Con la conversión se detuvo la fuga de San Vicente y dio comienzo una inmersión progresiva en la otra vertiente del sacerdocio. De sus ojos, iluminados por la sabiduría, cayeron las escamas de la ambición, y San Vicente tomó conciencia de sus deberes hacia el mundo. Su itinerario puede esquematizarse del modo siguiente:
- Conversión: Elección de Cristo y descubrimiento del sacerdocio. «El Espíritu del Señor está sobre mí; para esto me ha consagrado con la unción…»
- Misión a los pobres: Gannes, Folleville, Chatillon-les-Dombes
- a quienes hay que salvar por la palabra. «… y me envió para que anunciase a los pobres la Buena Nueva…»
- a quienes hay que humanizar. «… para que devolviese la libertad a los presos, la vista a los ciegos, para que liberase a los oprimidos…»
- Misión en servicio de la Iglesia.
- Congregación «secular» en continua tensión misionera.
1. Nacimiento de la Misión
La misión nació el 25 de enero de 1617 con el sermón de Follevi lle (SV XI 45): «Este fue el primer sermón de la misión y el buen éxito que Dios le dio.» Tuvo por tema la confesión general. Esta iniciativa se había hecho necesaria por los siguientes motivos:
- Las estructuras canónicas oprimían las conciencias, pues imponían los confesores: los feligreses debían confesarse con el párroco durante el tiempo pascual; las religiosas debían confesarse con su confesor ordinario; los religiosos debían confesarse con su superior.
- La catequesis y la conciencia de pecado originaban escrúpulos, miedo a la muerte.
- La idea de Dios acentuaba su carácter punitivo. El temor de Dios no es un tema jansenista: Santa Margarita Alacocque, verbigracia, estaba llena de este miedo. La moral se reducía a designar límites; de ahí los sistemas morales, ideados para establecer los límites extremos de una acción. Necesitada de seguridad, la vida religiosa del pueblo estaba constantemente tentada a refugiarse en la superstición, en las prácticas mágicas…
- La disciplina de la penitencia recalcaba los aspectos jurídicos, como la integridad y la frecuencia de la confesión, con detrimento de los aspectos espirituales. Hay que buscar la causa en una eclesiología con preferencia por las facetas visibles, societarias de la Iglesia, en detrimento de lo místico y pneumatológico.
- El clero, aunque numeroso, arrojaba un índice de abandono espiritual, de ignorancia… El pueblo estaba privado de catequesis; su relación con aquel clero, que aún no había sentido el benéfico influjo de Trento, era de carácter jurídico y canónico.
Aquel mismo año se le reveló al santo otro grave mal: en la experiencia de Chátillon-les-Dombes había visto la pobreza material. De aquí dos objetivos para la Misión:
- Evangelizar a los pobres.
- Humanizar a los pobres.
«Si hubiese entre nosotros alguien que pensara estar en la congregación para evangelizar a los pobres y no para socorrerlos, para proveer a sus necesidades espirituales y no a las temporales, respondo que debemos asistirles y hacer que se les asista bajo todos los aspectos, por nosotros y por otros, si queremos escuchar aquellas consoladoras palabras: «Venid, benditos de mi Padre…»» (SV XII 89). La misión, pues, en el pensamiento de San Vicente, debía partir del anuncio y de la catequesis: eso debía fundamentar la comunidad. Constituida en caridad, la comunidad debía asumir, todo entero, el problema de los más pobres bajo todas sus modalidades y gradaciones.
La idea de San Vicente, quien se había decidido a obrar más orgánicamente y con las espaldas bien cubiertas, comenzó a tomar forma el 17 de abril de 1625:
— Constituyó un grupo de trabajo misionero. Los condes Joigny, o sea los Gondi, hicieron una cuantiosa donación: crearon una fundación, y de ahí que fuesen los fundadores; dieron una suma de dinero que permitiría a estos sacerdotes «entregarse a la conversión de herejes y pecadores e instruir a los católicos, primero en el campo, luego en otros sitios». Los monfortianos se confiaban a la libre oferta de los fieles; a diferencia de ellos, San Vicente quiso independencia para los misioneros: no pesarían lo más mínimo sobre los fieles.
— La misión, inaugurada bajo diversos nombres (comunidad, sociedad, cofradía, compañía, asociación, SV XIII 205), creció lentamente. En 1625, San Vicente tenía un compañero y un sacerdote a sueldo; en 1626 se añadieron a Portail otros dos: F. Du Coudray y J. De la Salle; en 1627 eran ocho, y al año siguiente nueve.
— Pero el grupo de trabajo corría dos riesgos:
- Encerrarse en el cerco de la diócesis donde la misión había sido aprobada, es decir, París (24 de abril de 1626, por J.-F. de Gondi).
- Disolverse ante las primeras dificultades: éstas no consistían en el reclutamiento, pues los sacerdotes sobreabundaban, y los obispos no ponían ningún obstáculo al abandono de la diócesis.
2. Primeras estructuras
Para obviar el primer inconveniente, el santo acudió a Roma. Dado que el grupo había nacido como misión, la Congregación de Propaganda Fide era el órgano competente. A. Coppo, en una investigación exacta y atenta, logró poner en claro esta primera fase de las negociaciones romanas. Propaganda aprobó la misión parisina como misión de la iglesia universal, es decir, la designó para la actividad en toda la Iglesia (5 y 13 de noviembre de 1627). Se concedieron las facultades necesarias y se impuso la elección de un protector.
El segundo inconveniente subsistía aún. En 1624, San Vicente había conocido a Saint-Cyran (t 1643), quien era ahora su consejero teológico. Con su ayuda, acudió de nuevo a Roma a fin de obtener:
- La aprobación y confirmación del instituto.
- Que se le nombrase a él, Vicente, superior general, con facultad para dar normas y reglamentos.
- Facultad de admitir nuevos miembros.
- Exención de los ordinarios (en la disciplina interna, no en las misiones).
Saint-Cyran se comprometió a traducir al latín las reglas de la misión, propuso a San Vicente el envío a Roma de su sobrino Bernard d’Arguibal (t 1631) y escribió a algunos cardenales.
Propaganda respondió negativamente. Según Barcos, hay que buscar el motivo en las sospechas de Roma por la adhesión a las teorías galicanas dentro de la nueva misión. Pero las verdaderas razones son otras. Propaganda era contraria a los institutos religiosos tradicionales: éstos se aferraban con frecuencia a los propios privilegios, extenuándose en su defensa con detrimento de la actividad apostólica, colisionando unos con otros y con los obispos. Además, no competía a Propaganda la erección de un instituto religioso. Si Propaganda hubiese fundado de hecho un instituto, se habría considerado a éste como una emanación de la congregación romana de la que las demás órdenes se desdeñarían, no suministrando misiones a la Sagrada Congregación.
Las dificultades con que tropezaron en Roma los proyectos de San Vicente no provenían de ninguna mala voluntad, sino que eran esos mismos proyectos los que se modificaban. Ningún grupo de fieles (clérigos o laicos) podía pretender sustraerse a la autoridad de los obispos más que para un fin reconocido como laudable. Se consideraba a las misiones como transitorias por naturaleza. Por otra parte, la opción religiosa abría nuevos e inquietadores interrogantes, pues adolecía de falta de espíritu apostólico, de disponibilidad y de flexibilidad.
Existía la alternativa oratoriana. Mas San Vicente, no tan optimista como Bérulle y menos metafísico que él, pero más impuesto en Derecho, más genial en la organización, comprendía que los grandes planes no gobernados por una mente ordenadora causaban más daño que utilidad. Se imponía a este punto la elección de los votos.
Esto, empero, chocaba con la teología berullana y sanciraniana. Saint-Cyran enseñaba que los votos nada añaden, no consagran al hombre; en cambio, la consagración sacerdotal cambia radicalmente los destinos del hombre. Los votos son obra del hombre, promesa de la criatura; la ordenación constituye el elemento más importante.
En un primer momento, San Vicente pudo pensar que bastaba el fin de la misión para cimentar la cohesión de la misma. Pero en los arios sucesivos se produjeron otros acontecimientos. En 1628 daba comienzo la actividad de los ordenandos. La amistad con SaintCyran se enfriaba. Saint-Cyran no aprobaba el modo, en su sentir demasiado humano, como San Vicente se había adscrito el priorato de San Lázaro. Sostenía que la misión no estaba preparada para dirigir a los ordenandos. Tal vez pedía en esta obra pruebas de más teología, mientras que para San Vicente las lagunas estaban al nivel práctico-pastoral. De todas suertes, en 1630 el proyecto de una misión comprendía ya para San Vicente:
- La exclusión de los caracteres de una comunidad religiosa.
- La posibilidad de extender el radio de acción de la misión parisina aun fuera de los límites diocesanos.
- La búsqueda de una garantía jurídica eficaz sancionada por Roma.
De ahí que en 1631 enviara a Roma a Francois Du Coudray para obtener de la Santa Sede la aprobación de una congregación de sacerdotes seculares llamados misioneros. San Vicente escribía:
«Debéis hacer comprender que el pobre pueblo se condena por ignorar las cosas esenciales a la salvación y por falta de confesión. Que si Su Santidad conociese una necesidad semejante no tardaría un momento en hacer todo lo posible para poner orden, cuando fue la experiencia por la que nosotros hemos pasado la que nos movió a erigir la Compañía. Mas para lograrlo hay que vivir en congregación» (SV I 115).
El éxito de la acción de San Vicente en Roma llegó con la bula Salvatoris nostri (12 de enero de 1633). En virtud de ésta, los misioneros estaban:
- Sometidos al superior general en cuanto a la disciplina interna.
- Vinculados a la autoridad del obispo en lo concerniente a la actividad misionera.
La misión no tenía la apariencia de un instituto religioso en el que se recalcaba la autonomía respecto a la autoridad diocesana. Los combates del Petrus Aurelius y del galicanismo habían valorado el papel de la iglesia local contra la centralización romana y la autonomía de los regulares. La misión se insertaba justamente, de este modo, en las diócesis como un servicio sacerdotal a través de las misiones.
3. Los votos
Tanto en el contrato de fundación (17 de abril de 1625, SV XIII 196-202) como en el acta de asociación (4 de septiembre de 1626, ibíd., 203 ss.), los misioneros se limitaban a la sencilla promesa de observar las reglas. En 1629 comienza la costumbre de emitir votos en privado (SV V 320). La bula de 1633 exigía una promesa de adhesión estable a la congregación: «Al cabo de un año de prueba, si se les juzga idóneos y tuviesen ánimo de permanecer toda su vida en dicha Congregación, sean adscritos al cuerpo de la misma y cuéntense entre sus miembros» (XIII 261).
Entre 1635 y 1640, San Vicente multiplicó los proyectos encaminados a obtener un vínculo estable. En 1637 abogaba por un voto privado reservado. En 1639 pensó en votos solemnes; en otoño del mismo año se inclinaba por cuatro votos simples, a los que hubiesen debido seguir los votos solemnes. En noviembre del mismo año, el santo preveía cuatro votos simples reservados. Un mes más tarde prefería un voto solemne de estabilidad que se emitiría al cabo de uno o dos años. En febrero de 1640, el proyecto del santo preveía un voto de estabilidad y un juramento de pobreza, castidad y obediencia, o bien la excomunión contra los infractores de estas virtudes. En agosto se volvía a hablar de votos simples y de un voto solemne de estabilidad, pasados algunos años.
Interesa que captemos el sentido, no la prolijidad, de este trámite hasta llegar a la solución satisfactoria.
La opción no religiosa nacía de la convicción de que una comunidad religiosa no mostraría disponibilidad a la obediencia de la fe y a la apertura al mundo. Las estructuras de las comunidades religiosas sofocaban sin advertirlo el impulso apostólico. Lo que debía asegurar la conservación del carisma (los votos solemnes no dispensables), se transformaba a menudo en motivo de entibia- miento del carisma mismo. La historia enseñaba lo difícil que era mantener el doble fin de la tradición espiritual: «foris apostolus, intus monachus» (fuera el apóstol, dentro el monje), que Abelly traducía por «cartujos en casa, apóstoles en campaña».
Por otra parte, las defecciones eran numerosas. Pero unas estructuras demasiado rígidas ¿no habrían constituido para la congregación una absorción de energía con daño del apostolado? San Vicente pensaba en el contenido dinámico, positivo, apostólico, no estático, involutivo, individualista, de los votos. En su pensamiento, que puede recogerse en multitud de citas, los votos concernían a los deberes para con la colectividad (iglesia-pobres-comunidad) y no a los derechos del individuo. Eran como un contrato de trabajo a destajo: las fuerzas del misionero quedaban a la libre disposición de Dios y puestas al servicio del mundo.
Pero esta concepción no acertaba a hallar las estructuras jurídicas propias de una institución pionera. Tanto en Roma como en Francia, la alusión a los votos suscitaba muchas dudas, pues se veía en ellos una estructura típicamente religiosa. San Vicente escribía el 23 de octubre de 1648:
«Se dice que el Papa (Inocencio X) no tiene simpatía al estado religioso. ¡Enhorabuena! Pero tal vez aprueba nuestros votos si sabe que no nos hacen religiosos… Bueno será hacerle comprender… que es difícil conseguir que la Misión subsista con seguridad en medio de unas actividades tan comprometidas. Y si Su Santidad no aprueba estos votos simples… corresponderá al Papa hallar medios de hacerla subsistir» (SV III, 379 y sigs.).
La hostilidad del Papa hacia los religiosos apareció clara todavía algunos años después con la supresión de un número notable de pequeños conventos que, según su formalismo jurídico, no presentaban las garantías para el respeto de las reglas. Y con ello hizo un daño considerable al cuidado pastoral, dado el carácter de la presencia de los religiosos en los campos. En 1645, el episcopado galicano había publicado a expensas propias el Petrus Aurelius, en el que se renovaban las polémicas contra los regulares.
Sólo con Alejandro VII (16551667) se superaron los obstáculos. El nuevo Papa hizo se examinara la cuestión no por parte de Propaganda o de la Congregación de Regulares, sino de la del Concilio, en cuya competencia entraban todos los problemas que afectaban al clero secular. En un estudio preparado para el examen romano se preguntaba por qué los sacerdotes de la misión al servicio de los obispos no podían emitir votos si con ello no se hacían religiosos (SV XIII 367). Una vez más, San Vicente, con su firmeza característica, impulsó una investigación dirigida a defender a la misión en su disponibilidad para el servicio. Por fin, con el breve Ex commissa nobis (22 de septiembre de 1655), la Santa Sede aprobó la misión y sus votos. El 25 de enero de 1656, la congregación emitía los votos, aunque no todos lo hicieron, pues el Papa había concedido el permiso de emitirlos sin imponer esa obligación.
Desde 1617 (o si se quiere desde 1625) hasta 1655, el ideal de San Vicente se esclareció, se modificó, halló el justo equilibrio institucional para la salvaguarda de un carisma apostólico destinado a prolongarse más allá de tres siglos. Aun siendo muy viejo en el momento de la aprobación de los votos, no creemos se pueda imputar al santo una inversión de su sentido. La inserción en el clero diocesano era, en el siglo XVII, diferente de la de hoy, y diferente del de hoy era asimismo el papel del obispo en la iglesia local. Pero aún la misión tenía un carácter diferente, quizá por la riqueza de material humano y espiritual, por la disponibilidad para desempeñar una tarea que se hacía sentir como urgente y por la que ningún otro competía.
En la historia de los orígenes de la misión se verifican, pues, algunos hallazgos de San Vicente: esperar de Dios el remedio del presente estado de cosas (SV VIII 70), puesto que el bien se hace solo (IV 22) cuando se persiguen los intereses de Dios (XIII 630) con tensión hacia el fin y flexibilidad en los medios (II 355).
Se trata ahora de examinar si estos principios pueden guiar aún la misión actual y si aun con todas las modificaciones sugeridas por los tiempos se está en grado de conservar la misma tensión apostólica. En una palabra, si somos todavía una misión.