San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 6, capítulo 3 (b)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Capítulo III: Misiones de Europa (cont.)

Artículo Segundo: Misiones de las Islas Británicas.

I. Misión de Irlanda.

En 1645, en el momento en que fracasaba un proyecto de Misión en Oriente y Vicente enviaba Misioneros a Berbería, el cardenal François Barberini, sobrino de urbano VIII, le invitó, en nombre del papa Inocencio X y de la Propaganda, a enviar a algunos a Irlanda para restaurar allí el uso de las ceremonias y de los ritos sagrados entre los sacerdotes que, impedidos durante mucho tiempo por la herejía de ejercer el culto católico, se encontraban casi en completa ignorancia1. El papa y la Propaganda accedían ellos mismos quizás a una invitación de Enriqueta de Francia, que nunca había dejado de mantener lazos con los católicos irlandeses, y que quería aprovecharse de un tratado secreto firmado últimamente entre ellos y Carlos I.

Por cuya razón, atacados en su fe por los anglicanos, casi sin pastores, los católicos de Irlanda tenían gran necesidad de recibir entre ellos a una colonia de santos sacerdotes. Vicente obedeció prontamente las órdenes del Soberano Pontífice, y escogió en su Compañía a ocho Misioneros, entre los cuales había cinco irlandeses. Obedientes como su padre, éstos se pusieron enseguida a sus pies para pedirle la bendición de la partida. «Permaneced unidos, les dijo, y Dios os bendecirá, pero que sea por la caridad de Jesucristo; pues toda otra unión que no está cimentada en la sangre de este divino Salvador no puede subsistir. Es pues en Jesucristo, por Jesucristo y para Jesucristo como debéis estar unidos unos con otros. El espíritu de Jesucristo es un espíritu de unión y de paz: ¿cómo podríais atraer a las almas a Jesucristo si no estuvierais unidos entre vosotros y él mismo? Eso no podría ser. No tengáis entonces más que un mismo sentir y una misma voluntad; de otra forma, sería hacer como los caballos, los cuales atados al mismo arado tiraran unos por un lado y los otros por otro, y así lo echarían a perder todo y romperían todo. Dios os llama para trabajar en su viña; id allá como quienes no tienen él más que un mismo corazón u una misma intención; y, por este medio, daréis fruto.»

Les recomendó luego la obediencia al Soberano Pontífice, tan necesaria en un país en el que la política inglesa empujaba al clero a la revuelta. Planteó su conducta durante el viaje y después de su llegada al teatro de su Misión, y reconocieron más tarde toda la sabiduría de sus consejos.

Partieron de París a mediados de octubre de 1646. Retenidos algún tiempo en Nantes, se emplearon en el servicio de los pobres y de los enfermos en los hospitales, e instruyeron con algunas conferencias a las damas de la caridad de las parroquias.

Igualmente se condujeron en Saint-Nazaire, donde debían embarcarse en un navío holandés. Dieron a los viajeros una especie de Misión y, como primicias de su próximo apostolado, convirtieron al catolicismo a un gentilhombre inglés que, herido de muerte tres días después, expiró bendiciendo su caridad y la misericordia de Dios.

Se embarcaron por fin y, después de escapar a las tempestades del mar, a la persecución en tierra, a la muerte de diversas formas, llegaron al final. Allí se repartieron entre las diócesis de Limerick y la de Cashel.

Por ambas partes hicieron sus ejercicios ordinarios con un éxito que admiraron los obispos de Irlanda, que merecieron el elogio del nuncio Rinuccini, que residía aún en este reino. Allí, como en todas partes, clero y pueblo estaban igualmente transformados. Pero entonces estalló la persecución. Carlos I acababa de morir en el cadalso y los católicos de Irlanda habían proclamado al príncipe de Gales. Nombrado lord lugarteniente de Irlanda, Cromwell había partido a la noticia de la derrota del ejército real, y había notificado la la toma de Drogheda, de Wesford, de Kilkenny con horribles masacres; luego había regresado a Inglaterra, dejando a su yerno, al feroz Ireton, el mando en jefe. La tiranía sanguinaria aumentó y dejó sentir su peso principalmente sobre los católicos. No era posible dar Misiones en los campos, ocupados por los parlamentarios. Es verdad que en todas las partes donde se había dado, los Misioneros habían sido reemplazados dignamente por los párrocos, ninguno de los cuales abandonó su puesto.. uno de ellos que, durante un retiro celebrado un año antes en Limerick en casa de los sacerdotes de la Misión, había declarado que sería feliz de morir por la fe y la caridad, fue masacrado por los soldados de Ireton, mientras administraba los sacramentos a los enfermos.

No siendo conveniente exponer a los suyos, Vicente llamó a cinco de ellos a Francia y dejó a tres en Limerick. Estos cinco misioneros le enviaron las cartas más testimoniales más honrosas que les habían entregado a la partida los obispos de Limerick y de Cashel. «La partida de vuestros Misioneros, escribía el arzobispo de Cashel me da ocasión de declararos mi gratitud y tributaros muy humildes acciones de gracias por la caridad con la que os habéis dignado socorrer, por medio de vuestros sacerdotes, al pequeño rebaño que Dios me ha confiado. No es tan sólo oportuno, ha sido en nuestra extrema necesidad cuando ellos nos han socorrido. Asimismo es verdad que, con sus trabajos, los pueblos han sido llevados a una devoción que crece día a día. Aunque, desde su llegada a este país, hayan sufrido muchas incomodidades, ellos no ha cesado de trabajar como obreros infatigables y, con la ayuda de la gracia, han difundido gloriosamente el culto y la gloria de Dios. espero que este mismo Dios, que es bueno y todo poderoso, sea él mismo vuestra recompensa y la de ellos. Por mi parte, yo le rogaré que os conserve largo tiempo, habiéndoos elegido para el bien y utilidad de su Iglesia.»

El obispo de Limerick:»Es justo, Señor, que os dé gracias con todo mi corazón por el beneficio que he recibido de vos por vuestros sacerdotes y que os exponga la gran necesidad que tenemos de ellos en este país. Puedo aseguraros confidencialmente que sus trabajos han hecho en él más fruto, y han convertido a más almas que todo el resto de los eclesiásticos. Por sus ejemplos y buena conducta, la mayor parte de la nobleza de uno y otro sexo se ha vuelto modelo de virtud y devoción, que no se veía entre nosotros antes de la llegada de vuestros Misioneros a estos barrios. Es verdad que los disturbios y los ejércitos que existen en este reino han sido un gran impedimento para sus funciones. A pesar de ello, han grabado tan profundamente lo que concierne a Dios y a la salvación en el espíritu de los habitantes de las ciudades y de las gentes del campo, que bendicen a dios en la adversidad como en la prosperidad. Espero salvarme yo mismo por su ayuda.

Los tres Misioneros de Limerick a invitación del obispo dieron una Misión en esta ciudad que, incluyendo en ella a los aldeanos refugiados, no contaban menos de veinte mil comulgantes. A pesar de la desproporción entre la enormidad del trabajo y el escaso número de obreros, los Misioneros, después de algunos comienzos difíciles, tuvieron un éxito que no se había visto nunca, escribía el obispo a Vicente, que se recuerde. Es verdad que el prelado, la nobleza, los magistrados, todos contribuyeron a ello. Dios mismo pareció encargarse de su causa castigando de muerte súbita a algunos incorregibles blasfemos.

Al escribir estos detalles a Vicente, el obispo de Limerick le invitaba a dirigir unas palabras de consuelo a sus Misioneros. Por otra parte, uno de éstos le había escrito, al devolver a sus cohermanos a Francia, para decirle que ellos se afirmaban todos cada vez más, sucediera lo que sucediera, en su plan de quedarse en Limerick. Vicente le contestó el mes de abril de 1650:

«Nos hemos sentido muy edificados por vuestra carta, al ver en ella dos excelentes efectos de la gracia de Dios. Por uno os habéis dado a Dios para manteneros firme en un país en el que os veis en medio de los peligros, y preferís exponeros a la muerte que dejar de asistir al prójimo; y por el otro os entregáis a la conservación de vuestros cohermanos, enviándolos a Francia para alejarlos del peligro. El espíritu del mártir os ha llevado al primero, y la prudencia os ha hecho seguir el segundo, y los dos están sacados del ejemplo de Nuestro Señor, el cual, en el momento en que iba a sufrir los tormentos de su muerta por la salvación de los hombres, quiso garantizar a sus discípulos y conservarlos, diciendo: «Dejad ir a éstos y no los toquéis.» Es lo que habéis hecho como verdadero hijo de este muy adorable Padre, a quien doy gracias infinitas por haber producido en vos actos de una caridad soberana, la cual es el colmo de todas las virtudes.

«Yo le pido que os llene de ella, a fin de que, ejerciéndola en todo y siempre, la derraméis en el seno de los que no la poseen. Ya que estos ostros señores que están con vos tienen la misma disposición de permanecer, a pesar del peligro de guerra y de contagio, creemos que conviene dejarlos. ¿Qué sabemos nosotros lo que Dios quiere hacer? Ciertamente que él no les da en vano una resolución tan santa. ¡Dios mío, qué inescrutables son vuestros juicios! Y ahora al cabo de una Misión de las más fructuosas y tal vez más necesarias que hayamos visto, detenéis, según parece, el curso de vuestras misericordias para con esta ciudad penitente, para abrumar más esta ciudad, añadiendo a la desgracia de la guerra la plaga de la enfermedad. Pero sea para cosechar las almas bien dispuestas, y reunir el buen grano en vuestros graneros eternos. Nosotros adoramos vuestros comportamientos, Señor, etc.»

En efecto, a la guerra vino a juntarse un contagio tan violento que se llevó a ocho mil personas en Limerick. De este número fue el hermano del obispo, que se había entregado con los Misioneros al servicio de los apestados. Por lo demás, todos morían contentos, ya que, decían ellos, «Dios nos ha enviado a ángeles para reconciliarnos con él.» El obispo, en su agradecimiento, no cesaba de repetir: «Ay, aunque el Sr. Vicente no hubiera hecho otra cosa por la gloria de Dios que el bien que ha hecho a estas pobres gentes, debe considerarse muy feliz.»

Pero la guerra misma acabó esta desdichada ciudad. Ireton se hizo dueño de ella al cabo de cuatro o cinco meses de asedio. Veinte y dos individuos tuvieron que ser entregados a la misericordia del vencedor, entre los cuales el obispo de Emly, refugiado en sus muros, y su alcalde sir Thomas Stretch. Sir Thomas había sido elegido alcalde al salir de un retiro con los sacerdotes de la Misión, y había aceptado por entrega. En poco tiempo había reunido en la iglesia al cuerpo de los magistrados y allí, a los pies de una estatua de la divina María, le había suplicado que tomara la ciudad bajo su protección y le había puesto las llaves en las manos. Luego, en un discurso profético, había jurado y hecho jurar morir por Dios y por el rey.

Murió, en efecto, y con él varios de los que habían repetido su juramento. Todos, vestidos de fiesta, fueron al suplicio como al triunfo. Desde el cadalso arengaron al pueblo, hasta enternecer a sus verdugos; y para que no quedaran dudas sobre la causa de su tormento, declararon que morían por la defensa de la Iglesia romana.,

Entretanto los tres Misioneros habían escapado a los furores de Ireton. Uno de ellos se quedó en Limerick y allí terminó su santa carrera. Los otros dos, Brinn y Barry, salieron de allí con cien o ciento veinte sacerdotes y religiosos, amparados en un disfraz o mezclados con los soldados de la plaza que, por la capitulación, habían obtenido la vida a salvo y el derecho de retiro. Como no había cuartel para los sacerdotes católicos, habían pasado la noche precedente preparándose a la muerte; afortunadamente no fueron reconocidos. Al salir de Limerick se separaron, no sin gran dolor, para asegurar la vida de uno de ellos al menos. Brinn tomó la ruta de su país con el gran vicario de Cashel. Barry se dirigió a las montañas, donde una dama caritativa le recibió y le ocultó durante dos meses. Habiéndose presentado en la costa luego una barca fletada por Francia, aprovechó la ocasión y llegó felizmente a Nantes2. Fue una ocasión de júbilo para Vicente, que había creído que sus sacerdotes estaban envueltos en la masacre de Limerick. Por lo demás, su compañía pagó tributo a la sangrienta persecución. Un hermano llamado Lye, descubierto por los herejes, fue horriblemente masacrado a los ojos de su madre: después de cortarle los pies y las manos, le aplastaron la cabeza.. de esta forma acabó la primera Misión de Irlanda que tanto honra al desinterés de Vicente de Paúl como al celo de sus sacerdotes, puesto que, con la excepción de una limosna de la duquesa de Aiguillon, se llevó a cabo a expensas de la casa de San Lázaro, tan endeudada por entonces. No conocemos de ella otros detalles, pues la humildad de Vicente ha querido privarnos del resto. Habiéndole propuesto el superior de esta Casa hacer una breve narración: «no, respondió, basta que Dios lo sepa. La humildad de nuestro Señor pide a la pequeña compañía que se mantenga oculta en Dios con él para honrar su vida oculta. Además, la sangre de estos mártires no se olvidará ente Dios, y pronto o tarde será la semilla de nuevos católicos «.

II. Misión de las Islas Hébridas.

Vicente seguía inquieto por la suerte de de sus Misioneros de Irlanda; acababa de enviar a Polonia, a Berbería, a Madagascar, y muchos países más, cuando, sin miedo a la enormidad de los gastos. Ni a las persecuciones, a los naufragios que atravesaban con demasiada frecuencia sus planes, se resolvió a destinar a algunos a las Islas Hébridas.

Las Islas Hébridas (Western Islands, Islas Occidentales, las Ébudes de los antiguos) son, como se sabe, un archipiélago al oeste de Escocia, compuesto de unas doscientas islas, de las que más de la mitad, todavía hoy, deshabitadas, y las demás, por razón de la esterilidad del suelo, asilo de la indigencia. Antes del cisma de Inglaterra, varias poseían no obstante sacerdotes católicos, reemplazados luego por predicadores. Pero éstos se aburrieron pronto de un ministerio de pobreza y sufrimiento, y los pobres insulares se vieron privados de todo culto. La ignorancia entre ellos se extendió insensiblemente hasta el bautismo, del que acabaron por olvidar la necesidad o el modo de administrarlo y, a mediados del siglo XVII, no era raro ver a ancianos octogenarios incluso a centenarios, que no habían recibido el primer sacramento de los cristianos.

De quién recibió Vicente información de su triste situación, no lo sabemos; pero, tan pronto como se enteró, invitó a algunos de sus sacerdotes de Irlanda y de Escocia a volar

A volar en auxilio de sus hermanos. Empresa arriesgada, en esa época, en que Cromwell extendía sus violencias a Escocia como a Irlanda. Sin embargo Dermot Guy y Francis Whyte3, los dos de origen irlandés, se declararon dispuestos a partir; y, en efecto, ayudados con las limosnas de las presidentas de Lamoignon y de Herse, se pusieron en camino el mes de marzo de 1651.

Para no ser reconocidos de los herejes, se disfrazaron de mercaderes y, en lugar de partir de Calais, tomaron por Holanda, de donde su salida debía ser menos sospechosa . partieron con un señor escocés llamado Macdonell, joven jefe de Glengarry, recién convertido al catolicismo, que los tomó bajo su protección y no cesó en efecto de prestarles buenos servicios.

Sin embargo, apenas llegados a Escocia, se creyeron perdidos. Reconocidos y denunciados públicamente por un sacerdote apóstata que quería inaugurar así el ministerio protestante que acababa de abrazar, no podían dejar de caer bien pronto en las manos de los soldados de Cromwell. De repente el apóstata se siente atacado de una enfermedad horrible en la que reconoce la venganza de Dios. es a Dermot Guy mismo a quien se dirige para obtener la absolución de su apostasía; luego le facilita a él y a su cohermano el pasaje a las Hébridas

Durante dieciocho meses, Vicente no recibió noticias de ellos, estando cerradas todas las rutas a los católicos por los Ingleses; y Brinn, que había ido a Londres para unirse a ellos, fue obligado, a pesar de su disfraz, a volver a Francia, por fin llegó en diciembre una carta de Guy con fecha del 21 de octubre de 1652.

En Escocia habían pagado su tributo de hospitalidad convirtiendo al padre de Macdonell, anciano de 90 años, educado en la herejía, y que murió con la alegría de su reconciliación con la Iglesia. Guy había devuelto también a la verdadera fe , pero en secreto, a muchos de sus criados y de sus amigos; después dejando a Francis Whyte en las montañas de Escocia, había saltado a las Hébridas. En Ouist, había convertido a Macdonald de Glanranald, señor de una buena parte de la isla, a su mujer, a su hijo, a su familia y vasallos. Iguales éxitos en el pueblo, como en Eigg y en Ganna, donde ochocientas o novecientas personas habían vuelto al conocimiento y la práctica de la religión. como san Pablo a los de Mileto, el Misionero había podido decir a los isleños: «Vosotros mismos sabéis que estas manos han provisto a mis necesidades y a las de los que andan conmigo(Act. XX, 34),» No había pedido efectivamente nada a este pobre pueblo; y sin embargo se había visto obligado a mantener a dos hombres, a uno como catequista y como criado; al otro pare ayudarle a remar en el paso de una isla a otra, o para llevar sus ornamentos sacerdotales y su pequeño equipaje en los trayectos a pie de cuatro a cinco leguas por los más espantosos caminos que debía recorrer a veces antes de decir la misa.

Es verdad que estos gastos no habían debido elevarse muy alto, pues veamos su régimen: una sola comida al día con pan de cebada o de avena, un poco de queso o de mantequilla salada; a veces ayuno absoluto, cuando había tenido que pasar montañas desiertas y deshabitadas; nunca carne, si no es entre los gentilhombres, y aún así tan suciamente preparada, tan suciamente puesta en el suelo en un poco de paja que servía a la vez de mesa y de asiento de mantel y de servilleta, de bandeja y de platos, que le había revuelto el estómago. Comprárselo para preparárselo al modo de Francia le había sido imposible: allí, ningún carnicero ni venta al detalle; habría tenido que comprar un buey o un cordero entero; y ¿qué hacer en sus marchas continuas para administrar los bautismos y los demás sacramentos?; había mucha pesca en las costas; pero, industriosos y holgazanes, los isleños no sabían o no querían pescar. Y sin embargo Guy se había encariñado con estas islas, y reclamaba compañeros que supieran bien su lengua, mejor todavía sufrir el hambre, la sed y dormir en el suelo.

Dos años después, el 10 de abril de 1654, Guy escribía una segunda carta, llena de agradecimientos a la bondad divina por el éxito de sus trabajos. Había visitado las islas de Ouist, Ganna, Eigg y Sky; y en el continente las regiones de Moydart, de Arisaig, de Morar, de Knoidart y de Glengarry. En la isla de Ouist, propiedad de dos señores, de los cuales uno era Macdonald de Glanranald, había convertido a toda una parte, menos a dos pescadores endurecidos, a saber a mil o mil doscientas almas. No había evangelizado aún la parte de Macdonald, aunque le hubieran llamado todos los días, entretanto tenía controversias con un ministro de quien tenía buenas esperanzas, pues el ministro comenzaba a retroceder. –La pequeña isla de Ganna había vuelto casi toda a Dios, y contaba muchas conversiones en la de Eigg. En la isla de Sky, dividida entre res señores las conversiones eran igualmente numerosas; más numerosas todavía y casi generales en el continente: había allí sin embargo de seis mil a siete mil almas, dispersas por pueblos, que eran difíciles de visitar a pie, imposible a caballo.

Barra era la isla que le había ofrecido más consuelo. Estaba encantado del fervor y de los buenos deseos de este pobre pueblo. Le había sido suficiente con enseñar a un niño el Pater, el Ave y el Credo para que dos días después todos se los supieran, grandes y pequeños, en el pueblo. . Había recibido la abjuración de los principales de Barra, que no osaba nombrar por miedo a que su carta, en caso de ser interceptada les ocasionara una persecución. Él hablaba sin embargo del hijo del señor, convertido con sus hermanos y hermanas y del hijo de un ministro cuya devoción edificaba a toda la región. En cuanto al viejo señor mismo, tenía todas las esperanzas de lograrlo en el próximo viaje.

La Providencia había trabajado con él y para él en Barra. Hacía muchos años que este pueblo era muy pobre, porque el alga marina, único abono de sus tierras, había faltado. Este año mismo no había sido arrastrada por el mar. Pero apenas el Misionero había derramado agua bendita sobre las olas y sobre la costa, cuando el alga marina había podido ser recogida en cantidad suficiente para todo el año. Pretendidos sortilegios habían apartado igualmente de Barra, hacía muchos años, el arenque y otros pescados; tres veces seguidas el agua bendita como un cebo lo había a traído en abundancia. Por último, en el norte de Ouist, residencia del ministro, una epizootia (epidemia marina) había arruinado a los habitantes; en el sur, residencia del Misionero, ningún animal se había muerto, gracias siempre al agua bendita. ¡Qué descrédito para el ministro! Qué autoridad adquirida para el Misionero con ello. Qué gratitud en este pobre pueblo, y qué atractivo hacia la verdadera religión.

Luego eran indignos que se habían visto en la imposibilidad física de recibir la santa Eucaristía antes de tener las buenas disposiciones; también personas molestadas de fantasmas o de malignos espíritus que habían recobrado la paz con el bautismo o su reconciliación con la Iglesia; otros tantos pródigos que movían a este pueblo. También era ordinario bautizar a diez, quince, veinte niños a la vez, y muy frecuente ver a adultos de treinta, cuarenta, sesenta y ochenta años, llegar igualmente a reclamar el santo bautismo.

A la vista de tantos bienes conseguidos y de todo lo que quedaba todavía por hacer, Guy se encomendaba a las oraciones de Vicente, de la Compañía y de todos los buenos siervos de Dios en París; luego reclamaba refuerzos: «Esta región es grande, escribía, y el pueblo en buena disposición para la gracia de Dios. por eso, os suplico, Señor, que nos enviéis a algún sacerdote hibernés para que nos ayude. Pero es preciso que sea muy virtuoso, sobre todo muy mortificado, muy desprendido de sí mismo, de sus propias comodidades y satisfacción; ya que hay mucho que sufrir en todas las formas en esta región; es preciso también que sea muy paciente, muy dulce y muy moderado en sus palabras y acciones para poder ganarse a estos pueblos de aquí para Dios, que se desaniman fácilmente cuando advierten la menor impaciencia o rudeza.»

En eso está el ideal del Misionero, ideal que no era, bien se ve, más que una realidad vulgar entre todos los hijos de san Vicente de Paúl, en esta edad de oro, en esta edad heroica de la Misión.

Animado por el éxito e insaciable de conquistas, Guy se disponía a partir para una de las tres islas de Pabba al sur de Barra, lugar extraño y terrible, escribía a uno de sus cohermanos el 5 de mayo de 1657, pero adonde le llamaban la confianza en dios, el desprecio de la muerte y la esperanza de ganar almas: estos isleños no habían sido dañados por la herejía, y se permitía creer que recibirían la buena noticia y acomodarían a ella su vida.

Ya había obtenido Guy un pasaporte del gobernador de Pabba. Debía partir cinco días después. De repente cae enfermo, agotado por el mal alimento, las duras marchas y todas las fatigas de su apostolado; y, como Javier en frente de China, se muere a la vista de Pabba, el 17 de mayo de 1657. Fue enterrado en el lugar de su muerte, en la isla de Ouist, donde una capilla lleva todavía su nombre.

Vicente no dejó de anunciar esta noticia, tan triste a la vez y tan consoladora, a todas sus casas: «El Sr. Diguin4 ha muerto en su misión de las Hébridas, en las que se puede decir que ha hecho maravillas. Sus pobres isleños le han llorado como a su padre, tanto los grandes como los pequeños. No me informan sobre los detalles de los frutos que ha cosechado, o más bien que Dios ha obrado por medio de él, porque no se atreven a escribir sobre los asuntos de la religión más que en términos generales, y en figuras tan sólo, a causa de los Ingleses que persiguen con crueldad a los católicos, y más todavía a los sacerdotes, cuando los descubren.»5

En efecto, la persecución acababa de intensificarse contra los católicos. Se había dado orden a todos los sacerdotes romanos de abandonar Irlanda en un plazo de veinte días, so pena de ser tratados como culpables de alta traición, y prohibición hecha de darles asilo bajo pena de muerte; juramento de abjuración se había impuesto a todos los individuos de edad de veintiún años, con penas de prisión y confiscación; por último se había autorizado a los magistrados quitar a los niños de los católicos para educarlos en Inglaterra. Todos estos decretos se aplicaban a Escocia.

Este último decreto fue el que más indignó a Vicente de Paúl. Él que hacía de padre y de madre de todos los niños abandonados, no podía comprender la barbarie que arrancaba a los hijos a sus familias. El 22 de setiembre de 1657, escribía al cardenal Bagni: «Un Padre jesuita que llega de Londres me ha dicho que el Protector ababa de publicar un edicto de los más rigurosos que se puedan ver contra los católicos, y ordena que los hijos les serán quitados a los católicos y los dos tercios de sus bienes. Jamás los tiranos perseguidores de la Iglesia, que han derramado tanta sangre de los cristianos, llegaron a una persecución tan extraña. Quiere mandar que se les quiten los hijos y se los eduque en la herejía, para acabar con la religión católica en la persona de sus padres. No lo permitirá Nuestro Señor, como hay señales de esperar..»

Y a pesar de todo, con la misma fecha, prestaba oídos a una propuesta del cardenal Bagni para enviar a dos sacerdotes seculares y Franceses para visitar a los Misioneros de las diversas órdenes en Irlanda y en Escocia, para tener conocimiento del número y estado de los católicos y buscar los medios de conservar y aumentar la fe allí. El cardenal le dejaba la elección de estos dos embajadores. Vicente se sentía confuso buscando a semejantes hombres; y, además, quería saber antes si la invitación le venía de la Propaganda6. Ignoramos si este proyecto tuvo secuencias. Es más probable que la violencia de la persecución forzó a renunciar a él.

III. Misión de Escocia. –Misiones de las Islas Británicas hasta nuestros días.

Mientras Dermot Guy convertía las Hébridas, Francis Whyte trabajaba tanto en las costas occidentales como en las montañas de Escocia en medio de peligros mayores todavía, y además con los mismos sufrimientos y los mismos éxitos. De vez en cuando hizo algunas excursiones por las llanuras del Este. Así, en 1654 , con el Padre William Grant, jesuita, y Thomas Lumsden, sacerdote secular, asistió en los últimos momentos del marqués de Huntly el gran protector de los católicos en el norte de Escocia.

El ruido llegó a los oídos de los ministros, que temiendo se les quitara la región, recurrieron a Cromwell. Los edictos citados antes fueron renovados en 1655, y se dio orden al lugarteniente de Escocia de rebuscar a todos los sacerdotes romanos y condenarlos, sin proceso, a muerte. La orden fue puesta inmediatamente en ejecución. Toda la región fue investigada y, el miércoles de ceniza, en el castillo de Huntly, se descubrió a tres sacerdotes católicos. Eran el P. William Grant, Walker, sacerdote secular, y Francis Whyte. Walker, presentando garantía por su persona, fue puesto en libertad y se retiró a Francia, William y Grant fueron encarcelados en Aberdeen. Se creyeron en el vestíbulo de la muerte; Vicente, que se enteró de la cautividad de su Misionero, en el mes de abril, de ese año, tuvo el mismo pensamiento y, al mismo tiempo que anunciaba el próximo martirio a los superiores de sus casas, se expresaba así en San Lázaro:

«Nosotros encomendaremos a Dios a nuestro buen Sr. Le Blanc7, que trabajaba en las montañas de Escocia, quien ha sido hecho prisionero por los Ingleses herejes con un Padre jesuita. Los han llevado a la ciudad de Aberdeen, de donde es el Sr. Lumsden que no dejará de verle y de asistirle. Hay muchos católicos en esa región que visitan y alivian a los sacerdotes que sufren. Hay tantos que entre ellos está este buen Misionero en la vía del martirio. Yo no sé si debemos alegrarnos por ello o afligirnos: pues, de un lado Dios es honrado por el estado en que está detenido, ya que es por su amor, y la Compañía se sentiría muy feliz si Dios la encontrara digna de darle un mártir; y él mismo muy feliz de sufrir por su nombre y de ofrecerse, como lo hace, a todo lo que le plazca ordenar de su persona y de su vida. Qué actos de virtud no practica él ahora, de fe, de esperanza, de amor de Dios, de resignación y de oblación, por los que se dispone cada vez más a merecer una tal corona. Todo ello nos anima en Dios a mucho júbilo y gratitud. Pero, por otra parte, es nuestro cohermano quien sufre: ¿no debemos nosotros sufrir con él? en cuanto a mí, confieso que, según la naturaleza, me siento muy afligido y el dolor me es muy sensible; pero, según el espíritu, creo que tenemos que bendecir a Dios como por una gracia muy particular. Así es como Dios actúa: después de que alguien le ha prestado servicios notables, él le carga con la cruz, con aflicciones y oprobios. Oh Señores y hermanos míos, es necesario que haya algo grande, que el entendimiento no alcanza a comprender, en las cruces y en los sufrimientos, puesto que de ordinario Dios hace suceder al servicio que se le presta las aflicciones, las persecuciones, las prisiones y el martirio, con el fin de elevar a un alto grado de perfección y de gloria a los que se entregan perfectamente a su servicio. Quien quiera ser discípulo de Jesucristo debe esperarse esto; pero debe también esperar, que en caso de que las ocasiones se presenten, Dios le dará la fuerza de soportar las aflicciones y superar los tormentos.

«El Sr. Le Vacher me comunicaba un día de Túnez que un sacerdote de Calabria, donde los espíritus son rudos y toscos, concibió un gran deseo de sufrir el martirio por su nombre, como en otro tiempo el gran san Francisco de Paula, a quien Dios dio el mismo sentimiento, que sin embargo no ejecutó, porque Dios lo destinaba a otra cosa, pero este buen sacerdote se vio tan presionado por este santo deseo que atravesó los mares para ir a buscar la ocasión en Berbería, donde la encontró por fin, y murió constantemente por la confesión del nombre de Jesucristo. Oh, si fuera del agrado de Dios inspirarnos este mismo deseo de morir por Jesucristo, de la manera que sea, cuántas bendiciones atraeríamos sobre nosotros! Sabéis que hay muchas clases de martirios; pues, aparte del que acabamos de hablar, está el otro de mortificar incesantemente nuestras pasiones, y otro de perseverar en nuestra vocación en el cumplimiento de nuestras obligaciones y de nuestros ejercicios. San Juan Bautista, por tener el valor de reprender a un rey por un pecado de incesto y de adulterio que cometía, y haber recibido la muerte por ello, es honrado como mártir, aunque no haya muerto por la fe, sino por la defensa de la virtud, contra la que este incestuoso había pecado. Es una clase de martirio consumirse por la virtud. Un Misionero que es muy mortificado y muy obediente, que cumple perfectamente sus funciones y que vive según las reglas de su estado, hace ver, por el sacrificio de su cuerpo y de su alma que Dios merece ser únicamente servido, y que debe ser incomparablemente preferido a todas las ventajas y placeres de la tierra. Obrar así es publicar las verdades y las máximas del Evangelio de Jesucristo, y dar testimonio de su verdad y de su santidad a los fieles y a los infieles y, por consiguiente, vivir y morir así, es ser mártir.

«Pero volvamos a nuestro buen Sr. Le Blanc y consideremos cómo le trata Dios, después de hacer tantas cosas buenas en su Misión. Veamos una maravilla a la que algunos querían dar el nombre de milagro. Es que habiendo tenido lugar cierta intemperie del aire hace algún tiempo, que hacía la pesca muy estéril y reducía al pueblo a una extrema necesidad, le pidieron que hiciera alguna oración y echara agua bendita al mar, porque pensaban que esta malignidad del aire era producida por algunos maleficios. Pues él lo hizo, y Dios quiso que al momento, volviera la serenidad y la pesca fuera abundante; fue él mismo quien me lo escribió así. Otros me han informado también de los grandes trabajos que sufría en estas montañas para fortalecer a los católicos y convertir a los herejes, los peligros continuos a los que se exponía y la escasez que sufría, no comiendo más que pan de avena. Si pues corresponde a un obrero que ama de verdad a Dios hacer y sufrir estas cosas, para servirle, y que después de eso Dios permita que le lleguen otras cruces más grandes todavía, y que hagan de él un prisionero de Jesucristo y hasta un mártir, ¿no debemos nosotros adorar esta conducta de Dios y, sometiéndonos amorosamente a ella, ofrecernos a él para que dé cumplimiento en nosotros a su santa voluntad? Así que, pediremos a Dios esta gracia; le daremos gracias por la última prueba que quiere sacar de la fidelidad de este su siervo, y le rogaremos que si no es de su agrado que se quede con nosotros por más tiempo, al menos le dé fuerza por los malos tratos que sufre o que pueda sufrir en adelante.»8

Singular protección de Dios! Para ser condenado a muerte por las leyes existentes, un sacerdote debía ser sorprendido diciendo la misa. Pues Grant y Whyte no pudieron ser convencidos de este pretendido crimen. Después de cinco o seis meses de prisión, fueron entonces puestos en libertad, pero con amenaza de horca inmediata si ejercían alguna función del ministerio católico.

«Hay que obedecer antes a Dios que a los hombres», respondió interiormente el Misioneros con los apóstoles, y se retiró a las montañas donde él mismo reemprendió su apostolado. Vicente se enteró al mismo tiempo de su liberación y de sus actividades. «Daremos gracias a Dios, dice entonces a su Comunidad, por liberar así al inocente, y porque se halle entre nosotros una persona que ha sufrido todo esto por amor a su Salvador. Este buen sacerdote no ha dejado, por miedo a la muerte, de volverse a las montañas de Escocia, y trabajar allí como anteriormente. Oh, qué motivo para dar gracias a Nuestro Señor por haber dado a esta Compañía el espíritu del martirio, esta luz, digo, y esta gracia, que le hace ver algo grande, luminoso, resplandeciente y divino en morir por el prójimo, a imitación de Nuestro Señor! Por ello daremos gracias a Dios y le pediremos que dé a cada uno de nosotros esta misma gracia de sufrir y dar su vida por la salvación de las almas.»

La palabra de Dios no estuvo pues encadenada, en Escocia. Además, el año 1653, Vicente, a la primera demanda de Guy, comprendiendo bien que dos obreros no podían ser suficientes para la tarea, les había enviado compañeros, pero extraños probablemente a la Compañía. Uno de ellos era Thomas Lumsden, nacido en Irlanda y educado en el colegio escocés, en Roma. Por las cartas del santo de 1654 y de 1657, se ve que, después como antes de los últimos edictos, la obra apostólica se continuaba en estas regiones del Norte. Lumsden llegó hasta las Islas Orcadas. Recorrió las comarcas de Moravia, Rossie, Suther, Candie y Cathanesie, donde no había sacerdotes desde hacía muchos años, y casi ni católicos. Comenzaba a traer a algunas almas a la verdadera fe, cuando un ministro que sentía hacia él una animosidad particular, mandó poner en vigor los edictos de Cromwell. El Misionero debió buscar un retiro y esperar el final de la persecución. Después de servir doce años en Escocia, Lumsden fue elegido prefecto del colegio escocés en París donde murió en 1672.

Para suavizar tantos males y llevar a los suyos algún consuelo, Vicente mandó partir para Londres a Brinn, el antiguo misionero de Irlanda, con orden de conversar con el embajador de Francia sobre la forma de pasar a Escocia. Pero entonces Europa estaba cobardemente arrodillada a los pies de Cromwell, y el propio reino cristianísimo había solicitado su alianza. Así aconsejó al Misionero salir lo más pronto posible de Londres, si no quería dejar allí su vida.

A pesar de todo, la divina semilla, sembrada a través de tantas tribulaciones, no se perdió nunca. Y si el catolicismo domina todavía hoy, a pesar de las persecuciones y de las seducciones de todo género, en muchas de las Hébridas, en especial en Barra, Eigg y Ouist, es a Vicente de Paúl y a sus hijos a quienes se debe evidentemente el honor, después de a Dios.

Por lo demás, después de la muerte de Vicente, la Misión continuó en las Hébridas, e incluso se trató de reanudarla en vida. Francis Whyte había regresado a Francia en los primeros meses de 1660. En esta ocasión, William Ballantyne, superior de los sacerdotes seculares de la Misión de Escocia, escribió al nuncio de París con fecha del 29 de junio, la carta siguiente, que traducimos del Italiano: «Hay un Misionero valiente de la familia del Sr. Vicente en San Lázaro, en París, el Sr. Whyte, irlandés de nación, que se ha quedado ocho años en las islas de Escocia, y que, como yo lo sé con certeza, se ha comportado como excelente sacerdote y ha producido frutos muy grandes en las Misiones de estas Islas. Ahora ha vuelto a Francia, para dar cuenta a su superior del trabajo de tantos años. Me temo que no quiera volver a Escocia, por no haber medios de subsistencia. Por eso suplico a su señoría reverendísima, en el caso en que su superior no quisiera dar ni a él ni a otros los recursos necesarios para obtener de la S. Congregación nuestra pensión acostumbrada para él y para otros dos de la misma nación que estarían encargados de las Misiones de las islas y países montañosos donde no se oye más que el irlandés.»

Por otra parte, la Propaganda escribió a Vicente para urgirle que envíe a Whyte a Escocia . Whyte se encontraba entonces lejos de París, ocupado en enseñar la teología moral en un seminario, del que no podía ser relevado sin graves inconvenientes. Además, enfermo desde hace varios años y amenazado de parálisis era poco idóneo para una Misión tan dura, que requería hombres de una salud vigorosa. A falta de Whyte, Vicente escribió a otros dos sacerdotes irlandeses, de salud y de celo, de ciencia y de buenas costumbres, y les propuso este apostolado con la aprobación de la Propaganda. Por lo demás, se declaraba dispuesto a obedecer a la S. Congregación, no sólo para el envío de Whyte, sino de su propia persona, si le encontraban bueno para algo.

F. Whyte no había regresado todavía a Escocia, el 26 de setiembre de 1661, pues, en esta fecha, Dunbar y Lumsden, dos Misioneros seculares, anunciando al secretario de la Propaganda la muerte de su superior Ballantyne, añaden: «Que tenga a bien la sagrada Congregación encontrar en París a hombres idóneos para esta Misión, de origen irlandés, y principalmente al Sr. Francis Whyte, en San Lázaro, y a sus otros compañeros9, que han dado pruebas de su virtud y de su celo en las Islas y montañas de Escocia , pero se han visto obligados a regresar a Francia por no tener de qué mantenerse.»

Francis Whyte volvió a Escocia en 1662. Una circular de Alméras, de 1664, nos informa que había convertido a catorce parroquias, y que Brinn había conseguido los mismos éxitos en Irlanda. Whyte abandonó Escocia por segunda vez en 1665, volvió una tercera en 1668 y continuó hasta su muerte ejerciendo sus penosos trabajos de misionero,

Lamentablemente, Whyte se encontraba solo; comenzaba a envejecer, estaba gastado por las fatigas, más todavía que por la edad. Por eso, algunos años después, William Leslie, rector de la Misión escocesa en Roma, escribió a Jolly, tercer superior general de San Lázaro, una carta urgente para pedirle algunos sacerdotes de su Compañía. Jolly se vio tristemente obligado a responderle, el 5 de marzo de 1677: «Querría de todo corazón corresponder a vuestro celo para el bien de vuestro país, pero no nos hallamos ahora en situación de hacerlo, no teniendo obreros formados para tal Misión.» Whyte fue pues el único Misionero de san Vicente que quedaba en Escocia. En 1678, el superior de los Misioneros seculares escribió que acababa de pasar un mes en la llanura, en el castillo de Gordon, pero tan enfermo que no podía ya viajar, y que había pocas esperanzas de conservarle mucho tiempo. En efecto, Francis Whyte falleció el 28 de enero*(antiguo estilo; 7 de febrero, nuevo estilo) del año siguiente. Dunbar, prefecto de la misión de Escocia, dio parte en dos cartas, una en italiano, la otra en inglés, de la noticia de esta muerte a Bareley, rector del colegio escocés en París. Ésta es la traducción de la carta inglesa: «El buen Sr. Francis Whyte ha muerto hacia finales del mes de enero último. Después del suceso, me fui con un tiempo espantoso a visitar los lugares que él tenía por costumbre frecuentar, con el fin de consolar lo mejor que pude a estos pobres pueblos a los que había servido durante tantos años. Que la paz de Dios sea con él! si alguno de su nación pudiera sernos enviado para ocupar su lugar nos prestaría un gran servicio; otros, como muy bien sabéis, no pueden servirnos, por no conocer la lengua.» Dunbar pedía a continuación ser autorizado por el superior de la Misión a guardar como reliquias las ropas, libros, etc. que Whyte había dejado en las montañas. De todo ello no queda más que el ejemplar en 2 vol, in-folio, más arriba mencionado, de los Comentarios de Tirinus sobre la sagrada Escritura.

El advenimiento de Jaime II parece un instante deber abrir a los Misioneros una cantera más vasta. En 1685, les encomendó en Londres del servicio de su capilla real como hacían la de Versalles. Pero la revolución de 1688 arruinó pronto sus esperanzas y tuvieron que esperar un siglo y medio para poner mano a la obra otra vez, en Inglaterra y en Escocia.

Por la católica Irlanda debían ellos naturalmente volver a las Islas Británicas. El lazo de unión, de alguna forma, entre la Misión de san Vicente y la Misión contemporánea en Irlanda, es Edouard Ferris, nacido en el condado de Kerry en 1738. Emigrado a Francia, Ferris había pensado en un principio en el estado militar. Pero, habiendo conocido a algunos sacerdotes de la Misión, entró en su Compañía, de la que llegó a ser asistente. En París, gracias a su reputación de ciencia y de virtud, la corte y la ciudad le tenían en una estima igual. Después de luchar vanamente contra la ola revolucionaria, de la que casi fue víctima, se retiró a Roma donde Pío VI le acogió con honor. La Revolución le forzó también a buscar sucesivamente asilo en Suiza y en Austria. Estaba de regreso a Roma, 1798, cuando Monseñor Troy, arzobispo de Dublin y verdadero fundador del colegio de Maynooth. le invitó a ir para ocupar un puesto. Nombrado ese mismo año decano del colegio, se volvió, al cabo de cuarenta años de ausencia, a su patria, cuya lengua había olvidado casi por completo. La volvió a estudiar y pudo bien pronto predicar en inglés. Profesor de teología en 1801, ocupó hasta su muerte la cátedra de moral, con una ciencia igual a su virtud. Cuando murió, en 1809, sus alumnos le levantaron un mausoleo en el seminario de Lara Brien, y en él grabaron en un epitafio su loor y su dolor(de ellos),. Todavía hoy en el colegio de Maynooth, su memoria goza de bendición.

También del colegio de Maynooth han salido los primeros Misioneros de la Irlanda contemporánea. Hacia finales de 1832, un joven estudiante, un simple diácono, el Sr. Jacques Lynch, comunicó sus proyectos de vocación religiosa a su decano, el Sr. Dowley, quien pensaba hacía tiempo en implantar en Irlanda una rama del árbol de la Misión. Animado, el Sr. Lynch encontró muy pronto a compañeros y dinero. El proyecto fue sometido a Mons Murray, arzobispo de Dublin quien, por su parte, había querido pedir a París Hijas de san Vicente, como vanguardia de los Misioneros. en medio de muchos obstáculos, la nueva Sociedad se organiza sobre el modelo de la Misión. El 16 de agosto de 1833, se abre el colegio San Vicente en Dublin, y pronto es considerado como una de las mejore casas de educación de este capital. En el verano del año siguiente, la Sociedad adquiría Castlecknock, a las puertas de Dublin, y juntaba así un seminario eclesiástico en el campo al colegio y a la Misión permanente que poseía en la ciudad.

A pesar de su verdor y su vida aparente, aquello era no obstante una rama sin tallo, y que no podía por menos que secarse pronto si no se injertaba en el tronco de la Misión.. es lo que tuvo lugar en 1839. El Sr. Dowley, hoy visitador de la congregación en Irlanda, se dirigió a París, entró en el seminario interno y transportó luego a su país las reglas y el espíritu de san Vicente que él había venido a beber en su fuente.

En el momento actual, fuera del seminario de los Irlandeses en París(1858) y tres fundaciones en Irlanda, a saber, el seminario menor de Castlecknock(1839), el colegio de Cork(1847), la Misión de Saint-Peters-Phibsborough, en Dublin(1839), la congregación posee otra Misión en Sheffield(1853), en Inglaterra, una Misión también en Lanark(1859), en Escocia, y estas casas están casi todas dirigidas por los primeros asociados del colegio de Maynooth.

  1. Carta del cardenal Barberini a san Vicente, del 25 de febrero de 1645.
  2. Carta a Lambert, en Polonia, del 23 de marzo de 1651.
  3. Estos dos Misioneros se llaman en las Vidas de san Vicente de Paúl Germain Duiguin y François Le Blanc: nombres evidentemente franceses. Para el segundo, sin dificultades; por el primero, una nota manuscrita de él puesta a la cabeza de los comentarios de Tirinus, conservado todavía hoy en Escocia, en el seminario de Preshome, demuestra por la inicial D que precede su firma que su nombre era Dermot y no Germain. Firma Diguin, es cierto; pero no era sin duda el nombre afrancesado que se le daba en la Congregación, más bien que su nombre verdadero. Y, en efecto, en la lista de los primeros misioneros de Escocia que se ha conservado, estos dos nombre de Diguin y de Le Blanc están escritos Dermot Guy y Francis Whyte ; así los llamaremos nosotros en este relato en el que rectificamos también los nombres propios de lugares y de personas, erróneos e incluso ininteligibles la mayor parte en Abelly y en Collet.
  4. Es así como se llamaba a Guy en la congregación, hemos dicho anteriormente.
  5. Carta a Get, Marsella, y a Ozenne, Polonia, de los 2 y 15 de noviembre de 1657, y rep. del 1º de setiembre de1657.
  6. Carta a Jolly, Roma, del 7 de setiembre de 1657.
  7. Nombre afrancesado de Whyte, como hemos dicho antes.
  8. Ver también rep. de or. del 27 de mayo de 1655.
  9. De este pasaje se podría concluir que algunos otros Lazaristas habían venido a juntarse a Whyte antes de su primer regreso a Francia; ningún documento apoya sin embargo esta conjetura, y es casi cierto que Whyte y Guy son los dos únicos sacerdotes de la Misión que hayan trabajado en Escocia hasta estos últimos tiempos.

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