San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 8, capítulo 1

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1880.
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Libro VIII. El consejo de Conciencia

Capítulo Primero: Servicios hechos a la Iglesia

I. Muerte de Luis XIII.

Richelieu no estaba ya desde el 4 de diciembre de 1642. Su partido una vez tomado, había afrontado la muerte, ese último e inevitable enemigo, con el valor tranquilo e impasible que había desplegado frente a todo el mundo.

A esta noticia: «Ahí yace un gran político muerto», sería suficiente decir con frialdad Luis XIII, encantado de salir por fin de una imperiosa tutela. No obstante no cambió nada en el gobierno; prometió a los parientes del cardenal la continuación de su benevolencia, y tributó un último homenaje a su ministro llamando a Mazarino a su consejo. A esta sucesión de ministros-reyes, se podría aplicar la palabra de nuestra vieja monarquía: «El rey ha muerto, viva el rey!» Richelieu iba a sobrevivirse a sí mismo y gobernar todavía tras su muerte.

Pasado el primer alegrón de su emancipación, Luis XIII había sentido que no le quedaba ni el tiempo ni la fuerza de cambiar nada en la dirección de los asuntos; en efecto, no debía sobrevivir seis meses a su ministro. Su salud siempre delicada, sobre todo desde el sitio de Perpiñán, se debilitaba cada vez más y, después de algunos intervalos de recuperación en los últimos meses de 1642, recayó en una languidez de la que no se pudo recuperar. A últimos de febrero de 1643, una fiebre lenta, un insomnio continuo, una desgana extrema de toda alimentación acabaron por minarla. Un mes después, en medio de las adulaciones de los médicos, el rey advirtió el primero la inutilidad de sus remedios y de la vanidad de sus esperanzas. El 27, dijo a Bouvart, el primero entre ellos: «Soy consciente de que me voy. He pedido a Dios esta noche que si es su voluntad sacarme de este mundo, me hiciera la gracia de abreviar la duración de mi enfermedad.» Bouvart debió hacer la confesión terrible: «No me sorprende, replicó el rey, sabía que se me esperaba.»

Después de arreglar la regencia, no pensó ya más que en morir como un rey muy cristiano. Su confesor, el famoso Padre Sirmond, acababa de abandonar la corte. Sus ochenta y cinco años y su sordera explican suficientemente su retirada sin que se tenga que recurrir a razones políticas. Tuvo por sucesor al Padre Jacques Dinet, que llegó hacia mediados del mes de marzo, al viejo castillo de Saint Germain. El rey le hizo una confesión general de toda su vida, consultó en sus presencia a Mazarino y al secretario de Estado Des Noyers sobre algunos casos de moral gubernamental, y comulgó con piedad el día de la Anunciación.

No fue, según se ve, por rechazo al P. Dinet, que Luis XIII, en este momento supremo, quiso llamar a otros sacerdotes ; fue tan sólo para multiplicar alrededor de él los consuelos y los ánimos de religión.. Además de Cospéan, obispo de Lisieux, el obispo de Meaux, su primer capellán, pidió a Vicente de Paúl. Ana de Austria, admirable estos últimos días para con un esposo que la había desdeñado más de una vez, y llena de veneración y de confianza por el santo sacerdote, le había, sin duda, sugerido esta última elección. Era a finales de abril, Vicente acudió a Saint-Germain y, abordando al rey, le saludó con estas palabras de la Escritura (Ecl., I, 13): Timenti Dominum bene erit in extremis; y el piadoso monarca, alimentado en la lectura del libro divino, acabó él mismo el versículo: Et in die defunctionis suae benedicetur. en ese momento hubo en el estado del rey ese mejor engañoso que precede siempre a la muerte, y Vicente a quien los asuntos habían llamado a París , no volvió a Saint-Germain al día siguiente. Pero tres días antes de su muerte el rey le hizo llamar, y se quedó junto al príncipe hasta su último suspiro. A pesar de la certeza de su fin próximo, Luis XII hacía planes de gobierno cristiano. Quería ante todo trabajar en la conversión de los protestantes y proveer bien los beneficios eclesiásticos: «Oh Señor Vicente, decía entonces, si Dios me da la salud, no nombraré a nadie al episcopado que no haya pasado tres años con vos.»1

Pero él volvía pronto al pensamiento de la muerte, y preguntaba a Vicente cuál era la mejor manera de prepararse a ella. «Majestad, respondió el santo, es imitar la de Jesucristo, y someterse por completo y perfectamente como el lo hizo a la voluntad del Padre celestial: Nos mea voluntas, sed tua fiat -Oh Jesús, repetía el religioso monarca, yo lo quiero también con todo el corazón. Sí, Dios mío, yo lo digo y lo quiero decir hasta el último suspiro de mi vida: Fiat voluntas tua¡» Luego hablaba alegremente de su último viaje, y mandaba abrir las ventanas de su habitación por el lado de Saint-Denis y, a la vista de las torres de la basílica, decía sonriendo: «Ahí es donde yo estaré muy pronto y donde me quedaré mucho tiempo. Mi cuerpo será muy sacudido, porque los caminos son malos.» Y, seguro de su fin próximo, no creyó ya deber superar su rechazo del alimento. Sin embargo, sintió escrúpulos por ello y, haciendo una señal a nuestro santo: «Señor Vicente, le dijo, los médicos me urgen para que tome alimento; yo me he negado, ya que también es necesario que yo me muera: ¿Qué me aconsejáis vos? –Majestad, respondió Vicente, los médicos tienen siempre entre ellos esta máxima de hacer tomar alimento a los enfermos mientras les quede un soplo de vida, siempre en espera de una recuperación de la salud. Ved porqué, si le place a Vuestra Majestad, haréis bien en tomarlo». Y el rey, llamando a Séguin, le pidió un caldo. Pero inmediatamente después, tendiendo el brazo al médico: «Séguin, le dijo con voz firme, tómeme el pulso y dígame, os suplico, cuántas horas de vida me quedan; pero tómelo bien, pues querría saberlo exactamente.» Séguin tanteó unos instantes en silencio; después respondió fríamente: «Señor, Vuestra Majestad puede tener todavía dos o tres horas todo lo más.» Entonces, juntando las manos y mirando al cielo, el príncipe exclamó sin mostrar alteración: «Pues bien, Dios mío, lo consiento, y de todo corazón!» y tendiendo de nuevo su débil y flaco brazo hacia Vicente: «Mire, Señor Vicente, le dijo, ¿es esto el brazo de un rey? Ya veis lo que son los reyes, lo mismo que los demás humanos!» Bouvart le tomó el brazo a su vez y le dijo: «Majestad, si mi conjetura no me engaña, el alma de Vuestra Majestad estará pronto libre de los lazos del cuerpo ya que no le encuentro ya pulso. – Dios mío, exclamó el monarca, recibidme con misericordia!» Y comenzaron las oraciones de los agonizantes, a las que el rey respondía con una voz débil y moribunda. Algunos instantes después, expiraba en los brazos del P. Dinet y de Vicente de Paúl.

Acababa de retirarse la reina quien, hasta este último momento, había permanecido entre la cama y la pared rezando a Dios. Vicente fue a consolarla, y regresó a París a ordenar oraciones por ella y por el rey difunto. El día siguiente se celebraba un servicio en la iglesia de San Lázaro, y todos los sacerdotes de la Misión, agradecido por las limosnas que el príncipe les había legado en testamento para los pobres del campo, ofrecían el santo sacrificio por el descanso de su alma. Después, el mismo día, viernes 15 de mayo de 1643, al día siguiente de la Ascensión, Vicente escribía a Codoing, superior de la casa de Roma: Dios quiso ayer disponer de nuestro buen rey, el mismo día en que comenzó su reinado, hace treinta y tres años. Su Majestad ha deseado que yo asistiera a su muerte con Monseñores los obispos de Lisieux y de Meaux, su primer capellán, y le R. Padre Dinet, su confesor. Desde que estoy en la tierra, no he visto a nadie morir más cristianamente. Hace unos quince días que me ha mandado ir a verle y, como andaba mejor, no he vuelto el día siguiente. Me reclamó hace tres días, durante los cuales Nuestro Señor me ha hecho la gracia de quedarme a su lado. . no he visto nunca una mayor elevación a Dios, una tranquilidad un mayor temor por los menores actos que pueden ser pecados, una mayor bondad, ni mayor juicio en una persona de tal condición.. anteayer, habiéndole visto dormido y con los ojos entornados, los médicos temieron que fuera a expirar y se lo dijeron al padre confesor, quien le despertó al instante, y le dijo que los médicos creían llegada la hora, y que había que hacer la recomendación del alma. Entonces mismo, con el espíritu lleno del de Dios, abraza a este buen padre y le agradece la buena noticia que le da. De pronto, levantando los ojos y los brazos hacia el cielo, recita el Te Deum laudamus, y lo termina con una fervor tan grande, qu el solo recuerdo me enternece en este instante en que os hablo. Y como me llama la campana y me impide contaros más cosas, acabo recomendándole a vuestras oraciones y a las de la Compañía.»2

Luis XIII nunca había tratado bien a la reina. Y ésta, herida por sus frialdades y negligencias, se había convertido en el centro de una posición sorda al gobierno de Richelieu. Apoyándose en España en el exterior y, dentro, en el duque de Orléans, el partido de la reina-madre y de todos los descontentos, de todos aquellos que, bien por venganza e interés personal, bien por principio de conciencia, condenaban la política del cardenal, se mezcló en más de una asunto que no había comprometido más que a ella y a sus amigos. Luis XIII se acordaba en su lecho de muerte y, no pudiendo ni excluir de la regencia a su hermano y a la madre de su hijo, ni confiársela totalmente ni al uno o a la otra, se encontraba en medio de extrañas perplejidades. Consultaba sin cesar a Mazarino y a Chavigny sin poderse fijar entre imposibles y repugnancias invencibles. Por fin el cardenal Mazarino le propuso mandar registrar en el Parlamento una declaración firmada por la reina y por Monsieur, por la que, dando a esta princesa el título de regente, se delimitaría de tal forma su poder que tendría las manos atadas. Esta propuesta fue admitida y, el 20 de abril, una delegación se dirigió a Saint-Germain para recibir la declaración que fue registrada al día siguiente en París. En ella se nombraba regente a la reina, y a Monsieur, jefe del consejo y lugarteniente general del rey menor bajo la autoridad de la reina; pero se les asignaba un consejo, compuesto por el príncipe de Condé, por el cardenal Mazarino, por el canciller Séguier , de Bouthillier, superintendente de las finanzas, y por su hujo Chavigny, secretario de Estado, sin cuyo consejo, otorgado por mayoría de votos, la regente no podía decidir los asuntos de la guerra y de la paz, no nombrar a los gobiernos ni a los cargos.

Ana de Austria, quien, desde que era madre y veía al rey acercarse a la muerte, sólo había aspirado a una regencia verdadera y todopoderosa, sufrió al ver que le imponían tan duras y humillantes condiciones. Ella las aguantó no obstante sin murmuraciones exteriores y, con el duque de Orléans, firmó la declaración y se comprometió a mantenerla. Se reservaba una esperanza más halagüeña..

En efecto, durante las negociaciones, el cardenal Mazarino había mandado avisarla de todo por medio del obispo de Beauvais, y asegurar que él no era autor de la declaración; que él no había intervenido ante el rey a favor de una regencia ilimitada; pero que, no habiendo podido ganar, había creído rendirle un servicio importante obteniéndole al menos el título de regente; que poco importaba en qué condiciones, con tal de que le fuera dado por el Rey; que a ella no le faltarían medios en adelante para resarcirse de todos sus derechos y gobernar sola. La reina le creyó, y por eso firmó sin dudarlo, reservándose el futuro.

Sea el interés por la reina, sea cálculo de ambición, un cosa y la otra sin duda, Mazarino acababa de actuar con una habilidad consumada. En efecto, el 18 de mayo, el Parlamento, alborozado por tan bonita ocasión de recuperar los derechos, verdaderos o pretendidos, que le había arrebatado Richelieu y de establecer soberanamente los asuntos de la monarquía, rompía la última disposición de Luis XIII mientras daba la impresión de respetarla y, declarando a la reina regente, «de conformidad con la voluntad del rey difunto», la autorizaba a elegir por sí misma su consejo sin impedirla que siguiera la mayoría de los votos. Era la regencia sin control; era el advenimiento de Mazarino.

Así lo había previsto el hábil cardenal. Él se sabía agradable a la reina; ya que si era una criatura de Richelieu, no tenía sus maneras; él no había tenido parte alguna en los desagrados de esta princesa; acababa de contribuir a la llamada de sus amigos exiliados; y por último se podía vanagloriar ante ella de haber echado los cimientos de su regencia en contra de los recelos del rey.

Además, él se sentía necesario. Tanto más celosa del poder del que nunca había disfrutado, pero ignorante de los asuntos, Ana de Austria necesitaba al principio de un reinado al que rodeaban pon fuera y por dentro tantas dificultades, de un guía para su inexperiencia, de un apoyo para su floja debilidad, y de alguien que le dejara no obstante el honor y la autoridad suprema. Pues bien, a su alrededor, nadie que poseyera como Mazarino el secreto de la política interior y sobre todo de los asuntos extranjeros; nadie, por consiguiente, que fuera más capaz. Por otra parte, extranjero como ella y fingiendo estar bien preparado de volver a Roma para disfrutar allí de su familia y de las artes, no tenía partido en Francia que volver contra ella, y él mismo no parecía deber ponerla bajo el yugo, como Richelieu lo había hecho del difunto rey.

Sin sacrificar a sus amigos, los Vendôme, su gran capellán, el obispo de Beauvais,, a los que Mazarino, por otra parte, se empeñaba en halagar, la regenta resolvió pues poner en cardenal su principal confianza, y el primer acto de su autoridad fue nombrarle jefe de su consejo. Algo curioso Vicente, que iba a ser contrariado por Mazarino en sus santos proyectos, en espera a que el ministro pasar de él; que debía, en todo encuentro, condenar la política de esta criatura, de este continuador de Richelieu, fue uno de los que más contribuyeron a llevarla al poder, con su colega Chavigny. Se lee, en efecto, en las Mémoires de La Châtre: «La Señora Princesa… fue una de las primeras que habló por ellos; el Sr. de Liancourt los sirvió con el ardor que tiene de ordinario para con sus amigos, y su señora mujer y la Sra. de Chavigny no perdieron la ocasión de hacerlo. Pero las máquinas mas fuertes que emplearon fueron el Padre Vicente, Biringhen y Montaigu. El primero atacó a la reina por la conciencia, y le predicó sin cansancio el perdón de los enemigos; el segundo, en su calidad de primer ayuda de cámara, se mostraba asiduo en horas en las que nadie la veía, resultaba casi imposible de prescindir de él en las comienzos; pero el tercero, devoto de profesión, mezclando a Dios y al mundo en confusión, y uniendo a las razones de devoción la necesidad de tener a un ministro de las cosas del Estado, añadió además, según mi parecer, otra consideración, que la ganó totalmente, que fue exponerle que el cardenal tenía en sus manos más que nadie los medios de firmar la paz, y que habiendo nacido súbdito del rey su padre, la haría ventajosa para su casa; que ella debía tratar de mantenerle en el poder, con el fin de hacer de él un apoyo contra las facciones que pudieran nacer en Francia durante su regencia3

II. San Vicente en el consejo de conciencia. –Su conducta general.

Según la declaración de Luis XIII mismo, la reina sólo debía conversar con Mazarino sobre los asuntos de la Iglesia, y allí se decía que ella distribuiría, con él parecer de él, los obispados «a personas de mérito y de piedad singular, que llevaran tres años en la orden del sacerdocio.» Pero la piedad de Ana de Austria se determinó a establecer un consejo eclesiástico, en el cual se trataría de todos los intereses de la religión, y se examinarían las cualidades de los que podían pretender a los beneficios y a las dignidades de la Iglesia.

Este consejo se compuso, bajo la presidencia de la reina, de Mazarino, del canciller Séguier, de los obispos de Beauvais y de Lisieux, de Charton, gran penitenciario de París, y de Vicente de Paúl, quien fue establecido como jefe.

Era, para el humilde sacerdote, la entrada y un rango en la corte; eran homenajes por parte de todos los ambiciosos; era una especie de omnipotencia sobre todos los asuntos y todos los bienes de la Iglesia de Francia. Que se juzgue de su dolor y de los esfuerzos que debió hacer para verse liberado. Escribió pronto a Roma: «Nunca he sido más digno de compasión de lo que soy ni he tenido más necesidad de oración como ahora en el nuevo empleo que tengo. Espero que no sea por mucho tiempo. Rogad a Dios por mí.»

Abrigó durante más de una año esta humilde esperanza. «Pido a Dios todos los días, decía a uno de sus sacerdotes, ser tenido por un insensato, como lo soy, para no estar empleado en esta especie de comisión y para tener mayor comodidad para hacer penitencia por mis pecados.»4 En efecto, se lo pedía a Dios y a los hombres. A partir del día de su nombramiento, él no ofreció una sola misa sin pedir la gracia de ser devuelto a su primera condición. Suplicaba insistentemente a la reina, al cardenal y a todos de quienes podía esperar una protección de nueva clase. A finales de 1644, tuvo la impresión de ser escuchado: Con ocasión de un viaje que se vio obligado a hacer, se extendió el rumor de que había perdido la confianza de la corte. Un eclesiástico, informado de la falsedad de la noticia, vino a presentarle sus cumplidos. «Ah ojalá fuera verdad, exclamó, levantando los ojos al cielo y golpeándose el pecho! Pero un miserable como yo no era digno de este favor.» Y escribió en el mismo sentido a Codoing, su superior de Roma, el 4 de enero de 1645: «Bendito sea Dios por todo lo que me contáis. Es cierto que había alguna posibilidad de que no me aguantaran más en el empleo del consejo; pero mis pecados son la causa de que se sirvan de ello de manera diferente, y que no quiera Dios oír los sacrificios que le he ofrecido para este fin. In nomine Domini! Espero que se cansen de mí.»

La reina no había podido consentir en privarse de los servicios del santo sacerdote, y le virtuoso cardenal de la Rochefoucault5 le había pedido un favor, en nombre de Dios y de la Iglesia de Francia, que se quedara en el consejo eclesiástico. Los diez años que estuvo allí marcan el punto culminante de su virtud, de su influencia y de sus servicios. Vamos a ver brillar su humildad en los honores y en las persecuciones, su celo y su firmeza en sostener los intereses de Dios y de la Iglesia, su respeto por el episcopado, su caridad por las órdenes religiosas, su desinterés por él y por los suyos. Admirable desinterés, del que Le Tellier decía, según relación del ministro Le Pelletier6: «En calidad de secretario de Estado, he tenido la ocasión de tener un gran trato con el Sr. Vicente. ha hecho más obras buenas en Francia por la religión y por la Iglesia que nadie que yo haya conocido; pero yo he notado en particular que en el concejo de conciencia del que era el principal agente, nunca se trató de sus intereses ni de los de su congregación, ni de los de las casas eclesiásticas que él había fundado.» Desinterés tanto más digno de elogios, por que sus casas, casi todas muy pobres, se hallaban gravadas también por la gratuidad de sus principales funciones. El anejo de algunos beneficios les habría venido muy bien. Nunca pensó en ello; y si alguna vez se los adjudicó a sus seminarios, no fue sino por las insistentes súplicas de sus dueños u otorgadores legítimos. Aún así era difícil obtener su conformidad sobre este punto, la única parte sin embargo que se haya tomado nunca. Al menos impuso la ley de dedicar sus rentas no al servicio de las casas ni en provecho de los suyos, sino en la educación de los jóvenes eclesiásticos. ¿Se enteraba que la reina le destinaba algunos favores? al punto los dirigía a otros. Cuál no fue su espanto al saber que quería pedir para él un capelo cardenalicio! De mejor gana habría escuchado su sentencia de muerte que los cumplidos que le dirigieron entonces algunos de sus amigos. La púrpura romana habría sido verdaderamente para su humildad la púrpura del martirio!.

¿Es necesario añadir que este desinterés fue invencible frente a toda corrupción? Uno de sus más íntimos amigos vino a ofrecerle un día 100 000 libras, en nombre de algunas personas para obtener su apoyo en el Consejo a favor de ciertas propuestas que no tenían nada de oneroso para los pueblos, pero que podían herir los intereses del clero. Vicente habría podido decirle como Pedro a Simón (He., VIII, 29): » Que tu dinero perezca contigo… ya que tu corazón no es recto delante de Dios!» Se contentó con responder con más dulzura: «Que Dios no me lo permita! Preferiría morir que decir una palabra sobre este asunto.»

Desinterés para los bienes y para los favores; desinterés tal vez más difícil por la reputación, por el agradecimiento y por las amistades. Y no es que su bondad natural no le llevara, cuando él podía en conciencia, a favorecer a todo el mundo, el hombre de la más baja extracción, lo mismo y mejor que el duque y par; pero ¿se trataba de algo contra las reglas? él oponía un rechazo infranqueable como un muro de hierro. En vano, la intriga, la codicia, la ambición intentaban asaltar su virtud; sin consultar ni la esperanza ni el temor, los apartaba sin piedad, en lo que dependía de él, del santuario. Mucho tiempo incluso luchó contra el ministro, cada vez más poderoso quien, olvidándose de su carácter eclesiástico, para no obedecer más que a los cálculos de su ambición personal o a lo que él creía se la razón de Estado, quería hacerse amigos, no con el dinero de la iniquidad, según la palabra del Evangelio, sino con los bienes sagrados de la Iglesia.

En el punto en que nos hallamos de esta historia, se bebe conocer ya demasiado la virtud y el carácter de Vicente para que sea necesario añadir nada sobre su prudencia y su sabiduría, sobre todas las cualidades que debió aportar al consejo de la reina. No se mezclaba más que en los intereses de la Iglesia o de los pobres, y dejaba de lado todos los demás asuntos, por más apariencia de piedad o de caridad se tratara de darles7, sin pasión más que el amor de Dios y bien de Estado, sin prejuicios, sin ninguna de esas emociones y de esas ocurrencias que hieren a las personas y echan a perder los asuntos, guardaba siempre en su alma, en sus gestos, en sus palabras y hasta en su semblante, esa calma, esa serenidad que, en la prueba de la buena o mala fortuna, dejan al espíritu la libertad lúcida de la reflexión, se ganan los corazones y los arrastran, sin darse cuenta, al partido de la verdad y del bien. Firme a la vez que dócil, era inquebrantable en su conciencia y siempre presto a ceder a un parecer mejor. Que se rindieran al suyo o se resistieran, nunca quejas ni invectivas. Contento de haber cumplido su deber, se callaba después de la decisión, dejando a Dios la gloria del bien, y encomendándose a su Providencia para el éxito de los asuntos. Si se callaba dentro, con mayor razón fuera del consejo. Jamás una palabra, ni siquiera a sus más íntimos, de lo que había pasado allí, ni de las resoluciones que se habían tomado. De vuelta a San Lázaro, parecía haber salido de la celda de un cartujo, no del consejo ruidoso de la realeza. Con el ángel de Tobías, se decía siempre: «Si es honorable revelar y confesar las obras de Dios, es bueno ocultar el secreto del rey.» Con estas cualidades y siguiendo tales principios fue como Vicente de Paúl fue tenido como el hombre más prudente y como el oráculo de su siglo. Durante toda su vida, San Lázaro fue a la vez una especie de concilio permanente, un consejo de Estado, un tribunal de dirección, una gran oficina de caridad. Hombres de Iglesia y hombres del mundo, todos llegaban allí a consultar su sapiencia; príncipes y obispos, magistrados y párrocos, abades y religiosos. Se tratara

De los intereses de Dios o de los del rey, del bien de una diócesis o de un desorden social, de la paz que restablecer en un monasterio o en una familia, de una obra que empezar o que reformar: nada se comenzaba, ni se hacía sin sus consejos y bajo su dirección. Homenaje universal ofrecido al mismo tiempo a su virtud y a su prudencia.

Este hombre siempre preparado a acusarse de las pretendidas faltas cometidas en la dirección de sus Misioneros y de las Hijas de la Caridad, nunca se reprochó nada, que nosotros sepamos, por su conducta en el consejo de conciencia, con tanta madurez, pureza de intención y valor asistía a él. Lento en reflexionar, en examinar las cosas, en decidirse, una vez tomado su partido, caminaba firme y derecho a la ejecución, sin tener que arrepentirse jamás, ya que sabía que la intención sola está en el poder del hombre, y el éxito en las manos de Dios. Pues bien, de su intención pura y santa no podía dudar, y el éxito, fuera el que fuera, no le perturbaba nunca porque veía en ello la voluntad de la Providencia.

Así va a mostrase en sus actos; así le han visto todos sus contemporáneos. En su carta de 1706 a Clemente XI, Fénelon escribía:»En el hombre de Dios brillaban un increíble discernimiento de los espíritus y una firmeza singular. Sin tener en cuenta ni el favor ni el odio de los Grandes, no consultó más que el interés de la Iglesia, cuando, en el consejo de conciencia, por la orden de la reina Ana de Austria madre del rey daba su parecer para la elección de los obispos. Si los demás consejeros de la reina se hubieran adherido más constantemente a este hombre a quien el porvenir parecía estarle desvelado, se habría apartado muy lejos del cargo episcopal a ciertos hombres que luego han causado graves problemas8.» Tal era asimismo el parecer de Víctor Méliand, antiguo obispo de Alet, que habla en términos parecidos de la invencible firmeza y fuerza de alma por la que el hombre de Dios, sin dejarse ni seducir por las ruegos, ni asustar por las amenazas, negaba su apoyo en la promoción a las prelaturas y a los beneficios, a todos aquellos cuya indignidad le era conocida, fuesen los que fuesen su orden, grado y dignidad9. El siglo rindió a Vicente de Paúl sobre este punto el mismo testimonio que la Iglesia. «Es la estimación pública, declaró el presidente de Lamoignon, que llevó a la reina madre a llamarle a su consejo de conciencia; pero este honor no le impidió vivir como había vivido siempre. En las ocasiones difíciles, habló con una firmeza digna de los apóstoles. Todas las consideraciones humanas no pudieron comprometerle a disimular por poco que fuera la verdad y no se sirvió nunca de la confianza de los grandes más que para inspirarles los sentimientos que debían tener10

Si bien el nacimiento no era para sus ojos un título suficiente, menos todavía principal, para las dignidades eclesiásticas, él no le desdeñaba, como título secundario, cuando iba unido a la virtud; y, en igualdad de méritos, prefería el gentilhombre al común y corriente. Con un antiguo él decía: «Cincuenta ciervos conducidos por un león valen más que cincuenta leones conducidos por un ciervo.» Un día un canónigo de Chartres vino a verle con un joven señor destinado a la Iglesia: «Siento gran alegría, les dijo, al ver a personas de ilustre nacimiento consagrarse al servicio de la Iglesia, si se sienten llamados por un gran propósito de trabajar y de vivir de conformidad con su santa vocación, porque hacen de ordinario más bien y con más facilidad que los otros, lo que he advertido con frecuencia, y por mi propia experiencia. Siendo de vil nacimiento, hijo de un pobre campesino, yo no tenía ni educación ni crédito, ni el espíritu de una persona de calidad, y no he trabajado sino débilmente y en relación con la bajeza de mi origen.»11

Tales eran los principios generales de conducta que Vicente aportó al consejo de conciencia, principios tan opuestos a los de Mazarino. Pronto debían estallar la contradicción y la lucha; pero mientras, el santo sacerdote logró proveer a la Iglesia de buenos ministros, incluso cuando fue separado del consejo, La Señora de Motteville nos informa que pudo todavía, gracias a la piadosa confianza de la reina dirigir los nombramientos episcopales. Era el complemento y la coronación de los servicios que Dios le había destinado a realizar por la Iglesia de Francia.

Obligado a doblar la espalda bajo el peso, al menos logró que Ana de Austria le hiciera venir a la corte más que cuando Su Majestad le mandara llamar. De este modo él se reservaba para la dirección de su congregación t de sus obras , y se desprendía de buena parte de las importunidades de la ambición.

Se presentaba en la corte con el mismo atuendo que en sus misiones de los campos, con la sotana que se puede ver todavía, sotana de vulgar estofa, desgastada y remendada. Nunca quiso cambiar, ni siquiera para ir al Louvre. Le ponían una nueva en su habitación, él se volvía poner la vieja, y si no la encontraba, trataba de ver alguna semejante sobre los hombros de su sacerdotes poco más o menos de su talla, y operaba en secreto un cambio que completaba mediante unos ajustes. Pobre, su hábito estaba al mismo tiempo muy limpio: «sin mancha ni rotura», decía él mismo al responder a los cumplidos o a las bromas que le costaba. Así respondió una día a Mazarino que tomándole de su pobre ceñidor, se lo mostraba a la reina diciendo: «Vea, vea, Señora, cómo viste el Señor Vicente en la corte, y qué hermoso ceñidor lleva!» Con esta limpieza, quería conciliar suficientemente los deberes del decoro con sus costumbres de sencillez y de pobreza. El brillo del Louvre no le deslumbraba, y si las lunas le devolvían su imagen: «Oh qué gran patán! » exclamaba, comparando sin duda en su memoria los apartamentos reales con la choza de su infancia; luego elevándose a pensamientos más altos. De decía: «Oh Dios mío, si por medio de este vidrio, que no proviene más que de tierra, vemos hasta el menor movimiento que se realiza en esta habitación, qué no verán los bienaventurados en ese gran espejo de la divinidad que lo llena todo, y en quien todas las cosas están encerradas!»12

Pero no era sólo en el interior de sí mismo sino ante todos cuando se complacía en humillarse, en expiar una grandeza involuntaria, distinciones que le eran un martirio. «Yo era muy joven todavía, expuso en el proceso de canonización el ministro Le Pelletier13, cuando ví en el Louvre al siervo de Dios, y le ví muchas veces. Se presentaba con una modestia y una prudencia llena de dignidad. Los cortesanos, los prelados, los eclesiásticos y demás personas le rendían por estima grandes honores: los recibía con mucha humildad. Salido del consejo, donde había decidido sobre la suerte de cuanto había en el reino de más grande, él se sentía tan cómodo tan familiar con el último de los hombres como entre los esclavos de Túnez o en el banco de los forzados. Un obispo virtuoso que no le había visto desde su entrada en la corte, , habiéndole encontrado enseguida tan humilde, tan afable, tan dispuesto a prestar servicio como antes, no pudo por menos de decirle: «El Señor Vicente es siempre el Señor Vicente.»

En los comienzos de su favor, el príncipe de Condé quiso un día hacerle sentarse cerca de él: «Qué es esto, Monseñor, respondió, retrocediendo el humilde sacerdote, ya era demasiado honor que Vuestra Alteza tenga a bien aguantarme en su presencia. Pero hacerme sentar a su lado, ¡acaso ignora entonces que soy hijo de un pobre campesino!» –Era su defensa, su consigna contra todos los ataques dirigidos contra su humildad. «-Moribus et vita nobilitatur homo –la nobleza le viene al hombres por sus costumbres y su vida-, replicó el príncipe; además, Señor Vicente, no es de hoy lo de vuestros méritos.» Y, para mejor juzgarlo, hizo recaer la conversación sobre algún punto de controversia. Vicente lo trató con tanta nitidez y precisión, que el príncipe exclamó: «Bueno, Señor Vicente, andáis diciendo por ahí que sois un ignorante y en dos palabras habéis resuelto una de las mayores dificultades que se nos hayan propuesto por los religionarios ¡» De ahí el príncipe pasó a algunas cuestiones de derecho canónico y, cada vez más encantado de las respuestas del escolar de cuarto , se levantó sin decir palabra, y corrió a felicitar a la reina por la elección de un hombre tan versado en lo que se refería a los bienes y las materias eclesiásticas.

Desde las primeras sesiones del consejo, Vicente propuso adoptar un programa, cuyas principales disposiciones eran:

1º La reina no otorgará ninguna pensión sobre los obispados o arzobispados, sino en el único caso permitido por el derecho; es decir cuando el titular, después de servir por largo tiempo a la Iglesia, dimita voluntariamente de su cargo por enfermedad, ancianidad u otras razones pertinentes.

2º Ella no ordenará ninguna expedición de patente para las abadías, sino para aquellos que, aparte de las otras cualidades requeridas, hayan cumplido dieciocho años, dieciséis para los prioratos y canonicatos de las iglesias catedrales y catorce para las colegiatas.

3º Ella no otorgará ninguna patente para las devoluciones, que se hayan examinado, y las papeles de los que pretendan servirse los adjudicatarios, y los certificados de vida, costumbres y capacidad, que se vean obligados a presentar; y, en caso de que no puedan justificar cualidades necesarias, se entregará a otros, que los recibirán, el derecho y los medios de proseguir la devolución.

4º Ella no otorgará ni coadjutorías ni reservas para las abadías comanditarias.

5º Ella no mandará expedir ninguna patente de obispado por muerte, coadjutoría u otras, sino para aquellos que tengan al menos un año de sacerdocio.

6º Por último, no otorgará ninguna coadjutoría de las abadías de mujeres, sino después de conocimiento cierto de que la regla se observa allí, y con la condición de que las religiosas propuestas veintitrés años de edad y cinco de profesión.

El remedio, por la misma dulzura de algunas de sus disposiciones, indica toda la extensión del mal que se quería curar. Los beneficios se daban a menudo a niños cuya vocación era necesariamente incierta, y que continuaban percibiendo sus frutos sin entrar en el estado eclesiástico; hasta los obispados se proveían de esta manera: testigo, en nuestra historia misma, el obispado de Metz, del que ya se ha hablado antes. Con mayor frecuencia todavía las abadías de mujeres: así la abadía de Port-Royal fue entregado, con engaño, es verdad, a quien se convirtió en la demasiado famosa Angélica, cuando ella no tenía más que seis años; se asignaban coadjutorías para las abadías de encomienda, que sólo eran vitalicias y no daban, por consiguiente, lugar a sucesión. Pero el abuso más escandaloso tal vez concernía a las devoluciones. Eclesiásticos sin ningún otro título que su avidez, sorprendían por su crédito y sus argucias a los titulares legítimos de los beneficios, y los forzaban así o a cedérselos por devolución o a redimirse por dinero de sus injustas vejaciones. Fue a Vicente a quien el consejo encargó de examinar si los motivos presentados por los devolucionarios eran legítimos, y actuó con tal justicia que hizo restituir lo robado a un gran número, y mantuvo en sus beneficios a muchos buenos eclesiásticos que, cansados de luchar, o por violencia, iban a ser apartados de ellos. Por último él liquidó un buen número de procesos, siempre escandalosos por su objeto, ruinosos a menudo para el buen derecho a causa de su duración y su resultado.

III. Supresión de los abusos.

Armado de estos principios, Vicente comenzó por reprimir diversos abusos. Impidió que los beneficios cayeran, por defecto de forma o diversas razones, bajo el nombramiento del rey, es decir bajo el poder de la intriga y de la ambición14. Si no podía sustraerlos al nombramiento real, al menos trataba de hacer que los ocuparan dignamente. Así, en Normandía, durante la minoría de los patronos, el rey tenía derecho a proveer a los párrocos que estaban en patronato laico. Hasta entonces estos beneficios no habían sido distribuidos más que por favor o por intriga. Vicente expuso al consejo que los autores de las colaciones lo mismo que los patronos eran responsables ante Dios de los males causados por un mal pastor o por el menor bien hecho por uno menos digno, y los llevó a no dar los beneficios de Normandía sino a los más capaces..

Pero él prefería aún trabajar por mantener los beneficios en sus privilegios, y particularmente en su derecho a elección15.

Pensiones sobre los beneficios eran con frecuencia la recompensa de gentilhombres lisiados en la guerra. Vicente recomendaba a éstos de buena gana al favor de la reina y de su ministro; pero él no pudo nunca permitir que los bienes eclesiásticos se convirtieran en un fondo de dotación y de retiro por servicios profanos.

Cuando los beneficios eran conferidos por el solo título de nacimiento, no eran tan sólo las almas las que sufrían; era lo temporal mismo de las abadías, cuyas rentas eran lo único que se contentaba la gente con percibir, y cuyas edificaciones e iglesias se dejaban arruinar. Vicente logró del consejo que se escribiera de parte del rey a todos los procuradores generales de los parlamentos que tomaran parte contra estos beneficiarios injustos, y a obligarles, por el embargo de lo temporal, al mantenimiento y a las reparaciones necesarias.

La simonía y la confidencia, resurgiendo siempre bajo los anatemas de todos los siglos, excitaron en particular su horror y su celo. Solicitaciones importunas, dimisiones de grandes abadías, promesas de pensiones, todo entraba en uso por el furor de llegar a las prelaturas. «Me echo a temblar, decía el santo, de que un tráfico tan condenable atraiga la maldición de Dios sobre este reino.» Comenzaba por dar consejos caritativos a los que se mezclaban por ignorancia o por una avidez irreflexiva; pero, si se resistían a su caridad, caían bajo su inflexible justicia. Desde entonces, perseguía la simonía en sus rutas más tortuosas; examinaba con un cuidado escrupuloso las permutaciones, las renuncias, los demás tratados en los que se deslizaban la duplicidad y el fraude: que había descubierto por fin el vicio infame, ni respeto humano, ni promesas, ni amenazas, nada le detenía hasta desterrarlo del santuario. Más de una vez tuvo que enfrentarse a las burlas amargas, a las calumnias más negras. Trataron de perderle en la mente de la reina, del ministro y de la gente de bien: esto era para él un honor y una recompensa por su celo. «Sois un viejo loco», le dijo una vez un joven gentilhombre, a quien sin duda había frustrado sus esperanzas culpables. –»Tenéis razón, hijo,» respondió del santo anciano cayendo de rodillas, «y os pido perdón por la ocasión que os he dado de decirme tales cosas.»

–»¿Sabéis bien, Señor Vicente, lo que se dice de vos?» le preguntó un día la reina sonriendo.

–»Señora, yo soy un gran pecador!

– Pero deberíais justificaros.

– Otras más le dijeron a Nuestro Señor, y nunca se justificó.».

Nunca se justificó. Un mal eclesiástico, a quien había apartado de un beneficio, quiso vengarse de él difundiendo rumores deshonrosos. «Si el Sr. Vicente, propagó éste entre personas de condición, no ha estado de mi parte es porque no he querido comprarle. Pero este hombre, tan enemigo de la simonía con los demás, se arregla perfectamente en provecho propio; y yo sé de alguien a quien acaba de procurar un beneficio al precio de una biblioteca y de una buena cantidad de dinero.» –Esta vez es santo se sintió herido y, en su primer impulso, tomó la pluma para escribir una carta de justificación. Pero apenas había trazado unas palabras: «Oh miserable, se dijo a sí mismo, ¿en qué estás pensando? Es que quieres justificarte, cuando acabamos de saber que un cristiano, falsamente acusado, en Túnez, ha permanecido tres días en los tormentos, por fin ha muerto sin proferir palabra de queja, aunque fuera inocente del crimen que se le imputaba: y tú, te quieres excusar! Oh no, no será verdad!» Y rompió la carta comenzada. Unos días después el calumniador moría miserablemente, y todo el mundo vio en ello una venganza de Dios.

En este tiempo incluso, hechos de notoriedad pública justificaban lo suficiente al más desinteresado de los hombres. Su casa se hallaba agotada debido a sus limosnas, y no solamente no pedía nada en la corte, sino que él no daba, no permitía a nadie dar un paso para entrar en posesión de lo que les habían arrebatado injustamente; mucho menos habría ido hacia la fortuna por vías simoniacas. Un magistrado de gran crédito se movía entonces mucho para procurar una abadía a su hijo que era indigno de ella, y temía sobre todo la oposición de Vicente. No atreviéndose a tentarle él mismo, se dirigió a uno de sus sacerdotes y le dijo: «Que el Sr. Vicente haga que me otorguen esa abadía, y o me comprometo, sin trámite por su parte ni de ninguno de su congregación a hacerle entrar en posesión de todos los hermosos derechos y de las hermosas rentas de que ha sido privado San Lázaro; conozco perfectamente el camino que se ha de seguir para ello. Que el Sr. Vicente no tenga escrúpulo alguno, y no pierda ni el tiempo de su favor, ni esta ocasión para beneficiar a su Compañía. ¿Acaso las demás comunidades se iban a preocupar?» A este bonito discurso, cuando se lo comunicaron, el santo se contentó con responder: «Por todos los bienes de la tierra yo no haría nunca nada contra Dios ni contra mi conciencia. La Compañía no perecerá por la pobreza; es a causa de la falta de pobreza más bien por lo que llegará perecer.»

El gobernador de una ciudad importante le pidió que le hiciera un buen oficio en la corte, y le prometió, en recompensa, sostener a los misioneros del lugar, a cuyo establecimiento se oponían personas poderosas: «Os serviré si puedo, respondió, pero en cuanto a lo que se refiere al asunto de los sacerdotes de la Misión, os suplico que lo dejéis en las manos de Dios y de la justicia. Prefiero que no estén en vuestra ciudad a verlos en ella por los favores y la autoridad de los hombres.»

IV. La lista de los beneficios.

Corregidos los abusos, según su poder, Vicente realizó la lista de los beneficios. Puso al principio, como beneficios interiores que eran casi de su propio nombramiento, los eclesiásticos de la casa del rey y de la reina, y los capellanes de las tropas que habían cumplido con su deber. La regularidad en lugares y funciones tan llenos de peligros era para él una prueba de una virtud sólida. En su lista iba señalado lo que cada un poseía ya; luego, según las necesidades y las vacantes, repartía entre ellos consultando su mérito y una exacta justicia distributiva.

En cuanto a los beneficios superiores, y a las prelaturas, que se dirigieran a él o se quisiera imponerle elecciones, no consintió nunca en admitir a indignos.

Un capellán del rey, por lo demás muy hombre de bien, se veía acosado por su familia para hacer valer sus largos servicios al efecto de obtener un obispado. En un principio se decidió; pero, al acordarse de que ingerirse por sí mismo en el episcopado era una señal de indignidad, sintió escrúpulos, y se lo escribió a Vicente. Éste le respondió:

«He recibido. Señor, vuestra carta con todo e respeto que os debo, y con toda la estima y reconocimiento que merece la gracia que Dios ha puesto en vuestro amable corazón. Como solo Dios quien, en la inclinación natural que los hombres sienten de elevarse, haya podido daros la visión y los movimientos que habéis sentido de hacer lo contrario, él os dará también la fuerza de llevarlas a la práctica y cumplir en ello lo que es más agradable: en todo, Señor, seguiréis la regla de la Iglesia, que no permite que uno se favorezca a sí mismo para dignidades eclesiásticas, y en particular a la prelatura; Y vos imitaréis al Hijo de Dios que, siendo sacerdote eterno, no ha venido sin embargo a ejercer este oficio por sí mismo, sino que ha esperado que su Padre le enviase, aunque él fuera esperado durante tanto tiempo, como el deseado de todas las naciones. Vos daréis una gran edificación al siglo presente, en el que por desgracia se encuentran pocas personas que no pasen por encima de esta regla y este ejemplo. Os cabrá el consuelo, Señor, si Dios quiere llamaros a este divino empleo, de tener una vocación segura, porque no habréis llegado por medios humanos. Seréis provisto de especiales gracias de Dios que van unidas a una legítima vocación y que os llevarán a dar frutos de una vida apostólica, digna de la bienaventurada eternidad, así como la experiencia nos lo hace ver en los prelados que no han dado ningún paso para llegar a obispos, a quienes Dios bendice claramente en sus personas, y en sus conductas. Por último, Señor, vos no tendréis que arrepentiros a la hora de la muerte de haberos cargado vos mismo con el peso de una diócesis, que entonces parece insoportable. Ciertamente yo no puedo escribir esto sino con acción de gracias a Dios , por haberos alejado de la búsqueda peligrosa de un peso semejante, y dado la disposición de no seguir adelante: es una gracia que no se puede apreciar lo suficiente ni querer.»

He aquí otro ejemplo parecido. Un religioso, muy célebre en su orden por su regularidad, fuera por su elocuencias, le escribió un día para expresarle sus trabajos, la austeridad de su regla, la disminución de sus fuerzas y el miedo de no poder continuar ya por más tiempo sus servicios s Dios y a la Iglesia. «Pero, añadió, si la corte me hiciese sufragáneo del arzobispado de Reims, dispensado, como obispo, del ayuno y de las demás austeridades religiosas, yo podría predicar mucho tiempo todavía con vigor y fruto. Os suplico, como amigo mío, que me digáis qué pensáis sobre ello y, si me es favorable, que me ayudéis a obtener el nombramiento del rey, ante quien estoy seguro de apoyarme en personas que tienen en la corte crédito y autoridad.»La sonrisa que brota a la lectura de esta carta es una respuesta suficiente a las ilusiones de este buen religioso. Veamos la que le dio Vicente. le testimonió primeramente, como era su costumbre, toda clase de estima y de afecto para su persona y su orden, le felicitó por sus talentos y sus virtudes; y añadió: «No dudo en absoluto que Vuestra Reverencia hiciera maravillas en la prelatura, si fuera llamada allí por Dios; pero habiendo manifestado que os quería en el cargo en que os halláis, por el buen éxito que él ha dado a vuestros trabajos y a vuestros comportamientos, no parece que os quiera sacar de ahí; puesto que si la Providencia os llamara al episcopado, ella no se dirigiría a vos para lograr encontrarlo; ella se lo inspiraría más bien a aquellos en los que reside el poder de nombrar para los cargos y dignidades eclesiásticos elegiros para ése sin que vos deis ningún paso, y entonces vuestra vocación sería pura y segura. Pero presentaros vos mismo parece que habría en ello algo que explicar, y que vos no tendríais motivo de esperar las bendiciones de Dios en semejante cambio, que no puede ser ni deseado ni perseguido por un alma verdaderamente humilde como la vuestra. Y además, mi Reverendo Padre, que daño causarías vos a vuestra santa orden al privarla de una de sus principales columnas, que la sostiene y acredita con su doctrina y sus ejemplos! . Si vos abrierais esta puerta, vos daríais pie a otros para salirse después de vos, o por lo menos a hastiarse de los ejercicios de la penitencia: no les faltaría pretexto para suavizarlos y disminuirlos con perjuicio de la regla: pues la naturaleza se cansa de las austeridades; y si se la consulta, dirá que es demasiado, que hay que cuidarse para vivir mucho tiempo y para servir más a Dios; en lugar de lo que dijo Nuestro Señor: ‘Quien ama a su alma la perderá, y quien la odia la salvará’. Sabéis mejor que yo todo lo que se puede decir sobre esto, y yo no pretendería expresaros mi pensamiento, si vos no me lo hubierais ordenado. Pero tal vez no os dais cuenta de la corona que os espera. Oh Dios, qué hermosa será! Vos habéis realizado ya tantas cosas, mi Reverendo Padre, para alcanzarla felizmente; y tal vez no os queden ya más que pocas cosas que hacer; se necesita la perseverancia por el camino estrecho en que habéis entrado, el que conduce a la vida. Habéis vencido ya las mayores dificultades; debéis pues tomar aliento y esperar que Dios os dé la gracia de vencer las menores. . si me creéis, cesaréis por algún tiempo los trabajos de la predicación, con el fin de restablecer vuestra salud. Todavía tenéis que rendir muchos servicios a Dios y a vuestra religión, que es una de las más santas y edificantes que existan en la Iglesia de Jesucristo.»

Junto a los laicos mismos, los consejos tan sabiamente cristianos triunfaban a veces sobre la ambición y la codicia. El secretario de Estado Chavigny, habiendo perdido a su segundo hijo, provisto de una buena abadía, la familia trató de que recayera sobre el tercero, de edad de cinco o seis años tan sólo. Dios dio a Vicente la fuerza de resistir a toda solicitación. Edificado por semejante conducta y con mejores sentimientos, Chavigny mismo fue a verle y le dijo: «Yo no os odio por vuestra resistencia; al contrario, si hubierais consentido en los deseos de mi mujer, me habríais escandalizado, yo os habría despreciado y habría rechazado la patente de nombramiento.»16

Una vez, habiendo advertido que un señor, primero amigo suyo, no le demostraba más que aversión, fue a verle: «Señor, le dijo con un rostro sereno, soy lo bastante miserable por haberos dado algún descontento, sin tener ningún motivo; y, no sabiendo en qué, vengo a suplicaros humildemente que me lo digáis, para reparar mi culpa.» Ante tanta franqueza y humildad, el señor no se atrevió a quejarse y volvió a la primera amistad.

Así hizo el santo con un religioso que le guardaba inquina. Se revestía para decir la misa, cuando le vino a la mente la palabra del Evangelio (Mat., V, 23): «Si, al ofrecer vuestro don en el altar, os acordáis de que vuestro hermano tiene algo contra vosotros, dejad vuestro presente, id primero a reconciliaros con él.» De pronto se quita los ornamentos sagrados, va donde el religioso, se deshace en excusas, en profesiones de estima por su persona y por su orden, y regresa al altar a ofrecer el sacrificio de reconciliación y de amor.

Si no lo conseguía la primera vez, su ingeniosa caridad acababa siempre por encontrar algún medio de desarmar el odio. Arrojándose a los pies de un superior de comunidad religiosa para pedirle perdón de una ofensa quimérica, se vio rechazado con desprecio e injurias, y se había retirado contento de haber sido maltratado por amor a la justicia. A los pocos días de aquello, faltando algunos ornamentos en San Lázaro, fue a este mismo superior, como a su mejor amigo, a quien acudió a pedírselos. Ante tal petición, el superior confuso y sorprendido, exclama: «Por este golpe reconozco al hombre de Dios!» Los ornamentos parten, él los sigue, y pronto él y el santo sacerdote están a los pies y en los brazos el uno del otro.

Vicente de Paúl no encontraba siempre almas tan accesibles a los sentimientos cristianos. Rara vez, en particular, veía aceptar sus invitaciones de renunciar a la ambición de las dignidades eclesiásticas. Entonces, si podía, guardaba el silencio y no llevaba los solicitudes al consejo. Así fue como un joven habiendo tomado la tonsura y el hábito eclesiástico únicamente para suceder a uno de sus parientes en una rica abadía, se negó durante dos años a hablar a la reina sobre el caso. El joven acabó por darle la razón, pues entró en el mundo y confesó que no había tenido otra vocación para la Iglesia que el deseo de cobrar las rentas17.

No siempre tenía la suerte de tratar con tan buen mercado, particularmente con las grandes damas. Una de ellas , habiendo pedido obtener del rey un beneficio para uno de su hijos: «Excúseme, Señora, le respondió, si no entro en este asunto.» Extrañada primeramente al ser acogida menos favorablemente por un pobre sacerdotes que de los mayores señores, luego llevada del orgullo y de la pasión: «Verdaderamente, Señor, le dijo, se puede una prescindir de vos, ya me las arreglaré para llegar por otros caminos. Os hacía demasiados honores al dirigirme a vos, y está claro que todavía no sabéis de qué manera hay que tratar a las mujeres de mi calidad.» Vicente no respondió más que con un silencio del que ni siquiera las injurias pudieron sacarle. En caso semejante añadía algo, eran estas simples palabras: «Señora, nuestras reglas y mi conciencia no me permiten obedeceros en eso; por eso os suplico muy humildemente que me excuséis.» O bien era un argumento personal que él oponía al solicitante, como aquel de una corte soberana quien, habiéndose encontrado en la calle con él, quiso mezclarle en sus intereses: a la amistad fingida y a la cólera, a las caricias y a las injurias, se contentó con responder: «Señor, vos tratáis como yo creo de desempeñar dignamente vuestro cargo, y yo debo hacerlo con el mío.» A veces él asustaba y hacía huir a los importunos con un acto inesperado de profunda humildad. Maltratado públicamente a la puerta de San Lázaro por un señor a cuyo hijo se negaba a recomendar: «Vos tenéis razón, Señor, le dijo, echándose a sus pies, yo soy un miserable y un pecador.» Y el señor sin más se metió en su carroza. Pero no pudo librase tan fácilmente del humilde sacerdote, que se levantó rápidamente, corrió tras él y no paró hasta hacerle una profunda reverencia.

Cuando no era por la humildad era por la caridad como se vengaba. La reina acababa de castigar con el exilio a un señor que la había ultrajado: «No, Señora, eso no será cierto, exclamó al punto el santo sacerdote; y yo no pondré los pies en el consejo mientras este señor no disfrute vuestros favores18

Su apuro era mayor cuando llegaban a él de parte de la reina. Un joven de calidad había pedido a ésta una abadía; la consiguió con la condición de que Vicente no se opusiera a ello. Vino pues a San Lázaro con su instructor. Se comenzó por las finezas de costumbre, por los agradecimientos anticipados de toda la familia, por un largo despliegue de las cualidades presentes y futuras del pretendiente, todo lo que probaba más el deseo del beneficio que el mérito requerido. A este cuadro, Vicente, informado de antemano, opuso modestamente un cuadro de colores totalmente contrarios, y concluyó con una negativa que expresó en sus términos acostumbrados: «Os ruego pues, Señor, que no llevéis a mal que yo no consienta en una cosa de la que Dios me pedirá cuenta.» A estas palabras, el mentor se levanta furioso y se va hacia el santo con el puño cerrado y vomitando una injuria tras otra; después, viendo que no le podía siquiera hacer perder su tranquilidad, salió, pero acompañado de Vicente quien, con toda educación recondujo al maestro y al discípulo hasta su carroza19.

¿Qué hacer, cuando Mazarino, ya todopoderoso, y no aconsejándose más que de su política, nombraba por sí solo a las prelaturas, y no proponía ya más que ratificación del hecho consumado?

Una vez, hallándose la corte fuera de París, escribió a Vicente: «Señor, estas líneas son para deciros el señor N. habiendo despachado aquí para pedir a la reina para su señor hijo el obispado de N. que está vacante hace unos días, ella se lo ha concedido con tanta mejor gana dadas las cualidades requeridas que posee para que se le otorgue, que Su Majestad se ha complacido en encontrar una ocasión tan favorable de agradecer en la persona del hijo los servicios del padre y el celo que manifiesta por el bien del Estado. La reina me ha prometido escribiros en persona, y yo lo he querido hacer adelantándome, con el fin de que os toméis el trabajo de verle y de deis las instrucciones y las luces que juzguéis que le son necesarias para desempeñar esta función…»

Pues bien, Vicente conocía la indignidad del sujeto. Sin duda, ni delante de Dios ni delante de los hombres, no era responsable de un nombramiento en el que no había participado de ninguna forma, y podía, sin comprometer más su conciencia, seguir pasivamente las instrucciones de Mazarino. Pero y el honor y el bien de la Iglesia, y las necesidades de una gran diócesis abandonada por mucho tiempo por los obispos anteriores, y que iba a caer en manos tan incapaces! Con el dolor en el alma, el hombre de Dios volvía los ojos hacia todas partes. Todo camino de recurso le estaba cerrado por parte de la regente quien, urgida por Mazarino, y con el fin de que no se pudiera volver sobre el asunto, había hecho expedir al punto la patente de nombramiento. Conseguir una renuncia de los propios interesados, tal era el único recurso que quedaba, pero ¡cuán quimérico! El santo quiso probar a pesar de todo. Se fue pues a ver al padre del obispo nombrado, un antiguo amigo y, oponiendo con franqueza delante de él las virtudes requeridas para el episcopado a la penuria en que se hallaba su hijo, concluyó de estas premisas: «Estáis obligado a devolver a la corte la patente que habéis recibido, si no queréis exponeros, con vuestro hijo y tal vez toda vuestra familia, a la indignación de Dios.»

El padre había escuchado con toda la atención que le pedía su propia piedad y la estima que tenía del santo hombre, pero estas últimas palabras le cayeron como un rayo. Aterrado, pidió gracia por unos días y prometió reflexionar. Cuando el santo regresó a su casa, fue recibido con estas palabras: «Oh Señor, Señor Vicente, qué malas noches me habéis hecho pasar!» Pero el estado de su casa y de sus asuntos, su edad avanzada, el número de sus hijos, la necesidad que tenía de mirar por ellos antes de morir; ay, tantas razones humanas que le habían asustado tanto. Además, ¿no podía su hijo tomar consigo a virtuosos y sabios eclesiásticos que le ayudarían a realizar su cargo? En una palabra, era imposible perder una ocasión semejante de colocarle.

Vicente no tenía ya más que dejar actuar a la Providencia y Ella actuó terriblemente: poco tiempo después de su consagración, moría el novel, dejando al padre el dolor de su pérdida que añadir al remordimiento de haber favorecido a su elevación contra las reglas de la Iglesia. Un último rasgo, el más impresionante de todos, muy bien contado por Maury en una nota de su panegírico de san Vicente de Paúl, según unos papeles, hoy perdidos, de los archivos de San Lázaro.

La sede episcopal de Poitiers estaba vacante. La duquesa de N…, dama del palacio de la reina, deseó obtenerle para su hijo. Persuadida con razón de que Vicente no estaría conforme con ella, se lo pidió directamente a la regente, diciéndole que la renta era muy poco considerable, pero que era un establecimiento de conveniencia para su familia, cuyas principales tierras estaban Poitou. Ana de Austria se lo prometió, y la encargó que advirtiese de su parte a Vicente que ella le esperaría al día siguiente, a la hora ordinaria para firmar el nombramiento.

La duquesa se dirigió a San Lázaro y, para evitar toda explicación, fingió tener mucha prisa y significó la orden de la reina de la forma más lacónica y más absoluta. Inútilmente trató Vicente de Paúl trató de retenerla, y la suplicó que le concediera unos momentos de charla sobre el asunto de su visita. Ella no quiso escuchar nada, repitiendo que no podía añadir nada a las órdenes de Su Majestad. Al día siguiente, Vicente se presentó en la corte, con un rollo de papel en la mano: «Ah, le dijo la reina, es el nombramiento al obispado de Poitiers lo que me traéis para firmar?» Y ella tomó el papel; estaba en blanco. «Cómo! replicó la regente extrañada, ¿no habéis redactado el nombramiento? –Perdonadme, Señora, respondió modestamente el santo; su Vuestra Majestad está determinada a esta elección, yo la suplico que escriba ella misma su voluntad, a la que yo no puedo, en conciencia, quitarle ninguna parte. –Cómo lo siento, Señor Vicente, no haberos hablado antes de tomar la primera decisión. Pero dicen que el sujeto es edificante, aunque limitado, y suficiente para la plaza; el nombre me ha decidido; he tomado la petición por la palabra, por miedo a que la familia se volviera atrás y no quisiera ya contentarse con una renta tan baja; también esperaba veros tan contento como yo misma por haberlo hecho tan barato.»

Ante estas palabras que no anunciaban una resolución irrevocable, Vicente respiró, ya que se podía felicitar porque aclarando la religión de la reina, él llegaría a salvar el honor del episcopado. Respondió pues con respeto, moderación y deferencia: «Es cierto, Señora, que, humanamente hablando, una petición semejante debería parecer modesta a Vuestra Majestad y que, cuando el Sr. abate tenga una conducta digna de su nacimiento y de su estado podrá pretender a las primeras sedes del reino; pero, desgraciadamente, no parece haber llegado todavía allí.» Después de superar así el obstáculo que su caridad hacía a su religión, él prosiguió: «Ayer quise someter algunas observaciones respetuosas a la señora duquesa de N…, con la esperanza de obtener de su piedad el desistimiento de una solicitud tan peligrosa para su alma; pero por no haberle podido hacer escuchar la verdad, es un deber sagrado para mí decirla, con mucho pesar, pero sin tapujos, a Vuestra Majestad misma, con el doble interés de su salvación y de su gloria.

–Veo claramente que me ha sorprendido, dijo dolorosamente la reina; pero he dado mi palabra, y no sois vos quien me aconsejaríais faltar a ella.

–Señora, según todas las reglas de la moral, la reserva de la revocación, es no sólo derecho, sino de deber contra toda promesa arrancada sobre un falso informe, y más todavía cuando no se puede cumplirla sin culpa.

-Un crimen! Señor, es entonces un crimen lo que yo he prometido?

– No, ciertamente, Señora, Vuestra Majestad, no ha querido ni creído prometer un crimen; ella no loa ha prometido, por consiguiente. Pero cometería realmente un crimen, y un crimen muy grande, si ella sacrificara a toda una diócesis a escrúpulos exagerados, y yo creo en mi alma y conciencia que tal es en este momento la situación en que ahora se encuentra.»

Y, llevado más lejos en su celo, alentado por las disposiciones en que veía a la reina, le desveló valientemente la verdad completa:

-«Este abate, Señora, de quien se os propuesto que hagáis un obispo, se pasa la vida en las tabernas; se le ve sumergido habitualmente en una tal crápula que se le encuentra casi todas las noches borracho perdido, en las esquinas de las calles, no recordando siquiera su nombre; su familia no ignora su conducta; ella quiere con razón alejarlo de París: pero no es precisamente una sede episcopal a

donde hay que asignarlo como retiro.

-Retiro mi palabra, interrumpió la reina asustada, y nombro para el obispado de Poitiers al sujeto que me designéis vos mismo. Pero, de lo tratado, iréis a hacerme la paz con la duquesa de N… y, contándole nuestra conversación, le quitaréis la idea no sólo de quejarse, sino de no hablar nunca de lo sucedido.»

Comisión fastidiosa! Nada importa, no teniendo ya nada que temer más que por él, Vicente se dirigió alegremente al hotel de la duquesa. Dejó en la antecámara al hermano que le acompañaba siempre, y penetró en el salón donde fue recibido con gran alborozo, como el obispado mismo. «¿Vos venís de casa de la reina? le preguntó la duquesa.

-Sí, Señora, acabo de dejar a Su Majestad, y vengo por orden suya a someteros algunas observaciones que no tuve la suerte de poder haceros escuchar ayer.» Y él relató su conferencia con la reina. «Por vuestra salvación eterna, Señora, dijo sin más, no vayáis por un hijo así a imponeros la responsabilidad inseparable de la petición de un obispado. Aprovechaos más bien de esta circunstancia para hacerle entrar en el deber. –Perdonad, Señora, que os hable con esta libertad. La reina se siente afligida por el dolor que ella os causa; pero vos no querríais que, por contentaros, ella sacrificara su alma. Cuenta con vuestra religión; no duda de que, reflexionándolo, vos le estéis agradecida en unos días, como vos lo haréis por toda una eternidad, por haberos retirado su palabra.»

A estas palabras, la duquesa, quien, desde hacía rato no se podía contener más, se levanta y abruma a Vicente con sus ultrajes y su furor. Y, no sintiéndose bastante vengada, agarra un taburete y se lo arroja a la cabeza, y le produce en la frente una herida de la que brota la sangre en abundancia. Vicente, inmóvil mientras rugía la tormenta, rueda casi por los suelos a causa del golpe. Se retira sin quejarse, cubriéndose con su pañuelo la cara ensangrentada. Por el ruido que había oído y esta vista, el hermano lo adivinó todo. Fuera de sí de indignación, exclamó que no se trataría impunemente así a su padre, a un sacerdote, a un ministro del rey, y se lanzó hacia el apartamento. Vicente se le puso delante: «Usted no tiene nada que ver en esto, hermano; por aquí, vámonos.» Y se lo llevó. «¿No es algo admirable, añadió sonriendo, ver hasta dónde llega la ternura de una madre por su hijo!» Y ésa fue toda su venganza- Quedaba poner a cubierto su humildad. Una vez en la carroza, hizo prometer al hermano el secreto más absoluto, sobre la causa de la herida que no se podía ocultar, y dejó creer en San Lázaro que provenía de una caída. A este precio se mereció Vicente de Paúl el testimonio que le tributó Fléchier cuarenta y cinco años después de su muerte: «A él debe el clero de Francia su esplendor y su gloria»; y el testimonio más honroso todavía del papa Clemente XII, en la bula de canonización: «Cuando unos nobles le recomendaban sus hijos, y le pedían con súplicas o con amenazas, desdeñó sus ofrecimientos como pisoteó sus amenazas. Nunca esta alma justa y robusta quiso, con detrimento de la herencia de Cristo y a expensas de la cruz, hacerse amigos poderosos, o conjurar por miedo los males con que le amenazaban sus enemigos.»

V. Servicios hechos al episcopado.

Estos obispos a cuya promoción había contribuido Vicente, estas abadías que él había provisto dignamente, él continuaba prestando toda clase de servicios.

Independientemente de su amor general por la Iglesia, su respeto afectuoso por el episcopado constituían para él un deber de poner a su disposición su persona, a sus sacerdotes y su crédito. En ellos no veía ni a hombres quienes, en su mayor parte, le debían su dignidad, ni los defectos que habrían podido alguna vez velarle su sagrado carácter; él veía tan sólo el poder y la majestad de Dios de quien eran representantes. Cuanta más gratitud y confianza le mostraban, más se rebajaba él delante de ellos. Si iban a verle, se echaba a sus pies, y no les quería hablar más que de rodillas, y había que emplear la violencia para ponerle en pie. Más celoso por los asuntos de ellos que por los suyos propios, seguía sus intereses en la corte, en el parlamento, en todas partes; no se cansaba de recomendarlos a la reina, al cardenal, al canciller, a los magistrados como crédito; nada le detenías cuando ellos le encomendaban, ni la edad ni las enfermedades, ni las estaciones ni los negocios; como el siervo del Evangelio, iba y venía, según le decían que fuera o viniera. Se esforzaba por establecer la paz en sus diócesis, interviniendo entre ellos y su clero, haciendo someterse a los grandes y a los pueblos y a obedecer a su autoridad. Él los felicitaba en sus gozos, los consolaba en sus penas. Con tanto respeto como hábil prudencia, él ejercitaba su celo o lo llevaba a más moderación: «Es verdad, Monseñor, escribía entonces, que yo he deseado vuestra moderación, pero es para que vuestro trabajo dure, y que el exceso en que os halláis continuamente no prive tan pronto a vuestra diócesis y a toda la Iglesia de los bienes incomparables que vosotros les dais. Si este deseo no está conforme al movimiento que os inspira vuestro celo, yo no me sorprendo, porque los sentimientos humanos en los que estoy me alejan demasiado de este estado eminente donde el amor de Dios os eleva. Yo soy todavía todo sensación, y vos estáis por encima de la naturaleza; y yo no tengo menos motivo de confundirme por mis defectos, que dar gracias a Dios, como lo hago, por las santas disposiciones que os da. Os suplico muy humildemente, Monseñor, que le pidáis para mí, no ya parecidos, sino una pequeña porción, o tan sólo las migajas que caen de vuestra mesa.»

Se dedicaba a encontrar dignos sucesores a aquellos a quienes la edad o las debilidades, las fatigas o la responsabilidad del episcopado los llevaban a dimitir de sus funciones. Algunas veces, sin embargo, los comprometía a quedarse en su puesto: «Vos no tenéis más dificultades en vuestro episcopado, Monseñor, de las que tenía san Pablo en el suyo, y con todo él ha aguantado el peso hasta la muerte; y ninguno de los apóstoles se despojó de su episcopado ni abandonó el ejercicio y las fatigas más que para ir a recibir la corona en el cielo. Yo sería un temerario, Monseñor, al proponeros sus ejemplos, si Dios que os ha elevado a su dignidad suprema, no os invitara él mismo a seguirlos, y si la libertad que me tomo no procediera del gran respeto y del incomparable afecto que Nuestro Señor me ha dado para con vuestra sagrada persona.» Otro obispo de sus amigos le había protestado varias veces que no abandonaría nunca a su esposa, es decir a su Iglesia por otra, tan bella y tan rica como pudiera ser; y, en señal de su fidelidad, le había mostrado su anillo pastoral diciendo: «Oblivioni detur dextera mea, si non meminero tui ¡Algún tiempo después, el obispo se dejó seducir por la oferta de un rico y grande arzobispado. Vicente se lo encuentra entonces accidentalmente: «Monseñor, le dijo después de las primeras cortesías y con los ojos fijos en su mano derecha, os ruego que os acordéis de vuestro anillo.» –»Ah, Señor Vicente, respondió riéndose el obispo, me habéis pillado!»

Se ve con qué mezcla de respeto, de destreza, y a veces de gracia, sabías dar a los obispos un consejo. Uno de ellos estaba en proceso con su clero. Vicente no pedía otra cosa que ayudarle, pero él lo habría hecho por vía de arreglo, y el obispo se negaba a prestarse a ello; de suerte que esta impresión entró mucho antes en los espíritus. En cuanto a mí, yo admiro a Nuestro Señor Jesucristo que desaprobó los procesos, y no obstante quiso tener uno y perderlo. No dudo, Monseñor, que si tenéis algunos, no es por otra cosa que la de sostener y defender su causa, y de ahí viene que conservéis una gran paz interior entre todas las contradicciones del exterior, porque vos no miráis más que a Dios, , y no al mundo; buscáis solamente agradar a su divina Majestad, sin cuidaros de lo que digan los hombres; por lo cual doy gracias a la divina bondad, puesto que es una gracia que no se encuentra más que en las almas que le están estrechamente unidas. Pero yo os debo decir también, Monseñor, que esta fastidiosa opinión del consejo podrá perjudicaros en el momento presente, y evitar que se os conceda lo que pedís.»

Se confundía en excusas cuando se veía en la imposibilidad de prestar a los obispos algún buen oficio, y en humildad cuando ellos le consultaban. «Siento gran vergüenza, Monseñor, escribía él en estos encuentros, cada vez que leo la última carta que me habéis hecho el honor de escribirme, e incluso todas las veces que pienso en ella, viendo hasta qué punto se rebaja vuestra ilustrísima ante un pobre porquerizo de nacimiento y un miserable anciano lleno de pecados.» O también: «Ay, Monseñor, ¿qué hacéis, al comunicar tantos asuntos importantes a un pobre ignorante como yo, abominable ante Dios y ante los hombres por los innumerables pecados de mi vida pasada y tantas miserias presentes, que me hacen indigno del honor que vuestra humildad me hace, y que, ciertamente, me obligaría a callarme, si vos no me mandarais hablar?»

Se esforzó en proscribir del episcopado todo cuanto podía perturbar la paz. La diócesis de Saint-Pol-de-Léon, en Bretaña, dio un ejercicio particular a su celo. René de Rieux, que era su obispo, se había visto implicado en el proceso de los que, después de favorecer la evasión de la reina madre María de Médicis, la habían seguido a Bruselas. En efecto, mientras que la reina se escapaba de Compiègne, el obispo se hallaba, con el joven de Vardes, en Capelle, por donde debía pasar. Pero, por orden de Richelieu, el marqués de Vardes padre los había expulsado de allí, y la reina había tenido que, en lugar de detenerse en Capelle, ir directamente a Avesnes, por donde había atravesado la frontera. Comprometido en Francia, el obispo de Léon había permanecido largo tiempo en el extranjero sin consentimiento del rey. Se le hizo un proceso, y fue depuesto, el 31 de mayo de 1635, por cuatro obispos a quienes había nombrado la Santa Sede para examinar este asunto. Tras una larga vacante, Robert Cupif ocupó su lugar en 1639. Al cabo de unos años, en 1645, era repuesto a petición del clero de Francia, reunido en asamblea general en París. Pero Robet Cupif, que había hecho mucho bien en la diócesis de Léon, había sido colocado allí por el concurso de los dos poderes, y además no había sido ni depuesto ni prohibido, creyó y se esforzó en probar que la sentencia que restablecía a su competidor no podía perjudicar sus derechos, y que René de Rieux no debía sacar ventajas más que en caso de sobrevivirle: el consejo de Estado del rey produjo un decreto favorable a sus pretensiones. René de Rieux no se resignó a ello. Sostenido por una buena parte del clero que acababa de hacer cesar por nuevos comisarios del papa la sentencia dictada contra él, empleó todas las armas para reconquistar su sede. Por su parte, Robert Cupif recurrió a medios parecidos de defensa. Las memorias, las contrarréplicas de las dos partes se cruzaron con las Mazarinadas y demás libelos de la Fronda. Era un escándalo religioso en medio de las turbulencias políticas. Vicente lo lamentaba, lo llevaba sin cesar al consejo. Por fin lo consiguió. Se propuso a Robert Cupif para el obispado de Dôle, que aceptó, y René de Rieux entró en pacífica posesión de su diócesis.

El mismo año (1648) que Vicente ponía fin a este escándalo, se preparaba para otro. Después de la toma de La Rochelle, se pensaba transferir allí la sede episcopal de Maillezais. Era el medio de volver la fe y la piedad católica a esta ciudad durante tanto tiempo asolada por la herejía. Luis XII murió antes de realizar este proyecto, cuya ejecución estaba reservada a la regencia de Ana de Austria y a los consejos de Vicente. Se procedió con prudencia en esta asunto tan delicado. Enrique de Béthune, obispo de Maillezais, fue primero nombrado al arzobispado de Burdeos, y allí fue reemplazado por Jacques Raoul, obispo de Saintes, de quien dependía entonces La Rochelle. Era un encaminamiento. En efecto, al cabo de quince meses, Jacques Raoul fue trasferido a La Rochelle, donde realizó todas las esperanzas que Vicente de Paúl había concebido de su capacidad y de su virtud. Quedaba por enfrentarse a las contestaciones que habrían podido nacer entre los obispos de La Rochelle y los de Saintes, cuya diócesis quedaba desmembrada por el establecimiento de este nuevo obispado. Vicente buscó pues para Saintes a un obispo amigo de la paz y de la justicia, que creyó encontrar en Louis de Bassompierre. Efectivamente, los dos obispos entraron en contacto en Maillezais y, por una transacción homologada en el parlamento, ahogaron en germen toda disensión.

De todos los obispos, aquellos a quienes Vicente, tan celoso con el error, era el más dispuesto a prestar servicio, eran aquellos cuyo ministerio debía realizarse en medio de la herejía. Se oponía a volver a los límites que les habían señalado los edictos. Se enteraba de que querían reunirse y tener sus prédicas en los lugares prohibidos, recurría enseguida al rey, al canciller y los rechazaba hasta sus ciudades de tolerancia…

Con mayor razón les cerraba la entrada de las funciones públicas que querían invadir. Para dar al partido crédito y autoridad en varias ciudades del reino, un buen número de ellos, ricos y poderosos, compraban allí cargos muy por encima de su valor y, a fuerza de dinero también, luego de súplicas y de intrigas, tomaban posesión contra todas las disposiciones de la ley. Informado por los obispos, Vicente llevaba enseguida sus reclamaciones al pie del trono y, juntando a su autoridad la de las ordenanzas, de los últimos ruegos de Luis XIII, obtenía de la regente negativa de conformidad, y mandaba escribir de parte del rey a los intendentes de las provincias que debieran contener a los religionarios en los límites de las leyes.

En cuanto dependía de él, les cerraba también las familias católicas, donde buscaban introducirse por matrimonios obtenidos por medios de conversiones fingidas; y siempre que la justicia se lo permitía, no descuidaba nada para hacerles fracasar en sus procesos y sus diferendos con los católicos.

¿Qué no hizo para detener el desorden de los llamamientos como de abusos que, introducidos primitivamente para mantener en su vigor la observancia de la disciplina eclesiástica y la pureza de los santos cánones, no servían ya más que para favorecer la intriga y la corrupción de los malos sacerdotes y la intromisión de la autoridad civil en las causas totalmente espirituales? Condenados justamente por los obispos, los sacerdotes culpables lograban con demasiada frecuencia hacer anular su sentencia mediante las cortes seculares y detener contra ellos todo procedimiento. Más aún, los roles se invertían a veces y, de acusadores legítimos los obispos se veían, a petición de eclesiásticos escandalosos, acusados a su vez y condenados por los parlamentos.

Vicente conversaba sobre estos desórdenes con los magistrados católicos, señaladamente con Mathieu Molé, procurador general, luego primer presidente del Parlamento de París. «Es verdad, le respondía Molé, que cuando los obispos o los oficiales faltan a las formalidades que des son prescritas por la administración de la justicia eclesiástica, la corte es exacta en corregir sus abusos; pero cuando ellos las observan bien, ella no emprende nada contra su proceder. Así sabemos que el Sr. oficial de París es hábil en su cargo, y que no hay nada que contestar en sus juicios. Por eso cuando nos traen llamamientos como de abusos de las sentencias por él dictadas, no recibimos ninguno; y nosotros usaríamos igualmente con todos los demás si se comportaran del mismo modo.» Vicente trasmitía esta respuesta a los obispos que se quejaban a él, y les expresaba que, para el golpe que estas clases de llamadas producían a la disciplina había que establecer un buen orden en sus cortes eclesiásticas, y no situar en ellas más que a oficiales virtuosos, sabios en uno y otro derecho, igualmente inflexibles y experimentados en la administración de la justicia, y atentos con escrupulosidad a la observancia de las formalidades en uso del reino.

Pero, con Vicente de Paúl la justicia no causaba nunca ningún daño a la misericordia. Así quería que se emplearan las censuras con exactitud. Luis Abelly, su futuro historiador, entonces oficial de Bayona, le consultó, por parte de Francisco Fouquet, obispo de esta ciudad antes de ser arzobispo de Narbona, sobre la conducta que se debía observar a propósito de los religiosos infieles a su voto de pobreza. ¿Había que limitarles todos los poderes, prohibirles el derecho de cuestación, imponerles incluso excomunión en caso de contumacia?

«Ay, Señor, le respondió Vicente, confundís al hijo de un pobre labrador, que ha cuidado las ovejas y los puercos, que sigue en la ignorancia y en el vicio al pedirle sus consejos! Os obedeceré no obstante con el sentimiento de ese pobre asno que en otro tiempo habló por la obediencia que debía a quien le mandaba, a condición que, como no se hace caso de lo que dicen los locos, por lo que ellos le dicen , que también Monseñor, no tendréis ninguna atención a lo que yo diga, sino en cuanto que mi dicho Señor lo encuentre relacionado con sus mejores consejos y con los vuestros.»

Después de este comienzo ordinario, abre el suyo: «En general, dijo, hay que tratar con los religiosos relajados como Jesucristo trató con los pecadores de su tiempo. Un obispo y un sacerdote, obligados como tales a se más perfectos que un religioso, considerado puramente como religioso, deben, durante un tiempo considerable, no obrar más que por el camino del buen ejemplo, y acordarse de que el Hijo de Dios no siguió otro durante treinta años. Es necesario, después de esto, hablar primero con caridad y mansedumbre, después con fuerza y firmeza, sin no obstante emplear todavía ni de entredicho ni de suspensión, ni de excomunión, censuras terribles que el Salvador no empleó nunca..

Creo, Señor, que lo que os digo os parecerá rudo; pero ¿qué queréis? Yo tengo tan grandes sentimientos de las verdades que Nuestro Señor nos ha enseñado de palabra y con el ejemplo, que no puedo menos de ver que todo lo que se hace según eso resulta perfectamente bien, y las prácticas contrarias, todo lo contrario. –Sí, pero ellos despreciarán a un prelado que las use de esa manera. –Es cierto, y es preciso para honrar la vida del Hijo de Dios en todos sus estados por nuestras personas, como lo hacemos por nuestras condiciones, Pero es cierto también que después de sufrir por algún tiempo, y tanto como Nuestro Señor disponga y con Nuestro Señor, hace que hagamos más bien en tres años de vida de lo que haríamos en treinta. Pero ¿qué digo? Seguro, no creo que se pueda hacer de otra manera. Se harán muchos reglamentos, se usará de las censuras, se privará de confesar, de predicar, de pedir; pero con todo ello no habrá enmienda nunca, y nunca se extenderá el imperio de Jesucristo ni se conservará en las almas con ello. Dios armó en otro tiempo el cielo y la tierra contra el hombre; ay, ¿qué pasó? Bueno, ¿no ha tenido finalmente que rebajarse y humillarse ante el hombre para hacerle aceptar el yugo dulce de su imperio y de su conducta? Y lo que un Dios no ha podido hacer con su omnipotencia, ¿cómo lo hará un prelado con la suya? Según eso, estimo que Monseñor tiene razón de no fulminar excomunión contra estos religiosos propietarios, ni siquiera impedir tan pronto a los que él ha examinado y aprobado una vez para ir a predicar el Adviento y la Cuaresma en parroquias del campo donde no existe estación designada. Qu si alguno abusa del ministerio vuestra sabia conducta sabrá darle buen remedio20

VI. Servicios prestados a las órdenes religiosas.

Se ve la caritativa indulgencia del santo por las órdenes religiosas; pero esta indulgencia no degeneró nunca en debilidad, como lo va a probar la parte que él tomó en todas las reformas.

Muy temprano comenzó a hacer bien a los religiosos. En 1621, Francisco de Maïda, superior general de los Mínimos, más tarde obispo de Lavello, le otorgó cartas de asociación portadoras en sustancia que en consideración de su insigne piedad y de los servicios que ha hecho a los hijos de san Francisco de Paula, le hace partícipe de las oraciones, de los sacrificios, de los ayunos, de las indulgencias y de todas las buenas obras que se hacen y se harán perpetuamente en toda la extensión de su orden; y eso, para unir cada vez más, por la comunión de las mismas gracias a los que la divina caridad ha unido ya estrechamente.

Hemos visto cómo ayudó al comendador Sillery en la reforma de las casas y de las tierras de la orden de Malta, con sus consejos, sus Misiones y un proyecto de seminario. Los caballeros de Malta le testimoniaron su gratitud. El 7 de setiembre de 1637, el gran Maestre Paul Lascaris, salido de los cuentos de Vintimille y de los emperadores de Constantinopla, le escribió: «Señor, me han comunicado que el venerable bailli de Sillery os había elegido para ayudarle a hacer la vista de las iglesias y parroquias que dependen del gran priorato; en lo que ya habéis comenzado a emplear útilmente vuestros cuidados y vuestras fatigas; lo que me invita a daros por estas líneas mis más afectuosos agradecimientos y a pediros vuestra continuación, ya que ella no tiene otro objeto que el de adelantar la gloria de Dios, y el honor y la reputación de esta orden. Suplico de todo corazón a la de Dios que quiera recompensar vuestro celo y vuestra caridad con sus gracias y sus bendiciones,»

Pero fue principalmente en el tiempo de de su crédito en el consejo de conciencia cuando se mostró el protector de las órdenes religiosas. De todas las comunidades de Francia, ninguna, ha dicho su primer historiador, a la que no haya prestado servicios bien generales bien particulares. En la colección de las cartas dirigidas al papa Clemente XI con vistas a su canonización, hay muchas de superiores de órdenes, de abades, de comunidades, etc., las cuales todas dan testimonio del concurso que prestó al cardenal de la Rochefoucault para las reformas de las que había sido encargado por la Santa Sede. El cardenal le llamaba su brazo derecho y cuando hablaba de él y de Dom Grégoire Tarrisse, decía: Mis dos santos. Él le conjuraba en nombre de dios y de la Iglesia a moderar sus mortificaciones, y tenía costumbre de repetir: «Si se quiere encontrar la verdadera humildad, hay que buscarla en el Sr. Vicente.»

Se entiende pues que el cardenal le haya forzado a quedarse en el consejo de conciencia, donde podía serle a él mismo de una gran ayuda. También, Juan de Montenas, cura de Santa Genoveva, y los canónigos regulares de su Congregación; Henri de La Marche, sacerdote de Grandmont; Arnould Simon y Jean Charton, sacerdotes de Bonfay y de Rangeval, de la orden Premonstratense, reconocían en sus cartas del 18 de mayo, 24 de junio y 29 de setiembre de 1706, que sus órdenes le deben, entre otros servicios, el restablecimiento de la disciplina. «Mientras que, dicen los sacerdotes Premonstratenses, el hombre enemigo oponía numerosos y graves obstáculos a la reforma de la orden prescrita por las cartas de los soberanos pontífices, siguiendo los decretos del concilio de Trento, y a su difusión en los monasterios de Francia, el venerable siervo de Dios, con sus consejos, con sus cuidados, con el crédito que le acompañaba ante los reyes cristianísimos de su tiempo, se mostró un ayuda y un defensor tan poderoso que a él debe referirse la ejecución de las cartas pontificias.» En efecto, algunas de estas reformas fueron tan denostadas que a juzgar por las reclamaciones y los movimientos de sus adversarios, se habría creído que se trataba de revoluciones encaminadas a la caída de la Iglesia y del Estado. los grandes, los príncipes, cantidad de personas de autoridad y de nacimiento, lo ponían todo en juego con el fin de oponerse como se de un atentado criminal se tratara; y el humilde Vicente tenía que combatir, aparte de las malas pasiones, a todos los poderes del siglo. «Es muy necesario, le escribía en cierta ocasión un santo sacerdote, que Dios os dé una fuerza extraordinaria para una obra tan grande, a vos, digo, que defendéis la causa de dios frente al poder del mundo. No podemos sino rogar a Dios y someternos a su Providencia y a vuestro celo, Señor, que sois nuestro único refugio en la tierra y el único apoyo de nuestra orden desolada.»

Los obispos, en cuyas diócesis se encontraban abadías reformadas, enviaron de Vicente al soberano pontífice Clemente XI un testimonio parecido. Así, Henri de Briqueville de la Lucerne, obispo de Cahors (10 de marzo de 1706), repitió en primer lugar que Alain de Solminihac, uno de sus predecesores más santos, no hizo nunca nada importante sin consultarle, que acudiera a él para la elección de un digno coadjutor; luego añadió que fue Vicente también quien le ayudó a restablecer la antigua disciplina en los monasterios de la diócesis de Cahors, y quien le sostuvo en Roma y en Francia en la reforma de la orden de los canónigos regulares de Chancellade, de la que era abad y primer superior21.

Vicente apoyó asimismo las reformas de las órdenes de San Antonio y de San Bernardo, y según información de Dom Simón Rougis (11 de abril de 1706), ayudó a su amigo Dom Grégoire Tarrisse a reformar la orden de San Benito y la Congregación de Saint-Maur.

Fue sobre todo el consejo y la guía de Charles Frémont, el reformador de Grandmont. En 1640, Frémont, llegado a París para sus estudios teológicos, había ido a ver a Vicente de Paúl para consultarle sobre estos proyectos de reforma. El santo le introdujo en su habitación, le hizo sentarse y le escuchó. Pero no bien había escuchado sus primeras palabras, cuando se puso de rodillas y le dijo: «Qué, a un hijo de labrador, a un pastor de cerdos venís a pedir consejo!» Sorprendido y confuso, Frémont quiso ponerse de rodillas también delante de este anciano; pero Vicente no se los permitió, y siguió prosternado hasta recibir su bendición. –Por lo demás, es lo que hacía con todos los religiosos. A fuerza de humildad y de perseverancia, les arrancaba siempre su bendición. «He advertido, decía él, que todo me sale bien los días que algunos de estos siervos de Dios ha consentido en bendecirme.»

Después de recibir los consejos de Vicente, Frémont pidió que se le entregara una casa de su orden para restablecer en ella la antigua observancia. El cardenal de Richelieu que vivía aún apoyó su reclamación y, tras varias negativas, Frémont obtuvo el priorato de Époisses, en Borgoña; allí se retiró y fue seguido por algunos religiosos y hombres de todo estado a los que atraía el ejemplo de su vida penitente. Pronto entró en posesión del priorato de Lodève, en Languedoc, y los habitantes de Thiers, en Auvergne, le dieron un monasterio que habían hecho construir en su ciudad en honor de su compatriota san Esteban, fundador de la orden de Grandmont.

Por este tiempo, Vicente de Paúl era jefe del consejo de conciencia. Convocó en San Lázaro una asamblea de todos los superiores de la orden para publicar las bases de la reforma: y como Frémont era siempre el alma y el dinero de este grande empresa, mandó escribir de parte del rey en su favor a Georges de Barri, superior general de Guandmont. Escribió él mismo, el 24 de enero de 1652, enviando la carta del rey:

«Mi reverendísimo Padre, la razón por la que Su Majestad escribe a Vuestra Reverencia, es que así se resolvió en el consejo de los asuntos eclesiásticos, cuando habiendo vacado un priorato de vuestra orden en la diócesis de Lodève, se consideró a uno de vuestros buenos religiosos, llamado el Padre Frémont, para una pensión, de establecer allí la antigua regularidad, como lo ha hecho en alguna otra de vuestras casas , la cual pensión pasaría de él a sus sucesores, en la observancia de esta regla; de lo cual habiendo informado a la reina, Su Majestad manifestó una gran alegría, y nos pidió firmeza en la expedición. Hay lugar a esperar que el buen Dios quiere servirse vos, mi reverendo Padre, para reformar una orden tan santa como la vuestra, que ha sido muy célebre en la Iglesia, y en bendición para este reino, ya que bajo vuestro gobierno comienza a tomar el mismo que despidió en el primer estilo de vida, cuyo restablecimiento desea la gente de bien. El rey quiere contribuir; y tal parece ser el plan de Dios, que os ha dado a este religioso como un instrumento muy idóneo, del que Vuestra Reverencia se puede servir, de lo que sacará mucha utilidad si le place darle su vicariato, para regir las casas de Époisses, de Thiers y de Lodéve con poder de recibir en ellas a novicios y profesos en la dicha antigua observancia, todo bajo vuestra autoridad y santa dirección. No dudo que Vuestra Reverencia responda a las intenciones de Su Majestad en cosa tan razonable, que tiende a la gloria de Dios y al mantenimiento de un cuerpo cuya cabeza sois vos, y en el que influirá Nuestro Señor, por medio de vos y vuestros ministros, su espíritu religioso para reinar allí por los siglos que vendrán, y por este medio hacer recomendables a la posteridad vuestra persona y vuestro celo, además del mérito que Vuestra Reverencia tendrá ante Dios22.»Esta carta tuvo su efecto: la reforma de Frémont se introdujo, no sólo en los tres prioratos de Époisses, de Thiers y de Lodéve, sino en algunas otras casas; trazó él mismo las reglas, y ejerció durante treinta años en Thiers las funciones de superior con tanto celo y perseverancia como dulzura y caridad.

Con eso no se acaba la acción de Vicente en la reforma de las comunidades. Él impidió a la reina confirmar la elección de un religioso que se negaba a introducirla en una abadía principal, y como el elegido estaba apoyado por muchas personas poderosas, rogó al obispo del lugar que viniera a París para apoyar su crédito. «Yo sé, le escribió, que a Su Majestad, que os estima mucho, le parecerá bien, y el Sr. ministro de justicia ha visto bien que yo os suplique, como lo hago muy humildemente, que venga lo antes posible por el amor de Dios. Tal vez depende de este momento la reforma de esta casa y de las de su filiación, y que Nuestro Señor quiere que el mérito de un éxito tan deseable, os sea imputado como a uno de los prelados del reino que más celo tiene por la gloria de su Iglesia.»

Se ganó para la reforma la protección de una princesa, cuyo hijo, muy joven, recientemente provisto de una abadía, se había interpuesto contra los reformadores por uno de los religiosos, que tenía sobre sus hermanos una influencia funesta.

A fuerza de caridad y de prudencia, restableció más de una vez la unión y la paz en las comunidades revueltas por las divisiones. Envió allí a comisarios de parte del rey para informarse del estado de las cosas y oír a las dos partes; rogaba a algunos prelados que asistieran a sus capítulos generales para procurar en ellos la libertad de los consejos y de los sufragios; y, según el informe de unos y de otros, hacía anular o confirmar las elecciones, obtenía del consejo las medidas propias para establecer el orden y la concordia. Él mismo actuaba directamente en estos encuentros por la invitación de los superiores, y más de una vez recibió de Roma cartas de generales de órdenes que le agradecían por su mediación saludable tanto ante el rey como ante sus religiosos, y le proclamaban su ángel tutelar, el ángel de la paz.

Cuál no era su alborozo cuando veía los monasterios volver a la regularidad de sus más hermosos días! Pero qué grande su dolor si la licencia continuaba prevaleciendo en ellos! Por lo menos apartaba a los religiosos que le consultaban de entrar en las abadías desregladas. «Yo no querría aconsejar a nadie, respondió a uno de ellos, entrar en la orden pretendida de N., a un religioso doctor y profesor de teología, y gran predicador, como vos lo sois, porque es un desorden y no una orden, un cuerpo que no tiene consistencia ni verdadera dirección, y en el que los miembros viven sin ninguna dependencia ni relación. Me encontré un día al Sr. ministro de justicia en su biblioteca, que estaba buscando el origen y progreso de esta orden en Francia, y que no encontraba ningún vestigio. En una palabra, no es más que una quimera de religión, que sirve de retiro a los religiosos libertinos y díscolos, que para sacudirse el yugo de la obediencia, se enrolan en esta religión imaginaria y viven en el desorden. Por eso yo estimo que tales personas no gozan de seguridad de conciencia, y pido a Nuestro Señor que os preserve de semejante ligereza.»

Así, no era sólo a las comunidades, también a los particulares, a quienes le gustaba a Vicente prestar sus buenos oficios. Todos le consultaban, fuera que quisiesen entrar en una religión, o bien salirse de ella para pasar a otra. Pocas veces, a no ser por el desorden en una comunidad, permitía el cambio. Por la carta siguiente se puede juzgar de las demás y también de las humildes y caritativas precauciones con ayuda de las cuales hacía pasar los reproches o los consejos severos: «He visto vuestra carta, reverendo Padre, con respeto, y de verdad con confusión, porque os dirigís al más sensual y al menos espiritual de los hombres, y reconocido como tal por todo el mundo. no dejaré sin embargo de deciros mis pequeños pensamientos sobre lo que me proponéis, no a manera de consejo sino por la pura condescendencia que Nuestro Señor quiere que prestemos a nuestro prójimo. Me ha consolado ver los atractivos que sentís por las unión perfecta con Nuestro Señor; Vuestra fiel correspondencia con ello y las caricias que su divina bondad os ha regalado a menudo; las grandes dificultades y contradicciones que habéis encontrado en los diversos estados por los que habéis pasado, y por último el singular amor que sentís por esta gran maestra de la vida espiritual, santa Teresa.

«Pues bien, siendo todo eso verdad, pienso no obstante, mi reverendo Padre, que hay más seguridad para vos si continuáis en la vida común de vuestra santa orden y os sometéis por entero a la dirección de vuestro superior, que pasar a otra, aunque santa, 1º porque es una máxima que el religioso debe aspirar a animarse con el espíritu de su orden, pues de otra manera no tendría más que el hábito; y como vuestra santa orden es reconocida como la de las más perfectas de la Iglesia, tenéis una mayor obligación de perseverar en ella y de trabajar para recibir su espíritu, practicando las cosas que pueden haceros entrar en él.; 2º es otra máxima que el espíritu de Nuestro Señor actúa dulce y suavemente, y el de la naturaleza y del maligno espíritu, por el contrario, áspera y amargamente; Ahora bien, parece, por todo lo que me decís, que vuestra manera de actuar es áspera y amarga, y que os hace apegaros con demasiada fuerza y atadura a vuestros sentimientos contra los de vuestros superiores, a lo que os lleva incluso vuestra complexión natural. Según eso, mi reverendo Padre, pienso que os debéis dar de nuevo a Nuestro Señor para renunciar a vuestro propio espíritu y para cumplir su santísima voluntad en el estado en que habéis sido llamado por su providencia.»

En este mismo sentido respondió a un religioso, doctor en teología quien, descontento de su religión, quería elevar quejas a Roma por su mediación: «Comparto, mi Reverendo Padre, vuestras penas, y pido a Nuestro Señor que os libre de ellas o que os dé la fuerza de sobrellevarlas. Como las sufrís por una buena causa, debéis consolaros por pertenecer al número de los bienaventurados que sufren por la justicia. Tened paciencia, mi reverendo Padre, y tomadla de Nuestro Señor que se complace en ejercitaros; él hará que la religión en la que os ha colocado, que es como una embarcación agitada, os llevará felizmente al puerto. No puedo encomendar a Dios, según vuestro deseo, el pensamiento que tenéis de pasar a otra orden, porque me parece que no es ésa su voluntad. Hay cruces en todas partes, y vuestra edad avanzada debe haceros evitar las que encontraríais cambiando de estado. En cuanto a la ayuda que deseáis de mí para procurar el reglamento de que se trata, es una asunto peliagudo. Por eso os suplico muy humildemente que me dispenséis de mandar presentar en roma vuestras propuestas.»

La caridad de Vicente de Paúl se extendía a lo temporal como a lo espiritual de las comunidades religiosas. A él también se dirigían, y se empleaba en ello con afán, para percibir sus rentas sobre los dominios del rey, tan difíciles de recobrar sobre todo en tiempos de revueltas políticas. Se constituía en su abogado ante la reina y el cardenal; los protegía, en particular sobre las fronteras, contra las empresas de la gente de guerra, y las mantenía a todas en el disfrute de los dones y de los privilegios que se les habían otorgado en tiempos mejores.

De todos los puntos del mundo recurrían a él. Así, en 1658, un capuchino, llamado el P. Silvestre, vino del Monte Líbano a París, para encontrar allí auxilio contra las vejaciones que los cristianos maronitas tenían que sufrir de los Turcos. Se trataba de deponer al gobernador del Líbano, hombre avaro y brutal, y el nombramiento de un hombre considerado en el país favorable a los cristianos. Para conseguirlo, decía él, no se necesitaban más que doce mil escudos y él acababa de pedírselos a la caridad de una ciudad también agotada.. Se dirigió naturalmente a Vicente de Paúl y le entregó una Memoria. A excepción de la prolijidad, el santo encontró la Memoria «muy bien hecha, afectuosa, como para inspirar sentimientos de compasión. Él mismo, que se conmovía por todas las necesidades, estaba deseoso de poder ayudar a un pueblo tan afecto a la Iglesia romana en el seno mismo de la infidelidad. Pero, objetó al P. Silvestre: «Los turcos son insaciables; cuanto más se les da, más piden; cuando los pobres cristianos han pagado un año, son más maltratados al año siguiente, porque sus tiranos se imaginan que lo que han dado una vez lo pueden dar siempre; además, no hay nada estable en los empleos que dependen del Gran Señor; en parte por las buenas, en parte por la fuerza, él depone con frecuencia a su visires, cuyo cambio va seguido casi siempre del de los ministros inferiores, sobre todo de los ministros moderados, tales como el que se propone para el Líbano; y así se corre una gran riesgo de hacer mucho gasto, y sacar escaso fruto. No os digo esto, mi reverendo Padre, añadió el santo, más que ya que vos me habéis deseado que os descubriera mis sentimientos; lo hago por someterlos por completo a los vuestros y no por dispensarme de serviros puesto que me gustaría contribuir con un dracma a vuestra piadosa empresa; y ello para nuestro consuelo, para la salvación de nuestros hermanos y por la gloria de nuestro común Maestro.»

En efecto, Vicente propuso el asunto a su Asamblea de damas, y lo hizo con tal interés, que el P Silvestre se llevaba en seguida de París letras de cambio por valor de doce mil escudos necesarios para ayudar a los cristianos de Asia.

Se ve con frecuencia en lo sucesivo su celo y su afecto por las comunidades, celo humilde y desinteresado que, en sus pensamientos, en sus palabras y en sus actos, se los hacía anteponer a los suyos. Recomendaba a sus sacerdotes y a sus Hijas de la Caridad estima y respeto a todas, sin nunca dejar abrir su espíritu a la envidia, a los celos ni a la rivalidad. «Hablad siempre de ellas, les decía con toda clase de testimonios de honor; aprobad abiertamente todo lo que hacen y no condenéis nada de su conducta; si creéis tener que quejaros, no habléis nunca de lo malo ni en el púlpito ni en conversación, no toméis nunca partido contra ellas, sino buscad la ocasión de servirlas, y demostrarles en toda ocasión vuestra buena voluntad.»

Así obraba él por su parte, y la agradaba hacer recaer sobre otros los honores y las ventajas que se ofrecían a él mismo. Un eclesiástico de Anjou, queriendo fundar una comunidad de sacerdotes en uno de sus beneficios, le pidió algunos Misioneros para ayudarle en esta fundación; él le envió a los sacerdotes de San Sulpicio o de San Nicolás del Chardonnet: «Son, le respondió, dos santas comunidades que producen grandes bienes en la Iglesia y que extienden mucho el fruto de sus trabajos… Ellas son más propias y más capaces que nosotros para comenzar y perfeccionar esta buena obra que estáis deseando fundar.»

Fue también a los sacerdotes de San Sulpicio a quienes aconsejó a una señora que aplicara la renta de una fundación hecha por sus señores antepasados para formar buenos eclesiásticos: «Si hacéis, Señora, esta aplicación debéis tener por seguro, que será ejecutada del modo que estos antepasados lo desearon para el progreso del estado eclesiástico. Y si para eso queréis informaros de los bienes que se hacen en San Sulpicio, los podréis esperar semejantes, cuando esta comunidad se haya establecido en ese lugar, pues está animada en todo de un mismo espíritu, y sólo pretende una cosa, que es la gloria de Dios.»

Tales eran su estima y su afecto por San Sulpicio, del que, por entonces, dio una prueba heroica. Había intervenido con éxito, en 1642, para lograr conferir al abate Olier la parroquia de San Sulpicio. Bueno pues, tres años después, Julien de Fiesque, que había renunciado a ella empujado por amigos y parientes ávidos, quiso volver sobre sus pasos y entrar otra vez en posesión de su beneficio. Acusó, en un informe, al renunciante de que lo detentaba injustamente, en virtud de una permutación nula y obtenida por sorpresa. Ewn poder de esta pieza, los enemigos de Olier, es decir los libertinos y las mujeres perdidas, a los que se unieron, ay, algunos antiguos sacerdotes de la parroquia, amotinaron contra él al populacho y a una turba de lacayos y de criados. El jueves después de Pentecostés, 8 de junio de 1645, los amotinados invadieron el presbiterio, se apoderaron del párroco, le llenaron de golpes y de injurias y le arrastraron así por las calles vecinas. Informado del tumulto, san Vicente se presenta inmediatamente, resuelto a defender la vida de su amigo con peligro de las suya. En efecto, el furor de la plebe se vuelve contra él. Se conocía la parte que había tenido en la renuncia; las gentes perdidas de vicios se acordaban que había sido el promotor y el alma de esta Misión del barrio de Saint Germain que les había quitado tantos cómplice y víctimas. Sin respeto a la edad del santo anciano, para su carácter y su virtud, sin gratitud para los inmensos servicios de este padre del pueblo, le llenan de reproches, hasta van a golpearle. Vicente no profiere ni una sola queja y se contenta con repetir: «Castigad fuerte a San Lázaro y perdonad a San Sulpicio.» Se alegra de servir de esta forma de pararrayos a su amigo; es feliz, triunfa, cuando ve a algunos amigos de Olier, aprovechando esta derivación del furor popular, se lo arrancan al tumulto y lo llevan al palacio de Luxemburgo. Se retira entonces en medio de los abucheos del pueblo, bendiciendo a Dios por afrontar la persecución por la justicia y la amistad. Pero no estaba al final de este papel de cristiana sustitución. El asunto fue llevado al consejo de Estado. Allí, le arrojaron a la cara todos los vituperios de la subversión. El recuerdo de la Misión de San Sulpicio, el título de Misioneros que usaban entonces los Sulpicianos, la confusión que se formaba con frecuencia entre los sacerdotes de la conferencia y los sacerdotes de la Misión, todo eso daba lugar a muchos a tener a Vicente como el superior de Olier y a los discípulos de éste como miembros de su propia congregación. De forma que la primera vez que Vicente fue al Consejo de conciencia después de la jornada del 8 de junio, fue recibido con murmullos y reproches casi generales. Cortesanos, ministros de Estado, príncipes incluso, todos censuraron con viveza su conducta. Solamente tenía una palabra que decir para colocarse a cubierto de esta censura: «Los sacerdotes de San Sulpicio están totalmente libres de mi dirección y de mi Congregación.» Con qué afán habría dicho esta palabra, si le hubieran atribuido el bien hecho por Olier y sus discípulos! Pero se trataba de tomar parte en una persecución: se cuidó mucho de declinar la solidaridad que le atribuían. Abrazó pues la causa de Olier y de sus sacerdotes como su causa personal y la defendió con más calor de lo que lo hubiera hecho por los intereses de su Congregación. La verdad fue conocida bien pronto. Entonces hubo sorpresas, y admiraciones; y al preguntarle cómo se había expuesto, contra todas las reglas de la prudencia, a comprometer por otros su persona y a los suyos: «Sólo he cumplido con mi deber, respondió con toda sencillezTodo cristiano debía hacer los mismo siguiendo las máximas del Evangelio23.» Las santas empresas de un buen sacerdote no le parecían una obra particular, sino como un bien público que todos debían conservar y defender.

He ahí porque fue fiel a Olier hasta la muerte. Le visitó varias veces durante su última enfermedad, y le cerró los ojos el 2 de abril de 1647. Cuatro días después, escribía a Jolly, superior de la Casa de Roma: «Dios ha querido disponer del Sr abate Olier, quien estableció el seminario de San Sulpicio, y de quien se sirvió Nuestro Señor para muchas obras buenas. He tenido la suerte de hallarme junto a él, cuando entregó el espíritu: ocurrió el lunes de Pascua.,» De ahora en adelante, y hasta su propia muerte, le invocó como a un santo y pidió a Dios muchas gracias importantes por su intercesión. Lo sabemos por una carta que escribió a la Señorita d’Aubray, hija del lugarteniente civil y sobrina de Olier, quien le había consultado sobre su vocación. Esta carta es del 26 de julio de 1660, es decir anterior por dos meses tan sólo a la reunión de los dos amigos en el seno de Dios. Entre tanto, trató de consolar a los hijos por la pérdida de su padre, y tenemos todos los motivos de creer que las palabras siguientes, recogidas por la propia mando del abate de Bretonvilliers, segundo superior de San Sulpicio, son un fragmento de una de sus encendidas alocuciones: «Me habría gustado, queridos hermanos, al ver la aflicción en la que estáis sumergidos por la muerta de vuestro querido padre, devolvérosle para enjugar vuestras lágrimas. Pero, incapaz de entregaros su cuerpo vivo, he creído deber presentaros su espíritu que es la mejor parte de él mismo. La tierra conserva su cuerpo, el cielo su alma, su espíritu es para vosotros, y si Dios le ha juzgado digno de de ser colocado en su paraíso con los ángeles, vosotros no debéis encontrarle indigno de ocupar un lugar en vuestros corazones. Habrá abandonado de mil amores su cuerpo, a cambio de que su espíritu pueda habitar en vosotros; ésta ha sido todo su deseo y de su afán en su vida; después de su muerte podéis hacerle feliz. Se decía en la ley que, si un hermano moría sin hijos, otro hermano debía suscitar descendencia. Vuestro padre, a quien yo puedo también llamar vuestro hermano a causa de su edad (Olier tenía menos de cuarenta y cinco años), ha muerto, por así decirlo, sin hijos; visto el deseo que sentía de convertir a todo el mundo y de santificar al clero. Él os deja a su esposa, que es esta santa casa, que él ha adquirido con su sangre, con su muerte, habiendo muerto, queriendo darle la vida. Suscitadle hijos, dando a conocer a Jesús, y asegurándole, si hay un medio, tantos servidores como hombres hay, y dándole tantos santos sacrificadores como sacerdotes hay en la Iglesia: Fac secundum exemplar quod tibi in monte monstratum est

No se contentó con estos consuelos y estos piadosos consejos. Él se asoció muchas veces a los sacerdotes de San Sulpicio, para aconsejar con ellos los medios de mantener y perpetuar la obra de su fundador. Los fortaleció en el plan de no abandonar el seminario, y presidió la asamblea del 13 de abril de 1657, para la elección del sucesor de Olier. A ella asistía en nombre de y la autoridad de Enrique de Borbón, obispo de Metz y abate de Saint Germain, superior de la comunidad de San Sulpicio. El prelado le había escrito: «Me habían avisado de pérdida del Sr. Olier, superior del seminario del barrio de Saint Germain; y como estos señores no han querido proceder a una nueva elección sin hacérmelo saber, y me han ofrecido la ocasión de suplicaros que queráis asistir y autorizar con vuestra presencia un acto que no tendrá otro fin que la mayor gloria de Dios, os suplico, por amor a mí, que no les neguéis esta ayuda, esperando que Dios favorecerá su proyecto y que vos seréis el instrumento del que él se sirva para lograrlo.» No solamente asistió Vicente de Paúl a la elección de Bretonvilliers, designado, por otra parte, por el abate Olier antes de su muerte, sino que firmó la primera acta que se redactó por los notarios, según la costumbre de los tiempos24.

VII. Servicios prestados a las comunidades de mujeres. La Visitación.

Lo que hizo por los religiosos, lo hizo al mismo tiempo por las comunidades de hijas.

Había entrado, a su regreso de Châtillon, en la casa de Gondi, cuando conoció a san Francisco de Sales, llegado a París para acompañar al cardenal de Saboya. Estos dos hombres se presintieron al momento, y una estima, una caridad recíproca los unió en adelante hasta la muerte. En cuanto a Vicente, la dulzura, la modestia la majestad de Francisco de Sales le reproducían una viva imagen de Jesucristo conversando entre los hombres; y Francisco de Sales publicaba a su vez que no había conocido a un sacerdote más digno, más santo que al Sr. Vicente25. Se estableció entre ellos una amable familiaridad. Era a Vicente a quien gustaba Francisco de abrir su alma y le contaba sus pasos, sus éxitos, y también las santas astucias de su humildad. Desde su llegada a París, donde su reputación de elocuencia le había precedido, acudieron a invitarle a predicar para el 11 de noviembre, fiesta de san Martín, en la iglesia de los sacerdotes del Oratorio. Ante esta noticia, toda la ciudad se conmocionó. El rey, las dos reinas, obispos, sabios, todas las clases de la sociedad en una palabra quisieron escuchar a un predicador tan ilustre. También la multitud fue de tal manera compacta en la iglesia el día del sermón, que el orador, llegado después de los demás, no pudo entrar sino por una ventana con la ayuda de una escala. Para pasar. Se esperaba un discurso digno de tal audiencia y de un tal orador. El santo que lo advirtió, resolvió rápidamente engañar a este gran mundo en provecho de su virtud, y se limito a recitar sencillamente la vida de san Martín. A penas bajado del púlpito, vino a contárselo a Vicente y a la Señora de Chantal, y les dijo con su amable sonrisa: «Oh, cómo he humillado a nuestras hermanas, que se esperaban que diría maravillas en tan buena compañía! Hay una que ha sufrido en particular, pues estaba sentada junto a una señorita postulante que decía mientras yo predicaba: ‘Mirad a ese tonto montañés, qué mal predica! Para esto hemos venido de tan lejos para que vengan a decirnos lo que nos están diciendo, y probar la paciencia de tanta gente

 

26

La Señora de Chantal y algunas hermanas de la Visitación estaban por lo tanto ya en París. en efecto, Francisco de Sales había mandado allí a la santa fundadora para establecer una casa que, por razón de mil obstáculos no pudo abrirse hasta el 1º de mayo de 1619, primeramente en el barrio Saint-Michel, y pronto en la calle San Antonio. Es a Vicente a quien Francisco nombró su primer superior. Elección infinitamente honorable por parte de un hombre que tenía la costumbre de repetir que se ha de escoger a un director entre diez mil; que hay menos de los que se pudiera decir que sean capaces para este empleo. Él había reconocido ya en Vicente las cualidades que exigía del buen director: mucha virtud y una caridad singular, una ciencia extensa y una gran experiencia. Por raros que pudieran ser entonces los buenos sacerdotes, había no obstante en París muchos eclesiásticos sabios, virtuosos, de más edad que Vicente; había pastores vigilantes y prudentes en las parroquias; doctores llenos de luces en las célebres casas de Sorbona y de Navarra, directores esclarecidos en las comunidades religiosas; sobre todos ellos Francisco prefirió a Vicente. Después de consultar detenidamente con Dios y la Señora de Chantal, él no había creído que ningún otro fuera tan capaz de asegurar las bases de la gran obra que quería establecer en París. Pero cuanto más honor significaba para Vicente, más resistencia debía oponer el humilde sacerdote. Francisco lo había adivinado. Por eso suplicó a Enrique de Gondi, primer cardenal de Retz y último obispo de París, que se adelantara por una orden formal a sus retrasos y negativas. El obispo habló y fue obedecido: durante cuarenta años Vicente dirigió a las Hijas de la Visitación de Santa María con el celo y el éxito que vamos a decir27.

Los monasterios de la Visitación se multiplicaron pronto en París: se estableció un segundo en el barrio de Saint Jacques, otro en Saint Denis, un cuarto en la calle Montorgueil. Todos pasaron bajo la dirección de Vicente. Dios mismo pareció autorizar su dirección con milagros. En el monasterio del barrio Saint Jacques. Una religiosa estaba, desde hacía seis años, atormentada por una tentación extraña. La santa comunión, los ejercicios de piedad, no eran para ella más que una ocasión de blasfemia. A la invitación de alabar y orar a Dios, ella sólo respondía con maldiciones. «No tengo otro dios que el diablo; quiero matarme para estar antes en el infierno, donde tendré el único gozo que deseo, de maldecir a Dios eternamente.» Fue presentada a prelados, a religiosos, a médicos; consejos t remedios, todo fue inútil. La superiora tuvo entonces la inspiración de aplicarle un trozo del roquete del santo obispo de Ginebra; en un instante, la paz volvió a su alma, la fuerza a su cuerpo, y muy pronto pudo ejercer con bendición los principales cargos del monasterio.

Tal es en compendio el relato de Vicente mismo; pero lo que no dice es que esta curación maravillosa se operó el día mismo en que, por orden del arzobispo de París, hacía su primera visita al monasterio; es que a la vista de esta desdichada, impulsado por una tierna compasión, se había arrodillado y había rezado ardientemente por ella; que su oración había sido como la fórmula de aplicar la reliquia sagrada; por donde se debe creer que los dos santos amigos se entendieron una vez más desde los dos lados de la tumba, para obtener de Dios la liberación de esta pobre joven.

Por lo demás, tal era el pensamiento de las religiosas mismas de Santa María. Ellas atribuían a sus visitas efectos «casi milagrosos.» Ellas le agradecían en particular el don de iluminar, de consolar y de pacificar a las almas más afligidas. Era suficiente con abrirse a él para que todas las penas y todas las tentaciones se desvanecieran al instante. Sólo en él, sufrimientos interiores que no se pueden comparar más que a una especie de agonía moral hallaban su remedio. Él mismo tenía conciencia del don de Dios, y se prestaba a todas las almas que recurrían a él. Se temían que le servían de carga, él respondía: «No hay asunto que me parezca tan importante como el de servir a un alma probada.» Por eso sufría sensiblemente cuando sus propias debilidades le impedían ir a ver y consolar a los pobres enfermos. Pero cuando podía, acudía presto, y entonces, tiernas exhortaciones y animadas, oraciones fervientes, palabras incluso de una santa alegría empleaba con ellos. «Yo desearía morirme, le dijo un día una hermana del servicio. –Oh hermana, todavía no ha llegado la hora, «le replicó él, y haciendo sobre ella la señal de la cruz la curó en el momento mismo. Como Aquél que ha querido pasar por todas nuestras debilidades para servirnos de modelo, él citaba a veces el ejemplo de sus diversos estado de vida y de sus propias tentaciones, para consolar a las que se encontraban en caso semejante; pero recomendaba siempre el secreto, de tal manera trataba de ocultar las gracias que había recibido de Dios y que sola la caridad le podía obligar a revelar. Estaba más dispuesto a aprovechar toda ocasión de humillarse. Así, una hermana del servicio le dijo un día que tenia el espíritu demasiado rústico para darse a las cosas espirituales, habiendo estado en otro tiempo encargada de los rebaños de su padre: «Ah hermana mía, le respondió, ése fue el oficio que yo tuve; pero mientras nos sirva para humillarnos, estaremos más dispuestos para el servicio de Dios. Anímese!»

Se ve su caridad. Escuchaba a la última novicia con tanta paciencia como si fuera la profesa más antigua. Hacia el final de su vida, abrumado de debilidades y de asuntos, hizo muchos viajes a Saint-Denis para hacer cambiar a una pobre tornera del propósito que tenía de renunciar a sus votos para casarse28.

Qué elocuente se debía mostrar para exhortar a la unión de los espíritus y de los corazones, a la obediencia a los superiores y a las reglas, a la ayuda mutua, a la dulzura y a la deferencia tan bien recomendadas y practicadas por san Francisco de Sales! Él mismo predicaba con el ejemplo. Nunca una palabra que pudiera herir la caridad; para todos deferencia y respeto; atención a hablar bien de todo el mundo, igual a la que tenía de hablar mal de sí mismo. Había que descubrir los defectos de alguno, él añadía enseguida tantas cosas buenas en su alabanza, de manera que la primera impresión quedaba casi borrada. Cuando quería revelar las faltas, decía: «Entrad en juicio con Dios y con vosotros mismos.» Pero él preparaba con tanta caridad a los espíritus para las reprimendas, que se sentía más la unción de sus palabras que el dolor de la corrección. Sin embargo se trocaba todo en fuego, si se trataba de alguna falta cometida contra el honor de Dios en las santas ceremonias. A pesar de su mansedumbre, reprendía con firmeza, pero con una firmeza reglada por la prudencia y la sabiduría. Para corregir, esperaba la hora favorable. Si el espíritu se hallaba alborotado, se detenía y se callaba; «No se da, decía, sin gran necesidad, a los que tienen fiebre». Pero él humillaba a los soberbios, aunque con una destreza maravillosa y como riéndose. Anonadadas bajo su palabra, decían: » Bueno, ¿qué será de nosotros pues cuando Dios, el día de su terrible juicio, nos reproche nuestras faltas si la palabra de un hombre nos aterra y nos reduce a nada?» Solas las altivas temblaban delante de él; las otras, a pesar del gran respeto que inspiraba su presencia, sentían al acercarse abrirse en lugar de encerrarse. Se sentían tan recompensados por la declaración de las más humillantes debilidades! Él los soportaba con bondad y los excusaba como un madre bien tierna excusa las de su hijo. Si imponía penitencias, satisfecho porque le habría costado menos cumplirlas que imponerlas.

Cuánto bien debían hacer esas visitas frecuentes a las casas de París y de Saint-Denis! Sea cual fuere el fervor en que las hubiera encontrado, las dejaba siempre más fervientes todavía. El solo rastro de su paso exhalaba un olor de virtud que embalsamaba la comunidad hasta la visita siguiente. Y no es que empleara discursos estudiados, máximas nuevas, principios de espiritualidad extremados; de ordinario hablaba poco para honrarse a sí mismo y y enseñar a los demás a honrar el silencio que el Verbo divino guardó tanto tiempo en la tierra. No obstante, la santidad de su vida, el espíritu de Dios que hablaba en él y por él hacían más que todos los discursos. Le descubrían una pena de conciencia: no respondía más que cuatro palabras, pero tan justas, que la luz y la paz se expandían en el alma. Su tema habitual era de llevar a todas las religiosas en general, y a cada una en particular, a reconocer el don divino de su vocación, a llevar una vida conforme al espíritu de su instituto, a estimar sus reglas tanto de precepto como de consejo, en lo que él ponía toda la perfección de su estado. En efecto, se informaba sin cesar de lo que se hallaba comprendido en sus constituciones, de los sentimientos que habían tenido en cada artículo su bienaventurado padre y su santa fundadora. Nunca empleó su autoridad para aportar cambio alguno; sólo intentaba confirmarlas, ser fiel en las pequeñas cosas como en las grandes. Todos sus comentarios los sacaba él de los escritos de san Francisco de Sales y de santa Chantal, que le enternecían, decía él, hasta las lágrimas. No aconsejaba otra lectura a sus Hijas, tanto temía por ellas la curiosidad de leerlo todo y de saberlo todo. Y sobre todo de leer los libros peligrosos que circulaban entonces hasta en comunidades de mujeres.

Se aprovechaban de su presencia para exponerle los apuros de la casa, y respondía con una prudencia, una claridad y una profundidad admirables. Su ecuanimidad inalterable le daba una presencia de espíritu que lo abarcaba todo. Alguna vez se había consultado inútilmente a directores de religiosos y a doctores muy ilustrados; una sola palabra de él sacaba a menudo a la comunidad de apuros, sin perjuicio de la cardad debida al prójimo29. También tal hermana de ilustre nacimiento y de gran capacidad estaba sorprendida de la extensión de su espíritu, y no se separaba de él sino con el sentimiento de la pequeñez del suyo, encontrando entre el uno y el otro tanta desproporción como entre sus virtudes. Al final de la visita, le pedían su bendición. Entonces él se ponía de rodillas y se recogía en un profundo anonadamiento. A continuación la daba deseando que Dios uniera la suya y la difundiera sobre las personas y los oficios. Prescribía por último que se tomara nota de lo mejor y más útil que se había dicho y hecho durante la visita, y que se leyera de vez en cuando en el capítulo, porque una lectura así, decía él, atrae la gracia de Dios. las religiosas le reconocieron por experiencia; leyendo el compendio de sus visitas, sentía revivir en ellas las santas disposiciones que les había inspirado. A esta costumbre debemos los detalles que preceden, extractos casi textualmente de dos relaciones redactadas por las hermanas de Saint-Denis y de la casa del barrio de Saint-Jacques.

Estas casas tan bien dirigidas por él, las cerraba cuidadosamente a todo cuanto podía introducir el espíritu del siglo, o los errores difundidos entonces en la Iglesia. Como quería mantenerlas en el desprendimiento, la abnegación, lejos de la estima y de las miradas de las criaturas, él les prohibía todo trato incluso con las religiosas de otras órdenes, con mayor razón con las personas del mundo. Con una santa y generosa firmeza, él negaba la entrada a las damas de la más alta condición, a princesas inclusive, que se la pedían para satisfacer su curiosidad, o una devoción mal entendida. De esta regle eran eximidos tan sólo los bienhechores, cuya lista exacta tenía él, y este título de bienhechora no permitía que se adquiriera por solas las generosidades, había que acompañar una fe pura y una virtud sólida. Veamos un ejemplo memorable.

Ana Hurault de Cheverny, viuda en segundas nupcias del marqués de Aumont, se había retirado al monasterio del barrio de Saint-Antoine, donde había hecho liberalidades que ascendían a la suma de unas 50 000 libras. El partido jansenista que buscaba por todas partes dinero e influencias, creyó deber insinuarse a la generosa marquesa. Por intermedio de Mazure, párroco de San Pablo, introdujo ante ella a dos doctores de la secta, el irlandés Callaghan y el famoso P. Desmares, que lograron ganársela pronto. Le metieron entonces en la cabeza que ofreciera una gran suma al convento, con la condición de introducir en él a predicadores y confesores de su gusto, lo que habría supuesto la institución de un segundo Port-Royal en París. Las Hijas de Santa María por entonces muy endeudadas y sin sospechar la intriga, quedaron en un principio seducidas. Pero su superiora, Angélica Lhuillier, consultó a Vicente que le abrió los ojos. Inmediatamente fueron rechazados los ofrecimientos de la marquesa, y la marquesa misma, tratada en adelante con desconfianza, fue obligada a salir de la Visitación, tras la estancia de dos años, y se llevó a Port-Royal su persona y su fortuna, que ascendía a más de 400 000 libras (1646). Vicente quería incluso que se le restituyeran sus primeras liberalidades; mas, agradecidas por los buenos tratos que había recibido en la Visitación, se negó generosamente a recuperarlos30.

En general, Vicente no permitía a las mujeres del mundo habitar con las hijas de Santa María, cualquiera que fuese la ventaja que se pudiera esperar, porque tenía miedo a que el espíritu mundano se introdujera con ellas. A todas las ventajas temporales, prefería el bien espiritual de las comunidades. Por ahí le venían con frecuencia muchos odios y persecuciones; así una gran dama, a quien había cerrado la puerta de la casa de Saint-Denis, no le permitió dar una Misión en sus tierras; no importa, él era inflexible. En 1658, vinieron a decirle que la señora Payen, suegra del Sr. de Lyonne, estaba a la puerta del monasterio de San Antonio, y pedía entrar para ver a una nieta del ministro, enferma de gravedad y que no podía ser transportada. Él respondió: «Yo soy el muy humilde servidor de la señora Payen y deseo mucho servirla. Pero mi regla es no permitir la entrada a nadie. Ya se lo he negado a la señora de Nemours, la señora de Longueville, la princesa de Carignan, que no me lo perdonará nunca; ¿qué dirían si se enteraran, si se enteraran de esta excepción? Además, sería actuar contra mi conciencia. l vista de la señora Payen no reanimaría a la niña31

Así el rango más alto no le imponía. Se lo negó también a la duquesa de Bouillon; la reina misma, que había dado a entender que deseaba que una de sus damas de honor pudiera retirase a una casa de la orden.

Sobre todas las cosas recomendaba a las casas de París vigilar para no admitir en su seno a ningún eclesiástico infectado de las opiniones nuevas: «Pues, decía él, los que se hallan en una mala doctrina sólo buscan extenderla. Y, sin embargo, no se declaran en un principio: son como lobos que se cuelan suavemente en el redil para asolarlo y perderlo. «Quería que se cuidaran más contra sus libros: «Dedicaos, añadía él, a los escritos admirables de vuestro bienaventurado padre32

Los rigoristas de Port-Royal eran menos escrupulosos. Entre ellos, las mujeres más mundanas, mal curadas todavía de sus vanidades y de sus galanterías podían, como la marquesa de Sablé y tantas ostras llevar una vida de devoción elegante y muy poco severa. El bueno, el dulce Vicente, a pesar de todas sus indulgencias, era menos complaciente con el cielo, menos tolerante con las Hijas de Santa María. Comprendía que, viviendo bajo el mismo techo que mujeres del mundo, tendrían en primer lugar con ellas relaciones de bienestar o de necesidad, relaciones de curiosidad luego, en las que encontrarían, unas una ciencia inútil y peligrosa, contra la cual la gracia las había prevenido; otras, tal vez, el despertar de recuerdos mal extinguidos; todas, tentaciones de costumbres muelles, cuidados delicados, de una vida más o menos vana y sensual, compatible con la devoción de las mujeres del siglo, pero repugnante a la verdadera disciplina religiosa.

Por lo demás, si Vicente tomaba sobre sí la iniciativa de estas medidas severas, cargaba también con todo lo odioso. Nunca descargaba sobre las religiosas, cumpliendo solo el ministerio delicado de los asuntos exteriores. En otra ocasión, actuaba de acuerdo con ellas. Nunca daba por sentado algo grave sin aconsejarse de las superioras, e incluso de las más ancianas a quienes respetaba y quería que se respetaran, para honrar en su persona a aquél que se llama el Anciano de los días. Más aún él consultaba a Dios. Antes de responder a sus dudas, se recogía interiormente; y cuando creía haber entendido del espíritu divino, se levantaba diciendo: In nomine Domini! exordio acostumbrado de los discursos de este hombre, que no tenía a la visar más que la gloria de Dios, y quería que se caminara en todo, como él decía, al lado de la Providencia.

A pesar de su celo por el bien de las hijas consagradas a Dios, su respeto por la memoria de Francisco de Sales y de santa Chantal que le había confiado su querida familia, Vicente, abrumado por la edad, las debilidades, los asuntos, teniendo que dirigir sus casas cada vez más numerosas de Misioneros y de Hijas de la Caridad, quiso más de una vez dimitir de su dirección. Escribió un día a la madre superiora de Saint-Denis: «El retiro que acabo de hacer, me ha hecho saber que no puedo satisfacer a mi obligación con nuestra Compañía y al servicio que debo a vuestra casa. Y, además, teniendo por regla nuestra pequeña congregación que no nos dedicaremos al servicio de las religiosas, a fin de no vernos desviados del servicio que debemos al pobre pueblo de los campos, me he obligado en conciencia a observarla, porque no se regulará tan por el contenido de nuestras reglas en el futuro, como por el modo como yo las haya observado. Que si las he usado de otra forma, no ha sido sino por algo de sindéresis, aunque se me hubiera permitido por algún tiempo a causa del afecto que siento por vuestra santa orden…Esto es lo que me lleva, mi querida Madre, a que os suplique muy humildemente que aceptéis de buena gana la resolución que he tomado de retirarme y de pensar en algún otro que os sirva de padre espiritual. Hay tantas personas en parís que están llenas del espíritu de Dios y del de nuestro bienaventurado Padre, y que os servirán con mucha más gracia de Dios que yo!»

Escribió en el mismo sentido a las tres casas de París, y se creyó libre. Pero las Hijas de Santa María no podían privarse tan fácilmente de un tal director. Multiplicaron sus cartas, sus súplicas; pusieron en movimiento a las personas de primera categoría, a todas cuantas tenían algún crédito con el santo sacerdote; durante un año todo fue inútil; él aguantó y cesó toda visita. Pero, una vez más, se puso en juego la autoridad del arzobispo de París, a la que no sabía desobedecer, y volvió al yugo sagrado. Algunos meses antes de su muerte, el 18 de marzo de 1660, escribió otra vez a las Madres de la Visitación para rogarles que se escogieran a un superior que reparara las faltas que é pretendía siempre haber cometido desde que el santo obispo de Ginebra le había encargado de su dirección; por última vez, se hizo hablar al arzobispo de París, y murió como superior de la Visitación33.

Independientemente de sus achaques y de sus asuntos tenía otra razón para desprenderse de su superiorato. Temía, según nos ha dicho, que sus Misioneros se sirvieran de su ejemplo para dedicarse a la dirección de las religiosas que él consideraba incompatible con la dirección del pobre pueblo. Por ello hizo muy temprano un reglamento para prohibir a sus sacerdotes su dirección y hasta su trato; y se mantuvo firme en su cumplimiento, en casos en que la obediencia y el agradecimiento parecían imponerle una excepción. Así, de Gournal, obispo de Escithia luego de Toul, le pidió que permitiera a sus Misioneros dirigir a las Hijas de Santo Domingo quienes, en el triste estado de la Lorena, encontraban difícilmente guías capaces; él se negó con respeto, pero con firmeza; y para prevenir toda nueva solicitud, ordenó al superior de Toul que fuera a echarse a los pies del prelado para pedirle que le dejara en su deber. Si cedió momentáneamente más tarde, fue cuando la guerra y el hambre se hubieron llevado o dispersado a todos los sacerdotes que habrían podido cumplir ese oficio y él temió ofender a Dios por una resistencia absoluta.

Se comprende la insistencia con la que, en varias de sus cartas, trata de refutar las objeciones que sus sacerdotes podían sacar de su propia conducta. «Fue antes de la fundación de la Misión cuando aceptó este peso, respondió; le fue impuesto por el bienaventurado obispo de Ginebra, o más bien por la Providencia de Dios para su castigo; pues es una cruz para él, y la más pesada que tenga, la cual se ve obligado a llevar; por otro lado él es solamente superior, lo que no le obliga a ir más que una vez al mes en cada casa, y el resto se hace mediante cartas; no obstante, Dios sabe que ha hecho todo lo que ha podido para verse descargado, pero no lo ha podido lograr de su prelado; se puede tener la seguridad de que se retirará cuando pueda, etc.34 »

Era de acuerdo con las superioras, hemos dicho, como Vicente dirigía a las Hijas de Santa María; era ante todo de acuerdo con su santa Madre, la señora de Chantal. «Yo pondré en vuestros monasterios, le escribía él, el orden que vuestra caridad desee, si obtenéis de nuestro Señor que me comunique la firmeza que os ha dado en la dulzura. Oh, cómo os ayudaría vuestro ángel para esto, si vos, mi querida Madre, se lo pidierais.»Por su parte, santa Chantal, desde la muerte de san Francisco de Sales, no tomaba consejo más que de él para el buen orden progreso de su instituto. Era a él también a quien ella descubría su interior, con la misma confianza que había empleado con el santo obispo de Ginebra. Cuando las Misiones de Vicente le alejaban de París, o que ella misma, con más frecuencia todavía, se veía obligada a visitar sus casas, o a residir en Annecy, ella le escribía cartas frecuentes para no privarse del todo de su dirección. «Os veo pues, mi muy querido Padre, trabajando de lleno en la provincia de Lyon, le escribía ella, en 1627; y por consiguiente nosotras nos vemos privadas de veros durante largo tiempo. Pero contra lo que Dios hace no tenemos nada que oponer, sino bendecirle por todo, como yo lo hago, mi muy querido Padre, por la libertad que vuestra caridad me da de seguir con mi confianza en vos y de importunaros; lo haré todo con sencillez.» Y ella le comunicaba su estado espiritual. Otra vez, en una circunstancia parecida, ella escribe asimismo: «Aunque mi corazón, mi querido Padre, sea insensible a toda otra cosa que no sea el dolor, como no olvidará nunca la caridad que le hicisteis el día de vuestra partida. Ya que, mi muy querido Padre, se sintió aliviado en su mal y hasta fortalecido… Me prosterno en espíritu a vuestros pies, pidiendo perdón por la pena que os causé por mi inmortificación, cuya abyección quiero y abrazo de corazón. Pero ¿a quién puedo yo declarar y hacer saber mis debilidades, sino a mi muy único Padre quien las sabrá soportar bien? Espero de vuestra bondad que no se canse de ello nunca.»

En 1640, ella tuvo la esperanza de verle en Annecy, a donde esperaba el obispo que se trasladara con el fin arreglar los asuntos del seminario; ella le escribió: «Ay, mi verdadero y muy querido Padre, ¿sería posible que mi buen Dios me concediera esta gracia de traeros a esta región? Sería ciertamente el mayor consuelo que yo pudiera recibir en este mundo; y he sabido que sería por una especial misericordia de Dios para mi alma que se sentiría aliviada sobremanera, me parece, por alguna pena interior que soporto, desde hace más de cuatro años, y que me sirve de martirio.»

Pero las necesidades de los niños expósitos no habiendo permitido a Vicente realizar este viaje, la señora de Chantal le vino a visitar al año siguiente en París. Ella le abrió por última vez su corazón. Entonces se acabaron todas sus penas interiores; entonces se acabó una especie de agonía espiritual que duraba nueve años. Dios quiso que encontrara la paz en las conversaciones con el santo sacerdote, y le arreglara esta última entrevista como preparación a su muerte tan cercana. En efecto, cinco semanas apenas de su partida de París, ella falleció en Moulins, el 13 de diciembre de 1641, a los sesenta y nueve años de edad.

A la noticia de la gravedad en que se hallaba la señora de Chantal, Vicente se había puesto en oración por ella. había comenzado por un acto de contrición por sus pecados, cuando de repente él había visto un pequeño globo de fuego que se elevaba de la tierra, yendo a juntarse en la región superior del aire con otro globo mayor y más luminoso; y los dos globos reducidos en uno, elevándose a mayor altura todavía, se habían perdido en un tercero, infinitamente más vasto y más brillante que ellos mismos. Y se le había dicho interiormente que el primero era el alma de la señora de Chantal; el segundo la del obispo de Ginebra, y el tercero la esencia divina. Visión admirable que, en su realidad, era también una viva imagen de la unión de estas dos santas almas, del principio de su mutua caridad, y de la consumación en el cielo y en la gloria de lo que la gracia había operado entre ellas en la tierra.

Algunos días después, Vicente conocía la muerte de la santa Chantal. A partir del día siguiente, dijo la misa por ella. Llegado al Memento de los muertos, se sintió tentado a encomendarla a Dios, porque a pesar de su veneración por la santa mujer, él le había oído proferir en uno de sus últimos encuentros, ciertas palabras que le «parecían contener pecado venial.» Pero por segunda vez tuvo la visión de los globos con un vivo sentimiento que esta alma era bienaventurada y que ella no tenía necesidad de oraciones; y en adelante le fue imposible pensar en ella sin que la viera en la gloria.

No obstante, él se temió la ilusión. La estima que sentía de santa Chantal, estima tal que no leía nunca sin llorar sus cartas en las que veía una inspiración del espíritu de Dios, ¿acaso no había impresionado su imaginación y suscitado fantasmas? Se confesaba a sí mismo que no era nada menos que visionario, que esta visión era la única que hubiera tenido, aunque hubiera visto morir a tantos predestinados. Para tranquilizarse por completo, él se abrió al arzobispo de París, y al P. Maurice, religioso barnabita: los dos le declararon que veían en ello una revelación divina. Desde entonces, hizo el relato a las Hijas de la Visitación, pata consolarlas de la muerte de su Madre, y en el curso del año de 1642, con vistas, sin duda, a una canonización ya prevista, redactó un escrito, en el que contó la visión como acaecida a una tercera persona, asegurando tan sólo que «era digna de fe, y que preferiría morir antes que mentir35

En el mismo escrito trazó este retrato de ella, o más bien entregó a su memoria este certificado de santidad: «Nos, Vicente de Paúl, superior general muy indigno de la Congregación de la Misión, certificamos que hace unos veinte años que Dios nos hizo la gracia de ser conocido de la muy digna madre de Chantal, fundadora de la santa orden de la Visitación Santa María, por frecuentes comunicaciones de palabras y por escrito que ha sido del agrado de Dios que yo haya tenido con ella, tanto en el primer viaje que ella hizo a París, hace unos veinte años, como en los otros que hizo después, en todos los cuales me honró con la confianza de comunicarme su interior; que me ha parecido siempre que era perfecta en toda clase de virtudes, en particular que estaba llena de fe, aunque se viera tentada toda su vida con pensamientos contrarios; que tenía una confianza en Dios muy grande y un amor soberano a su divina bondad; que tenía el espíritu justo, prudente, templado y fuerte, en un grado muy eminente; que la humildad, la mortificación, la obediencia, el celo por la santificación de su santa orden y por la salvación de las almas del pobre pueblo se hallaba en ella en un grado soberano; en una palabra, que no ví nunca en ella ninguna imperfección, sino un ejercicio continuo de toda clase de virtudes; que, si bien haya gozado en apariencia de la paz y tranquilidad de espíritu del que gozan las almas que han llegado a un grado tan alto de virtud, ella sufrió no obstante penas interiores tan grandes, que me dijo y escribió varias veces que tenía el espíritu tan lleno de toda clase de tentaciones y de abominaciones, que su ejercicio continuo era de apartarse de la mirada a su interior, no siendo capaz de soportarse a sí misma a la vista de su alma tan llena de horrores que a ella le parecía la imagen del infierno; que, no obstante, aunque ella sufriera de esa manera, ella nunca perdió la serenidad de su rostro ni se relajó en la fidelidad que Dios pedía de ella en el ejercicio de las virtudes cristianas y religiosas, ni en la solicitud prodigiosa que ella tenía de su santa orden; y que de ahí procede que yo creo que ella era una de las almas más santas que yo haya conocido en la tierra y que es ahora bienaventurada en el cielo. No pongo en duda que Dios manifieste un día su santidad.

Dios la manifestó, en efecto, pero, cuando se inicia el proceso de canonización, surge una grave dificultad. Por una falsa inteligencia de un decreto de Urbano VIII, que prohíbe abordar ningún proceso respecto de las virtudes y los milagros de las personas muertas en olor de santidad, a menos que hayan transcurrido cincuenta años desde su muerte, se había dejado morir a todos los testigos oculares. Pues bien, en una causa que no se proponía por vías de un culto inmemorial, sino por la vía llamada de non cultu, esta clase de testigos era declarada por Lambertini, a la sazón procurador de la fe, absolutamente necesaria. La causa corría pues riego de ser condenada a un eterno silencio, cuando el cardenal Thomas Ferrari abrió el aviso que se podían admitir como prueba suficientes las deposiciones de testigos auriculares, según testigos oculares, principalmente si estas deposiciones se hallaban apoyadas por los testimonios de personas célebres ellas mismas por su santidad. Fue entonces cuando se invocó particularmente a favor de santa Chantal, los testimonios de san Francisco de Sales y de san Vicente de Paúl, los cuales fueron considerados perentorios36. Así Vicente de Paúl contribuyó a la canonización de santa Chantal, como había contribuido a su adelanto en las santidad sobre la tierra. Y razón por la cual, durante la ceremonia de la beatificación en Roma, el 21 de noviembre de 1751, se colocó la imagen de la santa entre dos grandes cuadros que representaban a san Francisco de Sales y a san Vicente de Paúl, sus dos Padres, sus dos responsables, que tomaban así parte en un triunfo que, vivos y muertos, habían preparado tan eficazmente. Emocionante trinidad la de estos tres santos personajes!

Si Vicente de Paúl contribuyó a la canonización de santa Chantal, no fue menor el servicio que prestó en el proceso de canonización de san Francisco de Sales. En 1657, hizo retomar el proceso que iba a ser interrumpido.

Enrique de Maupas, obispo de Puy, delegado de la Santa Sede, con los obispos de Belley y de Maurienne, para hacer la información dicha de non cultu, información que tiene por objeto constatar que no se han adelantado al juicio de la Iglesia de Roma, había cumplido su comisión; pero, al mismo tiempo había escrito y publicado una nueva Vidas de san Francisco de Sales. Bueno pues, este libro contenía varias cosas que descontentaron a la curia romana, entre otras el título de bienaventurado que se daba sin restricción alguna más de cuatrocientas veces y el de santo más de ochenta veces, al obispo de Ginebra. Era ir directamente contra la intención de su comisión y también contra prohibición expresa de un decreto del papa Urbano VIII. Por eso la curia de Roma instó a las religiosas de Santa María interrumpir sus trabajos, hasta que la dificultad surgida por el libro del obispo de Puy fuera resuelta. Entonces, ¿cómo salir del paso? ¿Debía la Santa Sede revocar la comisión dada a enrique de Maupas, y anular la información que éste había dado ya y que estaba a punto de enviar a Roma?.¿Era mejor que el obispo de Puy previniera al papa y le remitiera su comisión él mismo, o por último era suficiente con corregir o suprimir el libro? Vicente de Paúl, movido por el triple deseo de adelantar la canonización del obispo de ginebra, de servir a las Hijas de Santa María y de conservar el honor del obispo de Puy, entregado a su congregación, y que, decía él, «no se había equivocado más que pensando hacer bien, » envió una memoria sobre ello a Jolly, superior de la Misión en Roma, con una carta de fecha del 13 de octubre de 1657, en la que le encargaba consultar lo más secretamente posible a las personas experimentadas en estas materias para saber por ellas la mejor conducta que se debía seguir. Estas diligencias tuvieron pleno éxito; la emoción se calmó en Roma y se reemprendió el proceso.

Dos años después, como se acercaba a su término, las religiosas de la Visitación, conociendo el crédito del que gozaba Vicente en Roma, le pidieron que uniera sus ruegos a los de un gran número de personajes de consideración, para obtener la canonización de Francisco de Sales. Y él lo hizo, tanto para obedecerlas como paea satisfacer la estima y la veneración particulares que sentía por una santo tan grande, uno de los santos más grandes del cielo, de cuyas grandes virtudes había sido testigo en muchas ocasiones; pero lo hizo lleno de confusión, «siendo tan indigno de obtener una gracia tan grande,» y de hablar después de tantas personas «más considerables que él que no era más que un pobre miserable.»

Así, él escribía, el 6 y el 12 de junio de 1659, a la Madre de Santa María de París y a Jolly, enviándoles esta carta al papa.

» Santísimo Padre,

Sé que toda Francia y que muchas naciones piden con insistencia a Vuestra Santidad que se digne inscribir al ilustrísimo y reverendísimo Francisco de Sales, obispo de Ginebra, en el número de los santos. Yo no ignoro tampoco que Vuestra Santidad honra con la mayor veneración su memoria, bien por sus singulares virtudes que han brillado en él, como por libros de eminente piedad que ha producido. Esto hace que parezca inclinarse bastante por sí misma a esta obra, y que ella no necesita, para cumplirla, de las peticiones de otro, sobre todo por parte de un hombre con un nombre tan abyecto y tan inútil como yo. Sin embargo, Santísimo Padre, como este excelente siervo de Dios, ha usado de ella, con bastante familiaridad, y se ha dignado admitirme con frecuencia en sus charlas, sea sobre el instituto de las religiosas de la Visitación de Santa María, del que ha sido fundador, sea sobre otros temas referentes a la piedad, he descubierto en él tanto y tan grandes virtudes que me resulta muy difícil guardar el silencio en esta ocasión, y que no pueda ser el único en callarme. La fe, la esperanza y la caridad, y las demás virtudes tanto cardinales como morales, parecían como innatas en él, y componían en su vida, por lo menos a mi juicio, tal fondo de bondad, que habiendo caído una vez enfermo después dice una conferencia con él, y recordando a menudo en mi mente la suavidad y la exquisita mansedumbre de sus costumbres, yo no cesaba de exclamar: «Oh qué bueno es Dios, si tan bueno es el obispo de Ginebra!» Si yo fuera el único, Santísimo Padre, en pensar así de él, creería poder equivocarme; pero como todo el mundo comparte conmigo estos sentimientos, ¿qué falta, Santísimo Padre, para la consumación de una obra tan grande, más que la ratificación de Vuestra Santidad, que eleve a Francisco de Sales al catálogo de los santos, y le proponga los honores y al culto de todo el universo? Es lo que todos los sacerdotes de nuestra congregación y yo, prosternados a los pies de Vuestra Santidad, le pedimos por nuestras muy humildes súplicas.»

Vicente no pudo ver el éxito de estos trámites. El obispo de Ginebra no fue beatificado hasta el 28 de diciembre de 1661, más de un año después de la muerte de su santo amigo, y canonizado hasta 1665 por Alejandro VII. En su juventud este papa había consultado a Francisco de Sales sobre su entrada en el estado eclesiástico; y éste, después de consultar a Dios, le había respondido: «No busquéis las dignidades, y llegaréis a las más altas de la Iglesia. –Y yo, Señor de Sales, había replicado el joven Chigi, si soy papa, yo os canonizaré.»

Profecía cumplida, palabra religiosamente tenida!

VIII. La Madelaine. –La Providencia.

Imposible enumerar los servicios, tanto generales como particulares, prestados por Vicente de Paúl a las comunidades de mujeres. Los obispos, por ejemplo le invitaban a menudo a hacerles la visita, para restablecer el orden o alentar la piedad. Así fue como el mes de abril de 1641, visitó por segunda vez, a petición del obispo de Potier, el monasterio de las Ursulinas de Beauvais. pero limitémonos a recorrer las comunidades, en las que su acción no fue accidental y pasajera, sino fundamental y duradera.

Se había establecido en otro tiempo en París, calle Saint-Denis, una comunidad de Hijas penitentes, casa de santa moral y refugio contra la corrupción de la ciudad; pero las revueltas y las guerras alteraron bien pronto su espíritu. El obispo de París, para devolverla a su primitivo estado, colocó como superiora a una religiosa de Montmartrem, María Alvequin37, quien tomó la dirección en 1616. Dos años más tarde, otra fundación de penitentas tuvo su origen en París. Robert de Montry, rico comerciante en vino y hombre de gran piedad, habiéndose encontrado en una calle a dos jóvenes libertinas que le manifestaron un deseo vivo y sincero de cambiar de vida, las retiró a su casa. Du Pont, párroco de San Nicolas des Champs, el P. Athanase Molé, capuchino, hermano del procurador general, y Du Fresne, ofical de la guardia de corps del rey, impresionados por esta iniciativa, se unieron al comerciante. Todos resolvieron recoger lo más posible de estas pobres criaturas, y reunirlas en un penitenciario. Las pusieron primeramente en unas habitaciones que ellos alquilaron en el barrio de Saint-Honoré. Y luego Robert de Montry les cedió una casa que tenía cerca de la Cruz Roja. Se estableció en ella la clausura y se erigió una capilla, a la que vino san Francisco de Sales a predicar en 1619 y a dar el hábito a algunas jóvenes.

Después, habiendo aumentado el número de las penitentes, se las cambió a la calle des Fontaines, cerca del Temple, en un local más vasto, provisto por la marquesa de Maignelay38.

Esta casa fue nombrada de la Madeleine. La marquesa se declaró su fundadora. Título que mereció por los grandes bienes que le hizo durante su vida, y por las ciento y una mil seiscientas libras que le legó por testamento. Las penitentes se incrementaron aún, y al mismo tiempo las solicitudes y las dificultades. Pues bien, a la cabeza de la casa, nadie que fuera verdaderamente capaz de dirigirla. Pidieron a san Francisco de Sales que nombrara a algunas de sus Hijas, cuya dulzura y caridad parecían las virtudes propias para ganarse a las nuevas Madeleines. «Más tarde quizás, respondió el santo obispo; todavía no ha llegado el tiempo.» Transcurrieron doce años, cuando se dirigió a Vicente de Paúl, de alguna manera sucesor de Francisco de Sales den la superioridad de las Hijas de Santa María. Vicente lo trató primero con Dios, luego con el arzobispo de París y la madre Angélica l’Huillier, superiora de la casa de la calle de San Antonio y, en 1629, destinó a cuatro hermanas de la Visitación a los primeros cargos de la Madeleine.

Estas buenas Hijas temblaron ante una empresa semejante. Y, en efecto, las calumnias, las persecuciones, los obstáculos de todas clases, sea de dentro, sea de fuera, no les faltaron. Pero, sostenido por el pensamiento del mérito de la obra y por su confianza en Dios, Vicente no las abandonó más de lo que se abandonaba a si mismo. Hizo celebrar asambleas de doctores y de otras personas de piedad y de experiencia, en las que se tomaros sabias y fuertes resoluciones para el éxito de un asunto del que dependían la edificación pública y la salvación de tantas almas. Al mismo tiempo, exhortaba a las hermanas a la paciencia, a la perseverancia, en vista de las bendiciones que atraerían con ello sobre ellas y sobre toda su orden, a la vista de Jesucristo, refugio de las pecadoras, cuya misión ellas continuaban. Y él escribía en este sentido a la madre Ana María Bollais, la primera superiora enviada a la Madeleine: «Nuestro Señor, que nos llama a lo más perfecto, tendrá como más agradable la continuación de vuestros servicios en Santa Madeleine que en cualquier otro lugar. La gracia de la perseverancia es la más importante de todas, y la que corona todas las demás gracias; y la muerte que nos halla con las armas en la mano para el servicio de nuestro divino Maestro, es la más gloriosa y la más deseable. Nuestro Señor acabó como vivió: habiendo sido su vida ruda y penosa, su muerte fue rigurosa y llena de angustias, sin mezcla de ningún consuelo humano. Por ello muchos santos han tenido este devoción a querer morir solos y ser abandonados de los hombres, con la confianza que tendrían a Dios solo para socorrerlos. Tengo la seguridad, mi querida hermana, que no buscáis más que a él solo y, que entre las buenas acciones que se presentan, preferís siempre aquellas en las que hay más gloria suya y menos interés vuestro.»

Animadas y dirigidas así, las Hermanas de la Visitación, después de triunfar sobre las primeras dificultades, establecieron la orden en la Madeleine. Por su dulzura y por sus cuidados, ellas se ganaron el corazón, no sólo de las penitentes voluntarias, sino también de las que les traían por autoridad de familia o de la policía. Éstas luego se quedaban de buena gana allí adonde habían sido llevadas por la fuerza, y algunas incluso hacía los votos de religión. Vicente continuaba sosteniendo a las hermanas con buenos confesores que les buscaba, con cartas, con sus visitas que les prodigaba a veces más allá de una semana39. Otras dos comunidades se establecieron bien pronto en Burdeos y en Rouen, a la espera de las dos casas de la Piedad y de Santa Pelagia, formadas por la señora de Miramión; los refugios del Buen Pastor, abiertos por la señora de Combé40 al arrepentimiento, hacia final de siglo, en muchas ciudades de Francia, y las casas parecidas de Santa Valeria y de las Hijas del Salvador, fundadas en París por el mismo tiempo, por el P. Daure, dominico, y dos sencillos sacerdotes de parroquias, Louis Raveau y Étienne-François Vernage. Siempre con la misma fecundidad de obras caritativas.

Vicente mismo, hacia el final de su vida, formó el proyecto de una vasto hospital para las jóvenes y mujeres abandonadas, y en particular para las que hacen un infame tráfico de su honor. Celebró sobre este asunto largas y numerosas conferencias con personas de piedad; y, a pesar de las dificultades de un proyecto semejante, lo habría llevado sin duda a ejecución, si la muerte no le hubiera sorprendido. Otros, según acabamos de ver, heredaron su pensamiento y lo realizaron bajo diversas formas.

Una obra parecida, pero más extensa, obra a la vez de refugio y de preservación, fue la obra de las Hijas de la Providencia, fundada por la señora Pollalion, de la cual salieron otras dos, las obras de la Unión cristiana y de la Propagación de la Fe o de las Nuevas Católicas.

Marie Lumague41, nacida en París, en 1599, se había casado con François Pollalion, gentilhombre ordinario de la cámara del rey, y alto comisario en Raguse. Viuda después de unos años de matrimonio, renunció a su cargo de dama de honor de la reina, vendió la carroza y sus pedrerías, se privó de todos los gastos de lujo, y se consagró, bajo la dirección de Vicente de Paúl, a las buenas obras y a la piedad. Comenzó por ser una de las damas más activas de la Asamblea; luego acompañó a la señorita Le Gras en las campañas, disfrazada de campesina y de criada, para aliviar e instruir a los pobres. Por último tuvo la inspiración de consagrarse en particular a las pobres jóvenes engañadas y penitentes, y a las que la juventud y la belleza unidas a la indigencia y a la mala conducta de su familia, se exponían aun peligro seguro. Después de formar con sus propias riquezas el primer fondo de esta obra, y asegurarse el concurso de su hija y de su yerno, Claude Chastelain, jefe de comedor del rey y secretario del consejo de Estado, hombre a la vez rico y caritativo, la vieron caminando a pie por las calles para pedir los recursos que le faltaban. Ella recogió primero una cuarenta jóvenes y las acogió en el hospital de la Pieté, cuyo superior era entonces Vicente de Paúl. Muy pronto, hacia principios del año 1630, formó el proyecto, con el nombre de Providencia, de una comunidad de treinta y tres jóvenes, destinadas a instruir y a educar a la gente joven que allí buscaban un refugio contra la corrupción del mundo. los primeros ensayos se realizaron en Fontenay y en Charonne, cerca de París, luego en París mismo en una pobre casucha, cerca de Chartreux de Vauvert. En esta última casa eran recogidas, según la proporción de los medios, las jovencitas de menos de diez años, a quienes se enseñaba, junto con el temor de Dios, los trabajos propios para asegurarles, mediante el trabajo, una existencia honrada. Vicente de Paúl, lleno de celo por esta obra, iba a menudo a visitar a la señora Pollalion y a sus compañeras en Charonne y en París. Nombrado superior de la casa, la hizo autorizar en 1643, por letras patentes y erigir, en 1647, por el arzobispo de París en comunidad secular. Encantado por las santas disposiciones de las Hijas de la Providencia, quiso extender las aplicaciones de su celo formó el plan de una sociedad de jóvenes y de mujeres pobres, especie de Misioneras que se harían presentes en todas partes donde se les juzgara oportuno enviarlas, para el servicio de Dios y la instrucción del prójimo. Entre las Hijas de la Providencia, él escogió a siete de las más celosas y de las más valerosas, las cuales alguna pertenecía la más alta nobleza, como Ana de Groze, y sobre todo Renata de Grandmont, aliada de las Loraine, que ocultó todos sus títulos bajo el humilde nombre de Renata Desbordes42. Esta congregación fue llamada de la Unión Cristiana , para señalar la unión que las Hijas debían guardar entre ellas y con Jesucristo. Redactaron un acta de asociación por la cual se comprometían a trabajar por la salvación de las almas. Muy pronto formaron varias casas, abiertas con preferencia a las protestantes recién convertidas o en vías de conversión, casas conocidas bajo los distintos nombres de Propagación de la Fe o de Nuevas Católicas43.

A petición sin duda de Vicente de Paúl, Ana de Austria, en 1651, donó a la señora Pollalion un amplio local, situado en la calle de la Arbalète y contiguo al magnifico monasterio del Val de Gràce, donde a ella le gustaba pasar las principales fiestas del año. También, en el acta de donación, declaraba que había elegido este terreno antes que otro cualquiera, con el fin de tener a la vista, en sus retiros ordinarios, un establecimiento del que esperaba grandes bienes. Era un antiguo hospital, llamado de la Salud , en el que se recibía a los convalecientes que salían del Hôtel-Dieu. El arzobispo de París erigió el nuevo establecimiento en hospital y nombró superiora a la señora Pollalion, quien tomó posesión el 4 de junio de 1652. Se había necesitado un año entero para construir nuevos edificios. Gracias a las liberalidades de Ana de Austria y, a ejemplo de la reina, de la princesa de Condé, de las duquesas de Orléans, de Vendôme, de Liancourt y de Aiguillon, de la Marquesa de Maignelay, de la mariscala de Guébriant, de la cancillera Séguier, de las damas de Loménie de Brienne, de Miramion, de Senecey y de las demás damas de la Asamblea, las construcciones se habían terminado en 1652, y la solemne inauguración del seminario se tuvo el 11 de junio, en medio de los aplausos del pueblo, «que había sabido comprender, esta vez, lo que hacía la caridad por él44.» San Vicente de Paúl redactó los reglamentos, que fueron aprobados por la autoridad eclesiástica. A los cinco años de esto, 4 de setiembre de 1658, la señora Pollalion moría en medio de las bendiciones de las piadosas maestras formadas por ella, y de las ciento ochenta jóvenes acogidas por su caridad, esta vez doblemente huérfanas. Pero el non relinguam vos orphanos se realizó una vez más para ellas, porque, independiente mente de la señorita Le Pilleur, tía del obispo de Saintes, luego de la señorita Viole, que sucedieron a la señora Pollalion en calidad de superioras y de madres, les quedaba un padre Vicente de Paúl, este padre de todos los huérfanos y de todos los abandonados.

En efecto, olvidándose, como siempre, de su casa y de los suyos, en estos años funestos que tendremos que relatar, quiso, Providencia visible, probar a sus hijas que no en vano se llamaban Hijas de la Providencia. Al otro día de los funerales de su piadosa fundadora, convocó en su favor una asamblea de sus Damas de la Caridad. un mes más tarde, era una nueva asamblea, más numerosa, sin duda, y más eficaz todavía que la primera, a juzgar por la carta siguiente que escribió, el 18 de octubre de 1657, a la duquesa de Liancourt´

«Señora,

Os muestro aquí una renovación de mi obediencia perpetua, y al Sr. duque de Liancourt en vuestra persona, y esto con toda la humildad y el afecto posibles. Os suplico muy humildemente, Señora, que tengáis a bien y que yo me haga el honor de hablaros de la obra de la Providencia de Dios, que la difunta señorita Poulaillon45 había promovido y que vos, Señora, habéis sostenido y protegido con vuestras obras y vuestra autoridad, en calidad de dama insigne bienhechora, que es tanto como decir de fundadora de esta buena obra, así como las reglas de esta buena obra, aprobadas por monseñor el arzobispo, lo declaran. –Habéis podido saber, Señora, el fallecimiento de esta buena sierva de Dios, y cómo pocos días después, se reunieron en casa de la señora duquesa de Aiguillon, allí donde la señora cancillera, señora de Brienne, señorita Viole, el Sr. Duplessis, el Sr. Drouart y yo nos encontramos para ver si convenía que se tratara de sostener y reglar esa obra y, supuesto que no hubiera otro remedio, cómo deberíamos proceder.

«Bueno pues, el resultado fue, después de hacer la lectura de las dichas reglas aprobadas, que se trataría de sostener esta buena obra y de dirigirla según la intención de las dichas reglas, que se convocaría una asamblea de las Damas insignes bienhechoras consideradas fundadoras de esta obra, de las cuales la reina es la primera, vos, Señora, la Sra. cancillera, la señora de Senecey, las Damas de Aiguillon y de Brienne, para tratar de este asunto y comenzar la armonía de esta dirección y perpetuarla con la ayuda de Dios, que os ha elegido entre las primeras, Señora, con la difunta señora marquesa de Maignelay, y el que probablemente quiere que seáis por el tiempo y la eternidad, uno de os principales instrumentos del que se ha servido para conservar la pureza y la santidad de muchas vírgenes, que adorarán y glorificarán a su divina bondad en el tiempo y en la eternidad y que tal vez le ofenderían y le maldecirían sin esto; y sin embargo se trasladaría a la Providencia para tratar de poner orden en los asuntos más urgentes, y para deshacerse de las religiosas que allí eran pensionistas y de las jóvenes de la comunidad y a reducir el número a cuarenta si se pudiera, menos en aumentarlo, contando que haya con qué. Y efectivamente se ha trabajado en ello, de manera que muchas pensionistas se han retirado, como también catorce o quince jóvenes a quienes han llamado los padres, de forma que el número de las personas de esta casa se ha reducido a unas ochenta; y en cuanto a lo que han pensado dichas Damas que han creído conveniente que yo tenga el honor de comunicaros todo eso, lo hago, Señora, con el gozo que vuestra bondad puede pensar, y es, Señora, por tres razones: una, tengáis a bien indicarme si os dignáis honrar esta buena obra continuando vuestra protección; y, supuesto eso, si tuvierais a bien, Señora, acudir a esta ciudad, un día de la semana próxima; y en caso de no poder, enviad una procuradora con permiso, autorizando a la persona de vuestra elección para que inscriba su nombre, y declare que, como bienhechora de la casa, queréis continuar la asistencia que habéis dado a esta casa desde su fundación hasta hoy – o al menos dar vuestra conformidad con ello. Éste era, Señora, el asunto de la presente, etc.»

Esta carta es preciosa por mostrarnos el estado en que se encontraba la casa de las Hijas de la Providencia, algunos días después de la muerte de su fundadora, y ayudarnos a comprender la eficacia de la intervención de Vicente en su favor. Pues se sabe que el número de ciento ochenta huérfanas de las que acababa de desprenderse, fue sobrepasado en el futuro.

No fue la última asamblea convocada por Vicente para procurarle ayuda. Hubo otras más en estos últimos años de su vida. De todas la más célebre fue la de febrero de 1659, en la que Bossuet, siguiendo la conjetura casi cierta de su más reciente historiador, pronunció su sermón sobre la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia, el primero probablemente qua haya pronunciado en París.

Bossuet se debía por más de un lazo a la Congregación de las Hijas de la Providencia, ya que era el superior del asilo de la Propagación de la fe, establecido en Metz, en medio de toda clase de contradicciones y de pruebas, por una pobre y heroica joven, llamada Alix Clerginet, y él le había dado su reglamento. Pues bien, a petición de Alix, la casa de París había acudido en ayuda de la casa de Metz, tanto que ésta consideraba a aquella como su madre. En efecto, la señora Pollalion había enviado a Metz, primero a Renata Desbordes, luego a otras cinco hermanas de la Providencia, con preciosas instrucciones de Vicente de Paúl, protector declarado de Alix y de su obra, que él las había animado a una y otra en un viaje que la piadosa joven acababa de hacer a París.

En busca de un orador para una nueva asamblea de caridad, Vicente de Paúl, superior de la Providencia de París, , debía naturalmente poner los ojos en el superior de la Propagación de Metz, como Bossuet, por gratitud, por filial deferencia y por el venerable sacerdote y por la casa-madre del asilo que le era tan querido, no podía negarles las primicias de su elocuencia. Después de oponerse al mundo, en el que todo ha caído presa de los ricos, incluso los pobres y el reino de Jesucristo, en el que todo se ha entregado en herencia a los pobres, incluso el derecho exclusivo a introducir en él a los ricos; después de celebrar la caridad de san Pablo, tan solicitado por los pobres de Jerusalén, y siempre tan lleno de respeta para ellos, llegando al propósito de la asamblea y dirigiéndose a las Damas, el orador exclama: «Señoras, revestíos de de estos sentimientos apostólicos; y en los cuidados que ejercéis en esta casa, mirad con respeto a los pobres que la componen. Meditad seriamente, en la caridad de Nuestro Señor, que, si los honores del siglo os colocan por encima de ellos, el carácter de Jesucristo, que tienen el honor de llevar los eleva por encima de vosotras. Honrad, en los siervos, la misteriosa conducta de la providencia divina que les da los primeros rangos en la Iglesia, con tal prerrogativa que los ricos no son recibidos en ella más que para servirlos.» Y particularizando más el objeto de la reunión, y dirigiéndose al auditorio: «Así pues, hermanos míos, añade Bossuet, abrid los ojos sobre esta casa indigente, y sed inteligentes sobre los pobres. Si pidiera vuestras limosnas para una sola persona, tan grandes e importantes razones, que os obligan a la caridad, deberían conmover vuestros corazones. Ahora yo elevo mi voz en nombre de una casa entera: y además, de una casa cargada de una multitud de pobres necesitadas totalmente abandonadas. ¿Necesito poneros ante los ojos los peligros de las jóvenes y las consecuencias peligrosas de su pobreza, el escollo más ordinario en el que su pudor causa naufragio? ¿De qué servirán las palabras, si la cosa misma no os impresiona? Entrad en esta casa; conoced sus necesidades; y si no os llega al alma la situación a la que ha llegado, no sé ya, Hermanos míos, qué podrá ablandaros el corazón. Es verdad que unas damas piadosas han abierto los ojos sobre esta casa; han escuchado sobre los pobres (beatus qui intelligit super egenum et pauperem) ; porque ellas conocen su dignidad, ellas se sienten honradas de servirle; porque ellas son cristianas, ellas se creen obligadas a asistirlos; porque ellas saben el peso de las riquezas mal empleadas, ellas se descargan entre sus manos, de una parte de su carga; y, repartiendo los bienes temporales, vienen a recibir a cambio las gracias espirituales46

IX. Muchachas huérfanas –Muchachas de Santa Genoveva. –Hijas de la Cruz.

Fue también a las Muchachas huérfanas a quienes la señorita de Lestang había abierto una casa hacia el Prè-aux-Clercs. Vicente de Paúl la socorrió en sus mayores necesidades; asistió a muchas de sus asambleas que se celebraron por ellas; por último, la colocó bajo la dirección espiritual de un sacerdote de su conferencia, llamado Gambard, el mismo que le había acompañado en sus primeras Misiones, y que, desde hacía veinte años, dirigía con éxito a las Hijas de la Visitación del barrio Saint-Jacques. Él puso a la piadosa fundadora en contacto con la señorita Le Gras, tan hábil en la ciencia del gobierno. Mandó celebrar en su presencia un consejo para trazar el camino que seguir. La comprometió a elegir en su casa, compuesta por entonces de doscientas jóvenes, a tres o cuatro de las más inteligentes, para compartir con ellas el peso de los asuntos, reunirlas de vez en cuando, , tomar sus consejos y del director de la casa, y a tener como tentación el deseo de hacerlo todo por ella misma, escollo de las almas ardientes y entregadas, donde la señorita de Lestang se veía amenazada de fracaso.

Vicente formó parte también de la fundación de las Hijas de santa Genoveva. La señorita de Blosset, hija de un gentilhombre del Nivernais, se había consagrado al cuidado de los pobres y enfermos de la parroquia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet y a la instrucción de las jóvenes. Después de unirse a algunas señoritas animadas del mismo espíritu, había comenzado a formar una pequeña comunidad, que tomó el nombre de Hijas de Santa Genoveva. Pero antes de tomar una determinación definitiva, ella y sus compañeras resolvieron visitar a Vicente de Paúl, a quien ellas tenían como «un santo y un hombre lleno de luz y de prudencia.» Les encareció que empezaran por la oración, y les pidió para él mismo ocho días de reflexión. Después de lo cual, volvieron muy decididas a aceptar su decisión, y él les dijo en un tono seguro y firme: «Dios quiere servirse de ustedes para dar una nueva compañía a su Iglesia; Nuestro Señor sacará de ello su gloria, y con ello redundará mucho bien al prójimo.» El tiempo y la Providencia confirmaron estas palabras. Las escuelas de estas jóvenes fueron muy frecuentadas y muy útiles a la parroquia. La muerte de Francisca de Bosset, sucedida el 9 de febrero de 1642 no disipó en nada su obra, y sus hijas resolvieron incluso realizar su primer compromiso irrevocable. Bourdoise aprobó su proyecto y les trazó unas reglas. La autoridad eclesiástica de la diócesis las erigió en comunidad, el 20 de agosto de 1658 y, en 1661, el rey les otorgó las letras patentes. Además de su principal función, que era la instrucción gratuita, formaban maestras para los campos, asistían a los pobres, distribuían remedios, daban instrucciones y lecciones a las personas de su sexo; en una palabra, ejercían toda clase de obras de misericordia espiritual y corporal. Tal era el estado de esta comunidad cuando la señora de Miramión47 que había formado una parecida den la parroquia de San Pablo, con el nombre de Sagrada Familia, quiso unirlas a una y otra. En su humildad, ella renunció al título de fundadora, haciendo tomar a sus Hijas el de Santa Genoveva. Sostuvo la congregación así multiplicada con su fortuna y su crédito y le compró una casa en el andén de la Tournelle, donde ella misma hizo su residencia. Aprobadas también con esta forma nueva por el arzobispo de París en 1665, las Hijas de Santa Genoveva se extendieron a diversos lugares y contaron pronto con más de cien escuelas.

Hay algunas comunidades que recibieron de Vicente servicios menos esenciales, pero que le son no obstante deudores. Tales, entre la numerosas Congregaciones hospitalarias que aparecieron de pronto por la mitad del siglo XVII, la Congregación de la Caridad de nuestra Señora, que debe su origen a Simonne Gauguin, nacida en 1521, en Pathai, en Beauce, y nombrada en religión Francisca de la Cruz48. Esta piadosa joven formó en primer lugar un establecimiento en París, cerca de la plaza Real, con el concurso de Madeleine Brulart, viuda de un jefe de cocina del rey, llamado Favre, quien se declaro su fundadora. El rey y el arzobispo de París, antes de aprobar el nuevo instituto sometieron sus reglas al P. Binet, jesuita, de Vigier, doctrinario, y de Vicente de Paúl, Habiéndolas revisado y aprobado los tres examinadores, como conformes a la doctrina del santo concilio de Trento. la Congregación fue autorizada por los dos poderes, y Francisca de la Cruz y sus compañeras pronunciaron sus votos en 1629. Estas religiosas fundaron luego un gran número de hospitales en Francia, pero todos reservados a las mujeres. Ellas hicieron por su sexo lo que hacían por los hombres los Hermanos de la Caridad de San Juan de Dios.

Pocas comunidades de chicas debieron tanto a Vicente de Paúl como la congregación de las Hijas de la Cruz.

En Roye, de Picardía, existía una escuela en la que se hallaban confundidos los niños de ambos sexos, lo que se convirtió en fuente de abominables desórdenes, a los que el propio maestro puso el colmo abusando de una de sus estudiantes. Para remediarlo, los dos párrocos apelaron a la entrega de personas piadosas, que se encargarían de la instrucción de las jóvenes. Cuatro respondieron a la llamada: Françoise Valette, Marie Saucier, y dos hermanas, primas de las precedentes, Charlotte y Anne Delanoy. En 1625, una asamblea compuesta de los párrocos, , de los notables y de las damas y señoritas más distinguidas de la ciudad, admitió su entrega, nombró a la señora Ledoux, viuda del secretario de Roye, su presidenta y protectora; y ésta, como primer ejercicio de su cargo, les dio una casa en la que las instaló el 4 de agosto siguiente.

Las jóvenes maestras que eligieron a Françoise Valette como superiora, experimentaron en un principio los éxitos más hermosos. Pero el prefecto de Roye, llevado tal vez por jóvenes libertinos descontentos de verse arrebatar a sus víctimas, resentido además de no haber sido consultado en el asunto, acusó a Bellot, decano de la colegial y promotor declarado del nuevo establecimiento, de ir contra las intenciones del rey que había prohibido que se formaran, sin su consentimiento, estas clases de instituciones. No se tuvo en cuenta esta reclamación, y la obra continuó prosperando. Sus enemigos se volvieron entonces contra los dos párrocos a quienes atacaron con horribles calumnias, cuyo contragolpe alcanzó a las pobres maestras. El pueblo, justo esta vez, vengó con una palabra a las siervas de Jesucristo y, para consagrar sus persecuciones, las llamó Hijas de la Cruz. Deseosas de merecer este hermoso título, sufrieron primeramente en silencio; pero temiendo comprometer su obra, al mismo tiempo que sus personas con una abnegación excesiva redactaron pronto una Memoria justificativa, que dos de ellas llevaron a París y sometieron a diecisiete doctores de Sorbona. Los doctores, tras maduro examen, declararon, el 26 de noviembre de 1630, no hallar en ella nada que no fuera bueno y útil, digno de ser recibido, aprobado y autorizado por los pastores y magistrados del lugar en que residían las hijas mencionadas.»

Justificadas de esta forma, las buenas hermanas recuperaron sus funciones con nuevo celo. Se granjearon más y más la confianza de de las familias, y vieron acrecentarse el número de sus asociadas.» Todo el peso de la persecución hasta entonces repartido, recayó sobre los dos sacerdotes primeros autores de su obra, Los delataron a la corte como a peligrosos innovadores, como a guías perniciosos. Enseguida fueron detenidos y apresados en París. Después de varios interrogatorios, fueron devueltos afortunadamente a las manos de Vicente de Paúl. El santo les interrogó a su vez con toda su caridad, sin duda, pero también con todo su buen juicio, con toda su justicia, todo su celo por el honor de la Iglesia. la conclusión de su examen fue que los dos sacerdotes sobre todos los cargos, y la corte, sin más informes, les dejó marchar, libres de culpa, a Roye, a sus puestos de trabajo.

Vicente no había podido examinar a los dos directores de las Hijas de la Cruz, sin llegar, sin su perspicacia ordinaria hasta el fondo del nuevo instituto. Había quedado satisfecho; y cuando los dos eclesiásticos le preguntaron si no era conveniente abandonar una obra expuesta a tales ataques, él respondió: «Lejos de ceder a la persecución, hay que demostrar más ardor todavía en mantenerla, ya que será de grande utilidad a la Iglesia; si logra echar raíces, llegará a ser un árbol fecundo en frutos saludables. Que conserve tan sólo con cuidado su primer espíritu le pobreza, de sencillez, de mortificación, de piedad, de obediencia y de caridad; que sus primeras asociadas sigan mereciendo su nombre de Hijas de la Cruz, unidas cada vez más a la cruz del Salvador por la porción que les ha tocado en suerte de sus oprobios y de sus persecuciones.»Desde el juicio favorable de la Sorbona, Marie Saucier se había quedado en París. El célebre P. Lingendes, a quien había elegido por director, la puso entonces en relación con una dama de una profunda piedad. Marie l’Huillier, viuda de Claude-Marcel de Villeneuve, maestro de las demandas ordinario de la casa del rey. Casada muy joven, Marie l’Huillier había sufrido mucho por el carácter difícil y la conducta disipada de su esposo. Bajo la dirección de san Francisco de Sales, había soportado esta prueba como mujer fuerte y como cristiana. Viuda a los veintitrés años, no se ocupó de otra cosa que de la piedad y de la caridad, estas dos grandes cosas siempre correlativas en el cristianismo. Se asoció a las damas de Lamoignon, Pollalion y Le Gras, que estaban entonces bajo la dirección de san Vicente a la cabeza de todas las empresas caritativas. Ella trabajó algún tiempo con Jean-Pierre Camus, obispo de Belley, en la conversión de las mujeres perdidas, hasta que la obra juzgada por uno y por otra ingrata, fue abandonada y reservada a otras manos. Vuelve a comenzar en otras obras de un éxito más fácil y más inmediato. En compañía de otras damas que se habían juntado, iba a visitar a los pobres de su parroquia de San Pablo, cuyo párroco, a sugerencia de ella, le proporcionaba el fondo de subsistencia , por medio de una colecta semanal. Para ayuda a la vez del alma y del cuerpo, ella colocó, no sólo en la parroquia, sino en distintos barrios de París, a maestras de escuela que enseñaban gratuitamente a las niñas pobres.

Es lo que había determinado al P. Lingendes a llevarle a Maríe Saucier. La señora de Villeneuve no tardó en reconocer, en el nuevo instituto, la plena realización de lo que perseguía entonces ella misma, y pidió una Hija de la Cruz para establecer en París la obra que triunfaba tanto en Picardía. En consecuencia, el abate Guérin, director entonces de la pequeña Sociedad, se dirigió de Roye a la capital donde, a falta de Marie Saucier quien, por consejo mismo de su confesor, acababa de entrar en la Visitación, encargó a Charlotte Delanoy fundamento y clavija maestra de la comunidad,

Cada vez más, la señora de Villeneuve se convenció de la utilidad del nuevo Instituto y de la facilidad de su establecimiento en París. Únicamente, para protegerle contra la inconstancia humana, quiso hallar a jóvenes que se formaran por votos en cuerpos de comunidad regular. El arzobispo de París aprobó su proyecto, y los acontecimientos la sirvieron. Las guerras cuyo teatro lo constituía entonces la Picardía, habiendo forzado a los habitantes a venir a buscar refugio en París, las Hermanas de Roye habían seguido a la gente. Charlotte Delanoy presentó a sus pobres a la señora de Villeneuve, y la caritativa dama se las confió a una de sus amigas en la calle de Bas-Froid, en el barrio de Saint-Antoine, esperando que el comendador de Sillery, instado por ella, las hiciera conducir a su castillo de Penfon, a las puertas de Brie-Comte-Robert. Algún tiempo después estas jóvenes en número de cinco quedaban establecidas en el burgo mismo como institutrices.

Pero la cuestión de los votos las dividió. Tan sólo por el abate Guérin, las opositoras se quedaron en Brie-Comte-Robert, donde continuaron dirigiéndose por sus consejos. Ellas formaron casas en Roye, Rouen, Barbesieux y luego en París, en la parroquia de Saint-Gervais. Françoise Vallet, Anne Delanoy y Marie Paillet, favorables a los votos, regresaron a París con dos alumnas suyas, el 28 de diciembre de 1640, y fueron colocadas por la señora de Villeneuve en la Visitación para formarse en el espíritu de san Francisco de Sales. En efecto, con las Hijas de la Caridad, iban a compartir la herencia que del santo obispo de Ginebra había destinado a sus propias Hijas, y que por los consejos de Denis de Marquemont, había debido, como se ha dicho, dejar a otros.

Fue entonces cuando la señora de Villeneuve entró en relación más estrecha con la señora de Chantal. Estas relaciones habían sido primitivamente formadas por san Francisco de Sales que había presentado a la señora de Villeneuve a la santa fundadora, diciéndole que no conocía alma más cándida ni de mejor corazón.. desde entonces se había establecido entre las dos admirables mujeres, un trato de cartas que reanimó en la época a la que hemos llegado. Santa Chantal escribía el 15 de enero de 1641: «Viva Jesús! Bendito sea el divino y buen Salvador de nuestras almas que os ha elegido, mi buenísima y queridísima hermana, para ofrecerle esta Sociedad, por medio de la cual, muchas almas, como valientes amazonas, combatirán las perversas máximas del mundo y enarbolarán las divinas máximas de Jesucristo. este proyecto no puede por menos de servir grandemente a la gloria de Dios y en provecho de muchas almas, por la facilidad que da a todas aquellas que tengan disposición para la vida espiritual y deseo de aprovechar. Veo que la divina Providencia hace que se recojan por este medio algunos pensamientos y deseos de nuestro bienaventurado Padre, que no han podido ser ejecutados ni conservados en nuestra querida Congregación. Yo siento un tierno consuelo, doy gracias y bendigo a Dios de todo corazón. Todo ello está tan digerido, que mis luces limitadas no tienen nada que añadir, sino tan sólo honrarle. El tiempo y la práctica os descubrirán cosas que no se pueden aprender más que por experiencia. Veréis, mi muy querida hermana, de qué manera os descubrirá Dios poco a poco lo que os sea necesario para la perfección y para la estabilidad del proyecto que os ha inspirado y del cual yo creo que quiere que sigáis siendo la guía y la directora. Es una gran ventaja tener súbditas fundados en la verdadera virtud para servir de base a este edificio espiritual. Bendito sea Dios que os las ha puesto en vuestras manos. Siento el consuelo por el buen entendimiento que habéis tenido entre nuestras hermanas. Ruego a Dios que os dé las fuerzas y la salud para llevar a cabo y conducir a su perfección este sagrado plan. Hace tiempo que Dios os iluminó y os hizo discernir movimientos de la naturaleza, y os ayudó a combatirlos más y más; os fortalecerá para seguir los de la gracia. Es verdad que se necesita valor; pero su divina bondad será ella misma vuestro corazón y vuestra fuerza; ella hará desvanecerse a vuestros ojos todas las dificultades por la virtud de su gracia y de su asistencia. Por último, es un favor actuar y sufrir por la gloria de Dios. Yo se lo pido que os colme de su amor y bendiga vuestra empresa. Nosotras se lo pediremos con insistencia, y yo os suplico que me encomendéis mucho a Dios para que me ayude a pasar el resto de mis días y que los termine en su gracia y su agrado, siguiendo de buena gana, mi muy buena y querida hermana, vuestra muy humilde y sierva en Nuestro Señor. –Jeanne-Françoise Femiot, de la Visitación Santa María. –Dios sea bendito!»

En el curso de este mismo año de 1641, santa Chantal escribió también a la señora de Villeneuve: «Bendito sea nuestro buen Dios, mi muy querida hermana, que dispone de vuestro corazón para la obra de su gloria! No dudo que vuestro proyecto no significa un gran provecho para las almas que tengan la suerte de recoger sus frutos . Varias damas viudas sentirán un gran consuelo al encontrar este retiro de piedad, que no les impedirá prestar a sus hijos los cuidados legítimos que ellas les deben. Era uno de los planes más importantes que nuestro bienaventurado Padre había pensado, el de conservar los ejercicios de caridad pública en nuestra congregación; pero él no pudo ejercerlo; y mirad que la divina Providencia os ha escogido para llevarlo a cabo. Creo que las Hijas de quienes os serviréis para instruir a los demás en la piedad serán ya mayores y capaces de este favor, lo que será de una utilidad maravillosa en este siglo tan corrompido. Os suplico, mi muy querida hermana, que me informéis del progreso que hayáis hecho en este sagrado plan a fin de que nuevamente yo alabe a dios por ello, y me consuele con vos.»

Las primera jóvenes del nuevo instituto o transformado no estuvieron más que ocho meses en la Visitación. La señora de Villeneuve les subrogó la donación que el comendador de Sillery le había hecho, poco tiempo antes de su muerte, de una casa sita en la calle Saint-Honoré, ceca del hotel de su nombre. Georges Froger, párroco de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, uno de los signatarios de la aprobación, dada por la Sorbona en 1630, fue delegado por el arzobispo de París para< presidir todas las fundaciones del nuevo instituto. Del que siguió siendo superior hasta su muerte, sucedida en 1647.

La señora de Villeneuve fundó su primer establecimiento en Vaugirard, donde compró una casa, en nombre de las Hijas de la Cruz y, el 4 de agosto de 1641, a la cabeza de su pequeña colonia, pronunció los votos simples de castidad perpetua y de obediencia, a los cuales más tarde se unió el de pobreza. A partir de este día data el nacimiento de la nueva sociedad de las Hijas de la Cruz. En Julio de 1642, obtuvo letras patentes del rey, que fueron registradas el 3 de setiembre de 1646.

Mientras estaban en Vaugirard, donde ella ayudó también al abate Olier en los ensayos de su seminario, la señora de Villeneuve quiso extender a la capital el beneficio de la educación gratuita. Ella compró pues una porción del palacio de las Tournelles, por un importe de 55 000 libras, de las que la señora de Aiguillon pagó más de 30 000, y se estableció allí un segundo emplazamiento.

Nada parecía faltar ya al nuevo Instituto, ni siquiera la estima de los hombres que le habían perseguido en su nacimiento; pero debía tener parte también en la persona al menos de su segunda fundadora en esta cruz cuyo nombre llevaba. En efecto, la señora de Villeneuve fue devorada por tales penas interiores que se vio tentada a abandonar a otras la dirección de la que acababa de ser revestida. En el exceso de sus males y de sus perplejidades, se dirigió a Vicente de Paúl, quien tantas veces la había sostenido con sus consejos. El mes de febrero de 1648, ella le escribió: «Si Dios quiere, a causa de mi indignidad dejar perecer la obra, lo consiento de mil amores. Estaba dispuesta a ello cuando yo la comencé; pero vos mismo no la habíais juzgado oportuna. He seguido exactamente todo lo que me habéis prescrito: a vos corresponde ayudarme en la consumación de este proyecto. Os suplico pues que acudáis una vez más a manifestarme las divinas voluntades, a fin de que no me vea engañada por las mías propias.» El mes de setiembre del mismo año, ella volvió a la carga: «Os ruego que acudáis en mi ayuda contra los ataques de Satán y de sus secuaces que han jurado mi ruina. Yo no sé qué quiere hacer Dios de mí, pobre caña batida por tanto tiempo por vientos de la persecución, sin que nadie haya podido derribarlo ni tampoco moverlo. Tal parece que Dios tiene grandes proyectos sobre mí, a los que se oponen el mundo y el demonio. Pues ¿por qué tantas fuerzas reunidas contra un soldado tan débil? Ah, porque nadie puede dañar al que Dios protege. Esto es lo que me habéis enseñado, lo que yo he experimentado, y lo que ha enderezado hasta ahora toda mi conducta al servicio de Dios. Os pido vuestras oraciones para el afianzamiento de la Sociedad, si es la obra de Dios.»

No se tienen las respuestas de Vicente de Paúl; pero se adivina el sentido por lo que precede y por lo que va a seguir. Es evidente que él animó en su proyecto a la señora de Villeneuve, quien, efectivamente, perseveró en él hasta su muerte, acaecida el 15 de enero del año 1650, a sus cincuenta y tres años.

Esta muerte fue un terrible golpe para la familia tan joven. Era una madre de menos, y ningún patrimonio para llenar un poco el vacío de su pérdida. Pues la casa estaba gravada con 40 000 libras en deudas, peso bajo el que se doblaban las hermanas y sus amigos. Por otra parte, la comunidad se componía de elementos tan diversos, de moléculas tan divididas y tan heterogéneas, que solo el genio de la fundadora parecía ser capaz de hacer de ello un monumento. Ella, el alma y el cimiento, desaparecida, los agregados debían irse cada uno al cuerpo con el que tenía alguna semejanza, quién a un instituto, quién a otro, y el todo desaparecía por la disolución de las partes. Las más cálidas protectoras del seminario de la Cruz, , las que habían hecho por él los sacrificios más generosos, como la duquesa de Aiguillon, no veían nada mejor que su reunión con las Hijas de la Providencia, es decir una vida en otra después de una vida personal. En efecto, la señora de Aiguillon comunicó este plan a Vicente de Paúl, con todas las razones del caso. El santo combatió la idea de la duquesa y le dijo: «Aunque las hermanas de la Cruz se vieran reducidas a dos o tres, con tal que estuvieran bien unidas, ellas formarían todavía una comunidad. Sería un poco de levadura que haría pronto fermentar toda una masa. Por otra parte, decía él, el Instituto de la Señora de Villeneuve y el de la señorita Pollailon se parecen demasiado poco para unirse y los dos pueden ser muy útiles por separado a la Iglesia.»
Aunque esta respuesta hubiera tranquilizado un poco a la Señora de Aiguillon, no le quitó todo el recelo sobre el presente y principalmente sobre el futuro del Instituto. Volvió a San Lázaro en compañía de otras damas. Muchas asambleas se celebraron con la presencia del santo y casi todas las voces continuaban dirigiéndose hacia la supresión o a la unión con otra comunidad. Pero Vicente persistía en sus primeras respuestas: «Es la obra de Dios, dijo a Abelly, entonces director, como ya hemos dicho, de las Hijas de la Cruz; no conviene destruirla por nada del mundo; el número de las hermanas se multiplicará; es un riachuelo, pero recibirá aguas que le conviertan en un gran río.» Desde entonces renunciaron a toda forma de supresión o de adhesión, y se deliberó sobre los medios de asegurar la vida de la familia huérfana. El santo no halló nada más seguro que confiar toda la administración temporal a una persona quien a la buena voluntad acompañara la inteligencia en los negocios, el valor contra las dificultades, el crédito para procurarse, la piedad sobre todo. El celo por la gloria de Dios y la caridad con el prójimo. su mirada se dirigió sobre Anne Petau, dama de Traversai, hija y viuda sin hijos de un consejero en el Parlamento de París. la Señora de Traversai, nombrada ya entre las más celosas de las Damas de la Asamblea, había fundado ella misma, en 1635, el monasterio de la Concepción, de la calle Saint-Honoré. A su familia natural, consintió en añadir esta familia adoptiva, cuyos intereses ella gestionó con una sabiduría y un afecto que la pusieron muy pronto por encima de las necesidades más urgentes. Por lo demás, se vio ayudada en esto por la duquesa de Aiguillon, que dio también más de 14 000 libras, y por algunas damas más de la Asamblea que contribuyeron a liberar a la comunidad del agobio temporal.

Faltaba por arreglar lo espiritual. Vicente de Paúl se encargó de ello. a la muerte de Froger, en 1647, André du Saussay, párroco de Saint-Leu, oficia y gran vicario de París, había sido nombrado superior. Pero al cabo de tres años, llamado a la sede de Toul, dimitió a favor de Abelly, párroco de Saint-Josse, con quien había ya compartido la administración espiritual y temporal. Vicente comprometió a su discípulo a aceptar esta delegación. Abelly no sabía más que obedecerle. También, durante quince años (1650-1675), hasta su nombramiento al obispado de Rodez, trabajó en concierto con Vicente en gobernar a las Hijas de la Cruz. Él les dio un reglamento y constituciones, a las que añadió un directorio muy detallado para todos los empleos del seminario. A su partida para Rodez, se sustituyó en el superiorato de las Hijas de la Cruz por Armand Poitevin, su sucesor en la parroquia de Saint-Jesse. De vuelta a París en 1675, después de dimitir de su obispado, y habiendo encontrado la comunidad huérfana todavía por la muerte de Poitevin, volvió a tomar su dirección y le dio nuevas constituciones que fueron aprobadas por Francisco Harlay, arzobispo de París. El 9 de mayo de 1668, el cardenal de Vendôme, legado a latere en Francia, había aprobado en nombre de la Santa Sede, el nuevo instituto.

En el intervalo de estos veinticinco años y siguientes, las Hijas de la Cruz no sólo se sostuvieron sino que se extendieron y abrazaron todas las obras de caridad para con las personas de su sexo: escuelas gratuitas, pensionados, asilos para retiros, hospicios en Ruel, en Moulins, en Narbona, en Tréguier, en Aiguillon, en Saint Brieuc, en Saint Flour y en Limoges. Ellas devolvieron a las Hijas de Saint-Joseph el servicio que habían recibido ellas mimas, al restablecer la regularidad en su disciplina y el orden en su administración temporal. Ellas dotaron de hermanas al hospital de la Pitié, y no se retiraron hasta reformarlo todo, y formar maestras capaces de sucederlas. Durante las guerras de Picardía y de Flandes, prodigaron sus cuidados a estos enjambres numerosos de mujeres y de jóvenes que llegaron a buscar un refugio a París. En esto ellas ayudaron a las Hijas de Vicente y se mostraron dignas de su común padre. Ya que, después de lo se acaba de decir, con razón miraron al santo sacerdote, si no como a su fundador, por lo menos como al reparador y al conservador de su congregación, como aquél a quien debían esta segunda vida que, en los cuerpos, más todavía que en los individuos, es preferible a la primera, casi siempre tan efímera y tan inestable49.

Se comprende pues la veneración de las Hijas de la Cruz por san Vicente de Paúl y su gratitud por un servicio cuyo desinterés solo iguala la importancia. Pues era, al parecer, en detrimento de su Hijas de la Caridad como Vicente favorecía a las Hijas de la Cruz, ya que unas y otras tenían tantas obras en común, y él llamaba a extrañas y rivales a compartir ventajas y derechos de lo que habría podido guardar el monopolio a su familia. Pero la rivalidad cristiana consiste en multiplicar, y no en impedir o suprimir a los cooperadores; todo lo más en luchar con entrega y celo; ahora bien en este último punto, las Hijas de la Caridad no podían ser superadas.

X. Otros servicios prestados a las comunidades de mujeres.

Lo que realza todavía el valor del servicio prestado a las Hijas de la Cruz y el honor de su instituto es que Vicente estaba opuesto en principio a la fundación de nuevas comunidades. El año 1647, nos proporciona un ejemplo. Un personaje que poseía un priorato dependiente de la abadía de Saint-Florent-les-Saumur quería, por largos años, reunirlo con el seminario de los Bons-Enfants, sobrecargado por entonces por el mantenimiento de cuarenta sacerdotes externos que no le pagaban apenas unos sueldos, siete al día. Pero el arzobispo de París, Francisco de Gondi, no aprobó la reunión, creyendo así usar de represalias contra Vicente, a quien acusaba de haber empleado su crédito ante la reina para impedir un establecimiento en Lagni. Además, el arzobispo parecía poner su aprobación al precio de un cambio en las disposiciones de Vicente y, por él, en las de la reina. con todo su respeto por los prelados de la Iglesia, pero también con una firmeza verdaderamente sacerdotal, Vicente le respondió el 8 de setiembre: «Es verdad que la reina, a su regreso de Amiens, me ha hablado de la fundación de Lagni; es verdad asimismo que yo no la he favorecida, pero he tenido fuertes razones para actuar así. Desde hace tiempo se decretó en el consejo eclesiástico que no se permitirían ya nuevas fundaciones de religiosas. Se admite que existen demasiadas ya, y Su Majestad recibe con frecuencia quejas. Varias se aniquilan por sí mismas, y recientemente se han visto formar y desaparecer a seis o siete de esta clase de congregaciones. Algunas incluso han dado escándalo y levantado murmuraciones. Además no se conoce lo suficiente la mente de la reina, cuando se la cree capaz de cambiar fácilmente. En cuanto a mí, yo no podría arrepentirme ni desdecirme de un consejo que he dado con la única mira de Dios.»

La vista de Dios, en efecto, la esperanza fundada en el gran bien por la Iglesia, es únicamente lo que le podía determinar a favorecer nuevas fundaciones de mujeres. Además, él tenía por suficiente bien mirar por la reforma, bien por la buena dirección de las comunidades ya existentes. A esto es a lo que se dedicó también con ardor en el consejo de conciencia.

Cuando las abadías tenían derecho de elección, se lo conservaba, y se oponía con firmeza a las intrigas de ciertas religiosas quienes, desesperadas de llegar a la primera línea por la vía de los sufragios, querían llegar por el crédito de sus familias y por la autoridad del rey. Lo mismo hacía con respecto a las abadesas que elegidas por tres años, según la costumbre de sus comunidades, solicitaban patentes de continuación. En estos casos él resistía a toda autoridad, incluso a la de ciertos obispos que preferían la perpetuidad de las superioras antes que el simple carácter trienal. «Todas las innovaciones, respondía, que se hacen contra los usos canónicamente establecidos, deben ser tenidas por sospechosas. Por otro lado, las Hijas, por su naturaleza menos firmes en el bien, se olvidan con mayor facilidad en los altos cargos, si se ven establecidas en ellos para siempre. Y eso es por lo general por qué las elecciones se prefieren en sus comunidades a las perpetuas.» Así debía hablar el santo fundador de las Hijas de la Caridad.

Las necesidades mismas de la reforma no le podían inducir a consentir en que no se cambiara nada, sin la venia de la autoridad competente, en el orden legal del nombramiento a los cargos. Hacía dos siglos que la abadía de Longchamps, fundada por Margarita, hermana de san Luis, era víctima de infames desórdenes. La división se había introducido, ella fue el objeto de muchas demandas ambiciosas. Pero era electiva; y, como el santo se lo escribía a la reina el 8 de noviembre de 1651, correspondía al papa decidir, no al rey. Rogó pues a la reina que vigilara tanto más a fin de no dejarse sorprender, que los dos partidos pedían la reforma. Pero, otra vez más, se necesitaba la intervención de la autoridad pontificia. La reina debía pues mandar a suplicar al papa por medio de su embajador en Roma, puesto que sería una gloria para ella contribuir a la reforma de un monasterio desordenado por tanto tiempo.

La abadesa de Longchamps se adelantó en la curia, mandó presentar al papa una súplica en la que se exponían todos los desórdenes del monasterio, por desgracia imputables a los franciscanos, que eran sus superiores. Pedía la exención de su autoridad y la sumisión al ordinario. El cardenal de la Rochefoucault encargó a Vicente de Paúl que se informara en secreto del contenido de la súplica. Tras información seria, Vicente respondió, el 26 de octubre de 1652, que la súplica estaba conforme con la verdad. Él apoyó pues sus cláusulas, a condición de que el ordinario nombraría, para tres años tan sólo, con derecho a continuarlo tres años más, a un visitador secular o regular, no franciscano sin embargo, a quien investiría, salvo recursos a él, con plenos poderes para establecer la reforma; después de lo cual, la religiosas podrían elegir, cada tres años, a tres personas entre las cuales el ordinario escogería a un visitador50.

En Autun, existía una abadía de religiosa de la orden de San Benito, que, al cabo de varios años, se había convertido en una sentina de vicios. Vicente no pudo sufrir la abominación de la desolación en el lugar santo. Ni el nacimiento de la abadesa, ni el crédito de sus padres en la corte pudieron apartarle de la obra de la reforma. Insistió ante la reina madre, y de una casa de escándalo y de desorden, hizo muy pronto una estancia de edificación y de santa regularidad51.

Cuando venían a vacar abadías para el nombramiento del rey, eran solicitadas al punto por personas con crédito, en nombre de servicios hachos al Estado, o tan sólo por el nacimiento. Era Vicente quien aguantaba el primer asalto. Pero nobleza y méritos de los padres no podían, naturalmente, suplir a sus ojos a las cualidades de las jóvenes a quienes se quería colocar a la cabeza de las comunidades.

Aquí, al cambiar simplemente los géneros, tendremos que reproducir la mayor parte de las escenas relatadas antes con ocasión de los beneficios y de las prelaturas. Nada faltaría ni siquiera el taburete lanzado a la cabeza de Vicente por una dama a cuya hija le había puesto trabas, más novicia que abadesa, y a quien había ido a visitar para razonar y no pensar en abadías. «Dios sea bendito por la pequeña confusión que acabo de evitar para su gloria!» ésa fue su respuesta.

De tía a sobrina, una abadía parecía hereditaria en una gran familia, Vicente acabó por romper la línea de este singular orden de sucesión. El cabeza de familia vino a quejarse a San Lázaro. En efecto, era hacerle mal. Desde hacia tiempo, la abadía le servía de casa de placer. Marido, mujer, hijos y colaterales se reunían allí varias veces al año y se daban buenos banquetes a expensas de la comunidad. Sus gastos de placer figuraban entre lo necesario de las pobres religiosas que, condenadas al secreto, no podían otra cosa que aguantarse sin quejas. La muerte de la abadesa las había dado la libertad. Temiendo con razón que, si la sobrina reemplazaba otra vez a la tía, la sucesión fuera para ellas la continuación de sus males, ellas lo habían hecho todo para obtener otra superiora.

Vicente no declino la responsabilidad del consejo que había dado a la reina y trato de hacer convencer al padre de los motivos de conciencia que le habían movido.

La calma misma del santo no hizo sino cargar la tormenta, que estalló en cólera, en injurias y en amenazas; pero nada pudo mover ni alterar su serenidad. Se alegró interiormente de haber sido considerado digno de sufrir persecuciones por la justicia y, ni en esta circunstancia ni en ninguna otra, pensó en quejarse, menos aún en vengarse de sus perseguidores. Él también, después de tomar su resolución, seguía su camino; echaba por tierra, cortaba todos los abusos, y luego lo cubría todo con su paciencia y con su caridad.

Nunca le debió costar tanto por seguir fiel a este plan de conducta, como en una ocasión en que tuvo que resistir a las peticiones de Adrián Le Bon, el antiguo prior de San Lázaro, a quien había profesado tanto respeto y gratitud. Por sus consejos y orden de la reina había sido encerrada una abadesa de alta condición, pero que había dado a sus escándalos una publicidad igual a la de su nacimiento. El prior que tenía mucho que agradecer a esta religiosa, fue encargado por ella de trabajar en su liberación. Él lo aceptó de muy buena gana, porque este asunto como en cualquier otro, él creía que con una palabra a Vicente obtendría su libertad. Cuál no fue su sorpresa cuando vio no solamente su primera propuesta, sino todas sus instancias fracasar contra la negativa obstinada del santo hombre. Tranquilo y respetuoso, pero inquebrantable, Vicente se contentaba con responder: «Yo no lo podría sin traicionar mi conciencia; os suplico pues muy humildemente que me excuséis. –Qué, Señor, exclamó entonces el prior lesionado, ¿así me tratáis, después de regalaros mi casa? ¿Es éste vuestro agradecimiento por todo los bienes que os he hecho a vos y a vuestra Compañía? –Es verdad, replicó Vicente entristecido hasta el fondo del alma; es verdad que nos habéis colmado de bienes y de honor, que os tenemos las mismas obligaciones que los hijos a su padre; pero por favor os pido, Señor, que lo recuperéis todo, si, a vuestro juicio, no nos lo merecemos sino al precio de Dios y de nuestra conciencia.» El prior se calló y se retiró descontento. Algunos días después, él mismo fue informado, sin ningún género de duda, de los comportamientos escandalosos de la abadesa y de la injusticia de sus reclamaciones. Arrepentido con nobleza, se fue enseguida a ver al santo sacerdote, y arrojándose a sus pies: «Perdonadme, le dijo, la precipitación del juicio pronunciado contra vos, No cedáis en nada por mí, os lo ruego, de la justa pena impuesta a la culpable.» Vicente, de rodillas él también, concedió muy confundido el perdón pedido, y se reservó, si hubiera sido necesaria, una justificación todavía más triunfante. La abadía a la que se había quitado a esta indigna superiora, había seguido sus ejemplos de lleno, era una sentina de vicios. Purgada de esta influencia manifiesta, pronto se convirtió, por los cuidados de Vicente en un santuario de virtud y de piedad52.

Los abusos que trataba de desarraigar el santo sacerdote en las comunidades de mujeres eran de más de una clase. Así, la abadesas, bajo pretexto de edad o de debilidad, pedían para coadjutoras, con futura sucesión, a sus hermanas, a sus sobrinas u otras parientes. Estas ternuras, estos cálculos humanos, fueron siempre desbaratados por Vicente de Paúl. Vacantes por muerte, las abadías podían ser reformadas por una nueva superiora libremente elegida; las coadjutorías no eran más que la sucesión del relajamiento y de la indisciplina.

Los mismo sucedía en las renuncias, cuando se mezclaban con demasiada frecuencia el interés de familia o la ambición. Vicente no las hacía admitir hasta después de examen riguroso de los documentos.

Si, contra su consejo, se ponía al frente de los monasterios a abadesas o prioras incapaces, al menos conseguía de ellas que pasaran algún tiempo en comunidades fervorosas para llenarse del espíritu de su estado y de las cualidades de su puesto. Así fue como hizo a menudo admitir como pensionistas a abadesas y coadjutoras en las casas de la Visitación, cuya regularidad él bien conocía. Había desorden y división en los monasterios, pues lograba que se nombrara a personas de virtud y de experiencia, provistas de la autoridad del rey, para introducir en ellos el orden y la paz; o bien hacía que se ordenara a los obispos y a los superiores que vigilaran por la ejecución de los reglamentos.

Así lo hizo con las abadías de Perrigne y de Estival, en la diócesis del Mans, ambas metidas en un gran desorden. En Estival, donde estaban las religiosas de San Benito, la abadesa Claire Nau, llegada de Pont-aux-Dames, en la diócesis de Meaux, estaba en proceso con el obispo, a quien acusaba de fomentar un partido contra ella. Vicente informó a la reina, quien dio orden a cuatro religiosas de la madre Margarita de Arbouze para que se trasladaran a Estival con el consentimiento del santo obispo que ocupaba por entonces la sede del Mans, Émery Marc de la Ferté, y de la abadesa misma, Margarita de Arbouze, pariente del Ministro de Justicia de Marillac, aliada por consiguiente de la Srta. Le Gras, era la reformadora del Val-de-Grâce, que había mandado transferir a París. Por sí misma o por sus Hijas, era encargada con frecuencia de llevar a los demás monasterios la reforma que ella había establecido en el suyo; o bien las abadesas venían a instruirse a su escuela y beber en su casa el espíritu de su estado53. Estival sufrió felizmente, en 1648, la influencia de sus hijas, y la paz sucedió a demasiado largas disensiones. En cuanto a la abadía de la Perrigne, de la orden de San Agustín, Vicente envió allí a otra célebre reformadora, a la madre Louise-Eugénie de Fontaines, hija de un secretario del rey, que, convertida por el P. Athanase Molé, había entrado, en 1630, en el convento de la visitación de la calle Saint-Antoine, donde se captó la estima y la confianza de varios prelados, de las princesas y de las damas más distinguidas. Fue encargada también de restaurar el orden en algunas abadías. Y lo consiguió en todas partes, solamente Port-Royal fue un fracaso54.

Otra religiosa de la Visitación, la madre Angélica l’Huillier, restableció también la calma, siempre a las órdenes de Vicente, en el monasterio de la Concepción de la calle Saint-Honoré. Por lo demás, sería muy largo y demasiado monótono enumerar todas las abadía que debieron a nuestro santo la paz después de las disensiones, el orden después de la indisciplina; todas aquellas a las que preservó de los errores dogmáticos o de las doctrinas de una falsa y peligrosa espiritualidad. Pues, al mismo tiempo que velaba por su disciplina interior, las protegía contra todos los enemigos del exterior. Ya se ha visto cómo las formó en el jansenismo. Por el mismo tiempo, ahogó un acta de iluminados que había tenido su origen en España a finales del siglo anterior, y que debía renacer algo más tarde en la persona de Molinos. Estos nuevos místicos, estos fanáticos más bien, habían encontrado medios de salvación que la antigüedad ignoró siempre, por medio de los cuales querían reformar la piedad de la Iglesia. Pretendían no proceder ni de san Pedro, hombre con los pies en el suelo que no había conocido nunca las vías sublimes por donde el alma llega a la deificación; ni siquiera de san Pablo, cuyas doctrinas en materia de devoción y de espiritualidad les parecían del todo inferiores. Era en las revelaciones nuevas donde se gloriaban de haber recibido los verdaderos principios de la piedad..

Perseguidas con vigor bajo Luis XIII, estas perniciosas ensoñaciones, volvieron a presentarse, singularmente en las diócesis de París y de Bazas, a favor de las revueltas de la minoría de Luis XIV, y como suele suceder, trataron de insinuarse en los monasterios de Monjas. Ya la seducción se había ganado a un gran número de almas, cuando Vicente de Paúl, informado a tiempo, envió a los monasterios a personas sabias y virtuosas y mostrar el peligro de estas falsas máximas, y mandó vigilar de tan cerca a los nuevos dogmatizadores que asustados se volvieron una vez más a la sombra.

No son los únicos servicios prestados a la religión por Vicente de Paúl durante la regencia de Ana de Austria. Se ha visto en el primer volumen lo que hizo contra la blasfemia y contra el duelo. Puso freno a la licencia de una prensa impía e inmoral; la insolencia de las tropas que, menos preocupadas por lo sagrado que por lo profano, asolaban los templos, ultrajaban a las personas consagradas a Dios y alejaban de sí la bendición celestial de las armas reales. Incapaz de abolir la comedia, autorizada por tan grandes ejemplos, favorecida por dos ministros príncipes de la Iglesia, hizo prohibir al menos las escenas demasiado indecentes y demasiado escandalosas. Por último obtuvo de la reina que un virtuoso eclesiástico de su conferencia fuera a visitar a los prisioneros de Estado de la Bastilla, hasta entonces abandonados, y los dispusiera mediante su reconciliación con Dios, a entrar en los favores del rey.

Mucho más grande, mucho más saludable todavía a la Iglesia de Francia habría sido el papel de san Vicente de Paúl durante estos veinte años, si se hubiera dejado toda la libertad a su celo. Pero pronto la oposición íntima entre sus vistas y las de Mazarino estalló al exterior, y pasó a las actas del consejo y del gobierno. Mientras uno no buscaba más que a Dios y los intereses de la religión, el otro no veía más que los intereses de su ambición y de su política, a los cuales subordinaba si era necesario a Dios y a la Iglesia misma; dos líneas de conducta, bien se ve, entre las cuales estaba toda la distancia entre el cielo y la tierra.

Para comprenderlo bien, es necesario remontarse hasta Richelieu, de quien Mazarino no era, con un genio y medio diferentes, más que el continuador. Hasta Richelieu también se remontaba la oposición de Vicente, a quien todos los favores del gran cardenal no habían podido desarmar. A esta altura también, nos es preciso volver sobre nuestros pasos para cpmprender toda la política del santo y del partido religioso en esta época.

  1. Conf. del 31 de octubre de 1643.
  2. Summ.,p. 264. –El original de esta carta se ha perdido. Lo hemos traído al francés del italiano del proceso de canonización. –Echamos de menos otra carta que el santo había escrito a un vicario general de Chartres, encargado de componer una oración fúnebre de Luis XIII. –Sobre la muerte de este príncipe, véase, aparte de de las conferencias de san Vicente y de algunos papeles, de los archivos de la Misión, Las Memorias de madame de Motteville , en la colección Michaud, 2ª serie, I, X, p. 44; y la Historia del reinado de Luis XIII, por el P Griffet, 3 vol., in-40, París, 1758; t III, pp. 609 y ss.
  3. Colec. Michaud, 3ªserie, t. III, p. 280.
  4. Sum., p. 342.
  5. Testimonio de Luis de Rochechouart de Chandenier, Summ., p. 125.
  6. Sum., nº 42, p. 124.
  7. Carta del 13 de febrero de 1644.
  8. Obras, t. XXV; Corresp., t. III, p. 104.
  9. Colección de cartas a Clemente XI Roma, 1709, in-folio. –Esta carta de Víctor Méliand del 30 de agosto de 1705, es pariculasrmente conmovedora. Víctor Méliand era hijo del abogado general de este nombre el sobrino por consiguiente de la señora de Traversay, una de las damas más celosas de la Asamblea. De niño, el futuro obispo había tenido ocasión de ver con frecuencia a Vicente de Paúl en la casa paterna y había sentido desde entonces hacia él el respeto más religioso. A menudo también, había acompañado a su padre a San Lázaro, donde había recibido consejos y bendiciones que recordaba con amor en su ancianidad. Cuando dimitió de su sede, fue a San Lázaro adonde se retiró para prepararse a la muerte.
  10. Sum., p. 303.
  11. Sum., p, 333.
  12. Confer., del 24 de agosto de 1657.
  13. Sum., 224.
  14. Carta al obispo del Mans de octubre de 1º649.
  15. Carta del 4 de marzo de 1654.
  16. Carta de Vicente a d’Horgny, en Roma, del 9 de julio de 1645.
  17. Sum., p. 125.
  18. Sum., 133, p, 216.
  19. Sum., pp. 305 y ss.
  20. El original de esta carta fue enviado a Cosme III, gran duque de Toscana, el 20 de enero de 1704, por Watel, quinto superior general de la Misión, con el báculo del santo, un lienzo teñido con su sangre y algunos de sus pequeños retratos en papel. El duque respondió de Pisa, el 9 de febrero siguiente, que él conservaría estos objetos como lo más precioso de su palacio y que él trabajaría por lograr la beatificación por la que se estaba por entonces en oración (Sum., 87).
  21. Véase en esto una carta de san Vicente al obispo de Cahors del 30 de julio de 1647.
  22. Proc. Inform., folio 1337 y siguientes.
  23. Vida del Sr. Olier, t. I, pp. 543 y ss.
  24. Vida de M. Olier, t. II, pp. 483 y siguientes. –La mayor parte de estos hechos son contados igualmente o indicados en la carta de Leschassier, superior general de San Sulpicio, a Clemente XI, con fecha del 11 de agosto de 1706.
  25. Esta palabra de san Francisco de Sales sobre san Vicente de Paúl se halla en la carta del obispo de Tulle a Clemente XI, del 21 de marzo de 1706, como habiendo sido oída con frecuencia por Cocqueret, doctor de Sorbona.
  26. Carta de Vicente a Martín, superior de la Misión de Turín del 26 de noviembre de 1655. –Vie de saint François de Sales, por M. (Hamon). T. II, p. 195.
  27. Había inquietudes, en la ancianidad de santa Chantal, sobre el futuro de la Visitación, sin superiora general, ni visitadora, ni asamblea ni capítulos anuales. San Vicente de Paúl pensaba en ello sin cesar, como lo prueban muchas de su cartas. El 20 de julio de 1635, santa Chantal llegó a París. Al día siguiente se reunieron algunos obispos los más afectos a la Visitación, y con ellos san Vicente de Paúl, el comendador de Sillery y los principales bienhechores. Se trató durante mucho tiempo la cuestión; pero santa Chantal resolvió en el sentido de la fundación (Histoire de sainte Chantal, por el Señor abate Bougaud, t. II, p. 359). Después de la muerte de santa Chantal, Vicente de Paúl parece haber sido como el superior general de esta orden que no tuvo nunca otro, ya que nosotros tenemos todavía de él letras patentes, por las que él aprueba y ordena el traslado de las religiosas, incluso de las superioras, de un monasterio al otro, a las afueras así como en el interior de París.
  28. Sum., nº 68, p. 134.
  29. Sum., nº 142, p. 250.
  30. Mémoires del P. Rapin, (París, 1865), t. I, pp. 128-133.
  31. Proc. Inform., fol. 836.
  32. Sum., nº 21 y 23.
  33. Se tienen también cartas de él a las Hijas de la Visitación hasta el 27 de junio de 1660, tres meses antes de su muerte.
  34. Cartas del 20 de diciembre de 1651, del 14 de junio de 1653 y del 7 de julio de 1858.
  35. Véanse también dos cartas a Codoing, en Annecy, de los 16 y 31 de 1641. se lee en la primera que san Vicente se entregó a devolver el cuerpo de santa Chantal al monasterio de Annecy. En estos dos últimos viajes a París, la santa había legado su corazón a la Visitación de la calle San Antonio, lo que no quedó ratificado; el corazón se quedó en Moulins.
  36. Breve de beatificación, por Benedicto XIV.
  37. Ver su Vida por Lacourt de Marivaut. París, 1687, in-8º.
  38. Charlotte Marguerite de Gondi, hermana de los dos últimos obispos de París y del General de las galeras, se había casado, en 1588, con Florimond d’Halluin, marqués de Maignelay quien, tres años después, fue asesinado durante las revueltas de la Ligue. Viuda, renunció, si bien en el esplendor de su juventud y de la fortuna, al mundo y al lujo, para vivir en las prácticas de la piedad. Su intención había sido incluso la de abrazar la vida religiosa en el convento de las Capuchinas; pero el abate de Bérulle, el doctor Duval y otros sabios y piadosos personajes la retuvieron en el mundo. Visita de los enfermos y de los prisioneros, fundaciones y obras caritativas, eso es en lo que entregó en adelante su vida y sus riquezas. Fue una de las damas más celosas de la Asamblea de Vicente de Paúl, y, después de la señora de Aiguillon, cooperó más que nadie con sus limosnas. Y, a pesar de las inmensas larguezas de su vida, los legados realizados en su testamento sobrepasaron las 400 000 libras. Falleció el 28 de agosto de 1650. (Véase su Vida por el P. Marc Bauduin, París, 1666, in-12.)
  39. Carta al obispo de Toul, del 19 de enero de 1655.
  40. Véase su Vida, por Jean-Jacques Boileaux, in-12.
  41. Véase su Vida, por Collin, 1744, in-12.
  42. Medio siglo después, cuando se trabajaba en la beatificación de san Vicente de Paúl, Renata Desbordes, entonces de ochenta años, , le tributó una declaración amplia, auténtica y resonante.
  43. Después de la muerte de la señora Pollalion y de san Vicente, la Unión cristiana fue separada del seminario de la Providencia por Jean-Antoine Le Vacher, a quien nuestro santo le había dado por confesor. Establecida en Charonne, en 1661, por Ana de Croze, luego trasladada al hotel de San Chaumont, calle San Denis, fue aprobada bajo una forma nueva y distinta, por letras patentes de Luis XIV en 1673 y en 1687, y se expandió por varias diócesis. Una comunidad de Nuevas Católicas fue también fundada en París, por las liberalidades de Turena, convertido al catolicismo.
  44. Estudios sobre Bossuet, t. II, p. 3.
  45. Así escribe siempre Vicente este nombre. –Así se pronunciaba sin duda, a juzgar por las armas de Pollalion , que llevaban una gallina y un león sobre campo de azul..
  46. Oeuvres, t. II, pp. 10, 21. –Estudios sobre la vida de Bossuet, t. I, pp. 435 y siguientes; t. II, pp. 1 y siguientes.
  47. Marie Bonneau, viuda de J. J. de Beauharnais, señor de Miramión, canciller en el parlamento de París, había nacido en 1629. después de su singular rapto por el conde de Bussy, primo de la señora de Sévigné, ella se retiró, en 1649, a casa de las Hijas de la señorita Le Gras, y no salió de allí más que para entregarse a las obras de caridad. fue una de las damas más celosas de la asamblea para la obra de los niños Expósitos, la obra del Hôtel-Dieu, del Hospital General; en una palabra, para todas las empresas de san Vicente de Paúl. El santo había aprobados los reglamentos de su Sagrada Familia. Estuvo siempre en estrecha relación con las dos comunidadews de San Lázaro. Desoués de la muerte de Féret, parroco de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, pasó, en 1677, a la dirección de Edme Jolly, tercer superior de la congregación de la Misión , y allí se quedó hasta su muerte, acaecida en 1696. Su única hija se casó con el presidente de Nesmond. «El rey, dice Dangeau (Mémoires, 24 de marzo de 1696, la ayudaba en sus buenas obras y no le negó nunca nada.» Fue a ella a quien la señora de Sévigné (Carta del 29 de marzo de 1696, a la señora de Coulanges) llama una «Madre de la Iglesia» (Ver su Vida, por el Sr. abate de Choisy, in-12, Paría, 1706.
  48. Ver su Vida, in-12, París, 1745.
  49. Hist, de l’établissement et des progrès de la congrégation des Filles de la Croix, de leur maison, du séminaire, au chef-lieu de leur société, à Paris sur la paroisse de Saint-Paul, por el R. P. Beauvais, 1754, in-fol, Mass. en casa de las Hijas de la Cruz en Limoges.
  50. Bib.,imp., fr.,540/lo, 2 fol. 471.
  51. Carta de Gabriel de Roquette a Clemente XI, del 3 de marzo de 1702.
  52. Sum., p. 124.
  53. Ver su Vida, por Fleury, 1684, in-8º.
  54. Ver su Vida, por una religiosa del propio convento, in-12.

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