Capítulo VIII
La marquesa de Maignelais1, hermana de Manuel de Gondi. – Fundación de la obra de las Misiones por el general de las galeras y por su mujer.
En esta familia de los Gondi donde, por un extraño contraste, se ven estallar todos los vicios y reinar las mayores virtudes, hay una noble y santa figura que no podemos pasar en silencio, la de Margarita de Gondi, marquesa de Maignelais, que consagró sesenta años de su vida «a las obras de la caridad más delicada y más heroica»2.
Debemos olvidarnos tanto menos cuanto que en una hora decisiva, ejerció una gran influencia sobre su hermano Manuel de Gondi, el general de las galeras, por ser una de las principales bienhechoras de Vicente de Paúl, y contribuir poderosamente, ella también, a fundar la obra de las Misiones. Hoy el nombre de la marquesa no nos es conocido más que por las Memorias de su sobrino el cardenal de Retz. En su tiempo no las había más célebres en los anales de la beneficencia. Su oración fúnebre fue pronunciada por el P. Senault, del Oratorio3, y su historia fue publicada pocos años después de su muerte4.
Apenas salida de la infancia, fue dama de honor de Catalina de Médicis. A la edad de diecisiete años se caso (en 1588) con Florimond d’Halwin, marqués de Maignelais, gentilhombre de un mérito cumplido, a quien ella quería con la más viva ternura. El marqués era gobernador de la Fère por el partido de la Liga; pero como se sospechaba, no sin razón, de ser afecto a la causa de enrique de Navarra, el duque de Mayenne, por medo a que no le entregara la plaza, le hizo asesinar traidoramente. Se puede juzgar de la extrema desesperación de la Sra. de Maignelais, viuda a los tres años de matrimonio. Le quedaban dos hijos, un hijo y una hija. Cuando el pequeño marqués tuvo la edad de hablar, decía alguna vez a su madre: » buena mamá, cuando, cuando yo sea grande, sabré bien encontrar a los que han matado a buen papá y castigarlo como lo merecen»5. Bien pronto una muerte tan repentina como la del padre se llevó al niño de junto a la marquesa. Loca de dolor, fue a echarse en los brazos de sus dos hermanas, Luisa de Gondi, priora del monasterio de Poissy, y Juana, religiosa en el mismo convento, quien debía suceder más tarde a su hermana mayor. Eran dos mujeres de una virtud y de una piedad profundas. En su monasterio únicamente abierto a jóvenes de calidad, que llevaban consigo todas las pasiones del mundo, se esforzaban, pero en vano, por introducir, a través de mil oposiciones y mil obstáculos, una severa reforma.
La señora de Maignelais sacó de estos corazones piadosos, tiernos y entregados, la fuerza de no sucumbir a su dolor, y hasta una resignación perfecta a los decretos de la Providencia. A partir de este momento, abandonó el mundo y se entregó por entero al retiro y a obras de caridad. Esta joven mujer, hermosa, espiritual, encantadora, abandonó sus vestidos de seda y terciopelo, para no llevar más que vestidos de lana, de color gris o violeta; tomó «una cofia que le cubría la mayor parte de la cabeza, con un collarín bien sencillo»; «una cruz de San Francisco» reemplazó a su cruz de diamantes». Desterró de su casa cuanto tenía de lujo, de delicado y de superfluo. «Se deshizo de todo ese gran equipo ordinario en las mujeres de condición», que se componía de una multitud de gentilhombres, de pajes, de escuderos, de ayudas de cámara, de mulos, de caballos. Sólo se quedó con una carroza, que mandó cubrir de lana ordinaria; quiso incluso desprenderse de ella también, y no consintió en quedarse con él hasta que le hicieron comprender «se vería en la incapacidad de ir a visitar a los presos y enfermos del Hospital general». Vendió «su vajilla de oro y de plata, sus anillos , sus pedrerías, todo lo que tenía de más precioso «; no se quedó ni siquiera con un espejo. Todo en su casa no respiró más humildad, sus muebles, su servicio, sus criados. Ella » no invitaba a su mesa más que a los pobres, que eran los primeros servidos y los más considerados»6. No se oyó nunca salir de su boca ningún mandato, ni siquiera cuando se dirigía a sus criados. En todo escogía la ultima fila, en su mesa como en la iglesia donde, al comulgar, le gustaba confundirse con la gente del pueblo.
Tenía una fortuna inmensa para la época, ciento cincuenta mil libras de renta. De sus ingresos, formaba tres partes: la primera para los religiosos y sacerdotes en necesidad; la segunda para los pobres; la tercera, la más modesta, para el mantenimiento de su casa. Se sentía encantada de privarse de lo necesario para dar un poco de bienestar a los desdichados.
Consagraba una parte de su tiempo a visitar a los enfermos y a los presos. Sin miedo a las enfermedades contagiosas, recorría las salas del Hospital general, consolando a unos, exhortando a los otros a sufrir, y difundiendo a su alrededor abundantes limosnas. Si encontraba a jóvenes convalecientes, sin padres o abandonadas, por andrajosas y harapientas que estuvieran, la santa mujer, que no había guardado por todo lujo más que una extrema limpieza, se enfrentaba a todos los ascos, se las llevaba en su carroza, las cuidaba como a sus propios hijos, las mandaba vestir, instruirse, les enseñaba a ganarse la vida y, según su vocación, las casaba dándoles una dote, o las hacía entrar en algún convento.
No pasaba semana que no bajara a las cárceles más oscuras y más infectas, para consolar a los mayores criminales «llevaban los grilletes en los pis y en las manos». Les hablaba con dulzura, trataba de ganar su confianza, los invitaba a arrepentirse, a confiarse en la misericordia de Dios, y les daba algunas piezas de plata para aliviar su indigencia. Sucedía con frecuencia que varios de estos miserables, que no la conocían, la cubrían de injurias; pero ella, siempre dulce, humilde y paciente, no quería que se les impusiera silencio, ni que se les dijera quién era ella7; redoblaba sus limosnas, y estos corazones endurecidos acababan por dejarse vencer, por acceder a sus peticiones, y por pedirle perdón. Por un sentimiento lleno de delicadeza, no se informaba nunca del crimen que habían cometido, y se compadecía de sus penas con una bondad tan impresionante, que difícilmente se separaba de ellos sin que hubieran dado pruebas de arrepentimiento.
A menudo la reina María de Médicis enviaba a la marquesa fuertes sumas para liberar a los prisioneros de deudas, y ésta, al distribuirlas, no dejaba nunca de decirles a qué mano debían su liberación. Enrique IV tenía también en gran estima a la señora de Maignelais, aunque hubiera sido anteriormente de la liga una tarea mucho más penosa y dolorosa todavía que todas las demás: se trataba de asistir a los condenados a muerte. Resulta imposible leer sin enternecerse lo que nos cuenta de esta admirable mujer su biógrafo8: «Después de exhortarlos a bien morir y rogarles humildemente por el amor de Jesucristo, a tomar la muerte con paciencia», añadía: «Pues venga, mi querido amigo, para que vayáis a Dios con mayor tranquilidad, ¿tenéis algún pariente a quien yo pueda servir? Lo haré de mil amores». -«Ellos le recomendaban, uno, a su pobre mujer; el otro, a sus pobres hijos; otro más, a su padre y a su madre. Tomaba los nombres por escrito, y el lugar de su residencia, y no dejaba de mandarles las visitas y de socorrerlos según sus necesidades».
«Se halló un día, entre los otros, un labrador condenado a muerte. Tenía como un cuarto de escudo que ocultaba en su mano liada; él se lo dio, rogándole que se dijera una misa de Nuestra Señora. Nuestra santa marquesa le dijo: -yo os haré decir de buena gana las que queráis , y las pagaré; pero, de vuestro dinero, yo se lo daré a vuestra pobre mujer, y tendré cuidado de ella mientras viva». Por este solo detalle se puede ver la delicadeza y la bondad de su corazón.
Sin contar sus frecuentes visitas en las prisiones y en el Hospital general, había tomado a su cargo a numerosos matrimonios en apuros, a viudas honradas en apuros, a ancianos fuera de la situación de trabajar. «Les daba un ordinario reglado, que no faltaba nunca»; pagaba sus alquileres y, si se encontraban enfermos, les proporcionaba todos los medicamentos. Había abierto su casa a una multitud de gente de la baja nobleza y de la burguesía, a quienes la guerra había reducido a la mendicidad. Estros pobres vergonzantes, dice su biógrafo, «entraban en su casa por la puerta de la caridad, y su compasión las guardaba con tanta ternura como si hubiera sido su madre». La marquesa «los trataba honradamente según su condición y el trabajo de cada uno, y los alimentaba en abundancia del servicio de su mesa, donde se mortificaba a menudo con lo necesario para beneficio de ellos. Se molestaba en instruirlos, en catequizarlos, y ni uno salía de su casa sino los que no querían vivir virtuosamente, o bien entrar en religión, entablar matrimonio; a quienes daba dotes y recompensas, de suerte que todos sus bienes se empleaban en los pobres».
Es fácil imaginarse hasta qué punto era querida y venerada la marquesa por todos los pobres vergonzantes que había en París, sin hablar de los mendigos de profesión. Se sabe cómo su sobrino, el futuro cardenal de Retz, que buscaba por todos los medios reclutar partidarios, en previsión del papel de tribuno que entendía desempeñar más tarde, abusó indignamente de la confianza y de la religión de la piadosa mujer, a fin de ponerse en contacto con todos estos venidos a menos, a sabiendas del partido que se puede sacar de ellos en tiempo de revolución. La página de sus Memorias en la que habla de su conducta con respecto a su tía es demasiado curiosa para que no la traigamos a los ojos del lector: «El sr conde (de Soissons), dice, me había hecho cobrar doce mil escudos por las manos de Duneau, uno de sus sirvientes, bajo no sé qué pretexto,. Se los llevé a mi tía de Maignelais, diciéndole que era una restitución que me habían confiado por un amigo mío, a su muerte, con orden de emplearla yo mismo en alivio de los pobres que no mendigaban; que, como había hecho juramento de distribuir yo mismo esta suma, yo no sabía qué hacer, porque no conocía a la gente, y yo la suplicaba que tuviera a bien ocuparse de ello. Se quedó encantada; me dijo que lo haría con agrado, pero que, como había prometido hacer yo mismo esta distribución, quería absolutamente que yo me hallase presente, por ser fiel a mis palabras, y para acostumbrarme yo mismo a las obras de caridad. Era justamente lo que yo pedía, por tener la ocasión de darme a conocer a todos los necesitados de París. Me dejaba a diario como arrastrar por mi tía por arrabales y desvanes. Veía muy a menudo por su casa a gente bien vestida, y hasta conocidos a veces, que venían a la limosna secreta. La buena mujer casi nunca dejaba de decirles: «Rogad mucho por mi sobrino; es él de quien ha querido servirse para esta buena obra». Juzgad de la situación en que me veía entre la gente que es, sin comparación, más importantes que todos los demás en las emociones populares! Los ricos no llegar más qu a la fuerza; los mendigos estorban más de lo que sirven, porque el miedo al pillaje hace que se lo piensen bien. Los que pueden más son aquellos que tienen bastante prisa en sus asuntos para desear cambio en los públicos, y cuya pobreza no pasa sin embargo hasta la mendicidad pública . me di a conocer pues de esta clase de gente, durante tres o cuatro meses, con una dedicación muy particular. Y no había niño al calor del fuego a quien no diera siempre, de mi cosecha, alguna bagatela. Conocía a Nanon y a Babet. El velo de la sra de Maignelais, que no había hecho otra cosa, lo cubría todo. Yo me hacía hasta un poco el devoto, iba a las conferencias de San Lázaro (de Vicente de Paúl)». Así fue cómo el joven abate de Gondi jugaba con las cosas más santas, y cómo también, con una habilidad que parece adelantarse a su tiempo, sabía cuáles son los mejores medios para preparar una revolución.
Pero volvamos a la señora de Maignelais. Todo el tiempo que no empleaba en el servicio de los pobres y de los enfermos, lo consagraba a retiros espirituales, sea en el monasterio de Poissy , al lado de las dos hermanas, sea en el convento de las Capuchinas, o en las Carmelitas. En Poissy, se rebeló contra todas las delicadezas de la vida mundana que las religiosas de familias nobles habían introducido allí, ella acudió en ayuda de la priora, señora de Gondi, que hasta entonces se había declarado incapaz de llevar a sus religiosas a una vida más regular. La marquesa, mujer de resolución, removió cielo y tierra, la corte, París y Roma, y de tal forma que rompió todas las resistencias hasta que la reforma se impuso finalmente en el convento. Durante sus retiros, no existe clase de austeridad ni de actos de humildad a los que no se entregara. Cuando esta gran señora se hallaba en las Capuchinas, una de las órdenes más severas y de las más pobres, hacia la cual sentía una singular predilección, no quería hablar más que de rodillas a las religiosas, les prestaba los servicios más humildes, barría la casa, lavaba las escudillas, comía en sus vasijas de barro. Esta vida de humillaciones y de austeridades, este ayuna de cada día, este silencio perpetuo, todo ello la atraía invenciblemente; su mayor deseo habría sido tomar el velo en el convento de estas santas jóvenes. Pero su tío, el cardenal de Gondi, el sr de Bérulle, su confesor, y el papa Paulo V mismo, pensando con razón que ella podría hacer servicios mayores en el mundo con su inmensa fortuna, la obligaron a no dejarlo. Para fijarla en él sin vuelta atrás, el cardenal, su tío, quería incluso que se volviera a casar; le propuso las mas hermosas alianzas, pero se negó, declarándole que quería consagrarse únicamente a Dios. El Papa, por su parte, no de permitió ir a visitar a las Capuchinas sino sesenta veces al año. La marquesa obedeció sin rechistar, pero en adelante vivió en el mundo imponiéndose las prácticas más duras de la vida religiosa, cada vez que no se entregaba a sus buenas obras.
Habitaba en la residencia de la Trémouille, calle Saint-Honoré, que se la donó a las Capuchinas, el 12 de mayo de 1623, pero reservándose el usufructo a su muerte. Allí se pasaba el tiempo, con algunas señoritas de condición, pero sin fortuna, vestidas con sencillez como ella, cosiendo las ropas de los pobres, orando durante largas horas sin ladrillo bajo las rodillas, en llevar al día una larga correspondencia en la que no se trataba de otra cosa que de los indigentes.
Mientras llevaba una vida tan austera y tan santa, una nueva desgracia vino a ponerla a prueba. Ella había casado a su hija con el conde de Candale, hijo del duque de Épernon. Aunque la señorita de Maignelais era una persona de mérito y de costumbres irreprochables, el sr de Candale, que era celoso por demás, y que sospechaba de su virtud, resolvió relegarla en una de sus torres, lejos de los adoradores de la corte. Una noche la hizo secuestrar y conducir a Bourges, en una carroza escoltada por algunos pistoleros. Advertidos casi inmediatamente de este acto de violencia los Srs de Gondi, los tíos de la señora de Candale, se arman de pies a cabeza y ponen en pie a una tropa de gentilhombres, para correr sobre las pistas y liberarla. Pero antes de montar a caballo, creyeron un deber pedir a la marquesa su consentimiento. La Sra. de Maignelais, por miedo a que se derramara sangre, y con la esperanza de que Dios le devolvería a su hija sana y salva, respondió a sus hermanos con una negativa y éstos, echando pestes y refunfuñando, desembridaron sus caballos. La marquesa había cedido a una feliz inspiración. En el momento en que la sra de Candale. Llegada a Bourges, se apeaba de la carroza en el patio de una hospedería, para ser llevada a una habitación por sus secuestradores, fue reconocida por una señora quien, a la vista de esta gente armada y de aspecto sospechoso, se imaginó un secuestro y fue a llamar a la justicia. Todo se aclaró enseguida, gracias a las explicaciones de la Sra. de Candale, quien fue puesta en libertad al punto, mientras que sus guardianes fueron enviados a París bajo un buena escolta, y más tarde, ya viuda, se casó con Charles de Schomberg, par y mariscal de Francia. Murió sin hijos, en noviembre de 1641, diez años antes que su madre, y ésta creyó morir de pena9.
A parir de ese día, la Sra. de Maignelais, cuyos padres eran casi tan ricos como ella, dispuso con su asentimiento de toda su fortuna en favor de los pobres y de algunos establecimientos religiosos10 entre los que no se olvidó, como vamos a ver, de la obra de las Misiones de Vicente de Paúl.
Uno de los primeros cuidados de la marquesa fue de fundar un asilo para las prostitutas arrepentidas, la casa de Santa-María-Magdalena. Colocó en ella a dieciséis religiosas, al frente de las cuales puso a cuatro hermanas de la Visitación, y les aseguró a todas, por testamento, pensiones a perpetuidad. Obtuvo del sr Vicente que sería el director de esta casa. Las religiosas enseñaban a sus encomendadas a ganarse la vida, y una vez que se habían enmendado lo suficiente, la marquesa se ocupaba en colocarlas.
Ya hemos dicho que había elegido al sr de Bérulle como su confesor. Le profesó un afecto que no se desmintió nunca. Cuando es gran y santo hombre se vio obligado por sus amigos a fundar la célebre Orden que debía rendir tantos servicios a la Iglesia, poco confiado en sus fuerzas, mostró al principios muchas dudas. La Sra. Maignaelais se arrojó a sus pies para obtener su consentimiento y le ofreció todo el dinero necesario11. Pero el sr de Bérulle dudaba demasiado de sí mismo para entregarse a sus instancias y a las de sus amigos. La marquesa, sin desanimarse, fue a encontrar a su hermano, Enrique de Gondi, el obispo de París, y le suplicó que usara de su autoridad para con el sr de Bérulle. «Es el único medio de someterle, le dijo; no debéis dudar en emplearla».
«El sr de Gondi, universalmente respetado por la pureza de sus costumbres y la sinceridad de su celo, había puesto sumo interés en hacer florecer la piedad en su diócesis»12. Había favorecido, según hemos dicho, la fundación de varios monasterios; pero lo que deseaba por encima de todo era la reforma del clero secular. El sr de Bérulle creyó un deber exponer al prelado las razones que tenía para no emprender una tarea que le parecía muy por encima de sus fuerzas.
Pero cuando el sr de Gondi, después de refutarlas, le hubo mandado en nombre de la obediencia canónica, que se sometiera, el sr de Bérulle, sin insistir más, se arrojó a las rodillas de sus superior, le pidió su bendición y declaró que estaba preparado para hacer cuanto él le mandaba13«. El sr de Bérulle le rogó tan sólo que tuviera a bien llamar al obispado a algunos doctores y a algunos religiosos, hombres de experiencia y de virtud, con el fin de estudiar con ellos los mejores medios de hacer fructificar la nueva obra. En esta reunión en que se encontraron, entre otros, el P. Coton y el doctor Duval, Enrique de Gondi, después de resaltar las grandes ventajas que sacarían la Iglesia y el Estado de la creación de la nueva Orden, añadió «que no conocía a nadie que fuera tan capaz como el sr de Bérulle de dirigirla según las reglas de la sabiduría y de la prudencia cristianas, ya que hacía mucho tiempo que la Iglesia de Francia no había producido una luz tan brillante, y sería deplorable dejarla por más tiempo debajo del celemín. Todos respondieron que al dar su parecer, el sr de Gondi había expresado el de ellos14«.
La Sra. de Maignelais, por una donación con fecha del 22 de agosto de 1629, y que fue confirmada por su testamento, legó a la casa del Oratorio del arrabal Saint-Jacques 32.000 libras, suma considerable para la época y, cuando su hermano Manuel de Gondi hubo entrado en la casa de Saint.Magloire, de la misma Orden, ella le legó la suma de 30.600 libras que, después de su muerte, debía volver a esta última casa. Veremos pronto lo que hizo para la obra de las Misiones, y en qué alta estima tenía a Vicente de Paúl, a quien veía con frecuencia en casa de su cuñada, la Sra. de Gondi. Entre estas dos mujeres, tan dignas una de la otra, no había otra rivalidad que la del bien. Mientras una favorecía el nacimiento del Oratorio, la otra, con su marido y el sr Vicente, fundaba la obra de las Misiones.
Desde el año 1617, la Sra. de Gondi había ofrecido una suma de 16.000 libras a los Jesuitas, luego a los Oratorianos al cargo por ellos de dar de cinco en cinco años misiones en todas sus tierras. Pero los Padres de la Compañía de Jesús y los del Oratorio se habían excusado por el pequeño número de sus miembros o por las reglas fundamentales de su Orden. Desde esta época, la Sra. de Gondi se había dirigido a otras Órdenes religiosas sin más éxito. Por fin, en 1624, ella tuvo la idea de fundar una casa especial de misioneros, colocada bajo la dirección del sr Vicente e independiente de las otras Órdenes religiosas. Como estaba en relación con un gran número de doctores y de virtuosos eclesiásticos del clero secular, que habían cooperado con él, más de una vez, en las misiones de los campos, ella pensó que le sería fácil formar con ellos una comunidad. El general de las galeras encontró el proyecto excelente y pidió a su mujer que compartiera con él el título de fundador de la nueva Orden. Su hermano, arzobispo de París, Jean-François de Gondi, viendo de un vistazo el bien que podría hacer en la diócesis una fundación así, se apresuró a aprobarla. Hizo más: deseando cooperar por su parte en esta obra de familia, ofreció, para alojar a los nuevos misioneros, el colegio de los Bons-Enfants, situado cerca de la puerta de Saint-Víctor, y cuyo director, Louis de Tuyard, acababa de entregar su dimisión. El 1º de marzo15, nombró para este cargo al sr Vicente, que tomó posesión de él por procurador, el 6 del mismo mes; pero como éste estaba obligado a no dejar la casa de los Gondi, escogió para reemplazarle a Antonio Portail, su primer discípulo16. El arzobispo de París había provisto el cubierto; el general de las galeras y su mujer se encargaron de los víveres y del mantenimiento de los sacerdotes de la nueva comunidad.
El 17 de abril de 1625, por un contrato pasado en su hotel, calle Pavée, parroquia de Saint-Sauveur, ellos donaron a Vicente de Paúl 45.000 libras, cuya renta debía servir en primer lugar a los gastos de seis eclesiásticos, de una piedad y de una capacidad reconocidas, y cuya elección le quedaba reservada. Los fundadores, considerando en el acta que las ciudades están suficientemente provistas de sacerdotes instruidos y de celosos religiosos, mientras que los habitantes de los campos se hallan casi por completo desprovistos de los auxilios espirituales, ordenan, en favor de éstos, que únicamente se han de dedicar los misioneros del sr Vicente a predicarles, a instruirlos, a confesarlos. Se les prohíbe predicar y administrar los sacramentos en todas las ciudades donde haya un arzobispado, un obispado o un tribunal de justicia, y ordenado cumplir gratuitamente todos los deberes de sus misiones en los pueblos, a expensas de la bolsa común, con prohibición expresa de recibir en ellas ninguna remuneración, ninguna suma de dinero, bajo cualquier pretexto que sea. Los misioneros no pueden entrar en la comunidad hasta después de renunciar a todos los beneficios, cargos y dignidades eclesiásticas, de haber hecho voto de consagrarse a la obra de las Misiones, al menos durante un cierto número de años. Por una cláusula especial del contrato, tenían también que ir cada cinco años por las tierras de los fundadores para cumplir todos los deberes de la Misión y se obligaban a prestar los mismos oficios a los forzados. El sr Vicente fue elegido su superior, y ellos debían «trabajar bajo su dirección, durante su vida». La Sra. de Gondi, que no se había olvidado del dolor que le había hecho experimentar su partida imprevista para la Dombes, había tenido cuidado de mandar inscribir en el contrato el artículo siguiente: «No obstante la dicha dirección con todo, dichos señor y señora entienden que dicho señor de Paúl tenga su residencia continua y actual en su casa, para continuar en ellos y en su familia la asistencia espiritual, que les ha dado hace largos años…» Tales eran las principales cláusulas de este contrato que fue, por decirlo así, el acta de nacimiento de esta obra, que debía propagarse y extenderse poco a poco por el mundo entero. odas las reglas fundamentales del célebre instituto están contenidas en germen en él, y esta claro que no han podido ser dictadas o inspiradas más que por el espíritu tan práctico tan práctico como caritativo de Vicente de Paúl.
Añádase que, por su testamento, la marquesa de Maignelais hacía un legado, considerable para la época, al venerable director de su hermana, señora de Gondi, al sr Vicente, a quien había visto tan a menudo en su casa y de tan cerca, y cuya santidad había sabido apreciar como ella en su totalidad: «Lego a los sacerdotes de la Misión la suma de 18.000 libras de capital, que hacen 1.000 libras al año, que me pertenecen por un contrato de constitución hecho a mi favor por el sr duque de Saint-Simon y el Sr Joly, secretario del Rey; dicho contrato pasado por Ogier y Laisné, notarios, el 19 de abril de 1639, para ser la dicha renta empleada en la alimentación de los Ordenandos, durante el tiempo que, para su instrucción, se retiren en las Cuatro Témporas del año, en casa de dichos sacerdotes de la Misión establecidos en San Lázaro, en el arrabal de Saint-Denis, y esto, siguiendo la orden establecida por el sr arzobispo de París.
Entre la marquesa y Vicente de Paúl, había una gran semejanza, salvo en algunos aspectos, en su modo sencillo de entender y de interpretar el espíritu del cristianismo. Espíritus juiciosos y sabios, dejaban a los místicos de su tiempo entregarse a los éxtasis, a las visiones, «a las iluminaciones internas», «a las revelaciones de los misterios más secretos», «a las elevaciones del espíritu extraordinarias», «a la vida unitiva, eminente, sobre eminente». Pero ellos, ellos cerraban la puerta a todas estas novedades «que dejaban a las lamas en la agitación y a los pobres en la indigencia»17, y se entregaban en cuerpo y alma a la práctica de las buenas obras. Había un punto no obstante en el que diferían uno del otro; la señora de Maignelais, sin ser jansenista declarada, como la mayor parte de los miembros de su familia, tenía sin embargo una inclinación muy marcada por los jansenistas y prevenciones contra los Jesuitas. En una visita que hizo a Port-Royal (en 1628), en el séquito de la reina María de Mëdicis, apoyó con toda su fuerza ante esta princesa a la Madre Angélica, superiora del monasterio, que pedía, en favor de Port-Royal, el restablecimiento del derecho de elección de las abadesas18. Vicente, por el contrario, como lo diremos en seguida, compartiendo la vida austera de las solitarias de Port-Royal, se elevó siempre con fuerza contra el espíritu sombrío y estrecho enfocaban al cristianismo.
- El nombre de la marquesa se halla escrito de cinco o seis maneras diferentes por los contemporáneos. Adoptamos la ortografía de la que se sirvió el cardenal de Retz , sobrino de la señora de Maignelais, en sus Mémoires.
- Le P. de Bérulle et les Carmélites, por el abate Houssaye. Un vol in-8º, E. Plon y Cia.
- Oraison funèbre de haute et puissante dame Marguerite de Gondi, marquise de Maignelais, prononcée en présence de Monseigneur l’archevêque de Corinthe, coadjuteur de París, célebrant pontificalement dans l’église des prêtres de l’Oratoire de Jésus. En París, casa de la viuda Jean Camusat; 1650. In-4º de 88 págs. Por el P. Senault de l’Oratoire.
- La vie admirable de très haute, très puissante, très illustre et très vertueuse dame Charlotte-Marguerite de Gondi, marquise de Maignelais (por el P. M. de Bauduen). En París, casa de la viuda Nicolas Ruon. 1666, in-16. Se podrá consultar también el Testament de madame la marquise de Maignelais, en París, casa de M. Le Prest, 1650, in-4º de 28 págs.; l’Histoire généalogique de la maison de Gondi, por el abate Houssaye; el elogio en latín y en francés de S. Rousse, doctor de Sorbona y párroco de Saint-Roch, París, in-4º 1650; y Jean Labarde, De rebus Gallicis historiarum libri decem, etc.,París, in-4º, 1671.
- Citamos textualmente esta frase, tomada de la Vie de la marquise de Maignelais, etc.
- Vie de marquise de Maignelais, etc., passim.
- Vie de la marquise de Maignelais, etc.
- Vie de la marquise de Maignelais.
- «Ipsa autem, mortua carissima filia, ita eam planxit, ut prope moreretur, ita in Domini servitute procesit, ut eius mortem videretur optasse». (Elogium… marchionis de Maignelay, a Joanne Rousse). -(Ella misma, muerta su querídísima hija, de tal manera la lloró casi hasta la muerte, de tal manera adelantó en el servicio del Señor, que parecía que deseaba su muerte, del traductor).
- Fundó veinticinco o treinta monasterios. (El P. Senault).
- El P. Bourgoing, Oraison funèbre , citada por el P. Batterel, Vida manuscrita, t. L; Le Père de Bérulle et les Carmélites, por el abate Houssaye.
- Tallemant des Réaux mismo no habla mal de él.
- Le Père de Bérulle et les Carmélites, por el abate Houssaye.
- Le Père de Bérulle et les Carmélites, por el abate Houssaye.
- 1624.
- Se ve por la procuración con fecha del 2 de marzo que el sr Vicente toma allí el título de licenciado en derecho canónico, que había obtenido tiempos atrás
- No hemos encontrado la mención de este legado en ninguna historia de san Vicente de Paúl, y nosostros la tomamos de una pieza bien rara en el testamento impreso de la señora de Maignelais.
- Lancelot, Mémoires touchant la vie de M. de Saint-Cyran.