Capítulo VIII: Una jornada del Señor Vicente
Son las cuatro de la mañana, el Sr. Vicente, el primero en observar el reglamento, se ha levantado, se viste, hace la cama, baja a la iglesia; y durante una hora se absorbe en su oración mental en medio de los suyos. Luego sube al altar, reúne a sus hijos en torno a él, y comienza la repetición de oración.
-Señor, ¿quiere decirme qué pensamientos os ha dado Dios en vuestra oración de esta mañana?
El sacerdote responde que no podría decir ninguno, habiéndose dedicado a hacer actos de afecto.
-Dios sea alabado! Dios sea alabado, Señor, por lo que acabáis de decir. Cuando se quiere obtener fuego se echa mano de un fusil de chispa; se lo bate, y una vez que el fuego ha prendido en la materia dispuesta, se enciende velas; y aquél haría el ridículo que continuara con la operación. Cuando un alma está bastante iluminada por las consideraciones, ¿qué necesidad hay de buscar otras y batir y rebatir nuestro espíritu para multiplicar las razones y los pensamientos?
Se vuelve hacia uno de los hermanos clérigos:
-Y vos, hermano mío, ¿queréis decirnos vuestros pensamientos?
El hermano se ha puesto rojo; se pone de rodillas, se excusa: no tiene suficiente espíritu para meditar. Cuando le han propuesto el asunto, se ha puesto a dar gracias a Dios, a pedirle perdón por sus faltas; él ha tomado una buena resolución para el día. El Sr. Vicente le detiene:
-Quedaos ahí, hermano mío, y no os molestéis por las aplicaciones del entendimiento, puesto que vuestra voluntad va por sí misma a las resoluciones de practicar la virtud. ¡Ah! mis hermanos, rebajémonos siempre en la oración hasta la nada; y en nuestras repeticiones, digamos humildemente nuestros pensamientos, y si se presenta alguno que nos parezca bello, desconfiemos mucho de nosotros mismos y temamos que sea el espíritu del soberbio el que los produce, o el diablo el que los inspira. Pero no dejemos por ello de ser hombres de oración. Dadme un hombre de oración, y él será capaz de todo; él podrá decir con el santo Apóstol: «Yo puedo todas las cosas en Aquél que me sostiene y me conforta».
Cuando tres o cuatro han sido preguntados, el Sr. Vicente habla a su vez. «El asunto de nuestra oración era sobre el deber de catequizar a los pobres, que ha sido siempre el principal empleo de la Compañía. Yo no sé bien ahora cómo se realiza, por eso, si voy a la ciudad y llego a alguna casa, hay que subir a la habitación o entrar en la sala; y así vosotros, Señores, que vais a misiones y por el campo, lo veis mejor que yo hoy; pero sé bien cómo se hacía al principio de la Compañía, y que estaba en la práctica exacta de no dejar pasar ocasión de enseñar a un pobre, que no lo hiciera… Si se encontraban con algún mendigo, algún muchacho, algún buen hombre, le hablaban, veían si se sabía los misterios necesarios para la salvación; y si se daban cuenta de que no los supieran, se los enseñaban. Yo no sé si hoy en día se tiene aún mucho cuidado en observar esta santa práctica, hablo de los que van a los campos, que llegan a las posadas, por los caminos. Si es así, enhorabuena, hay que dar gracias a Dios; si no, si hemos decaído, hay que pedir gracia para levantarse.
«… Yo no sé si en la puerta se despacha uno bien; me parece que no va también como iba en otro tiempo; temo que nuestros dos hermanos que están en la puerta se hayan relajado. En el corral, no sé si se observa, y si el hermano que está allí tiene buen cuidado de ver si nuestros criados están suficientemente instruidos, si tiene buen cuidado de hablarles en particular alguna vez del asunto, imitando a Nuestro Señor cuando fue a sentarse en esta piedra que estaba junto al pozo, y allí, comenzó por instruir a esta mujer, por pedirle agua: «Mujer, dame agua», le dijo. Así preguntar a uno, preguntar a otro: «Y bueno, ¿qué tal los caballos? ¿Cómo va esto, cómo va lo otro, que tal está usted?» Y así comenzar por algo semejante para pasar enseguida a nuestro propósito. Los hermanos que están en la huerta, en la zapatería, en la sastrería, así todo; y también los demás; con el fin de que no haya nadie que venga a la casa que no se vaya sin ser instruido lo suficiente en las cosas necesarias para salvarse.
«Aquellos, dice la Sagrada Escritura, que enseñan a los demás cosas útiles y necesarias para su salvación, brillarán como estrellas en la vida eterna. Y este es otro gran bien que sucede a los que enseñan a los demás el camino de su salvación.
«¡Jesús!, ya ha tocado, hay que terminar. Les recordaré sin embargo la recomendación que ya he hecho de rogar por la paz, para que Dios quiera reunir los corazones de los príncipes cristianos. La guerra es total: guerra en Francia, en España, en Italia, en Alemania, en Suecia, en Polonia, atacada por tres lados, en Hibernia, hasta en las pobres montañas y en los peñascos casi inhabitables. Escocia no va mejor; Inglaterra, se sabe el estado deplorable en que se encuentra. Guerra por todas partes, miseria por todas partes. En Francia, ¡tanta gente sufriendo! ¡Oh Salvador! ¡oh Salvador! Si por cuatro meses que hemos tenido aquí la guerra hemos tenido tanta miseria en el corazón de Francia, ¿qué pueden hacer esas pobres gentes de las fronteras que llevan en esas miserias veinte años? Si han sembrado, no están seguros de cosechar; los ejércitos vienen, que saquean, que se llevan y lo que el soldado no se ha llevado, los sargentos se lo toman. Después de esto, ¿qué hacer, cómo portarse? Hay que morir. Si hay una verdadera religión… ¡qué he dicho, miserable! ¡si hay una verdadera religión! ¡que Dios me perdone! Yo hablo materialmente. Es entre ellos, es en estos pobres en quienes se conserva la verdadera religión, una fe viva, ellos creen sencillamente sin examinar minuciosamente, sumisión a las órdenes; paciencia en el extremo de las miserias sufriendo tanto como Dios quiera; pobres viñadores, que nos dan su trabajo, ¡que esperan que roguemos por ellos, mientras se fatigan para alimentarnos!
«Se busca la sombra, no quisiéramos salir al sol; queremos tanto nuestras comodidades! En misión al menos se está en la iglesia, a cubierto de las inclemencias del tiempo, del ardor del sol, de la lluvia, a lo que esta pobre gente están expuestos. Y nosotros nos quejamos de la ayuda si nos dan tan solo un poco de ocupación que de ordinario. ¡Mi habitación, mis libros, mi misa! ¿Es eso ser misionero, tener todas esas comodidades? Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de la pobre gente. Deberíamos pensar siempre cuando vamos al refectorio: «¿He ganado al alimento que voy a tomar?» Tengo con frecuencia este pensamiento que me hace entrar en confusión: «Miserable, ¡te has ganado el pan que vas a comer?» Al menos si no nos lo ganamos como ellos, pidamos por sus necesidades. Los pobres nos alimentan, pidamos a Dios por ellos y que no se pase día sin que los ofrezcamos a Nuestro Señor, a fin de que él tenga a bien hacerles la gracia de hacer buen uso de sus sufrimientos.
«¡Oh Salvador, oh mi buen Salvador, quiera vuestra divina bondad librar a la Misión de este espíritu de pereza, de búsqueda de sus propias comodidades y de darle un celo ardiente por vuestra gloria que hará recibirlo todo con alegría y que no le haga nunca rechazar la ocasión de serviros! Hemos sido hechos para eso, y un misionero, un verdadero misionero, un hombre de Dios, un hombre que tiene el espíritu de Dios, todo debe serle bueno e indiferente; él lo acepta todo, lo puede todo; con mayor razón una Compañía lo puede todo hallándose animada y llevada por el espíritu de Dios».
El Sr. Vicente querría detenerse. ¡Pero se le ocurren tantas cosas todavía, que su corazón debe decir! Y a estos hijos que le escuchan tan bien, y a quienes aguarda una tarea tan dura, ¿no debe seguir animándolos aún?
-¡Ah! Señores, ¡qué felices deben sentirse los que emplean todos los momentos de su vida en el servicio de Dios! Fíjense en los Señores Desdames y Duperroy, por ejemplo, que están en Varsovia, ¿qué han hecho? Dichosos los misioneros a quienes ni los cañones, ni el fuego, ni las armas ni la peste han podido hacerles salir de Varsovia, donde la miseria del prójimo los retenía; y que han perseverado; que perseveran todavía en medio de tantos peligros y de tantos sufrimientos, por la misericordia! ¡Oh qué dichosos son por emplear tan bien este momento de tiempo de nuestra vida por la misericordia! Sí, este momento, pues ¿qué es nuestra vida que pasa tan de prisa? En cuanto a mí, aquí estoy en el año 76 de mi vida; y sin embargo todo ese tiempo ahora no me parece casi más que como un sueño… Quiera Dios, Señores, y mis queridos hermanos, que todos los que llagan para ser de la Compañía vengan con el pensamiento del martirio, con el deseo de sufrir el martirio. Sí. Con el pensamiento del martirio. Oh! como deberíamos pedir con frecuencia a Dios esta gracia y esta disposición de estar listos a exponer nuestras vidas para su gloria y para la salvación del prójimo! ¿Hay acaso algo más razonable, señores, que ha dado tan liberalmente la suya por nosotros? Y si Nuestro Señor nos quiere hasta ese punto de morir por nosotros, ¿Por qué no desearíamos nosotros tener en nosotros esta misma disposición para con él, para ponerla en efecto si la ocasión se presentara? No es extraño ver a los comerciantes que, por una pequeña ganancia atraviesan los mares y exponiéndose a yo no sé a cuántos peligros! Yo estuve el domingo pasado con uno que me vino a ver aquí, el cual me decía que se había propuesto ir a las Indias y que estaba resuelto a ir. Entonces me decía yo. «Si esta persona por una pequeña ganancia, por traer alguna piedra se expone de esta manera a tantos peligros, con cuánta mayo razón lo debemos hacer para llevar allí este piedra preciosa del Evangelio!
«Bueno, hay que terminar. Tantas veces yo he dado materia de aburrimiento a la Compañía, deteniéndola demasiado tiempo después de dar la hora. Han tenido la caridad conmigo de avisarme de esta falta, por lo miserable que soy; por eso yo pido muy humildemente perdón a Dios y a la Compañía».
El Sr. Vicente se seca la frente, se dirige a su puesto entre sus hijos; se recita el oficio. Luego cada uno dice su misa. Y, he aquí, a pesar de su edad, a pesar de todos los cuidados que le llaman, el Superior que se demora de rodillas sobre las losas desnudas de la iglesia. Tres horas de oración han comenzado la larga jornada.
Ha vuelto a su «habitación de arriba», celda de pobreza. Por mucho tiempo ha rechazado tener un cubrecama: ha rechazado el fuego; ha hecho retirar algunas imágenes que un hermano había pegado en las paredes; incluso ha ordenado que se quitaran dos mantas que servían para hacerle transpirar en sus demasiado frecuentes accesos de fiebre. Entonces, este pobre, en su cámara helada, se pone a escribir. Escribe o dicta a un secretario, cartas, y más cartas, una correspondencia que sobrepasa la de un ministro de Estado. A veces, «esto le lleva todo el día o casi». A esta celda de San Lázaro llegan noticias de toda Francia, y casi del mundo. Misioneros que exponen sus trabajos. Hijas de la Caridad que dicen sus tribulaciones. Obispos que no saben cómo reformar sus diócesis, Religiosos en dificultades cómo reformarse a sí mismos, Religiosas que ni se ven ya en apuros, novicias que no saben si Dios las llama, magistrados de provincias devastadas que imploran sus socorros, hombre del mundo a quienes ha tocado la gracia, grandes damas, humildes sirvientas: todos aquellos que pueden, en un grado cualquiera, llamarle su padre, porque les ha hecho bien a sus almas o a sus cuerpos. Ninguna carta se queda sin respuesta. Y en todas las respuestas se ve la precisión de un hombre de asuntos, unida a la solicitud de un apóstol que ha abierto su corazón a todos los hijos de Cristo. Cualquiera que sea la consulta, la respuesta es clara, breve, sin efusiones, pero no sin miramientos ni delicadeza. Hay a veces doble redacción; raramente la segunda difiere mucho de la primera: el primer movimiento del santo está ya reflexionado, definitivo. Y ni rastro de un mal humor, de un resentimiento en esas cinco a seis mil cartas; ¡qué dominio de sí! Vivacidad a veces, mucha menos sin embargo que en las charlas; esta Gascón habla mejor, con más ingenuidad y verdor que escribiendo. Escribe bien, después de todo, con un natural que evita el énfasis del tiempo, con una precisión que contenta el espíritu, una nobleza sencilla que es la señal de esos grandes hombres del diecisiete. Y, debajo de los consejos humanos, resplandece una luz oculta, un espíritu que lo mira todo sub specie aeternitatis.
El Sr. Portail está misionando en Luzarches: ha encontrado cantidad de dificultades. «Oh Señor, qué bueno ha sido que hayáis sido humillado, primero porque de ordinario, no sucede de otro modo en el progreso y que es de este modo como Nuestro Señor prepara a aquellos de los que se quiere servir útilmente. Y él mismo, ¡cuánto ha sido humillado desde el primer momento de su misión! Se dice a los que trabajan en la angustia y en la presión que «tristitia eorum vertetur in gaudium». En el nombre de Dios, Señor, os suplico que entréis en estos sentimientos y no pretendáis nada de vuestros trabajos sino vergüenza, ignominia, y por último la muerte, si le place a Dios… Acordaos, Señor, que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo».
Dos o tres papelitos de la Srta. Le Gras esperan en la mesa. El Sr. Vicente los relee antes de contestar.
«Señorita, la gracia de Nuestro Señor esté siempre con vos!
«Esta buena pequeña Marie, de Peronne, demuestra que prefiere ser de la Caridad a ir a servir a esta buena dama. Si persevera y vos esperarais que se comporta bien, la retendréis, si así os parece. No se paga la molienda de un setier de trigo más que con ocho o diez sueldos. Cuando me lo comuniquéis os enviaré al molinero que lleva los molinos de aquí.
«Es conveniente hacer comer huevos a la buena joven Isabelle. Dios mío, ¡cómo me enternece esta buena joven. La saludo con todo mi corazón celebrar la santa misa mañana por ella, si Dios quiere.
«Enviad pues a Genoveva, si os parece; pero que ella vaya a pie, con lo despierta que es, es de temer que pille alguna enfermedad. Por eso pienso hacerla ir en la carroza de Senlis, podrá ir de allí a Verneuil, que es el camino recto, y de allí a Liancourt. Serán tres leguas que habrá que hacer a pie. Si es por el de Clermont, podrá ser llevada todo recto a Liancourt. Os envío un escudo para ello.
«Las Damas van hoy al Hôtel-Dieu. Os pido que ofrezcáis sus personas y sus trabajos a su divina Majestad.
«Yo procuraré ir a servir (confesar) a esta buena joven el sábado como de costumbre. Pero nuestras gentes me han obligado a ir a los campos, en cuanto a mi pequeña fiebrecilla, la que me parece un tanto verde para curarse tan pronto. Veremos lo que será del agrado de Nuestro Señor. Siento una pena sensible y vergüenza a la vez por salir sin veros. Vuestra caridad ordinaria me lo perdonará, y tendrá cuidado de su salud, si le agrada, por el amor de Nuestro Señor y la obra que le ha encomendado!
«De buena gana os avisaré de vuestras faltas sin dejaros pasar ni una
«Buenos días, Señorita. Sed toda de Nuestro Señor y conforme a su beneplácito. Soy en su amor, vuestro incondicional
V. D.»
Otras cartas esperan. La Reina de Polonia pide Hijas de la Caridad. ¿Debe enviárselas? Hay que reflexionar aún unos días. En Roma, la cuestión de los votos de la Compañía, lleva consigo dificultades: más vale contemporizar. Y luego el Sr. Le Vazeux ha ido demasiado deprisa y ha traspasado torpemente el plan del Sr. de Ventadour, de una Compañía de misioneros: una palabra para decirle que se tranquilice. «Sobre lo que me decís de las intrigas que se usan ahora para hacer los asuntos, y que también se sirven de ellas contra nosotros, roguemos a Dios que nos guarde de este espíritu de rivalidad… Sí, Señor, cuando toda la tierra se levantara para destruirnos, no haremos más que lo agrade a Dios. Os ruego que entréis en este sentimiento y allí sigáis». El establecimiento de las Hijas de la Caridad en Angers sigue presentando cantidad de contratiempos; tal vez el Sr. Portail ha andado demasiado deprisa. Todas las cosas tienen su tiempo oportuno, y no antes, ni después de ese tiempo. Hay que estar en ello. –La Misión de Marsella le reclama también; ah, esta casa, por sí sola, absorbería las fuerzas de un hombre. El hospital, los capellanes, el Seminario, la Berbería, los consulados… Caridad, administración, diplomacia, hay que hacer frente a todo.
El Sr. Vicente ha dejado para el final la carta en que va a poner todo su corazón: la carta al Sr. Nacquart, a quien ha elegido para llevar el evangelio a la Îsla Saint-Laurent (Madagascar).
«Hace tiempo, Señor, que Nuestro Señor ha dado a su corazón los sentimientos para entregarle algún servicio señalado; y cuando tuvo lugar en Richelieu la apertura de las misiones entre los gentiles y los idólatras, me parece que Nuestro Señor hizo sentir a vuestra alma que él os llamaba a ello, como me lo escribisteis. Es hora que esta semilla de esta divina vocación en vos surta sus efectos. Y ahí tenemos al Sr. Nuncio… que ha escogido a la Compañía para ir a servir a Dios en la Îsla Saint-Laurent, y la Compañía ha puesto los ojos en vos, como la mejor víctima que tenga para hacer homenaje a nuestro Soberano Creador.
«Oh mi más querido Señor, ¿qué dice vuestro corazón ante esta noticia? ¿Siente la vergüenza y la confusión necesaria para recibir tal gracia del cielo? Vocación tan grande y tan admirable como la de los mayores apóstoles y los mayores santos de la Iglesia de Dios; planes eternos realizados en el tiempo en vos! La humildad, Señor, es la única capaz de soportar esta gracia: el perfecto abandono de todo lo que sois y podéis ser debe seguir.
«… La primera cosa que deberéis hacer será moldearos sobre el viaje que hizo el gran san Francisco Javier, de servir y de edificar a quienes os conducirán en los barcos; establecer allí oraciones públicas, si es que se puede; tener gran cuidado en las incomodidades e incomodarse siempre más por acomodar a los demás; llevar la felicidad de la navegación tanto por vuestras oraciones y vuestras virtudes que los marineros harán con sus trabajos y su destreza; tener esmeradamente cuidado no obstante de no estropear los asuntos del buen Dios precipitándolos demasiado, tomarse bien el tiempo y saber esperarlo.
«En cuanto hayáis llegado a esta Isla, os arreglaréis como podáis. Haréis todas las funciones curiales respecto de los franceses y de los idólatras convertidos. Seguiréis en todo la costumbre del Concilio de Trento y os serviréis del ritual romano. Lo capital de vuestro estudio será hacer concebir a esa pobre gente, nacida en las tinieblas de la ignorancia de su Creador, las verdades de nuestra fe, no con razones sutiles de la teología, sino con razones tomadas de la naturaleza; pues hay que comenzar por ahí, tratando de hacerles saber que no hacéis más que desarrollar en ellos las señales que dios les ha dejado por sí mismo, y que la corrupción había borrado. Si es del agrado de su divina bondad daros gracia, yo no dudo, Señor, que Nuestro Señor se sirva de vos para preparar a la Compañía una amplia cosecha. Id pues, Señor, echad con osadía las redes…
Ya sé como vuestro corazón ama la pureza. Deberéis hacer en ese aspecto un gran uso, a la vista que estos pueblos, viciados en muchas cosas, lo son en particular en ese aspecto.
«Aunque no se necesite dinero en esos países, no obstante la Compañía ha ordenado que os enviemos cien escudos en oro para las necesidades que puedan surgir. Os enviaremos también una capilla completa, dos rituales romanos, dos pequeñas Biblias, dos Concilio de Trento, imágenes de todos nuestros misterios que sirven maravillosamente para hacer entender a esas buenas gentes lo que queremos que aprendan. No sé si no sería necesario llevar planchas, para hacer panes para decir la santa misa, alfileres, estuches de bolsillo, santos óleos, compendios de vidas de Santos.
«… Qué más os diré yo, Señor, sino que ruego a Nuestro Señor que os ha dado parte en su caridad que os la dé así mismo en su paciencia, y que no hay condición que desee en la tierra, si me fuera posible que la de ir a serviros de compañero en lugar del Sr. Gondrée».
Ha transcurrido la mañana sin que se acabe el correo. Pero hay que bajar al refectorio: desde que se levantó el Sr. Vicente no ha tomado ningún alimento. El refectorio está lleno de una multitud de todas las edades y de todos los hábitos. Es «el arca de Noé». Es, mejor aún, la casa del Padre de familia, donde los pordioseros de las calles y de las plazas, los gentiles como los cristianos han sido invitados a venir a sentarse. En el centro de la mesa, dos huéspedes a quienes se hace el honor, dos pobres: el Sr. Vicente los sirve en persona, y come con ellos. Los que no han encontrado asiento en la sala se les da un potaje bajo el alero. Durante las guerras o los disturbios, se ven en todas partes más de un millar. Misereor super turbam. Verdaderamente, los extraños que pasan creen asistir a una escena del Evangelio. Para Vicente de Paúl esta hora es un descanso, un gozo. Bendice a la gente, la lleva en el corazón. Es de los que cuanto más dan más felicidad sienten. Uno de los ejercitantes, un magistrado, hombre de orden y de sapiencia, se ha acercado a él: «¿De dónde sacáis, Señor, con qué servir a este gran número de bocas domésticas y extrañas? ¡Qué gasto más enorme, de verdad! –Oh Señor, el tesoro de la Providencia de Dios es mucho mayor aún. Resulta bueno poner los pensamientos en Nuestro Señor, que no dejará de darnos nuestro alimento, como lo ha prometido. Cuando ya no quede nada echaremos la llave».
Otro se acercó, un artesano, por su hábito. «Señor yo dejo la casa esta noche, y quiero daros las gracias por el buen trato que he recibido. He estado aquí como en el Paraíso. Desearía traer a mis compañeros. Pero no sé si su amo les dará libertad, al no querer perder el fruto de su trabajo. – Que no quede por eso, amigo mío. Tenemos por costumbre pagar a los amos las jornadas debidas, cuando recibimos aquí a sus obreros. Id y traed a vuestros hermanos».
El Sr. Vicente se ha puesto un manto sobre la sotana; ha salido. A pie o en carroza cuando no se lo permiten sus piernas trabajadas por las úlceras, va por la ciudad. Es una asamblea de las Damas la que le llama, una reunión del Consejo de conciencia, una visita en los Bons-Enfants, en el Hôtel-Dieu, en la Tour Saint-Bernard donde están los forzados, en la Visitación donde confiesa a sus hijas, con los enfermos del Santo Nombre de Jesús. Es «una asamblea notable» de cofrades del Santo Sacramento, de Doctores, de Señores, adonde se le ha pedido que lleve sus luces… ¡Qué no daríamos por tener los carnets donde anotaba sus citas! En ellos se vería sin duda que nada se realizaba sin él en la vida religiosa o caritativa del París de entonces. El tiempo que emplea en estas carreras no se pierde; lleva todas sus «preocupaciones» en su cabeza y las manipula dulcemente, sin descanso, para encontrarles una solución. La gente le saluda sin que él se entere. Si va en carroza, ha bajado los visillos; hace oración, o pone unas palabras en una hojita para la Srta. Le Gras.
¿Se ha encontrado por casualidad una hora libre, va a visitar a los pobres, como el más humilde de sus hermanos. Y de verdad, entra con mayores ganas en una choza de obrero que en la casa de un grande. Pero él no tiene dos personajes, ni siquiera dos sotanas: en todas partes es el Señor Vicente, el hombre de todos y el hombre de Dios.
Regresa a casa; gente le está esperando. Va a saludar al Santísimo Sacramento, se recoge brevemente; luego, en la habitación de abajo, casi tan despojada como la de arriba, recibe. San Lázaro es una oficina de consultas, donde todas las miserias morales y materiales vienen a confiarse al hombre que siempre ha tenido un consejo, un consuelo que dar. Si la correspondencia del santo refleja las preocupaciones más variadas, ¡cuánto más aún ha debido dar de sí mismo en el secreto de las conversaciones! El papel de un hombre como este no se puede medir. Todo lo que sabemos de sus obras no es quizás nada ante su influencia directa, personal, sobre las almas.
Uno de sus sacerdotes vino a avisarle: es hora de ir a la casa de la Chapelle a la charla con las hijas de la Srta. Le Gras. Han sido convocadas todas las de París y alrededores.
Vicente de Paúl llega, se excusa: «Ya me había puesto el abrigo, pero me he visto retenido por una persona de condición…» Que no se lo tengan en cuenta sus hijas; ha pensado en ellas desde por la mañana; y en efecto ya le vemos en pleno asunto como si tal cosa, como si no tuviera otra cosa que hacer, como si, de todas las preocupaciones de este hombre, lo importante, lo único importante, fuera formar el corazón de una buena sirviente de los pobres.
-Hermanas mías, el tema de esta charla es, como ya sabéis, de la conservación de la Compañía. Hermana, levantaos y decidnos ¡qué razones tienen las Hijas de la Caridad de darse a Dios para vivir de tal modo que la obra del Señor no perezca en vuestras manos! Así escucha él sus respuestas, una tras otra, mezclando sus reflexiones o sus anécdotas. Las que no hablan, que no se apenen. «Pues las que saben decir poco quedan a veces mejor. Siéntese, Hermana mía. Y vos que venís después, leednos vuestro papelito. ¿Qué pensáis vos que sea capaz de trastornar a las Hijas de la Caridad, y por consiguiente arruinar a la Compañía?
-Padre mío, yo creo que es la conversación con los seculares, porque se aprenden sus formas de hacer, luego insensiblemente se obra como ellos.
-Oh hija mía, ¡que lo que decís es verdad y de importancia! Cuando se ve a una Hija de la Caridad entretenida con la gente de mundo, no es buena señal. Cuando a una joven de parroquia se siente contenta porque las Damas la tengan en buena estima y digan: «Esa es una buena joven, cuida muy bien de los pobres», siente afecto profundo por esas personas que la alaban y la aplauden. Ah mis queridas Hermanas, cuando veáis que sois queridas del mundo, concluid por ello que sois del mundo, ya que él no ama sino lo que es suyo; pues, tan pronto como sentías la satisfacción al recibir las alabanzas que os dan, decid: «Yo no tengo el espíritu que Nuestro Señor quiere que yo tenga «.
La Señorita Le Gras interviene la última.
Y vos, Señorita, ¿qué es lo que podría arruinar a la Compañía?
-La Compañía, Padre mío, se arruinaría si las hermanas fueran infieles en guardar sus reglas.
-Bien dicho, hija; así como la infidelidad en observar sus reglas es un desprecio de las cosas santas, pues vuestras reglas son santas, aquello a lo que tienden es santo. Cuando las descuidéis o despreciéis, se podrá decir adiós a la Compañía, y aunque no esté aniquilada del todo, será como los árboles que están muertos y no dejan por eso de tener lo mejor de la corteza verde. Oh Hermanas, ¡qué mal tan grande es la inobservancia de las reglas!
«Lo que podría también contribuir a la ruina de la Compañía sería querer cambiar las costumbres. Algún espíritu mal formado podrá decir: «Ah, bueno es no cambiar nada, pero ¿el medio?» Una Hermana pensará: «Si se tuviera el rostro cubierto, sería mucho más modesto. Qué es eso de ser vista al descubierto?» Otra dirá que será bueno recibir a las jóvenes de condición; eso haría a la Compañía más graciosa. Y esas jóvenes de condición hallándose en la Compañía, habría que cambiar el estilo de vida rudimentario y simple que se observa en ella; tendríamos que ser un poco mejor arregladas. Se encontrará a la Compañía rústica; habrá que presentarse un poco más, para agradar a la Señorita… Ah, ¡maldito estado, maldita complacencia, perdición! Otras dirán: «Eh bueno, Señor, obligarnos a no retener nada, es muy duro!» Tentación diabólica, perdición, cuando se llegue a eso! Ah, queridas Hermanas, temed cuando una Hermana os diga: «Habrá que hacer esto o aquello, sería más cómodo». Ah, una Hermana que ama su vocación y que oye estas palabras debe huir, puede creer que es un tizón del infierno, la que quiere cambiar lo que Dios ha hecho…
«Y bueno, se hace tarde, pienso que convendría dejarlo para otra ocasión. ¿Qué pensáis, Señorita?
-Padre mío, creo que sería muy necesario, si vuestra caridad lo juzga conveniente.
– Dejémoslo pues, ya que veis que es importante; cuando se trata de conservar una Compañía, no hay que perdonarse ni trabajos ni tiempo. ¿Sabéis cuánto tiempo le costó a Noé construir el arca y ponerla en la perfección en que debía estar? Cien años. Oh Salvador de nuestras almas, si para hacer el arca, donde se garantizara tan solo a ocho personas del diluvio, se ha necesitado tanto tiempo, ¿cuánto pensáis que se necesite para asegurar a esta Compañía, en que un gran número de almas se retirarán y salvarán del diluvio del mundo?
El Sr. Vicente se volvió hacia el altar; besa el suelo y bendice a sus Hijas.
Ha vuelto bien tarde a San Lázaro; la comida se termina. Poco le importa; ocupa el último lugar, un poco de pan, potaje y agua enrojecida le bastan. A veces menos, y a veces nada; vuelve a la capilla y de allí a su habitación, olvidándose del comedor.
La noche ha llegado. Mientras que sus compañeros se recrean, luego van descansar, él vuelve a su correo que le espera. Y su pensamiento corre de nuevo por las rutas del mundo, para ayudar y sostener a los obreros enviados al campo del Dueño. Se diría que no está con ellos, tanto se representa a lo vivo sus trabajos y sus dolores, pero una palabra le basta para establecer con él por encima de todas las inquietudes humanas. «¿Os habéis propuesto alguna vez, Señor, algo más expreso que querer invariablemente lo que Dios quiere? No lo creo. ¿Qué razón podéis tener de perder valor cuando las cosas no se logran?» En una carta de Edme Jolly quien se queja que al cabo de veinte años de Misión establecida en Roma no se tenga casa segura: «Veo la gran necesidad que tenéis de un alojamiento en Roma; pero lo veo siempre a través de la máxima de Nuestro Señor, quien no tuvo nunca una casa y no quiso tenerla».
La última carta es para las obras de Marsella. El Sr. Vicente alinea en una hoja de humildes nombres, en atención a los cuales coloca pequeñitas sumas. Son los ahorros que envían padres a sus hijos cautivos de Túnez, o encadenados en las galeras. El Sr. Vicenta ha prometido hacérselas llegar… Hace la suma total, y une una letra de cambio «por Señores Simonnet contra Señores Napollon», para el Superior de la casa. ¡Qué jaleo! Pero esta pobre gente se pondrá bien contenta. «Hemos recibido dos luises para Lin, dice Lamontagne, forzado en la Capitane, y siete escudos para el llamado Traverse. Ruego al Sr. Huguier que distribuya a cada uno lo suyo». De esta forma este hombre, que acaba de manejar grandes intereses termina su jornada contando las libras y sueldo que llevarán a algunos desdichados algunas dulzuras, y un pensamiento ce caridad.