Espiritualidad de San Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: André Dodin, C.M. · Traductor: Luis Huerga, C. M.. · Año publicación original: 1960 · Fuente: Mission et Charité 1961, 54 ss; Div. Thom. 1960, 425 ss..
Tiempo de lectura estimado:

¿Espiritualidad o Espíritu?

No le hubiese gustado a él este vocablo, un tanto duro y téc­nico, de «espiritualidad». No lo empleó, pues era extraño a su mundo, y asimismo… a su tiempo. El Señor Vicente hablaba en cambio con frecuencia del espíritu, no en el sentido de las siempre ridículas preciosas, sino en un sentido complejo, que evocaba una realidad psicológica y religiosa singularmente viva. El espíritu es a la vez resorte y movimiento, intención y expresión. No se deja fijar, y nadie puede aprisionarlo. Se inventa y revela sin ce­sar a través de formas nuevas. No vive sino transformándose para permanecer él mismo. Se da a luz y alumbra misteriosamente para sobrevivir.

Espíritu

Esta sencilla palabra, espíritu, permitía que el Señor Vicente alcanzara sin trabajo y designara sin equívoco realidades impal­pables y huidizas. A estas invisibles fugitivas hacíalas él jugar en la luz, y nadie podía ya olvidarlas. El espíritu, para él y para sus oyentes, es unas veces el espíritu de Dios que sopla donde quiere, como creador o como destructor. El espíritu, cuando es el del Hijo de Dios, es la caridad perfecta, una esencial actitud de adoración, un anonadamiento de amor misericordioso. El espíritu de la misión es a la vez un esfuerzo y un ideal que evoca y presentiza la divina misión de Jesús. Merced a él recoge y depura el buen misionero sus intenciones, se explica a sí mismo, halla de nuevo su alma, capta y utiliza sus energías sobrenaturalizadas. El espíritu del mundo es una realidad oscura y letal como una infernal oleada. En su torbellino amalgama ésta el orgullo que infatúa, la sensua­lidad que embrutece, la curiosidad, esa peste que diseca y calcina como un fuego en circulación por las venas. Pero si se quiere com­prender a los transalpinos, hay que tener en cuenta la inclinación de su alma, el sesgo de su espíritu: «el espíritu italiano teme la fatiga». ¿No hay que hablar de espíritu para designar la actitud y comportamientos que se imponen para con los díscolos, los en­fadosos, los amargados, los inquietos? Estos espíritus requieren un espíritu de dulzura. Finalmente, para no extrañarse de las alteraciones humanas, de los súbitos nerviosismos, hay que re­cordar, ya lo creo, que la buena de la naturaleza oculta espíritus, animales. Estos la acucian y bregan solapadamente. Está visto, el Señor Vicente no sentía embarazo ante el movimiento de cosas esquivas, ante lo invisible e inmaterial, ante la espiritualidad.

Un alma secreta

Aparte la cuestión de palabras y preferencias, hay que reco­nocerlo abiertamente: el Señor Vicente carece de benevolencia cuando le interrogamos acerca de su «espíritu». Tal vez pudor instintivo. Humildad y sentido del ridículo sin duda alguna. Creeríamos, no obstante, que se hubiera definido de grado en dos palabras, que hubiera trazado su curva interior y nos hubiera entregado su espíritu, la quintaesencia de su enseñanza. Cuantos se han propuesto alcanzar el pliegue secreto de este alma, sufrie­ron pronto por su audacia, al medir la escabrosa vanidad de su empresa. Sin duda flotan como oropeles sobre esta gran existen­cia las imágenes tradicionales. Pero ¿cómo apresar aquélla o, más modestamente, describirla y explicarla? No se deja desgarrar este filántropo por los incisivos del método científico de Taine. Raza, ambiente, momento son causas generadoras que no nos informan más que sobre la complejidad de su situación histórica. El alma escapa a las disecciones. Estamos seguros de que no está del todo en esa biografía cuidada que nos cuenta minuciosamente la crea­ción de unas obras magníficas y el dolor de una energía encade­nada, sujeta a las humildes tareas cotidianas. No está del todo en una experiencia guerrera, en la que la gracia hace frente y humilla a la naturaleza, deseosa de responder a las exigencias de un Dios siempre insatisfecho. No se ausenta por cierto el espíritu de la doctrina religiosa presentada. Pero ¿no es ridículo y arbitrario reducir este espíritu a las dimensiones de una enseñanza parcial y fragmentaria? No ignoramos que el Señor Vicente se negó a poner punto final y dar a las prensas más que un único librito: las Reglas de la Misión. Al fijar —¿y en virtud de qué decreto ?— el espíritu ora en la vida, ora en la experiencia, ora en la doctrina, se cede a la tentación de separar para mejor entender, a la ilusión de inmovilizar para observar. Tan sólo a muertos conserva la embalsamación.

Allende las acciones

Los lamentables resultados de esas torpes incisiones no son sino demasiado visibles. Reducida a las acciones, la existencia de Vicente se adelgaza hasta el espesor de un fresco. El recuento histórico de sus obras se torna nomenclatura o estadística. Se puede intentar reavivar la historia ilustrándola. Con demasiada frecuencia, esas imágenes y esos recortes, prestados por nuestro universo mecánico y pintoresco, tienen la apariencia de cromos abigarrados o de infantiles pantomimas.

Allende la psicología

El estudio del caso psicológico del Señor Vicente seduce a los aficionados a las almas. La dotación del mozo gascón que con­cluye su carrera en la gris compañía de los santos caritativos es una metamorfosis original e imprevista. Compensa la atención. ¡Qué gozo romper la estatua para hallar al hombre! ¡Qué contento tan malicioso hacer saltar en trizas este santo de vidriera que ador­mecía la oración burguesa! Lástima, sin embargo, que olviden estos trazos psicológicos la humilde tierra que se removió. Los acontecimientos pueden ser evangelio y profecía. Traspasan las existencias o las protegen con agraciamiento. Y luego ¿quién dirá la ayuda que allega una doctrina que esclarece los sinuosos rumbos de la gracia?

Allende la doctrina

La sorpresa y el chasco de los teólogos, al analizar la doc­trina del Señor Vicente no fueron menos dolorosos. Fue en rea­lidad preciso echar cuentas. Poseemos tan sólo un décimo de la enseñanza vicenciana, y esa enseñanza fue siempre ocasional. Las exposiciones objetivas no son más que resúmenes para la alocu­ción y reflejan el pensamiento de un autor que, sin burlarse de la teología, confesaba a cada instante su ignorancia y su rusticidad. El análisis espectral de esas palabras extinguidas no permitía siquiera sospechar el magnetismo oratorio del Padre Vicente. El examen fue breve: el candidato Vicente sabía la lección: no había originalidad alguna.

El descalabro que el Señor Vicente inflige a unas disciplinas tan diversas como apresuradas puede desconcertar a los espíritus simplificadores o primarios. Es tan fácil encapsular a un hombre en una definición, encuadrar su existencia en el tiempo, rotular su ficha psicológica y sus notas caracteriológicas, que nos deja algo decepcionados. Los muertos se prestan de ordinario con bastante complacencia a las manipulaciones y a las disecciones. Pero ¿no es porque no se puede imaginar al Señor Vicente, en­contrarle, amarle igual que a un viviente, por lo que se resiste él a la autopsia científica o piadosa? Serenamente y para nuestro mayor bien, nos invita a que nos acerquemos con más respeto y atención. Obligándonos a dejarle toda su existencia, toda su in­tensidad, toda su luz, es ya su espíritu lo que nos descubre. Pone discretamente en evidencia la tentación a reducir

  • una existencia a un esquema material;
  • una psicología a un equilibrio de tendencias;
  • una doctrina a un envasado de definiciones y principios.

El espíritu de un viviente está allí donde uno se topa, en sínte­sis, con una existencia, con un alma orientada, con una doctrina coherente. Lo que hallamos al término de este esfuerzo de reagru­pación es, más que un retrato, un dinamismo y un concepto, es una mirada, una fuente, un manantial de vida.

I. La espiritualidad de una historia

En el año del tricentenario, los exploradores —¿se les puede calificar de otro modo?— que probaron a aderezar la nomencla­tura y a describir las obras vicencianas, han ido prudentemente reduciendo, en el decurso de su trabajo, el campo de sus pros­pecciones. ¿No sería mejor iluminar debidamente un distrito o un cantón de este vasto reino? Los fogonazos históricos, por otro lado, contentaron fácilmente la curiosidad que suscitaba este personaje familiar, que volvía bruscamente al primer plano de la actualidad. No faltaron los calificativos generales, para llenar los vacíos dejados en las perspectivas.

Orígenes

Fue indefectiblemente el prestigioso aspecto de esta existencia lo que retuvo la atención. Surge y alza el vuelo en las llanas are­nas de las Landas. Tras quince años de inmovilidad y de proyec­tos, un joven Depaul, nacido en 1581, gira durante trece años en busca de un honroso retiro. Los lugares donde se detiene le pro­porcionan sólo una pausa y un trampolín para lanzarse de nuevo. El infortunio le impide instalarse y la suerte parece llamarle siem­pre a otra parte. Se le ve de ese modo en Tolosa, en Roma, en Burdeos, en Marsella, en las costas del Mediterráneo berberisco y hechicero. Helo ahí de nuevo en Aigues-Mortes, en Aviñón, en Roma. Este caballero gascón quema sus relevos, sueña perdida­mente con un horizonte de dicha que se retira ante su avance. En septiembre de 1608 penetra en París por la puerta de Italia. Este «bazar de maravillas» le retiene. La providencia le ha preparado discretamente educadores y maestros. El Padre de Bérulle se in­teresa por él. La Señora de Gondi se revela como admiradora suya y asimismo su bienhechora comprensiva. André Duval, doctor de la Sorbona y real preceptor, estima al joven Vicente y, lo que es más, le sostiene. Durante varios años —entre 1624 y 1628— Jean Du Vergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran, tendrá sus fondos en común con el Señor Vicente. Apoyos pre­ciosos permiten que su carrera se defina ejerciéndose. Abrese para él una era de confianza en el año 1618. Halla a Monseñor Francisco de Sales y éste no dudará en confiarle, en 1622, no sola­mente la Visitación de París, sino también el alma vibrante y dolorida de la Madre Chantal.

Extensión de la actividad

Debe decirse que, para estas fechas, el campo de acción del Señor Vicente es ya considerable. Su ministerio, casi inexistente durante doce años (1600-1612), ha ido enriqueciéndose con diez años de experiencias diversas y muy fructíferas:

  • En 1612 había desempeñado funciones de curato en la pequeña parroquia de Clichy-la-Garenne.
  • En septiembre de 1613 había aceptado una preceptoría en casa de los Gondi, oficio ejercido ya por él en Dax y en Buzet.
  • Ha inaugurado, en 1617, una larga carrera de misionero parroquial.
  • En 1618, tras haber despertado la soñolienta parroquia de Chátillon-les-Dombes, ha vuelto a París y ha querido atender a los forzados.
  • Desde 1619 quedará promovido a Capellán General de las Galeras.
  • Así también cuando, en 1625, después de completada la obra de las misiones mediante la fundación de las Caridades, se ponga, con algo de vacilación, a la cabeza de un puñado de mi­sioneros. La Señora de Gondi podrá confiar en su experiencia y en su notable ingeniosidad.
  • El año 1628 señala un cambio de sentido en su existencia y una nueva orientación de sus obras. De común acuerdo con el obispo de Beauvais, Monseñor Pottier, comienza la obra de los ordenandos.
  • Sabemos que en 1630 tiene ya la confianza del Cardenal de la Rochefoucauld, quien no duda en confiarle el caso, algo espinoso, de los Iluminados de Picardía.
  • En 1632 entra en San Lázaro y transforma este antiguo priorato en una encrucijada de la caridad.
  • El año siguiente —1633— está doblemente señalado por la organización de las Conferencias de los Martes, que aúnan a los sacerdotes en el ministerio, y por la fundación de la Compañía de las Hijas de la Caridad, que gobernará Luisa de Marillac en nombre del Señor Vicente. Luisa de Marillac, viuda de An­tonio Legras, era aquella mujeruca enfermiza y ansiosa de la que el Señor Vicente se había ocupado en 1625. Cuatro años más tarde había podido enviarla como inspectora de las Caridades del Beauvaisado, de Campaña y de la Isla de Francia.
  • En 1635 crea Vicente un centro misionero en Toul. Conoce de este modo la oleada de miserias que cunde por Lorena. Asi­mismo, después de enviar diez misioneros con las tropas durante la invasión de Corbie (1636), organiza el socorro de Lorena (1639). El año precedente (1638) no había dudado en ocuparse de los niños abandonados.
  • Pasan dos años, estamos en 1641, y he aquí que la Misión abre un seminario en París. Se emplazan organizaciones misio­neras y sacerdotales en Italia. Cuando muere Luis xm, Vicente ocupa un lugar en el Consejo de Conciencia y amplía aún el sec­tor de sus actividades. Los misioneros salen rumbo a Túnez, Argel, las Hébridas, Madagascar, Polonia. En todos estos sitios, Vicente está presente para sufrir con los que sufren, para iluminar, reconfortar, revelar la inefable bondad de Dios. Sueña con las misiones de China, pero esta preocupación no le impide proseguir la evangelización de los pobres, emprender la obra tan delicada de la reforma de las órdenes religiosas y la renovación del epis­copado. Honrando a la providencia divina, que no deja morir a mi microbio, el Señor Vicente vela al mismo tiempo por los refugiados, las víctimas de la guerra: Campaña, Picardía, la Isla de Francia le miran como a su salvador.
  • En 1655, este viejo campesino, de carne ajada por la fatiga, tira de sí mismo como una cabalgadura hostigada. Se acusa de pereza y sin embargo, para todos sus contemporáneos, honra soberanamente la omnipresencia divina, llevando sin cesar su esfuerzo, su consejo a todos los puntos neurálgicos de la Reforma Católica. Sin proclamarlo, cambia la faz de la Iglesia. En la luz espiritual en que él evoluciona, aparece bien pronto, como inesperadá encarnación, la providencia divina. En la madrugada del 27 de septiembre de 1660 dice adiós a la humanidad. Se desva­nece para inscribirse con mayor discreción como vigía a la cabe­cera del sufrimiento. Allí es donde los amigos del hombre y los hijos de Dios le han hallado siempre.

Desde ese lugar, donde se recoge en laborioso descanso, es posible medir la extensión y duración de su esfuerzo y asimismo la energía casi sobrehumana que desplegó. He ahí el primer rasgo, la primera señal de su espíritu. En todo es el Señor Vicente —exis­tencia, resorte psicológico, afirmación doctrinal, organización de la acción— una excepcional potencia vital que se manifiesta. Se­renamente, la gracia le secunda para que lleve a cabo con fuerza, y a la vez con toda suavidad, las hazañas de Dios.

II. La experiencia religiosa

Señales de gracia

Al enumerar las actividades, el historiador establece la topo­grafía de las instituciones, sitúa holgadamente los cambios de sentido y las etapas de la trayectoria visible. De todos modos, el carácter inesperado de ciertas emergencias, la maestría con la que se organizan y difunden algunas obras, cuales son las Cari­dades, delatan transformaciones interiores que la cronología no llega a circunscribir; las articulaciones y mecanismos de la natu­raleza bajo el influjo de la gracia, el consentimiento o repulsa para con las mociones divinas, escapan a las mediciones exte­riores, pues son de la calidad y orden de la caridad. Las captare­mos tan sólo en relación con fenómenos de opacidad y trans­parencia.

En el caso del Señor Vicente, el acontecimiento interior de una nueva gracia se traduce exteriormente de manera doble. Su visión de las cosas y de las personas se transforma: ve más profunda­mente y más rápidamente allende las apariencias sensibles; se ensancha, además el campo de su conciencia, la acogida de lo que le resulta extraño se torna más frecuente y más profunda.

Un estilo

Hay, sin duda, en la vida del Señor Vicente una irrupción particularmente decisiva de la gracia. Se duda, sin embargo, en

hablar de conversión. Ese término designa habitualmente un mo­vimiento brusco, y definitivo por sus intenciones. El alma parece cambiar de ruta. Renuncia a ciertos valores, retrocede, se diría. Quema lo que había adorado y adora lo que había querido que­mar. Muchos indicios nos invitan a situar en los años 1613-1616 una recreación interior del Señor Depaul. Esa no se efectuó en el decurso de una noche de tormenta, o en medio de una visión fulgurante. En el Señor Vicente, la gracia va habitualmente al paso de la naturaleza. Remeda su estilo y utiliza sus procedi­mientos de avance. Sabemos que se iluminó su noche interior, que experimentó una paz profunda desde el momento en que se resolvió definitivamente a consagrar toda su vida al servicio de los pobres. Este acto supremo no fue ni imprevisto ni improvisa­do. Vicente se había alzado hasta esta cima mediante actos, visi­tas a los pobres, pequeñas donaciones de su tiempo, de sus cui­dados, de sí mismo. Su alma había quedado imantada por la gra­cia. Discretamente, Dios le tocaba el corazón. Le entrenaba en un noviciado por el que le impulsaba a tomar sobre sí alguna cosa, y especialmente la pena, la humillación de los demás.

El ejercicio de la humildad

Sufre primero durante seis meses una prueba depuradora, sobrellevando valerosamente una calumnia. El juez de Sore, quien había acogido a Vicente, recién llegado éste a París, acusole de haberle robado los escudos… y le trató naturalmente como a ladrón al que se expulsa y persigue por doquier. Esta humilla­ción pública, añadida a las llagas pecuniarias que roían la existen­cia del jovencito gascón, curtió al novicio en el sufrimiento y padecimiento. Le descubrió con dolor lo que separa la apariencia de la realidad. Hízole discretamente entrar en la comunidad de los pobres, que saben apelar por encima de todas las sentencias y estimaciones de los hombres.

La compasión depuradora

Apenas acabado este ejercicio o prueba —el desengañado juez había presentado excusas y pedido perdón— cuando ya Dios preparaba al Señor Vicente una demostración más delicada e interior. Empujó hacia el Señor Depaul, convertido en capellán de la reina Margarita de Valois, a un controversista tentado con­tra la fe y minado hasta la desesperación. Vicente intenta aliviar este sufrimiento ambulante. Se esfuerza por compadecer, por compartir algo su pena. Agotadas las palabras y los consejos, se ofrece a Dios para tomar sobre sí todas las tentaciones del des­dichado. ¿Ha sobreestimado sus fuerzas ? ¿Sabía en qué desierto iba a entrar? ¡Qué importa! ¡Basta a cada día su labor! Para todo acto, y especialmente para toda caridad, Dios da también su gra­cia. Vicente, postrado, se arrastra ante Dios, quien parece rehuirle. Su único consuelo es ver y saber que su ofrecimiento ha liberado a un alma: su cliente comenzaba de nuevo a vivir. Una convicción se instala en el alma de Vicente y, dolorosamente, la modela. La bondad no es una efusión de palabras. Más que un acto transito­rio, es una manera de ser. Sólo ella calma, consuela y fortalece, pues es transfusión de vida. Cuando uno se da a los demás, uno atrae la vida y el amor de Cristo y los imprime en las profundidades de su ser.

Estas convicciones, adquiridas y comprobadas merced a la profesión del servicio de Dios en los pobres, permitirán al Señor Vicente captar las invitaciones que Dios le transmite a través de dos acontecimientos que pudieron pasar rozándole sin enri­quecerle.

La revelación de Gannes

El primero es la asistencia a un moribundo en Gannes, cerca de Folleville, en Picardía. Desde la cima de este desdichado ve Vicente que las almas se pierden por no hacer buenas confesiones y asimismo por no poderse apoyar en las verdades elementales de la fe. El segundo es la asistencia a los pobres enfermos. En este mismo año de 1617 comprende, no que existen pobres —habíalos visto por millares—, sino que él, Vicente y toda la parroquia, cuyo curato ejerce, son responsables de ellos ante Dios. No sola­mente hay que socorrerles, sino organizar toda la parroquia para la caridad y de ese modo hacer que la caridad viva. No se posee sino lo que se da, no se adquiere sino lo que se quiere dar. Estas dos revelaciones del año 1617 servirán de eje a todas las grandes obras y de cebo a todas las creaciones.

Es apoyándose en la experiencia de Gannes como se organi­zarán las misiones, la obra de los ordenandos, la triple reforma del clero, de los religiosos y religiosas, del episcopado. El hori­zonte interior de Vicente se desplegará progresivamente. La in­teracción de todos los miembros y de todas las funciones del cuerpo místico se tornará para él en evidencia. Al limitado horizonte del «honroso retiro» de aquellos primeros días ha sucedido la visión de una realidad viva: la Iglesia.

La experiencia de Chátillon

Diríase que es el cuerpo mismo de la caridad de la Iglesia lo que Vicente descubre a partir de la experiencia de Chátillon. Muy pronto, las Caridades, las Damas, las Hijas de la Caridad, el socorro a los niños expósitos, a los refugiados, a los siniestrados manifestarán al exterior los progresos y expansión de este aper­cibimiento. Queda todavía hoy para nuestro mundo occidental como acuciante y acusador. ¿Qué es lo que repite? Nadie puede desentenderse de la miseria. Quien no siente en sí la Haga causada por la desolación de un miembro doliente de Cristo es el más miserable. En la Humanidad y en la Iglesia, todo ser vive de los demás y en los demás. Ningún acto es solitario, ningún camino es individual. Este alma de su alma traspasará el ser de Vicente y hablará en su vida más que sus palabras y sus actos.

A medida que vaya caminando, imágenes, aplicaciones y pro­yecciones irán engrosando la convicción primordial; los temas parecerán entonces revolucionarios… como el Evangelio. Lo que separa a las almas, separa de Dios. La detracción hiere el corazón de Dios antes de rozar el del prójimo. Dios no sufre que se le una quien tolera la desunión de sus miembros. Quien se une al pró­jimo se une a Dios. No basta que yo ame a Dios…, si mi prójimo no le ama.

Según otra dimensión, la convicción progresa y se comprueba por la experiencia. Hay que juntar el cuerpo al alma. Hay que cuidar el cuerpo para llegar al alma. Nadie puede contentarse con ser bueno, caritativo, mortificado, humilde de espíritu: se atiborraría de palabras e imaginaciones. El amor afectivo no es solamente estéril, es culpable si rehúsa madurar en actos. Extre­mando incluso las consecuencias de sus principios, Vicente de Paúl presenta la humildad, la mortificación, como dos exigencias de la vida comunitaria.

III. La doctrina espiritual del Señor Vicente

No exponía sino cosas comunes, se nos dice, pero realzándo­las tanto en la práctica cuanto en la expresión (Testimonio del Hermano Bertrand Ducournau, secretario suyo). De no verse muy forzado a ello, nadie creería que únicamente el tono y la acción oratoria imprimieran un cuño original a la enseñanza del Señor Vicente. «Lo que la realzaba», distinguía también su pala­bra de la de cualquier otro predicador, y consistía en una expe­riencia interior. Esta discreta llamada a la gramática, y en parti­cular a la sintaxis de las concordancias profundas, no es tan in­oportuna. El alma vibra en la palabra. Dúctil y fluido, brega el espíritu todo el ser. Obra sin que el cuerpo entre en acción. «No diríais una palabra, si estuvierais bien poseídos de Dios, y toca­ríais los corazones con vuestra sola presencia» (Abelly, La vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, II, 231).

Itinerario

Parejas afirmaciones, y muchas otras que halagan extraña­mente nuestra pasividad, moderan con discreción nuestros pe­sares. Muchos curiosos han merodeado, sin osar tocarlo, en torno al bloque petrificado de los trece volúmenes de cartas, con­ferencias, documentos. ¡Providencial resguardo, tal vez! ¡Hu­biera sido tan fácil disponer la enseñanza de Vicente de Paúl sobre tres o cuatro esquemas escolares! Densidad, matices, sen­tido de unos extremos que se tocan, en suma, toda la originalidad de este alma profunda se hubiera expurgado elegantemente.

A decir verdad, estas palabras y estos escritos no se dejan despachar fácilmente en proposiciones simples y simétricas. De­masiado cercanas a su espíritu, soldadas a las circunstancias que reflejan, disuaden del esfuerzo de cortarlas a escuadra, el cual aparece de inmediato como primario y muy maléfico. Para des­cifrar, para oír la voz es preciso estar dentro. La llave de esta ciudad inexpugnable existe, está incluso puesta en la cerradura. Basta volverla y abrir por dentro.

Esta precaución y este itinerario de abordaje se inscribe a la inversa del encaminamiento habitual del lector. Va éste por cos­tumbre a la obra del hombre, al cual se esfuerza por resucitar. Pareja empresa multiplica los errores y sintetiza los contrasen­tidos. Todos cuantos escritos poseemos son ocasionales: aislan un fragmento del pensamiento de Vicente. Por clara que sea una carta, por comprensible que nos parezca una conferencia, no per­cibimos más que una señal, un esbozo, un rasgo y un aspecto del espíritu. El desorden que cataliza el pensamiento del autor, confunde al lector. Evoca, como todas las señales, sin descubrir. Sugiere y recuerda. ¡Humilde, paciente serenidad! Saint-Beuve pedía vivir con un autor para tener uno tiempo de grabárselo. No se nos podría dar un consejo mejor.

Registros de expresión

Una primera familiarización con la obra del Señor Vicente hace rápidamente que comprobemos una gran variedad expre­siva. Más que al género literario —carta o conferencia— ésa se atiene a los destinatarios y a los oyentes. Siempre directo y vivo, el Señor Depaul se expresa, diríase, con registros y juegos dife­rentes. Según que hable a los misioneros, a las Hijas de la Caridad, escriba a la Madre de la Trinidad o a santa Juana de Chantal, son los oyentes y los corresponsales quienes le prestan la manera de hablar. Estos son responsables, no solamente del tono, sino muy precisamente, diríase, de la particular expresión del pensa­miento y del revestimiento de la doctrina. El cotejo de los temas espirituales que son comunes a los misioneros y a las Hijas de la Caridad descubren este singular poder de adaptación. Prudente, modesta, siempre sincera, esta conversión al prójimo se torna remedo. En la expresión oral, no duda en recurrir al gesto.

La obra que poseemos nos invita a distinguir tres registros de expresión. Representan tres niveles del pensamiento:

  • la dirección de los misioneros;
  • la catequización de las Hijas de la Caridad;
  • las respuestas escritas a consultores de diversas categorías.

Podemos considerar la doctrina impartida a los misioneros como el pensamiento fundamental del Señor Vicente. Las otras dos categorías de escritos calcan, reflejan, prolongan y matizan lo que de manera más sobria se daba a los sacerdotes de la Mi­sión.

Los primeros esfuerzos por caracterizar el espítitu del Señor Vicente consiguen precisar ya en 1664 —cuatro años después de su muerte— que se atenía especialmente a la imitación de Nuestro Señor y luego a la conformidad de su voluntad con la de Dios. Indicaciones breves, pero preciosas. Una lectura, incluso superficial, de las grandes páginas del Señor Vicente nos hace presentir, en efecto, dos preocupaciones fundamentales:

  • vivir en Cristo, por él, para propagarlo;
  • organizar con la mayor seguridad posible la vida y la ac­ción sobrenaturales.

a) La vida en Cristo

Visión de fe

Vicente no es especulativo, ni un intelectual que se mueve con garbo por el mundo de los conceptos. Sus exposiciones doc­trinales no son ni construcciones cuidadosamente equilibradas, ni síntesis racionales. Sin despreciar la razón, este buen Padre desconfía de las trampas de la buena de la naturaleza. Vana es la doctrina que no revierte en amor, dirá algunos años más tarde un buen discípulo de Vicente, Jacques Bénigne Bossuet, obispo de Meaux. Vigila también Vicente la curiosidad, esa «peste de la vida espiritual». Inútil extenuarse en razonamientos: hay que amar, y sobre todo obrar, entregarse a Dios para darse a los demás.

Impulsa sus palabras un movimiento. El resorte de esa vita­lidad, notémoslo, no está ni en su temperamento, que pudo ha­berse probado en chanzas, ni en la voluntad de vivir y desple­garse. El polo que atrae y orienta es invisible y magnético. De él es de donde hay que partir para topar con un Señor Vicente que indaga, cuida, busca el reino de Dios. Algunos instantes de lec­tura y de observación pueden, de otro lado, bastar para descu­brir las fuentes en que bebe. ¡Escuchémosle! «Hay que comen­zar por la fe». «Nada hay capaz de llenarnos el corazón y guiar­nos con seguridad fuera de las verdades eternas. Las luces de la fe van siempre acompañadas de una cierta unción del todo ce­lestial que se extiende secretamente en los corazones de los oyen­tes». «Ruego a Nuestro Señor os dé la gracia de considerar esas cosas como están en Dios, y no como aparecen fuera de él. Pues de otra suerte podríamos equivocarnos y obrar de manera dis­tinta a como él quiere».

Mientras que Pascal declaraba: «las cosas visibles son ima­gen de las invisibles», Vicente se apoya en una realidad que es a la vez compleja, viva, personal: «Nuestro Señor es la regla de la Misión».

Cristo Jesús

El misterio de Jesús, al que se acerca con humildad y que se muestra a los ojos de la fe, es una regla que modela y esclarece.

El principio de la imitación de Jesús se inscribe en el corazón mismo de la Encarnación, en la carne de Jesús. «Sí, eterna Sa­biduría, vos quisisteis tomar sobre vuestra persona inocente to­das nuestras privaciones. Sabéis que hizo eso para santificar todas las aflicciones a las que estamos sujetos y para ser el prototipo y original de todos los estados y condiciones humanas». «Cuan­tas acciones realizó eran otras tantas virtudes que convenían a un Dios que se había hecho hombre para servir de ejemplo a los demás… No solamente es Deus virtutum, sino que vino a prac­ticar todas las virtudes».

La visión de lo invisible interpreta lo visible, pero de una manera desconcertante. «No debo considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su exterior, ni según lo que su espíritu aparenta alcanzar, tanto más, cuanto que, con mucha frecuencia, no tienen casi la figura ni el espíritu de personas ra­zonables, tan rudos y terrestres son. Pero volved la medalla y veréis a las primeras luces de la fe que el Hijo de Dios, el cual quiso ser pobre, se nos representa a través de esos pobres… ¡Oh, Dios! El bien que a uno hace ver a los pobres, si los considera en Dios y según el aprecio que Jesucristo hizo de ellos». Cristo es la clave, la clave luminosa y transformadora que permite ver y comprender de otro modo la realidad visible.

La fisonomía de este Cristo revelador que se perfila progre­sivamente y adquiere ante nosotros una consistencia y una den­sidad inolvidables es la de un Cristo popular, dulce, sencillo, amable. La humildad es su primera y última palabra, una humil­dad llena de ternura, que se entrega en el sufrimiento y en la muer­te para mendigar los corazones de los pobres humanos, que ne­ciamente se zafan.

En su más profunda vida interior, Cristo es religión y caridad. Vicente nos presenta una teología y una psicología del Verbo Encarnado descubiertas al leer a san Juan en compañía del P. de Bérulle.

Lo que caracteriza al Hijo de Dios, es la estima y el amor del Padre. Jesús ofrecía al Padre en homenaje cuanto había en su persona sagrada. Se lo atribuía todo. No quería decir que fuese suya su doctrina. Reconocía que el Padre era el único autor y principio de todo el bien que había en él. El amor del Hijo de Dios se manifiesta de dos maneras: a través del anonadamiento de la Encarnación y la muerte redentora, y a través de todas las actividades de la vida terrestre: humillaciones, trabajos, sufri­mientos, oraciones, actos interiores y exteriores. De este amor procede la oposición al mundo, el desprecio de los bienes, de los placeres, de los honores. Hallamos aquí el rastro de la influencia berullana, pero la doctrina del fundador del Oratorio se des­arrolló en otro clima espiritual.

Aspecto sacerdotal

Dirigiéndose a los sacerdotes de la Misión, el Señor Vicente les invita a contemplar la religión del Verbo Encarnado, «el cual dirigía todos sus pensamientos a la salvación de los hombres» (Abelly, III, 90). Cristo no está inactivo. Continúa ejerciendo su sacerdocio a través de los sacerdotes. «Se sirve de nosotros, si nos damos a él» (XI, 74). «A través de nosotros prolonga desde lo alto del cielo lo que por sí mismo hizo durante su vida en la tierra» (XII, 80-85). El sacerdote es, pues, el instrumento del sa­cerdocio eterno de Jesús; es el continuador de su misión mucho más que cada cristiano que se une a Cristo. Vicente de Paúl se apoya, para afirmarlo, en la participación, en la vida de Cristo por el bautismo. «Vivimos en Jesucristo y debemos morir en Je­sucristo, a través de la vida de Jesucristo… Nuestra vida debe estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo… Para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (I, 295).

Pero las Hijas de la Caridad deben asimismo, de acuerdo con la condición y vocación que les son propias, hacer lo que Nues­tro Señor hizo, proseguir su obra de amor (VII, 382; VIII, 162; IX, 14-15; 19-22; 61-63; 252; 583; X, 115; 122; 124; 126; 141, 222-223).

Cristo en todos

Prolongando, ampliando, por así decirlo, su visión del Cristo místico, el Señor Vicente busca y reconoce a Jesús en todos los estados. «La segunda máxima de este fiel servidor de Dios —nos asegura Abelly— era que veía siempre a Nuestro Señor Jesu­cristo en los demás, para excitar más eficazmente su corazón a prestarles todos los servicios de la caridad. Consideraba a este divino Salvador como pontífice y jefe de la Iglesia en nuestro Santo Padre el Papa, como obispo y príncipe de los pastores en los obispos, doctor en los doctores, sacerdote en los sacerdotes, religioso en los religiosos, soberano y poderoso en los reyes, noble en los gentiles hombres, juez e instruidísimo político en los magistrados, gobernadores y otros cargos» (I, 83). Hallamos la actitud y las disposiciones religiosas de Pascal: «Considero a Jesucristo en todas las personas y en nosotros mismos; a Jesucristo como padre en su Padre, a Jesucristo como hermano en sus her­manos, a Jesucristo como pobre en los pobres, a Jesucristo como rico en los ricos, a Jesucristo como maestro y sacerdote en los sacerdotes, a Jesucristo como soberano en los príncipes, etc… Pues es para gloria suya cuanto de grande, siendo Dios, y por su vida mortal asume cuanto hay de abyecto y adverso. Para eso tomó esta desdichada condición, para poder estar en cada uno y ser modelo de todas las condiciones» (Pensées, 785, Brunsch­vicg).

Principio de la acción

Esta visión de Cristo y de su obra proclama al mismo tiempo un principio que rige toda la actividad moral, las actuaciones y los quehaceres, la política y la mística. La misión de Jesús no se logra más que con los medios que Cristo mismo empleó. La na­turaleza de la empresa pide las mismas manos, el mismo cora­zón. Hay que imitar, pues, a Cristo en virtud del principio de aso­ciación, revestirse de su espíritu. Aunque en muchos pasajes de sus obras alude Vicente a la causalidad física de los estados del Hijo de Dios, no habla, sin embargo, habitualmente, sino de la simple imitación de Jesús: Cristo es modelo de todas las virtudes y más especialmente de las virtudes misioneras.

Todo el esfuerzo ascético gravita hacia esta fisonomía de Nues­tro Señor: «nada me agrada, si no es en Jesucristo», decía. Para mejor imitar a Cristo, le copiaba, le remedaba, recogía las expre­siones mismas del Hijo de Dios.

Las bases dogmáticas de la espiritualidad de san Vicente de Paúl se nos presentan, pues, como netamente cristocéntricas. Un Cristo misionero, dulce y humilde polariza todas las verdades de la fe.

b) Organización de la vida interior

«Hace falta vida interior, hay que tender a ella; si se falta a ella, se falta a todo» (XI, 131). «Tengamos como máxima in­dudable, que en la medida en que trabajemos en la perfección de nuestro interior, tanto más capaces nos haremos de producir fruto para nuestro prójimo» (Abelly, HL 342). «Hemos de tra­bajar para que Dios reine soberanamente en nosotros y luego en los demás. Y mi mal es que cuido más de hacerlo reinar en los demás, que en mí mismo» (II, 97).

Estas preocupaciones describen el clima de la ascesis. La preo­cupación de Dios y el amor al prójimo sostienen su esfuerzo. Determinan sus intenciones.

La enseñanza paulina

«Para continuar la misión de Jesucristo, hay que revestirse de su espíritu» (XII, 107). Vicente describe este espíritu y este re­vestimiento inspirándose en la doctrina de san Pablo sobre la vida y la muerte misteriosa del cristiano.

El hombre no llega a ser cristiano, hijo adoptivo de Dios y hermano de Cristo, más que en el momento en que se realizan en él por el bautismo la muerte y la resurrección de Jesús (Gál HI, 26-27; Rom VI, 3-4; Col II, 12). Se identifica entonces misterio­samente con Jesús, consagrándose al Espíritu Santo, en unión de todos los demás miembros de la familia sobrenatural. Revestido de Cristo como de una forma vital, se suelda a la vida moral de Jesús y se pone bajo la guía del Espíritu Santo, que dirigirá su alma, como lo hizo con el Verbo Encarnado.

El bautismo inicia de otro lado por su simbolismo en una nue­va vida moral, de la cual da las condiciones y diseña el desarro­llo. El sumergirse en el agua, que representa la muerte y la sepul­tura, simboliza la ruptura moral con el pecado en inscribe en el alma un programa de renuncia. La acción de emerger, símbolo de resurrección y de vida, manifiesta la ascensión a una vida nue­va, trascendente, que desafía la muerte corporal.

Esta nueva vida pide al hombre libre una adhesión de todo su ser. Hay que realizar, verificar en el tiempo la adopción divina, y unirse a Dios vaciándose de sí mismos (Rom VI, 12). Mística­mente revestido de Cristo en el bautismo, debe al cristiano, me­diante una labor de purificación y de amor, revestirse todavía más, despojándose del hombre viejo (Gál III, 27; Rom XIII, 14; Eph IV, 22).

La doctrina vicenciana

Vicente de Paúl capta en la enseñanza paulina el doble as­pecto estático y dinámico de la vida cristiana. Ahonda, amplía, acuña esta doctrina. Merced a este retorno a las fuentes, adopta su enseñanza un valor del todo particular. Establece él de este modo la teología y la mística de la Misión, no sobre una teolo­gía del sacerdocio, sino sobre una profunda doctrina de la iden­tificación con Cristo por el bautismo. La obra de Cristo, su pro­longación histórica a través de los sacerdotes y bautizados re­quiere, no solamente el estado de gracia, sino también la volun­tad de imitar a Cristo y de obrar bajo la moción del espíritu de Dios.

La parte de Dios y la parte del hombre

Este trabajo, esta larga y paciente empresa, que es el revestirse de Cristo, no se persigue a lo estoico. La santidad no es una con­quista solitaria. Dios y el hombre son solidarios. En planos y bajo influjos diferentes, trabajan juntos.

Por el bautismo, Cristo imprime su carácter y da, por así de­cirlo, la savia de su espíritu y de su gracia. «Da el poder de reali­zar acciones divinas». Vicente pone de ordinario la gracia habi­tual, el carácter bautismal, el carácter sacerdotal, en relación con la actividad de una gracia excitante de Dios que vive en el hom­bre. «Cuando se dice que el Espíritu Santo obra en alguien, quiere con ello decirse que ese espíritu, al morar en esa persona, le da las mismas inclinaciones y disposiciones que Jesucristo tenía en la tierra, y que éstas le impulsan a obrar lo mismo, no digo con igual perfección, sino según la medida de los dones de este divino Espíritu» (XI, 243-244; I, 295).

Por su parte el hombre debe obrar. «Dícese, pues, que se bus­que el reino de Dios. Que se busque: eso no es más que una pa­labra, pero creo que dice muchísimo; nos da a entender que nos dispongamos a aspirar siempre a lo que se nos recomienda, tra­bajar sin descanso por el reino de Dios, y no permanecer en un estado de laxitud y paro; que atendamos a nuestro interior para ponerlo en buen orden, y no al exterior para distraernos. Buscad, buscad: eso indica cuidado, eso indica acción… Busquemos, se­ñores, el hacernos interiores, hacer que Jesús reine en nosotros; busquemos, no permanezcamos en un estado de languidez o di­sipación, en un estado secular y profano, el cual hace que se ocu­pe uno de objetos que los sentidos muestran, sin considerar al Creador que los hizo; sin hacer oración para despegarse de los bienes de la tierra y sin buscar el soberano bien» (XII, 131-132). Una expresión vuelve una y otra vez a los labios del Señor Vi­cente: «Hay que darse a Dios».

Cuando una verdad, una virtud, una acción del Hijo de Dios, una empresa caritativa se presenta al espíritu, hay que esforzarse por comprenderla bien, para que llene la inteligencia y conmueva el afecto. Es gracias a la admiración, como el hombre sale de sí mismo, se adhiere a un bien superior. Admirando, elevando su espíritu para reconocer la verdad tal cual es en Dios, el alma se desprende de sí, comienza a vaciarse de sí misma, a unirse a Dios.

Actos propios de una actitud humilde acompañan este movi­miento hacia Dios. El inventario y la confesión de la nulidad de las fuerzas humanas empujan a pedir a Dios la gracia de pasar a la acción, de obrar, no a partir de sí mismo, sino partiendo de Jesús. Es «en él y por él como hay que obrar».

La gracia excitante, los movimientos del Espíritu Santo se­cundan aquí discretamente el esfuerzo humano, regalando un gusto interior, un atractivo divino por el bien sobrenatural. Com­plicado trabajo de cooperación que conjuga una iniciativa cons­tante y una docilidad muy humilde.

Programa

El espíritu de Jesús inclinará a oponerse a las tres concupis­cencias que las tres virtudes evangélicas, pobreza, castidad, obe­diencia, consagradas por los tres votos, tratan de reducir a la impotencia.

Psicológicamente, hay que luchar contra «la buena de la na­turaleza», contra sus intenciones insidiosas, su mentalidad, su espíritu. De ahí la pugna:

  • contra el propio espíritu,
    mediante la sencillez, la pureza de intención, la humildad;
  • contra la propia voluntad,
    mediante la obediencia, la indiferencia, la práctica de no pedir ni rehusar nada.

San Vicente insiste extraordinariamente en la virtud de la humildad. El mismo llevó su práctica hasta un grado que sor­prendió a sus contemporáneos (Abelly, I, 75-77). Ve cómo se prolonga y expresa en detalles a primera vista desdeñables. Así es como exigirá en ciertos casos hacer menos, para no compla­cerse en una acción, guardar los pensamientos más hermosos, cultivar la humildad del cuerpo, etc… Es que está persuadido de que la humildad es la fuente directa de todas las virtudes, que está en el origen inmediato de todos los bienes (IX, 674; XII, 363). Por la práctica de humillaciones frecuentes se ofrecía a las ins­piraciones y, por así decirlo, sensibilizaba sus miembros a la acción de la gracia.

Como Cristo está en el centro de su perspectiva dogmática, así es la humildad el esfuerzo preferido de su ascesis.

c) Santificación y ordenamiento de la acción apostólica

El misionero no es un ser inmóvil, hipnotizado por la contem­plación de Dios en Cristo. «Cartujo en casa», su vocación es tam­bién obrar y entregarse fuera. El ministerio sacerdotal y la acción caritativa absorben la mayor parte de su tiempo. Se le plantea en­tonces una cuestión primordial. ¿Cómo no perderse en la acción? ¿Cómo ordenar sus actividades para hacerse a la vez santo ante Dios y sobrenaturalmente eficaz en este mundo? El Señor Vicente responde proponiendo unir todas las fuerzas, someter todas las diversidades y el empuje vital a un solo fin: buscar y realizar el reino de Dios.

Sentido de la acción

La acción sostenida por el espíritu de Dios será la verdadera y sin duda la única prueba del amor. Ella ha de ser el término normal de los pensamientos, afectos, imaginaciones que atraviesan la oración (XI, 40). Si es de otra manera, puede asegurarse que to­dos esos sentimientos no son más que ilusiones. Totum opus nostrum in operatione consistit. Vicente llega a extremar su des­confianza con respecto a todo lo que no sea más que interior. «Quien da poca importancia a las mortificaciones externas, con achaque de que las internas son mucho más perfectas, da también a entender que no es mortificado, ni interior ni exteriormente» (XI, 71). La acción, prueba infalible de la verdad, será al mismo tiempo una expresión viviente y concreta del dogma.

¿Cómo sobrenaturalizar la acción, hacerla meritoria, hasta el punto de que pueda moralmente asumirla Cristo? Es suficiente cumplir la ley que rige la actividad de Cristo y no hacer, como él, sino una única voluntad en todas sus ocupaciones. La acción ma­terial no tiene valor en sí misma. Cuenta lo que queda, el desig­nio divino que ella permite realizar. «Hay que santificar las ocu­paciones, buscando en ellas a Dios, y hacerlas para encontrarle en ellas, más que para verlas hechas» (XII, 132). La imitación de Cristo no es copia material, mimetismo; mira al hallazgo de sus intenciones, a su alma, al movimiento profundo que le lleva hacia el prójimo y hasta el Padre. La identificación psicológica com­pleta, en cierto sentido, la identificación mística por la gracia.

Lo mismo que Vicente de Paúl prolonga y traduce la consi­deración de Dios a imitación de Jesús, así también reduce y hace desembocar esta imitación en una comunión íntima con la vo­luntad divina.

Discernimiento de la voluntad de Dios

En todo caso, como si temiera ver esta regla de la voluntad divina plegarse a todas las exigencias de la insidiosa buena de la naturaleza, Vicente de Paúl modifica y arregla la doctrina de su maestro Benolt de Canfield. Ha leído la célebre obra del capu­chino inglés, la Regla de perfección, reducida al único punto de la voluntad de Dios, obra compuesta antes de 1593, pero que no se imprimió en Francia y París más que en 1609. Vicente la llegó a conocer probablemente en una edición semejante a la que tenemos en la Biblioteca de Troyes (n. 5.539).

No adopta toda la doctrina del maestro capuchino y, en par­ticular, apenas si concede algo de crédito a las inspiraciones in­teriores, ni da a los requisitos objetivos de la razón natural más que una adhesión reticente. Clasifica las expresiones de la volun­tad de Dios según tres criterios objetivos, que apelan a tres dis­posiciones:

  • Cosas prescritas. Principio de obediencia. Uno se une a la voluntad divina ejecutando debidamente las cosas que se nos mandan, y rehuyendo con cuidado las que se nos prohiben. Y eso siempre que nos apercibamos de que tal mandamiento, o tal prohi­bición, provienen de Dios, de la Iglesia, de nuestros superiores, de nuestras reglas y constituciones.
  • Cosas indiferentes. Principio de mortificación. Entre las cosas indiferentes que se brindan a la acción, escogiendo más bien aquellas que repugnan a nuestra naturaleza, y no las que la sa­tisfacen; de no ser que las que agraden, sean necesarias, pues en­tonces hay que preferirlas a las otras, mirándolas sin embargo, no por el lado que deleita los sentidos, sino tan solo por el que es más agradable a Dios.
  • Cosas indiferentes, ni agradables ni desagradables, y cosas inesperadas. Principio de abandono a la providencia. Que diversas cosas, indiferentes por naturaleza, igualmente agradables o des­agradables, se brindan simultáneamente a la acción, conviene entonces comportarse indiferentemente, como ante lo que pro­viene de la divina providencia. Y en cuanto a lo que nos sobre­viene inesperadamente, como son aflicciones o consuelos, ya cor­porales, ya espirituales, recibiéndolos todos con igualdad de es­píritu, como provenientes de la mano paternal de Nuestro Señor.

Vicente de Paúl fija luego el motivo que debe sostener esa actividad de unión con Dios. «Haciendo todas estas cosas por la razón de que ese es el beneplácito divino, y para imitar en ello cuanto nos sea posible a Nuestro Señor Jesucritso, que hizo siempre lo mismo con el mismo fin, como él mismo lo testimonia —Hago siempre, dice, lo que se conforma a la voluntad de mi Padre— (Reg. o Const. Com. de la Cong. de la Misión, c. II, pá­rrafo 32).

¿Debe recordarse que el Señor Vicente se destacaba en el ejercicio de esta sabiduría práctica? «Era como el resorte que ponía en marcha todas las facultades de su alma y todos los ór­ganos de su cuerpo. Era el primer móvil de todos sus ejercicios de piedad, de sus prácticas más santas y, en general, de todas sus acciones» (Abelly, III, 32).

Felices resultados de la unión con la voluntad divina

Esa práctica de la conformidad con la voluntad de Dios pro­duce un descanso psicológico, una tranquilidad de espíritu que sorprende mucho a las personas enmarañadas en los movimientos de la naturaleza anárquica. Los misioneros unidos a la voluntad de Dios «no se atienen sino a Dios, y Dios les guía. Les veréis mañana, esta semana, todo el año y toda su vida en paz, en ardor y tendencia continua hacia Dios y siempre difundiendo en las al­mas los dulces y saludables efectos de las obras de Dios en ellos» (XII, 235).

El alma goza de una felicidad del todo divina. «Hacer la vo­luntad de Dios es comenzar el paraíso en este mundo. Dadme una persona, dadme una muchacha que haga toda su vida la volun­tad de Dios; comienza a hacer en la tierra lo que los bienaventura­dos hacen en el cielo; comienza su paraíso aquí en este mundo; pues no tiene más voluntad que la de Dios; y eso es participar en la dicha de los bienaventurados… Dadnos la gracia, Señor, de comenzar desde ahora esta dichosa vida que poseen los santos en el cielo, consistente en tener un mismo querer y no querer que Dios» (IX, 645; 285; IV, 340; X, 280).

La eficacia apostólica llega al máximo. No es preciso hacer mucho. Lo esencial es unirse a Dios de una manera u otra, activa o pasivamente. «Nuestro Señor y los santos hicieron más su­friendo que actuando, y así es como el bienaventurado obispo de Ginebra, y el difunto Señor de Comminges a ejemplo de él, se santificaron y fueron causa de santificación para tantos miles de almas» (II, 4).

La unión con la voluntad divina llena a uno de Dios y le re­viste del espíritu de Jesús, el cual se transparenta en todas las acciones. «Veréis sus directivas resplandecer del todo y llenarse de luz, y siempre fecundas en frutos: no hay sino progreso en su persona, fuerza en sus palabras, bendición en sus empresas, gracia en sus consejos y aroma en sus acciones» (XII, 235).

En la práctica de la voluntad de Dios alcanza Vicente de Paúl la clave de bóveda de su síntesis espiritual. Une en ella sus dos preocupaciones: terminar la obra de Jesús, revistiéndose de su espíritu, y ajustar la prudencia que guía la acción a las directivas de una providencia admirable.

Conclusión

Dos señales, dos presencias caracterizan con toda claridad, y se creería que inolvidablemente, la espiritualidad del Señor Vicente: Cristo pobre y evangelizador de los pobres, y las reali­dades terrestres, exigentes y complejas, que evangelizan, en nom­bre de Dios, nuestra vida en la tierra.

Por razón de estas dos presencias sigue el Señor Vicente es­tándonos muy próximo, en un mundo que jamás quiso abandonar, más que para estarle espiritualmente más al lado. Por su amor, su humilde silencio, nos recuerda que no hay vida sino en Jesu­cristo, en ese Cristo de los pobres que es «la suavidad eterna de ángeles y hombres».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *