I.- (1629-1661)
El Sr. Antoine Durand nació en Beaumont-de-l’Oise, diócesis de Beauvais, en el mes de abril de 1629. A la edad de dieciocho años se presentó a san Vicente quien le admitió en la Congregación el 15 de septiembre de 1647.
El Sr. Durand no era aún sacerdote y había enseñado ya por algún tiempo en el seminario de San Carlos, cuando recibió de nuestro bienaventurado Padre la orden de dirigirse a Polonia, con los Srs. Eveillard, Simon y un hermano coadjutor, bajo la dirección del Sr. Guillot. Éste no era aún más que subdiácono, había formado parte de la primera colonia de misioneros establecida en Varsovia, por el Sr. Lamberto aux Couteaux. Pero no había tardado en caer enfermo, se había amparado de él un deseo tan violento de volver a Francia, que a pesar de los ánimos de san Vicente, se había puesto en camino. Pero muy pronto, el sentimiento de haber causado dolor a un Padre tan bueno, contrariando la voluntad de Dios, le hizo entrar dentro de sí, y pidió ser destinado de nuevo a Polonia.
Los jóvenes misioneros de embarcaron en Rouen, el mes de julio, y después de un viaje peligroso por la presencia de los piratas ingleses en estos parajes, llegaron a su destino, en el curso del mes de septiembre de 1654. Ese mismo año, el Sr. Duarnd fue ordenado sacerdote por el príncipe Casimir Czartoryski, obispo de Posen, cuya jurisdicción se extendía entonces hasta Varsovia.
Esta misión de Varsovia, fundada apenas hacía tres años, había sido rudamente probada. El Sr. Lamberto, su fundador, tras dos años de trabajos y de fatigas, había sucumbido por toda la fuerza de la edad. El Sr. Zelazeuski, que le había acompañado por Polonia, dudó mucho tiempo en su vocación, y acabó por abandonarle. El Sr. Guillot, como ya hemos dicho, había regresado a Francia, donde igualmente había tenido que volver el hermano Posny, quien había desagradado al Sr. Fleury, capellán de la reina Marie-Louise de Gonzague.
La llegada de los nuevos misioneros levantó los ánimos del Sr. Ozenne, tanto más cuando los vio plenos de ardor para ponerse inmediatamente al estudio del polaco. La casa de Sainte-Croix comenzó desde entones a parecerse a un pequeño San Lázaro. Todo andaba bien y prometía grandes frutos de salud para este país tan querido del corazón de san Vicente: «Vos me dais siempre nuevos motivos de dar gracias a Dios por todas las cosas que me escribís, decía por entonces el bienaventurado fundador al Sr. Ozenne; también me consuela la aplicación de de los Srs. Durand, Éveillard y Simon, a la lengua polaca, y por y por los progresos que hacen; os ruego que los felicitéis de mi parte, y al Sr. Duperroy porque se ha entregado de manera que ahora da el catecismo en polaco, según me informan; os ruego, Señor, que les deis un abrazo de mi parte, y les recomendéis que pidan a Dios el don de las lenguas…». Y por lo demás; Doy gracias a Dios por todas las que os ha hecho, en particular por la gracia que os da de seguir sus órdenes, por vuestra buena dirección de la Compañía y de fuera, y por la satisfacción que recibís de nuestros queridos cohermanos.
Pero la Providencia quería que esta misión de Polonia fuera durante tres largos años una fuente de dolores para san Vicente y su familia. Los cosacos de Ukrania levantados sus señores, había llamado en su socorro a los Moscovitas, que invadieron Lituania, mientras que Carlos Gustavo, rey de Suecia, a la cabeza de un ejército formidable, ponía sitio a Varsovia, donde entró el 30 de agosto de 1655. Ante su cercanía, el rey Juan Cassimiro y la reina se habían refugiado en Silesia, llevándose consigo a las Hijas de la Caridad, a las religiosas de la Visitación, y al Sr. Ozenne. Éste previendo las desgracias que iban a caer sobre la capital y sobre todo el reino, había devuelto a Francia a los jóvenes misioneros llegados el año precedente. El Sr. Durand acababa de salir de una pleuresía que le había llevado a las puertas de la tumba; a su regreso, fue enviado a la casa de Agde, fundada en el año de 1654. «Este establecimiento, escribía san Vicente al Sr. Blatiron, era de hermosas esperanzas «. El Sr. Duchesne, que fue su primer superior, proponía comenzar en él dos seminarios, uno para la diócesis, y el otro para la Compañía.
Estos proyectos no se pudieron realizar, el local donde se había alojado a los misioneros era malsano; el Sr. Duchesne cayó enfermo allí y murió a primeros de noviembre. El Sr. Mugnier, llegado de Marsella para cuidarle, se vio él mismo en peligro. San Vicente rogó al Sr. Abelly que escribieras a Agde a los Srs. vicarios generales a fin de que consintieran en hablar a Mons. el obispo a fin de obtener otra residencia para la pequeña familia. Este plan no tuvo efecto. El nuevo superior, el Sr. Lebas, se vio a su vez atacado por el mal y reducido al límite; se restableció no obstante, pero debió conducir su obra en medio de tantas dificultades que san Vicente le ordenó que lo dejara con todos sus misioneros, pidiendo a Dios que bendijera la ciudad y la diócesis sin adelantar en cátedra o en otro lado que testimoniara descontento; debía además, antes de retirarse recibir con toda la pequeña familia la bendición de los Srs. vicarios generales.
Sin embargo las cosas cambiaron de rostro y esta resolución no se ejecutó. Dos años más tarde, en 1657, el Sr. Durand reemplazaba al Sr. Lebas en la dirección de la casa de Agde.
Sabemos por las cartas de san Vicente que no le gustaba confiar la dirección de sus casas a jóvenes misioneros. Se necesitaba pues que tuviera una soberana estima en cuanto a la virtud y los talentos del Sr, Durand, ya que le ponía, a la edad de veintiocho años apenas, a la cabeza de un establecimiento tan importante. Por lo demás, para sostenerle en sus trabajos, el venerable fundador le escribía frecuentemente y con una benevolencia muy paternal. El joven superior había hablado un día con demasiada vivacidad en una de sus instrucciones, y tuvo la sencillez de dar a conocer su falta a su Padre quien le respondió. «La experiencia que tenéis de la mala manera con que se han recibido ciertas cosas que habéis dicho en el púlpito, os hace conocer bastante que no se ha de predicar nunca a los sacerdotes ni a los religiosos; pues, aparte de que no se aprovechan de nada, produce efectos contrarios. Tampoco se ha de tener en la cabeza el defecto de una comunidad o de una persona particular. Por miedo a que se escape alguna palabra o alguna mirada que les dé motivo a imaginarse que se habla de ellas, que se las difama o se las quiere mal. Ciertamente, Señor, se necesita una grande circunspección para no chocar con nadie, y mucha caridad y humanidad para con su auditorio para edificarle».
El Sr. Durand aprovecha estas hermosas lecciones y sigue consultando a san Vicente que le enseña un día el modo de predicar bien. «La oración es un gran libro para un predicador, de ella sacaréis las verdades divinas en el Verbo eterno que es su fuente, las cuales comunicaréis luego al pueblo. Es de desear que todos los misioneros amen mucho esta práctica, ya que sin su ayuda producirán poco o ningún provecho, y con su ayuda, se asegura que toquen los corazones; ruego a Dios que os dé el espíritu de oración».
El joven y celoso superior pedía luego consejo para tratar con religiosos, y el caritativo Padre le escribía: «Deberéis esforzaros en servirles y demostrarles si tenéis ocasión que tenéis el afecto de ir a verlos alguna vez, en no tomar nunca partido contra ellos, ni en interesaros en sus asuntos más que para defenderlos en caridad, hablar de ellos bien, en no decir nada en el púlpito ni en conversaciones particulares que pueda chocarlos, aunque ellos no os respondan de la misma manera; esto es lo que deseo que hagamos todos, pues ellos son religiosos en un estado de perfección, y también los debemos honrar y servir».
En la escuela de este excelente maestro, el Sr. Durand aprendía también a servir de alegría y de consuelo de sus cohermanos: «Vivid, le decía el Santo, vivid con vuestros cohermanos cordial y sencillamente, de manera que al veros unidos, no se pueda saber quién es el superior». Esta condescendencia no dejaba de ser para el discípulo fiel una ocasión de mérito, san Vicente lo sabía y le animaba en estos términos: «Veréis qué grande ha sido la bondad de Nuestro Señor con los apóstoles y los discípulos cuando estaba en la tierra, y cuánto ha tenido que sufrir de los buenos y de los malos, eso mismo os hará ver que las superioridades tienen sus espinas como las demás condiciones, y que los superiores que quieren hacer bien su deber de palabra y con el ejemplo tienen mucho que sufrir de sus inferiores, no sólo de los díscolos sino también de los mejores. Según esto, Señor, entregaos a Dios para servirle en esta calidad, sin pretensiones de ninguna satisfacción por parte de los hombres.
Algunos meses después, en julio de 1659, el Sr. Durand se dirigió a Montpellier, donde reemplazó momentáneamente al Sr. Get para intentar la fundación de un seminario; habiendo fracasado sus esfuerzos, el bienaventurado Padre reconociendo su entrega le escribe para felicitarle por ello. Le anima luego en medio de las dificultades nuevas que se presentan en su casa de Agde: «Ya es suficiente que dos hombres habiten juntos darse ejercicio, y aun cuando estuvierais solo os serías cara a vos mismo y un motivo de paciencia, tan verdad es que nuestra vida es miserable y sembrada de cruces».
Estas enseñanzas eran comprendidas, y el Sr. Durand continuó dirigiendo con sabiduría la casa que le estaba confiada. A la muerte de san Vicente, fue diputado de la provincia de Saboya a la asamblea general que designó al Sr. Almerás como sucesor de san Vicente. Después de la elección, regresó a Agde, pero algunos meses después, le volvían a llamar para tomar la dirección de una obra muy delicada; era nombrado superior y párroco de Fontainebleau; esta elección mostraba la alta idea que el nuevo superior general se había formado de los méritos del celoso misionero.
II.- (1661-1679)
Durante su estancia en la parroquia cuyo cuidado le fue confiado, el Sr. Durand fue exacto en consignar día a día todo lo que juzgaba de algún interés en los diversos acontecimientos en los que se encontró mezclado más o menos directamente. «Creo, dice él, en la primera página de su diario, para consuelo de quienes cumplirán más dignamente que yo, el lugar y el cargo que ocupo ahora, deber informar sucintamente, en cuanto pueda, diversos incidentes, o que no están escritos en otras partes o, si hay algunos, están aquí y allá, en confusión.
Hemos recorrido este manuscrito y nos ha parecido que encierra más de una anécdota narrada con esa fina bonhomía y esa ingenuidad un tanto maliciosa que caracterizan a ciertas memorias de la época. Los límites de una simple noticia y la finalidad que nos hemos propuesto al escribirla no nos permiten publicar este interesante documento; nos limitamos a extraer del diario del misionero lo que se refiere más directamente a la fundación de Fontainebleau.
«Desde la muerte del cardenal de Mazarino (1661), la reina madre Ana de Austria buscaba la ocasión de servir a la Congregación, por el recuerdo de la estima que tenía de del difunto Sr. Vicente, nuestro muy honorable Padre, en quien ella tuvo una confianza tan particular». La fundación que había hecho en Metz y los abundantes bienes que recibía el pueblo con ello la había persuadido además de la utilidad de los empleos de la Misión. Su proyecto llegaba incluso a fundar la pequeña Compañía en todas la casas reales y quería comenzar por el burgo y el castillo de Fontainebleau, adonde la corte acostumbraba a ir a pasar todos los años el verano.
Tiempos atrás, la caritativa princesa había pedido y obtenido de san Vicente de Paúl dos Hermanas de la Caridad para cuidar de los enfermos de la parroquia y encargarse de la escuela de las pequeñitas. Les había construido una casa que, gracias a las liberalidades del rey y de las personas de la corte, se agrandó en lo sucesivo; todo el mundo admiraba en ello el celo y desinterés de una comunidad cuyo lote es el amor de los pobres.
Pero la reina madre pensaba que su obra no estaría completa mientras los sacerdotes de la Misión no estuvieran a la cabeza de la parroquia: ella alimentaba desde hacía diez años el proyecto de establecerlos allí; pero no veía todavía cómo».
La iglesia parroquial de Saint-Louis situada en la calle mayor del burgo de Fontainebleau, no era todavía más que una simple capilla, construida por Luis XIII, en 1624, en un terreno donado por la marquesa de Mercoeur. Esta capilla dependía de la parroquia de Avon, atendida por los religiosos Mathurins desde el año 1549, bajo el reinado de Francisco I.
Por motivos que no es útil explicar aquí, la reina Ana de Austria pensó que era necesario crear una parroquia nueva que comprendiera el burgo y el castillo real. La ocasión que buscaba se presentó por fin después de la paz de los Pirineos y el matrimonio de Luis XIV con la infanta María Teresa.
Bien en la ida a San Juan de Luz, bien al regreso, la corte se había detenido en Richelieu y había visto trabajando a los modestos hijos de san Vicente de Paúl. Todo el mundo deseaba verlos trabajar de la misma forma en Fontainebleau. Durante tres meses no se habló en el círculo de Sus Majestades de otra cosa que de las ventajas que habría estableciendo una parroquia en el burgo y en confiársela a los sacerdotes de la Misión. La reina madre, como se puede figurar, tomó el asunto con más interés que nadie. Consultó al Sr. obispo de Rennes, su primer gran capellán, más tarde arzobispo de Auch y, segura de sí misma///, resolvió continuar en serio con el asunto.
Había en ese momento en Fontainebleau un sacerdote de la misión, el Sr. Chrétien que distribuía limosnas en el Gâtinais, en nombre de la reina madre, del Sr. y Sra. princesa de Conti/// y otras personas caritativas; Ana de Austria le encargó que comunicara sus intenciones al Sr. Alméras.
Éste vino pues a Fontainebleau, mas con la resolución de agradecérselo a la reina y rogarle que pusiera sus ojos en alguna otra comunidad. Pero Su Majestad no quiso oír otra cosa que no fuera a favor de los pobres misioneros; como el Sr. Alméras se excusaba por aceptar este curato, porque nuestra congregación no tiene este fin, la reina le objetaba que ya habían recibido la de Richelieu, el Sr. Alméras dijo sencillamente que era para obedecer a este gran cardenal, a lo que la reina replicó agradablemente; «Ya merecemos Nosotros lo que el Sr. cardenal». El Sr. Alméras no tenía más que rendirse al deseo de la reina madre que era también el del rey. Luis XIV escribía en efecto a Mons. el arzobispo de Sens:
«Monseñor el arzobispo de Sens, no queriendo partir de aquí sin acabar todo lo que respecta al curato de este burgo, y a oír la misa del futuro párroco, me he complacido en [398] testimoniaros por esta carta, escrito de mi propia mano, que vos no podríais hacer otra cosa que me fuera más agradable que venir vos mismo o enviar a vuestro oficial para concluir el establecimiento; y el punto de la fundación no debe deteneros, ya que a la espera de que se vea otro rumbo, he mandado expediciones necesarias para asignar, contra tales de mis granjas como sean suficientes, las seis mil libras con las que he resuelto dotar dicha parroquia; y la indemnización del curato de Avon será por la preferencia a todas las cargas. De manera que será un fondo asegurado. Prometiéndome pues que vos no pongáis ningún retraso a lo que son mis intenciones, yo no le pondré más demoras, sino pedir a Dios que os tenga en su santa custodia. Escrito en Fontainebleau, el 8 de noviembre de 1661, firmado: Luis.
La reina madre escribió a continuación lo que sigue:
«Señor arzobispo de Sens, espero con tanta impaciencia el establecimiento de la nueva parroquia que el rey mi hijo quiere hacer en su iglesia del burgo de Fontainebleau, que me satisface demostraros que no podríais causarme mayor gozo que llevarlo a ejecución prontamente, o si vuestra salud no os lo puede permitir, enviar a alguno por vuestra parte, deseando con mucha pasión asistir a esta ceremonia antes de partir de este lugar. En cuanto a la fundación, el rey provee de manera que la cosa está asegurada, y por mi parte colaboraré con lo que sea necesario, a fin de que no sea obstáculo a una obra tan buena».
Mons. el arzobispo de Sens envió al Sr. abate Benjamin, y el Sr. Alméras se hizo representar por el Sr. Berthe quien, con las formalidades de uso tomó posesión real, actual y corporal de dicho curato del burgo de Fontainebleau, recién erigido, como se dice en el acta que se redactó, en la fecha de 27 de noviembre de 1661 .
El Sr. Alméras informó de este acontecimiento a toda la Compañía por medio de una carta circular a los superiores de las casas. La reproducimos aquí:
Paris, octobre 1661.
La grâce de Notre-Seigneur soit toujours avec nous.
Creo haberos informado que la reina nos ha establecido en Metz hace tres o cuatro meses. Ha sido del agrado de Dios también establecernos en Fontainebleau por el rey, a petición de la misma reina que nos ha llamado y nos ha hecho aceptar la parroquia que Monseñor de Sens ha unido a nuestra Compañía. La fundación es para diez sacerdotes, a fin de que una parte dé misiones mientras que la otra sirva a la parroquia. En un principio cuando nos hablaron de este asunto, lo temimos, ya a causa de que las parroquias no nos son propias, como porque el aire de la corte es peligroso y poco conveniente a pobres sacerdotes como somos nosotros. Cuando la reina me envió a buscar para hacerme la propuesta, yo partí, resuelto a excusarnos e incluso con la esperanza de que escucharía nuestras razones, pero dijera yo lo que dijera, ella persistió en querer que eso fuera, y ha mostrado tanto ardor por la ejecución, que nos hemos visto obligados a enviarle sacerdotes. Han tomado posesión el primer domingo de Adviento, la cual sus Majestades, con toda la corte, han querido autorizar con su presencia asistiendo a la primera misa solemne que fue celebrada el día de San Andrés.
«No hemos dado ningún paso ni nosotros ni otro, ni directa ni indirectamente en este sentido; al contrario hemos insistido ante Dios que tuviera a bien impedirlo, pero su Providencia al usarlo de diferente manera, nosotros tenemos, me parece, todas las señales de una verdadera vocación y por consiguiente todo motivo de confiar en su bondad, de que no sólo la Compañía no recibirá ningún perjuicio como nos temíamos, sino que ella encontrará alguna ventaja espiritual para el buen uso que Dios le dará la gracia de hacer, o confusión si le ocurre, o buen éxito si sigue adelante.
De cualquier forma, Señor, os ruego que pidáis a Dios y hagáis que se lo pidan aquellos de vuestra familia que conserve entre nosotros el espíritu primitivo de sencillez, de pobreza y humildad, en particular en ese puesto que, en apariencias, no debe de ser favorable para estas virtudes tan estimadas, queridas y practicadas por Nuestro Señor, en el amor del cual soy, etc.»
Como era de esperar, los religiosos Mathurins hicieron una viva oposición a la entrada de los misioneros en sus nuevas funciones. Pues ellos se consideraban como injustamente despojados de un bien que les pertenecía de tiempos atrás y, como suele suceder en estas cosas, no faltaban personas, bien en la corte, bien en la localidad, que abrazaran su querella y les instaran a reclamar sus derechos. La reina madre había contado con el general de la orden, que se hallaba por entonces en España y se sentía deudor, «pues esta buena princesa le había hecho estudiar y formado su fortuna, siendo hijo de una lavandera de Fontainebleau». Pero el general no creyó deber ceder a la reina, y ésta se sintió muy apenada.
Se necesitaba pues una prudencia especial por parte del Sr. Durand cuando, el 15 de diciembre 1661, vino a instalarse en la parroquia de Fontainebleau. Alarmado él mismo por su responsabilidad, alegaba su juventud para no aceptar el cargo delicado que se le imponía: tenía entonces treinta y un años. El Sr. Alméras que le conocía muy bien se limitó a responderle: » Si se os encuentra demasiado joven o incapaz, el Sr. Berrthe podrá ocupar vuestro lugar».
El primer cuidado del nuevo párroco fue proporcionar a su parroquia la gracia de una misión. «Se comenzó a partir del Adviento pero tuvo poco fruto, dice, bien porque los pueblos estaban muy divididos en sentimientos, como porque la corte estaba a punto de salir, y todos estaban más ocupados en limpiar la basura que habían dejado que en limpiar su conciencia. Los otros corrían a París tras sus deudores».
No seguiremos al Sr. Durand en el relato de las dificultades que surgían sin cesar que encontraba cada día en el desempeño de su ministerio; no queremos insistir en estas oposiciones encarnizadas y en nada edificantes que le hicieron. Duraron más de cuatro años, y el rey y la reina se cansaron también. El Sr. Alméras decía a menudo al párroco de Fontainebleau «que si hubiera previsto tantos obstáculos, habría resistido con mayor fuerza a Su Majestad para suplicarla que empleara a otros y no a nosotros.
El Sr. Durand nos ha conservado en su diario una preciosa carta del primer sucesor de san Vicente, que nunca se ha publicado. Es del 24 de julio de 1664, y tiene naturalmente su lugar en esta noticia.
De París, 24 de julio de 1664
«Monsieur,
«La grâce de Notre-Seigneur soit avec nous pour jamais!
Os he escrito varias cartas, desde que el rey está en Fontainebleau, y en particular el último mes, que tanto se habla de vuestro asunto, por las que os he dado a saber mis sentimientos, y os he dado los consejos que me han parecido convenientes sobre el tema; pero como yo no sé si se los habíais comunicado a los de vuestra casa, y que pienso que es oportuno que estén informados lo mismo que vos, he creído que sería bueno escribiros hoy el resumen de todo ello, de lo que os suplico que les informéis.
Es pues bueno que sepan que hace tres años, hallándose la corte en Fontainebleau, oí algún rumor sobre el plan que se decía que la reina madres tenía de entregarnos el curato de Fontainebleau, lo que yo creí en un principio que eran palabras que se lleva el aire y que no me pareció verosímil, o al menos que yo veía tan distante y tan desproporcionado para nosotros que no me detuve a pensarlo. No obstante, algunas semanas después, recibí orden de Su Majestad de ir a verla lo antes posible, que me fue reiterada dos días después, por lo que vi que había que obedecer para oír más expresamente sus intenciones; pero yo acudía con un plan formado de expresarle tan buenas razones para excusarnos que daba por cierto que cuando me hubiera concedido el honor de escucharme, Ella abandonaría el proyecto.
A mi llegada, sin embargo, me sorprendió saber que las cosas estaban tan adelantadas, que Su Majestad había obtenido del rey, no sólo el permiso de establecernos en Fontainebleau, sino también la fundación y su renta, la iglesia, la casa vecina y el lugar, con el jardín más tarde; que había mandado a Mons. de Sens que viniera pronto a la corte para concluir este asunto con su autoridad eclesiástica, erigiendo esta nueva parroquia que se nos entregaría. Todos estos largos trámites me afligieron mucho, tanto más porque personas adictas a esta obra me dijeron que habiendo llevado las cosas la reina hasta tal punto, con un afecto tan grande que tiene por nosotros, se sentiría muy ofendida si nos negáramos, sin embargo, todo lo que me podían decir, y que un sacerdote mismo de la Compañía, que estaba presente, entraba en el sentimiento de aceptar, por las razones que acabo de dar. No pude no obstante resolverme a ver a la reina ese día, aunque ella mostrara alguna impaciencia por hablarme lo antes posible, y dejé para el día siguiente para encomendar una vez más el asunto a Dios. El día había llegado, allí fui, y aunque sus primeras palabras fueran que ella «había oído decir que yo tengo dificultades»; pero que ella me rogaba «sobre todo no rechazarla», y eso de un modo tan dulce, tan buena, tan servicial que más no se puede; a lo cual añadía el relato de su plan, de todo cuanto Ella había hecho para llegar a su ejecución, y del sentimiento que tenía por la Compañía.
A pesar de todo ello, yo no dejaba de suplicarle con toda humildad y con insistencia que considerara : 1º que unos pobres sacerdotes de pueblo no son idóneos para la corte y que también la corte no les era propia, sino más bien capaz de hacerles perder el espíritu de sencillez, de humildad y de desinterés, de lo que hacen profesión; 2º que las parroquias no les son propias tampoco, por muchas razones que no le podía explicar en detalle; 3º que nos costaría mucho trabajo encontrarle de repente tantos como se necesitaban. Sería largo decir todo lo que Su Majestad me respondió, y todo lo que yo le repliqué; pero al final me resultó imposible resistir a su voluntad.
» Después de todo, debimos entrar en esta parroquia, y seguir allí como sabéis que se ha hecho hasta ahora; pero siempre con gran peso en nuestro espíritu, y un gran placer por que la Compañía se viera un día libre; lo que hace que haya escrito a menudo que no hubiera prisas por encontrar los medios humanos para establecerse, que no se buscara el favor de los señores y señoras de la corte, y cosas parecidas. Y cuando me enteré que las cosas han cambiado de rostro, y que se hablaba más que nunca de establecer a los reverendos Padres Mathurins, no me apené por ello, sino que al contrario me alegró, ya que la Compañía no habiendo entrado en aquel lugar sino con repugnancia, y por pura sumisión a las voluntades del rey y de la reina, veía luz para salir de él con su permiso y conformidad.
«Y habiendo sabido que trataban de dar escrúpulos al rey por lo que había hecho, diciendo que los Padres Mathurins tenían bulas según las cuales Su Majestad no había podido establecernos, os rogué que fuerais a ver al rey para asegurarle de nuestra entera sumisión y que, como no habíamos entrado en la parroquia más que por obediencia, estábamos dispuestos a devolverla a la menor señal de su voluntad. Es verdad que os he enviado algunas memorias para justificar el procedimiento del rey, de la reina y del Sr. de Sens y del nuestro, y hacer ver que podíamos aceptar y poseer legítimamente esta parroquia que ha sido erigida y de la que se nos ha provisto de acuerdo con los cánones y las formas; todo se ha dicho con ese fin, y no para disputar nuestro derecho y tratar de mantenernos en un lugar del que deseamos más bien salir, particularmente estando las cosas como están ahora, para hacer callar todas las quejas y murmuraciones, tanto de los reverendos Padres como de algunos de la corte, y es la humilde petición que os he mandado hacer de nuestra parte a la reina madre.
Este es nuestro parecer y nuestro proceder respecto del asunto, por el que pido a la Compañía, en nombre de Nuestro Señor, como os lo he pedido ya, Señor, en muchas cartas, que tranquilicéis vuestro ánimo por esa parte, y aguardéis en paz el cumplimiento de la voluntad de Dios en nosotros, lo cual debe sernos siempre muy agradable, pase lo que pase, y mientras tanto ocuparse con fidelidad en las funciones de la parroquia, en el servicio de los pobres, y principalmente de los enfermos, en la observancia más exacta que nuca de nuestras reglas y prácticas, tener siempre respeto a los reverendos Padres Mathurins; no decir nada que les pueda herir, y hacerles todos los oficios de caridad que nos puedan presentar las ocasiones, mediante lo cual la Compañía se atraerá más bendiciones que con todas las ayudas humanas y todas las industrias y diligencias para mantenernos; y la mayor bendición que no pueda venir, y que yo deseo de todo corazón, es que podamos volvernos atrás con el consentimiento de Sus Majestades, por la razones ya dichas, y otras más. Ruego a Nuestro Señor que ha permitido todo lo que ha pasado y pasa que os dé la paciencia, la fuerza y la prudencia necesarias para comportaros bien en todo esto, y que conceda a la Compañía la gracia de permanecer siempre en su espíritu de sencillez, de humildad y de desinterés.
Soy de corazón en su amor, Señor, Vuestro muy humilde servidor,
Alméras, i. p. d. l. C. d. 1. M., S. g. »
Estos sabios consejos eran del gusto del Sr. Durand quien, en medio de tantas contrariedades, luchaba para no perder esta paciencia, fuerza y prudencia que le recomendaba el Sr. Alméras. El rey, habiendo nombrado a los comisarios que debían zanjar la diferencia con imparcialidad, el Sr. Durand presentó una memoria en la que expone simplemente las razones por las cuales «había que quitarles todo el curato, si no se separaba el castillo. Pues, ahí estaba la principal dificultad; se habría cedido sin dificultad a los misioneros el resto de la parroquia, si éstos hubieran renunciado a toda jurisdicción sobre el castillo real. Así que, no era posible a los ojos de Sus Majestades. La memoria acababa así «Para ponerse a cubierto de las quejas y de las murmuraciones, es más conveniente, en esta ocasión que la Providencia presenta, que los misioneros abandonen el curato, porque ni el aire de la corte ni los curatos les son propios por diversas razones que alegó el Sr. Alméras a Su Majestad, la cual le mandó aceptar el de Fontainebleau.
Por último, todas estas dificultades desaparecieron el mes de agosto de 1666. Los comisarios nombrados por el rey se pronunciaron a favor de los misioneros, concediendo a los religiosos Mathurins algunas compensaciones.
» El Sr. Le Tellier, escribe el Sr. Durand, nos entregó este testimonio complaciente, diciendo, después de la conclusión, que no lo habíamos solicitado, si bien su mujer y su hijo estaban bajo la dirección de los misioneros. Yo era el confesor de su mujer, y el Sr. abate Le Tellier, su hijo, habías estado en los Bons-Enfants para disponerse al sacerdocio».
El Sr. Alméras escribe al superior de Foantainebleau al conocer la feliz conclusión de un asunto que le ha causado tanta tristeza, esta carta edificante:
«De Conflans, 12 de agosto de 1666.
.»Monsieur,
«La grâce de Notre-Seigneur soit avec nous pour jamais!
No puedo menos que escribiros estas breves palabras por la conclusión de nuestro asunto, lleno de agradecimiento porque finalmente se han arreglado las cosas, por lo que debemos dar gracias a Dios y estimar que su Providencia adorable, habiéndonos mantenido en la parroquia y el castillo, es Ella también la que ha ordenado las condiciones que se deben incluir en el decreto; y debemos atenernos por igual a las onerosas como a las favorables, ya que todas proceden de una misma conducta; y no solamente haremos bien en aprobarlo todo en relación con Dios que así lo quiere, sino por caridad hacia estos buenos Padres, y aun por justicia; como nos han colocado en su lugar, es pues una gran humillación para ellos. Era razonable que tuvieran alguna compensación de honor y de interés. No era justo que todas las ventajas fueran nuestras, y debemos reconocer sobre todo, que las acciones que brillan son de ellos, como la utilidad temporal, juzgándonos bien felices que nuestra parte sea el trabajo y el fruto de las almas. Aquí es donde debemos decir: Da mihi animas, caetera tolle tibi.
«Os ruego, Señor, y a toda vuestra familia, que entréis en estos pensamientos y deis testimonios sinceros, en las ocasiones, en particular en los días que estos venerables religiosos asuman sus derechos honoríficos, acogiéndolos de buen grado, ofreciéndoles y proporcionándoles con agrado todo cuanto esté en nuestro poder, de manera que reconozcan en vuestros rostros, en vuestras palabras y vuestras conductas el respeto y el afecto de vuestros corazones para con sus personas. Haréis bien en visitarlos también de vez en cuando, servirles en lo posible, hablar bien de ellos, sin quejaros o mostraros secos si no os devuelven la recíproca; será el modo de vivir en paz y buena inteligencia juntos, y edificar a los pueblos. Es el ruego que os hago, a vos y vuestra pequeña comunidad, a quienes saludo de todo corazón, y que soy en el amor de nuestro Señor,
Vuestro humilde servidor,
Alméras».
Más abajo: «Os ruego, Señor, que leáis esta carta a vuestra pequeña familia, y entregar al Sr. Arzobispo de Sens la que me tomo el honor de escribirle; tal vez será lo mejor que enviéis a un sacerdote para entregarla en propias manos».
La reina Ana de Austria no vio a los hijos de san Vicente de Paúl en pacífica posesión del establecimiento que su celo había conseguido; esta princesa había muerto el 20 de enero de 1666. Había mostrado siempre a los misioneros de Fontainebleau, y más en particular a su superior la más cordial benevolencia. Cuando la corte se alojaba en el castillo, la reina madre rara vez dejaba de asistir por la mañana y por la tarde a los oficios de la parroquia que edificaba con su piedad. El rey y toda la familia real compartían esta estima de Ana de Austria hacia los modestos sacerdotes de la Misión, y cuando, para presentar sus respetos a Sus Majestades, o para el ejercicio de su ministerio, el párroco acudía a la corte, tenía la seguridad de encontrar siempre la mejor acogida.
El Sr. Durand nos cuenta cómo tuvo el honor de bautizar al duque de Anjou, el primer príncipe que nació en Fontainebleau después de la fundación de los misioneros en la parroquia.
Fui llamado por un lacayo del Señor, que vino a decirme de su parte que fuera a bautizar al hijo que Dios le diera. Me quedé en la antecámara esperando que la Señora diera a luz. Cuando entré, La Señora estaba rodeada del rey, de las reinas, de las princesas y damas de calidad de la corte. El Sr. abate de Montégu había venido expresamente de su abadía próxima Pontoise para hacer esta ceremonia; estaba en la cámara paseando y mirándome con harta pena. El Sr. cardenal Antoine pretendía también hacerla. Pero el obispo de Valence recibió la orden de ir a Paría para la entrada del Sr. legado, lo que aceptó con repugnancia, previendo que esta ocasión se le escaparía. El Sr. ministro de los Padres Mathurins estaba al acecho, pretendiendo asistir también… En medio de tantos y de tan poderosos concurrentes, tuve la preferencia y bauticé al pequeño príncipe, en las rodillas de la comadrona, en presencia del rey y de las reinas, y de Monseñor, quienes firmaron en nuestro registro. El rey quería hacerme firmar antes que él…
En otras circunstancias en que el honor de bautizar a un príncipe de la familia real competía a algún ilustre personaje, Sus Majestades tenían siempre el cuidado de avisar de antemano al párroco; de la misma forma que no dejaban de pedirle dispensa de la abstinencia cuando, según el parecer de los médicos, su salud lo exigía.
En nuestros días cuántos, que no son ni de los Luis XIV ni de los príncipes de la sangre no tienen la misma sumisión ni las mismas consideraciones con el párroco de su parroquia.
Pocos días después de la muerte de la reina madre, el Sr. Durand se dirigió a París, donde el Sr. Alméras le dijo que viniera para acompañarle en su visita de condolencia a Sus Majestades. La mala salud del Sr. Alméras no le permitió llegar hasta Saint-Germain-en-Laye, donde residía la corte: el Sr. Durand fue recibido por la reina María Teresa, en la ausencia del rey. «Lancé una breve arenga, dice, que cayó muy bien, y me respondió: «Señor, quiero agradeceros y luego aseguraros que todo lo que yo pueda hacer por vos, lo haré, y recomendaré dada la ocasión vuestros intereses al rey. No podré hacer lo que hacía mi tía, por no tener los medios; pero tendré al menos el mismo afecto y obraré según mis posibilidades». Ella me recomendó a mis oraciones al Sr. Delfín que estaba allí, y permanecí por algún tiempo con su Majestad mostrándole en particular la pérdida que había sufrido por la muerte de la reina madre. Esta buena princesa me respondió suspirando: Ay, sí, muy grande. Hay que conformarse con la voluntad de Dios.
Este afecto por los misioneros lo mostró María Teresa con pruebas en diferentes circunstancias, pero se veía sobre todo su asiduidad en su iglesia durante la temporada de la corte en Fontainebleau. Como Ana de Austria, ella se complacía en asistir a los oficios y daba a la gente del poblado y a la corte el edificante ejemplo de comulgar con frecuencia.
El rey por su parte dio varias veces al Sr. Durand muestras inequívocas de su satisfacción. Un día que el superior de Fontainebleau había ido al castillo para una visita de despedida a Sus Majestades. «Yo saludé al rey, cuenta él, y le dije: «Señor, ¿Vuestra Majestad no tiene nada que mandar?» El rey me respondió lo más amablemente del mundo: «Señor, lo hacéis tan bien, y todo el mundo está tan satisfecho de vuestra conducta, que no tengo nada que recomendaros sino exhortaros a continuar haciendo el bien».
Un cumplido así de la boca de la que una sola palabra esperada como un oráculo causaba un regocijo o una desesperación extrema a todos los cortesanos, era muy capaz de perturbar un poco al modesto hijo de san Vicente de Paúl. Pero recordaba las enseñanzas de su bienaventurado Padre y exclamaba en su confusión: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.
Por lo demás, la situación del párroco de Fontainebleau, a pesar del allanamiento de las dificultades que encontró la fundación en un principio, no dejaba de ser siempre muy delicada; este trato casi diario con ilustres personajes y con el rey mismo pedía por parte del Sr. Durand el mayor tacto. Nadie ignora los tristes escándalos que deshonraban la corte del gran rey quien, por una singular mezcla de debilidad y de fe, había tratado en más de una circunstancia de hacer caminar al mismo tiempo el desorden y la devoción. El Sr. Durand no debía juzgar a aquellos que dirigían la conciencia del rey; pero sabía mostrarse firme él mismo en el ejercicio de su temible ministerio, fuesen los que fuesen la calidad y los títulos de la persona que viniera a solicitarlo.
Hacia el año 1675, con ocasión de un jubileo, la duquesa de Montespan comenzó a sentir remordimientos y a formar proyectos de reformas cien veces emprendidos y cien veces abandonados. «la Sra. duquesa de Richelieu, escribe el Sr. Durand, vino a nuestra iglesia y me hizo llamar; fui a encontrarla para saber lo que deseaba de mí. Me dijo que la Sra. de Montespan deseaba confesarse. Yo le dije que era un asunto grave, y que la suplicaba que me dispensara. Me aseguró que no había nada malo en su conducta, y que ella me respondía de ello. Le dije que eso no bastaba, y que la ocasión y el escándalo subsistían. Ella me insistió que fuera a oírla; yo resistí siempre hacerlo. Ella me dijo: «Escúchela a modo de confianza, yo fui al confesionario. Le dije primero a esta dama que no podía confesarla. Me dijo cantidad de cosas llenas de espíritu para obligarme a hacerlo. Le supliqué que me dispensara hasta que yo hubiera pedido consejo a personas hábiles. Y ahí rompimos».
No obstante, la Sra. de Montespan no parece haber guardado odio al celoso misionero que la trataba con esta libertad verdaderamente apostólica. Y más tarde, cuando ella debió reconocer por fin que, en este mundo, todo es vanidad y aflicción de espíritu y que ella se dio a Dios con las lágrimas de un verdadero arrepentimiento, en recuerdo tal vez del sacerdote animoso que no había temido hacerle ver la verdad, se dedicó a extender sus caridades en la parroquia de de Fontainebleau que ella había escandalizado con sus desórdenes.
Fue ella en efecto la que, en 1698, fundó en esta parroquia el hospital conocido con el nombre de las Filles-Bleues, a causa del color de los hábitos de aquellos a quienes allí se alimentaban. El párroco del burgo tenía su dirección espiritual, y las hermanas de la Caridad la administración; allí mantenían a sesenta huérfanas, a quienes alimentaban e instruían cristianamente desde los siete años. En el mismo hospital vivían veinte hombres y veinte mujeres ya decrépitos, a quienes se procuraba los socorros que la caducidad de los años y sus debilidades reclamaban.
III.- (1679-1703)
A finales del año1679, El Sr. Durand dejó la corte de Fontainebleau y las obras cuyo éxito habían asegurado su prudencia y su celo; fue reemplazado por el Sr. Denis Laudin cuya sucesión en Angers él mismo iba a tomar. Esta casa, fundada hacía cuatrocientos años, acababa de recibir un incremento de individuos, y las misiones dadas en la diócesis bajo la prudente dirección del Sr. Durand produjeron los frutos más consoladores. Después de una permanencia de tres años en Angers en medio de estos trabajos apostólicos, el Sr. Durand fue enviado a Dijon para recibir la dirección de una nueva casa; dos años después, en 1683, fue enviado a Sedan.
En 1685, vino a París como diputado de la provincia de Champaña a la asamblea general que se tuvo ese año; de vuelta a Sedan, continuó dirigiendo esta casa hasta 1690, época en la que una nueva obra muy importante se le iba a encomendar: era la dirección de la casa de Saint-Cyr, y los servicios prestados por los sacerdotes de la Misión a la obra de la Sra. de Maintenon, nos obligan a dar aquí lo histórico de esta fundación. Esto es lo que leemos en las Memorias del tiempo.
«Dejo Roma donde se nos van a expedir las bulas, para hablar de algo muy interesante, que pasaba aquí poco más o menos por aquel tiempo, y es esto. La Sra. de Maintenon habiendo reflexionado sobre la importancia que tenía para esta casa, tener siempre buenos confesores, y temiendo que no fuera fácil encontrarlos, si los que teníamos, sabios y prudentes, llegaran a faltar, y comprendiendo bien que habría pocos eclesiásticos seculares
que pudieran convenirnos, no entendiendo esos señores apenas el espíritu de comunidad, y que ella temiera también que nos llegaran algunos sospechosos en doctrinas o que nos viéramos expuestas a cambiarlos con frecuencia, por el deseo de conseguir beneficios o de hacer otra cosa que no fuese confesar a niñas. Dándoles pues vueltas a todos estos pensamientos en la cabeza, ella se los comunicó al Sr. abate des Marets, al Sr. Gabelin y a los Srs.Brisacier y Tiberge; ellos entraron en estas vistas, y convinieron en que sacerdotes de comunidad nos convendrían más que otros; dedicaron algún tiempo a reflexionar sobre la elección que se iba a hacer y, después de pensarlo, el Sr. de Brisacier dijo que no creía nada mejor que los Srs. de la Congregación de San Lázaro, cuya piedad, regularidad, buena doctrina y modestia serían de una gran seguridad para una casa como aquélla. La Sra. de Maintenon favoreció este consejo de buen grado pues esta Congregación era muy estimada por el rey, tanto que les había encomendado Versalles, Fontainebleau y en otras partes; el Sr. abate des Marets aprobó esta idea; y se tomó enseguida la resolución de dar los pasos necesarios para tener a estos señores. La primera que tomó la Sra. De Maintenon fue hablar con el rey, quien no teniendo por su parte otro deseo que mostrarse favorable a todo lo que podía robustecer lo espiritual así como lo temporal de la casa, dio su consenso y quiso él mismo hablar con el Sr Jolly, que era a la sazón Superior general de estos Señores. Le llamó y le propuso el asunto. Este General que era un hombre sabio, y no hacía nada sin madura deliberación, expuso en primer lugar a Su Majestad que, en cuanto a su Instituto, no se habían fundado más que para los pobres del campo, que no les convenía encargarse de una casa que no estaba compuesta más que de nobleza, y todavía menos ser directores de comunidad de niñas; que esto les estaba particularmente prohibido, y que suplicaba muy humildemente a Su Majestad que le excusara. El rey le respondió que no había reglas sin su excepción; que Saint-Cyr no debía ser considerado como un convento, ya que no eran religiosas (pues no lo éramos todavía); que la comunidad no era más que una pequeña parte de las personas que iban a dirigir; que respecto de las señoritas sería para estos señores una continua misión, puesto que se sucederían continuamente; que en realidad eran nobles, pero que se hallaban en una situación particular que no tenía consecuencia contra lo que les estaba prescrito; que cuando ellos daban misiones en los pueblos, los nobles no estaban excluidos; que por último no creía que hubiera en ello nada opuesto formalmente a las intenciones de su Fundador; que en todo caso él podía deshacer sus dudas. El Sr. Jolly respondió muy respetuosamente al rey, que no podía resolver nada que no se hubiera hablado en su consejo; que le suplicaba que se lo permitiera. El rey lo vio bien; la cosa fue discutida en la asamblea de los encargados, en San Lázaro, para ayudar al Superior general con sus consejos. Se concluyó aceptar la propuesta que se les había hecho de tal parte, y para un asunto en el que había tanto bien quehacer. Al cabo de algunos días de aquello, el Sr. Jolly vino a Versalles a dar la respuesta al rey, quien se sintió complacido por la aceptación voluntaria; pues, aunque hubiera podido servirse de su autoridad, prefería que se hiciera libremente. Se habría podido poner los ojos en otras Congregaciones o en los religiosos; no se quiso éstos últimos porque se temía que quisieran difundir aquí el espíritu de su Orden, que no se hubiera ajustado tal vez con el que nos es particular. Se consideró que no era lo mismo con los Srs. de San Lázaro, cuyo Instituto tiene alguna relación con el nuestro; ya que su principal fin es el celo de la salvación de las almas, y que ellos tienen por lo demás, como cualquier religioso, reglas y una disciplina muy estricta; que serían por este doble ejercicio muy capaces de inspirarnos el amor de nuestro Instituto y el de la observancia de las reglas; se hubiera podido decidir por los Jesuitas que tienden al mismo fin; pero hubo razones en aquella época para detenerse en estos señores; el rey ya los había puesto en varias de sus casas reales y estaba contento con ellos. Una de las principales razones que impidieron llamar a los Jesuitas es que se enfrentan a muchas contradicciones, y que hubiera sido difícil que no recayeran sobre nosotros; lo que el Sr. de Maintenon no creía que fuera útil a la casa.
«El Sr. Jolly vino aquí varias veces para hablar con de Maintenon y los Srs. abates des Marets, Brisacier y Tiberge, del número de confesores que nos daría, y de las condiciones del tratado que se debía hacer entre ellos y nosotros; convinieron en darnos cinco sacerdotes y tres hermanos de los que uno atendería la iglesia y la sacristía para limpieza y buen orden; que nosotros daríamos cuatrocientas libras de pensión por cada sacerdote, y cien escudos por los hermanos, a fin de que estos señores no pierdan aquí el espíritu de su vocación, habría algunos de ellos que irían a dar misiones, en las tierras dependientes de la casa, o en la diócesis de Chartres cuando no tuvieran que hacer en nuestras tierras; a lo que la Sra. de Maintenon consintió con tanto mayor grado porque su celo la llevaba siempre a todo lo que podía contribuir al bien de las almas. Celebradas estas convenciones y otras que vienen en el tratado, que pondré aquí luego, no se trataba ya más que de un alojamiento para estos señores, que no dejaba de preocuparnos; pues no nos quedaba nada, ni ningún lugar dispuesto para establecer a una comunidad de sacerdotes, por pequeña que fuese. Se necesitaban las celdas, una enfermería, una cocina, un comedor, una biblioteca, una sala para recibir a personas del exterior y otros arreglos. El Sr. Jolly vino con el Sr. Hébert, párroco de Versalles, y un hermano arquitecto de la casa para ver lo que teníamos para alojamiento: no pudieron hacer nada con las escasas habitaciones que querían entregarles, y de las que costaría luego mucho prescindir. Contado esto al rey mandó al Sr. Mansard que viniera aquí a hacer el plan de un nuevo edificio. Encontró uno ya comenzado en el ala que está después de la iglesia hasta la otra ala destinada al exterior; había tan solo en esta ala edificios para los equipos de la Sra. de Maintenon, alojar a los hortelanos y demás gente. El Sr.Mansard se detuvo allí, trazó un plan de edificación proporcionada al gusto y a la comodidad de estos señores; se trabajó en ello con tal interés y diligencia que se terminó casi al cabo de seis meses. Mientras se le dejaba secar, el Sr. Jolly redactó una memoria de todas las cosas necesarias, tanto en cuestión de muebles como batería de cocina, ropas, etc.
La memoria ascendió cinco mil trescientas sesenta y ocho libras diez sueldos. El Sr. de Maintenon se lo llevó a la comunidad con lo tratado de las convenciones que se habían celebrado entre ellos y nosotros; luego se mandó darles la suma indicada en esta memoria, para que hicieran sus compras como quisieran. Se les dio también quinientas libras para libros; vinieron a establecerse, en su nueva casa, en el mes de agosto de 1691, y allá han seguido siempre; pero se han hecho de tiempo en tiempo ampliaciones y ajustes, de lo que tendré ocasión de hablar en otra parte.
» Condiciones del tratado.
El Superior general de la congregación de la Misión será superior inmediato de la comunidad de las damas y señoritas de Saint-Louis, dependiendo de la jurisdicción del obispo de Chartres; dicho Superior general tendrá entera libertad de cambiar al superior y demás sacerdotes de la Misión que haya establecido en Saint-Cyr, cuando lo juzgue conveniente: podrá hacer todos los años y con más frecuencia incluso la visita de la casa y comunidad de las damas de Saint-Louis y, en caso de que no pueda podrá encomendar a alguna otra persona.
«Enviará al menos en las cuatro témporas del año confesores extraordinarios que pertenecerán al cuerpo de dicha congregación de la Misión; tendrá libertad de enviar a quienes no pertenezcan a dicha congregación, y si la superiora de las damas se lo pide. Los sacerdotes de la Misión estarán encargados de toda la dirección espiritual de la casa y comunidad de las damas y señoritas de Saint-Louis, así como de todas las personas que estén en el recinto de la casa, para la administración de los sacramentos y de las instrucciones particulares, como de los retiros y demás ejercicios según el uso y las reglas de dicha casa. Uno de dichos sacerdotes celebrará a las seis y media de la mañana una misa rezada, para los conversos y criados; otro celebrará una a las ocho para las damas y las señoritas, y otra se dirá a las diez, y una cuarta en la capilla de la enfermería. Una de dichas misas debe ser celebrada por el descanso de las almas de los reyes de Francia y por la reina, esposa del rey nuestro fundador; otra por la intención del mismo rey, para dar gracias a Dios por los favores que derrama incesantemente sobre la familia real y para pedirle que tenga a bien su divina Majestad dar al rey de Francia las luces necesarias para bien gobernar el Estado y exaltar la Iglesia católica en su reino. Después de la misa de comunidad, se debe cantar el Exaudiat con el versículo y la oración, y en el día señalado en el ceremonial, en salud.
Los médicos, cirujanos y boticarios de la comunidad asistirán con sus cuidados y medicamentos a aquellos de dichos sacerdotes y hermanos, establecidos para el servicio espiritual de dicha comunidad, que están enfermos, sin por ello pedirles ninguna retribución.
Y en otra convención se contrataron a tres sacerdotes y un hermano para dar misiones en nuestras tierras, habiendo probado que no era posible que los confesores de la casa lo hicieran, pues este empleo ocupa más el tiempo en que son necesarios para ejercer las funciones de su ministerio respecto de las personas de la casa.
La misma convención para los gastos de los confesores extraordinarios, para el pan y el vino del Santo Sacrificio, para el aceite de la lámpara que arde ante el Santísimo Sacramento y para las medicinas que se necesiten, enseñando la experiencia que es más cómodo que proporcionárselo de la casa. Terminaré este artículo de los Srs. Confesores diciendo que tenemos toda la razón de bendecir a Dios por haber permitido que nos den personas tan sabias, tan regulares, y tan llenas de celo para cumplir en nosotras las funciones de su ministerio; se puede decir que el buen ejemplo que nos den contribuya tanto a nuestro adelanto espiritual como sus palabras; y que no nos queda otra cosa que desear por ese lado que aprovechar sus santas lecciones.
«Por ese tiempo, el rey ordenó a todo el mundo que llevara a la Moneda toda la vajilla de plata superflua; la Sra. de Maintenon no encontró más que cuatro candeleros que no creyó serle necesarios, se los donó a nuestra sacristía para aumentar el lampadario en el tiempo de la exposición del Santísimo Sacramento.
El Sr. Durand se puso a la obra para organizar esta casa según las intenciones de la fundadora, y lo consiguió plenamente.
El autor de las Memorias citadas anteriormente hace de él el mayor elogio, hablando de la sabiduría de su dirección y de la seguridad de su doctrina; pues logró combatir el quietismo , y por sus cuidados de Chartres, informado sobre las disposiciones de la casa, le dio el último golpe prohibiendo la lectura de los escritos de la Sra Guyon.
Después de pasar un año en la casa de Saint-Cyr, fue enviado a Arras para tomar la dirección del seminario. Había sido precedido algunos años antes por el Sr. Bornier Hébert quien, después de ser párroco de Versalles, fue obispo de Agen, estuvo cuatro años en esta casa de donde vino a San Lázaro, 1695. Allí se encuentra, en 1697, secretario de la asamblea doméstica que se tuvo allí para nombrar a dos diputados a la Asamblea provincial. Asistió a la Asamblea general de ese año como secretario de la congregación, y con el mismo título otra vez a la de 1703. .
A la muerte del Sr. Jolly, el Sr. Faure, vicario general, nombró al Sr. Durand director de las Hijas de la Caridad en lugar del Sr. Talec. Desempeñó las funciones de director hasta 1699. A partir de ese año, perdemos el rastro del Sr. Durand. Murió sin duda director de las Hijas de la Caridad, pero no sabemos la fecha exacta.