De la Misión a la Congregación de la Misión

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la MisiónLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luiggi Mezzadri, C:M. · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1978 · Fuente: Anales españoles.
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Con la conversión se detuvo la fuga de San Vicente y dio comien­zo una inmersión progresiva en la otra vertiente del sacerdocio. De sus ojos, iluminados por la sabiduría, cayeron las escamas de la ambición, y San Vicente tomó conciencia de sus deberes hacia el mundo. Su itinerario puede es­quematizarse del modo siguiente:

  1. Conversión: Elección de Cristo y descubrimiento del sacerdocio. «El Espíritu del Señor está sobre mí; para esto me ha consagra­do con la unción…»
  2. Misión a los pobres: Gannes, Folleville, Chatillon-les-Dombes
    • a quienes hay que salvar por la pala­bra. «… y me envió para que anunciase a los pobres la Buena Nueva…»
    • a quienes hay que humanizar. «… para que devolviese la libertad a los presos, la vista a los ciegos, para que liberase a los oprimidos…»
  3. Misión en servicio de la Iglesia.
  4. Congregación «secular» en continua tensión misionera.

1. Nacimiento de la Misión

La misión nació el 25 de enero de 1617 con el sermón de Follevi lle (SV XI 45): «Este fue el pri­mer sermón de la misión y el buen éxito que Dios le dio.» Tuvo por tema la confesión general. Es­ta iniciativa se había hecho nece­saria por los siguientes motivos:

  1. Las estructuras canónicas opri­mían las conciencias, pues imponían los confesores: los fe­ligreses debían confesarse con el párroco durante el tiempo pascual; las religiosas debían confesarse con su confesor or­dinario; los religiosos debían confesarse con su superior.
  2. La catequesis y la conciencia de pecado originaban escrúpu­los, miedo a la muerte.
  3. La idea de Dios acentuaba su carácter punitivo. El temor de Dios no es un tema jansenis­ta: Santa Margarita Alacoc­que, verbigracia, estaba llena de este miedo. La moral se re­ducía a designar límites; de ahí los sistemas morales, idea­dos para establecer los límites extremos de una acción. Nece­sitada de seguridad, la vida re­ligiosa del pueblo estaba cons­tantemente tentada a refugiar­se en la superstición, en las prácticas mágicas…
  4. La disciplina de la penitencia recalcaba los aspectos jurídi­cos, como la integridad y la frecuencia de la confesión, con detrimento de los aspectos es­pirituales. Hay que buscar la causa en una eclesiología con preferencia por las facetas vi­sibles, societarias de la Iglesia, en detrimento de lo místico y pneumatológico.
  5. El clero, aunque numeroso, arrojaba un índice de abando­no espiritual, de ignorancia… El pueblo estaba privado de catequesis; su relación con aquel clero, que aún no había sentido el benéfico influjo de Trento, era de carácter jurídi­co y canónico.

Aquel mismo año se le reveló al santo otro grave mal: en la ex­periencia de Chátillon-les-Dombes había visto la pobreza material. De aquí dos objetivos para la Misión:

  • Evangelizar a los pobres.
  • Humanizar a los pobres.

«Si hubiese entre nosotros al­guien que pensara estar en la con­gregación para evangelizar a los pobres y no para socorrerlos, pa­ra proveer a sus necesidades es­pirituales y no a las temporales, respondo que debemos asistirles y hacer que se les asista bajo to­dos los aspectos, por nosotros y por otros, si queremos escuchar aquellas consoladoras palabras: «Venid, benditos de mi Padre…»» (SV XII 89). La misión, pues, en el pensamiento de San Vicente, debía partir del anuncio y de la catequesis: eso debía fundamen­tar la comunidad. Constituida en caridad, la comunidad debía asu­mir, todo entero, el problema de los más pobres bajo todas sus mo­dalidades y gradaciones.

La idea de San Vicente, quien se había decidido a obrar más or­gánicamente y con las espaldas bien cubiertas, comenzó a tomar forma el 17 de abril de 1625:

— Constituyó un grupo de traba­jo misionero. Los condes Joig­ny, o sea los Gondi, hicieron una cuantiosa donación: crea­ron una fundación, y de ahí que fuesen los fundadores; die­ron una suma de dinero que permitiría a estos sacerdotes «entregarse a la conversión de herejes y pecadores e instruir a los católicos, primero en el campo, luego en otros sitios». Los monfortianos se confiaban a la libre oferta de los fieles; a diferencia de ellos, San Vi­cente quiso independencia pa­ra los misioneros: no pesarían lo más mínimo sobre los fieles.

— La misión, inaugurada bajo di­versos nombres (comunidad, sociedad, cofradía, compañía, asociación, SV XIII 205), cre­ció lentamente. En 1625, San Vicente tenía un compañero y un sacerdote a sueldo; en 1626 se añadieron a Portail otros dos: F. Du Coudray y J. De la Salle; en 1627 eran ocho, y al año siguiente nueve.

— Pero el grupo de trabajo co­rría dos riesgos:

  • Encerrarse en el cerco de la diócesis donde la misión había sido aprobada, es de­cir, París (24 de abril de 1626, por J.-F. de Gondi).
  • Disolverse ante las prime­ras dificultades: éstas no consistían en el recluta­miento, pues los sacerdotes sobreabundaban, y los obis­pos no ponían ningún obs­táculo al abandono de la diócesis.

2. Primeras estructuras

Para obviar el primer inconve­niente, el santo acudió a Roma. Dado que el grupo había nacido como misión, la Congregación de Propaganda Fide era el órgano competente. A. Coppo, en una in­vestigación exacta y atenta, logró poner en claro esta primera fase de las negociaciones romanas. Propaganda aprobó la misión pa­risina como misión de la iglesia universal, es decir, la designó pa­ra la actividad en toda la Iglesia (5 y 13 de noviembre de 1627). Se concedieron las facultades ne­cesarias y se impuso la elección de un protector.

El segundo inconveniente sub­sistía aún. En 1624, San Vicente había conocido a Saint-Cyran (t 1643), quien era ahora su con­sejero teológico. Con su ayuda, acudió de nuevo a Roma a fin de obtener:

  • La aprobación y confirma­ción del instituto.
  • Que se le nombrase a él, Vi­cente, superior general, con facultad para dar normas y reglamentos.
  • Facultad de admitir nuevos miembros.
  • Exención de los ordinarios (en la disciplina interna, no en las misiones).

Saint-Cyran se comprometió a traducir al latín las reglas de la misión, propuso a San Vicente el envío a Roma de su sobrino Ber­nard d’Arguibal (t 1631) y escribió a algunos cardenales.

Propaganda respondió negativa­mente. Según Barcos, hay que buscar el motivo en las sospechas de Roma por la adhesión a las teorías galicanas dentro de la nue­va misión. Pero las verdaderas ra­zones son otras. Propaganda era contraria a los institutos religio­sos tradicionales: éstos se aferra­ban con frecuencia a los propios privilegios, extenuándose en su defensa con detrimento de la ac­tividad apostólica, colisionando unos con otros y con los obispos. Además, no competía a Propagan­da la erección de un instituto re­ligioso. Si Propaganda hubiese fundado de hecho un instituto, se habría considerado a éste como una emanación de la congregación romana de la que las demás órde­nes se desdeñarían, no suminis­trando misiones a la Sagrada Con­gregación.

Las dificultades con que trope­zaron en Roma los proyectos de San Vicente no provenían de nin­guna mala voluntad, sino que eran esos mismos proyectos los que se modificaban. Ningún grupo de fie­les (clérigos o laicos) podía pre­tender sustraerse a la autoridad de los obispos más que para un fin reconocido como laudable. Se consideraba a las misiones como transitorias por naturaleza. Por otra parte, la opción religiosa abría nuevos e inquietadores in­terrogantes, pues adolecía de falta de espíritu apostólico, de dis­ponibilidad y de flexibilidad.

Existía la alternativa oratoria­na. Mas San Vicente, no tan op­timista como Bérulle y menos me­tafísico que él, pero más impuesto en Derecho, más genial en la or­ganización, comprendía que los grandes planes no gobernados por una mente ordenadora causaban más daño que utilidad. Se impo­nía a este punto la elección de los votos.

Esto, empero, chocaba con la teología berullana y sanciraniana. Saint-Cyran enseñaba que los vo­tos nada añaden, no consagran al hombre; en cambio, la consagra­ción sacerdotal cambia radical­mente los destinos del hombre. Los votos son obra del hombre, promesa de la criatura; la orde­nación constituye el elemento más importante.

En un primer momento, San Vi­cente pudo pensar que bastaba el fin de la misión para cimentar la cohesión de la misma. Pero en los arios sucesivos se produjeron otros acontecimientos. En 1628 daba comienzo la actividad de los ordenandos. La amistad con Saint­Cyran se enfriaba. Saint-Cyran no aprobaba el modo, en su sentir demasiado humano, como San Vi­cente se había adscrito el priora­to de San Lázaro. Sostenía que la misión no estaba preparada para dirigir a los ordenandos. Tal vez pedía en esta obra pruebas de más teología, mientras que para San Vicente las lagunas estaban al nivel práctico-pastoral. De todas suertes, en 1630 el pro­yecto de una misión comprendía ya para San Vicente:

  • La exclusión de los caracte­res de una comunidad reli­giosa.
  • La posibilidad de extender el radio de acción de la mi­sión parisina aun fuera de los límites diocesanos.
  • La búsqueda de una garan­tía jurídica eficaz sanciona­da por Roma.

De ahí que en 1631 enviara a Roma a Francois Du Coudray pa­ra obtener de la Santa Sede la aprobación de una congregación de sacerdotes seculares llamados misioneros. San Vicente escribía:

«Debéis hacer comprender que el pobre pueblo se condena por ignorar las cosas esenciales a la salvación y por falta de confesión. Que si Su Santidad conociese una necesidad semejante no tardaría un momento en hacer todo lo po­sible para poner orden, cuando fue la experiencia por la que nos­otros hemos pasado la que nos movió a erigir la Compañía. Mas para lograrlo hay que vivir en congregación» (SV I 115).

El éxito de la acción de San Vi­cente en Roma llegó con la bula Salvatoris nostri (12 de enero de 1633). En virtud de ésta, los mi­sioneros estaban:

  • Sometidos al superior gene­ral en cuanto a la disciplina interna.
  • Vinculados a la autoridad del obispo en lo concernien­te a la actividad misionera.

La misión no tenía la aparien­cia de un instituto religioso en el que se recalcaba la autonomía res­pecto a la autoridad diocesana. Los combates del Petrus Aurelius y del galicanismo habían valorado el papel de la iglesia local contra la centralización romana y la au­tonomía de los regulares. La mi­sión se insertaba justamente, de este modo, en las diócesis como un servicio sacerdotal a través de las misiones.

3. Los votos

Tanto en el contrato de funda­ción (17 de abril de 1625, SV XIII 196-202) como en el acta de aso­ciación (4 de septiembre de 1626, ibíd., 203 ss.), los misioneros se limitaban a la sencilla promesa de observar las reglas. En 1629 co­mienza la costumbre de emitir vo­tos en privado (SV V 320). La bu­la de 1633 exigía una promesa de adhesión estable a la congrega­ción: «Al cabo de un año de prue­ba, si se les juzga idóneos y tu­viesen ánimo de permanecer toda su vida en dicha Congregación, sean adscritos al cuerpo de la mis­ma y cuéntense entre sus miem­bros» (XIII 261).

Entre 1635 y 1640, San Vicen­te multiplicó los proyectos enca­minados a obtener un vínculo es­table. En 1637 abogaba por un voto privado reservado. En 1639 pensó en votos solemnes; en oto­ño del mismo año se inclinaba por cuatro votos simples, a los que hubiesen debido seguir los votos solemnes. En noviembre del mismo año, el santo preveía cua­tro votos simples reservados. Un mes más tarde prefería un voto solemne de estabilidad que se emi­tiría al cabo de uno o dos años. En febrero de 1640, el proyecto del santo preveía un voto de es­tabilidad y un juramento de po­breza, castidad y obediencia, o bien la excomunión contra los in­fractores de estas virtudes. En agosto se volvía a hablar de vo­tos simples y de un voto solemne de estabilidad, pasados algunos años.

Interesa que captemos el senti­do, no la prolijidad, de este trá­mite hasta llegar a la solución sa­tisfactoria.

La opción no religiosa nacía de la convicción de que una comuni­dad religiosa no mostraría dispo­nibilidad a la obediencia de la fe y a la apertura al mundo. Las es­tructuras de las comunidades re­ligiosas sofocaban sin advertirlo el impulso apostólico. Lo que de­bía asegurar la conservación del carisma (los votos solemnes no dispensables), se transformaba a menudo en motivo de entibia- miento del carisma mismo. La historia enseñaba lo difícil que era mantener el doble fin de la tradición espiritual: «foris apos­tolus, intus monachus» (fuera el apóstol, dentro el monje), que Abelly traducía por «cartujos en casa, apóstoles en campaña».

Por otra parte, las defecciones eran numerosas. Pero unas estruc­turas demasiado rígidas ¿no ha­brían constituido para la congre­gación una absorción de energía con daño del apostolado? San Vi­cente pensaba en el contenido di­námico, positivo, apostólico, no estático, involutivo, individualis­ta, de los votos. En su pensamien­to, que puede recogerse en mul­titud de citas, los votos concer­nían a los deberes para con la co­lectividad (iglesia-pobres-comuni­dad) y no a los derechos del in­dividuo. Eran como un contrato de trabajo a destajo: las fuerzas del misionero quedaban a la li­bre disposición de Dios y puestas al servicio del mundo.

Pero esta concepción no acer­taba a hallar las estructuras jurí­dicas propias de una institución pionera. Tanto en Roma como en Francia, la alusión a los votos sus­citaba muchas dudas, pues se veía en ellos una estructura típicamen­te religiosa. San Vicente escribía el 23 de octubre de 1648:

«Se dice que el Papa (Inocen­cio X) no tiene simpatía al esta­do religioso. ¡Enhorabuena! Pero tal vez aprueba nuestros votos si sabe que no nos hacen religiosos… Bueno será hacerle comprender… que es difícil conseguir que la Mi­sión subsista con seguridad en me­dio de unas actividades tan com­prometidas. Y si Su Santidad no aprueba estos votos simples… corresponderá al Papa hallar medios de hacerla subsistir» (SV III, 379 y sigs.).

La hostilidad del Papa hacia los religiosos apareció clara todavía algunos años después con la su­presión de un número notable de pequeños conventos que, según su formalismo jurídico, no presenta­ban las garantías para el respeto de las reglas. Y con ello hizo un daño considerable al cuidado pas­toral, dado el carácter de la pre­sencia de los religiosos en los cam­pos. En 1645, el episcopado galica­no había publicado a expensas propias el Petrus Aurelius, en el que se renovaban las polémicas contra los regulares.

Sólo con Alejandro VII (1655­1667) se superaron los obstáculos. El nuevo Papa hizo se examinara la cuestión no por parte de Pro­paganda o de la Congregación de Regulares, sino de la del Concilio, en cuya competencia entraban to­dos los problemas que afectaban al clero secular. En un estudio preparado para el examen roma­no se preguntaba por qué los sa­cerdotes de la misión al servicio de los obispos no podían emitir votos si con ello no se hacían re­ligiosos (SV XIII 367). Una vez más, San Vicente, con su firmeza característica, impulsó una inves­tigación dirigida a defender a la misión en su disponibilidad para el servicio. Por fin, con el breve Ex commissa nobis (22 de sep­tiembre de 1655), la Santa Sede aprobó la misión y sus votos. El 25 de enero de 1656, la congrega­ción emitía los votos, aunque no todos lo hicieron, pues el Papa había concedido el permiso de emitirlos sin imponer esa obliga­ción.

Desde 1617 (o si se quiere desde 1625) hasta 1655, el ideal de San Vicente se esclareció, se modifi­có, halló el justo equilibrio insti­tucional para la salvaguarda de un carisma apostólico destinado a prolongarse más allá de tres si­glos. Aun siendo muy viejo en el momento de la aprobación de los votos, no creemos se pueda im­putar al santo una inversión de su sentido. La inserción en el cle­ro diocesano era, en el siglo XVII, diferente de la de hoy, y diferente del de hoy era asimismo el papel del obispo en la iglesia local. Pero aún la misión tenía un carácter diferente, quizá por la riqueza de material humano y espiritual, por la disponibilidad para desempe­ñar una tarea que se hacía sentir como urgente y por la que ningún otro competía.

En la historia de los orígenes de la misión se verifican, pues, algunos hallazgos de San Vicen­te: esperar de Dios el remedio del presente estado de cosas (SV VIII 70), puesto que el bien se hace solo (IV 22) cuando se persiguen los intereses de Dios (XIII 630) con tensión hacia el fin y flexibi­lidad en los medios (II 355).

Se trata ahora de examinar si estos principios pueden guiar aún la misión actual y si aun con to­das las modificaciones sugeridas por los tiempos se está en grado de conservar la misma tensión apostólica. En una palabra, si so­mos todavía una misión.

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