente lo mismo Ahora bien: es cierto, por lo que sabemos, que la primera idea que tuvo Vicente de imponer los votos como obligatorios a todos (nótese que nos referimos a la obligatoriedad general de hacer los votos. Aún así, se dejó libres a los padres más antiguos que mostraban serias dificultades para hacerlos. Como cosa voluntaria se hacían votos personales desde los primeros años de la existencia de la comunidad misionera —V 320 (V 299), XII 379 (XI/4 649)— estuvo motivada por las defecciones que se dieron entre los primeros misioneros. Este primer motivo siguió pesando decisivamente hasta el final, como aparece con frecuencia en la correspondencia de san Vicente a lo largo de los años. Escribe en 1653, sólo dos años antes de conseguir el Breve de aprobación, al padre Berthe, encargado por san Vicente de trabajar por conseguir la apro­bación pontificia de los votos: «Le diré que este año hemos perdido seis o siete personas por la opinión que un espíritu malvado les ha dado de que nuestros votos son nulos. Mientras los han creído válidos han perseverado. Tan cierto es que nuestra ligereza natural es grande cuando no tenemos ninguna ligadura que nos retenga» —IV 580 (IV 541)—. Y en 1651: «¿Cómo evitaremos (las defecciones)… si no tene­mos con qué confirmarles por medio de algún motivo poderoso de con­ciencia, como el voto de estabilidad o algún otro juramento?». IV 134 (IV 132). Se ve que esta idea se convirtió en una especie de obsesión, pues aparece muy a menudo en su pensar a lo largo de los años. Cfr. p. ej., III 246, 379-380 (III 224, 348); IV 133-134, 578 ss. (IV 132, 539 ss); V 319 (V 298) (Se encuentra la misma idea incluso en relación a los votos totalmente privados y personales de las Hijas de la Caridad: IX 352 (IX/1 326).

    Dos aspectos le preocupan a san Vicente en particular: la ligereza y debilidad del espíritu humano para permanecer toda la vida en el mismo estado, y la dureza de los trabajos de evangelización de los pobres que desanimarían a muchos. Eso es lo que le mueve sobre todo a buscar la aprobación de los votos, de manera que estuvo pensando mucho tiem­po en imponer solamente el voto de estabilidad, y confirmar los otros aspectos o bien por juramento o incluso con la amenaza de la excomu­nión: II 28, 90, 100, 124, 137-138 (II 28, 76, 85, 104, 114), IV 134 (IV 132). Es más: escribe a santa Chantal, quien le había indicado que Vicente parecía pensar en unir en su Congregación la perfección eclesiás­tica con la religión: «Oh, no… somos demasiado mezquinos para desear eso. Pero es verdad que tenemos dificultades para encontrar un medio para mantenernos (nous perpétuer) en nuestra vocación»: II 100 (II 85). Ese medio lo encontró, finalmente, en los votos. Si aún queda alguna duda véase la carta al padre Berthe (25 de abril de 1653, nótese el año) en IV 578 y ss. (IV 539 y ss.), en la que le da instrucciones precisas so­bre los votos, así como las razones que le mueven a pedirlos a Roma. No tiene otra razón, a lo largo de las dos páginas de la carta, que el asegurar la estabilidad de la compañía, porque si no «sería casi impo­sible mantenernos y continuar el bien comenzado»: IV 578 (IV 540). Estabilidad de los miembros para asegurar la estabilidad de la misión: eso es lo que le preocupa realmente.

  109. V 396 (V 374).
  110. IV 579 (IV 540).
  111. XII 84 (XI/3 391).
  112. XII 366-367 (XI/4 639).
  113. XII 3 (XI/3 323). Dice lo mismo de las hermanas en múltiples ocasiones. Véase, p. ej., XII 39 (XI/3 353). Lo curioso de esta cita es que se encuentra en una conferencia a los misioneros, como para indicar­les expresamente la naturaleza de una consagración que en femenino y sin votos, era idéntica a la de ellos.
  114. XII 84 (XI/3 391).
  115. «Evangelizar» lo toma aquí Vicente, se ve claramente por el contexto, en su significado común de «predicar». A eso se había reducido en el lenguaje común el contenido de esa palabra, cosa que ha sucedido hasta nuestros días Nótese cómo un poco más abajo Vicente de Paúl hace una valiente trasposición de significado. Ahí está precisamente, a nivel de definición, la «revolución» que es la tesis de este estudio.
  116. XII 88 (XI/3 393).
  117. IX 592 (IX/1 534).
  118. IX 593-594 (IX/1 534-535).
  119. San Vicente era muy consciente de este hecho: XIII 810.
  120. VIII 239 (VIII 227).
  121. XII 87-88 (XI/3 393).
  122. Obsérvese que las Damas son simples fieles, o sea seglares Es de suponer que el mismo principio se deberá aplicar, con más razón, a los que se declaran profesionales de la vida cristiana en la Iglesia. Dice a las Damas: «En verdad, parece que las miserias particulares nos dispensan del cuidado de las públicas, y que tendríamos un buen pretexto delante de los hombres para retirarnos de este cuidado. Ahora bien, señoras, no sé cómo eso aparecerá a los ojos de Dios, quien nos podría decir lo que san Pablo decía a los corintios, que se encontraban en las mismas circunstancias: ¿Habéis resistido hasta la sangre?» III 409 (III 373-374) (La cita es de la carta a los hebreos, XII, 4).
  123. III 413, 417 (III 377, 381).
  124. XI 108 (XI/3 33-34).
  125. XII 93 (XI/3 397).
  126. Los biógrafos han destacado con frecuencia la personalidad política de san Vicente, e invariablemente han llegado a la misma con­clusión: san Vicente no fue político, pero sí tenía las cualidades de un auténtico hombre de estado. Así, por ejemplo, A. Ménabréa en Saint Vincent de Paul, le maitre des hommes d’Etat, Vieux Colombier, Paris, 1944; así también J. Defos de Rau en Saint Vincent de Paul, orateur et homme d’Etat, Bull. de la Societé de Borda, 1960; así, finalmente, G. L. Coluccia en Spiritualitá vincenziana, spiritualitá dell’azione, thesis Facult. Theol. Univ. Later., Roma, 1975, pp. 35-39. Un planteamiento agudo de la sensibilidad espiritual vicenciana desde coordenadas ético-políticas puede verse en «Vicencianismo, ética y política», por Consuelo Rodrí­guez y Luis Huerga, en Vicente de Paúl y la evangelización rural, Ceme, Salamanca, 1977, pp. 75 ss.
  127. Coste lo ha visto con claridad: Le grand saint…, torno III, pp. 324-325.
  128. L. Cognet, De la devotion moderne…, p. 61.
  129. V 568 (V 541).
  130. «El deber de la caridad está por encima de todas las reglas» VI 47 (VI 48); «La práctica de la caridad… es preferible a cualquier otro ejercicio» VI 496 (VI 459). El decisivo análisis de A. Dodin, en el artículo citado más arriba, expone de una manera profunda y convin­cente esta misma idea sobre la caridad.
  131. XI 40 (XI/4 733).
  132. III 328 (III 302-303).
  133. Ibid., nota 62 (nota 31); IV 355-356 (IV 337). Al profesor que le sucedió en el mismo puesto, que mostraba, por contraste, cierta inclinación por las opiniones jansenistas, Vicente de Paúl lo retiró igualmente: IV 356 (IV 337). Ver Coste, o. c., t. III, p. 197, nota.
  134. Crf. Coste, o. c., t. III, capítulos 49 a 51.
  135. II 453-454 (II 381). Al finalizar los capítulos que tratan de la actuación de san Vicente en la cuestión jansenista, Coste ha interpretado con justeza la actitud profunda de su fundador: «En medio de sus cohermanos y de sus Hijas, san Vicente se sentía más a gusto que cn los campos de batalla jansenistas. Hombre de paz y de unión, tenía horror a la lucha» (o. c., t. III, p. 208). Y más horror aún, podríamos añadir, a la pérdida de energías espirituales que tanta falta hacen para llevar a cabo la misión principal de la fe.
  136. Para los detalles, ver Cognet, o. c., pp. 101-116.
  137. Ibid. p. 114.
  138. El hombre «busa sólo la ganancia personal, y (al hacerlo)… una mano invisible le lleva a conseguir un fin que él no pretendía… Al buscar sólo su interés personal sirve al interés de la sociedad más eficazmente que cuando pretende servirla». Adam Smith, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, libro I, cap. 2.
  139. Vivió 40 años, de 1813 a 1853. Hay abundante bibliografía en francés. Sus obras completas, 11 volúmenes, fueron publicadas por primera vez en 1855-1865 por Lecoffre et Cie., París. En castellano la bibliografía sobre Ozanam es escasa. Como una buena introducción se puede recomendar Federico Ozanam, por Léone Celier, ed. Claret, Barcelona, 1975; traducción del original francés publicado por Letbie­lleux, Paris. La traducción es, por cierto, bastante deficiente.
  140. Discurso a la Conferencia de san Vicente de Paul de Florencia, Oeuvres, t. III, p. 47.
  141. Lettres de Fréderic Ozanam, Bloud et Gay, Paris, tomo I, p. 243 (sin fecha; tomo II, Celse, Paris, 1971).
  142. Celier, o. c., p. 96.
  143. En carta a un amigo, a quien felicita por haberse dedicado al estudio del gran problema del mejoramiento de las clases trabajadoras, «problema en el que yo apenas he pensado». Pero tenía entonces sólo 20 años. Lettres, tomo I, p. 94.
  144. Lettres, tomo 1, p. 239.
  145. Y aún antes que algunos de ellos, por ejemplo antes que Marx. La carta citada es de 1836. Ozanam tenía entones 23 años. En ese mis­mo año de 1836, Marx era un alegre estudiante de 18 años que perdía el tiempo batiéndose en duelo y recibiendo una herida debajo del ojo izquierdo. A sus 23 años, Marx no piensa más que en terminar su tesis doctoral, un estudio de no mucho interés escrito por un hegeliano se­gundón. Aún soñaba, al escribirla, con dedicar su vida a la enseñanza de la filosofía en una cátedra subvencionada por el gobierno. Al fallarle esto, se dedicó al periodismo, y luego a la acción política. Pero hasta los 26 ó 27 años, o aún más tarde, no comienza Marx en serio los estu­dios sobre la cuestión social que luego le harían famoso. El Manifiesto Comunista es de 1848. Marx tenía entonces 30 años.
  146. Celier, o. c., p. 91.
  147. Ibid., p. 95.
  148. Ibid., p. 90.
  149. Para la historia del decreto, ver Coste, o. c., t. III, pp. 523 ss.
  150. ¿No suscribiría san Vicente, Por ejemplo, estas ideas de Gau­dium et Spes? (n. 93): «Los cristianos, recordando la palabra del Señor: ‘En esto conocerán que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis’, no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con gene­rosidad y con eficacia suma a los hombres de hoy… Por la adhesión al evangelio… unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea que han de cumplir sobre la tierra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo, nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras».

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