San Vicente de Paúl (Henri Lavedan) (11)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Henri Lavedan · Traductor: I. Fernández. · Año publicación original: 1928.
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Cuarta parte: Las creaciones magníficas

Libera una ciudad

Una de las mayores preocupaciones de Vicente de Paul era la resonancia creciente de sus trabajos, en es­pecial cuando creía haber puesto todos los medios a su alcance para ocultarlos. Entonces se veía obligado a elu­dir la curiosidad de que era objeto y el testimonio de gra­titud que sus admiradores deseaban ardientemente mani­festarle. Habiéndole permitido su servicio de galeote expe­rimentar las penalidades de los forzados del mar, se pro­ponía consagrarse más que nunca a suavizarlas, cuando la fama de una acción, tan natural a sus ojos se lo impidió y como por este motivo se veía obligado a suspender el bien comenzado, se reprochaba continuamente ser el autor desventurado de tales interrupciones. Así sucedió en esta última y notable circunstancia. Debió abandonar Marse­lla, donde, no teniendo las galeras asiento fijo en aque­llos tiempos de revueltas, su presencia ajena a las cir­cunstancias de su cargo, hubiera sido más bien inútil.

Parte, pues, precipitadamente y hacia París.

Marchaba en rápidas etapas cuando un asunto de ca­ridad lo detiene en Mácon. Se encuentra en medio de una población en efervescencia, invadida recientemente por una muchedumbre de odiosos mendigos, borrachos y desal­mados, que siembran a su paso la inquietud y el espan­to. Su número y brutalidad aterrorizan a los vecinos, im­potentes para defenderse y más aún para arrojarlos del lugar. Son de temer los peores excesos. Al menor incidente correrá sangre… y a la matanza sucederá el pillaje, la violación, el fuego y todos los horrores.

He aquí a Vicente completamente solo, sin escolta, sin armas, en medio de aquellos parásitos humanos que lo ro­dean y lo oprimen hasta sofocarlo. ¿Qué hará? Otro per­dería la cabeza, él no. Desde el primer momento compren­de la situación. Aquellos hombres no son criminales deci­didos, bandidos de oficio, sino pordioseros vagabundos a quienes la extrema miseria y más que nada el hambre los ha impulsado a entrar en la población. Es posible, pues, llegar a un acuerdo. Conoce perfectamente los vagabun­dos y la manera de tratarlos. ¿Les hablará en tono de man­dato o de súplica? No, sino en el inesperado, en el único que puede tocarles el corazón por provenir del suyo en el de la bondad. «Al fin y al cabo, piensa, son otros tan- los galeotes». Por consiguiente, se lamenta en lugar de reñirlos o de exhortarlos, le expone sus quejas compasivamente. Les dice que él también sufre al ver sus mise­rias y que los aliviará. Según su costumbre palpa sus lla­gas sin repugnancia y examina los enfermos. Acaricia los niños, sonríe a las madres y para probar a todos la since­ridad de su compasión declara «que los considera tan viajeros como él mismo pero que ellos podrían ser despoja­dos y heridos gravemente por los enemigos de su salud; en consecuencia él quedará con ellos y no se irá sin ha­berlos antes socorrido y puesto en lugar seguro». Los mi­serables se apaciguan al oír estas palabras, le obedecen y le siguen formando un inmenso rebaño, poco antes convul­sionado, ahora dócil y sumiso en torno al pastor nuevo y maravilloso. Siendo Vicente un maestro del orden, trata de hacerlo imperar en la confusión reinante. Aplicando su consabido y exitoso sistema de agrupaciones divide a los pobres en dos clases, los mendigos y los vergonzantes, so­corridos a, su vez por dos asociaciones una de hombres y otra de mujeres establecidas a ejemplo de las Cofradías de la Caridad. Gracias a esta medida, hija de las circunstan­cias y del llamado del gran Capellán de todos «tanto pere­grinos como reinas», el aspecto de la ciudad cambia ente­ramente en menos de quince días. Los incidentes callejeros desaparecieron; renació la paz en las casas y en los es­píritus; varios centenares de pobres fueron alojados, ali­mentados, instruidos, y consolados por la caridad pública.

¿A quién atribuir una vez más el mérito, sino a nues­tro santo?

Pero una vez más, el reconocimiento público asumió tales proporciones que hubo de sustraerse a ellas. «Todos, dice en una de sus cartas, derramaban lágrimas de ale­gría, los regidores de la ciudad me dispensaron tantos ho­nores que no pudiendo tolerarlos, tuve que salir oculta­mente para evitar los inacabables aplausos». Lo cual no le impidió volver cuando lo reclamaba la necesidad pero siempre inopinadamente y sin dejar correr rumores. Se le creía lejos y está allí, a pocos pasos, durante una se­mana, un día, una hora. — ¿Pero dónde? Alguien lo había visto… Después, apenas descubierta su presencia, se eclip­saba y desaparecía… Una vez partido, se sabía que había pasado la noche sobre la paja de algún establo…

Terminada su obra en Mácon, Vicente volvió a París donde pensaba morar y dedicarse a sus pobres de la ca­pital, cuando fue apartado de sus propósitos. Jamás po­día hacer lo que se proponía, y por esta razón, como he­mos dicho, tomó la resolución de no tener por anticipado voluntad propia y determinada. Una sola conservó, la de seguir los ocultos designios que se oponían a los suyos y en los cuales se complacía en descubrir la voluntad de Dios. Debiendo una flota de diez galeras a las órdenes del señor de Gondi, invernar en los puertos del océano des­pués del sitio de la Rochela, partió para Burdeos a fin de efectuar una gira de caridad, como lo había hecho en Marsella, entre los galeotes de aquellas naves. Para me­jor lograr su propósito obtuvo del Cardenal de Jourdés, arzobispo de Burdeos, veinte religiosos que lo ayudarían en sus tareas. El mismo los escogió e instruyó destinando dos a cada galera. Son «sus subcómitres espirituales» y él el cómitre, el capitán y el general de la caridad que se multiplica a bordo de cada nave prodigando sus cuidados, su palabra y su corazón a aquellos hombres a quienes enseña a creer, a rezar, a amar dentro de los límites en que puede hacerlo un galeote. Pero si no consigue inspi­rarles el difícil amor a los hombres, él sabe muy bien ha­cerse amar más que todos los hombres. El es para aquellos miserables un padre de entrañas maternales y obtiene de ellos lo que jamás nadie podrá obtener. Cuando está pre­sente no es posible reconocerlos: tal es su compostura. Cuan­do les habla se convierten en mansas ovejas. Uno de ellos, un turco, musulmán obstinado, conmovido por su ternura renuncia a Mahoma para entregarse a Cristo a quien se consagra sirviendo a Vicente. El nuevo cristiano, bautizado con el nombre de Luis siguió por doquier a su libertador, y le sobrevivió largo tiempo, siempre inconsolable de ha­berlo perdido.

Las Landas lo reclaman

Vicente se encontraba en aquella época en las inme­diaciones de su país natal al cual no había vuelto desde hacía veinticuatro arios. Su madre muy anciana vivía aún, en compañía de sus hermanos y hermanas. No nos ha de admirar la larga ausencia del hijo cuyas causas no eran la insensibilidad o el olvido. Vicente, pura bondad, ama­ba tiernamente a los suyos, pero con un afecto más bien interna como sucede entre las gentes de la campaña, menos expansivas que las de ciudad, pera profundas y sinceras.

Si en todo este tiempo no volvió al techo paterno era porque dosconfiaba de su corazón. Este hombre tan manso y tan apartado de su propia voluntad hasta parecer in­diferente, tratándose de ciertos puntos, sobre todo de los relacionados con su misión, desplegaba una férrea energía. Estaba convencido de que aun siéndole penoso, su apos­tolado no se avenía con los lazos familiares. Precisamente porque eran lazos, pese a su naturaleza sagrada, natural y permitida a otros, era necesario que se librase de ellos. No pretendía romperlos sabiendo que no se le exigía un sa­crificio semejante, pero no quería que fueran para él motivo de inquietud o preocupación. Desde el momento en que se había propuesto abandonarlo todo, pertenecía a Dios y a todos… comprendidos «entre todos» sus padres, lo cual no impedía que a pesar de tal inflexibilidad les reservase un lugar especial en su corazón. Las grandes almas, dota­das de la flexibilidad que proviene de la gracia, poseen el arte de proceder sin equivocarse, conciliando los debe­res más opuestos sin que ninguno se resienta y sin que este doble afecto disminuya, encontrando en este ejercicio n medio de acrecentarlo. Seguro ahora de sí mismo, decidió visitar a los suyos. Después de la ruda y saludable prueba a la cual se había condenado, se sentía dichoso de poder entregarse sin escrúpulos a una alegría sin peligros. Además, procediendo así, no cedía únicamente a un deseo afectuoso mucho tiempo reprimido. Su principal finalidad era observar si después de tanto tiempo la piedad de los suyos había sufrido menoscabo y en este caso volverlos al antiguo fervor. Comprendiendo que los títulos y ho­nores que había debido sufrir a pesar suyo no eran capa­ces de hacerle olvidar la humildad de su condición, se pro­puso en primer término enseñarla a amar y además de­clararles «de una vez por todas que habiendo podido vi­vir hasta entonces del trabajo de sus manos, no esperasen nada de él». Este lenguaje y comportamiento parecen sor­prendentes, sin embargo condicen con el rigorismo religio­so de la época y con el carácter del Capellán que habién­dose entregado a Dios sin reserva resuelto a despojarse de todo, hubiera creído robar a los pobres consagrando parte de su tiempo, de su trabajo a de sus beneficios a sus parientes quienes, según él eran menos necesitados.

Los biógrafos de Vicente nos relatan su vuelta al país natal con igual donaire y emoción. No se hospedó en casa de su madre, sin duda para evitar enternecimientos im­portunos habitando bajo el techo natal. Fue recibido por el párroco de Pouy, su pariente y amigo, no sin cierta confusión. No varió en este tiempo su vida ordinaria de piedad y mortificación. A pesar de su edad y de las dig­nidades de que lo sabían revestido, no se notó en él cam­bio alguno. A todos les pareció el mismo niño prodigio, so de años atrás. Sin embargo su cabeza comenzaba a blanquear. Corrían vertiginosos los minutos con la rapidez pe­culiar del tiempo precioso. Los breves días pasados en Pouy fueron demasiado cortos para sus planes y se dedi­có a aprovecharlos de la aurora al crepúsculo hasta más tarde. Ahito de recuerdos, comió poco y durmió mal. Las confidencias de la noche lo transportaban a un pasado que parecía de ayer, renovada con nueva frescura. Su alma rejuvenecida resucitaba a cada instante el alma de las co­sas. Volvió a sentir la emoción del bosque, de los páramos, de otros rebaños y de otro mastín que corrió a su encuen­tro como si lo conociera; respiró la brisa que soplaba del mar, y hasta se quitó un momento los zapatos para cami­nar descalzo sobre la arena. Descansó, soñó y rezó entre los árboles del bosque. El Adour seguía deslizándose lím­pido y majestuoso per saecula. El cielo era claustral. Las cosas tenían un aspecto de eternidad; en las tinieblas azu­linas brillaban las estrellas con el mismo destello inquie­tante que allá lejos, en otras regiones, impresionaba la re­tina de los galeotes agobiados por el peso de las cadenas. Sabía que aquel era su último viaje al país natal. No vol­vería a ver a su madre ni a sus parientes. Todo le habla­ba de separación. Su corazón y su mente se empapaban de adioses. Eran los abrazos de la separación final.

Por fin hubo de partir.

Aquél día peregrinó desde la iglesia de Pouy hasta la vetusta capilla de Nuestra Señora de Buglose en la cual, siendo pastor de pocos años elevara sus plegarias. Su fa­milia y casi todos los habitantes lo acompañaron al lugar, venerado entonces como nunca, pues en 1620 se le había restituido la imagen de la Virgen, su patrona. La esta­tua, enterrada por manos piadosas hacía cincuenta años para sustraerla a la furia de los extremistas, fue descubier­ta por un niño, pastor como Vicente, en una marisma, al seguir a una vaca que tuvo la milagrosa ocurrencia de ir a beber en aquel sitio. Después de la misa, Vicente reu­nió a los suyos en una comida íntima y frugal y les diri­gió las últimas palabras que escucharían de sus labios: recomendaciones… casi mandatos. Los exhortó a permanecer toda su vida en el sencillo estado en que Dios tuvo a bien ponerlos… Después los bendijo y sin la menor fla­queza les dijo adiós para siempre… Pero cuando estuvo lejos y sólo, más sólo que cuando yacía en la esclavitud berberisca, su corazón se estremeció y dio curso libre a las lágrimas. Mucho después, recordando el suceso, se acusaba, ante sus hermanos en religión de la supuesta falta: «El día de mi partida sufrí tanto al abandonar a mis pobres parientes, que no hice otra cosa en todo el trayecto sino llorar sin cesar. A las lágrimas siguió la idea de ayudarlos dándoles a éste esto, a aquél aquello; de esta manera mi es­píritu enternecido les repartía lo que tenía y lo que no tenía… «.

Asaltado por escrúpulos, temores y remordimientos no sabía cómo prodigar su corazón y cumplir con su deber. A veces, recordando la pobreza en que había encontrado y abandonado a sus parientes, se hacía amargos reproches; otras se juzgaba culpable por abandonarse a flaquezas sen­timentales que lo distraían del servicio de Dios.

Por más de tres años anduvo en dudas si socorrería materialmente a sus hermanos y hermanas o no, yendo de un deseo al otro sin jamás decidirse.

Con el tiempo y la reflexión, que era en él una for­ma de orar, tomó la decisión más costosa, la de resistir a la naturaleza. No ascendió sólo el áspero camino, la Pro­videncia hizo la mitad. Así nos lo dice con profundo acento de gratitud: «Dios me quitó la ternura por mis parientes; y aunque necesitaron de limosna Y la necesiten todavía, me concede la gracia de remitirlos a su bondad y de esti­marlos más dichosos que si hubieran sido favorecidos».

Por dura que nos parezca la conducta de Vicente he­mos de comprenderla antes que criticarla. La moral de los santos es superior a la moral de los demás hombres; sien­ten la, preocupación de obligaciones y exigencias superiores que escapan al común de los mortales. Consideran sus deberes bajo un aspecto especial y reciben órdenes a las cuales han de obedecer. Sus afectos naturales se transfi­guran en el amor divino. Su amor es diverso del nuestro, celestial y no terreno. Sus operaciones se desenvuelven en la amplitud del infinito que los circunda. Vicente, al con­fiar a Dios el cuidado de los suyos, le demostraba su con­fianza de la manera más hábil y segura, obligándolo más eficazmente a socorrerlos. Tenía así la seguridad de asis­tir y enriquecer a su familia con mayores riquezas que las que él hubiera podido ofrecerles. ¿Podía, además, res­ponder de la virtud de sus hermanos y hermanas como para estar cierto de la prudencia de los mismos? ¿Eran éstos desinteresados y sin ambición? Lo ignoramos.

Es muy posible que Vicente, conociendo sus caracte­res e inclinaciones naturales, temiese ver su bondad con­vertida en incentivo de la pereza y tener que oponer la negativa a sus pedidos frecuentes y reiterados. Antes que llegar a este extremo, prefirió suprimir la ocasión.

Los santos son categóricos, y lo son a pesar suyo por destino. Vicente no ignoraba el poder de sus plegarias di­rigidas en favor de su familia. Sabía que al ser escuchadas serían de más precio que todo el oro del mundo. Abando­nó a sus parientes sin pesar, aunque persuadido de no volverlos a ver, porque para él la tierra no era más que un lugar de tránsito y etapa anterior al gran reposo de la eternidad donde no existe la palabra adiós.

Habiendo, pues, consumado su postrer sacrificio, libre y despojado de todo, pobre de espíritu, señor de sí mismo como lo puede ser un hombre que no posee nada ni perte­nece a nadie, servidor obligado de la miseria humana, po­drá lanzarse en adelante con todo el ímpetu de su alma a la inmensidad de los designios que constituyen su voto y su anhelo.

La misión

Hasta entonces Vicente había sido el hombre ardiente y obstinado que sólo cuenta consigo mismo para rendir el máximum de esfuerzo que hubiera exigido a los demás, quizá sin obtenerlo. Por razón de economía se empeñaba en hacerlo todo por sí mismo.

Sin ir muy lejos hubiera encontrado personas que se ofreciesen espontánea y gratuitamente a prestar sus ser­vicios; pero precisamente porque se ofrecían se considera­ba obligado a remunerarlos de un modo o de otro y por poco que fuera, pesaba sobre sus recursos siempre escasos… mientras que él… no estaba obligado a guardar consigo mismo ningún miramiento. Por otra parte su idea fija acerca del mérito personal lo llevaba a rechazar cualquier ayuda; su amor a la independencia en las empresas con­cebidas por él sin auxilio alguno le inducían a continuar siendo obrero y patrono de las mismas.

Había nacido para dirigir, tanto una vida como una comunidad, tanto una obra como una conciencia, ya fuese la de una reina o la de un galeote.

Pero abrumado por el peso de una tarea en cotidiano crecimiento, temió sucumbir y accedió a los reiterados con­sejos de la señora de Gondi: admitiría colaboradores for­mados bajo su dirección, celosos y experimentados en el trato de los pobres. Vicente resistió siempre a esta insinua­ción, confundido ante la idea de tener y formar discípulos; pero ahora se preguntaba’ si esta humildad no sería el velo de un secreto orgullo fundado en la dirección exclusiva de sus obras y en el acaparamiento de la gloria ante sus ojos y los ajenos. Esta reflexión significaba su derrota: se di- rigió a la señora de Gondi para manifestarle que se doble­gaba ante sus razones y juzgaba oportuno consolidar la obra de las Misiones según lo exigían su carácter y du­ración.

La condesa de Joigny, impresionada por el feliz éxi­to de las primeras misiones del capellán, y empeñada en extenderlas, decidió destinar un fondo de 15.000 libras a alguna comunidad para que se predicasen cada cinco años en todos sus dominios. Vicente, a quien juzgó digno y ca­paz de ejecutar sus proyectos, se encargó inmediatamente de invertir fructuosamente la suma.

Pero sucedió lo imprevisto: los Jesuitas, los Padres del Oratorio, y otras Ordenes declinaron la invitación, ale­gando unas su escaso personal y otras los numerosos com­promisos contraídos anticipadamente. Grande fue su sor­presa al comprobar que en la práctica del bien era más di­fícil hacer aceptar el dinero que procurarlo. Sin embargo la señora de Gondi no se desanimó ante el fracaso. En la certeza de que sus fondos lograrían algún día el destino deseado, volvió a sepultarlos en sus cofres. Estos reposaron durante siete años, pero no la señora de Gondi. Juzgando que el proyecto no estaba aún maduro, se consagró a am­pliarlo y perfeccionarlo. Contó para ello con el concurso de su marido quien, ganado por la causa, prometió añadir treinta mil libras de las quince mil donadas por su mujer. Disponiendo de este capital más que suficiente para co­menzar, lejos de lamentar la negativa de las comunidades en las que esperaban contratar sus misioneros, se congratula­ron por ello. En efecto, como aseguraba Vicente, todos los años se unían a él numerosos sacerdotes doctos y virtuo­sos para trabajar en la campaña. Era pues fácil y prác­tico formar una especie de comunidad estable y perpetua, a condición de procurarles una casa en que pudiesen reu­nirse y vivir en común.

El conde de Gondi, entusiasmado por la idea, la comunicó a su hermano el arzobispo de París, quien no con­tento con aprobarla, prometió su ayuda activa.

En cuanto a la casa, existía una desocupada, un an­tiguo colegio construido a mediados del siglo XIII y de­nominado de los Buenos Hijos que sería la cuna soñada de la Congregación; en cuanto al fundador y cabeza de la comunidad, ¿ quién mejor que el indispensable señor Vi­cente?

A pesar de su alegría ante el éxito de sus secretos de­seos se hizo rogar llevado por el hábito de rechazar todo lo que tuviese aspecto de honor o dignidad. Sólo cedió an­te el deber y el sacrificio. Se le demostró sin dificultad que aceptando el cargo se vería frente a ambos más de lo que sospechaba. Pero el escozor de los escrúpulos no le permi­tió dar la respuesta definitiva sino después de un retiro preparatorio, en el cual, impresionado al extremo por los derroches de virtud que preveía en el futuro determinó «no emprender nada en adelante mientras durasen aque­llos trasportes causados por los grandes bienes que vis­lumbraba».

El 6 de marzo de 1624 recibió oficialmente el título de Superior del Colegio de los Buenos Hijos, del cual seis días después, Antonio Portail, uno de sus primeros com­pañeros, tomó posesión en su nombre. El de fundador de la Misión (este era el nombre de la nueva funda­ción) le fue acordado el año siguiente, el 17 de abril de 1625. No sería desacertado atribuir tal lentitud a los de­seos de Vicente, siempre propenso a evitar lo que tuviera visos de pompa o ceremonia. Quiso que esta fuese simple y sencilla; según su deseo realizóse en la residencia de Con- di, calle Pavée, parroquia de San Salvador. El señor y la señora de Gondi figuran en primera línea en las páginas del contrato, mientras Vicente de Paul apenas es mencio­nado, ya porque él así lo quisiese, ya porque conociéndose su inclinación a pesar inadvertido, se le nombró lo menos posible para complacerlo. Pero a pesar de faltar su nom­bre donde debiera brillar, su presencia resplandece en ca­da línea del admirable documento, que lleva el trazo de su pluma y la huella de su pensamiento. Sólo él era ca­paz de redactar las disposiciones con semejante firmeza y claridad. Cada palabra es eco del sacrificio y caridad que animaban su alma. Cuando el señor y la señora Gondi se expresan diciendo nosotros, ha de sobreentenderse que Vi­cente habla junto a ellos dirigiéndolos y superándolos con toda su grandeza, a pesar del mérito de los esposos.

Ellos escribieron, pero él compuso y dictó. A decir verdad, sólo fueron los celosos secretarios de su genio, los generosos banqueros de su concepción. ¿Qué dicen, pues, los tres, en substancia? Lo siguiente: «que compadecidos de ver a los habitantes de las ciudades plenamente instrui­dos mientras que el pueblo de la campaña permanece solo y abandonado, deciden acudir en su ayuda congregando al­gunos sacerdotes de sana doctrina y de reconocida capaci­dad y celo que se aplicarán única y exclusivamente a la salvación del pobre pueblo, yendo de aldea en aldea a ex­pensas de los fondos comunes, para predicar, instruir, ex­hortar y catequizar a los pobres e inducirlos a hacer confe­sión general, sin retribución alguna, a fin de distribuir gratuitamente los dones que recibieron gratuitamente de las manos liberales de Dios… «. Estos sacerdotes no de­bían ejercitar su ministerio más que en la campaña; les estaba prohibido predicar y administrar los sacramentos en las grandes ciudades a no ser en caso de notable necesidad; debían además asistir espiritualmente a los galeotes para que sacaran provecho de sus penas corporales. Al observar la sencillez y precisión del contrato no podemos menos de admirar el perfecto desinterés de los fundadores: lo dan todo sin pedir nada; si algo exigen no es para ellos sino para los pobres, sus eternos acreedores.

A los dos meses de quedar concluido el asunto de las Misiones, la señora de Gondi cuya salud siempre delica­da se resentía día a día, cayó gravemente enferma. Hacía años que su salud se identificaba con la de las obras que sostenía. Le parecía —y así lo decía —que mientras tu­viera en su corazón la preocupación por alguna obra vir­tuosa, éste seguiría latiendo. Se encontraba entonces en la flor de la edad y podía prometerse largos y prósperos días para hacer el bien en este mundo. Pero como si hubiera prodigado imprudentemente y de una sola vez toda la ca­ridad que debiera dispensar en su existencia entera, se en­contró de pronto quebrantada de cuerpo y de proyectos, desvinculada de las cosas terrenas y a punto de caer, mejor dicho, de subir, madura para el cielo. El derroche de ener­gías empleado en la última y gran obra, parecía atajarle los pasos para cualquier otra empresa.

El acta de nacimiento de la Congregación tenía para ella el valor de un testamento. Su misión concluía. En este lapso de su vida y tal como siempre lo anhelara, Vicente fue su guía.

Así se extinguió el 23 de junio de 1625, a los cuarenta y dos años de edad, la ilustre y virtuosa dama Francisca Margarita de Silly, condesa de Joigny, marquesa de Yles d’Or y otros lugares. De su físico sólo nos queda el retrato del grabador Duflos. En él aparece en vestido de corte con adornos de finas perlas, cuello de gorguera a la florenti­na, abanico en mano y deslumbrante de lujo y de belle­za juvenil.

Después de haber cumplido con los despojos de la dama aguardaba a Vicente otro deber: anunciar la noti­cia al general que en aquellos días se hallaba de viaje por tierras del mediodía. En aquella época era raro que en caso de ausencia, sobre todo lejana, los parientes próximos del moribundo dispusiesen de los medios para llegar a tiempo y recibir el último suspiro. La agonía no espera.

Por diligentes que fuesen los deudos en pagar guías y caballerías, la muerte cabalgando con mayor presteza so­lía llegar antes que ellos. Ocurría también que se hacía tarde para prevenirlos por medio de un correo, cuando el enfermo empezaba a peligrar, y éste debía partir sin con­templar el rostro en que hubiera deseado fijar el adiós de su postrer mirada y privado de los brazos en que hubiera repo­sado dulcemente. Vicente antes que escribir, prefirió di­rigirse a la Provenza al encuentro del señor de Gondi para atenuar mejor el golpe que habría de recibir. Así lo hizo gracias a la ciencia de su corazón, empleando todas las precauciones imaginadas y apaciguando la desesperación que resultó de la fatal nueva. Poseía como nadie el don de consolar. Las mayores penas se esfumaban ante la vir­tud de su palabra, la fuerza de su confianza en Dios, de su fe en la eterna reunión merecida y ganada con la be­lleza del amor. El señor de Gondi encontró en Vicente el director espiritual y el apoya necesario a semejante prue­ba, pero quedó definitivamente consolado. La muerte de su esposa lo separó de todo. Abatido, flotando a la deriva como un leño de la pobre barca de su vida, y no viendo más refugio que Dios, resolvió consagrarle el resto de sus días. Vicente lo comprendía demasiado para oponerse a sus propósitos. Su primera intención fue abandonar la casa señorial donde ya nada lo retenía. Aunque la difunta pidió expresamente en su testamento que su capellán «permane­ciese junto a su marido y a sus hijos» y no obstante las instancias del general en igual sentido, Vicente demandó y obtuvo su libertad. Poco después el señor de Gondi, re­nunciando al mundo y abandonando títulos, fortuna, em­pleos, dignidades, honores, llevando sólo su ilustre nombre del que también se hubiera despojado de buena gana, fue a ocultar su gloria en el Oratorio, fundado por el señor de Bérulle en 1621.

Allí lo aguarda la oración como lo prescribía esta pa­labra grave y radiante: oremos. Así se prepara a reunirse en la tumba y en el más allá con la compañera de su vida sepultándose ya en vida. Esta renunciación, cuyo eco fue enorme en la Corte y en la ciudad, aumentó aún más el poder espiritual de Vicente a quien se le atribuyó, aunque su acción, como lo hemos visto, fue muy indirecta. Tal vez la larga amistad con el santo, el ejemplo e irresistible in­fluencia de su virtud, fueron para el futuro oratoriano una preparación misteriosa y providencial.

El señor de Gondi vivió treinta y cinco años en el retiro de la religión, dejando después de su muerte, fama de hombre excepcional y «tan distinguido en la oscuridad por su piadoso renunciamiento, por su alteza de alma y su mortificación, como ilustre en el siglo por su valentía y el brillo de su celo al servicio del rey».

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