El gobierno es una parte importante del derecho particular de la Congregación de la Misión. Ésta es a imagen de la Iglesia cuyas estructuras jerárquicas son bien conocidas. Pero tiene la obligación de estar particularmente bien organizada a causa de su estatuto de sociedad de vida apostólica en la que se pone el acento en el apostolado organizado por los superiores y mantenido por la vida comunitaria.
Las primeras reglas de la Congregación
Recordemos rápidamente que la organización actual de la Congregación tiene sus raíces en su historia. San Vicente tiene conciencia, desde un principio, de instituir una asociación de misioneros destinada a durar. El contrato de fundación de la Congregación de la Misión establecido el 17 de abril de 1625 es explícito: «Que para perpetuar dicha obra, para la mayor gloria de Dios, edificación y salvación del prójimo, una vez fallecido el señor de Paúl, los que hayan sido admitidos en esta obra y hayan perseverado hasta entonces elegirán, por mayoría de votos, a aquel de entre ellos que juzguen bueno para ser su superior».1 La bula de erección «Salvatoris Nostri», promulgada por Urbano VIII el 12 de abril de 1633, repite las mismas disposiciones precisando algo más los poderes del Superior General.2
San Vicente es consciente de la importancia de establecer claramente la organización de la Congregación. Hacia 1635, en un momento en que una grave enfermedad pone en peligro su vida, se pregunta qué podría lamentar más: «Al examinarme sobre lo que podría causarme algún pesar, he hallado que no hay nada sino que no hemos hecho todavía nuestras reglas».3 Se aplica, desde entonces, a elaborar un reglamento pidiendo el parecer de los que le rodean e inspirándose en las prácticas ya aplicadas en las comunidades.
En 1642, parece llegado el momento favorable. El rey acaba de aceptar la bula «Salvatoris Nostri». Un año antes, el arzobispo de París ha aprobado el uso de los votos en la Congregación de la Misión. San Vicente convoca entonces la primera Asamblea General que se abre en San Lázaro el 13 de octubre de 1642.4 Compuesta de doce miembros, se entrega a examinar las reglas relativas al Superior General y a su sucesión. Está previsto que sea ayudado en su función por dos asistentes, que pueda intervenir por sí mismo o por otros en todos los asuntos importantes de la Congregación y que se organicen asambleas cada tres años. Además las casas se reparten en cuatro provincias.
La consolidación de las prácticas
Esta primera asamblea es importante para el gobierno de la Congregación ya que consagra la autoridad suprema de la Asamblea General, su deber de reunirse según los tiempos determinados y su derecho a elegir al Superior General que tiene por misión unir y organizar la Congregación. Estos puntos se verán concretados o precisados posteriormente, pero constituyen hasta nuestros días los elementos de base de nuestra administración.
San Vicente sabe que esta asamblea es determinante para el futuro de la Compañía. Propone su dimisión de Superior General por humildad, ciertamente, pero sin duda también para asegurarse del buen funcionamiento y de la perennidad de la institución que ha fundado. A instancias de sus Cohermanos, acepta conservar su función «protestando que era el primer acto de obediencia que creía hacer a la Compañía».5 Después de esta asamblea, se esfuerza por reconocer lo que se ha decidido. El 11 de noviembre de 1644, escribe al superior de Roma, Juan Dehorgny: «Estamos procurando que nos aprueben aquí las reglas comunes, las del General, la de la elección y la del visitador. Si lo conseguimos, in nomine Domini, no dejará usted de ver por ahí qué es lo que se puede hacer».6
Algunas prácticas van a instalarse con el paso del tiempo. San Vicente se preocupa por que se implanten. La comunidad de Saint-Méen recibe la visita oficial de Antonio Portail quien presenta, por otra parte, un informe positivo de ella. A pesar de todo, el superior, Juan Bourdet, no oculta su desacuerdo con semejante práctica. San Vicente le responde el 22 de julio de 1646 para mostrarle la importancia de este paso. Le expone once razones para conservar esta costumbre que será una práctica corriente en la Congregación.
La codificación de los reglamentos
Así se van precisando poco a poco las reglas de gobierno. En 1651, una nueva asamblea que reunió a catorce miembros tiene lugar en San Lázaro. Se ocupa principalmente de la redacción final de las reglas comunes y confirma lo que se dijo sobre el tema de la elección del Superior General. En 1658, San Vicente se siente feliz al presentar a su comunidad las «Reglas comunes de la Congregación de la Misión». Este texto que es un reglamento de vida no precisa sobre la organización de la Congregación. Sabemos, sin embargo, por lo que se ha dado en llamar el Codex Sarzana7 que existía un conjunto de textos que reglamentaban el gobierno de la Compañía.
A pesar de todo, habrá que esperar varios años para tener un texto bien hecho, reconocido por las más altas instancias de la Iglesia. Renato Almerás, desde su elección como Superior General, después de la muerte de San Vicente, se esfuerza por codificar los reglamentos relativos a la administración de la Congregación. Después de algunos retoques, quedan aprobados por la Asamblea General de 1668 y ratificados pot el arzobispo de París.
Las reglas más importantes son reagrupadas entonces para ser sometidas al examen y aprobación de la Santa Sede. Las Constitutiones selectae que salen de allí son aprobadas por el Papa Clemente X con el Breve «Ex injuncto Nobis» del 2 de junio de 1670. Se completarán a continuación por las decisiones de las diferentes Asambleas Generales. La edición privada que se hace de ellas en 1847 con el título «Collectio Bullarum, Constitutionum ac Decretorum quae Congregationis Administrationem spectant» servirá de referencia principal hasta la promulgación de las Constituciones de 1954.
Las Constituciones de 1954
Hay que reconocerlo. Las «Constituciones y Reglas de la Congregación de la Misión» promulgadas el 25 de enero de 1954 no constituyen una verdadera novedad. Su principal interés está en reunir de forma clara las principales reglas que rigen la Congregación después de ser acomodadas al Derecho Canónico de 1917. Incluso se llega a decir que estas constituciones fueron impuestas por la Santa Sede. El Superior General, el P. William Slattery, tuvo que dar cuenta en la circular del 1º de enero de 1954: «No hay nada que altere el espíritu de la Compañía. El espíritu de San Vicente se encuentra en ellas absolutamente intacto. La mayor parte de los cambios tienen que ver con la administración de la Compañía… En cuanto a las modificaciones que atañen a las reglas comunes, son muy pocas». Y concluye: «Está claro que ningún cambio afecta a lo esencial».
Todo lo cual es exacto, particularmente lo que se refería al gobierno de la Congregación. Los reparos que se podían sentir provenían menos de las reglas mismas que del espíritu que había prevalecido en su elaboración y su presentación. Tenía que ver con nuestra identidad. La referencia más o menos explícita era la del estado consagrado cuando San Vicente había hecho todo lo posible por distinguirnos de los religiosos. Declaraba una vez más meses antes de su muerte: «Os digo que no es una religión y que nosotros no somos religiosos».8
El reparto mismo de los capítulos es revelador de un concepto muy seguro de la organización de la Congregación más basada en las estructuras jerárquicas que en la actividad misionera. El tono se advierte desde el principio ya que el capítulo segundo determina seguidamente la precedencia entre los miembros de la Congregación. Se pasa a continuación a su gobierno y a las personas que lo forman, viniendo más tarde los votos y los ministerios. Los problemas de poder y de organización ocupan casi la mitad del documento. La relación interpersonal dentro de la comunidad sólo se aborda una vez y esto para poner de manifiesto al propio tiempo sus peligros (nº 223).
Las nuevas Constituciones
Las Constituciones de 1984 son de otra factura. La organización de la Congregación está tratada en la tercera y última parte. Está así al servicio de la actividad apostólica con vistas a realizar el fin de la Congregación y a sostener la vida de sus miembros. Se inspira al mismo tiempo en la teología del Vaticano II atenta a situar a los miembros de la Iglesia en relación con el misterio de Dios. El Concilio, en la constitución «Lumen Gentium», al definir la Iglesia como el pueblo de Dios y al presentar esta noción antes que la de la jerarquía, quiere demostrar que todos sus miembros son iguales «en cuanto a la dignidad y a la actividad común en la edificación del Cuerpo de Cristo» (nº 32). Una afirmación así no sólo afecta a la naturaleza profunda de la Iglesia sino también a su forma de existir y de actuar.
Percibimos la misma sensibilidad en nuestras Constituciones. Éstas presentan al gobierno de la Congregación partiendo de las ideas de colaboración, de participación, de cooperación, de responsabilidad y de comunión, principios que definen el lugar y el trabajo de cada miembro en la comunidad. Como todos los Cohermanos tienen la responsabilidad de participar en «el cumplimiento de la misión común» (nº 19) es natural que tengan también la posibilidad de colaborar en su elaboración y en su organización.
«Todos los miembros de la Congregación, habiendo sido llamados a trabajar en la continuación de la misión de Cristo, tienen el derecho y la obligación tanto de colaborar al bien de la comunidad apostólica, como de participar en el gobierno de la misma» (nº 96). Desde el principio de la sección que trata del gobierno de la Congregación, se establece el principio con su fundamento a la vez teológico y pastoral pues todo bautizado está llamado a participar y a prolongar la acción de Cristo. Las Constituciones llaman a los Cohermanos no sólo a trabajar por el «bien de la Comunidad apostólica», sino también a colaborar, es decir a actuar de acuerdo con los miembros de la comunidad y, de forma ordinaria, a obrar con ellos. Para eso, deben poder participar en su gobierno con derecho a discutir y a intervenir en la elaboración y en la realización de los proyectos.
Las consecuencias se exponen a continuación: «Todos han de cooperar activa y responsablemente en el desempeño de los oficios, en la aceptación de las tareas apostólicas y en el cumplimiento de los mandatos» (nº 96). No se puede olvidar que la responsabilidad tiene un valor moral: Es la expresión de un ser libre que se compromete con entero conocimiento de causa en cuanto emprende. El hombre responsable tiene conocimiento claro de lo que se propone hacer. Lo acepta conscientemente y se entrega a la acción que ha decidido.
La corresponsabilidad
Volvemos a observar en las Constituciones estas diferentes exigencias. El diálogo en el seno de la comunidad (nº 37,1), entre los Cohermanos (nº 24,2) y con el Superior (nº 97,2), permite reflexionar con madurez en la acción apostólica, considerar todos sus aspectos y apreciar su valor. No se trata de una simple intervención oral que se limita a hacerse oír en un debate. El Cohermano debe entrar plenamente en la decisión que se adopte por acuerdo, dicho de otro modo, ser «responsable en el compromiso con los proyectos apostólicos». San Vicente, en la Reglas Comunes, pide que la obediencia sobrepase la simple aceptación de la decisión para unirse también a la intención que la sobreentiende (V,2).
Por fin, la responsabilidad verdadera reclama el compromiso personal y la ejecución de las órdenes recibidas. La palabra activo aparece varias veces en las Constituciones para dejar claro, en es espíritu de San Vicente, que al verdadero misionero se le juzga por el trabajo apostólico que realiza. Está de acuerdo con el deseo del Vaticano II de valorar el principio de participación de todos los religiosos en el gobierno de su instituto. Este principio será uno de los puntos rectores de la revisión del Derecho Canónico. El número 96 de las Constituciones se inspira, además, en gran parte en el decreto conciliar «Perfectae caritatis» que declara en particular: «Ellos (los superiores) lograrán que los religiosos colaboren por una obediencia activa y responsable tanto en el cumplimiento de su tarea como en las iniciativas que se tomen» (nº 14).
De esta forma, no hay en la comunidad jerarquía de dignidad, sino que cada uno, en razón de sus funciones y de su lugar, está llamado a cooperar aceptando su responsabilidad en la obra común que se ha de llevar a cabo. Las responsabilidades se definen más en función de un querer común que de un poder impuesto. Por ello tienen lugar en la comunidad y se ejercen a partir de ella ya que ésta «está ordenada a preparar la actividad apostólica, fomentarla y ayudarla constantemente» (nº 19). La verdadera responsabilidad es, de hecho, una corresponsabilidad que se expresa primeramente dentro de la comunidad. Se dice, en efecto: «ayudados del necesario servicio de la autoridad y sujetos activamente a la obediencia, nos haremos corresponsables con el Superior, de buscar la voluntad de Dios en la vida y en las obras y fomentaremos entre nosotros el diálogo, superando el excesivo individualismo en nuestra forma de vivir» (nº 24, 2).
La importancia de la Comunidad
Es cierto que la importancia de la vida comunitaria otorgada por las Constituciones determina un modo de gobierno particular. La estructura de un grupo y las relaciones de sus constituyentes determinan el ejercicio de la autoridad y se definen por los poderes que en él se ejercitan. En el índice analítico de las Constituciones de 1954 no figura la palabra «comunidad». En las actuales este término aparece con frecuencia y a veces de manera insistente. Reviste diferentes significados porque designa tanto la realidad del grupo religioso como la vida de relación entre los Cohermanos. No es una casualidad que la vida comunitaria esté tratada en el capítulo segundo de nuestras Constituciones y que la comunidad local se defina como una expresión viva de la Congregación entera (nº 23).
Esta visión de las cosas caracteriza un estilo de gobierno. Las Reglas Comunes conservan todo su valor para definir y mantener nuestra identidad y nuestro espíritu. Se refiere, sin embargo, a estructuras sociales y religiosas basadas en las relaciones superior-súbdito con referencias sicológicas del siglo XVII según las cuales la unidad se expresa ante todo por la uniformidad. En este documento, el superior aparece como aquel alrededor del cual se organiza la comunidad. Sobre él recae decidir de la marcha de la vida diaria (V,5) como la del trabajo (II,10), debiendo estimar cada uno que «la voluntad de Dios se manifiesta por la del superior» (V,4). La unidad del grupo la establece el superior y se realiza por la uniformidad, «virtud que mantiene el buen orden y la santa unión» (II,11). El comer, vestir, dormir lo mismo que «ocurre con el modo de dirigir, de enseñar, de predicar, de gobernar, y asimismo con las prácticas espirituales» (II,11), deben señalarse por la preocupación de no distinguirse. La uniformidad se presenta así como un criterio importante de la unidad del grupo religioso que se define mucho más en relación a sí mismo que en relación a su cualidad de apertura al exterior.
Esta comparación tiene sus límites a causa de su contexto histórico. En el siglo XVII, la autoridad, basada en el poder, estaba dominada por el símbolo del padre omnipotente. La Comunidad, sospechosa de muchos defectos a partir de la reforma protestante, no representaba un valor en sí misma. La misma palabra es ignorada por Ignacio de Loyola en las reglas que estableció. No obstante, con los tiempos modernos, la relación individual superior-súbdito se ha transformado en beneficio de la comunidad dentro de la cual se sitúan las relaciones interpersonales. Este contexto permite poner de relieve el espíritu que preside actualmente la animación de las comunidades, a saber que la autoridad tiene una responsabilidad no ya limitada sino mejor repartida en función de las actividades de los diferentes miembros que componen estas comunidades
Bajo la mirada de Dios
Dicho lo cual, el gobierno en la Congregación de la Misión no se ejercita de forma colegial aunque nuestro derecho particular prevé numerosas consultas obligatorias. La autoridad no es la expresión ni la emanación de la voluntad general que delega conservando un derecho de vigilancia y de control. No pertenece tampoco a quien la recibe como una capacidad definitiva e inalienable. Se ejerce con dependencia de aquel que la ha confiado, es decir Dios, y por el intermedio de las diferentes madiaciones eclesiales. Es por ello obediencia a Dios, sumisión a la Iglesia y fidelidad al espíritu de la Congregación. Por esto reclama un continuo discernimiento espiritual bajo la moción del Espíritu y con un respeto profundo y claro de las reglas que rigen la Congregación. Este es el sentido de la segunda parte del número 97, 1, de las Constituciones: «conscientes de su responsabilidad ante Dios, ténganse por servidores de la comunidad, para promover el fin propio de la misma según el espíritu de San Vicente, en una verdadera comunión de apostolado y vida».
San Vicente pide, en las Reglas Comunes, obedecer a los superiores «viéndoles en Nuestro Señor, y a Nuestro Señor en ellos» (V,1). Las Constituciones actuales hablan de «la autoridad venida de Dios» (nº 97,1). Se unen al Derecho Canónico que afirma, inspirándose en el decreto conciliar «Perfectae caritatis»: Los Superiores ejercerán con espíritu de servicio el poder que han recibido de Dios por el ministerio de la Iglesia» (canon 618). Este poder no puede ser un dominio porque pertenece más bien al orden de la mediación. «Hay un aspecto sacramental en el cual el acto humano es instrumento de gracia divina».9 Se caracteriza sencillamente por un espíritu de servicio.
Para explicarse las Constituciones recurren a dos imágenes que se compenetran pero que son suficientemente diferentes para distinguirse, a saber el Buen Pastor y el servidor. Piden que los que ejercen la autoridad tengan «ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, venido no a ser servido sino a servir», expresión empleada por los obispos en la Constitución «Lumen Gentium» (nº 27). En San Juan, Cristo se presenta como el único buen Pastor, el que conoce personalmente a sus ovejas, las reúne estando preparado para ir en busca de la oveja perdida, las protege en los duros combates y las conduce a los lugares propicios para vivir expresándoles un afecto inagotable. Es al propio tiempo el servidor de los hombres porque es el servidor de Dios. Por eso es dulce y humilde de corazón, capaz de entregarse y llegar hasta el extremo de las exigencias del amor que inspira su servicio. Hallamos en estas dos imágenes de Cristo toda una teología espiritual del verdadero responsable.
El sentido del diálogo
El espíritu de servicio, con todo, no quita nada a la autoridad de los superiores. Así lo afirma el canon 618 ya citado: «Dóciles a la voluntad de Dios en el ejercicio de su cargo, (los superiores) gobiernan a su súbditos como a hijos de Dios, y para promover su obediencia voluntaria en el respeto a la persona humana, los escuchan con agrado y favorecen de esta manera su cooperación al bien del instituto y de la Iglesia, quedando a salvo su autoridad para decidir y ordenar lo que se ha de hacer».
Las Constituciones dicen lo mismo de una forma equivalente pero más breve: «Entablen, pues, el diálogo con sus compañeros, quedando, no obstante, a salvo su autoridad de decidir y mandar lo que se ha de hacer» (n° 97,2). Encontramos en ello uno de los medios más favorables para permitir a los miembros de una comunidad mostrar su interés y su participación en la tarea común. La importancia del diálogo se pone aquí de manifiesto pero sin ninguna otra precisión acerca de su naturaleza y de su fin. La intención es sencillamente señalarle los límites recordando que el diálogo, si suscita una reflexión o una deliberación, no puede obligar al superior, que conserva su libertad de juicio y su autoridad de decisión.
De hecho, el principio sobre el diálogo se trató en el capítulo segundo de las Constituciones. Se habla en él de un «diálogo abierto y responsable» tenido en el seno de la comunidad, a partir del cual «van madurando las tendencias coincidentes y surgen las que nos llevan a la toma de decisiones» (nº 37,1). Esta manera de actuar está inspirada en la enseñanza de Pablo VI cuya influencia ha jugado algún papel en la redacción de las Constituciones puesto que él constituye la única referencia pontificia explícita.10 Pablo VI ha puesto el diálogo en el centro de la misión evangelizadora de la Iglesia. Publicó su encíclica «Ecclesiam suam» el 6 de agosto de 1964, unos meses antes de la promulgación de la Constitución conciliar «Lumen Gentium», explicando que «en el diálogo se realiza la unión de la verdad y de la caridad, de la inteligencia y del amor» (nº 85).
El diálogo reclama cierto derecho a la información, lo que plantea el problema de la calidad de la comunicación, tema que se trata en breves apartados en los Estatutos (nº 78, 6 y 82). Asimismo, el ejercicio de la autoridad exige la claridad y la precisión en las decisiones. El Derecho Canónico conserva todas sus exigencias sobre este punto cuando declara: «El decreto se dará por escrito, con la mínima expresión de los motivos, si se trata de una decisión» (canon 51 que completa al canon 37).
A cada uno su responsabilidad
La responsabilidad pide que cada uno reciba la capacidad de asumirla personalmente en los límites del cargo que se le ha confiado. Este es el sentido del nº 98 de las Constituciones que cita, sin nombrarlo, el principio de subsidiariedad: «no se ha de avocar a un grado superior de gobierno aquello a lo que pueden proveer los particulares o los grados inferiores». Este principio, utilizado en la enseñanza social de la Iglesia para reglamentar las relaciones entre el Estado y los individuos, se emplea para definir las relaciones entre los diferentes niveles de responsabilidad en la Iglesia.11 El principio de subsidiariedad se nombra explícitamente para la publicación de las leyes decididas por la Asamblea General (nº 137,3).
Los principios generales recuerdan por fin el derecho de exención de que goza la Congregación (nº 99) antes de concluir sobre los poderes de los diferentes niveles de gobierno. Una observación final que ha suscitado algunas reacciones acompaña a esta conclusión: «Los superiores deben estar investidos con el orden sagrado» (nº 100). Lo que impide el nombramiento de un Hermano como superior. Esta disposición, impuesta por Roma como a las otras congregaciones clericales, es quizás lamentable, pero se inscribe, debemos admitirlo, en la coherencia de nuestras Constituciones. Para éstas, en efecto, sólo los clérigos «conforme al propio orden, a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo Sacerdote, Pastor y Maestro, cumplen su vocación ejerciendo este triple oficio en todas las formas de apostolado que pueden servir para lograr el fin de la Congregación» (nº 52,1).
Habría que detenerse en los principios generales que presiden el gobierno de la Congregación de la Misión (96 a 100) porque determinan su espíritu y constituyen la verdadera novedad de las Constituciones. Las reglas particulares de cada oficio que las siguen no son originales en su conjunto.12 La última redacción de estos textos ha sido sobre todo ocupada por la repartición de las Constituciones y los Estatutos. Esto no carece de importancia ya que sólo la Santa Sede puede dar la interpretación auténtica de las Constituciones, quedando la de los estatutos reservada a la Asamblea General (nº 137,5).
Las cuatro normas principales
Sin embargo, podemos destacar las cuatro principales normas que dan a las Constituciones una novedad particular y están en línea directa con las reglas ya evocadas: la duración determinada de los cargos, la consulta, la libertad en el procedimiento de algunos nombramientos y la obligación de tener un proyecto comunitario bien provincial, bien local.
La limitación en el tiempo de los cargos es una referencia constante en la organización de las Congregaciones. Estando definidas las funciones como servicios, es normal que el compromiso sea limitado para permitir la renovación de las personas y favorecer el dinamismo inventivo de las comunidades. El Derecho Canónico pide que «los superiores sean constituidos por un lapso de tiempo determinado y conveniente» (canon 624, 1). Este mandato existía en nuestro antiguo derecho. Se ha reforzado para aplicarse también al Superior General que no puede sobrepasar el tiempo de un doble sexenio (nº 105, 3). Además, es la elección de éste último la que marca el ritmo de la convocación de la Asamblea General ordinaria (nº 137,2; 138,1).
La responsabilidad de los Cohermanos queda comprometida por el cariz de las consultas o de lo que las sustituya. Con vistas a la elección del Superior General, «se ha de fomentar la libre información acerca de los asuntos que se han de tratar y acerca de las cualidades de los candidatos» (E 82). Para el Visitador y el Superior local, es indispensable la consulta a los Cohermanos interesados (C 124; 130, 1). Para que escojan, se deja una gran libertad a la Asamblea provincial para precisar el modo de su elección (E 68, 2 y 3; C 130, 2).
Por fin, la obligación de poner en marcha un proyecto a nivel provincial o a nivel local se ve como un nuevo medio y de gran interés para unificar la vida de los Cohermanos y dinamizar la acción apostólica. Se establece que el proyecto provincial se realice con consentimiento del Consejo del Visitador (E 69,1) y que el proyecto comunitario manifieste la verdadera expresión de la comunidad local (C 27; E 16; 69, 5; 78, 4). Se invita a todos los Cohermanos a tomarlo en serio, (C 32, 1; E l9). La cantidad de referencias a él dan a entender suficientemente el interés particular que se da al proyecto comunitario.
Una novedad mucho más administrativa es el perfil del Vicario General. Era tradicionalmente el Cohermano designado en secreto por el Superior General para asumir el ínterin en caso de fallecimiento. Aparece después como el segundo personaje de la Congregación encargado de suplir al Superior General en caso de ausencia, impedimento o muerte. Elegido por la Asamblea General, «se convierte también en Asistente General (C 109). Parece que su función haya vuelto obsoleto el papel del admonitor suprimido ya a nivel del Superior General, como para los demás oficios, aunque su existencia se remonte hasta San Vicente.
Al contrario de las antiguas Constituciones, las cualidades espirituales y humanas requeridas para ser superior no se expresan ya, aparte de la regla que exige que lleve incorporado a la Congregación por lo menos tres años y tenga veinticinco cumplidos (C 61). No obstante, estando definida cada función de manera sucinta pero sugestiva, es fácil deducir por ella las cualidades que prevalecen para asumirla. El Superior General es presentado como el «centro de unidad y coordinador de las Provincias» (C 102). El Visitador debe ser «celoso por la activa participación de todos en la vida y apostolado de la Provincia» (C 123,2). En cuanto al Superior local, es el «centro de unidad y animador de la vida de la Comunidad local» (C 129,2). A cada uno toca responder lo mejor posible a lo que se espera de él. Se podría decir en resumen que el Superior General coordina, el Visitador estimula y el Superior local anima.
El gobierno es un elemento importante de la vida de una Congregación. Nuestras Constituciones actuales le presentan con un espíritu que contrasta con la expresión fría de las antiguas Constituciones. Siguiendo las consignas del Concilio Vaticano II, sobrepasan el carácter jurídico de las reglas que nos rigen para englobarlas en una visión espiritual que les da una dimensión más significativa y más viva. La Congregación de la Misión no es una simple asociación de carácter religioso. Su organización está alentada por la voluntad de inscribirse con su carisma propio en la vida de la Iglesia y de responder a sus expectativas. De ahí que la importancia concedida a los principios generales demuestre que éste no es solamente un elemento de estructura, sino que participa también en la identidad de la Congregación querida por San Vicente.
- SV XIII, 199-200 / ES X, 239.
- SV XIII, 201-202 / ES X, 240.
- Luis Abelly, «La vida del venerable siervo de Dios, Vicente de Paúl, fundador y primer Superior General de la Congregación de la Misión», París, 1664, t. I, c. LI, p. 252, (de la edic. francesa).
- SV XIII, 287-298 / ES X, 354-363.
- SV XIII, 296 / ES X, 361.
- SV II, 488 / ES II, 416.
- Este texto es un primer borrador de nuestras Reglas Comunes seguidas de las disposiciones relativas a los diferentes oficios. Fue descubierto por Angelo Coppo en Sarzana (Italia). El texto crítico fue presentado por John Rybolt en Vincentiana, 4-5, 1991, pp. 307-406.
- SV XII, 372 / ES XI, 643.
- J. Beyer, «Le droit de la vie consacrée. Commentaires des canons 607-746. Instituts et sociétés», París, Tardy, 1988, p. 25.
- La exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi» está citada tres veces en las Constituciones (nº 10,11 y 16).
- El Sínodo extraordinario para el 20º aniversario del Vaticano II, en su informe final del 7 de diciembre de 1985, recomienda estudiar un poco más el principio de subsidiariedad para aplicarlo a la Iglesia.
- Varios estudios han aparecido ya sobre este tema. Así los oficios del Superior General, del Asistente General y de los demás Asistentes fueron tratados en el curso de la XXXVIIIª Asamblea General (Vincentiana, 1992, 4-5, pp. 489-515). Las reuniones periódicas de los Visitadores son la ocasión de presentar y de explicar la función del Visitador (Vincentiana, 1989, 4-5; l996, 4-5). En cuanto al papel del superior local, se trata a menudo a nivel provincial. El Padre Richard McCullen hizo una hermosa exposición de este tema en Dublín en febrero de 1997 con el título «Misión en el corazón de la misión, el superior local», cf. Bulletin des Lazaristes de France, abril de 1998, pp. 103-109.