El pequeño grano de mostaza sembrado por la Sra. de Gondi en el campo de la Iglesia, y regado por las hermanas de san Vicente, estaba visiblemente bendecido por Dios. En 1632, la pequeña sociedad de los misioneros se había visto canónicamente erigida por Urbano VIII. Quedaba por cimentar la unión de los miembros entre ellos por el medio más conveniente y por asegurar así el porvenir. San Vicente, que conocía demasiado bien la naturaleza humana para ignorar que lo que quiere hoy con frecuencia ella no lo quiere mañana, y que no podría permanecer por largo tiempo en el mismo estado, había pensado desde un principio en el medio de fijar en su vocación a los primeros compañeros que Dios le había dado, sabemos que desde 1626 se unió ante notarios, siguiendo la costumbre de su tiempo, a sus tres primeros discípulos como él mismo se unió a ellos. Desde el primero o tercer año de la Compañía, se obligó, como ensayo, a votos simples que fueron renovados por sus miembros dos o tres años seguidos, pero libremente y en familia. Pronto se pensó en dar una regla general. Sin embargo este nuevo punto de disciplina no pasó sin encontrar en la Compañía naciente alguna resistencia antes de ser admitido. Esta resistencia fue incluso tanto más viva como en esta época, no sólo todo lo que había de más sabio, como los Bossuet, sino también todo lo que había de más santo, como los Olier, los Bérulle, tenían como aversión a los votos y al estado religioso. Dejemos a san Vicente mostrarnos él mismo, en una carta al Sr. Le Breton, con fecha del 26 de febrero de 1640, cuánto le costó que le aceptaran sus hijos esta preciosa salvaguarda de todas las virtudes religiosas: «No os digo nada sobre nuestro principal asunto, sino que me siento perplejo con las dudas que me vienen y la resolución que tomar sobre la última fórmula que os he propuesto; o bien será suficiente hacer un voto de estabilidad, y en cuanto a la observancia de la pobreza y de la obediencia, fulminar excomunión un día del año, solemnemente en el capítulo(en el que cada uno se obligará a entregarse y dejar lo que tiene en las manos del superior), y eso contra aquellos que tengan dinero a parte en su poder o en otro lado, como lo hacen los Cartujos, y se podría hacer lo mismo contra los desobedientes: o bien si en lugar de la excomunión, se mandara hacer juramento solemne todos los años de observar la regla de pobreza, de castidad y de obediencia. Os suplico, Señor, que lo tratéis con el reverendo Padre asistente, para saber si el solo voto de estabilidad constituye el estado religioso. Todo el mundo siente aquí tanta aversión a este estado que es un dolor; si no obstante se cree conveniente, habrá que hacerlo. La religión cristiana era en otro tiempo impugnada en todos los lugares, y sin embargo era el cuerpo místico de Jesucristo, y bienaventurados los que, confusione contempta, abrazan este estado. Tal era el estado de cosas en febrero de 1640, cuando desde hacía dos años ya el Sr. Le Breton había sido enviado por san Vicente a Roma, como el hombre de su elección, para tratar este grave asunto. La prudencia con la que este sabio misionero cumplió la misión que le había sido confiada resulta de varias cartas de san Vicente que se han conservado. La siguiente, por ejemplo, nos muestra con fidelidad el Sr. Le Breton obedecía a los consejos de nuestro bienaventurado Padre:
«París, 9 de agosto de 1640.
Insisto en el pensamiento del que ya os había escrito de hacer los propósitos el primer año de seminario; los votos simples al final del segundo y uno solemne de acabar nuestros días en la Compañía, largos años después de entrar en ella.
Me satisface que reverendo Padre asistente dice que ello no hace religión; hablad con él para mayor exactitud».
Un poco más tarde, el 9 de octubre de 1640, san Vicente le escribía también:
«Vuestras cartas me sirven siempre de un particular consuelo, aunque no lleguemos a ninguna parte, porque veo claramente que no es culpa vuestra, sino que no agrada a Dios; y tengo una perfecta confianza que veremos por fin que no era conveniente; su santo nombre sea bendito.
Desearía mucho que tuvieseis el parecer de varios de por ahí respecto del voto de estabilidad, a saber si hace al religioso. Ya me habéis informado que el reverendo Padre asistente piensa lo contrario; se alega que los Cartujos y los Benedictinos no hacen más el voto de estabilidad, y que no obstante son religiosos. Es verdad que al de estabilidad añaden el de la conversión de las costumbres, el cual se puede desarrollar, y que constituye el voto de religión.
La cuestión de los votos sigue ocupando un amplio espacio en la correspondencia de san Vicente con el Sr. Le Breton, aunque éste tuviera que ocuparse en Roma de una cantidad de otros asuntos referentes a la Compañía y en particular a la fundación de una casa de misioneros en el centro de la catolicidad.
«Vuestras cartas me consuelan siempre, aunque nuestros asuntos no avancen, escribe san Vicente el 14 de noviembre el mismo año; yo sé que no se puede añadir nada a vuestros cuidados y que el retraso no depende ni de vuestro celo ni de vuestra conducta; Nuestro Señor os da el uno y la otra y dirige este asunto según el orden de su Providencia eterna.
«Estad seguro, Señor, que veréis en ello que esto es para bien y que me parece que lo veo ya tan claramente como el día que me ilumina. Oh Señor, qué bueno es dejarse llevar de la Providencia! La dificultad en esto ha sido que el que lo puede todo no ha permitido ni visto bien que yo haya dado la carta que me habéis enviado, al efecto de informar a Su Santidad de nosotros, y me dijo él mismo, no hace ni tres días, que dejábamos venir a otro, y que él hará hacer nuestro asunto él mismo.
Quedaos pues ahí, Señor; si podéis tener permiso de ocupar un pequeño hospicio en Roma, hacedlo; trabajad con toda paciencia por vuestros pastores; lo que me escribís me llena de contento. Podréis decir con toda la razón del mundo: Pauperes evangelisantur.
«Y con todo eso, trabajaréis en nuestros otros asuntitos, como lo hacemos aquí en nuestras pequeñas reglas, que ajustamos, en cuanto podemos, a las que me describís. Pienso que nos detendremos en hacer el propósito de vivir y morir en la Misión, el primer año del seminario; con el voto simple de estabilidad en el segundo de dicho seminario; y en hacerle solemne en siete u ocho años, si el Superior general lo ve bien; esto equivaldrá de alguna manera a la facultad de la expulsión de los incorregibles.
«Habrá que tomar algunas precauciones con respecto a los votos de pobreza, castidad, obediencia, como fulminar cada año excomunión contra los propietarios. Parece que la mayor parte de los pareceres tiende hacia esto, y que el disentimiento es común en cuanto al estado religioso, que se evita por este medio, aunque haya motivos de esperar su espíritu.
Con respecto a Nuestros señores los obispos, nos sometemos a su obediencia, como los siervos del Evangelio a su Señor, en lo se refiere a nuestras funciones exteriores, a su castigo por las faltas exteriores, fuera de la casa… En cuanto a la disciplina doméstica, gobierno de la Congregación, elección y dimisión de los oficiales y traslados de un lugar a otro y la visita, para todo ello pertenecerá al Superior general. ¿Qué os parece todo esto?»
Hemos visto qué dificultades impidieron por el momento la solución de la cuestión de los votos y retrasaron la bula de confirmación de la Congregación, veremos todavía empleados en este grave asunto a los Srs. Portail, Alméras, de Horgny, Blatiron y Jolly, y por último todos los piadosos esfuerzos de estos sabios misioneros serán coronados, en 1656, con el más hermoso éxito.
En el curso de este importante asunto, el Sr. Le Breton debía necesariamente tener numerosos momentos libres; ya que, como es sabido, en la curia de Roma las causas incluso las más urgentes son siempre bien largas de resolver. Su celo ardiente debía por lo tanto tener que sufrir mucho por esta inacción. La caridad de Jesucristo le urgía, y como san Pablo se decía: Vae mihi si non evangelisavero… necessitas mihi incumbit. No le duró mucho esta penosa situación. San Vicente conocía, por haberle visto de cerca, el estado en el que los pobres pastores del campo romano pasaban la mayor parte de su vida; san Vicente no se olvidaba nunca de los pobres, sus señores y amos, ni siquiera cuando se hallaba preocupado en otra parte por los intereses de los suyos; recomendó pues muy pronto al Sr. Le Breton socorrer a aquellas pobres gentes. Si alguna vez fue dulce la obediencia, fue exactamente en esta circunstancia. Por eso el Sr. Le Breton se puso enseguida a hacer la misión en los campos que rodean la Ciudad eterna.
«Para comprender bien este género de ministerio, hay que saber, dice Abelly, que esta gran ciudad está como en medio de un desierto, es decir que custro o cinco rondas la redonda no hay ni burgos ni pueblos, lo que se debe no al defecto del suelo que es bastante bueno, sino a la calidad del aire, que por allí es malsano, por cuya razón no se pueden encontrar más que gente de trabajo para cultivarlo, de manera que no pueden vivir; lo que hace que las tierras estén sin cultivos, hay grandes pastos para el ganado, que se llevan allí a pasar el invierno, y en la primavera se lo llevan al reino de Nápoles y a otros lugares de donde han venido, así los hombres que los guardan se quedan cinco o seis meses en estos campos desiertos sin oír casi nunca la santa misa ni recibir los sacramentos, lo que no les preocupa gran cosa, siendo en su mayor parte gente ruda y poco instruida en los deberes del cristiano. Se van diariamente cada uno por su lado para llevar a pastar a sus rebaños, y por le noche los encierran en apriscos, cerca de los cuales levantan cabañas portátiles, a donde se retiran diez o doce juntos de ordinario y a veces más en cada una«.
El Sr. Le Breton se dio cuenta enseguida que no habría medio de reunirlos en alguna iglesia para predicarlos y catequizarlos como se hace en las demás misiones, porque no estarían dispuestos a dejar sus rebaños ni se les podría exigir por los inconvenientes que resultarían.
Lo que hubiera sido para muchos un obstáculo insuperable no fue para él ni siquiera una dificultad. ¿El buen Pastor no iba él mismo al encuentro de la oveja perdida, no evangelizaba a los pueblos en las plazas públicas, en las montañas, en el desierto, desde una barca incluso, lo mismo que en la sinagoga? El Sr. Le Breton seguirá el ejemplo del Maestro: escogiendo pues el tiempo de cuaresma como el más propicio para su intento, se iba a cada cabaña, aguardaba a los pastores, por la tarde a su regreso, y trataba de insinuarse dulcemente en su espíritu, diciéndoles primero que él no venía a pedirles nada, sino ante todo a hacerles bien, y les rogaba a este efecto que le aceptaran pasar la noche con ellos. Mientras preparaban su cena, les hablaba de las cosas necesarias y útiles para su salvación, los instruía en las principales verdades de la fe y en las disposiciones requeridas para recibir bien los sacramentos, en particular los de la penitencia y de la eucaristía, como también el modo de bien vivir y de desempeñar todas las obligaciones de un cristiano; y cuando había llegado la hora del descanso, les hacía rezar a Dios, y luego se acostaba cerca de ellos sobre pieles de oveja y a veces en el duro suelo. Después de repetir varias veces estas instrucciones, viendoles suficientemente preparados, los recibía en el sacramento de la penitencia y les enseñaba a hacer buenas confesiones generales, de noche o de día, según su comodidad. Y cuando había realizado el mismo oficio de caridad en todas las cabañas de los alrededores los reunía a todos un día de fiesta, o de domingo, en la capilla más vecina, pues había alguna en aquellos vastos campos, y allí celebraba la santa misa, les hacía una exhortación, y les daba a todos la santa comunión, después de lo cual, aquellos pobres pastores, a imitación de los que vinieron a adorar a Jesucristo en el pesebre, se volvían alabando y glorificando a Dios y agradeciéndole los favores que su misericordia les había hecho por medio de este buen misionero.
Lo que hizo el Sr. Le Breton en el curso del año siguiente, no podríamos decirlo con exactitud. Pues no nos ha llegado ningún documento sobre ello. Sin embargo no podríamos dudar que este digno hijo de san Vicente no empleara laboriosamente este lapso de tiempo en continuar el asunto de los santos votos y en esparcir la divina semilla entre las buenas gentes del campo.
Por su parte, a pesar de los obstáculos sin número que se encontraba tanto dentro como fuera, san Vicente comprendió que el Sr. Le Breton llevaría a cabo su obra. Su espíritu penetrante, su ardiente amor a la Santa Sede, se lo hacían sentir, y en esta convicción, no pensó olvidarse de la Providencia trabajando por establecer en Roma misma una casa de misioneros, tanto por las relaciones siempre necesarias entre una congregación religiosa y la Santa Sede como para sacar más cerca de la fuente las aguas vivas del espíritu apostólico, que sin cesar manan de la roca siempre fecunda sobre la que se funda inquebrantablemente la Iglesia.
Había comunicado sus previsiones y sus deseos al Sr. Le Breton en su salida para Roma, y el 1º de febrero de 1640, le escribió para realizar con urgencia su proyecto. «Yo creo, le decía, que haréis muy bien trabajando sin cesar en el establecimiento en Roma, y alquilando en este efecto algún alojamiento, incluso comprando alguna casita, si las hay, por tres o cuatro mil libras, tan pequeña, y en el lugar que sea, dummodo sit sanus, no importa que sea en uno de los arrabales, ya que no queremos dedicarnos a acciones públicas en la ciudad; el barrio de las afueras en el Vaticano no se encuentra lejos. Estoy tan seguro de la bondad del Sr. Marchand que nos encontrará esta suma que devolveremos a punto desde aquí. Es necesario que nos habituemos a ese lugar. Digo en la ciudad o en algún suburbio».
El Sr. Le Breton respondió fielmente a las ideas de su Padre. Rebusco bien y no hacía aún dos años que estaba en Roma cuando ya la buena Providencia le había ofrecido varias casas no solamente conformes a sus deseos, sino bien por encima de sus expectativas, y también mucho más allá de los recursos de que podía disponer san Vicente, lo que le obligaba a escribir al Sr. Le Breton: «Alabo a Dios por la caridad que ha dado por vos a este gentilhombre canónigo de Nuestra Señora de la Rotonda, y pienso que habrá que contentarle de la manera que quiera según lo que decís si es notablemente útil. Se establecen como pueden al principio, pero si las condiciones os parecen perjudiciales, oh Jesús, Señor, no llevaréis a mal decirle simplemente lo que podemos y lo que no podemos.
«Sería bueno desear que el asunto de Santa Bibiana salga bien; pero la cosa es demasiado difícil, y Nuestra Señora de Loreto me parece demasiado cara y todavía más el palacio donde se aloja el cardenal de Bichy. No sé qué deciros de la pequeña iglesia de San Juan, porque no nos decís el precio; en cuanto al de Nuestra Señora de Loreto, como el palacio Bichy, están por encima de nuestras fuerzas, y no hay que pensar en el socorro que proponéis Repito lo que os he dicho de una casita bien aireada, no muy lejos del Vaticano, donde se pueda extender con el tiempo, y aunque no estuviera tan cerca de este santo lugar y que no hubiera iglesia, no importa; pues no trabajando en Roma podemos pasarnos sin iglesia. Una capillita bastará, si hemos de tardar en emplearnos de los ordenandos; pero ahora pase. Aquí estamos encargados de todos los del reino que reciben las órdenes en esta ciudad«.
Y algunos días más tarde:
«He recibido aquí a las dos la vuestra del 20 de enero. Me habla de nuestro principal asunto,… de lo que me decís de las iglesias de las que nos hablan y del alojamiento; de la oferta que nos hace ese buen canónigo de la Rotonda. En cuanto a las iglesias y alojamientos, nosotros somos demasiado pobres para pretender Nuestra Señora de Loreto. Pienso que habrá que atenerse a lo que os he escrito de comprar un hospicio barato, de tal manera sin embargo que haya una huerta y que esté en algún lugar donde se pueda extender con el tiempo. Dios mío, ¿qué haremos para cambiar? Ya me enteraré si se podrá enviar el dinero por algún barco de Marsella; haced lo mismo.
«Veo grandes dificultades en la oferta de la Rotonda; agradecérselo afectuosamente a este buen señor que nos la ha hecho«.
Los pensamientos de san Vicente habían sido justos, y hacia finales de abril o comienzos de mayo, el Sr. Le Breton vio sus esfuerzos coronados de éxito. El establecimiento de los misioneros en Roma estaba autorizado. Grande fue su gozo cuando recibió la noticia. «Doy gracias a Dios porque Mons. el vicegerente os ha dado permiso verbal para comprar una casa en Roma y estableceros allí«. Y enseguida, dando sus instrucciones para el nuevo establecimiento, continuaba: «Me parece que tienen razón los que desean que no respiréis el aire malo ni estéis tan lejos; os suplico, Señor, que prestéis atención a lo uno ya lo otro, y sobre todo a lo primero. Hay que conformarse con poco a los comienzos; si podemos enviaros cuatro mil libras para ello, eso será todo. El título de la capilla será de la Santísima Trinidad, por favor; y la casa se podrá llamar de la Misión. ¿Veis inconveniente en recibir la caridad que os hagan por las misas? Me parece que yo no lo veo en visitar a los pobres enfermos de alrededor, ni en ofreceros al Sr. vicegerente para recibir a los eclesiásticos en el retiro y las ceremonias; pero eso con el tiempo, cuando tengáis el refuerzo que yo os enviaré, cuando positivamente me entere de que tenéis una casa«.
Por fin, a pesar de la urgencia aparente que demuestra en esta carta, san Vicente seguía siempre el mismo; se apresuraba lentamente y prefería lo sólido a lo brillante; lo que le llevaba otra vez a escribir el 9 de octubre: «Me parece que haréis bien en seguir en el alquiler de una casita o de dos habitaciones que amueblaréis mientras tanto. Es mejor que tengáis una pequeña casa, si podéis tener en ella una capilla«.
Esto no era inútil, pues los primeros éxitos no hacían más que excitar el ardor del celo emprendedor del Sr. Le Breton. Contaba con recursos más abundantes de París; pensaba organizar inmediatamente una casa de la misión para la puesta en marcha de las diferentes funciones del Instituto. Hasta entonces se había limitado a visitar y consolar a los pobres enfermos en los hospitales, a asistir a algunos pobres de Roma, a catequizar a los pastores de la campaña romana, y a dar misión en algunos pueblecitos de los alrededores, y se había dado a estas obras en los intervalos de sus negociaciones, con una entrega y una abnegación de sí mismo tan admirable que el vice gerente creyó deber mencionarlo en el acta del 11 de julio de 1671, entre los motivos que le llevaban a autorizar la Congregación de la Misión en Roma. Pero una vez que vio el campo abierto, su celo le llevó a solicitar de su superior compañeros para emprender misiones en regla y organizar los retiros para los ordenandos. San Vicente le respondió: «No me apresuro a enviaros hombres porque no estáis todavía alojado; sino principalmente porque me he enterado por vuestra penúltima, que la diócesis de Roma se reduce a la ciudad de Roma, y no veo bien su utilidad, sino por los obispados más cercanos, o que se tuviera medio de dar los ejercicios de los ordenandos y de los retiros«.
A esta respuesta, el corazón del Sr. Le Breton debió encogerse sobremanera. San Vicente lo comprendió y le animó al punto con estas pocas palabras: «Trabajad suavemente con vuestros pastores; lo que escribís me produjo gran contento, porque podéis decir con toda razón: Pauperes evangelisantur, y entre eso, trabajaréis en nuestros demás asuntillos«. Y dócil a la voz de la obediencia, el Sr. Le Breton reemprendió con ardor sus carreras apostólicas a través de la campaña romana.
Esta vez el Sr. Le Breton se unió a un buen sacerdote, el sr. Jean-Baptiste Taoni, de Niza en Provenza, quien más tarde entró en la Congregación, y así le fue posible difundir el beneficio de la instrucción religiosa con más abundancia y a un mayor número de pastores. Los dos partieron de Roma el viernes 30 de noviembre de 1640. El método que siguieron no se diferencia del que hemos señalado.
Transcribimos aquí las notas del cuaderno de las misiones. Este informe, en su simplicidad, nos muestra mejor que nada lo que ha sido el Sr. Le Breton, y al mismo tiempo lo que debe ser el verdadero misionero.
«Ellos se dirigieron (los Srs. Le Breton y Taoni) a Pallidaro, donde pasaron la noche. Al día siguiente sábado, después de celebrar la santa misa, se fueron a la cabaña de Buffatori de Catanello; dieron el catecismo y enseñaron el ejercicio del cristiano haciendo la oración de la mañana. Rogaron a César Capello que continuara estos ejercicios los días siguientes. Por la noche llegaron a Castel Giuliano. El domingo 2 de diciembre, el Sr. Le Breton hizo una exhortación sobre el juicio, y al día siguiente, dio el catecismo y el ejercicio del cristiano en la iglesia y en buen número de cabañas de pastores; hasta el martes 5 de diciembre, los dos sacerdotes confesaron a noventa personas, entre las cuales setenta recibieron la santa comunión. El miércoles llegaron a Sarso; los dos días siguientes, confesaron a veinte personas, de las cuales siete se acercaron a la sagrada mesa. El viernes diciembre, llegaron a Santa Severa, y por la noche, en Santa Marnella, donde el Sr. Le Breton hizo la exhortación sobre la penitencia, que fue seguida de la doctrina cristiana.
«El sábado 8, hubo en Santa Marnella una exhortación sobre la fiesta del día, la de la Inmaculada Concepción. El sábado, domingo y lunes, confesaron a cincuenta personas comulgando veinticuatro. Por último, el martes llegaron a Porto. Fueron a visitar a los pescadores en sus barcas y a los pastores en sus cabañas; les ofrecieron la ocasión de recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y el viernes, se volvieron a Roma para recibir nuevas órdenes. El sábado 15 de diciembre, se dirigieron de nuevo a Pallidaro, y la noche misma, uno de llosa fue a visitar a los pastores de Mons. Cocchino, y el otro a los labradores. Durante los diez días que pasaron con ellos, dándoles instrucción y explicándoles la doctrina cristiana, tuvieron el consuelo de dar la santa comunión a setenta y dos personas, y confesaron a un número mayor. Oían las confesiones de los pastores en sus cabañas, y las de los pescadores a la orilla del mar, porque la mayor parte no disponían de tiempo para ir a la capilla. El vienes 21, el Sr. Le Breton se fue a Macarèze, y de allí a Campo Salino, y después a Roma, para recibir nuevas órdenes. Durante ese tiempo, el Sr. Taoni que había salido de Roma el viernes 13, pasó por la propiedad de Mons. El duque Céri, donde confesó a veinte personas, de las cuales cuatro fueron a hacer la primera comunión a San Pablo. A este pueblo iba el Sr. Taoni. Llegó el 21 de diciembre, y ese día y el siguiente, dio la santa comunión a dieciocho personas; otras dos se habían confesado igualmente. El 22 sábado, el Sr. Taoni llegó a Laprignana, donde el domingo y el lunes dio la comunión a treinta o treinta y dos personas. El 22, el Sr. Le Breton fue a Magliana, donde fue ayudado por el capellán que tuvo a bien hacer la explicación de la doctrina cristiana mientras que el Sr. Le Breton confesaba. Hubo en la misa de Navidad cincuenta y cinco personas en la Sagrada Mesa. Los demás días se fue a Porto, a Servetri, a San Severo, a Ogliat, a San Marminella y a San Nicolás.
Mientras que el Sr. Le Breton hacía de esta manera, con su compañero los asuntos del buen Dios, el buen Dios hacía los suyos, y el 11 de julio de 1641 recibió por escrito la autorización de de establecerse en Roma que no había tenido más que verbalmente ocho días antes.
Jean-Baptiste Altiéri, obispo de Camerino, vice gerente del Eminentísimo señor vicario y juez ordinario en la ciudad y su distrito;
«Como ha sido presentada una súplica a nuestro santísimo señor Urbano VIII por parte de Vicente de Paúl, Superior general de la Congregación de la Misión, establecida en París en el año de 1632 por la autoridad apostólica, que se compone de sacerdotes, de clérigos y de laicos, y cuyo principal fin es dedicarse a su propia perfección y al socorro espiritual y temporal de las gentes del campo y al servicio espiritual de los eclesiásticos, a fin de que se dignara admitir dicha Congregación ejercer sus funciones en la ciudad y su distrito, el mismo santísimo señor nos ha mandado examinar cuidadosamente este asunto con sus reverendos señores Falconieri, Paulucci y Ingoli. –Joannes Baptista de Alteriis, Episcopus…
Por ello nos, según el voto y asentimiento de dichos señores, después de una madura deliberación, vista la bula de erección, y habiendo conocido también el fruto de las misiones que Louis Le Breton, uno de los sacerdotes de dicha Congregación, había dado a propuesta nuestra en las aldeas y cabañas de los pastores de este distrito, habiendo hablado además a nuestro santísimo señor, por su orden y sobre su moción hemos decidido admitir y de hecho admitimos esta Congregación a ejercer todas sus funciones en la ciudad, y damos permiso a dicho Sr. Le Breton a fin de que pueda construir o alquilar una casa para sí mismo y para los miembros de esta Congregación, y que en ella puedan libremente trabajar al servicio de los eclesiásticos y por la salvación de los pobres del campo según su Instituto en la ciudad y su distrito.
De suerte sin embargo que, en todo lo que hacen con relación al prójimo, estén sometidos inmediatamente al Eminentísimo señor vicario a nos, así como a nuestros sucesores, para todo lo demás que obedezcan plenamente a su Superior general según la bula de su erección, y por consiguiente que disfruten todos y cada uno de las gracias, favores, y privilegios de los que gozan de ordinario las demás congregaciones en esta augusta ciudad, y que no puedan nunca de ninguna manera ser molestados por ninguna persona en todo lo que es bueno, bajo las penas que imponer por nuestra sentencia.
«En fe de cuanto antecede, dado en Roma en nuestra residencia. El 11 de julio del año del Señor de 1641, decimoctavo del pontificado de nuestro santísimo señor el papa Urbano VIII.
J. B., Obispo de Camerino,
Vice-gerente.
François Gambert, lugar del sello
Secretario
Nos sentimos inclinados a creer que el Sr. Le Breton y su compañero reemprendieron sus excursiones evangélicas antes de la cuaresma, su celo ahora bien conocido lo garantiza; no obstante es cierto que las recomenzaron en el otoño de ese año, ya que fue en una de estas misiones cuando el Sr. Le Breton fue atacado de la enfermedad de la que murió el 17 de octubre de aquel año de 1641. Fue en la diócesis de Ostia donde sucumbió agotado por el trabajo de sus misiones.
Así murió el Sr. Le Breton, combatiendo el combate del Señor. Apóstol de la caridad, la caridad se cuidó de sus despojos mortales, y los religiosos franceses de la Orden Tercera de San Francisco de Asís le dieron una sepultura honrosa en su iglesia hasta ser trasladado a Nuestra Señora de los Milagros. El vice-gerente de Roma, el cardenal Barberini, y el cardenal Lenti, decano del Sacro Colegio, le honraron con sus lágrimas. Es el más hermoso panegírico que se pueda hacer de este digno hijo de san Vicente.
El propio san Vicente debió recurrir a toda la fuerza de su fe para adorar la mano que le golpeaba en la persona de su hijo y soportar sin debilidad esta pérdida tan importuna por cuanto la fundación en Roma apenas estaba esbozada.
El 19 de noviembre siguiente, escribía al Sr. Codoing: «Al perder al Sr. Le Breton hemos perdido mucho según el mundo. Varios me hablan maravillas de sus trabajos y de las bendiciones que nuestro Señor daba por él; pero me parece que esta santo varón hará por nosotros más en el cielo de lo que hubiera hecho en la tierra, y que si Dios nos quiere en Roma, hará madurar con sus oraciones este establecimiento, a menos que los pecados de Vicente, el peor de todos los hombres del mundo no lo impidan. Los pecados de Vicente no lo impidieron y el Sr. Le Breton hizo más desde el cielo de lo que habría hecho en la tierra. Por eso poco después de su muerte, vemos en Roma la hermosa casa del Monte Citorio objeto de afecto de los Soberanos Pontífices y fruente siempre viva en la el clero de todas las clases Acude a beber las aguas de la gracia sacerdotal.