Capítulo XII
Vicente de Paúl y la Señorita Le Gras. – Hijas de la Caridad. – Niños Expósitos. – Hospital de los ancianos. – Hospital general.
Las Hijas de la Caridad. –Hemos dicho cómo Vicente de Paúl, admirablemente secundado por la señorita le Gras, fundaba cofradías de la Caridad en todos los lugares donde se predicaba la misión. En 1629, le remitió instrucciones escritas de su propia mano para que le sirviesen de regla de conducta. La descendiente de los Marillac, seguida de algunas nobles y piadosas damas a quienes había asociado a su obra caritativa, caminaba con ellas en pobres diligencias, y se hospedaba y dormía en pésimas hostelerías «para hacerse más sensible a las miserias de los pobres1«.Apenas llegada a un pueblo, reunía a las mujeres de la cofradía, animaba sus esfuerzos, les hacía partícipes de las instrucciones de Vicente, trataba de aumentar su número, colocaba en sus manos provisiones de ropas, de medicamentos, abundantes limosnas y, para predicar con el ejemplo, ella visitaba y cuidaba ella misma a los enfermos. Cumplidos los primeros deberes, enseñaba a las jóvenes los elementos de la fe cristiana, elegía a una maestra capaz de reemplazarla, y no se iba del pueblo hasta haber provisto todas las necesidades de los pobres y de los pequeños2: la creación de estas primeras cofradías de Caridad en los dominios de los Gondi le sugirió la idea de fundar otras parecidas en varias parroquias de París, una entre otras, en 1630, en su propia parroquia, la de Saint-Nicolas du Chardonnet. La inauguró con un acto de heroísmo, visitando y cuidando con peligro de su vida a una joven alcanzada de la peste. Vicente, ante esta noticia, lejos de aconsejarla que tomara precauciones, y lleno, como ella, de santa audacia, la animó a perseverar, diciéndole que no tenía nada que temer:
«Os confieso, Señorita, le escribía, que esto me ha enternecido tanto el corazón que, si no hubiera sido de noche, habría partido a la hora misma para ir a veros; pero la bondad de Dios sobre las personas que se entregan a él para el servicio de los pobres en la cofradía de Caridad, en la que nadie hasta ahora ha sido afectada por la peste, me hace ver una perfecta confianza en él que no tendréis ningún mal. ¿Creerías, Señorita, que no sólo visité al sr sub prior de San Lázaro, que murió de la peste, sino que hasta sentí su aliento? Y sin embargo, ni yo ni nuestra gente, que le asistieron hasta el último momento, hemos tenido ningún mal. No, Señorita, no tengáis miedo; Nuestro Señor quiere servirse de vos para cualquier cosa para su gloria y estimo que os conservará para ello».
La santa mujer tenía tan poco miedo y se cuidaba tan poco, que Vicente se vio obligado a moderar su celo: «Me parece que sois asesina de vos misma por el poco cuidado que tenéis de vuestra salud. Manteneos alegre, os lo suplico». El amable santo hacía de la alegría una virtud esencial para sus discípulos, sobre todo al pie del lecho de los enfermos, para hacerles olvidar sus sufrimientos.
La obra de las cofradías de Caridad, que se había implantado en un buen número de pueblos con grandes frutos, pareció, desde su nacimiento, afectada de esterilidad en las grandes ciudades y sobre todo en París. Es fácil de ver las causa de resultados tan diferentes. Las mujeres del campo, endurecidas, desde su juventud, en los trabajos más rudos, pueden con facilidad soportar las vigilias, y bien educadas, llegar a ser excelentes enfermeras. No es lo mismo con las mujeres del mundo, cuya salud más delicada y vida más fácil por el lujo y la ociosidad no podrían plegarse tan pronto a tales fatigas y cuidados tan repugnantes. También, la mayor parte de las mujeres de condición, que se habían enrolado un poco precipitadamente bajo la bandera de la señorita Le Gras, sintieron pronto que habían emprendido una tarea por encima de sus fuerzas. Unas temían llevar al seno de su familia alguna enfermedad contagiosa. Las otras no podían sobrellevar los ascos de la naturaleza a la vista de las plagas o del aspecto repulsivo de ciertos enfermos. Pronto aquellas no contribuyeron más que con sus ahorros a las cofradías de la Caridad, y el pequeño número de éstas que tuvieron el valor de resistir y de perseverar al no se suficiente, la obra nueva parecía condenada a perecer. Vicente y la señorita Le Gras comprendieron entonces que sobre todo era necesario reclutar a jóvenes del campo y a pobres viudas de una constitución robusta, de una capacidad igual a la virtud, y cuya única función sería la de prestar cuidados a los enfermos. Comprendieron también que era indispensable enseñarles de antemano esta tarea difícil, al mismo tiempo que los ejercicios de la vida espiritual, y unirlas a esta obra de entrega y de abnegación por unas reglas severas y por una fuerte disciplina.
En !633, Vicente eligió a tres o cuatro jóvenes que le parecían reunir las cualidades necesarias; él se las confió a la señorita Le Gras, para que les hiciera pasar un aprendizaje. Ésta las alojó en su casa de la parroquia de San Nicolás, las mantuvo, las formó poco a poco en ese gran arte de la caridad y, al cabo de algunos meses, las puso a trabajar. Otras jóvenes, en más grande número, vinieron a reemplazarlas y, al cabo de unos años, gracias a los esfuerzos infatigables de Vicente y a las hábiles lecciones de la señorita Le Gras, se las contó por centenares y por millares. Destinadas únicamente en un principio a prestar cuidados a domicilio a los enfermos «a quienes el exceso o la repugnancia cerraba la entrada de los hospitales», «pronto, por derecho de conquista caritativa, se encargaron de los hospitales mismos; sirvieron de madres a los niños expósitos, de maestras a las jóvenes pobres, de ángeles consoladores a los forzados y a los prisioneros, de providencia en todas las miserias3«.
Solo al cabo de varios años de estudio y experiencias Vicente se decidió a pedir a Juan Francisco de Gondi, arzobispo de París, que las Hijas de la Caridad fuesen instituidas en cofradía, y les dio las reglas por escrito. En una memoria que dirigió al prelado en 1646, Vicente hacía un histórico de los más impresionantes de esta obra admirable que debía prestar tantos servicios no sólo en Francia, sino también en el mundo entero. El 20 de octubre del mismo año, el antiguo alumno de Vicente de Paúl, el coadjutor de París, el futuro cardenal de Retz, que realizaba entonces las funciones de arzobispo debido al estado enfermizo de su tío se prestó a conceder derecho a esta petición y aprobó el reglamento de las Hijas y viudas sirvientes de los pobres de la Caridad, aceptando la elección de Vicente como director de la obra nueva. El joven Rey quien, en concierto con la regente su madre y la duquesa de Aiguillon, había constituido en favor de la nueva cofradía una renta de dos mil libras, otorgó su erección por cartas patentes.
Estas actas constituyentes habiéndose perdido por la negligencia de un miembro del Parlamento, que las tenía entre las manos, Vicente de Paúl dirigió, en 1655, al cardenal de Retz, entonces exiliado, y que se encontraba en Roma, una segunda petición para que aprobara de nuevo la cofradía, sus estatutos y reglamentos, y para que le diera poder, a él y sucesores, generales de la Misión, de dirigirla, bajo la autoridad del arzobispo de París.
Veamos en qué términos el prelado que había conservado, en medio de todas sus conspiraciones y sus desórdenes, un inmutable respeto por su viejo fundador, le concedió una nueva aprobación.
«Queriendo, dice, facilitar a las buenas damas de la caridad y a las pobres viudas y jóvenes sirvientas de los pobres enfermos el hacer una buena obra, que es para la gloria de Dios y edificación del pueblo, nos erigimos a las Hijas de la Caridad en cofradía, aprobamos sus reglamentos, a condición de que la cofradía sea y permanezca a perpetuidad bajo nuestra autoridad y dependencia y de nuestros sucesores, arzobispos de París». «Y visto que, añade, Dios ha bendecido el cuidado y trabajo que nuestro querido y bien amado Vicente de Paúl se ha tonado para hacer llevar a cabo este piadoso plan, nos le hemos confiado de nuevo y encomendado, y por estas presentes confiamos y encomendamos la conducción y dirección de la susodicha sociedad y cofradía, durante su vida, y después de él a sus sucesores de dicha congregación de la Misión».
En el mes de noviembre de 1657, Luis XIV, por letras patentes, autorizó a la cofradía a extenderse por todos sus Estados; hacía de ella el más magnífico elogio y declaraba que la tomaba, a ella y sus bienes, bajo su salvaguarda y protección especial4. Diez años después, el 8 de junio de 1668, la Santa Sede, por su parte, le daba su aprobación y su última consagración.
Tal es, en resumen, el histórico de la formación de esta institución maravillosa que, desde hace más de dos siglos, sin cesar de ser animada del espíritu de su ilustre fundador, ha rendido tantos servicios a la humanidad.
Pero este cuadro quedaría incompleto, si no dijéramos unas palabras de los admirables reglamentos de Vicente de Paúl que, por la profunda sabiduría y la experiencia consumada que encierran en sí, han llevado su obra a la perfección y le han asegurado para siempre la fecundidad y la perpetuidad. Comprendiendo mejor que nadie hasta qué punto los pobres y enfermos serían mal servidos por las Hijas de la Caridad, si ellas vinieran a tomar sus funciones con disgusto y a no ejercerlas sino de mala gana, tuvo cuidado de ordenar que no sólo no hicieran votos solemnes, pero ni siquiera votos simples y perpetuos. Sus votos sólo son anuales, y no los pronuncian la primera vez, sino tras cinco años de pruebas. Cada año, el 25 de marzo, día de la renovación de los votos, se levantan libres; si no se sienten con el ánimo y la fuerza de proseguir su obra, pueden dejar la toca. Pero es rao que no reanuden con entusiasmo su servidumbre voluntaria. «A los tres votos ordinarios de religión añaden un cuarto voto de estabilidad, es decir el voto de seguir en el servicio de los pobres5«, en la cofradía a la que pertenecen.
Vicente no cesó de declarar que sus Hijas de Caridad no son religiosas, sino «jóvenes unidas en compañía secular6«. Debido principalmente a esta disposición tan sabia, a esta libertad que ha dejado a sus Hijas de dejar el yugo si lo encuentran demasiado pesado, ha dado él a su obra una existencia imperecedera, pues de todas las que la sufren, no hay una sola que no la acepte con entera decisión. Pero, si bien él no las considera como religiosas, entiende y ordena que practiquen, en medio del mundo, todos los deberes esenciales de la vida religiosa. «También, dice en una página de una elocuente sencillez, aunque no estén en una religión7, este estado no siendo conveniente a los trabajos de su vocación, no obstante, como ellas están mucho más expuestas en el exterior que las religiosas, no teniendo de ordinario por monasterio más que las casas se los enfermos, por celda una habitación de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por claustro las calles de la ciudad o las salas de los hospitales, por clausura la obediencia, por verja el temor de Dios, y por velo la santa modestia, están obligadas, por esta consideración, a llevar, dentro y fuera, una vida tan virtuosa, tan pura, tan edificante, como verdaderas religiosas en su monasterio».
Y después de este breve y notable preámbulo, es traza las reglas que han de seguir y las virtudes que han de conquistar, sobre todo las que más convienen a su estado, la humildad, la sencillez, la caridad. Sirvientas de los pobres, vivirán como ellos en la pobreza; a ejemplo de los primeros cristianos, pondrán todas las cosas en común y no podrán disponer del bien de la comunidad y menos todavía del de los pobres, sin el permiso de sus superiores. Enfermas, deberán contentarse con el ordinario de los pobres, porque ¿por qué razón las sirvientas serían mejor tratadas que sus amos? Viviendo en el desprecio de sí mismas y de las máximas del mundo, no tendrán preferencias más que por los empleos bajos y repugnantes, por el último lugar; ellas se desprenderán de todos los afectos de familia, para consagrarse enteras a sus funciones caritativas. Soportarán con alegría de corazón todas las fatigas, todas las incomodidades, todas las contradicciones, todas las burlas y las calumnias.
«Tendrán cuidado de guardar la uniformidad tanto como puedan, en el vivir, vestir, hablar servicio a los pobres y en particular en la cofia.
Pondrán todos los medios para mantener su castidad al abrigo, no solamente de toda sorpresa, sino de toda sospecha, ya que la sola sorpresa, aunque mal fundada, sería más perjudicial a su compañía y a sus santos empleos, que todos los demás crímenes que les serían falsamente impuestos8«.
«… No harán ninguna visita, fuera de las de los enfermos, y no permitirán que se hagan en sus casas, en particular a los hombres… Caminando por las calles, andarán modestamente y con la vista baja, no se detendrán a hablar con nadie, particularmente de distinto sexo, si no hay gran necesidad, y aun así cortarán por lo sano y brevedad. No saldrán de casa sin permiso de la superiora …, y a la vuelta se presentarán a ella para darle cuenta del viaje…»
«Su principal cuidado será servir a los pobres enfermos, tratándolos con compasión y cordialidad, y esforzándose por edificarlos, consolarlos y disponerles a la paciencia, ayudándoles a hacer una buena confesión general y sobre todo a recibir los sacramentos. Además de esto cuando sean llamadas a hacer otros empleos, como asistir a los pobres forzados, educar a los pequeños niños expósitos, instruir a las pobres jóvenes, se conducirán con un afecto y diligencia particular, pensando que al hacerlo, hacen servicio a nuestro Señor como niño, como enfermo, como pobre y prisionero. Y como sus empleos son en su mayor parte duros y los pobres a quienes sirven un poco difíciles…, se esforzarán, todo lo que puedan, en hacer buena provisión de paciencia, y pedirán todos los días a Nuestro Señor que se la dé en abundancia, y les dé parte de la que él ejercitó con los que le calumniaban, azotaban, flagelaban y crucificaban».
Vicente ponía por delante los cuidados de los enfermos y de los pobres, antes incluso que la oración; decía expresamente a las Hijas de la Caridad: «Se acordarán de que se ha de preferir siempre a sus prácticas de devoción el servicio de los pobres, cuando la necesidad o la obediencia lo requieran, pensando que al hacerlo así dejan a Dios por Dios». Les ordenaba hasta no dar ningún cuidado a los ricos, a menos de en caso de necesidad absoluta, y entonces hacerlo de manera que los pobres sean servidos los primeros, si llegaran a fallecer, les imponía el deber de asistir a su entierro y rogarán por el descanso de su alma.
En este sabio reglamento, nada.
2º parte.
En este reglamento tan sabio, nada se olvida de cuanto pueda contribuir a la mayor perfección de las sirvientas de los pobres, y a hacer de ellas seres aparte, únicamente dedicados a sus funciones con la entrega más absoluta y más tierna. Y para alcanzar esta meta ideal, esta perfección casi divina, ¿qué les aconseja? Pisotear todas las pasiones, sobre todo el orgullo y la impureza, y practicar con preferencia, entre las virtudes, la humildad y la caridad. Pero como Vicente sabe por experiencia que la naturaleza humana sería incapaz por sí misma de olvidarse hasta este punto para elevarse tan alto, compromete paternalmente a sus Hijas a tener «un cuidado particular de mantenerse siempre en estado de gracia, con la ayuda de Dios». Para él, la virtud por excelencia es la caridad que les predica sin cesar, caridad hacia los pobres, caridad hacia el prójimo, caridad entre ellas. «Ellas se amarán y respetarán como hermanas a quienes Jesús ha unido por su amor…Recordarán que se llaman Hijas de la Caridad, es decir hijas que hacen profesión de amar a Dios y al prójimo…; que deben sobresalir en este amor del prójimo, en particular de sus compañeras…, huir de toda frialdad y aversión para con ellas, así como las amistades particulares y afectos a algunas de ellas, siendo estos dos extremos viciosos la fuente de la división y la ruina de una compañía…; y si sucede que se hayan dado motivos de mortificación una a otra, se pedirán perdón mutuamente lo más tarde por la noche antes de acostarse». Sirvientas de los pobres, ellas no se olvidarán nunca «de considerarse en la baja estima de sí mismas», de no sacar de sus acciones ninguna vanagloria, y de hacer llegar hasta Dios solo todo el honor, «ya que sólo él es el autor «.
Tal es el espíritu fundamental del reglamento de las Hermanas de la Caridad, y se entienden todas las maravillas que, bajo el imperio de tales ideas, han podido realizar desde hace más de doscientos años.
A pesar de tantos servicios tributados a la humanidad, su cofradía caritativa no podía encontrar gracia ante los niveladores (igualitarios) de 98 que, en su ciego furor, rompieron indistintamente todo lo que había de bueno y de malo en las instituciones civiles y religiosas del pasado. No sólo todas las órdenes religiosas, incluida la de los Benedictinos, que habían hecho tanto por nuestra historia nacional, fueron suprimidas, sino que también se cerraron y despojaron las iglesias, y se abolieron todas las instituciones de caridad.
Mujeres del pueblo, sin religión, sin experiencia, sin disciplina y lo más frecuente sin piedad, reemplazaron en los hospitales a las Hijas de Vicente. Pronto no quedó ya para los pobres, cuyos bienes fueron entregados al pillaje por los filántropos de la Convención, más que la miseria y la desesperación. Así había procedido el elemento laico, bajo el pretexto de reformar los abusos del elemento clerical. El Primer Cónsul comprendió que había que acabar con eso lo antes posible, con esta extraña filantropía. Volvió los ojos hacia las Hijas de Vicente de Paúl y, con un decreto con fecha del 14 de octubre de 1801, las volvió a colocar en todos los hospitales de donde las había expulsado la Revolución. Los considerandos de este decreto son el homenaje más hermoso, el homenaje menos sospechoso de parcialidad, que se haya rendido nunca a esta admirable cofradía. Napoleón constata «que los auxilios concedidos a los enfermos no pueden ser prestados con asiduidad más que por personas dedicadas por estado al servicio de los hospicios y dirigidas por el entusiasmo de la caridad; que entre todos los hospicios de la República, aquéllos son administrados con mayores cuidados, inteligencia y economía, que han llamado a su seno a las antiguas alumnas de esta sublime institución, cuya última meta era formar en todos los actos de una caridad sin límites».
LOS NIÑOS EXPÓSITOS. -Una tarde, según las referencias del abate Maynard y del sr Arthur Loth, Vicente de Paúl, al volver de una de sus misiones, se encontró, al pie de los muros del recinto de París, a un pordiosero deformando los miembros de un niño, para que la pobre pequeña víctima le pudiera servir para excitar la compasión pública9. A este horrible espectáculo, acude, y estallando de indignación: «Miserable, exclamó, me habíais engañado; de lejos, os había tomado por un hombre!» Al punto le arranca al niño de las manos, y se lo lleva en brazos, reúne a los paseantes, les comunica su indignación y su piedad y, seguido de la multitud, se dirige a la Cuna de la calle Saint-Landry, donde se amontonan los niños expósitos que descubren los comisarios del Chatelet cada noche en las calles y en los cruces10.
La Cuna es una pobre casa sin recursos, dirigida por una viuda y sus dos criadas. Allí, cada año, por referencias del lugarteniente de policía, son expuestos de tres a cuatrocientos niños abandonados por sus madres. La espantosa arpía encargada de recibirlos, quien no recibe ni del Estado ni de la caridad privada ninguna subvención para darles nodrizas, los deja morirse de hambre. Para acallar sus gritos que no la dejan dormir, los sumerge a base de narcóticos en un sopor a menudo sin despertar11. De los que sobreviven hace un abominable tráfico. Los vende, bien a mujeres en cama que, para salvar su vida, les hacen mamar una leche corrompida y les inoculan enfermedades mortales12; bien a familias que tienen interés en hacer supuestos hijos13; bien a mendigos que les rompen brazos y piernas para hacer de ellos objetos de piedad14; bien finalmente, como lo ha probado más de una vez la publicación de los archivos de la Bastilla15, a los tenebrosos adeptos de la brujería, que hacen servir su corazón y entrañas para pretendidas operaciones mágicas. El pequeño número de estas desgraciadas criaturas que escapa a estos diversos géneros de muerte16 va a engrosar el ejército innumerable de los vagabundos y de las prostitutas de París17.
Cuando Vicente, con sus propios ojos, hubo constatado esta espantosa plaga social, su corazón se conmovió con la más profunda piedad. Lo que llegó al colmo fue cuando supo que estos pobres niños morían sin bautismo, y que no quedaban menos desheredados del cielo que de la tierra.
Antes de tomar una decisión, quiso, según su prudente costumbre, informarse más a fondo del estado de las cosas, y encargó de ello a algunas de sus damas de caridad. Según su informe la suerte de estos niños era peor que la de los inocentes que habían sido masacrados por la orden de Herodes18. ¡Qué no habría dado él para sacarlos a todos de aquel lugar de desolación, de aquel fúnebre vestíbulo del cementerio! Pero los recursos faltaban absolutamente. Y no pudo recibir más que a doce, doce que fueron sacados a suertes. Los bendijo y se los puso en las manos a la señorita Le Gras y a sus Hijas de la Caridad, no sin echar una mirada de ternura sobre los que se quedaban. Era en 1638. «Estos doce pequeños elegidos de la Providencia» fueron transportados a una casa vecina de la iglesia Saint-Landry, más tarde cerca de la puerta de Saint-Victor. Se intentó criarlos con leche de cabra y de vaca pero, al deteriorarse su salud, hubo que darles nodrizas. Poco a poco creció su número con los recursos; a cada don de la caridad, Vicente retiraba de la Cuna algunos huérfanos nuevos19.
Aquí debemos examinar una leyenda con la que algunos historiadores recientes han creído deber embellecer la vida de Vicente de Paúl. Se conocía desde finales del siglo diecisiete la leyenda del forzado liberado por el santo que le habría reemplazado en el banco de las galeras. Hemos visto en nuestros días renacer la leyenda de Vicente recorriendo por la noche las calles y encrucijadas de París para recoger en sus brazos a los niños abandonados. Escuchemos el relato de los dos últimos historiadores del santo que analizamos fielmente. Poco confiado, dicen, en la vigilancia de la policía, que con demasiada frecuencia dejaba perecer de hambre y de frío a los niños abandonados en la esquina de las aceras, Vicente, llevado por su ardiente caridad, y desafiando la lluvia y la nieve, en las noches de invierno, iba solo a descubierto por los arrabales más apartados, más pobres, más peligrosos, y pocas veces volvía al alojamiento sin traer en su abrigo a su piadoso botín20.
Se sabe que a principios del siglo diecisiete París no tenía faroles, y que al caer la noche los ladrones y asesinos se hacían dueños del pavés. Este es un elemento dramático de poderoso efecto. ¿Cómo resistir a las ganas de hacerse con él? Vicente era bien conocido de los bandidos, añaden sus últimos biógrafos, y como estaban seguros de que él no deseaba más su presa que lo estaban ellos de disputarle la suya, le dejaban pasar sano y salvo, hasta descubriéndose a veces, tanto imponía su sublime virtud a los corazones más endurecidos. Hay más, se nos asegura que, encontrado una noche por una panda de bandidos, en los que quedaba todavía un tenue resplandor de religión, éstos le pidieron su bendición arrodillándose a sus pies.
¿En qué libro, en qué documento digno de fe han recogido su relato estos historiadores? No han tenido la precaución de indicárnoslo. Lo que sí es cierto es que no existe ningún rastro de parecidos hechos en las dos más antiguas y las dos más importantes historias del santo, en Abelly ni en Collet.
Las carreras nocturnas de Vicente de Paúl son puros inventos, y esta es la prueba. Él se había impuesto como regla presidir en persona, todas las tardes, en la oración de su comunidad, oración que acababa a las nueve, lo misma que la de la mañana, que comenzaba a las cuatro y media.
En la época en que se sitúan estos pretendidos episodios, Vicente tenía de setenta y dos a setenta y cinco años; apenas podía tenerse en pie, doloridos y cubiertos de llagas como los tenía, y además estaba con las fiebres cuartanas, que le obligaban, para calmar sus accesos, a guardar la cama cada noche, para provocar el sudor. ¿Cómo conciliar estos hechos precisos con sus pretendidas carreras nocturnas?
Un historiador de nuestro tiempo, Capefigue, ha ido más lejos aún, a fin de dar a esta leyenda y a sus circunstancias todas las apariencias de la verdad21. «Tengo, dice él, a la vista un librito redactado por aquellas mujeres caritativas que se habían impuesto el noble deber de socorrer a los niños expósitos; es una especie de narración de las nobles peregrinaciones que san Vicente hacía por la ciudad de París para recoger a los niños abandonados; un verdadero diario del establecimiento compuesto por los cuidados de las damas del hospicio».
Luego el autor cita algunos fragmentos de este diario manuscrito22, obra evidentemente apócrifa, que ha tenido tal vez entre las manos o que la ha fabricado él mismo por uno de aquellos píos fraudes que la crítica lo mismo que la conciencia no podrían admitir. Situemos de nuevo estos fragmentos a la vista del lector:
«22 de enero (sin milésimos). -El sr Vicente llegó hacia las once de la noche; nos ha traído dos niños; uno puede tener seis días, el otro, más: ¡lloraban, los pobrecitos! La señora superiora se los ha confiado a unas nodrizas.
25 de enero. –Las calles están llenas de nieve; esperamos al sr Vicente; no ha venido esta noche.
26 de enero. –El pobre sr Vicente está transido de frío; nos viene con un niño, pero está ya destetado, ése: da compasión verlo; tiene pelo rubio, una señal en el brazo. Dios mío! Hace falta tener el corazón de piedra para abandonar así a una pobre criaturita!
1º de febrero. –El sr arzobispo ha venido a visitarnos; tenemos mucha necesidad de las caridades públicas; la obra va despacio: el sr Vicente no calcula nunca su ardiente amor para los pobres niños.
3 de febrero. –Algunos de nuestros pobres niños vuelven de nodriza: parece que tienen salud, la mayor de nuestras pequeñas tiene cinco años; la Hermana Victoria comienza a enseñarle el catecismo y a hacer algún trabajo de aguja. El mayor de nuestros pequeños, a quien llamamos Andrés, aprende de maravilla.
7 de febrero. –El aire es muy fresco: el sr Vicente ha venido a visitar a nuestra comunidad; este santo hombre está siempre de pie. La Superiora le ha ofrecido que descanse: se ha ido enseguida a sus pequeños niños. Es una maravilla oírle sus dulces palabras, sus hermosos consuelos; estas criaturitas le escuchan como a su padre. ¡Oh! ya lo creo que se lo merece, este buen sr Vicente. Hoy he visto correr sus lágrimas; uno de nuestros pequeños ha muerto. -¡Es un ángel! ha exclamado: pero es muy duro no volver a verlo!»
Hemos dicho antes por qué motivos no podía Vicente abandonar San Lázaro a partir de las nueve de la noche. Añadamos, que desde la publicación del libro de Capefigue, nadie a vuelto a ver el manuscrito que pretende haber tenido en las manos. Este diario no existe ni en los archivos de la Misión, ni en ninguna de las diversas casas de las Hijas de la Caridad23.
A pesar de todos estos imposibles y de estas inverosimilitudes, Capefigue ha sido creído de palabra por los dos últimos historiadores de Vicente de Paúl. Lo que sin embargo, a primera vista, habría debido, según parece, ponerlos en guardia contra la autenticidad de este pretendido diario, son los matices de estilo que, en ciertos pasajes, lejos de parecerse en nada a la manera de escribir del siglo diecisiete, presentan todos los caracteres de una redacción de comienzos de nuestro siglo.
A la cortesía del sabio sr Pémartin, secretario general de la congregación de la Misión, debo haber podido destacar estos errores. Séame permitido expresarle de nuevo toda mi respetuosa gratitud.
Regresemos a un terreno más sólido. Vicente no tendrá que perder nada en él.
Hasta el año 1640, la nueva obra no había podido asegurarse más que una renta de mil cuatrocientas libras24, y así y todo, el número de los niños de adopción de Vicente aumentaba cada día, y todavía más el número de los que había que dejar. Durante dos años, estos últimos eran echados a suertes, y Vicente, quien había tolerado con una pena extrema esta cruel costumbre, resolvió abolirla por fin. Al comenzar 1640, convocó en asamblea general a sus damas de caridad, y les dedicó un discurso tan patético, que se dejaron llevar a adoptar sin excepción a todos los niños expósitos. Habían prometido más allá de sus fuerzas, pero Vicente vino en su ayuda imponiendo a sus misioneros las más rudas privaciones, y obteniendo de la piedad de Ana de Austria, quien había sido por entonces madre contra toda esperanza, una renta anual de cuatro mil libras, sobre el arriendo del señorío de Gonesse25. Se constata en otras cartas patentes, dadas dos años después para confirmar las primeras, que la mayor parte de los niños expósitos han sido recogidos, que su número se leva a cuatro mil, y los recursos a veintiocho mil libras, suma a la que contribuye la caridad de los particulares hasta catorce mil libras, y Luis XIV, de nuevo, hasta ocho mil libras de renta anual que sacar de los cinco arrendamientos, sin contar la renta de cuatro mil libras constituida ya por el rey Luis XIII, su padre. Pues bien, los gastos se elevaban por encima de las cuarenta mil libras26. Sobrevinieron las guerras civiles de la Fronda, que durante cinco años causaron una perturbación tan profunda en la fortuna pública y en la de los particulares. Las damas de la Caridad, viendo disminuir día a día todos los recursos, declararon a Vicente que este gasto estaba muy por encima de sus fuerzas, y que había que renunciar a él. Vicente, muy conmovido, acudió a la señorita Le Gras y a sus hijas, y éstas, condenándose a las más crueles privaciones, trataron, pero vanamente, de sostener tales cargas, sin perder los ánimos, él resolvió intentar un último esfuerzo. Convoca de nuevo en asamblea general a sus damas de caridad (1648), en primera línea a las más entregadas a su obra: las Miramion, las Marillac, y en un discurso de la más conmovedora elocuencia, las coloca en la alternativa de renunciar inmediatamente a su obra, o de asegurar su existencia para siempre. «Sois libres, Señoras, les dice. Por no haber contraído ningún compromiso, os podéis retirar desde hoy. Pero, antes de tomar una decisión, reflexionad lo que vais a hacer. Por vuestros cuidados caritativos, habéis conservado hasta ahora a un número muy grande de niños que, sin esta ayuda, la habrían perdido para el tiempo, y tal vez para la eternidad. Estos inocentes, al aprender a hablar, han aprendido a conocer y a servir a Dios. Algunos de ellos comienzan a trabajar y estar en situación de no depender ya de nadie. ¿Tan felices comienzos no presagian acaso una continuación más feliz todavía?27»
Y entonces Vicente, incapaz de contener la emoción que se desborda de su corazón, termina su discurso con esta célebre y sublime perorata: «Pues bueno, Señoras, la compasión y la caridad os hicieron adoptar a estas pequeñas criaturas como hijos vuestros. Habéis sido sus madres según la gracia, cuando sus madres según la naturaleza los abandonaron. Mirad ahora si queréis abandonarlos. Dejad de ser sus madres para convertiros ahora en sus jueces: su vida y su muerte están en vuestras manos. Voy ahora a recibir los votos y los sufragios: es tiempo de pronunciar su destino, y de saber si no tenéis ya misericordia para ellos. Vivirán si continuáis teniendo un cuidado caritativo de ellos y, por el contrario, morirán y perecerán sin remedio si los abandonáis: la experiencia no os permite dudar de ello28«.
Vicente había pronunciado estas últimas palabras con una voz tan penetrante, que las damas de caridad, compartiendo su emoción, «concluyeron por unanimidad que había que sostener, al precio que fuera, esta empresa de caridad y, para ello, deliberaron entre sí sobre los medios de hacerla subsistir29«. Obtuvieron del Rey que el castillo de Bicêtre que, bajo Luis XIII, había servido de morada a los soldados inválidos, se convertiría en hospital para los niños abandonados. Allí se alojaron primero todos los que estaban destetados; pero como el aire demasiado vivo de Bicêtre les era perjudicial, los trasladaron a una casa grande del arrabal de San Lázaro, donde se encargaron diez o doce Hijas de la Caridad de cuidar de ellos, lo mismo que a otros pequeños de pecho30. Varias nodrizas eran mantenidas en este hospital, para dar leche a los niños recién llegados, esperando que otras nodrizas de los campos vinieran a llevárselos. Los niños destetados se llevaban al hospicio, donde las Hermanas de Caridad les enseñaban a hablar, a rezar a Dios, y a trabajar para prepararles a ganarse la vida. Vicente vigilaba con tanta solicitud a estos queridos pequeños que, no contento con los auxilios que les daban a los que estaban en el hospicio de San Lázaro, enviaba a visitar con frecuencia, por medio de sus Hermanas de Caridad, a los que estaban en el campo con las nodrizas31.
En un discurso pronunciado por él, en 1657, en el seno de una asamblea general de las damas de caridad, él constataba los progresos de la obra y, mediante prudentes y juiciosas consideraciones, les hacían comprender cuánto más útil era para los niños expósitos que fueran criados en el hospicio que con sus padres.
«Se ha notado, decía, que el número de los que se exponen cada año es casi siempre igual, y que se encuentran casi tantos como días en el año. Ved, por favor, qué orden en este desorden, y ¡qué gran bien hacéis, Señoras, al cuidar de estas pequeñas criaturas abandonadas de sus propias madres, y al hacerles educar, instruir y prepararse para ganarse la vida y salvarse!… Hasta entonces nadie había oído decir, en cincuenta años, que un solo niño expósito hubiera vivido; todos perecían de un modo o de otro. Es a vosotras. Señoras, a quienes Dios había reservado la gracia de hacerles vivir a muchos y vivir bien. Aprendiendo a hablar, aprenden a rezar a Dios y poco a poco se los prepara en la costumbre y capacidad de cada uno. Se los vigila, para educarlos bien según sus modos y corregirles temprano sus malas inclinaciones. Son felices por haber caído en vuestras manos, y serían desgraciados en las de sus padres quienes, de ordinario, son gente pobre y viciosa. No hay más que ver el empleo del día que hacen para conocer bien los frutos de esta buena obra, que es de tal importancia, que tenéis todas las razones del mundo, Señoras, para agradecer a Dios que os la haya confiado32«.
El informe de 1657 constataba que, durante el año, el número de los niños recibidos en el hospicio era de trescientos noventa y cinco, que los ingresos no habían subido más que hasta dieciséis mil doscientas cuarenta y cinco libras y los gastos eran de diecisiete mil doscientas veintiuna33.
¿Cómo igualar este déficit? Vicente, sin dudarlo, desvió en provecho de estos niños todas las limosnas que se daban a la obra de la Misión, y hasta dedujo una parte de las rentas. Uno de sus sacerdotes no lo vio bien y se quejó de las apreturas que de habían impuesto de esta manera a San Lázaro, lo que dio lugar a Vicente a dirigirle una admirable respuesta, de la que éstas son algunas líneas:
«Ya que el Salvador ha dicho a sus discípulos: ‘Dejad que los niños vengan a mí’, ¿podemos nosotros rechazarlos cuando vienen a nosotros, sin serle contrarios a él? ¿Qué ternura no demostró hacia los pequeños, hasta tomarlos en brazos y bendecirlos con sus manos? ¿No es acaso a propósito de ellos cuando nos dio una regla de salvación, mandándonos hacernos parecidos a los niños si queremos entrar en el reino de los cielos? Pues tener caridad para los nuños y cuidarlos es, de algún modo, hacerse niño; y proveer a las necesidades de los niños es ocupar el lugar de sus padres y de sus madres, o más bien el de Dios, quien dijo que, si la madre llegara a olvidarse de su hijo, él mismo cuidaría de él, y no le dejaría en el olvido. Si Nuestro Señor viviera todavía entre los hombres en la tierra, y viera a los niños abandonados, ¿pensaríamos que él quisiera abandonarlos también? Sería sin duda hacer injuria a su bondad infinita
tener ese pensamiento. Y seríamos infieles a su gracia si, habiendo sido elegidos por su providencia para procurar la conservación corporal y el bien espiritual de estos pobres niños, llegáramos a cansarnos de ello y a abandonarlos a causa del trabajo que nos dan34«.
Vicente no era de los que se dejan desanimar por las dificultades y los obstáculos; mientras vivió, aseguró para siempre la existencia de su obra. Después de su muerte, los señores altos justicieros de París fueron condenados, en varias ocasiones, por el Parlamento a pagar a la obra de los Niños expósitos cánones anuales, que en 1667 se elevaban a quince mil libras.
En 1669, Luis XIV les hizo construir un hospital, y en 1675, habiendo reunido en el Châtelet a todos los justicias señoriales de París, ordenó que se dedujera una suma de veinte mil libras al año para ellos del patrimonio real. En adelante la admirable institución de Vicente se extendió por todas las provincias y no cesó de prosperar hasta la Revolución.
En su furor de destrucción, la Convención nacional no perdonó más a la obra de los Niños expósitos que a las otras instituciones caritativas. En el sistema de las rotaciones, velo discreto echado sobre las faltas cometidas, sustituyó la prima ofrecida a las jóvenes madres. Pero tal legislación dañaba profundamente el pudor público para que pudiera echar raíces. Napoleón la borró de nuestros códigos y, por un decreto con fecha del 1811, ratificó la obra de Vicente de Paúl, haciendo obligatorio para cada departamento el uso de las rotaciones.
Desde 1830, algunos consejos generales creyeron deber suprimirlas y reemplazarlas del mismo modo que la Convención, ofreciendo ayudas a las jóvenes madres. Así colocaron a estas desgraciadas en la cruel alternativa o de sacrificar su honor a sus hijos o sus hijos a su honor, y el espantoso número de los infanticidios demostró demasiado que no se arranca impunemente al pudor sus últimos velos.
El sistema de la Convención es tan asesino como brutalmente cínico.
El de los tornos salva a la vez la vida de los niños y el pudor de las madres. «Ingenioso invento, ha dicho Lamartine, que tiene manos para recibir y que no tiene ojos para ver, ni boca para revelar». Entre la obra de los sectarios de 93 y la de Vicente de Paúl, la humanidad y la civilización no podrían pues dudar.
EL HOSPITAL DEL NOMBRE DE JESÚS PARA LOS ANCIANOS. -Después de arrancar a la muerte a tantos miles de niños abandonados, la gran alma de Vicente no podría quedar insensible a las miserias y a los sufrimientos de los artesanos ya viejos o enfermos. En 1653, un burgués de París que, por humildad, quiso guardar el anonimato, habiéndosele ofrecido una suma de cien mil libras, para hacer el empleo que creyera más útil, Vicente le propuso que fundara un hospicio para los ancianos de ambos sexos. Su plan fue adoptado y, el 29 de octubre del mismo año, se firmó el contrato a efectos de reglar el empleo de las cien mil libras. Se compró una casa en el arrabal de Saint-Martin, para instalar allí primero a cuarenta ancianos pobres, que debían ser alimentados y vestidos con las rentas de esta suma, y colocados bajo la dirección de Vicente durante su vida, y bajo la de un sacerdote de la Misión después de su muerte.
Él 15 de marzo de 1654, el contrato fue aprobado por los vicarios generales del cardenal de Retz, entonces preso de Mazarino y, en noviembre del mismo año, el Rey entregó, a favor del nuevo hospicio, cartas patentes para declararle bien inalienable, facilitarle, lo mismo que al Hospital General, todos los derechos sobre los géneros para su uso35. La obra así fundada, el mismo burgués que había regalado a la fundación las cien mil libras la dotó con treinta mil más. El nuevo hospicio, que recibió el nombre de Jesús, fue dispuesto y amueblado con tal prontitud, que al acabar el año, pudo recibir a cuarenta ancianos de uno y otro sexo. Fueron alojados en dos cuerpos de edificio separados uno de otro, y Vicente puso a las Hermanas de la Caridad a su servicio.
El reglamento que les dio llevaba, como todos los que redactaba para todas sus fundaciones, el sello de su profunda experiencia. Todo su tiempo debía estar repartido entre la piedad, el trabajo y honestas distracciones.
Nadie sabía mejor que él toda la moralidad que había en el trabajo. Todos sus ancianos, sin excepción, estaban sometidos a él según sus fuerzas y su estado de salud. Les mandó comprar útiles variados según las diversas industrias a las que habían pertenecido. Los objetos fabricados por ellos eran vendidos, los dos tercios de los precios descontados para el hospicio, y el otro tercio se les entregaba para sus gastillos. Este asilo se parecía tanto a un taller, y el régimen al que estaba sometido era tan suave, que .los pobres, lejos de entrar con repulsa, solicitaban una plaza con mucha antelación. Desde la Revolución, este hospital se convirtió en el hospicio de los Incurables, situado en el arrabal Saint-Martin. Desde el tiempo de Luis XIV, sirvió de modelo al Hospital general , el más vasto establecimiento de caridad que se haya fundado en los tiempos modernos.
HOSPITAL GENERAL. -El hospicio para los ancianos estaba tan hábilmente organizado, y tan hábilmente administrado, que Luis XIV tuvo la idea de crear un inmenso hospital general, donde serían alimentados y cuidados todos los pobres de la ciudad y de los arrabales de París. En 1653, con el concurso de la reina Ana de Austria, su madre, comenzó a ceder a Vicente el edificio de la Salpétrière, con los vastos terrenos que lo rodeaban, e hizo entrega al nuevo hospital de cincuenta mil libras y de tres mil libras de renta. En 1656, publicó un edicto por el que ordenaba que todos los mendigos de uno y otro sexo, válidos e inválidos, «serían encerrados en un hospital para ser empleados en labores, manufacturas y otros trabajos según su poder».
La Salpétrière no estaba todavía en estado de recibir un número considerable; los que no podían entrar eran llevados «a la Grande y a la Pequeña-Piedad, en Bicêtre y otras dependencias». Por este mismo edicto. La mendicidad quedaba prohibida a los inválidos y a los válidos: no estaban exceptuados más que los `pobres vergonzantes, asistidos a domicilio. Por reincidencia, los hombres eran condenados a las galeras, y las mujeres y jóvenes al destierro.
La dirección del Hospital general estaba confiada a Vicente y a los sacerdotes de la Misión, bajo la autoridad del cardenal de Retz, arzobispo de París, y de sus sucesores.
Se había asignado una dotación considerable en favor del nuevo establecimiento; el Rey se declaraba su protector y conservador, y le hacía «copropietario de todos los bienes de los hospitales que abrazaba en su circunscripción». El edicto proveía a la vez a la educación religiosa de los pobres y a su instrucción profesional. Ordenaba en toda la extensión del Hospital y de sus dependencias la creación de manufacturas cuyos productos serían vendidos en favor de los pobres. Los mendicantes que no habían nacido en París, o en sus arrabales, debían ser conducidos y encerrados en los hospicios de su provincia; y si no existían, eran recibidos en el Hospital general. En cuanto a los vagabundos y a la gente sin informes, eran expulsados de París y alrededores, si eran válidos. Lo mismo que en el hospicio de los ancianos fundado por Vicente, la tercera parte del precio del trabajo era entregada, a partir de la edad de dieciséis años, a todos los pobres del Hospital general. Los trabajos de construcción habían avanzado tan rápidos, que a comienzos del año 1657, este vasto asilo estuvo en condiciones de recibir a una parte de los mendigos de París.
Una disposición del Parlamento, con fecha del 7 de marzo del mismo año, les obligaba a reunirse, del 7 al 13 de mayo, en el patio de la Pitié. Sobre cuarenta mil de los que se componía este numeroso ejército, apenas cinco mil respondieron al primer toque de trompeta. El resto se escapó y se dispersó por las provincias. Nunca se vieron tantas curaciones repentinas, a tantos lisiados recobrar de repente el uso de sus miembros.
Nunca se vio en París
A tanta gente curada así,
decía graciosamente Loret, el gacetero poetastro. Pero pronto los mendigos se deslizaron de nuevo por la capital, y durante el año 1659, no hubieron hecho menos de ocho invasiones a mano armada, cuando hubo que reprimir por la fuerza. Hasta el siglo dieciocho no pudo París verse libre de esta plaga por la creación de depósitos de mendicidad, que Napoléon extendió más tarde a toda Francia.
Se lee en una declaración del Parlamento, del mes de enero de 1663, que «más de sesenta mil pobres encontraron en el Hospital general alimentos, ropas, medicamentos; que, además a todos los matrimonios necesitados, se han distribuido porciones, esperando que se les pueda abrir la casa». Podía contener como media a unos veinte mil pobres, y tal fue constantemente desde entonces la cifra de su población. Luis XIV, por la creación de tal establecimiento, rindió pues un inmenso servicio a París; pronto las principales ciudades del reino imitaron su ejemplo. Ilustres contemporáneos, Patru, Fléchier, Bossuet, celebraron la mano generosa que había hecho surgir del suelo este vasto y soberbio edificio. «Salid un poco de la ciudad, decía Bossuet, en un sermón que predicaba en la capilla del Hospital general, y ved esta nueva ciudad que se ha construido para los pobres, el asilo de todos los miserables, la banca del cielo, el medio común asegurado a todos de asegurar sus bienes y de multiplicarlos por una celestial usura. Nada iguala a esta ciudad; no, ni siquiera esta soberbia Babilonia, ni estas ciudades famosas que los conquistadores han edificado. Allá, se trata de robar a la pobreza toda la maldición que trae la holgazanería, de hacer pobres según el Evangelio. Los niños son educados, las parejas recogidas, los ignorantes instruidos reciben los sacramentos».
Fue también en este mismo Hospital, el 29 de junio de 1657, donde Bossuet predicó su panegírico de san Pablo, una de sus maravillas oratorias.
Había un hombre que no aplaudía sin reserva, como lo hacía Bossuet, a todo lo que se había ordenado para el Hospital general, y este hombre era Vicente de Paúl. Enemigo de toda coacción, y menos preocupado por la policía de la ciudad que por la libertad de los pobres, había visto con verdadera repugnancia a unos encerrados por la fuerza, y rechazados a las provincias a los que no habían nacido en París. No había experimentado placer más grande sino cuando hacía distribuciones de pan a la puerta de San Lázaro, la orden de 1657 le conminaba a tenerla cerrada a sus queridos mendigos en adelante. Debió experimentar un cruel dolor, él que se inclinaba tanto por la limosna libremente dada y libremente aceptada, por esta forma tan fraterna de la caridad cristiana. «¿Qué será de esta pobre gente? decía él señalando a los pobres a quienes se expulsaba de París. Hacer un Hospital general, encerrar en él solamente a los pobres de París, y dejar allí a los de los campos, es algo que no puedo aprobar. París es la esponja de toda Francia y que atrae la mayor parte del oro y de la plata. Y si esta gente no tienen entrada, una vez más ¿que será de ellos? y en particular esa pobre gente de Champaña y de Picardía y de otras provincias arruinadas por la guerra?»
- El sr abate Maynard, Ssint Vincent de Paul, sa vie et ses oeuvres, t. III.
- El sr abate Maynard, Saimt Vincente de Paul, sa vie et ses oeuvres, t. III.
- El sr abate Maynard, t. III.
- Estas cartas patentes fueron registradas en el Parlamento el 16 de diciembre de 1658.
- El sr abate Naybard, Saint Vincent de Paul, etc.
- Ibidem.
- En una orden religiosa.
- Por imputados.
- No encontramos ninguna mención de este episodio en las dos más antiguas historias y más importantes de la vida de Vicente de Paúl, en Abelly y en Collet, pero si Vicente no vio con sus propios ojos un hecho parecido, no constata menos, en un Proyecto de mantenimiento para la Asamblea general de los niños expósitos (que se ha descubierto en Florencia, y de la que los srs Lazaristas poseen una copia): «que se vendían (estos niños) a vagabundos, a tres sueldos la pieza, que les rompían brazos y piernas para excitar a la gente a piedad y darles la limosna, y les dejan morir de hambre».
- El sr Maynard y Arthur Loth cuya narración analizamos.
- Vicente, en su Proyecto de mantenimiento para la asamblea general de los niños expósitos, citado antes, dice: «que se les daba pastillas de láudano para hacerles dormir, que es un veneno».
- Todas las particularidades que siguen se encuentran en la Vie de Vincent de Paul, por Abelly, y están confirmadas, unas por Vicente mismo, otras por la exposición de los motivos de una ordenanza real citada más adelante.
- Vicente dice «que mujeres que no tenían hijos de sus maridos o de los miserables que las mantenían, los tomaban y los suponían como suyos, y de hecho, añade, hemos encontrado tres o cuatro de dos años a esta parte». Poyecto de mantenimiento etc., citado en las notas precedentes.
- Proyet… por Vicente, citado antes.
- Por el sr Ravaisson, y ordenanza real, citada aquí.
- El abate de Choisy, en la Vie de madame de Miramion, p. 140, pretende que un cierto número de estos niños eran vendidos a gente dominada por el furor de vivir, que los degollaban para sumergirse en baños de sangre, imaginándose hallar allí un remedio infalible para todos sus males.
- Vicente de Paúl dice, en su Proyet d’entretien, etc., «que no se encuentra a uno solo (en vida) desde hace cincuenta años, a no ser que, hace poco, se encontró que alguien de los supuestos ha vivida».
- Abelly, lib. 1º, cap. XXX.
- Abelly, ibidem.
- Lo que no se le permite al historiador puede por lo menos entrar en el dominio de la poesía, y uno de nuestros más encantadores poetas, François Coppée, en una poeza de un sentimeinto exquisito, se inspiró de la manera más feliz en esta leyenda de Vicente recorriendo por la noche los arrabales de Paríspara recoger en sus brazos a los niños recién nacidos. (Véanse los Récits épiques).
- Histoire de saint Vincent de Paul, in-8º, París, 1827, p. 67 a 69.
- Capefigue, y con razón, no indica el nombre de la perona aquien pertencía este pretendido diario.
- Yo mismo, por la autoridad del abate de Maynard, que ha midificado algunas frases, yo he citado algún fragmento de estos en el Correspondant del 10 de enero de 1882.
- Collet.
- Cartas patentes de Luis XIII, del mes de julio de 1642, registradas el 25 de octubre siguiente. (Archivos nacionales, mns. s. 6160). Se dice en estas cartas patentes que, «por los pocos cuidados que se dan a los niños expósitos, desde hace varios años, sería casi imposible encontrar un escaso número de ellos que se haya librado de la muerte, y que se los ha vendido para ser supuestos y servir a otros malos efectos…»
- El abate de Choisy, Vue de madame de Miramion, p. 141.
- Vincent de Paul, sa vie, son temps, etc., por el sr abate de Maynard. El autor ha dado, en forma de discurso, el análisis de Abelly. Véase también Collet.
- Publicamos esta perorata según el texto que nos ha dado Abelly, el primere historiador de vicente de Paúl, lb. 1º, cap. XXX, p. 144
- Abelly.
- Véase Collet y Abelly.
- Ibidem.
- Abelly, lib. II, cap. X.
- Ibidem.
- Abelly y Cillet.
- Archivos nacionales, man. originales, nº 6601.