“Hermanos en dificultad” en tiempo de San Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la Misión, En tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Vicente de Dios Toribio, C.M. · Año publicación original: 2007 · Fuente: Vincentiana, Enero-Abril 2007.
Tiempo de lectura estimado:

La «Historia de la Congregación de la Misión (1)» nos dice que, en vida de San Vicente, hubo «614 aspirantes, de los que 425 eran clérigos y 189 hermanos coadjutores». Sin embargo, «el total de miembros activos de la Congregación no debió de sobrepasar nunca los 250». La diferencia entre 614 y 250 es notable: 364.

¿Por qué razones se quedaron tantos en el camino? También se nos informa:

  • Algunos no llegaban a concluir el período de prueba.
  • Otros, bastantes, abandonaban después de algunos años de estudio o trabajo.
  • Otros por defunción —la vida era breve en el siglo XVII y algunos ministerios muy peligrosos—.1

Al escribir en este artículo sobre «hermanos en dificultad» en tiempo de San Vicente, nos referimos también a los sacerdotes «en dificultad», pero sobre todo a los aspirantes, a los formandos.

Al principio, como es natural, la formación de los aspirantes careció de estructuras propias. Los primeros misioneros provenían en su mayor parte del sacerdocio diocesano y no todos con la idea de pertenecer a una congregación nueva, sino más bien como asociados a san Vicente para la obra de las misiones y de los ejercicios a ordenandos. Pero poco a poco fue creciendo el número de aspirantes al sacerdocio atraídos por el aura del nuevo instituto.

Por esa razón, el año 1637 se inició el Noviciado, denominado por San Vicente Seminario Interno, para evitar cualquier resabio de orden religiosa. Antes del Seminario Interno, por diez o doce años, » el formador» fue el mismo San Vicente por medio del contacto directo de su presencia, su conversación, sus pláticas y repeticiones de oración, y sus cartas; podríamos encontrar aquí el origen de tan­tos misioneros extraordinarios que llevaron después a cabo magnífi­camente la obra del santo. Como primer director del seminario interno nombró al padre Juan de la Salle, uno de los primeros, a quien envió a prepararse al noviciado de los jesuitas y que por des­gracia sólo pudo estar un año escaso al frente del seminario, pues murió en 1639. Le siguieron otros directores igualmente valiosos, pero San Vicente vigiló siempre de cerca la marcha del seminario interno.2 Más tarde, escribiría al padre Guillermo Delville: «Los dos años de prueba no son para reconocer si tienen las disposiciones reque­ridas, ya que es preciso haberlas reconocido antes, sino para que se afiancen más en ellas y para que sobre esa base eleven el edificio de las virtudes que constituyen a un buen misionero».3

Algo que extraña a todo el mundo es la alergia de San Vicente al tema de la promoción vocacional. Al principio, su oposición a cual­quier tipo de reclutamiento era total. Los únicos medios de atraer vocaciones según él, eran la oración y el buen testimonio. «Tenemos como máxima no urgir a nadie que abrace nuestro estado. Le pertenece a Dios solamente escoger a los que él quiere llamar y estamos seguros de que un misionero dado por su mano paternal hará él solo más bien que otros muchos que no tengan una pura vocación. A nosotros nos toca rogarle que envíe buenos obreros a su mies y vivir tan bien que con nuestro ejemplo demos más aliciente que desgana para que traba­jen con nosotros».4

Más tarde esa oposición se suavizó bastante. En carta al padre Blatiron, superior de Génova, el santo nos explica esos dos momen­tos: «Doy gracias a Dios por los actos extraordinarios de devoción que piensan ustedes hacer para pedirle a Dios, por intercesión de san José, la propagación de la compañía. Yo he estado más de veinte años sin atreverme a pedírselo a Dios, creyendo que, como la congregación era obra suya, había que dejar a su sola providencia el cuidado de su con­servación y de su crecimiento, pero, a fuerza de pensar en la recomen­dación que se nos hace en el evangelio de pedirle que envíe operarios a su mies, me he convencido de la importancia y utilidad de estos actos de devoción».5

Recordamos aquella frase del santo en carta al P. Portail: «El número de los que han entrado entre nosotros desde su partida es de seis. Cuánto temo, Señor la muchedumbre y la propagación. Y cuántos motivos tenemos para alabar a Dios porque nos concede honrar el pequeño número de los discípulos de su Hijo».6 Hombre de fe como era, si el número hubiera sido de 60 o 600, también hubiera encon­trado motivos para alabar a Dios. Y quizá con más gozo todavía.

Pocos o muchos, nunca dudó y lo afirmó muchas veces, que la congregación tenía que ser «purgada» de sus miembros perjudiciales e inservibles. «Purgar» es el verbo que él emplea casi siempre, verbo sin duda adecuado en aquel tiempo en que, para cualquier enferme­dad, se procedía a la purgación. ¿Ejemplos? Hay donde escoger: A propósito de los incorregibles y los díscolos: «Me dice usted que hay que soportar a esas personas al comienzo, mientras la compañía nece­sita hombres, y que dentro de poco se podría purgar de ellos a la com­pañía. Es verdad, padre, que la compañía necesita hombres, pero es mucho mejor tener menos que tener varios de esos díscolos y de esa clase. Diez buenos harán por Dios más que cien de esas personas».7 Posteriormente parece que el santo suaviza esa actitud: «Sería come­ter una injusticia contra la compañía dejar de cortar los miembros gan­grenados. Pero, como hay que dar lugar a todas las virtudes, ejerzamos ahora la paciencia, la longanimidad y hasta la caridad con el deseo de que se enmienden… Solamente al final es cuando hay que llegar a des­pedirlos, cuando no haya más remedio».8 Y recuerda el santo a aquel obispo en cuya presencia se alababa a una comunidad que no despe­día nunca a nadie, y exclamó: «¡Pobre comunidad! ¿Tú no tiendes a la perfección, ya que son buenas para ti toda clase de gentes?». Y añade San Vicente: «No todos los árboles que se plantan se muestran lozanos, ni salen todos los granos que ha sembrado el labrador. El reino de los cielos es comparado con la red que se tira al mar, que recoge peces buenos y malos, y el pescador se queda con los buenos y tira los otros al mar».9

No había entonces un Derecho Canónico que normara el proceso de expulsión de un miembro. Ni siquiera lo hizo la Bula Salvatoris Nostri: «El gobierno que se establece en la aprobación pontificia es un gobierno muy concentrado en la persona del Superior General. Este puede todo quoad disciplinam et directionem sobre los superiores locales, casas, personas, bienes, etc. Sólo se limita su poder en cuanto a las misiones. Se le constituye como fuente del derecho interno. Puede dar toda norma que crea oportuna, cambiarla, modificarla. Tiene las precauciones obvias. Es decir, que no sea en contra de los sagrados cánones, decretos de Trento, disposiciones pontificias»10

Siendo así las cosas, no debe extrañamos que a la hora de purgar a la comunidad de un miembro o varios, bastara la palabra del supe­rior general. Se supone, claro está, y en el caso de San Vicente es evidente, que el superior general no iba a actuar por mero capricho y sin haber dialogado con el interesado, o al menos con sus superiores y compañeros. Como vamos a entrar en casos particulares, que no fueron pocos, se nos puede ocurrir que la Congregación de la Misión era un cuerpo necesitado de purgas abundantes. No fue así. Los «her­manos en dificultad» expulsados fueron pocos, casi excepción, com­parados con los misioneros integrados plenamente en la comunidad, dispuestos fervorosamente al trabajo, incluso a la peste y al martirio cuando era necesario. Es curioso que, muchas veces, al dar cuenta San Vicente de la expulsión de algún miembro, detallaba a continua­ción el buen estado de la compañía y de sus seminaristas y estudian­tes. Por ejemplo, en San Lázaro «todos nos encontramos bien, gracias a Dios. Una parte de nuestra gente anda misionando por varias dióce­sis, y la otra se prepara para la ordenación. Nuestro seminario está muy poblado, el padre Berthe es su director. Tenemos también un buen número de alumnos, de los que unos estudian teología con el padre Watebled y los otros filosofia con el padre Eveillard. El colegio de Bons­Enfants, bajo el padre Dehorgny, está también lleno, y el seminario de San Carlos va aumentando con los cuidados del padre Talec».11

Veamos muy brevemente algunos casos particulares.

«Los cuatro»: «Le he pedido al P. Lamberto que despida a los padres Perceval, Le Noir, du Chastel y Le Roy. También hemos purgado de nuevo y vuelto a purgar a nuestro seminario. Quedan treinta que se portan muy bien gracias a Dios». Asusta esta expulsión de cuatro misioneros, pero, a juzgar por sus breves biografías al pie de la carta 768, debían de estar en el Seminario Interno, al menos los tres últi­mos, y no daban la talla requerida por el santo.12

«Los tres y más»: Otras veces no eran expulsados, sino que se salían ellos. «El padre Louistre y el padre Fourdim se han salido de la compañía, así como también el padre Lescuyer y otro clérigo, además de otros dos o tres que hemos despedido… Puede usted imaginarse el dolor que siento, no tanto por la salida de cada uno de ellos, cuanto por la victoria que la naturaleza ha obtenido en sus almas y porque no hay forma de conseguir que reanuden la devoción de su espíritu…».13 Es muy interesante lo que el santo escribe a continuación como expre­sión de sus sentimientos y de su actitud: «Haber estado media hora a los pies de uno de ellos para convencerlo sin haberlo conseguido».

«Los dos»: También se van el padre Fondimare y el hermano Doutrelet. «Hay que imitar la aceptación de la voluntad de Dios que se ve en nuestro Señor, al verse desamparado de la divina compañía de su Padre, y que según esa voluntad, él hace y conduce siempre las co­sas para su gloria y el bien de las personas afectadas. Así pues, hemos de ver esas salidas como un bien para la compañía y quizá para ellos mismos».14

Y, uno por uno, son bastantes los casos: unos en dificultad que no superan, y otros en dificultad que sí superan. Entre los primeros el diácono Duhamel,15 el padre Felipe Vageot,16 el polaco Zelazevs­ki,17 al padre Liebe,18 etc. Y entre los segundos el clérigo Juan de Fricourt,19 el padre Santiago de la Fosse,20 el padre Santiago Tho­lard,21 el padre Esteban Bienvenu,22 un misionero,23 etc. Lo admira­ble es cómo se vuelca san Vicente en la animación de todos ellos, pone toda su alma y su sangre en cada línea que les escribe. Leer estas cartas resulta animador para todos, los que fueron, los que somos y los que serán.

A veces resulta un tanto chocante el doble rasero aparente con que trata unos casos u otros: con unos pura miel, con otros ajenjo subido. No siempre adivinamos por qué, pero sin duda él lo sabía. Lo que le dice al padre Rivet sobre la escapada de su superior el padre Vageot «sin despedirse de nosotros» es terrible: «No lo reconozca ya como superior, ni siquiera como misionero…» (carta 1997). A un misionero exiliado que le pide una parroquia, el santo se la da a otro, argumentándole que si se salió para hacer el bien, lo podía haber hecho dentro (carta 2006); mientras que a otro, que, para que san Vicente lo readmita, le dice que una vez le había salvado la vida (no sabemos cómo), el santo le escribe esta frase: «Venga, padre, y le reci­biremos con los brazos abiertos» (carta 2088). La carta 3020 es otro ejemplo: «Que salga el padre Caron, pero no el joven de Chiavari, que se queja de la cabeza y del estómago… y tampoco el hermano Minvielle» (carta larga, muy digna de ser leída).

Lo que de ninguna manera toleraba san Vicente, era la doble cara, el sí y el no a la vez, como le escribe al padre Almerás a pro-pósito del clérigo Miguel Doutrelet, en Roma, que andaba jugando a salirse y a quedarse: «Si su conversión es verdadera y tan intensa que comprenda el deseo de morir en su vocación y vivir en ella según nuestras normas, una total sumisión a los superiores y la indiferencia ante los lugares y cargos, y finalmente el deseo de trabajar incesantemente en la adquisición de las virtudes, si con todo eso le parece a usted que tiene la solidez que es preciso, consiento en que lo retenga usted y lo pruebe por algún tiempo. Y si se decide a salir, no tengo nada en contra de ello, in nomine Domini, pero si quiere seguir moviéndose entre los dos extremos, traficado con Dios y la compañía, estar fuera solamente con un pie, intentar hacer una cosa y no otra… creo que no hay que esperar más y que debe usted invitarle amablemente a que se retire»…24

Sin embargo y a pesar de cualquier otra apariencia, san Vicente era sumamente comprensivo con las deficiencias comunitarias: «No se puede ver siempre la casa sin defectos, pero, con tal de que no haya ni quejas ni escándalos, hay que decidirse a soportar a los demás, haciendo sin embargo todo lo posible por disminuir esos defectos tanto en calidad como en cantidad. Después de la conversión, por muy completa que sea, a los pecadores les quedan siempre algunas imperfecciones en sus obras, como les sucedía a los apóstoles que seguían a Jesucristo y que no obstante trataban entre sí de muchas cosas dignas de reprensión. No veo otro remedio para las faltas generales que, por la gracia de Dios, no son tan grandes, más que las advertencias en público y en particular, junto con la oración y la paciencia».25

Entremos ahora más directamente en lo que llamamos la formación inicial. Teóricamente san Vicente nos parece exageradísimo cuando escribe sobre las cualidades con que debe llegar un aspirante al seminario. Como todo amor verdadero, el cuidado del santo era a la vez exigente y comprensivo. Como muestra del primero, le dice al padre Luis Duponf que no le envíe postulantes sin haberlos probado él mismo: «Y durante esa prueba puede usted indicarnos su nombre, su edad; su condición, sus estudios, si tiene padre y madre, si son pobres o bien acomodados, si tiene algún título y medios para alcanzarlo, si ha sido virtuoso anteriormente o llevaba una vida disipada, qué motivos tiene para dejar el mundo y hacerse misionero, si tiene buen juicio, si es de cuerpo bien hecho y tiene salud, si habla correctamente, si ve bien, en fin si está dispuesto a hacerlo todo y a sufrirlo todo, a ir a cualquier sitio para el servicio de Dios, según lo indique la santa obediencia. Porque hay que sondearlos en todo».26 A tenor de esta carta hay otras muchas con las mismas exigencias, comenzando por aquella en que quiere que los aspirantes lleguen con ansias de martirio.

Otras veces afloja la mano y la pluma: «Sin embargo, es suficiente con que tengan buena salud, un espíritu conveniente y buena inten­ción, aunque no sean nada extraordinario, ni tengan mucho talento para la predicación. Tenemos tantas cosas que hacer que, gracias a Dios, ninguno de los que quieran trabajar con nosotros podrá perma­necer ocioso, al contrario, los simples obreros y los más comunes son de ordinario los más indicados para nosotros y los más útiles para el pobre pueblo… Si realmente los misioneros son humildes, obedientes, mortificados, celosos y llenos de confianza en Dios, su divina bondad se servirá útilmente de ellos en todas partes y suplirá las demás cualidades que puedan faltarles».27

Y acaso, con la misma exigencia y comprensión, se preocupa san Vicente más de los formadores que de los formandos, aunque, natu­ralmente, en función de los últimos. A un superior de seminario: «Educarlos en el verdadero espíritu de su condición, que consiste espe­cialmente en la vida interior y en la práctica de la oración y de las virtudes, porque no basta con enseñares el canto, las ceremonias y un poco de moral, lo principal es formarlos en la oración y en la piedad sólida. Para ello hemos de ser nosotros los primeros que nos llenemos de ella. Hemos de ser embalses llenos de virtud para hacer que se derrame nuestra agua sin agotarnos jamás, poseyendo ese espíritu que queremos que anime a los demás, pues nadie puede dar lo que no tiene… El mayor obstáculo para ello sería querer actuar como dueños sobre los que están a nuestro cargo, desedificándolos o no cuidando de ellos, es lo que pasaría si quisiéramos tratarnos bien, lucir mucho, presumir, buscar los honores y distinciones, divertirnos, ahorrar esfuer­zos y tratar mucho con los de fuera. Hay que ser firmes sin ser duros en nuestra actuación y evitar una mansedumbre fofa que no sirve pa­ra nada».28

Notas sueltas:

Desde jóvenes: «Hemos faltado por no haber ejercitado antes a los jóvenes, de ahí que los viejos se hayan gastado y que los jóvenes se hayan formado demasiado tarde. Así que, padre Bla­tiron, empiece a actuar usted de esta forma: haga que los jóve­nes se ejerciten en todas nuestras funciones. Yo ya lo estoy haciendo, por ejemplo en las ordenaciones…».29

Para excursionistas: «Apenas se concede una libertad ya se está pidiendo ‘otra’, y lo puede ver en que, habiendo dado quince días de vacación a sus estudiantes, ya hay algunos que quieren ir a Nuestra Señora de Savona, y a otro año querrán ir a Milán o a cualquier otro sitio. Harán de todo esto una costumbre y de un abuso se pasará a otro, y finalmente al desorden…».30

Quien quiera saber qué le decía san Vicente a un mal formador, lea VI, 363-365, carta 2426.

Quien quiera saber cómo recibía san Vicente a los arrepentidos de buena voluntad, lea VII, 32, carta 2594.

Quien quiera saber cómo escribía san Vicente cuando se eno­jaba, lea V, 294-295, carta 1921.

Quien quiera saber el estilo de san Vicente cuando nos habla en nuestras horas bajas, lea V, 191, carta 1868.

Resumiendo y terminando: A san Vicente le preocupa, como es natural, el número de miembros de su compañía, pero no a cualquier precio. Cuando habían entrado sólo seis, dice que bendito sea Dios, etc. Pero otras veces lamenta que no pueda atender a todo: «El Señor nos presenta muchas ocasiones de rendirle otros nuevos servicios en sitios en los que no habíamos trabajado hasta ahora; pero nos faltan las fuerzas y Dios nos hace conocer de este modo nuestra necesidad de obligarnos a pedirle que envíe buenos obreros a su viña».31

Exige toda clase de buenas disposiciones en los candidatos, pe­ro no son las disposiciones físicas o intelectuales las que más apre­cia, sino los valores de una personalidad integrada y de una entrega decidida.

Es un gran director de espíritus; sus razonamientos son destellos de su fe viva y 1o que escribe conmueve y fortalece, aunque no todos se dejaron convencer ni fortalecer.

Humanamente hablando, san Vicente parece sabérselas todas, tanto sobre las comunidades como sobre las personas; es intuitivo y perspicaz, discierne fácilmente la mentira de la verdad y segura­mente por eso su trato no es igual con todos. y a esta distancia de tres siglos y medio, sabemos muy bien que no todo es imitable ni acaso adaptable; pero que siempre queda, y mucho, un plus de espí­ritu y de conducta que en todo momento debe ser tenido en cuenta. «No se le cree a un hombre porque sea muy sabio, sino porque lo juz­gamos bueno y lo apreciamos… Hagamos lo que hagamos, nunca creerán en nosotros si no mostramos amor y compasión hacia los que queremos que crean en nosotros… Si obran ustedes así, Dios bendecirá sus trabajos, si no, no harán más que ruido y fanfarrias, pero poco fruto».32

En la Congregación hay Provincias que tienen el valor de mantener en el catálogo de su personal los nombres de «Padres, Diáconos o Estudiantes en situación especial», es decir, fuera de la provincia, algunos acaso con veinte años fuera. Y ahí están. Las jerarquías eclesiales correspondientes quieren que se les trate con suma cautela. ¿Qué haría san Vicente? Supongo que no lo podría soportar. En principio tendría que atenerse a las normas vigentes para el caso, pero borraría del catálogo a quienes nada les importa justificar su status, con mucha más razón con la que desaparecen del catálogo los difuntos que han muerto fieles en el seno de la Congregación.

  1. «Historia de la Congregación (1)», Ceme 1992: estos números los proporciona José Maria Román. Apenas difieren de las que aporta Luigi Mezzadri (426 sacerdotes por 196 hermanos coadjutores), ver pp. 34 y 88.
  2. Cf. JOSÉ MARÍA ROMÁN, «San Vicente de Paúl-Biografía «, capítulo XIX, «El crecimiento de la Congregación», pp. 281-289.
  3. ES VI, 149, carta 2280.
  4. ES VIII, 285, carta 3241.
  5. ES V, 439, carta 2040.
  6. ES I, 343, carta 217.
  7. ES II, 315-316, carta 681; ES II, 271, carta 659.
  8. ES IV, 40, carta 1288.
  9. ES VI, 70, carta 2218.
  10. PÉREZ FLORES MIGUEL, «Historia del Derecho de la Congregación de la Misión», Ceme 2005, p. 121. Cf. LUIGI MEZZADRI, «Historia de la Congregación de la Misión 1 «, Ceme 1992, p. 107.
  11. ES VI, 133-134, carta 2267.
  12. ES II, 417, carta 768.
  13. ES II, 241, carta 636.
  14. ES III, 347, carta 1119.
  15. ES I, 587, carta 432.
  16. ES IV, 575-576, carta 1708; ES IV, 587-588, carta 1719; ES V, 399, carta 1997.
  17. ES V, 97-100, carta 1797.
  18. ES VII, 315-316, carta 2823.
  19. ES VIII, 99-100, carta 3069; ibídem, 351-352, carta 3309.
  20. ES VII, 252, carta 2780.
  21. ES VII, 253-254, carta 2781.
  22. ES VII, 271-272, carta 2794.
  23. ES V, 231-232, carta 1904.
  24. ES III, 473-474, carta 1213.
  25. ES VIII, 339, carta 3300.
  26. ES VII, 94, carta 2649. Cf. ES VI, 370, carta 2430; ES VIII, 8, carta 2990; ES IV, 254-255, carta 1478.
  27. ES VII, 206, carta 2741. Cf. ES V, 415-416, carta 2017.
  28. ES IV, 555, carta 1695.
  29. ES IV, 116, carta 1350.
  30. ES VIII, 95, carta 3064.
  31. ES VII, 467, carta 2940.
  32. ES I, 320, carta 298.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *