Evangelizar siguiendo a san Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Varios Autores · Año publicación original: 2012.
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Una de las opciones en Misiones Populares, tal y como lo hacemos los vicencianos, es el trabajo en equipo, que se compone de Consagrados (Paúles, Hijas de la Caridad, sacerdotes diocesanos…) y Seglares Vicencianos. No lo hacemos así por «moda», sino que es una de las urgencias en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia: un trabajo de conjunto y en colaboración; es uno de los «signos de los tiempos»1 actuales. Toda la Iglesia, todos los que la formamos, tenemos la urgencia de la evangelización.

Nuestro estilo de misión es diferente a otros estilos. Tiene unas líneas definidas que nos vienen de la particular forma de entender el Evangelio (=Buena Noticia) que nos trasmitió san Vicente de Paúl.

Por esto, es necesario comprender y vivir aquello que san Vicente vivió y experimentó. Y asimilar lo que, desde su carisma, es común para todos los vicencianos.

A lo largo de este rato nos vamos a hacer, en especial, estas preguntas:

¿Qué es, desde la espiritualidad vicenciana,
lo esencial y común a todos los seguidores de San Vicente?

¿Cómo debemos de hacerlo vida en nuestra sociedad?

Introducción

San Vicente no dejó escrito ningún «corpus doctrinal» sobre la evangelización: no se preocupó por eso. Pero, dispuesto a seguir paso a paso a la Providencia, le adjudicó a la evangelización unas determinadas dimensiones, sobre las cuales vamos a insistir hoy: la evangelización se dirige a todo el ser humano (en todas sus dimensiones, corporales y espirituales) y se propone a toda la Humanidad.

El señor Vicente experimentó en la misión de Folleville la espantosa ignorancia por la que «las pobres gentes del campo» se condenaban («por no saber las verdades de nuestra fe»… era la teología de aquel tiempo). Rápidamente se convenció (y esto fue para él evidente después de su experiencia pastoral de Châtillon) que la evangelización debía dirigirse a todo el ser humano: a su espíritu, pero también a su corazón y a su cuerpo. San Vicente tenía claro que es inútil querer predicar a los hombres que son hijos de Dios y que Cristo murió por ellos, si ellos mismos están muriéndose de hambre, si la sociedad les escupe su desprecio y si los perros están mejor tratados que ellos. Se trata de evangelizar con palabras y con hechos. Recordamos al apóstol Santiago que nos recuerda desde su carta:»¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta.»2

En la conferencia del 6 de diciembre de 1658, San Vicente de Paúl, al hablar a los misioneros acerca de la finalidad de la Congregación de la Misión, deja bien claro que la evangelización de los pobres pasa por la asistencia material y espiritual:

«¿No fue también éste el oficio de nuestro Señor y de muchos grandes santos, que no sólo recomendaron el cuidado de los pobres, sino que los consolaron, animaron y cuidaron ellos mismos? ¿No son los pobres los miembros afligidos de nuestro Señor? ¿No son hermanos nuestros?… De modo que, si hay algunos entre nosotros que crean que están para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras, nosotros y los demás… Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto; y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que lo representan en la tierra.»3

Aquí está la finalidad de nuestra existencia. Existimos porque somos continuadores de la obra del Hijo de Dios4. Nuestra razón de existir son los pobres, «nuestros amos y señores«5.

Además, en la experiencia y la enseñanza de san Vicente descubrimos otra característica, complementaria y no menos importante: se necesita, desde luego, anunciar el Evangelio a quienes no lo conocen (en primer lugar a los pobres), y anunciárselo de palabra y con obras. Pero, a su vez, fueron ellos los que, en cierto modo, evangelizaron a san Vicente, fueron ellos los que le transmitieron la llamada del Señor. Fueron ellos quienes le revelaron a Jesucristo. Igual hoy en día: son los pobres los que nos revelan el auténtico rostro de Dios y la Buena Noticia de su Reino.

Los pobres son quienes, en los momentos cruciales de la historia, volvieron a llevar a la Iglesia a lo esencial. Recordemos, por ejemplo, a san Francisco de Asís en el siglo XIII.

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Señalemos algunas referencias vicencianas fundamentales a la hora de anunciar el Evangelio, que luego desarrollaremos un poco más:

  • La primera referencia, Jesucristo en tanto que se identifica con los Pobres.
  • Jesucristo como servidor fiel del designio de su Padre [=Reino de Dios], que lo consagró y envió a llevar la Buena Nueva a los Pobres.
  • El testimonio evangélico por excelencia que constituye el amor al prójimo.
  • La promoción plena del Pobre a través de un servicio corporal y espi­ritual.

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Todos formamos parte de una gran familia: la familia cristiana y, dentro de ella, a la familia de los seguidores de Jesucristo según los pasos de san Vicente de Paúl. Vemos inmediatamente, desde el comienzo, un guía que orienta nuestra vocación: Jesucristo, la regla de la Misión de Vicente de Paúl y de sus hijos6. San Vicente tuvo esta gran intuición: la Caridad y la Evangelización no podían reducirse a una dimensión individual. Son «obras de Igle­sia» y están íntima e indisolublemente relacionadas, porque anunciamos a un Dios que es Amor. El Concilio Vaticano II nos recuerda que la misión evangelizadora de la Iglesia está íntimamente ligada al servicio y la caridad:

«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.

[La Iglesia]… sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.»7

Quienes quieren seguir el estilo de san Vicente —seguir a Jesucristo evangelizador de los pobres, en definitiva— deben unirse para hacer efectivo este amor —o mejor aún— «hacer que el Evangelio mismo sea efectivo» a través de este amor.

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A San Vicente se le considera como el gran organizador de la Caridad. Concede una gran importancia a lo que él llama «reuniones» o «asambleas»: es en ellas donde cada uno podía cono­cer mejor lo que debía hacer y cómo lo debía hacer. Todos podían comunicar su ex­periencia, sus interrogantes, adoptar líneas de actuación, etc.8

Resumiendo:

  1. Todos, laicos y consagrados, mujeres y hombres, mayores y jóvenes, somos sujetos de la Evangelización. Todos aportamos al bien común, desde nuestra identidad y carismas.
  2. Al mismo tiempo, somos objetos de la Evangelización, porque «los pobres nos evangelizan«: así, el pobre es sacramento vivo de la presencia de un Dios que ha tomado partido por los desfavorecidos; signo de Su presencia y anuncio permanente del Dios que se ha revelado en Jesucristo.
  3. Este trabajo se realiza en comunidad, es un trabajo de Iglesia: en él cada uno aporta sus carismas y virtudes. Trabajamos desde la complementariedad.

I. Siguiendo a Cristo, modelo del evangelizador

«Somos continuadores de la misión de Cristo»; «Cristo es la regla»9; Cristo es el ejemplo, el modelo.

«Quien dice misionero, dice un hombre llamado por Dios para salvar almas; porque nuestro fin es trabajar por su salvación, a imitación de Jesucristo, que es el único redentor verdadero y que cumplió perfectamente lo que significa su nombre amable de Jesús, que quiere decir Salvador… Vino y viene cada día para eso, y por su ejemplo nos ha enseñado todas las virtudes convenientes a su cualidad de Salvador»10.

En este tiempo de Navidad recordamos que «nos ha nacido un Redentor, un Salvador»11. Jesús viene al mundo para redimir, esto es, para librar al mundo de una situación de dolor, para rescatar a los que estaban cautivos del pecado y la opresión.

San Vicente centra su vida y su obra en Jesucristo. Le escribía a uno de sus compañeros de la C.M.:

«Acuérdese, señor, de que vivimos en Jesucristo por la muerte en Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo»12.

Vemos que, en apenas cuatro líneas, el Señor Vicente cita ocho veces el nombre de Jesucristo; esto es una imagen fiel del lugar que ocupaba Jesucristo en la fe de Vicente de Paúl.

La primera mirada del evangelizador ha de ir dirigida, entonces, a Cristo, y contemplarlo en la unión con el Padre y presente en el pobre.

«Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres; es lo que Él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros… El Padre eterno nos destina a lo mismo que destinó a su Hijo, que vino a evangelizar a los pobres y que indicó esto como señal de que era el Hijo de Dios y de que había venido el Mesías que el pueblo esperaba»13.

Es reveladora la insistencia con que san Vicente recalca este aspecto de su espiritualidad:

«En esta vocación vivimos de modo muy conforme a nuestro Señor Jesucristo que, al parecer, cuando vino a este mundo, escogió como principal tarea la de asistir y cuidar a los pobres. […] Y si se le pregunta a nuestro Señor: ‘¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra?’ A asistir a los pobres. ‘¿A algo más?’ A asistir a los pobres. En su compañía no tenía más que pobres, y se detenía poco en las ciudades, conversando casi siempre con los aldeanos e instruyéndolos… Yo estoy aquí para catequizar, instruir, confesar y asistir a los pobres«14.

La fe de Vicente de Paúl en Jesucristo se vio marcada por los acontecimientos de 1617, en Gannes–Folleville y luego en Châtillon.

Insistentemente repite en sus cartas este convencimiento, fruto de su experiencia:

«Así pues, señores y hermanos míos, nuestro lote son los pobres, los pobres. ¡Qué dicha, señores, qué dicha! ¡Hacer aquello por lo que nuestro Señor vino del cielo a la tierra, y mediante lo cual nosotros iremos de la tierra al cielo! ¡Continuar la obra de Dios, que huía de las ciudades y se iba al campo en busca de los pobres! En eso es en lo que nos ocupan nuestras reglas: ayudar a los pobres, nuestros amos y señores»15.

Resumiendo: la cristología vicenciana se distingue por ver a Cristo evangelizador de los pobres. Contempla a Jesús que siente compasión por la muchedumbre que le sigue y no tiene qué comer16, de los enfermos y endemoniados, de las viudas, de los pecadores públicos, sean mujeres o sean hombres, de un estrato social o de otro.

El Cristo auténtico para Vicente de Paúl es el de la misericordia ante la desdicha que afecta a los empobrecidos y excluidos de la sociedad.17 El «compadecerse de las multitudes» es lo que configura su vida y su misión. Es también lo que configura su visión de Dios y del hombre:

«Dios —comenta Vicente de Paúl— ha decidido compadecerse del mundo, en lugar de dejar que se pierda, por eso su mismo Hijo dará su vida por ellos»18.

La compasión y ternura de Jesús, su misericordia, no se limitan a obrar en lo más íntimo del hombre, sino que actúan también reaccio­nando contra la situación violenta en la que se encuentran los pobres a causa de la extorsión ejercida sobre ellos por otros hombres.

* * *

El Evangelio era, para Vicente, el libro que le permitió encontrar directamente la voluntad y la forma de obrar de Jesucristo. Podríamos decir que Vicente tenía un modo particular de abordar el Evangelio: cuando entraba en el Evangelio, lo hacía siempre por dos puertas: Lucas 4,18 y Mateo 25,31.El texto preferido por Vicente de Paúl, en el que Jesús hace de la opción por los pobres el distintivo de su misión, se encuentra en el evangelio de Lucas:

«El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena noticia, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.»19

Este Cristo, que es pobre, que se dirige preferentemente a los pobres y se declara su evangelizador20, resume la conciencia vicenciana21.

Lo original en la experiencia de fe y en la opción de Vicente de Paúl se encuentra en que la realización de la voluntad de Dios, por parte de Jesús, y se identifica con la evangelización de los pobres:»Si queremos —comenta— podemos hacer siempre la voluntad de Dios. ¡Oh qué dicha, el hacer siempre y en todas las cosas la voluntad de Dios! ¿No es hacer lo que vino a hacer en la tierra el Hijo de Dios? El Hijo de Dios vino para evangelizar a los pobres; nosotros, ¿no somos en­viados para hacer lo mismo? Sí, los misioneros son enviados para evangelizar a los pobres. ¡Oh, qué felicidad, hacer en la tierra lo mismo que hizo nuestro Señor!»22.

En otro texto dice Vicente de Paúl: «Jesucristo no hizo en este mundo sino servir a los pobres«. Esta convicción está tan profundamente arraigada en el pensamiento y en la vida de Vicente de Paúl que aparece con frecuencia en su correspondencia y en sus alocuciones23. Esta convicción supone la creación de un mundo fraternal donde tengan sitio aquellos a los que la sociedad margina y excluye de su seno, y manifiesta «la gran caridad de nuestro Señor«24 por los pobres.

Cristo es el Salvador del mundo. Nadie queda al margen de su misericordia. El vicenciano, que siguiendo a Cristo no mitifica ni al pobre ni a la pobreza, no condena de una manera absoluta ni al rico ni a la riqueza. Como Jesús, el vicenciano debe saber decir a unos y a otros lo que necesitan saber: Al rico que se convierta y al pobre que Dios y la Iglesia están de su parte.

Reflexionemos unos segundos sobre esto que acabamos de decir, pues aquí se haya el núcleo del estilo evangelizador vicenciano:

  1. ¿Es éste el Jesús que anunciamos en nuestras Misiones?
  2. ¿Somos conscientes que Caridad y Evangelización van de la mano? ¿Cómo se plasma esto en nuestra labor evangelizadora?
  3. ¿Centramos nuestra vida y nuestra obra en Jesucristo, como san Vicente?

II. Primacía de Dios

Hemos dicho antes que la experiencia humano-cristiana de Vicente de Paúl surge y se alimenta de un encuentro profundo con Dios y con Cristo en el mundo de los pobres25. De ahí que, en la larga trayectoria de su experiencia de fe se encuentren continuamente interrelacionados el Dios de los pobres y los pobres de Dios.

«Por tanto, un gran motivo [de alegría] que tenemos es la grandeza de la cosa: dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres»26.

Para el vicenciano, Dios lo es todo, como para Jesús, siempre pendiente de hacer la voluntad del Padre.

San Vicente lo afirma en múltiples ocasiones:

«No basta con hacer las cosas que Dios nos ordena, sino que, además, es preciso hacerlas por amor a Dios; cumplir la voluntad de Dios, y cumplir esa misma voluntad de Dios según su voluntad, es decir, lo mismo que nuestro Señor cumplió la voluntad de su Padre durante su estancia en la tierra»27.

El esfuerzo del vicenciano consistirá en estar atento a las manifestaciones de la Providencia, en buscar en todo momento, como lo hizo Jesús, que se cumpla la voluntad del Padre. A través de las palabras de san Vicente resuenan las palabras de Jesús: «sed perfectos [=misericordiosos] como vuestro Padre». Y, ¿cómo conseguirlo?

«¿Quién será el más perfecto entre los hombres? Será aquel cuya voluntad sea más conforme con la de Dios, de forma que la perfección consiste en unir nuestra voluntad con la de Dios hasta el punto que la suya y la nuestra no sean, propiamente hablando, más que un mismo querer y no querer«28.

Cuando en moral se dice que hay que superar el «legalismo», se nos recuerda que todo cristiano, más que por cumplir unas «normas», se define por buscar en todo momento la «voluntad del Padre».

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Y, ¿cuál es el camino para ello?: la oración.Un día uno de los seglares del Equipo de Misiones, en este espíritu, nos hacía esta reflexión: «¡Ojo! Pues nosotros podemos hablar mucho de Dios, y estar sin Dios»… Pero es san Vicente quien nos recuerda con fuerza:

«Dadme un hombre de oración y será capaz de todo«29.

San Vicente está absolutamente convencido de la necesidad de la oración. Él dice:

«La Misión durará mientras se practique en ella el ejercicio de la oración»30;

«es el alimento necesario para la vida del alma»31;

«es la despensa de donde se sacan las instrucciones»32;

La oración «es como una fuente de juventud» que nos mantiene vigorosos y abiertos a las necesidades de los hermanos.

El trato con Dios del vicenciano debe reanimar sin cesar el compromiso apostólico con los pobres, de la misma manera que el compromiso con los pobres debe animar y enriquecer su trato con Dios. El vicenciano sabe que Dios le espera en los pobres. Por eso se ha dicho que no fueron los pobres los que llevaron a San Vicente a Dios, fue Dios el que le llevó a los pobres.

Y ahora, miremos a nuestro mundo. Cuando el secularismo se hace más influyente, el vicenciano debe disponerse a arraigarse más en Dios y a vivir más intensamente sus relaciones con Él. A todos los vicencianos sirve la orientación que la Congregación de la Misión ha dado a sus miembros:

«En el mundo de hoy, el ateísmo y el materialismo interpelan profundamente nuestra fe y los métodos tradicionales de evangelizar»33.

* * *

Veamos ahora que el Dios de quien vive y habla Vicente de Paúl, no se puede separar de la caridad y de los pobres.Lo que caracteriza al espíritu de Dios en la experiencia de fe de Vicente de Paúl, es un espíritu de amor, de caridad:

«Quiera la bondad de Dios, mis queridísimas hijas, repartiros en abundancia su espíritu, que es solamente un espíritu de amor, de mansedumbre, de suavidad y de caridad»34.

Afirmar que el espíritu de Dios es amor, equivale a decir que es don. Por eso se da a los hombres. Más aún, al entregar a su Hijo a la muerte por nosotros, Dios nos muestra que es amor para nosotros35 y, además, que podemos amar con el amor que Él nos da36.

El amor en su plenitud consiste en amar a Dios en el hombre y al hombre en Dios37. Desde esta convicción se comprende mejor lo que dice Vicente de Paúl:

«Si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando a los hombres a que amen a Dios y al prójimo, a que amen al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo»38.

Y añade:

«He de amar a mi prójimo, como imagen de Dios y objeto de su amor, y obrar de manera que a su vez los hombres amen a su Creador, que les conoce y reconoce como hermanos, que les ha salvado, para que con una caridad mutua también ellos se amen entre sí por amor de Dios, que les ha amado hasta el punto de entregar por ellos a la muerte a su propio Hijo»39.

Así, pues, es el amor de Dios el que da sentido a la acción de ese mismo Dios en el hombre. Por eso no hay más que un amor: el realizado por Dios en Cristo para liberar al hombre de todo lo que le oprime y salvarle por la caridad, hecha servicio.

Tomemos unos segundos para pensar sobre esto y preguntémonos:

  1. ¿He centrado mi vida en Dios y en hacer su voluntad?
  2. ¿Qué lugar ocupa la oración, el trato íntimo con el Padre, en mi vida?

III. La Iglesia es el lugar del Espíritu Santo

«Para hacer esto, lo mismo que para tender a la perfección, hay que revestirse del espíritu de Jesucristo. ¡Oh Salvador! ¡Oh Padre! ¡Qué negocio tan importante éste de revestirse del espíritu de Jesucristo! Quiere esto decir que, para perfeccionarse y atender útilmente a los pobres, y para servir bien a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenarnos y dejarnos animar por este espíritu de Jesucristo«40.

Y este Espíritu de Jesús se manifiesta particularmente presente en la Iglesia. San Vicente creía en la Iglesia y sabía que daba firmeza y seguridad a todas las inspiraciones que vienen del Espíritu Santo. La Iglesia es el «lugar del Espíritu Santo«. De ahí el gran respeto y devoción que por ella siempre mostró y el ver en sus disposiciones signos claros de la voluntad divina.

«Esto que ocurrió en la conversión de aquel hereje […] dio motivos al padre Vicente, que se lo contaba un día a los padres de su compañía, para exclamar:­ ‘¡Qué dicha para nosotros los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres!’»41.

No obstante, esta presencia del Espíritu exige una práctica, un esfuerzo, un trabajo continuado por nuestra parte. No podemos cruzarnos de brazos:

«La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que trabajen. No hay nada tan conforme con el Evangelio como reunir, por un lado, luz y fuerzas para el alma en la oración, en la lectura y en el silencio y, por otro, ir luego a hacer partícipes a los hombres de este aliento espiritual. Esto es lo que hizo nuestro Señor y, después de él, sus apóstoles»42.

La evangelización y el servicio en la Iglesia es un trabajo común de todos, no exclusivo. San Vicente insistió en la solidaridad activa de los Sacerdotes de la Misión, de las Hijas de la Caridad y de las Cofradías para un mejor servicio de los Pobres. Podremos ver en esta cooperación fraterna una realización concreta de la labor común entre Sacerdocio, Laicado y Vida Consagrada, en la que tanto se in­siste hoy y que se inscribe dentro de la línea de un espíritu común.

Lejos de replegarnos sobre nosotros mismos, esto nos lleva a trabajar en comu­nión y en complementariedad con todas las fuerzas vivas de la Iglesia. En tiempo de San Vicente esto se traducía esencialmente por una inserción en la vida parro­quial: era entonces la estructura pastoral por excelencia. Esto sigue siendo verdad, pero hay otras dimensiones —no menos importantes— dentro de una pastoral de conjunto.

Unos interrogantes que nos podemos hacer en este momento:

  1. ¿Cómo vivo mi pertenencia eclesial?
  2. ¿Soy trabajador en la viña del Señor, o asisto más bien pasivamente a la construcción del Reino de Dios?

IV. Los pobres, presencia de Dios

En el corazón del vicenciano, el pobre ocupa, junto a Cristo, el lugar preferente. San Vicente logró colocar a los pobres en el centro de su vida: fueron «su peso y su dolor». Vio en ellos al ser humano desafortunado, marginado de todo protagonismo social, y al mismo tiempo vio en ellos a Cristo. Bastaba dar «vuelta a la medalla» para ver en aquel rostro desfigurado el rostro doliente de Cristo.

«No hemos de considerar a un pobre campesino o a una mujer pobre según su aspecto exterior ni según la impresión de su espíritu, dado que con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son esos los que nos representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre»43.

San Vicente aceptó, plenamente y con gozo, lo que el Señor dijo:

«Os lo aseguro: Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes lo hicisteis conmigo»44.

Y por eso, insiste una y otra vez:

«Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres; es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros… El Padre eterno nos destina a lo mismo que destinó a su Hijo, que vino a evangelizar a los pobres y que indicó esto como señal de que era el Hijo de Dios y de que había venido el Mesías que el pueblo esperaba»45.

Así pues, en la trayectoria de la experiencia de fe de Vicente de Paúl aparece con claridad la parcialidad de Dios por los desvalidos:

«Dios se llena de compasión por los pobres, al verlos abandonados en manos de personas que no tienen piedad de ellos»46.

Ante la situación inhumana, en la que se encuentran los desheredados, Dios-amor-misericordioso se hace su defensor. Desde esta experiencia de fe se comprende que su fundador diga confidencial­mente a las Hijas de la Caridad:

«Es Dios el que os ha encomendado el cuidado de sus pobres y tenéis que comportaros con ellos con su mismo espíritu, compadeciendo sus miserias y sintiéndolas en vosotras mismas en la medida de lo posible, como aquel que decía: ‘Yo soy perseguido con los perseguidos, maldito con los malditos, esclavo con los esclavos, afligido con los afligidos y enfermo con los enfermos’ (1 Cor 9, 19-22)»47.

En la misma línea de pensamiento Vicente de Paúl aduce ante los misioneros la razón primordial de la opción preferencial de Dios por los pobres: su predilección por ellos. Escuchémosle:

«Dios ama a los pobres y, en consecuencia, ama a quienes aman a los pobres, porque, cuando se quiere a alguien, se tiene afecto por sus amigos y servidores. Pero la pequeña Compañía de la Misión trata de ocuparse con afecto de servir a los pobres, que son los predilectos de Dios, y de esta manera tenemos motivos de esperar que, por amor a ellos, Dios nos amará. Vayamos, pues, hermanos míos, y dediquémonos con nuevo amor a servir a los pobres, e incluso busquemos a los más pobres y a los más abandonados; reconozcamos delante de Dios que son nuestros señores y maestros y que somos indignos de ofrecerles nuestros pe­queños servicios»48.

El verdadero alcance de estas declaraciones lo descubrimos cuan­do somos conscientes de que los pobres, ayer como hoy, son los que pagan, a causa del egoísmo de otros hombres y de las estructuras sociales injustas, las consecuencias de la no realización del plan amo­roso de Dios en beneficio de todos los hombres.

La predilección y parcialidad de Dios por los que sufren pobreza y marginación se precisan aún más y se hacen más incisivas, cuando Vicente de Paúl comunica a las Hijas de la Caridad:

«¿Sabéis, her­manas mías, que me he enterado que esas pobres gentes están muy agradecidas a la gracia que Dios les ha hecho y, al ver que se va a asistirles y que esas hermanas no tienen más interés en ello que el amor de Dios, dicen que se dan cuenta entonces que Dios es el protector de los pobres? ¡Ved qué hermoso es ayudar a esas pobres gentes a reconocer la bondad de Dios! Pues comprenden perfectamente que es él quien las mueve a hacer ese servicio. Y entonces conciben elevados pensamientos de piedad y dicen: ‘¡Dios mío, ahora nos damos cuenta de que es cierto lo que tantas veces hemos oído predicar, que te acuerdas de todos los que necesitan socorro y que no abandonas nunca a una persona que está en peligro, puesto que cuidas a unos pobres miserables que han ofendido tanto a tu bondad!’. He sabido incluso por personas que fueron atendidas por nuestras hermanas, y por medio de otras muchas que se sentían muy edificadas al ver cómo esas hermanas se preocupaban de visitarles, reconociendo en ello la divina bondad y viéndose obligadas a alabarle y darle gracias. Sí, hermanas mías, las personas que os ven y aquellas a quienes asistíais alaban a Dios y con razón»49.

El lugar de la inspiración de este Dios, defensor de los pobres, y de esta caridad en favor de los necesitados, Vicente de Paúl lo en­cuentra en Isaías. El mismo nos lo cuenta, cuando afirma: «Cada vez, desde hace veinte años, que leo el capítulo 58 de Isaías, me siento profundamente perturbado«50, aguijoneado por un Dios que manda «clamar a voz en grito» a su profeta:

«El ayuno que yo quiero es
—oráculo de Yahvé —
desatar los lazos de maldad,
deshacer las coyundas del yugo,
dar libertad a los quebrantados
y arrancar todo yugo.
Partir al hambriento el pan,
y a los pobres sin hogar recibir en tu casa.
Que cuando veas un desnudo lo cubras
y de tu semejanza no te apartes»
(Is 58, 6-7).

El servicio de las Hijas de la Caridad, que «hace presente la bondad de Dios ante los pobres«51, verifica entre nosotros que Dios es el protector, el defensor de los empobrecidos, explotados y desechados del mundo.

Queda claro, pues, que un Dios separado de la caridad y de los pobres es cualquier cosa menos el Dios vivido y anunciado por Vicente de Paúl.

Unos interrogantes que nos podemos hacer en este momento:

  1. ¿Quién es el pobre para mí?
  2. ¿Soy servidor, al ejemplo de Jesús?
  3. Cuando en nuestro mundo hay tanta injusticia y dolor entre todos los empobrecidos, ¿es también mi labor evangelizadora una denuncia en contra de las injusticias que en las que viven millones de seres humanos?

V. Un estilo de vida – Unas virtudes

El vicenciano tiene un estilo propio de vivir y de actuar. Este estilo está marcado por la práctica de las virtudes vicencianas, las «facultades del alma«, como las calificó San Vicente, quien tuvo, además, cuidado de señalar cuáles eran las virtudes propias que debían caracterizar a los que formasen parte de sus fundaciones. Para las Voluntarias y para las Hijas de la Caridad señaló la humildad, la sencillez y la caridad como virtudes características, y para los misioneros, a las tres anteriores añadió la mansedumbre y la mortificación, dando a la caridad el sentido de «celo«.

«Entre las máximas evangélicas, ya que son muchas en número, he escogido especialmente las que son propias del misionero. ¿Cuáles son? Siempre he creído y pensado que eran la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación y el celo«52.

Es en el capítulo 11 de las Reglas Comunes de los Misioneros en donde San Vicente expuso las virtudes que caracterizan al miembro de la Congregación de la Misión. Y por extensión, las de todos los miembros de la Familia.

¿Estaban estas virtudes destinadas tan solo a los misioneros de la Congregación de la Misión y a las Hijas de la Caridad? No. Ya en 1617, en el reglamento que Vicente de Paúl entrega a las Cofradías de la Caridad (formadas por seglares) se puede leer:

«… se ejercitarán con esmero en la humildad, sencillez y caridad, respetan­do cada una a su compañera y a las demás… y haciendo todas sus acciones con la intención de demostrar su caridad para con los Pobres, y no por respeto humano.»53

Vamos a ver, someramente, qué son cada una de estas virtudes, ya que el mismo Vicente nos ha dicho que son las «propias del misionero». Por tanto, nosotros, que queremos serlo, tenemos que esforzarnos por vivirlas, porque en ellas se trasmite también el «estilo misionero» que queremos vivir.

La sencillez

Para san Vicente, la sencillez es, ante todo, decir la verdad54. Es decir las cosas como son55, sin ocultar o esconder nada56. Esto dice en una carta a Francisco du Coudray el 6 de noviembre de 1634:

«Ya sabe que la bondad de su corazón me ha dado, gracias a Dios, la libertad de hablarle con toda confianza y sin ocultarle nada; creo que habrá podido conocer esto hasta el presente por la conducta que he guardado con usted. ¡Jesús, Dios mío! ¿Tendré que reconocer con pena que he dicho o hecho algo respecto a usted en contra de la santa sencillez? ¡Dios me guarde, padre, de obrar así con ninguna persona! Es la virtud que más aprecio y en la que pongo más atención en mi conducta, según creo; y, si me es permitido decirlo, diría que en ella he realizado algunos progresos»57.

El corazón no puede pensar una cosa mientras la boca dice otra.58 El misionero debe evitar toda doblez, disimulo, astucia, y doble sentido59:

«Por lo que a mí se refiere, no sé, pero me parece que Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez, que la llamo mi Evangelio. Siento una especial devoción y consuelo al decir las cosas como son»60.

La sencillez consiste también en atribuir las cosas a Dios solo61, o pureza de intención62. En este sentido la sencillez es hacerlo todo por amor de Dios y no por otro fin63.

La sencillez encierra un estilo de vida sin adornos. «Pecamos contra la sencillez —nos dice san Vicente— cuando nuestras habitaciones están llenas de muebles superfluos, cuadros, gran número de libros, y cosas vanas e inútiles«64. Debemos usar con gran sencillez las cosas que nos han dado65.

Para el misionero, la sencillez lleva consigo también explicar el evangelio con comparaciones familiares66, usando el «pequeño método» que se empleaba en la Congregación de la Misión en aquel tiempo67.

En la mente de S. Vicente, la sencillez está muy unida a la humildad68 y es inseparable de la prudencia69, que significa para él apoyar siempre el propio juicio sobre las máximas evangélicas o sobre los juicios de Jesucristo70. Ambas, prudencia y sencillez, tienden hacia la misma meta: hablar y obrar bien71.

San Vicente da toda una serie de motivos por los cuales su doble familia debe practicar la sencillez:

  • Dios se comunica con los sencillos72.
  • Dios mismo es sencillo; así donde hay sencillez, allí está Dios73.
  • El mundo ama a la gente sencilla74.
  • Los misioneros deben amarla de un modo especial75, ya que les ayudará a tratar con la gente sencilla.
  • Ese es el espíritu de Jesucristo76. Dios quiere que la comunidad tenga esta virtud77, precisamente porque vive en un mun­do lleno de doblez.
  • La doblez nunca agrada a Dios78.
  • Son los sencillos los que conservan la verdadera religión79.

¿Y en nuestro mundo actual?

La sencillez hoy, como en el tiempo de san Vicente, significa decir las cosas como son. Hacer que nuestro sea y que nuestro no sea no80. Ser testigos de la Verdad. La gente admira espontáneamente a aquéllos que viven lo que creen y dicen. La sencillez, bajo este punto de vista, significa que cuando predicamos justicia debemos vivir también la justicia. Cuando predicamos solidaridad con los pobres, debemos vivir también en solidaridad con los pobres. Cuando exhortamos a los otros a un estilo de vida sencillo, debemos vivir nosotros sencillamente. Cuando proclamamos los caminos de la paz, debemos obrar como constructores de la paz.

La humildad

La humildad, para san Vicente, es el reconocimiento de que todo bien viene de Dios. Escribe a Fermín Get el 8 de marzo de 1658:

«No digamos nunca: soy yo el que ha hecho esta obra buena; porque toda obra buena tiene que hacerse en el nombre de nuestro Señor Jesucristo…»81.

La humildad es también el reconocimiento de nuestra propia limitación y fallos82, acompañado por una gran confianza en Dios83. La humildad lleva consigo un voluntario vaciarse de sí mismo. La humildad implica estimar a los otros como más dignos que uno mismo.

¿Y en nuestro mundo actual?

La humildad es el reconocimiento de nuestra condición de seres creados y redimidos, siendo ambas cosas regalos del amor de Dios.

Dependemos completamente del Señor. «En Él vivimos, nos movemos y existimos«84.

No tenemos nada que no hayamos recibido. «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno«85. Cuanto somos, cuanto hacemos, cuanto tenemos viene del Señor.

Dependemos también mucho de los demás. La persona humilde reconoce la interdependencia como un signo de su limitación y como una fuente de enriquecimiento. Necesitamos a los demás y no podemos obrar sin ellos. En solidaridad con los demás, caminamos hacia el Reino.

La humildad es agradecimiento por los dones. En el Nuevo Testamento la gratitud es la otra cara de la moneda de la humildad. La persona que lo ha recibido todo se pone delante del Señor en espíritu de acción de gracias. En este sentido, la acción de gracias es la actitud central de los cristianos, que celebran como «Eucaristía» su vida diaria.

El celo

El celo es amor en llamas: «Si el amor de Dios es fuego, el celo es la llama. Si el amor es un sol, el celo es su rayo«86. «La caridad cuando mora en un alma toma posesión completa de todas sus potencias. Nunca descansa. Es un fuego que actúa sin cesar«87.

El celo es tan importante hoy como lo fue en tiempo de san Vicente. Tiene un significado muy parecido:

  • El celo es el deseo de ir adondequiera, aun en circunstancias difíciles, para hablar de Cristo. Encierra no solamente un amor afectivo profundamente humano por el Señor y por su pueblo, sino también expresa trabajo efectivo y sacrificio.
  • El celo es perseverar, amor fiel. Es fácil amar por un tiempo. Es difícil amar por toda la vida. Un compromiso permanente es más frágil hoy que lo era en el siglo XVII. Así, el celo se manifiesta especialmente como fidelidad. Es como el oro probado en el fuego.
  • El celo es contagioso. El fuego se extiende. Un amor que es un fuego buscará comunicarse a los otros. Buscará arrastrar a otros a la misma misión maravillosa que está realizando.

La mansedumbre

Para san Vicente la mansedumbre es acogida, dulzura, afabilidad, y serenidad del rostro hacia aquellos que se acercan a nosotros88. Lleva consigo tolerar las ofensas con perdón y coraje. Debemos tratar con delicadeza incluso a aquellos que nos injurian89:

«La mansedumbre no solamente nos hace excusar las afrentas e injurias que recibimos, sino que incluso pide que tratemos mansamente a quienes nos maltratan, con palabras amigables y, si llegasen incluso a darnos un bofetón, que lo suframos por Dios; es esta virtud la que produce este efecto. Sí, un siervo de Dios que la posea, cuando se sienta ultrajado por alguien, ofrecerá a su divina bondad este rudo trato y se quedará en paz»90.

¿Y en nuestro mundo actual?

La mansedumbre implica la habilidad de controlar positivamente la ira.

La mansedumbre implica cercanía, dulzura. Estas cualidades son especialmente importantes en los misioneros. A este respecto, san Vicente nos anima a saber que nosotros realmente podemos cambiar. Nos dice que cuando era joven tenía un temperamento colérico, muy inclinado a la ira. Dice que era de humor muy variable durante largos períodos sombríos. Pero, cambió tanto en el curso de su vida que todos los que le conocieron más tarde decían que era uno de los hombres más acogedores que habían encontrado91.

La mansedumbre implica la habilidad de tolerar las ofensas con perdón y coraje.

También significa ser constructores de paz. Esto está íntimamente unido con la promoción de la justicia y la educación para ella.

La mortificación

Vicente de Paúl recalcó que la práctica de la mortificación está dirigida al desprendimiento de todas las cosas que puedan romper la buena relación con Dios. Con este fin en la mente san Vicente dice:

«Padres, tengamos siempre este ejemplo ante nuestros ojos y no perdamos nunca de vista la mortificación de nuestro Señor, ya que estamos obligados a mortificarnos, para poder seguirle. Formemos nuestros afectos sobre los suyos, para que sus pasos sean la regla de los nuestros en el camino de la perfección. Los santos son santos por haber seguido sus huellas, por haber renunciado a ellos mismos y haberse mortificado en todo»92.

Jesucristo puso la mortificación como la base para su disci­pulado («El que quiera venir tras de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.«93). Así, para volver a ser fieles al seguimiento de Jesús, tenemos que tener en cuenta estas palabras, con mayor ahínco aún en estos momentos que vivimos en los que la identidad cristiana está siendo poco a poco erosionada por un secularismo sin restricciones. Las personas que la practican son testigos vivientes de las enseñanzas del Evangelio.

Veamos lo que nos sigue diciendo san Vicente sobre esta virtud:

«Consiste en no ver sufrir a nadie sin sufrir con él, no ver llorar a nadie sin llorar con él. Se trata de un acto de amor que hace entrar a los corazones unos en otros, para que sientan lo mismo, lejos de aquéllos que no sienten ninguna pena por el dolor de los afligidos ni por el sufrimiento de los pobres. ¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Le llaman para que vaya a ver a Lázaro, va; la Magdalena se levanta y acude a su encuentro llorando; la siguen los judíos llorando también; todos se ponen a llorar. ¿Qué es lo que hace nuestro Señor? Se pone a llorar con ellos, lleno de ternura y compasión. Ese cariño es lo que lo hizo venir del cielo; veía a los hombres privados de su gloria y se sintió afectado por su desgracia. También nosotros hemos de sentir este cariño por el prójimo afligido y tomar parte en su pena. ¡Oh, san Pablo, qué sensible eras tú en este punto! ¡Oh, Salvador, que llenaste a este apóstol de tu espíritu y de tu cariño, haznos decir como él: ‘¿Quis infirmatur, et ego non infirmor?’: ¿hay algún enfermo, con el que yo no me sienta enfermo?

¿Y cómo puedo yo sentir su enfermedad sino a través de la participación que los dos tene­mos en nuestro Señor, que es nuestra cabeza? Todos los hombres componen un cuerpo místico; todos somos miembros unos de otros. Nunca se ha oído que un miembro, ni siquiera en los animales, haya sido insensible al dolor de los demás miembros; que una parte del hombre haya quedado magullada, herida o violentada, y que las demás no lo hayan sentido. Es imposible. Todos nuestros miembros están tan unidos y trabados que el mal de uno es mal de los otros. Con mucha más razón, los cristianos, que son miembros de un mismo cuerpo y miembros entre sí, tienen que padecer juntos. ¡Cómo! ¡Ser cristia­no y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura; es carecer de humanidad; es ser peor que las bestias»94.

Vemos que la verdadera mortificación es, según san Vicente, comunión en el sufrimiento de los pobres; es también aceptación, ofrenda de las exigencias de la misión y del ser­vicio de los pobres. La mortificación es, pues, exigencia de la caridad.

Conclusión

Hemos perfilado en esta reflexión las líneas-fuerza que movieron a Vicente de Paúl a vivir un seguimiento a Jesucristo.

Terminamos con dos preguntas que dejamos en el aire:

  1. ¿Cómo debemos vivir los seguidores de Vicente de Paúl hoy en día?
  2. ¿Cómo lo haremos vida en nuestra realidad de misiones populares, en nuestro pueblo, en nuestra época?

Para la reflexión y el diálogo:

1) Podemos señalar y comentar brevemente lo que nos ha impresionado más o causado un mayor impacto a cada uno.

2) San Vicente no separó nunca el servicio corporal y espiritual de los pobres: «Evangelizar de palabra y de obra». Así, las Constituciones de los misioneros Paúles hablan, por ejemplo, de «promoción humana y cristiana».

a) ¿Qué quiere decir para nosotros la palabra evangelizar?

b) ¿Cómo conciliamos la construcción de un mundo más justo, el testimonio de nuestra fe y el anuncio de la Buena Noticia?

3) Para san Vicente anunciar a Jesucristo es, al mismo tiempo, encontrarlo en la persona del pobre.

a) ¿Estamos bastante atentos, en la fe, a los signos múltiples de la acción del Espíritu de Dios en el mundo donde vivimos?

4) ¿Podríamos resaltar, a la luz de lo dialogado:

a) Las consecuencias para nuestra vida personal?

b) Las consecuencias para nuestro Equipo de misiones vicencianas?

c) Dónde deberíamos insistir más en la Misión?

5) Antes de terminar y, basándonos en los textos anteriores, podemos hacer Oración de acción de gracias, de alabanza, de petición…

Anexo: Dos experiencias emblemáticas: Gannes–Folleville y Châtillon

(Artículo de Vinícius Augusto Ribeiro Teixeira, C.M. • Fuente: Anales, Septiembre-Octubre de 2010.)

El año 1617 marca decisivamente la vida de Vicente de Paúl. En enero, él se encuentra en el poblado de Gannes, cerca de Folleville, donde la familia de los Gondi tenía uno de sus castillos. Un enfermo, tenido como hombre honrado y virtuoso, solicita la presencia del padre junto a su lecho. Vicente oye la confesión de toda su vida. La consolación y la alegría fueron tan intensas que el hombre llega a declarar que, sin aquella confesión, habría permanecido con su conciencia intranquila, «en estado de condenación», como se decía en la época. La señora de Gondi, sorprendida con lo que oyó, interpela a su director: «¿Que podemos hacer?» Tal preocupación se apodera del Padre Vicente, sin dejarlo descansar. Se realiza en él la sugestiva comparación de Shakespeare: «La preocupación queda de centinela en los ojos de cada hombre, allí donde la preocupación encuentra guarida, el sueño jamás es conciliado». En el día de la conversión de san Pablo, 25 de enero, predica en la iglesia de Folleville, exhortando a la confesión general. «Fue el primer sermón de la Misión» (SV XI, 5), dirá, mucho más tarde, a los miembros de su Congregación. Sus palabras tocaron de tal manera el corazón de aquella comunidad que muchas personas corrieron a su encuentro para experimentar el don de la misericordia divina, a través del sacramento de la reconciliación. La confesión se constituía en una ocasión privilegiada de evangelización. En aquella época, la asistencia a la Misa hasta podría ser un acto meramente social, pero la confesión traducía una adhesión personal de fe. Por tanto, otra circunstancia obligaba a Vicente a asumir decididamente la asistencia espiritual de aquella pobre gente. Los sacerdotes estaban concentrados en las ciudades, como hasta hoy ocurre, y los que permanecían en los campos participaban de la misma ignorancia del pueblo, conforme lo que él mismo dijo a los Misioneros, en la conferencia de 25 de enero de 1655, haciéndose eco de un lamento de la señora de Gondi: «al confesarse un día la ci­tada señora con su párroco, se dio cuenta de que éste no le daba la absolución, murmuraba algo entre dientes, haciendo lo mismo otras veces que se confesó con él» (SV XI,170). En Folleville, Vicente de Paúl se encuentra con la realidad de un pueblo hambriento de Dios, espiritualmente abandonado por la Iglesia de su tiempo. Tal situación se hacía aún más lastimosa debido a la precariedad moral y pastoral del clero, que ignoraba lo más elemental para el ejercicio de su ministerio. La gran mayoría de los eclesiásticos de su tiempo prefería vincularse a la nobleza, sometiéndose a sus caprichos para gozar de privilegios, títulos, pompas y ventajas. Lo que antes parecía atraer su interés, le causa ahora repugnancia. Los rasgos de las ambiciones de otrora comienzan a sumergirse en la oscuridad de vagos recuerdos.

De la semiente lanzada por el Espíritu en el terreno fértil del corazón de Vicente, nacerá un prometedor brote: la Congregación de la Misión, con la finalidad de evangelizar los pobres de los campos, los más abandonados de la época. Hoy, para actualizar la genialidad misionera del santo fundador, precisamos preguntarnos dónde se encuentran los pobres más abandonados, aquellos que tienen su dignidad constantemente humillada, a los cuales nadie quiere ir. Después descubriremos que ya no se encuentran sólo en los campos, sobre todo si consideramos el éxodo rural, característico de los últimos tiempos, y el consecuente crecimiento de las metrópolis, con sus marginales escenarios de exclusión, abandono y violencia.

Por fidelidad a su conciencia, deseando una mayor aproximación al mundo de los pobres y con el apoyo del Padre Bérulle, Vicente decide dejar la casa de los Gondi. Siguiendo la orientación de su director espiritual, va a la parroquia de Châtillon-les-Dombes. La situación de la parroquia «requería mucho trabajo« (SV XIII, 45). Allí, se encontró con la situación de una casa, en la que todos se encontraban enfermos, sin que hubiese uno siquiera para cuidar de los demás. La situación de la familia era el retrato de una población entera hambrienta de pan, carente de lo indispensable para una supervivencia digna. Nuevamente, Vicente toma la decisión de hablar sobre el problema en una predicación, provocando a la comunidad y convocándola a colocarse al servicio de aquella familia. El anuncio de la Palabra, para ser profético, precisa tener en cuenta las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la comunidad, con el fin de hacerla protagonista de los procesos de transformación de su propia historia. La profecía no resuena en el vacío de las generalidades. Sobre aquel episodio, declaró, más tarde, el Padre Vicente: «Esto me tocó sensiblemente el corazón; no dejé de decirlo en el sermón con gran sentimiento, y Dios, tocando el corazón de los que me escuchaban, hizo que se sintieran todos movidos de compasión por aquellos pobres afligidos» (SV IX, 243). Toda la comunidad se movilizó para socorrer a la familia. La casa se llenó de víveres. Vicente, percibiendo la gran generosidad que había en las personas, intuye la imperiosa necesidad de una caridad organizada, eficaz y duradera. Reunió, entonces, a algunas mujeres del lugar y constituyó la primera Cofradía de la Caridad, redactándole un reglamento, aprobado el 8 de diciembre del mismo año (cf. SV XIII, 437-438). Las Cofradías se difundieron rápidamente por las tierras de los Gondi, en los lugares por donde Vicente pasaba predicando misiones (Villepreux, Joigny, Montmirail, etc). En el futuro, también los Misioneros tendrán el cuidado de fundar, visitar y animar las Cofradías, con el propósito de que la caridad consolidase los frutos de la misión. Con el paso del tiempo, Vicente percibirá que no era suficiente encender el fuego, fundando Cofradías. Además de eso, era necesario avivar la llama, manteniendo el dinamismo en las mismas. Por eso, emprenderá significativos esfuerzos para animar y alentar a las Señoras, invitándolas a salir al encuentro de las necesidades concretas de los pobres, asumiendo formas creativas y eficaces de intervención en la realidad. En todas las épocas, es necesario que surja alguien capaz de despertar las conciencias adormecidas, movilizando lo que hay de mejor en el interior de las personas y despertándoles la sensibilidad delante de los dramas de la humanidad carente de Dios, de pan y de afecto.

En Folleville y Châtillon, Vicente descubre que no puede haber efectiva evangelización de los pobres si no hay empeño en la satisfacción de sus necesidades y en la superación de su situación de abandono y miseria. Así, la caridad debería concretar el contenido de la misión y el servicio debería hacer visible y palpable la Buena Noticia anunciada a los pobres. Además de eso, el Padre Vicente descubre el lugar central de los laicos, especialmente de las mujeres, en la evangelización y en la promoción humana. Su mirada, llena de compasión y ternura, como la de Cristo, se fijó definitivamente sobre los pobres y sus necesidades. Vicente ya no corre para ocupar los primeros lugares que le garantizarían una vida tranquila y confortable. Él corre ahora para quedarse cada vez más cerca de los últimos, allá donde ellos se encuentran. Como Pablo, por causa del Evangelio, se hace todo para todos, haciéndose débil con los débiles, con el fin de demostrar que el Reino les pertenece (cf. 1Cor 9,22). He aquí cómo definirá el proyecto de vida de la Congregación de la Misión: «Por tanto, un gran motivo que tenemos es la grandeza de la cosa: dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Je­sucris­to, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres. ¡Qué grande es esto! Y el que hayamos sido llamados para ser compañeros y para participar en los planes del Hijo de Dios, es algo que supera nuestro en­tendimiento» (SV XII, 80).

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  1. La relación de la Iglesia con el mundo estaba en el corazón de las preocupaciones de Juan XXIII, quien lanza un llamamiento a la paz entre los hombres. Introduce la idea de que era preciso leer los «signos de los tiempos», es decir, que había que saber discernir la acción del Espíritu Santo en la evolución de la historia. Esta noción de los «signos de los tiempos», constituyó lo esencial de la «Pacem in Terris» en 1963. Pero fue realmente introducida y actualizada en la Bula «Humanæ Salutis», mediante la cual convocó al Concilio. El Papa hizo innumerables declaraciones sobre el Concilio, en las que expuso la importancia del Concilio en su momento histórico, y para dar realce a la importancia de esta convocatoria se sirvió de la noción «signos de los tiempos», es decir, los acontecimientos más relevantes de la sociedad moderna que la Iglesia tiene el deber de saber discernir e interpretar y que lo pide el mismo Dios.
  2. St 2, 14-17
  3. SV XII, 73-94.
  4. SV XI, 108
  5. SV IX, 125.211.214
  6. SV XII, 130
  7. GS, 1 y 3
  8. SV XIII, 430.
  9. SV XI, 429
  10. SV XII, 74
  11. Cfr. Lc 2, 11
  12. SV I. 320
  13. SV XI, 386
  14. SV XI, 33
  15. SV XI-3, 324
  16. Mt. 15, 32
  17. Cf. SV XI, 23-24, 77, 145-146; X, 85-86.
  18. SV XI, 377; ES XI, 263.
  19. Lc 4, 18-19.
  20. Cf. Lc 6, 20-23; 7, 18-23; Mc 1, 14-15
  21. Cf. SV XII, 3-5, 79-83; XI, 23-24, 74.
  22. SV XI, 315.
  23. Cf. SV XI, 23-24, 74, 315; XII, 3-5. 79-83; IX, 15, 59, 324-325, 534, 583, 592; X, 113, 126, 143-144, 225, 548; cf. ES XI, 717, 762, 209-210, 323-324, 386-390.
  24. SV X, 113, 115.
  25. Cf. J. Mª Ibáñez, La fe verificada en el amor, Paulinas, Madrid 1993, pp., 29-69.
  26. San Vicente de Paúl a los misioneros de la Congregación de la Misión, el 6 de diciembre de 1658.
  27. SV XI, 309
  28. SV XI, 318
  29. SV XI, 83
  30. SV XI, 83
  31. SV IX, 416
  32. SV XI, 344
  33. Cfr. Constituciones de la Congregación de la Misión 1984, Estatuto 2
  34. SV IX, 279.
  35. Rom 5, 8
  36. Jn 13, 34
  37. 1Jn 4, 20-21
  38. SV XII, 262.
  39. SV XII, 262-263.
  40. SV XI, 410
  41. SV XI, 730
  42. SV XI, 41
  43. SV XI, 32
  44. Mt 25, 40
  45. SV XI, 386
  46. SV X, 125.
  47. SV X, 127.
  48. SV XI, 392-393.
  49. SV X, 512-513.
  50. SV XII, 156; ES XI, 450.
  51. SV X, 332.
  52. SV XII, 302
  53. SV XIII, 435
  54. RC II, 4; SV XII, 463
  55. SV I, 183
  56. SV I, 310; V, 440
  57. SV I, 309ss
  58. SV IX, 92. 546; XI, 463
  59. SV II, 282; IX, 92
  60. SV IX, 546
  61. RC II, 4
  62. SV XI, 463
  63. SV XI, 465. 586; II, 629
  64. SV XI, 465
  65. SV IX, 547
  66. SV XI, 740ss
  67. RC XII, 5
  68. SV I, 94
  69. RC II, 5
  70. SV XI, 460s. 466
  71. SV XI, 466
  72. RC II, 4; SV II, 282; XI, 461. 586
  73. SV XI, 740
  74. SV XI, 462
  75. SV XI, 586
  76. SV IV, 450
  77. SV XI, 587
  78. SV IV, 450
  79. SV XI, 462
  80. Mt. 5, 37; Cfr. Sant. 5, 12; 2Cor. 1, 17-20
  81. SV VII, 91
  82. RC II, 7
  83. SV III, 256; V, 152; II, 195. 280; IX, 351. 809s
  84. Hch 17, 28
  85. Sal 139, 13
  86. SV XI, 590. 553
  87. SV XI, 132
  88. SV XI, 477
  89. SV XI, 479
  90. SV XI, 480
  91. Cfr. Abelly, o. c. III, 667ss
  92. SV XII, 227; ES XI, 524
  93. Cf. Mt 16, 24
  94. SV XI, 560-561

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