Capítulo II: Berbería (cont.)
Artículo II. La Obra de san Vicente de Paúl
I.Misión de Túnez. –Cónsules y Misioneros. –Luis Guérin.
Ése era el pasado de Berbería, ésa su constitución presente, en su doble punto de vista político y religioso, y en sus relaciones con la Iglesia y los gobiernos, cuando Vicente pensó en realizar uno de sus más antiguos y de sus más queridos deseos y en cumplir una da las cláusulas de la donación de la duquesa de Aiguillon. Esta cláusula, si bien se recuerda, le dejaba gran libertad, ya que en ella se decía que los sacerdotes de la Misión. «en el momento que lo consideraran apropiado,» enviarían misioneros a Berbería «para consolar e instruir a los pobres cristianos cautivos en la fe, amor y temor de Dios.» añadamos que las 14.000 libras dadas por la duquesa habían sido absorbidas, y sobrepasadas, por la obra de las galeras. No obstante, presionado por su espíritu de caridad y de justicia, Vicente creía no poder diferir más y buscaba procurarse algún dinero para comenzar la Misión de Berbería. En ese tiempo, el piadoso rey Luis XIII quien, sea por su propia iniciativa, sea por las súplicas de algunas personas movidas por un celo parecido, pensaba en el mismo proyecto, le hizo enviar nueve o diez mil libras, con invitación de enviar a algunos de sus sacerdotes a África en la primera ocasión.
Luis XIII murió pronto, y la ocasión no llegó hasta dos años después. Ya que era una obra de difícil ejecución, no pudiendo los Turcos sufrir la presencia de un sacerdote cristiano sino en la situación de esclavo o de tributario de su avidez. Vicente se acordó al fin que los tratados entre Francia y el Gran Señor autorizaban a nuestros reyes a mantener, en todas las ciudades marítimas dependientes de la Puerta a algunos de sus súbditos a título de cónsules, y a estos cónsules mismos a recibir a un capellán para su uso personal y el servicio religioso de su casa.
Desde hacía tiempo ya, los reyes de Francia habían usado de una parte de este derecho y, en interés tanto del comercio como de los cristianos esclavos, habían establecido consulados en las principales ciudades marítimas de Levante y de Berbería. Los cónsules eran los promotores políticos de sus nacionales. A la llegada de los barcos, acudían al rey o al dey, reclamaban a los simples pasajeros, pero debían dejar en esclavitud a los comprometidos, es decir a los que habían sido capturados con las armas en la mano. No contentos con arrancar asó a un gran número de cristianos ala servidumbre, protegían a los esclavos, les ahorraban tormentos durante su cautividad o extorsiones en el momento de su rescate. Negociaban con frecuencia su libertad, les arreglaban el regreso a su país. La casa consumar era todavía para los esclavos un lugar de refugio, y dos veces al año, en Navidad y en Pascua, estos desdichados se reunían en un banquete en el que recobraban por un instante la libertad y la patria. El cónsul de Francia era también el protector de todas las naciones que no tenían representante en Argel, y al propio tiempo de los judíos extranjeros, de los Griegos y de los Armenios. Era él quien llevaba al pacha, al dey o a la aduana las quejas de estos diferentes pueblos, quien reclamaba las capturas hachas en ellos contra la fe de los tratados, quien impedía que se establecieran derechos exorbitantes sobre sus mercancías. El comercio le estaba prohibido; puesto que como protector de los comerciantes habría podido sacrificar sus intereses en su provecho personal. En compensación, los navíos, para entrar y para salir necesitaban de su pasaporte y algunos derechos le eran debidos sobre todas las mercancías, no sólo de Francia sino de todas las naciones a cuyos traficantes protegía. Por último, le pertenecía conocer a los distintos llegados buen entre los esclavos, bien entre los comerciantes de las diversas naciones, y debía vigilar para que éstos no trajesen a los Turcos ni plomo, ni hierro, ni armas, ni cordajes, ni velas, nada, en una palabra de lo que se podían servir para hacer la guerra a los cristianos. El artículo 7 de la bula In coena Domini se condenaba con excomunión a quien suministrara a los musulmanes armas, municiones de guerra, y las ordenanzas de nuestros reyes, los tratados concluidos con Berbería concordaban en este punto con los cánones de la Iglesia. Funciones delicadas, según se ve, que exigían mucha destreza y probidad. Era bien difícil al cónsul conducirse entre su gobierno y una regencia bárbara, que podía disponer siempre de su libertad y hasta de su vida; difícil igualmente conciliar los derechos de los patrones y las exigencias con frecuencia irritadas de los desdichados esclavos, que a veces le echaban la culpa de sus sufrimientos. Por otro lado, que le resultaba fácil, si no era de una probidad absoluta, desvalijar a los comerciantes y hasta a los esclavos, so capa de protección. Vicente, de acuerdo con la duquesa de Aiguillon, apartará todos estos inconvenientes, y hará del consulado una institución verdaderamente protectora de todos los intereses.
Mientras tanto, ya ha escrito a Lange de Martin, entonces cónsul de Francia en Túnez, para preguntarle si le agradaría recibir en su casa, en calidad de capellán, a un Misionero, añadiendo que ni el sacerdote ni el hermano destinado a servirle no estarían a su cargo. A la respuesta favorable del cónsul, mandó marchar en 1645, a Luis Guérin, sacerdote de la diócesis de Bayeux, y al hermano Francisco Francillon, quien coronará cerca de medio siglo de trabajos con el martirio.
Luis Guérin había comenzado por llevar las armas, y había agotado en esta profesión el valor que debía desplegar en Túnex en medio de peligros mayores y más insuperables que los de la guerra. Una vez sacerdote, se unió a Vicente, que ejerció su cariad en Lorena y la aplicó en diversas misiones, en particular en la diócesis de Saintes cuyo obispo le tributó este honroso testimonio: «No he conocido a nadie en el mundo en quien se viera mejor la obra de Dios y que tuviera más gracia para anunciar las verdades del Evangelio.»Su mortificación era tal que parecía haberse librado de de las necesidades de la naturaleza, y que su existencia era una especie de milagro. Pero por muy heroico y duro que fuera su apostolado en Francia, él no encontraba allí el empleo de todo su celo, y había soñado siempre el trabajo y la muerte entre los cautivos y los bárbaros. También fue para él un arrebato de alegría cuando Vicente le anunció su misión en Túnez. «Se os ve muy dichoso, le dijo alguien la víspera de su partida; ¿vais pues finalmente a haceros colgar en Berbería? –Eso sería demasiado poco, respondió, y a ese precio no quisiera ir. Con la gracia de Dios, cuento con el palo o algo peor.»
Y tuvo lo peor…y tuvo lo mejor: una muerte más oscura, es verdad, y sin embargo verdadero martirio en el servicio de la caridad.
Los primeros cuidados de Guérin, a su llegada a Túnez, fueron dedicados a los esclavos. Con palabras de consuelo, discursos muy sentidos, limosnas administradas con cuidado y distribuidas con prudencia, les calmó primero su desesperación. Preparada así su alma, les habló de Dios llevándolos a la frecuentación de los sacramentos y a todas las práctica religiosas. Al principio, todo se hizo en secreto. Pero pronto pudo dar a la religión su aparato exterior, con sus cantos y sus ceremonias. Los calabozos se transformaron en otros tantos pequeños templos, donde los esclavos podían libre y públicamente oír la misa, y participar en los divinos misterios. Jesucristo residía allí noche y día en su tabernáculo, en medio de los pobres y de los afligidos, objetos eternos de su predilección, y una lámpara ardía siempre delante, símbolo de la fe de los esclavos y de su amorosa providencia. Era con la antorcha y el cirio en la mano como le acompañaban hasta los enfermos. En la fiesta del Corpus Christi, era llevado en procesión, seguido de una multitud cuyos lazos y ropas pobres formaban, para una mirada cristiana, un espléndido triunfo y, durante toda la octava, quedaba expuesto a la veneración pública. Los domingos y las fiestas, se celebraba el oficio divino en las pobres capillas de los calabozos, con menos riqueza, pero más solemnidad que en las iglesias de París. Se hacían a menudo piadosas fundaciones a las cuales contribuía el donativo del esclavo, y se establecían cofradías ya en honor de la santísima Virgen, ya para el socorro espiritual de los moribundos y de los muertos. En una palabra, era, en esta tierra infiel, el cumplimiento de la palabra del Profeta: «Dijo el Señor a mi Señor, ‘Reinad, triunfad en medio de vuestros enemigos’».
El nombre francés triunfaba allí también, gracias al patriotismo de nuestros Misioneros. Cada año, la fiesta de san Luis, patrón de la capilla consular, patrón de toda esta tierra de Túnez, que él santificó con su muerte, se celebraba con gran pompa. En todas las asambleas religiosas, el rey y Francia tenían su recuerdo. «Estaríais encantado, escribía Guérin a Vicente, -encantado efectivamente, en su ancianidad, reviviendo con tales hijos y presenciando tales maravillas: -encantado al oír todos los días de fiesta y domingos cantar en nuestras iglesias y nuestras capillas el Exaudiat y las demás oraciones por el rey de Francia, a quien los extranjeros mismos testimonian respeto y afecto. No lo estarías menos al ver con qué devoción estos pobres cautivos ofrecen sus oraciones por todos sus bienhechores, a quienes reconocen en su mayor parte que están en Francia o vienen de Francia. No es en verdad un pequeño motivo de consuelo ver aquí casi a toda clase de naciones en grilletes y en cadenas, pedir a Dios por los franceses.»
La piedad iba en aumento, y también el trabajo del misionero en ciertas circunstancias extraordinarias, como las Cuarenta Horas y los Jubileos. Entonces, eran la admirable vuelta a Dios después de largos años de abandono de las prácticas religiosas, incluso las abjuraciones de la apostasía hachas con heroísmo y con peligro de la vida. Entonces también las ocho noches enteras pasadas sin dormir oyendo las confesiones porque los amos no permitían a los esclavos quitarles un instante de trabajo en el curso del día.
Pero el Misionero se sostenía con la vista de los frutos maravillosos que la gracia de Dios operaba por su ministerio. Esta cristiandad de cautivos parecía querer reproducir el heroísmo de los primeros tiempos del cristianismo, y san Cipriano habría podido aplaudir también a estos confesores de la fe, a estos mártires, el primero que la fecundó con su sangre fue un joven portugués de veintidós años. Nuevo José, fue el mártir de la castidad. Después de resistir más de un año a las solicitaciones de su impúdica dueña y de recibir más quinientos bastonazos por los falsos informes que hacía contra él esta loba irritada por sus rechazos, estuvo tres días atado a un gruesa cadena. Guérin fue visitarle y a consolarle, luego le hizo sellar en la santa comunión la promesa de sufrirlo todo antes que ofender a Dios. «Señor, respondió entonces el heroico joven, aunque me sometan a todas las torturas, yo moriré cristiano.» En efecto, él marchó valientemente al suplicio, acompañado del Misionero a quien, por primera vez, le era permitido asistir a un condenado a muerte, no dio ninguna señal de impaciencia en medio de los más crueles tormentos, y murió pronunciando, con las manos levantadas hacia el cielo, esta última palabra: «¡Oh Dios mío, muero inocente! » Explosión de una conciencia feliz por su fidelidad, y grito de victoria. –»Invoco su auxilio, escribía Guérin a Vicente haciéndole este relato (agosto de 1646), como nos quería en la tierra, espero que continúe queriéndonos en el cielo.»
Algún tiempo después, era un joven Francés quien era empalado en Túnez, por no haber querido prestarse a una pasión más abominable todavía. En su cruel y vergonzoso suplicio, los papeles se invirtieron: mientras seguía intrépido sus verdugos o huyeron, o no le ejecutaron, escribía Guérin, sino temblando como una hoja.
Según estos ejemplos, se comprende en qué peligros, a qué asaltos debía exponerse la virtud de las mujeres, cuando eran jóvenes y hermosas. También Guérin con la ayuda de los comerciantes cristianos, no retrocedía ante ningún sacrificio para arrancarlas, comenzando por las Francesas, de las manos de los patrones impúdicos, sobre todo de los renegados. Cuando no había podido recoger la suma suficiente, obtenía a veces un término para su rescate y, a la espera, las colocaba en lugar seguro, al abrigo de toda persecución culpable. Pero de vez en cuando era forzado el asilo y las sometían a las más crueles violencias para hacerlas abjurar de la fe y de la virtud. Una de ellas recibió un día más de quinientos bastonazos, y su cuerpo magullado fue pisoteado por los bárbaros, que le reventaron así los pechos acabando su glorioso martirio. Guérin al enterarse de esta triste noticia, redobló los esfuerzos por recoger el rescate de estas desdichadas; y, cuando lo había reunido, se apresuraba a concluir con los amos y hacerles escribir las cartas de franquicia, y llevar a lugar seguro a las víctimas rescatadas; porque a menudo existía entre estos monstruos innobles arrepentimientos, y había que estar en guardia contra la vuelta de su feroz pasión.
Guérin no ponía menos interés en rescatar a los jóvenes, expuestos a renegar de la fe o a servir a infames caprichos. Una vez, salvó a un niño de Marsella, de tan sólo trece años, que había recibido ya mil bastonazos porque no quería renunciar a Jesucristo. Después, le habían desgarrado un brazo y le habían condenado a cuatrocientos nuevos bastonazos: era, en su estado, la muerte o la apostasía. Ante esta noticia, Guérin corre a ver a su patrón; se arroja, con las manos juntas y en tres o cuatro ocasiones, a los pies de este hombre, y acaba por arrancarle al niño al precio de 200 piastras1.
Con estos esfuerzos y sacrificios, Guérin no sólo conservaba a los católicos en la fidelidad y en la virtud, sino que devolvía también a la verdadera fe a un gran número de protestantes. En una carta a Vicente del mes de junio de 1646, cuenta la conversión de un joven Inglés de once años capturado por los corsarios en las costas de su patria, vendido luego en Túnez. En una edad tan tierna, el niño había reconocido en seguida, a la luz de la desgracia y de la gracia, la verdad y abjurado del error. «Es uno de los niños más hermosos niños que se pueda ver, escribía Guérin, y uno de los más fervientes cristianos que se pueda esperar.» Su fervor se fortalecía bajo el bastón y en las torturas que le infligía su amo para hacerle renegar de su fe.» Golpea, le decía él entonces, golpea, córtame el cuello si quieres, pero has de saber que soy y moriré cristiano católico. –»Quédese tranquilo, padre, añadía, volviéndose hacia Guérin, estoy resuelto a sufrirlo todo, hasta la muerte, antes que renunciar a mi divino Salvador.» Transportado entonces de admiración, Guérin sólo tenía un pesar, y era no poseer las 200 piastras exigidas para su rescate. «Sería un segundo Beda para su patria, escribía, tanto espíritu y virtud tiene.»
Poco tiempo después, se trata también de un joven Inglés de quince años, quien con un joven Francés de la misma edad, nos devuelve al tiempo heroico de la primitiva Iglesia. los dos habían sido secuestrados en su país por los corsarios, luego vendidos en Túnez a dos amos diferentes, pero alojados uno cerca del otro. La proximidad, la igualdad de edad y de fortuna los unieron bien pronto con una amistad fraterna.
El Inglés era luterano, y su compañero le ganó para Dios, y le puso en manos del Misionero; y, después de una ferviente abjuración, volvió a su amigo, y se afianzó de tal manera en la fe, por este dulce y santo trato, que unos mercaderes ingleses y herejes, habiendo querido incluirle en los rescates que habían venido a hacer a Túnez de sus nacionales y correligionarios: «No, respondió él, tengo la suerte de ser católico y prefiero la esclavitud y el exilio a una patria y a una libertad que no podría recobrar más que con peligro de mi fe.»
Los dos amigos volvieron a sus cadenas y a sus dulces charlas. Se animaban mutuamente a guardar inviolablemente en su corazón la fe de Jesucristo, y a profesarla valerosamente ante los infieles, incluso en medio de las torturas. Su resolución fue puesta a las mayores pruebas, de las que siempre salieron victoriosos. Un día que el joven Inglés había ido a visitar como de costumbre a su compañero, se lo encontró tendido en el suelo molido a golpes, sin movimiento y sin vida aparentemente. Se inclina sobre él para ver si vive aún, le llama por su nombre. A esta voz tan familiar, el joven Francés sale de su desvanecimiento; pero, en su delirio, no sabiendo si le están provocando otra vez a la apostasía: «Yo soy cristiano, se apresura a responder como para rechazar todo asalto, y cristiano de por vida.» Doblemente gozoso por esta resurrección y por esta fidelidad, el Inglés se arroja sobre él, y besa con ternura sus pies magullados y sangrantes. Es sorprendido en esta postura y en esta acción por los Turcos que le preguntan sorprendidos: ¿»Qué haces ahí? –Yo honro, replica con firmeza, los miembros que acaban de sufrir por Jesucristo, mi Salvador y mi Dios.» Irritados, los Turcos le expulsan con injurias, y no le permiten volver a ir a consolar a su compañero. Es éste quien, curado de sus heridas, viene a verle a su vez. Ay, le encuentra en el mismo estado, tendido en una estera de juncos, molido a golpes, rodeado de sus verdugos y de su patrón que sacian sus ojos con el espectáculo de sus heridas. Se precipita de repente hacia él y, para desafiar el furor de los Turcos y procurarle el merito de una nueva profesión de fe,, le dice: «¿A quién de los dos prefieres tú, a Jesucristo o a Mahoma? –A Jesucristo, responde en voz alta el joven Inglés; yo soy cristiano y quiero morir cristiano.»
A estas palabras, la rabia de los turcos está para estallar. Uno de ellos saca una navaja de su cinturón, corre hacia el Francés y le amenaza con cortarle las orejas, pero el joven se arroja sobre el arma, se la arranca de las manos al Turco, se corta él mismo una oreja, se la presenta al verdugo diciéndole a sangre fría: ¿»Quieres la otra? Los bárbaros se quedan desarmados ante este impasible valor y abandonan a los dos amigos la libertad de su fe. Dios, satisfecho de su fidelidad, no retrasó por mucho tiempo su recompensa. Al año siguiente, una enfermedad contagiosa se los llevó a uno y al otro. «Más rápidos que la águilas, más fuertes que los leones, en la misma muerte no se separaron (II, Reg., 1)2.»
A pesar de tantos trabajos, Túnez no era una teatro suficientemente ancho para el celo de Guérin. De vez en cuando hacía excursiones por las costas, o de adentraba tierra adentro para consolar a los esclavos más abandonados. Una vez llegó hasta Bizerta, la antigua Útica, donde acababa de enterarse de que una galera de Argel había llegado. Era el día de Pascua. Partió enseguida. El viaje fue demasiado duro; pues, habiéndose negado a tomar un escolta de jenízaros, se encontró con unos Árabes que le molieron a golpes. Uno de ellos, agarrándole por la garganta, apretó tan fuerte, que creyó que le iban a estrangular. «Pero como yo no soy más que un miserable pecador, escribía con su deseo siempre equivocado del martirio, Nuestro Señor no me creyó digno de morir por su servicio. Llegado a Bizerta encontró a trescientos pobres cristianos encadenados, a quienes el capitán le permitió darles una corta misión de diez días. Ayudado por un pobre que llevaba consigo, se puso a evangelizarlos. Todos, con excepción de algunos Griegos cismáticos, hicieron su deber con una piedad que le inundó de consuelo, Todos los días les hacía desencadenar y salir de la galera, luego los llevaba a tierra para oír la misa en la casa de un particular, transformada en capilla y recibir la sagrada comunión, de la que muchos se habían visto privados desde hacía dieciocho o vente años. Un espectáculo semejante edificaba hasta a los Turcos que, en su ternura, venían a besar las manos y el rostro del Misionero. Quien le alojaba no quiso recibir ningún dinero de él, diciendo que era muy justo hacer la caridad a los que se la hacían a los demás. La misión se terminó con ágapes cristianos, en los cuales Guérin reunió a todos los pobres esclavos, antes de darles el beso de paz y del adiós3.
Se ve que en medio de tales trabajos, se hayan agotado pronto sus fuerzas, y que no pudiera con toda la tarea. Pero como se había ganado la estima y el afecto incluso de los musulmanes, se atrevió, al cabo de dos años de apostolado, a ir a ver al rey Aagi-Mohamed, y le pidió permiso para mandar venir a ayudarle a otro sacerdote. «Dos y tres, si tú quieres, le respondió el Bárbaro; yo los protegeré como a ti en todas las ocasiones, y yo no os negaré nunca nada, porque sé que no heces mal a nadie, y que al contrario haces bien a todo el mundo.»
En esa época, se ve, Agi-Mohamed estaba de vuelta de todo reparo contra Guérin y le había dado toda su confianza. No habría sido así el año anterior. Leemos en una carta de Vicente del 25 de julio de 1646, que Guérin acababa de escapar de un gran peligro. Se había visto obligado a permanecer oculto durante un mes, esperando que de un momento a otro «vinieran a prenderle para quemarle, a lo cual estaba resuelto por completo.» ¡Era el martirio tan deseado lo que se le iba de las manos! Se trataba de un hijo del rey llamado Cheruby que, después de proteger a los cristianos en Tunez, y ya cristiano él mismo en su corazón, se había escapado con cinco o seis oficiales y grandes sumas, y se había marchado primero a Sicilia, luego para España, donde se hizo bautizar. Tuvo por padrino al rey de España Felipe IV, quien le dio su nombre y un patrimonio. De España, había querido ir a Roma para besar los pies del soberano Pontífice; pero durante la travesía, su madre le mandó secuestrar por un capitán holandés quien le llevó a Túnez. Allí conservó en secreto su fe y su afecto protector por los cristianos. Allí le volveremos a ver más tarde en relación con un enviado de Luis XIV, quien fundó en él al momento las más altas esperanzas.
Sospechoso, no sin razón, de contribuir a la conversión del joven príncipe, Guérin encubrió pues el primero en la cólera de Ahí-Mohamed. Pero volvió pronto, más que nunca, a ganarse su gracia. De ello se aprovechó para llevar con libertad , como todos nuestros misioneros franceses los intereses de su patria y los de la fe, de tal forma que el rey le dio, para el joven Luis XIV, una carta «que tengo aquí, escribe Vicente, y no vemos a nadie que la sepa interpretar. Al mismo tiempo que Guérin establecía buenas relaciones entre Francia y Túnes, él obtenía el permiso de mandar venir a un segundo Misionero. Escribió pues a Vicente para pedirle este precioso compañero. Vicente se rindió a los deseos de Guérin, aunque hubiera enviado ya sacerdotes a Argel, y al mismo tiempo se los pidieran para Salé, ciudad del reino de Fez menos famosa por su mezquita de mil cuatrocientos pies de longitud, que por la crueldad y el número de sus corsarios.
Se lee, en efecto, en una carta a Portail del 25 de julio de 1646: «Nos piden en Salé en Berbería, donde tienen libertad de predicar a Jesucristo. ¿Quién podría ser idóneo para eso?» Era el cónsul de Francia quien se había dirigido al santo sacerdote fue derecho a una demanda tan cristiana, y designó a uno de sus sacerdotes, a Le Soudier, quien recibió orden de acudir al cónsul en Marsella y de estar preparado para hacerse a la vela para Salé. Pero un religioso se le adelantó y se hizo con esta Misión. Vicente, quien se temía un mal entendimiento más fatal todavía en las cosas de Dios que en los asuntos políticos, escribió al cónsul el 5 de octubre más o menos en estos términos: «Os agradecemos el honor que habéis hecho a nuestra pequeña congregación al querer poner los ojos en ella para emplearla en el servicio de Dios y en la asistencia a los esclavos de Berbería. Perro tenemos por máxima ceder a los demás las buenas obras que se presentan. Estoy persuadido de que lo cumplirán mucho mejor que los nuestros sabrían hacerlo. Si por desgracia estos operarios, cuyos empleos serían tan limítrofes, llegaran a tener alguna dificultad, no dejarían de escandalizar a los cristianos y a los infieles.» La partida del Misionero fue pues suspendida, y el proyecto de Misión en Salé debió quedar abandonado. Algunos años después, la falta de obreros sin duda debió forzar a Vicente a oponer una negativa a una petición perecida que le llegaba de Trípoli. Escribía a Ozenne, en Polonia, el 24 de agosto de 1654: «Nuestra gente de Berbería son tan edificantes, por la misericordia de Dios, que el pacha de Trípoli pide que se le envíen algunos que hagan como ellos, y se propone incluso escribir al rey. Es lo que el preboste de Marsella me comunica a instancia de algunos que han comerciado en esa ciudad, y que llegan de allí. Oh, cuántas puertas abiertas para servir a Nuestro Señor! Rogadle que envía obreros a su viña, y que las abominaciones de mi vida no hagan a la Compañía indigna de esta gracia.»
Pero, a falta de obreros en número suficiente, la Providente acababa de proporcionarle nuevos recursos para las Misiones de Berbería. Mediante un contrato de fundación del 20 de mayo de 1647, la duquesa de Aiguillón le había dado una suma de 40.500 libras, cuya renta debía servir para «sostener en Argel, Túnez y otros lugares de Berbería donde hay cristianos detenidos esclavos, a un sacerdote de la Misión en cada uno de dichos lugares que hiciera las funciones de dicha Misión a los esclavos cristianos, les administrara los santos sacramentos, y empleara lo demás de dicha renta, si algo quedara, a limosnas a dichos pobres esclavos.» Vienen luego, como siempre, esos considerandos tan cristianos, o esa sublime exposición de motivos: «Habiendo mi dicha señora duquesa deseado hacer la presente donación con la intención de honrar a Nuestro Señor Jesucristo que vino a la tierra para sacar a los hombres de la miseria del pecado, y reconciliarlos con Dios su Padre una vez rescatados con su sangre y su muerte4.» Estas hermosas palabras estaba sin duda inspiradas por Vicente, quien tenía la costumbre de decir, hablando del socorro y del rescate de los cautivos: «Hacemos el oficio de los ángeles que negocian nuestra salvación en la tierra, enviando o presentando a Nuestro Señor las buenas obras que ha sido del agrado de su divina bondad permitirnos hacer por el rescate de nuestros pecados5.» Para asegurarse de que las cláusulas del contrato de fundación serían bien cumplidas, la duquesa de Aiguillon añadía ésta: que los Misioneros le escribieran de seis en seis meses el éxito de sus trabajos. Ella había exigido sin duda verbalmente el informe de las misiones de las galeras, y para cumplir su voluntad le escribió J.-.B. Gault la carta citada ya. Sin duda alguna que los Misioneros de Berbería hayan satisfecho su piadosa curiosidad, y tenemos que echar de menos esas cartas perdidas, donde se hallarían detalles tan llenos de interés y de edificación.
II. Juan Le Vacher, cónsul y vicario apostólico.
Provisto así de recursos más abundantes, Vicente no podía dudar en enviar refuerzo a Guérin. Le escogió a Juan Le Vacher, el verdadero héroe de ls Misiones de Berbería. Nacido en Écouen, el 15 de marzo de 1619, de una familia honrada, pariente del célebre doctor André Duval, consejero y confesor de Vicente, Juan Le Vacher, después de una educación cristiana y una juventud pura, iba a contraer matrimonio cuando una dificultad aparecida se lo dio a Dios. su hermano mayor Felipe que se preparaba ya al sacerdocio en el colegio de los Bons-Enfants y a quien veremos enseguida en Argel, le dirigió a su venerado padre. A la vista de este joven, de este niño, Vicente, iluminado de lo alto, adivinó, bajo la más tenue envoltura , un alma de apóstol: «Dejad el mundo, le dijo, y venid conmigo a San Lázaro.» Era la primera, fue la única vez quizás que Vicente usó tal lenguaje: en su humildad tenía por máxima no llamar directamente ni indirectamente a nadie a lo que él llamaba su pequeña Compañía.
Era el 5 de octubre de 1643, Juan Le Vacher entró en el seminario interno de San Lázaro; cuatro años después era sacerdote.
Hacía apenas algunos meses que se había ordenado, cuando llegó la petición de Guérin. Vicente, siempre inspirado por Dios, no dudó un instante y, para el puesto más difícil reservó su elección al más joven y débil en apariencia con sus discípulos. El 28 de agosto de 1647, Juan Le Vacher, conducido por Vicente, iba a franquear el umbral de San Lázaro para emprender la ruta de Marsella. Al mismo tiempo entraba el nuncio: «Monseñor, le dijo Vicente, vuestra bendición para este Misionero que parte para Berbería. –¡Qué, este niño! Dijo el nuncio sorprendido. –Monseñor, tiene vocación para ello.» Y el nuncio añadió, sobre la cabeza de de Juan Le Vacher, su bendición a la de san Vicente de Paúl.
Llegado a Marsella a la casa de sus cohermanos, Juan Le Vacher cae enfermo, y el superior escribe enseguida Vicente para expresarle la imposibilidad de lanzarle a un viaje así y a funciones evidentemente por encima de sus fuerzas. –»Ruego al Sr. Chrétien (era el nombre del superior), responde al punto Vicente que haga embarcarse lo antes posible el Sr. Le Vacher. Si la debilidad ocasionada por su enfermedad es tan grande que este Misionero no tenga fuerzas para ir hasta el barco a pie, que le lleven y se embarque, sea cual fuere su estado. Si después de hacer veinte o treinta leguas no puede resistir el aire del mar, entonces…que le arrojen al mar.» Convicción siempre evidente de una vocación celestial, sublime confianza en Dios.
En efecto, Juan Le Vacher se embarca, y se cura enseguida. El 22 de noviembre de 1647, llega a Túnez. Viene a caer en medio de la peste, que hacía estragos entre los Turcos y los esclavos cristianos. Bonita ocasión de inaugurar su ministerio, bautismo del peligro para su celo y su caridad. Inútil decir lo que hizo aquel sacerdote, en semejantes circunstancias, para ayudar a su cohermano Guérin. A los pocos días, se había ganado la confianza y la admiración de todos. Los pobres esclavos se alegraban, cuenta Vicente, cuando iba a visitar las galeras. Se precipitaban a verle, le agarraban de la ropa, de manera que apenas se podía abrir paso. Pero, desde el mes de abril del año siguiente, sucumbió a sus fatigas. La peste se apoderó de él también, y le llevó en pocos días a las puertas de la muerte. Fue un dolor de todos. Los esclavos se confundían en llanto y gemidos; los comerciantes cristianos, el cónsul de Francia se encontraban desolados, y los propios Turcos, los más grandes de la ciudad a la cabeza, se asociaban a este duelo general, y venían a ofrecer a Guérin sus consuelos y sus servicios.
Le Vacher se quedó reducido a un extremo tal que se le dio por muerto. Guérin dio órdenes para su sepultura y se retiró, sin dejar a su lado más que al hermano Francillon. Al cabo de dos horas el hermano, cuyas miradas no se podían apartar de su querido Misionero, creyó percibir en él algunas señales de vida. En un transporte de alegría contenida todavía con el temor, acude en se ayuda; llegan y, al ver la verdad, todos dan gracias a Dios.
Pero, días después, el buen hermano mismo es atacado por la peste; por otra parte, Guérin, obligado a multiplicarse en el servicio de los apestados, no teniendo, en un tiempo en el que la guerra interrumpía el comercio, en el que el hambre se añadía a la peste, más que malos y escasos alimentos para sostener sus fuerzas, cae enfermo también, y ahí están los tres pobres Misioneros a la vez en cama. De pronto Francillon se levanta. En vano quieren detenerle: «Que Dios haga de mí lo que quiera, responde, pero en el estados en que se encuentran mis dos padres, yo les ofreceré todos los servicios de un hijo.» Y, en efecto, olvidándose de su mal, va de uno al otro, sin dejar su cabecera más que para ir a la ciudad a buscar alimentos y remedios. Dios bendice su caridad. Pasados cuatro días, la peste le deja, y Le Vacher entra en convalecencia. Pero Guérin muere con una alegría templada por el dolor del martirio que tanto había deseado.
Todas estas noticias llegaban una tras otra a Vicente. De Argel, le llagaban al mismo tiempo más tristes todavía. A pesar de su profunda aflicción, alababa a Dios por la salud devuelta a unos que iba a permitirles «continuarle sus servicios en la persona de los esclavos enfermos y abandonados, que es el grado de caridad más alto que se pueda ejercer en este mundo»; de la muerte de los demás, porque una muerte así es preciosa en el cielo y en la tierra», y que será, «con la ayuda de Dios, añadía, la semilla de los Misioneros, como la sangre de los mártires ha sido la de los cristianos. También es un martirio de amor morir por la asistencia espiritual y corporal de los miembros vivos de Jesucristo.» Vicente, según su costumbre, dedicó dos de las conferencias de San Lázaro a hablar de las virtudes de Guérin, mandó recoger los detalles de su vida y de su muerte para comunicárselos a todas las casas de la Compañía. «El asunto se lo merece, escribía. Era un alma de las más puras, de las más desprendidas y de las más de Dios y del prójimo que yo haya visto nunca. Oh, qué perdida para los pobres, pero qué pérdida para nosotros que no tenemos ya este ejemplo de celo y de caridad. Con frecuencia me he servido de él como del más eficaz para animar a la Compañía a la práctica de estas virtudes. Ya no le tenemos, Dios se lo ha llevado: tal vez para castigarnos por el mal empleo que hemos hecho de él; pero como es verdad que la mayor parte se han aprovechado, quiera Dios llevarnos a una mayor emulación a fin de ir a fundar por todas partes el imperio de su Hijo Nuestro Señor6.
El cónsul de Francia siguió de cerca de Guérin en la muerte y el rey de Túnez, que había transportado a Le Vacher todo su afecto y toda su confianza y que por otra parte era solicitado por los comerciantes, le ordenó desempeñar sus funciones hasta que el rey de Francia le diera un sucesor. Encargado él solo ya de la salvación de cinco o seis mil esclavos y, en aquel tiempo de peste y de hambre, de una parte de su subsistencia material, Le Vacher tiembla de no poder sostener este sobrepeso, cuyo peso entero se ve más tarde. Por eso escribe pronto a Vicente para verse pronto libre. Vicente, en esta época, tenía los consulados de Berbería casi al alcance de la mano. El consulado entonces era una carga que se podía comprar como los oficios de judicatura, y por la cual se pagaba censo al Estado a cambio de no recibir nada. Como se podía ejercer el poder sin control, repitámoslo, requería una grande probidad; y, por otro lado, aunque función puramente secular, afectaba, por muchos de sus deberes, a los intereses de Dios. Por ello la duquesa de Aiguillon, que acababa de enterarse de todo el bien hecho ya por Le Vacher en el ejercicio de este cargo, compró el consulado de Túnez, como había comprado ya el de Argel, y se lo ofreció, con permiso del rey, a la congregación de la Misión, pidiendo a Vicente que designara él mismo para este puesto. Vicente aceptó, a pesar de su ausencia de los asuntos temporales; pues, habiendo actuado la duquesa sin saberlo él, veía en ello el dedo de la Providencia, y además un medio de muy eficaz de favorecer los asuntos de la religión y el bien de los esclavos. Efectivamente, cónsules elegidos por él, sin otro interés que el servicio de Dios y del prójimo y una misma intención con sus sacerdotes, podrían ser infinitamente útiles a la obra de la misión. Todos, sacerdotes y cónsules vivirían juntos como hermanos, lo pondrían todo en común, renta del consulado y limosnas enviadas de Francia y, apartada su sencilla manutención, dedicarían el resto a la asistencia corporal y espiritual de los pobres cristianos cautivos, y en procurar la libertad a los que, por alta a veces de treinta o cincuenta piastras, no tenían otro remedio que escoger entre una esclavitud perpetua y la apostasía. La necesidad era tanto más urgente cuanto ya esta desgracia había sucedido muchas veces, desde 1644, año en que los Trinitarios o Mathurinos habían interrumpido sus redenciones7. Vicente consintió pues en designar, para los consulados de Túnez y de Argel, a las personas más idóneas a su plan. Sin embargo, para conciliarlo todo, el desprendimiento y el celo, la renuncia a los intereses temporales y el provecho de la religión, no quiso en un principio guardárselos para los suyos, y mandó dar las provisiones de consulado de Túnez a un antiguo procurador del Châtelet de París, llamado Huguier, hombre de méritos y de virtud quien, habiendo renunciado al siglo y a la toga, había entrado en el clericato8, para dedicarse, bajo su dirección, a alguna obra que interesara al servicio y a la gloria de Dios. A pesar de estas cualidades eminentes, Huguier no pudo conseguir la conformidad como cónsul ante los Turcos, que querían conservar a Le Vacher. De manera que le encadenaron, y Le Vacher tuvo que pagar mil cien libras al dey para su liberación9. Después de permanecer algún tiempo en Túnez, para aliviar al Misionero en su cargo, Huguier regresó a Francia, recibió las Órdenes, por consejo de Vicente, volvió a Berbería como misionero apostólico y murió en Argel en medio de los apestados, en abril de 1663.
Le Vacher debió pues retomar y realizar a la vez las dobles funciones de cónsul y de Misionero, lo que hizo hasta 1653. Pero en el intervalo había reconocido que cada cargo superaba las fuerzas de un hombre en plenas condiciones, y había escrito varias veces a Vicente para pedirle un cónsul. Vicente mismo, que veía con pena absorbido por sus funciones consulares, le buscó un sustituto, y puso los ojos en Martin Husson, abogado en el Parlamento de París, que por entonces estaba retirado en Montmirail. Escribió pues a Husson; pero, según su prudencia y reserva ordinaria, se limitó en su carta a darle las razones en pro y en contra, sin añadir una palabra que pudiera hacer violencia a su voluntad. Muy perplejo Husson vino a París, y puso la decisión en manos del santo sacerdote. Vicente se la remitió a los sabios, pero Husson le declaró que esperaba su palabra como la expresión de la voluntad de Dios. forzado en sus últimos reductos, Vicente se puso en oración y, el día de Pascua del año 1653, dijo a Husson: «He ofrecido a Nuestro Señor, al celebrar la santa misa, vuestras penas, vuestros gemidos y vuestras lágrimas; y yo mismo, después de la consagración, me he puesto a sus pies, pidiéndole que me ilumine. Hecho lo cual, he considerado con atención lo que habría querido a la hora de mi muerte haberos aconsejado hacer; y me parece que, si yo hubiera tenido que morir en el mismo instante, yo habría tenido el consuelo de haberos dicho que fuerais a Túnez, por el bien que podéis hacer allí, y habría sentido por el contrario un extremo pesar por haberos disuadido de ello. Ved sinceramente mi pensamiento. Podéis, aun así, o bien ir o no ir.» –»Dios lo quiere, exclamó Husson, impresionado por semejante desinterés, y yo me pongo en camino.» Enseguida Vicente le consiguió del rey sus provisiones. Semanas después salió.
Husson tenía todas las cualidades de su difícil empleo.» Se trata, escribía Vicente en su carta del 15 de julio de 1653, que le entregó para Le Vacher, de un joven de los más completos de su condición que yo haya conocido. Conocerá usted mismo bien pronto su virtud, yo no digo hasta qué punto lo es, puesto que sobrepasa lo que se puede imaginar, pero lo suficiente para obligarle a usted a tenerle en mucho. No es solamente sabio, de ben conformar, vigilante y piadoso; sino muy capaz para los negocios, siempre listo para ocuparse de los demás. Se va a Berbería únicamente para servir a Dios y a los pobres esclavos…Deja París y a su familia que le quieren mucho y que han tratado de detenerle con muchas lágrimas, consejos y estratagemas.»
Las virtudes mismas de Husson, su probidad severa, su negativa inflexible que oponía a toda cuestión que dañaba la conciencia, el honor y los tratados, indispusieron a la vez contra él al pacha de Túnez y a los comerciantes europeos. Éstos se negaron a pagarle sus derechos consulares. Husson se quejó, no por avidez, sino porque, privado de todo recurso, no podía cumplir los deberes de su cargo, y Luis XIV escribió a de La Haye-Vautelay, su embajador en el Levante, para que hiciera justicia. Vicente, por su parte, dirigió al embajador con la misiva real una larga carta y una memoria para recordarle que en los términos de las capitulaciones hachas entre nuestros reyes y Su Alteza los derechos consulares eran debidos al cónsul de Francia por casi todas las naciones, fuera de los Ingleses, a saber: los Franceses, los Venecianos, los Españoles, los de Livurno, los Italianos, los Genoveses, los Sicilianos, los Malteses, los Griegos súbditos o no del sultán, los Flamencos, los Alemanes, los Suecos, los Judíos, y en general por todos los que traficaban o traficarían bien en Túnez, bien en cabo Negro, bien en Bizerta, bien, en una palabra, «entre todos los demás puertos, abras y playas de la extensión del reino de Túnez.» Rogaba también a de La Haye que consignara en la patente que pedía para Husson, todas las cláusulas contenidas en la memoria que le dirigía. «De otra forma, añadía él, el cónsul, que ha sido enviado de parte del rey para mantener allí su autoridad entre sus súbditos, terminar los diferendos que suceden entre los comerciantes, residentes o traficantes en Túnez, pedir para ellos justicia al dey, al bacha y demás principales, cuando son maltratados de los Turcos, no podría cumplir las justas intenciones de Su Majestad, por todo lo que el cónsul inglés quiere sobre el consulado de Francia y usurpar sus derechos sobre una parte de las naciones susodichas, en virtud de una nueva patente que ha obtenido del Gran Señor contra la antigua costumbre, en lo cual se hace apoyar de los Turcos a fuerza de presentes10.» Gracias a tan poderosas intervenciones, Husson pudo luchar dos años más contra el oro inglés y la codicia de los comerciantes, pero en medio de toda clase de persecuciones y de escarnios. Se sostenía por el pensamiento del bien al que contribuía dejando a Le Vacher toda la libertad de su santo ministerio entre los esclavos, los musulmanes y los renegados. Pero Le Vacher mismo tenía de vez en cuando que sufrir mucho por caprichos que degeneraban pronto en violencias. Un día le llaman ante el dey: «Sal de la ciudad. le dice sin preámbulos el bárbaro, y no vuelvas a poner los pies en ella; porque me he enterado que, con tus artes, impides a los cristianos que cambien de religión para hacerse turcos y abrazar la ley de Mahoma.»
Le Vacher obedece y, acompañado de un guardia y de un intérprete, partió para Bizerta, donde debía seguir los pasos de Guérin. Dos barcas cargadas de esclavos le habían precedido unos días antes, y la Providencia se había servido evidentemente del dey de Túnez para enviarle en ayuda de estos desdichados. «¿Quién sabe, Señores, dice a propósito Vicente a su Comunidad, si Dios no ha permitido este pequeña desgracia le haya sucedido al Sr. Le Vacher, para darle el medio de ayudar a esa pobre gente a ponerse en buen estado11?» Como no tenían dónde alojar a este aumento de cautivos, después de llenar las mazmorras, habían amontonado a los demás en los establos, donde no podían ni respirar ni moverse. Le Vacher va a sus tugurios, besa sus cadenas y se pone a consolarlos. De repente oye gritos confusos de mujeres y niños, entremezclados de gemidos y llantos. Se entera de que son cinco pobres jóvenes cristianas, tres de las cuales madres reciente, que sufrían más todavía por sus hijos que por ellas mismas. Habían oído la explosión de alegría de los esclavos a la entrada del Misionero y se habían acercado al tragaluz para ver qué pasaba. La vista de un sacerdote, de un ángel del cielo venido a este infierno, les había hecho estallar en gritos y lloros, y le pedían con insistencia su parte de consuelo.
Entre estos esclavos acostados en el suelo bajo el peso de sus cadenas, y estas mujeres, estos niños, que confundían sus lamentaciones y sus gritos, Le Vacher se queda un instante abatido de dolor. Vuelto en sí pregunta a estas pobres mujeres, y le responden que la más joven de todas es perseguida horriblemente por su patrón, que quiere hacer de ella una renegada antes de hacerla su esposa. «Ay, se dice a sí mismo, cómo una parte de tantos millones empleados entre los cristianos en cosas superfluas estaría mejor empleada en socorrer a estas pobres almas anegadas en semejantes olas de amargura.» A falta de millones él prodigó a los hombres y a las mujeres los consuelos religiosos; y hasta tuvo que comprar a los patronos el derecho a prestarles este piadoso servicio, pagar de nuevo para quitar las cadenas de los esclavos de algunas galeras a punto de partir, para confesarlos, decirles la misa y distribuirles la sagrada comunión. Después, siguiendo la impresionante costumbre de los hijos de Vicente de Paúl, quiso reunirlos en una comida de despedida. Una vez devueltos a las galeras, compró dos bueyes que les distribuyó con quinientos panes; y, pensando en los tristes días venideros, hizo depositar en cada galera un quintal de galletas blancas para uso de los que cayeran enfermos durante el viaje (45 kgs =1 quintal).
Dos galeras partieron en efecto de recorrido al día siguiente, cargadas con más de quinientos esclavos cristianos. ¡Qué día más doloroso para ellos y para el Misionero, y qué cruel expiación de las dulces alegrías de la víspera les causaron estos bárbaros! Los infames renegados sobre todo, que hacían el oficio de cómitres, molieron a estos desdichados a bastonazos a los ojos de Le Vacher. Ëste, tratando de desarmar a aquellos monstruos, exhortaba a sus queridos esclavos a sufrir por Dios, y los esclavos, llenos del recuerdo del Dios mártir que habían recibido la víspera, e prometían paciencia y fidelidad.
Tras este último adiós, Le Vacher fue a consolarse o distraerse en otras obras de caridad. Se presentó en medio de los esclavos de Sydy-Regeppe. Los encontró sin cadenas, y dio las gracias al patrón por haber guardadado la palabra dada algunos días antes de descargarles de aquellos garfios insoportables. Vio entre ellos a seis jóvenes de dieciséis a dieciocho años que, esclavos desde hacía cuatro o cinco años, no habían podido obtener una sola vez el permiso de salir y que, por consiguiente, se habían visto privados de toda participación en las cosas santas. .él los confesó, luego los invitó a preparar lo menos mal posible sus pobres establos, prometiéndoles traer al día siguiente la comunión en forma de viático. En efecto, después de celebrar la misa en la mazmorra de la Anunciada, tomó el Santísimo y se hizo seguir de todos los cristianos que encontró en las calles de Bizerta, y regresó junto a los pobres cautivos. Con qué devoción, con qué ternura, recibieron estos niños la visita divina. Todos los asistentes derramaron lágrimas, menos de compasión que de felicidad. En la misma sesión, Le Vacher confesó y dio la comunión a un séptimo niño que había caído enfermo la noche anterior. Apenas de había dado la Extremaunción, cuando la muerte rompió sus cadenas y le entregó la libertad del cielo.
Mientras tanto Husson, privado de la sociedad de quien consideraba como a un padre12, pensaba en solicitar su llamada. Fue a buscar al dey: ¿Por qué, le dijo, prolongar el exilio de este buen sacerdote? No se mete con la religión de los Turcos, y no se ocupa más que de su cuidado de los esclavos cristianos. Hace el bien a todos y no perjudica nadie: todos le dan este testimonio.» El dey confesó en su corazón la verdad de estas palabras. Y ordenó al bey de Bizerta que despidiera a Túnez al moravito de los cristianos, pero tan sólo al cabo de un mes. Así, evitaba condenarse a sí mismo, y además cubría su injusticia con un velo de clemencia. Pero el motivo real de su conducta el miedo a las represalias de las que se podían usar contra los Turcos cautivos en la cristiandad. De esta manera obligaba al mismo tiempo al bey de Bizerta a impedir que Le Vacher regresara a Francia. Se había enterado sin duda de que este Misionero había escrito a Vicente que estaba listo bien para volver a París, sea a trasladarse a Argel, donde debía tener que sufrir todavía más13.
Le Vacher y Husson reemprendieron su vida común y sus trabajos en Túnez. Pero la calma de que gozaron primeramente no duró mucho. El dey pidió al cónsul que le enviaran de Francia cotonina, especie de tela gorda que sirve para hacer velas de barcos. Husson, habiendo rechazado una comisión que le estaba prohibida por las leyes de la Iglesia y del Estado, el dey ya descontento, se dirigió a un comerciante de Marsella mucho menos escrupuloso. A esta noticia, Husson va a ver al comerciante, le explica el crimen que va a cometer contra la religión y su país, le amenaza con la cólera de Dios y del rey y, no pudiendo sacar nada en limpio de esta alma mercenaria, entabla con osadía el proceso verbal que envía a su corte. en consecuencia, el rey envía a los oficiales de sus puertos de Provenza y del Languedoc que vigilen con cuidado para que no se cargue ninguna mercancía de contrabando para Berbería14.
A pesar de todo, el dey esperaba su cotonina. No viendo llegar nada, se sospecha la causa y prepara su venganza. En primer lugar, disimula con el cónsul y, reservándose el turno, comienza a golpearle en la persona de Le Vacher, esta mitad de su alma. Un caballero de Malta, llamado La Ferrière era entonces su deudor por una suma de 275 piastras, que no podía arrancar Comunica al Misionero: «- Quiero, le dice, que me pagues lo que me debe el caballero de La Ferrière, ya que eres de una religión que entrega los bienes y los males comunes y, a falta de ello, te echo la culpa a ti. -<<los cristianos, es cierto, responde modestamente Le Vacher, se quieren y se ayudan, pero no se obligan a pagar las deudas unos de otros. No debo ni puedo ser contable por el señor de La Ferrière, puesto que no soy más que un pobre maravito de los cristianos, ocupado en Túnez en el único servicio de los esclavos, y me cuesta horrores vivir y socorrerlos. –Di lo que quieras, replicó el dey, pero necesito 275 piastras.» Eterno diálogo del lobo y del cordero, en el que las buenas razones no hacen más que irritar a la injusticia ávida. Para escapar a una conclusión, Le Vacher se sometió a la ley del más fuerte, y pagó.
El dey espió entonces la ocasión de vengarse más directamente del cónsul: se presentó pronto. Los buques del gran duque de Florencia se apoderaron de una embarcación tunecina, que condujeron a Livorno con los trece Turcos que llevaba. Entonces se renovó la escena de hace un momento entre el dey y el cónsul: -«Es preciso que te obligues a hacer que me devuelvan a mis súbditos. –En buena hora, si estuvieran en Francia, responde Husson; pero un cónsul francés no tiene nada que prescribir a un duque de Toscana.»
Por muy fuerte que fuera esta razón, no podía nada contra la pasión irritada del dey, tanto menos cundo se sentía entonces apoyado por los Ingleses, y hasta por los nacionales del cónsul. Los comerciantes franceses se negaban a pagar a Husson el derecho del 20/0 sobre las mercancías que habían embarcado; hasta le injuriaban y le amenazaban con hacerse a la vela sin recibir patentes ni expediciones. En vano había intervenido Luis XIV por segunda vez y, el 14 de julio de 1656, sobre la demanda de Husson al rey en su consejo, había ordenado a todos sus súbditos traficantes en Berbería que le reconocieran como cónsul, tenerle el honor y respeto debidos a su rango, pagarle sus cánones consulares bajo pene de verse obligados a ello por multa y toda clase de vías judiciales; en vano les había prohibido hacerse a la vela sin expedición, y había mandado de nuevo a su embajador en Levante mantenerse firme en todas estas prescripciones y ordenanzas.
De nada sirvió: el oro inglés, la avidez, el amor a la venganza, fueron más fuertes que el buen derecho y que estas poderosas intervenciones. Sin otra forma de proceso, el dey expulsa a Husson de Túnez ignominiosamente. Antes de su salida, el cónsul remite los sellos a Le Vacher. Éste los rechazó primero, esperándose ser expulsado él también; pero el dey, no queriendo por el momento más que a Husson, y acuciado por otra parte por los comerciantes, le inviste a pesar suyo del consulado hasta que Luis XIV tuviera a bien darle un sucesor. Luis XIV quería ante todo una reparación. Escribió al Gran Señor para quejarse de la injuria que el dey de Túnez le había hecho en la persona de su cónsul. Las negociaciones fueron para rato, no concluyeron nada, y Le Vacher tendrá el consulado dos años, esperando a ser despojado él mismo por una intriga muy parecida15.
Tantas afrentas, además de los líos financieros, le hacían dudar a Vicente que pudiera mantener los consulados, y sintió tentaciones por un instante de abandonarlos, para no mantener más que a Misioneros en Argel y Túnez. Encargó incluso a uno de sus sacerdotes que se informara en secreto si habría en Marsella algún comerciante que quisiera o comprar los dos consulados, o tomarlos en beneficio propio, mediante cierto canon que sería pagado cada año a los Misioneros de Berbería. Él había encontrado ya 1.500 libras al año del de Túnez. Si los Misioneros podían desempeñar sus funciones sin que estos cargos fuesen ejercidos por personas de su Compañía, consideraba como necesario desprenderse de ellos. Pero, por otro lado, temía que si se vendían los consulados, el comprador no querría permitir a un sacerdote a su lado y no encontrara medio de deshacerse de él para estar más libre a su gusto; y que, si se los dieran en firme, el arrendatario suscitara afrentas a este sacerdote, o hasta le hiciera expulsar, para verse libre de la obligación de pagar el precio del contrato. «Así, añadía él, no se podría ya ayudar a los pobres esclavos. Entonces, la privación de este bien sería un grave mal para ellos.» . se lo comunicó a la Señora de Aiguillon, quien no estuvo de acuerdo en que se abandonaran los consulados en manos extrañas16. No sólo se resolvió a partir de entonces a conservarlos en su Compañía, sino que los defendió contra la Congregación de la Propaganda, que pensaba por entonces en quitárselos.
Fue precisamente la reasunción de este consulado de Túnez por Le Vacher la que fue la señal de esta oposición de Roma. La Propaganda recordó los santos cánones que prohíben a los sacerdotes y sobre todo a los misioneros en los países infieles todo comercio y trato en los asuntos temporales. Vicente respondió que no ase trataba aquí ni de negocios ni de política, sino solamente del servicio de Dios y de los esclavos, mucho mejor asegurado si los consulados estaban desempeñados por sacerdotes, tan difícil era encontrar a laicos propios para tales funciones; que era ésta una obra de caridad y no de interés; de sacrificios y no de beneficios; ya que estos consulados eran de gran carga a la Compañía, superando los gastos con mucho a las rentas. El de Argel estaba contratado entonces por 30.000 libras, y el de Túnez pedía igualmente socorro. De manera que, añadía Vicente, «habríamos abandonado esos oficios seis veces, si no hubiera que abandonar al propio tiempo a los lobos a veinte y treinta mil almas que tratamos de conservar para la Iglesia y ganar para Dios con el apoyo de estos cargos temporales. Y no sé si al final no nos veremos obligados a ello, sobre todo si no se permite a nuestros sacerdotes su ejercicio, lo que seria una gran desgracia, a causa de los grandes bienes que Dios ha querido hacer por ellos, y que cesarían por completo por ahora17.»
A pesar de tan fuertes razones, la Propaganda se negó a autorizar la gestión de los consulados por sacerdotes. Cada vez más convencido de la necesidad de conservársela, Vicente insistió a fin de obtener, a falta de autorización expresa, una especie de tolerancia y dejar pasar. Escribió de nuevo al superior de su casa de Roma18: «Querría saber si este defecto de consentimiento lleva consigo una defensa, o si, al no querer permitir abiertamente este ejercicio, ella (La Propaganda) está por lo menos dispuesta a tolerárselo a los Srrs. Le Vacher, de manera que estén en seguridad de conciencia. De otro modo, no les queda más que volverse y abandonar por completo a los esclavos, pues no es posible asistirlos como se ha venido haciendo, sin la autoridad de los consulados, ni encontrar a laicos idóneos para ir a ejercitarlos con la firmeza y desinterés que son necesarios para sostener la obra de Dios, después de los malos tratos que los últimos han recibido. no obstante no llegaremos a abandonarlos del todo más que lo más tarde posible, ya que si sucede, será una gran desdicha. Nos enviaréis pues, por favor, las facultades apostólicas para estos dos hermanos.»
Como Vicente, siempre tan sumiso a las decisiones y deseos de Roma, mantuvo a sus sacerdotes en las funciones consulares, es de creer, aunque no tengamos la prueba oficial, que la Propaganda, mejor informada, o consintió o toleró.
Fue para él un consuelo. Algún tiempo antes, había tenido otro. Un burgués de Paris, que no quería darse a conocer, le dio una suma de 30.000 libras, para ser colocadas en rentas sobre el Ayuntamiento, y cuyo producto debía ser empleado en la asistencia y redención de los esclavos cristianos19.
A su cargo de Misionero, Juan Le Vacher debió pues añadir el de cónsul en Tunez. El primero hubiera sido suficiente para acabar con él, ya que, desde hacía unos años, se había incrementado considerablemente. Hacia 1652, había sido nombrado vicario apostólico en Túnez. Pues, está bien que digamos en qué consisten estas funciones.
Un vicario apostólico ejerce la función espiritual sobre todo un país en nombre de la Santa Sede que este país posee o no un obispo que le es propio. En el primer caso, el papa despoja, por algún tiempo, al obispo de su jurisdicción y se la atribuye; en el segundo, él mismo es el propio obispo del vicariato. Aparte de las funciones anexas al carácter episcopal, si no es obispo in partibus , el vicario apostólico, goza de todos los derechos atribuidos a los obispos, y ejerce incluso una jurisdicción más extensa, por estar investido de todos los poderes reservados a la Santa Sede.
No se han de confundir el vicario y el prefecto apostólico. Éste goza de privilegios mucho más reducidos. Proviene siempre de un cuerpo de eclesiásticos ya religiosos, ya formando congregación o sociedad. El papa le comunica poderes para ejercer él mismo o para mandar ejercer las funciones espirituales por los solos sacerdotes que le están sometidos. Debe pedir el consentimiento de los obispos de los lugares, si bien esto sea pura formalidad; además aprueba a los misioneros que le están asociados y que, por consiguiente, no dependen más que de él. Como el vicario apostólico, ejerce en ciertos casos una jurisdicción más que episcopal, pues está investido igualmente de poderes reservados a la Santa Sede; en una palabra, el vicariato apostólico es una jurisdicción territorial, la prefectura es una jurisdicción personal; una se extiende a in país entero, la otra se limita a los individuos20.
En su calidad de vicario apostólico en Túnez, J. Le Vacher aprobaba a todos los sacerdotes, libres o esclavos, de esta ciudad, mientras que su hermano Felipe, como misionero apostólico y gran vicario de Cartago ejercía los mismos derechos en Argel; aprobaba también a los capellanes de la compañía real de África en el Bastión de Francia, en la Calle, en Bone, y en general en toda esta costa africana; daba a los simples fieles todos los permisos, todas las dispensas de matrimonio o demás, todas las absoluciones reservadas; tenía derecho u deber de inspección y de visita cuasi episcopal en toda la extensión de su jurisdicción, y podía incluso conferir en ella el sacramento de la confirmación; era el párroco o sacerdote propio de todos los católicos de la ciudad donde residía y de todo su distrito, y el superior particular de la casa de los Misioneros.
Su primera atención se dirigió a los sacerdotes y religiosos esclavos. Se llevó a algunos a su casa bajo su propia responsabilidad, a quienes proporcionaba las ropas y de qué vivir; y, cuando no podía soportar sus cargas, por lo menos, para librarlos de sus rudos y viles trabajos, pagaba a sus patrones la luna, es decir la tasa mensual, y los aprobaba para el servicio de las mazmorras.
Los esclavos seglares le ayudaban ellos mismos a pagar esta contribución del mes, para honrar a los ministros de Dios, y devolverles la libertad de la oración y de sus funciones espirituales. Pero, ay, esta libertad los llevó con frecuencia al desorden y al escándalo. Más libres, en efecto, en medio de la esclavitud que bajo los ojos de sus superiores religiosos o eclesiásticos, caían en un libertinaje tal que los cristianos se sentían desanimados, y que muchos hasta perdieron la fe, y se pasaron al islamismo. Por otra parte, los Turcos triunfaban con estos desórdenes, cuando no estaban obligados a devolver a las cadenas a tal desdichado sacerdote cuyo desenfreno los asustaba a ellos mismos.
Era hora de parar semejante licencia, odiosa bajo todos los puntote vista, fatal para le fe en esta tierra musulmana, y ese fue uno de los primeros servicios de Le Vacher y de sus sucesores.
En ello, sólo tenían que seguir las sabias instrucciones de Vicente. Tenemos otra carta de él escrita a uno de sus Misioneros, que, según Abelly, «tenía más necesidad de brida que de espuela», en la que le traza la conducta prudente y dulce para con los sacerdotes y religiosos esclavos. Esta carta escrita a un «misionero apostólico, gran vicario de Cartago», estaba destinada evidentemente a Felipe Le Vacher; pero como Vicente ha debido dar sobre este particular los mismos consejos a todos los sacerdotes de Berbería, podemos muy bien suponerla escrita a su hermano, y trasladarla de Argel a Túnez. «No debe de ninguna manera, dice el santo, endurecerse contra los abusos, cuando ve que resultaría un mayor mal. Trate de conseguir lo mejor que pueda de los sacerdotes y de los religiosos esclavos… por las vías dulces, y no se sirva de las severas sino en casos extremos, por miedo a que el mal que ya sufren debido al estado de su cautividad, unido al rigor que usted querría ejercer en virtud de su poder, los lleve a la desesperación. Usted no es responsable de su salvación, como usted cree; no ha sido enviado a Argel más que pata consolar a las almas afligidas, animarlas a sufrir, y ayudarlas a perseverar en nuestra santa religión; en eso consiste su misión, y no el cargo de gran vicario, el que no ha aceptado sino en cuanto que sirve de medio para llegar a los fines ya dichos; ya que es imposible ejercerlo en rigor de justicia sin aumentar las penas de esa pobre gente, ni casi sin darles motivo de perder la paciencia, y de perderse usted mismo. Sobre todo no hay que tratar de abolir tan pronto las cosas que están en uso entre ellos, aunque sean malas. Alguien me contaba el otro día un bonito pasaje de san Agustín que dice que se tenga mucho cuidado de atacar el abuso de un vicio que reina en un lugar, porque no sólo no se logrará nada, sino al contrario se ofenderá los espíritus en quienes esta costumbre es como inveterada, con lo que no se podría ya hacer en ellos otros bienes, que no obstante se hubieran hecho, abordándolos bajo otro aspecto. Le ruego pues que condescienda tanto como pueda con la debilidad humana. Se ganará antes a los eclesiásticos esclavos compadeciéndolos que con el rechazo y la corrección. No les falta luz sino fuerza, la cual se insinúa con la unción exterior de las palabras y del buen ejemplo. Yo no digo que haya que autorizar ni permitir sus desórdenes, sino que digo que los remedios deben ser dulces y benignos en el estado en que se hallan, y aplicados con gran precaución, a causa del lugar y del perjuicio que le pueden causar, si los ofendéis, y no sólo a usted sino al cónsul y a la obra de Dios; porque podrán dar impresiones a los Turcos de que no le quieren aguantar ya más por allí.»
El ejemplo de las virtudes apostólicas de J. Le Vacher fue primero para estos sacerdotes y religiosos culpables una poderosa predicación. Luego entró en relaciones directas con ellos, les habló con la fuerza y la unción que había aprendido de Vicente, hizo sabias ordenanzas que publicó en nombre y con la autoridad de la Santa Sede, usó incluso a veces contra los más obstinados, pero con discreción y prudencia, de censuras eclesiásticas y, con este sabio carácter de severidad y dulzura, logró restablecer entre ellos la santa disciplina. Los ministros de Dios no fueron ya para los infieles una ocasión de blasfemar su nombre, ni para los cristianos una piedra de escándalo que les hiciera caer en la apostasía21.
Inútil contar con todo detalle lo que hizo J. Le Vacher por el servicio de los esclavos, sus misiones en las tierras: en este informe, caminó tras las huellas de Guérin, y hasta las superó. Revestido de la doble autoridad de vicario apostólico y de cónsul, se enfrentaba primero a que se hicieran esclavos contra los tratados y reclamaba a los que habían sido vendidos a pesar de su oposición o durante su ausencia. A veces lo conseguía, gracias a os últimos vestigios de derecho y de justicia, que la barbarie no había borrado aún, gracias también al miedo que sabía inspirar a las armas de Francia. Vicente se lo agradecía como por un servicio prestado a él mismo. «Bendigo a Nuestro Señor, de escribía en 1653, porque por medio de usted, muchos Franceses apresados en el mar, y llevados a Túnez, no han sido hechos esclavos… Quiera la bondad de Dios darle gracia para actuar con fortaleza y eficacia con los que tienen en su mano e poder de secundarle.
Cuando sus esfuerzos habían fracasado contra la injusticia y la violencia, trataba al menos o de rescatar a los esclavos más expuestos en su fe y su virtud, o de fortalecerlos contra los asaltos del vicio y de la persecución. Para conocer el mal y las necesidades más urgentes, visitaba las mazmorras, recorría las Macerías o granjas de los campos: las de la Cantara, de la Courombaille, de la Tabourne, de la Gaudienne, de los Siete Riachuelos, de la Morlochia, y otras más le veían por turno. Distancias de diez y doce leguas que recorrer a pie por un desierto árido, y montañas, que no parecían accesibles más que los leones, y en las que estas granjas estaban a veces colgadas como nidos de águilas, que trepar con un sol ardiente, nada le asustaba ni detenía su celo y su intrepidez. Qué necesidad, en efecto, no tenían de su ayuda unos desdichados que, excluidos la mayor parte por toda su vida del comercio de las ciudades, se veían privados desde hacía quince o veinte años de los divinos misterios, y a veces, lejos de toda predicación y de todo culto, habían perdido hasta el sentido religioso! Con algún dinero saso a los patrones o a los guardianes de los esclavos, compraba el permiso de reunirlos, de instruirlos, consolarlos. Acabada la misión, adornaba lo más decentemente posible uno de sus establos, les decía la misa, les daba la comunión, gastaba el dinero que le quedaba en el ágape final, y en limosnas para los más necesitados; luego todos se abrazaban y, si no debían volverse a ver, se daban cita en el cielo.
En algunas ocasiones no se comprende cómo podía llegar a todo. Habiéndose llevado una peste a todos los sacerdotes esclavos, se multiplicó para decir el domingo tantas misas como presidios había, confesó a los esclavos y a los comerciantes asustados, de modo que de medianoche a la una de la tarde estuvo siempre en el altar o en el confesionario.
El espectáculo de tantos males aumentaba su deseo de traer con el rescate el remedio soberano y definitivo. Una vez ofreció hasta 330 escudos que le habían prestado los comerciantes cristianos, para recatar a una joven y bella de Valence, secuestrada por los corsarios cerca de su ciudad y expuesta la venta en la plaza pública de Túnez. Pero se vio obligado a cederla a un villano Moro, dice, puja por encima de sus medios, y que, después de tres días de lloros y resistencia, roba las desdichada el honor y la fe. «Ay, escribía entonces Le Vacher, si algunas personas caritativas dieran algo para tales ocasiones, tendrían su recompensa abundante.»
Otra vez, tuvo mejor suerte. Habiendo encallado una barca francesa en la costa de Túnez, seis náufragos cayeron en las manos de los Moros, que se los vendieron al dey como esclavos. El dey redujo a dos, a fuerza de golpes, a la apostasía; otros dos murieron en los tormentos antes que renunciar a Jesucristo. para arrancar a los dos últimos a semejante alternativa, Le Vacher negoció sus recate al precio de 600 piastras, de las que respondió por la tercera parte, procurándoles así la libertad. «En cuanto a mí, concluye al contar este hecho, prefiero sufrirlo todo en este mundo antes que permitir que se reniegue a mi divino Maestro, y daría con gusto mi sangre y mi vida, hasta mil vidas, si las tuviera, antes que ver a cristianos perder lo que el Nuestro Señor les ha adquirido con su muerte.»
Pero tales gastos y el escaso provecho del consulado ponían sus finanzas en grandes apuros. En 1658, queriendo librar a su colega de Argel, el hermano Barreau, de parecidos apuros, se comprometió temerariamente por una suma de 1.200 piastras. Vicente, cuya prohibición no había respetado, escribió entonces: «El Sr Le Vacher de Túnez se ha olvidado de su deber. Es perderlo todo, y de un mal menor hacer dos, porque sigue al otro a su precipicio y no le saca de él; y, sin saber si podremos pagar el dinero que pide prestado y remplazar los depósitos que le han confiado para los esclavos, se pone en peligro de hacerles un mal irreparable, de arruinar su crédito y su reputación, y por último de ponerse fuera del estado de continuar sus empleos en esos países como lo ha hecho el hermano Barreau en Argel; de donde hay que sacarle necesariamente, por ser la causa de que la Compañía esté expuesta ahora a una gran confusión. Esto es lo que sucede a las personas de comunidad que obran por su propia inclinación. Cierto que, cuando son obedientes, Dios se sirve de ellas para hacer su obra y, al contrario, el diablo se prevale de su desobediencia para destruir los planes de Dios y sembrar el desorden por todas partes. Si hubieran resistido para no traspasar nuestra intención conocida, Dios estaría de su parte y los habría librado de las angustias en que se encontraban, y a nosotros de las penas que estamos pasando. Escribo de nuevo al Sr Le Vacher que no se deje sorprender por ese hermano, y no pague nada a quienquiera que sea, si no lo puede hacer por sus propias fuerzas, sin emplear en ello las de otro22.»
La deuda de Le Vacher amenazaba con seguir aumentando: ya que, creyéndose obligado a golpear a los Turcos y aumentar su autoridad, a dar algún brillo a su casa, tenía demasiados servidores; además por caridad y para extender relaciones que ponía al servicio de los esclavos, hacía del consulado una residencia universal, alojando y sosteniendo gratis a todos los que se presentaban, Franceses o extranjeros, pobres o ricos, recomendados o no. Vicente, siempre tan positivo y tan reglado, a pesar de su bondad de corazón y su confianza en Dios, le reprendía por su imprevisión y le llamaba a más ahorro. «Usted no puede, le escribía, pedir prestado para parecer espléndido y liberal, tampoco para hacer caridad… Me dirá que es muy difícil, teniendo los oficios que tiene, dejar de hacerlo; y yo le respondo que será más difícil todavía, enviarle dinero para pagar, y que si usted conociera nuestra pobreza, no tendría ningún reparo en dar a conocer la suya a los que le piden, para regular así e igualar su …. En nombre de Dios, Señor, tome estas medidas en lo futuro. Dios no le pide que sobrepase los medios que él le da23.»
No sabemos si Le Vacher se aprovechó mejor de estos consejos que su colega Barreau, pero le debió de resultar difícil poner freno a su caridad liberal y expansiva. Es en medio de estos apuros, de estas angustias, de estos trabajos, de estas persecuciones, como prosiguió en Túnez su doble ministerio hasta el año 1666. A partir de 1660, sus funciones diplomáticas se hicieron más importantes. Por esta época, un gentilhombre de Provenza, llamado de Bricard, fue elegido por el rey para negociar en Túnez el rescate de esclavos retenidos por Agi-Mohamed con desprecio de los tratados. Le Vacher se aprovechó de la ocasión para recomendar a todos los esclavos cristianos a Colbert, y escribió al ministro que hiciera escoltar a su enviado del mayor número de embarcaciones posible si querían imponerse a estos bárbaros.
En una de estas memorias remitidas a Bricard en esta ocasión, se trata de un asunto secreto y de gran importancia, recomendado de un modo muy especial a su diligencia y a su sabiduría. Por otra parte, en una carta de Le Vacher a Vicente de la misma época, se habla de un convertido perteneciente a una ilustre familia24. Por estos términos se reconoce a este joven Chéruby, hijo del rey de Túnez, cuya conversión ya hemos visto. Su padre acababa de morir, y no pudo sucederle, porque la dignidad del dey siendo electiva, los sufragios se habían inclinado por Agi-Mustafá, que estaba entonces en el cargo. Pero se esperaba llevarlo allí por el crédito de Luis XIV, después de la muerte del dey actual, y entonces ¡qué consecuencias políticas y religiosas! Entretanto se trataba de favorecer su evasión a Francia. El comendador Paul, cuya historia vendrá después, recibió orden de recibirle en una embarcación con sus oficiales, sus esclavos y sus riquezas. Bricard entró en comunicación con él. ¿Qué pasó? Todo rastro de este asunto parece haberse perdido para siempre. Es probable que la conversión de Chéruby no le sirvió más que a él mismo, y acabó en la vida privada adonde la muerte de su padre le había devuelto.
En 1665, la negociación abierta por Bricard a propósito de los esclavos y en suspenso por la muerte de Agi-Mahomet se reanudó con su sucesor Agi-Mustafá. Bien que el nuevo dey se asustara por los éxitos del duque de Beaufort, quien acababa de derrotar a la flota argelina a las puertas de Túnez , la restitución se hizo con mucho trabajo. Fue también Le Vacher quien sirvió de intermediario entre el dey y el duque de Beaufort, como lo sabemos por una carta de él a Colbert, del 30 de noviembre de 1665, en la que le da cuenta de su misión25.
Parece que tales servicios y tales éxitos deberían poner a Le Vacher al abrigo de toda desgracia por parte de su gobierno. Nada de eso. Desde el año siguiente, una intriga codiciosa le arrebató el consulado. Sus limosnas abundantes, el rescate de un millar de esclavos, hicieron creer a los comerciantes de Marsella que el consulado era un puesto muy lucrativo, sobre todo desde que la paz había devuelto la libertad al comercio. Sabemos lo que ocurría, los que hemos leído la correspondencia íntima entre Vicente y sus Misioneros; sabemos que para ellos mismos los consulados no eran más que una fuente de gastos, y que hubo un tiempo en que sólo el consulado de Túnez estaba endeudado por 36.000 libras. Los comerciantes debían saberlo por sus gastos. Entretanto, se aprovecharon de la presencia en Túnez de Dumollin, que había llegado a traer la ratificación de la paz recientemente firmada por el duque de Beaufort para hacer de él el instrumento de su codicia. Dumollin, que sin embargo había escrito unos días antes a Le Vacher: «Continuad sirviendo al rey con la misma fidelidad», entró en la intriga y comenzó a privar al Misionero de su correspondencia para quitarle todo medio de reclamar a París. Le Vacher se sospechó el motivo y escribió a Dumollin: «No sé, Señor, de dónde proviene la dificultad que decís tener en permitir que las cartas que me han sido enviadas de Francia por vuestra embarcación, me sean entregadas. Si era por complacer a la persona a quien se crea que traéis para ejercer el consulado en este país, ni vos, Señor, ni esta persona, no debéis de ninguna manera temer; puesto que si es orden de Su Majestad, y que esta orden esté en su debida forma, ¿quién debe, o por mejor decirlo, quién es el que tendría la temeridad de oponerse a ella? Ha sido del agrado, Señor, de la piedad de nuestro monarca disponer en este cargo a favor de nuestra pequeña Congregación, no por interés temporal, sino para servir de medio a procurar la gloria de Dios en este país para el consuelo temporal que puede darse humanamente a los pobres miembros que sufren, a los cristianos cautivos. De manera que a menos de que se dé a conocer la revocación que ha hecho el rey de este cargo con perjuicio de nuestra Compañía, a favor de la cual, su piedad lo había dispuesto para los fines aquí indicados, o bien que se exhiba la venta que se ha hecho de ella por el general de nuestra congregación con la anuencia de Su Majestad; quien intente desempeñarlo por vías ilícitas no puede por menos de incurrir en le indignación de nuestro monarca. He creído, Señor, deber daros estos pareceres, a fin de que no os dejéis llevar a favorecer el establecimiento de esta persona que viene en el ejercicio de este cargo contra las intenciones del rey26.» Pero Dumollin, engañado quizás él mismo, había engañado ya a Colbert con falsas acusaciones, a las que Le Vacher, privado de toda comunicación con Francia, no podía responder. El consulado le fue pues brutalmente arrebatado, y se lo dieron a un tal Durand, quien debió arrepentirse más de una vez y hacer arrepentirse a los comerciantes por el éxito de la intriga. A penas instalado, lo señalaron a Luis XIV por medio de su encargado de asuntos en Argel como autor de toda clase de rapiñas contra los mercaderes y los esclavos cristianos; tanto que los Turcos mismos indignados, le maltrataron hasta darle muerte27. Y así sucedió casi siempre. Las rentas del consulado, no siendo nuca muy elevadas, y siempre por debajo de los cargos cuando el comercio se veía en problemas, como sucedía en tiempos de guerra28, los cónsules se recuperaban con los comerciantes y los esclavos con una probidad igual a la firmeza que había que emplear contra los Turcos. En Túnez primeramente, y más tarde en Argel, fue un verdadero bandidaje. Hablando de los cónsules franceses en Berbería, escribía Dussault, el 27 de setiembre de 1684, al marqués de Seignelay: «Son unos miserables que son la deshonra de la nación por las rapiñas que hacen contra los cristianos y el pobre negociante (Archivos de la marina).» A pesar de esta triste experiencia, el consulado de Túnez no fue nunca devuelto a la Misión. En vano Jolly, tercer superior general, reclamó contra la injusticia y alimentó por algún tiempo «la esperanza de recuperar este consulado arrebatado por sorpresa29.» Jean Le Vacher fue no sólo el último cónsul, sino el último Misionero de la Compañía de residencia en Túnez.
Antes de partir, Le Vacger rescató a dos padres capuchinos para reemplazarle en su ausencia, y mandó distribuir 40 piastras por calabozo. La Misión de Túnez pasó desde entonces a los capuchinos italianos, y se convirtió en una prefectura apostólica dependiente del vicariato apostólico de Argel. Pero el servicio religioso tuvo que sufrir, y Dussault, en la carta hace un momento citada, reclamaba el envío de un Misionero para desempeñar las funciones de vicario apostólico, «los sacerdotes de todas las naciones, decía, que viven allí en algún desorden, porque la subordinación ya no es como en tiempos del difunto bienaventurado Le Vacher.»
Le Vacher partió al fin en medio de lagrimas y del dolor de todos, y desembarcó en Marsella. Como los antiguos triunfadores, llevaba en pos de sí un gran número de esclavos, no encadenados, sino liberados por sus limosnas. Ahora se le hacía justicia. Un Padre de la Merced, Antonio Andoire, provincial de su orden en Provenza, que había acompañado a Dumollin en Túnez, y había visto allí el buen estado de la religión católica, le alabó en público como Misionero y como cónsul. En cuanto a él, fue a encerrarse en San Lázaro, donde vivió en la mortificación y en la humildad. De sus altas funciones de antaño, le gustaba descender a los trabajos más humildes de la casa, y el ex cónsul de Su Majestad Luis XIV30 pronto saldrá de su retiro y se dirigirá a Argel, donde le esperamos.
III. Misión de Argel. –Primeros Misioneros. –Felipe Le Vacher.
Fue en 1646, un año después de la primera fundación de la Misión en Túnez, cuando Vicente mandó salir para Argel a dos de sus hijos: Noël o Noueli, sacerdote joven genovés, y al hermano Juan Barreau, nacido en París, de una familia honrada, quien debía ejercer allá las funciones de cónsul31.
A uno y otro les dios bonitas y sabias instrucciones. Tendrán siempre presente, les dijo, que su ocupación es una de las más caritativas que podrían ejercer en este mundo. para desempeñarlas como es debido, deberán tener una devoción particular al misterio de la Encarnación , por el que Nuestro Señor bajó a la tierra para ayudarnos en la esclavitud en la que nos tiene el demonio. Serán exactos en las reglas de la Compañía, en las santas máximas, que son las del Evangelio, y trabajarán constantemente en la adquisición de las virtudes que hacen a un verdadero Misionero, es decir en el celo, en la humildad, en la mortificación y en la santa obediencia. El Sr Noueli será el director de esta pequeña Misión. Llegados a Argel, los dos misioneros alquilarán una casa y allí harán preparar una capilla. Tomarán todas las precauciones imaginables para bien vivir con el Virrey, el Pachá y el Divan, y sufrirán con buen ánimo las injurias que les haga el pueblo. Tratarán de ganarse con la paciencia a los sacerdotes y a los religiosos esclavos y conservarlos en el honor que les es debido y en sus pequeños provechos. Actuarán de manera que mantengan a los comerciantes en la mayor unión posible. Nos enviarán noticias suyas por todas las barcas que lleguen a Francia; no hablarán en sus cartas de los asuntos del país, sino de los pobres esclavos y de la obra que Nuestro Señor les encomienda. Si, fuera de peligro, pueden ir a visitar a los pobres esclavos que están en el campo, allí irán procurando confirmarlos en su fe, consolarlos en sus penas y aliviarlos con algunas limosnas. Se someterán a las leyes del país fuera de la religión, de la que no disputarán nunca y no dirán ninguna palabra de desprecio. Se enterarán, por aquellos que habitan en el país hace tiempo, de los individuos que pueden provocar sospechas y la cólera de los hombres que gobiernan, a fin de evitar las persecuciones y las afrentas32.
En Argel como en Túnez, el Misionero pudo con bastante facilidad penetrar en las mazmorras para ayudar a los esclavos; pero otra cosa diferente eran las casas particulares, donde estos infortunados se hallaban no obstante en gran número y a veces en mayor peligro de su salvación. «Ya tenemos pelea, escribía Noueli a Vicente, cuando un sacerdote es sorprendido en casa de un Turco en ejercicio de su religión.» Por otra parte, al principio, apenas podía circular por la ciudad, su ropa de eclesiástico desagradaba a los musulmanes que, tomándole por judío y rodeándole en su odio hacia esta nación tan universalmente maldita, le llamaban por burla el papa de los Hebreos. Cuando voy a la ciudad, escribía también Noueli, los niños corren detrás de mí, las mayores caricias que me pueden hacer es escupirme a la cara, y los que están más cerca me dan bofetadas.»
Era pues necesario actuar con prudencia. Cuando un esclavo estaba en peligro de muerte en una casa de difícil acceso, enviábamos a un farmacéutico cristiano quien, después de conversar con el enfermo, decía al patrón que no podía tratarle si no lo ordenaba el médico. El médico no era otro que el Misionero. Éste estaba en la puerta esperando el resultado de la conferencia y, cuando podía ser presentado, él cumplía con el moribundo su último deseo, a veces en presencia del patrón, quien en su ignorancia y su superstición, tomaba las santas ceremonias por algún tratamiento misterioso, por algún específico desconocido en Berbería. Y como de vez encunado la virtud del sacramento, brotando del alma al cuerpo, devolvía al enfermo a la vida, los Turcos tomaron pronto al sacerdote por un personaje extraordinariamente hábil, y se dirigieron ellos mismos a él en sus enfermedades. Fue de esta forma como poco a poco se acostumbraron a aguantarle y a verle y sus sucesores se vieron abrir, incluso sin pasaporte médico todas las puertas de Argel.
Pero primeramente ¡cuántos peligros había que pasar, sobre todo para llevar el santo viático a los enfermos! En esta tierra infiel, el Dios de los cristianos era dos veces el Dios escondido, había que ocultarse marcha a toda mirada profana. Duele pensar que después de tantos siglos de cristianismo, en París, en la capital del reino muy cristiano, el paso y el cortejo del Salvador son lo que eran en Argel en 1646, y que las descripciones sorprendidas y entristecidas que de ellas hacen los Misioneros y los primeros historiadores de san Vicente de Paúl, se refieren con una fidelidad tan desoladora por lo que hemos visto con tanta frecuencia o sospechado en nuestras calles!
En Argel pues, como hoy todavía en París, dos hombres componían el paso del Salvador. el primero era un pobre cristiano que llevaba bajo su abrigo una bujía encendidas en una pequeña linterna, agua bendita en una vinajera, un roquete plegado, un ritual, una bolsa con un corporal, y un purificador. El segundo era un sacerdote, que llevaba colgada del cuello una bolsa de seda que encerraba una cajita de plata dorada, donde había colocado la sagrada forma. Por encima de la sotana había una estola; pero él lo envolvía todo con una especie de casaca para ocultarlo a las miradas de los Turcos. Uno y otro caminaban por callejuelas, modestos, recogidos, sin saludar a nadie, por ello reconocían los cristianos su divina carga; pero no podían ponerse a seguirlos y se contentaban con adorarlo en espíritu y de corazón a su paso. Algo maravilloso, era en el santuario mismo de la esclavitud donde el Salvador recobraba su libertad: llegado a la mazmorra, se distribuía abiertamente a todos los esclavos.
Bien pronto sin embargo, la caridad de Misionero, su valor, este espectáculo tan nuevo en esta tierra de cobardía y de barbarie, impusieron de tal manera a os Turcos, que cambiaron su primer desprecio en admiración y dejaron a sacerdote la libertad de su celo.
Lo aprovechó para ensanchar sus obras de misericordia. Como sus cohermanos de Túnez, no se limitó ya sólo a los enfermos; él sostuvo en la fe y en la virtud a los esclavos a quienes sus amos empujaban al vicio y a la apostasía, y les inspiró incluso la fuerza de morir. Uno de ellos, en una lucha de resistencia contra una violencia infame, hirió involuntariamente a su patrón en la cara: simple rasguño que le hizo condenar bajo la acusación de tentativa homicida, al fuego más merecido por su amo. Animado por el Misionero, confesó a Jesucristo en medio de las llamas.
Pero la peste, siempre presente en estas comarcas, estalló más violenta. Noueli, quien día y noche se dirigía a socorrer a los cristianos apestados, fue también atacado, y murió el 22 de julio de 1647, de edad de menos de treinta años, después de un solo año de apostolado, pero lleno de los trabajos y de las obras de una dilatada carrera. Su muerte fue llorada de los propios musulmanes. Setecientos u ochocientos cristianos formaron el cortejo de sus funerales. Dos oraciones fúnebres se predicaron: una en la capilla de la mazmorra de la Regencia, por un religioso carmelita; la otra en la capilla del consulado, por un franciscano que, aplicando a Noueli las palabras de san Jerónimo sobre santa Paula, dijo que Argel había perdido con la muerte de este solo hombre un ejemplo de todas las virtudes: In morte unius omnes defecisse virtutes.
Vicente escribió entonces a Barreau, que no había salido de la cárcel más que para cerrar los ojos de su mejor amigo: «Recibí ayer por la noche la triste aunque feliz noticia de la muerte del Sr. Noueli; ella me ha hecho derramar mucha lágrimas repetidas veces, pero lágrimas de agradecimiento hacia la bondad de Dios con la Compañía, por haberle dado un sacerdote que amaba tanto a Nuestro Señor y que ha tenido un fin tan dichoso. Oh, qué suerte la vuestra porque Dios os ha escogido para una obra santa entre tanta gente inútil del mundo. Y ahí estáis pues como prisionero por la caridad o, mejor dicho, por Jesucristo. ¡Qué suerte sufrir por este gran monarca y qué coronas os esperan, si perseveráis hasta el fin!»
Pero faltaba para el consuelo de Barreau, y más todavía para el servicio de veinte o treinta mil esclavos, otra cosa que palabras y lamentos; faltaba un sustituto de Noueli. Era el primer soldado de la Misión que moría en Berbería en el puesto de la caridad. Hubo por entonces en San Lázaro una competición heroica para ir a llenar el vacío. Lesage y Dieppe fueron sucesivamente preferidos. Ellos se siguieron en Argel con un año de distancia, y los dos atacados también murieron de la peste, al cabo de seis meses de apostolado, en los primeros días de mayo de los años de 1648 y 1649. Dieppe expiró con los ojos puestos en el crucifijo que tenía en la mano, repitiendo en su agonía: Majoren charitatem nemo habet, quam ut animam suam ponat quis pro amicis suis. Era el programa de su vida tan bien cumplido y la seguridad cierta de su recompensa.
A estos dos sacerdotes los siguió Felipe Le Vacher, hermano de Misionero de Túnez, que había hecho sus primeras armas en la Misión de Irlanda. Su apostolado quedó marcado por las mismas obras. Rescataba bien a un joven Marsellés, capturado por corsarios a la edad de ocho años y apremiado a renunciar a su fe; bien a tres jóvenes hermanas provenzales, una de las cuales, deseada por el gobernador, habría arrastrado a las otras dos: bien a una mujer corsa, con su hijo e hija, ene. momento en que su hija iba a casarse con un Turco al precio de la apostasía.
Cuando su bolso estaba vacío, su caridad inagotable lograba llegar a socorrer la debilidad en peligro. De diez mujeres perseguidas y vencidas por sus patronos viciosos y crueles ni una sola sucumbió. Entre el misionero que las animaba en decreto a sufrir en el nombre de Dios de los cristianos y el morabito que les prometía fortuna y goces en nombre de Mahoma, ellas no lo dudaron un instante: vivieron como mártires y murieron como predestinadas.
Felipe Le Vacher no se limitó a sus cuidados de los cristianos, se entregó a la conquista de los Turcos e incluso de los renegados. Aquí necesitaría de una gran prudencia; además de que un celo excesivo la hubiera llevado a la hoguera y hubiera privado a los fieles de su ministerio, él tenía que respetar las sabias prescripciones de la sede apostólica, que prohíbe provocar a los musulmanes a disputas religiosas y niega el título de mártires a quien se atrajera la muerte con indiscretas declamaciones contra Mahoma. Asimismo Vicente trató de evitarlo frente a las inclinaciones de su caridad. Porque a él le escribió esta carta de la que hemos citado la primera parte y esta es su terminación: «Tiene usted otro escollo que evitar entre los Turcos y los renegados. En nombre de Nuestro Señor, no entre en comunicación alguna con esa gente. No se exponga a los peligros que le pueden acechar, ya que exponiéndose lo expondría todo y causaría un gran daño a los pobres cristianos esclavos, tanto que ya no estarían asistidos y se cerraría la puerta en adelante a la libertad presente que tenemos de prestar algún servicio a Dios en Argel y otras partes. Vea el mal que causaría por un pequeño bien aparente. Es más fácil y más importante impedir que muchos esclavos se perviertan que convertir a un solo renegado. Un médico que preserva del mal merece más que el que lo cura. Usted no está encargado de las almas de los Turcos ni de los renegados, y su misión no se extiende a ellos sino a los pobres cristianos cautivos. Que si, por alguna razón especial, se ve obligado a tratar con los del país, no lo haga, por favor, sino de acuerdo con el cónsul, a cuyos consejos le ruego que acceda lo más que pueda.»
Le comprometía a la discreción, hasta en el servicio de los esclavos; por eso añade: «Tenemos grandes razone de dar gracias a Dios por el celo que le da por la salvación de los pobres esclavos; pero ese celo no es bueno, si no es discreto. Al parecer se compromete usted con demasiadas cosas desde un principio. Como querer dar misión en las mazmorras, introducir en ellas entre esa pobre gente nuevas prácticas de devoción. Por eso le pido que siga la costumbre de nuestros sacerdotes que lo hicieron antes que usted. Con frecuencia se echan a perder las buenas obras para ir demasiado de prisa, porque se obra según sus inclinaciones que arrastran al espíritu y a la razón, y hacen creer que lo que se trata de hacer es factible y oportuno, cosa que no lo es, y se reconoce luego por el fracaso. El bien que Dios quiere se hace por sí solo, casi sin pensarlo… Dios mío, Señor, ¡cómo deseo que modere su ardor y pese con madurez las cosas con el peso del santuario antes de resolverlas! Sea más bien paciente que activo, y así Dios hará por usted solo lo que todos los hombres juntos no podrían hacer sin él,»
A pesar del respeto y la deferencia de Felipe Le Vacher por los consejos de su venerado padre, le costaba bastante moderar su celo. Al acercarse la Pascua, no teniendo más que una semana para atender a los pobres esclavos, se encerraba con ellos en las mazmorras, y trabajaba noche y día33. Pasaba las dos terceras partes del año sin dormir apenas; ya que por la noche confesaba de presidio en presidio y de casa en casa a estos desdichados, cuyos patronos no les querían dar ni una hora de respiro durante el tiempo del trabajo, y por el día descansaba con las demás obras de caridad, como la visita de los enfermos en el hospital o en las casas particulares, y las diversas funciones de su ministerio. El viernes sobre todo, día de oración para los musulmanes y de cese para os esclavos, y por las noches que precedían a los domingos y las fiestas, no dejaba un instante a sus queridos cautivos; los consolaba, los instruía, los confesaba y les decía la misa antes de amanecer y de su partida para el trabajo. De vez en cuando los acompañaba en sus carreras por el monte. Cada tres años cuando los beys de las ciudades vecinas traían su tributo a Argel, traían consigo a un gran número de esclavos, era para Le Vacher una ocasión de una misión general, después de la cual estos desafortunados se volvían consolados y fortalecidos.
Con toda la moderación y la prudencia de la que era capaz su ardor, buscaba al mismo tiempo de ganarse a los infieles y a los renegados, y más de una vez lo consiguió. Convirtió a un número bastante grande de musulmanes algunos de los cuales pertenecían a familias de condición. Los tenía escondidos y los instruía en secreto en la verdad, hasta que pudiera conferirles el bautismo; a otros les abría los ojos a la hora de la muerte y mostraba el camino del cielo. Tres renegados en particular murieron como predestinados. Uno de ellos que acababa de recibir la absolución de su apostasía, se vio vanamente presionado por los Turcos que le rodeaban el lecho, a blasfemar de la fe a la que había vuelto: con los ojos en el cielo y el crucifijo en el pecho, hasta el final confesó su crimen y la misericordia de Jesucristo. su mujer que, con la fe de los cristianos, había renegado de sus votos de religión, pidió también con disposiciones admirables, la absolución de su doble apostasía. De regreso a su retiro, no podía saciarse de penitencias, habría corrido al encuentro del martirio, si no la hubieran forzado a vivir para educar en la piedad a sus dos hijos pequeños.
¡Cuántas más conversiones cuyo recuerdo se perdió, puesto que Los Misioneros, con el miedo de que sus cartas fuesen interceptadas, se veían obligados a callárselas o a hablar de ellas con medias palabras! Por eso uno de ellos, queriendo comunicar a Vicente el retorno de dos renegados, se sirvió de la metáfora evangélica:»Dios me ha hecho la gracia de recobrar dos piedras preciosas que se habían perdido; son de gran precio y arrojan un brillo muy celestial.»
IV. Mártires, -Pedro Borguny.
La verdadera perla de la Misión de Argel fue un joven de la isla de Mallorca, llamado Pedro Borguny. Nació en Palma el 16 de mayo de 1628, de padres piadosos, pero que le educaron blandamente, fue muy temprano arrastrado al vicio por malas relaciones. A los doce años, se escapó de la casa paterna y, con dos compañeros suyos, se embarca en un navío que iba a Valencia. Capturado por los corsarios y conducido a Argel, es vendido a Abderame, capitán de las galeras, conocido por el Gran Moro, quien trata en vano de pervertirle. Rescatado por sus padres, vuelve a caer, hace contra la voluntad de sus padres un matrimonio secreto, es expulsado, obtiene primero su perdón y ayuda al padre en su industria, la fabricación de los tapices. Después de la muerte de su mujer, dispara a un hombre de quien tenía quejas y es condenado al exilio. Se embarca para Valencia, donde trabaja en el arte del padre, recorre toda España y hace fortuna. Con el propósito de librar a un amigo, se dirige a Oran y, no habiendo podido lograrlo, regresa a Valencia con el fin de amasar nuevas riquezas. Vuelve a cruzar el mar para rescatar a su amigo; pero en la travesía le asalta una tempestad que le arroja a las costas, y cae en una segunda esclavitud. Conducido a Tremisen, se escapa, es capturado de nuevo y vendido a un militar que le lleva a Argel. Allí, vendido cinco veces, en último lugar a un amo duro, es maltratado horriblemente. Después de una querella con otro esclavo, recibe doscientos bastonazos, y le amenazan con venderlo para las galeras de Constantinopla, de donde no se salía nunca. La perspectiva de esta cautividad sin retorno y sin esperanza le espanta. Va a ver al pacha, que pone su protección al precio de la apostasía. Se niega primero; luego, menos fuerte ante las halagadoras promesas que contra la tortura, sucumbe, toma el turbante y sufre la circuncisión. De vuelta a casa de su amo, que tiene órdenes de tratarle bien, no recibe más que injurias y golpes. El remordimiento entra en su alma, y cae enfermo. Apenas recuperado, piensa en escaparse. Su amo le ha arrojado a una barca armada para la piratería. A favor de una tempestad que ha hecho perder la cabeza a sus compañeros, se apodera del timón y enfila hacia España. Pero el canto del gallo avisa a los piratas del vecindario de costas. Adivinan sus intenciones, recuperan la dirección de la barca y dirigen la proa a Argel. Borguny no disimula entonces ni su plan ni su fe. Vencido y arrojado al fondo de la cala con los demás esclavos, responde a los reproches que le hacían por su apostasía que, Turco por fuera, es cristiano en el alma, este primer regreso recibe ya su recompensa, pues ha contado que la santa Virgen se le había aparecido entonces con un rostro sonriente, y le había bendecido y fortalecido.
La barca entra en el puerto de Argel el 26 de agosto de 1654. Burguny tenía entonces veintiséis años. Se encuentra con un amigo cristiano, a quien anuncia enseguida su conversión y su resolución por el martirio. Ante esta noticia, el amo redobla los esfuerzos por mantenerle en su apostasía y, al no lograrlo, quiere al menos parar el santo contagio de su valor y de su muerte próxima. Trata pues de hacerle pasar por loco. Pero el joven protesta públicamente de la serenidad de su espíritu y de su fe. Era precisa una protesta más elocuente. Borguny tuvo entonces que sostener contra sí mismo un rudo combate. Sentía horror al sufrimiento, la sola vista de sus verdugos, la sola idea de un cruel suplicio, le hacían estremecerse hasta la médula de sus huesos. «Yo no os oculto, confesaba a sus compañeros de esclavitud, mi temor a la muerte, pero,-añadía con el gesto y la palabra del poeta y una muy santa sublimidad del corazón,-siento no obstante algo ahí que me dice que Dios me dará el valor de morir.» Luego, hablando sin sospecharlo como nuestro Corneille que ha pintado tan ingenuamente el heroísmo cristiano y dialogando consigo mismo, se decía: «Dios mismo ha temido a la muerte; sin embargo se ofreció34. Entonces es hora de aplacar las turbaciones de mi corazón, y de reparar la injuria que he hecho a Jesucristo.»
Al punto, para precipitar el desenlace, se dirige al pachá, y sin preámbulo alguno; «Tú me has seducido, le dice, haciéndome renunciar a mi religión, que es la buena y la verdadera, y haciéndome pasar a la tuya, que es falsa. Pues bien te declaro que soy cristiano y, para demostrarte que abjuro de buena gana de tus creencias y de la religión de los Turcos, rechazo y detesto el turbante que me has dado.» Y, uniendo a acción a las palabras,, tira en efecto el turbante, le pisotea y añade:»Sé que tú me mandarás matar; pero no importa, ya que estoy listo para sufrir toda clase de tormentos por Jesucristo mi Salvador.»
Irritado por esta audacia, el pachá le condena a ser quemado vivo. en el mismo instante le despojan de sus ropas, le ponen una cadena al cuello y, como a su divino maestro, le cargan con el instrumento de su suplicio, con un grueso poste donde debe ser atado y quemado. En este estado es conducido al lugar de su sacrificio a través de un cortejo de Turcos y de renegados donde se ocultaban algunos cristianos y, a lo largo del fúnebre viaje, no cesa de repetir: «¡Viva Jesucristo y triunfe por siempre la fe católica, apostólica y romana, no hay otra en las que nos podamos salvar! »
Se llega por fin. La víctima está atada al poste. A una señal convenida, F. Le Vacher, colocado a distancia, le da la absolución de las censuras que había contraído. De repente el fuego se prende, le rodea, y de este crisol brillante su alma purificada sube hacia Dios.
«Así, añadía Vicente al relatar esta feliz muerte a su Compañía , así debe ser el valor que debemos tener para sufrir y para morir, cuando sea preciso, por Jesucristo. Pidámosle esta gracia, y roguemos a este santo joven que la pida para nosotros, a él que ha sido un alumno tan digno de un tan valeroso maestro, que en el espacio de tres horas se ha convertido en su verdadero discípulo y en su perfecto imitador muriendo por él.
Valor, Señores y hermanos míos, esperemos que Nuestro Señor nos dé fuerzas en las cruces que nos vengan, por grandes que sean, si ve que tenemos amor por ellas y confianza en él. Digamos a la enfermedad cuando se presente, y a la persecución si nos llega, a las penas exteriores e interiores, a las tentaciones, y a la muerte misma que él nos enviará: «Sed bienvenidos, favores celestiales, gracias de Dios, santos ejercicios que venís de una mano paternal y muy amorosa para mi bien, yo os recibo con un corazón lleno de respeto, de sumisión y de confianza para con quien os envía, me abandono a vosotros para darme a él. entremos pues en estos sentimientos, señores y hermanos míos, y sobre todo tengamos gran confianza, como hizo este nuevo mártir, en la ayuda de Nuestro Señor, a quien recomendamos, si tienen a bien, a estos buenos misioneros de Argel y de Túnez.»
Discurso sublime y ardiente del martirio. Digno hijo de tal padre, F. Le Vacher, una hora después del suplicio de Borguny, y en pleno día, se llevó el cuerpo medio consumido para darle la sepultura. Escribió luego para Vicente la historia de su martirio, que hizo también reproducir en pintura. En un viaje que hará a Francia en 1657, traerá a San Lázaro este cuadro y, algo más precioso, los restos del martirio, el trofeo más rico de sus conquistas en Berbería. El santo cuerpo descansó en San Lázaro hasta 1747, cuando se pensó en entregárselo a su patria, y se lo enviaron a la Misión de Mallorca35.
Radiante de dicha por estas noticias, Vicente se las contaba, como hemos dicho, a sus hijos para comprometerles a correr la misma carrera, luego a las personas ricas y pobres para enternecer su cardad y procurar recursos a la santa obra. Aunque cargado entonces con los niños expósitos, los galeotes, con la salud de provincias enteras, y con todas las demás obras de las que hablaremos, encontró los medios de pasar sunas enormes a Berbería. Con el concurso de la duquesa de Aiguillon, estableció en Argel un pequeño hospital para los esclavos franceses, abandonados en sus enfermedades por sus dueños inhumanos. Además hizo de su casa la oficina de acceso, de caridad, de correos de todos los esclavos de Berbería y de sus familias. Recibió por su cuenta todas las cartas que estos infelices escribían a sus padres, a sus mujeres, a sus hijos para instruirles sobre su situación y suplicar socorro, todas las respuestas de éstos, y se encargó de transmitir unas y otras por todas las provincias y por las costas de Berbería. De este modo, cautivos y parientes, más separados hasta entonces por la ignorancia de su suerte mutua que por el espacio, pudieron tenderse la mano más allá del mar, consolarse con la esperanza del encuentro. Era también Vicente quien recibía informaciones sobre los navegantes desaparecidos en las olas, y quien los encontraba en alguna mazmorra de Argel o de Túnez; era él quien se ponía a buscar a familias desoladas y les anunciaba que sus hijos, aunque bien infelices estaban todavía vivos; era él por último quien se hacía depositario de las sumas destinadas al alivio o al rescate de los pobres esclavos, y quien, añadiendo sus pobres limosnas, los devolvía a la libertad y a sus familias.
Tantos bienes le consolaban por la muerte de sus propios hijos, de las ofensas, de las persecuciones que los supervivientes tenían que pasar, y se confirmaba en la resolución de mantener la santa obra a través de todas las pérdidas y de todas las tribulaciones.
V. Consulado de Barreau.
Estas pérdidas y tribulaciones eran numerosas, en particular para el cónsul de Argel. Cuando Barreau partió para ocupar su puesto en 1646, Vicente le había dicho al darle el adiós que debía ser el último: «El alma de su empresa es la intención de la pura gloria de Dios, el estado continuo de humillación interior, sin poder hacer mucho exteriormente, y la sumisión del juicio y de la voluntad al sacerdote de la Misión que le den como consejo, no haciendo nada sin comunicarlo, si no se ve obligado a actuar y responder en el acto, Jesucristo era el soberano señor de la santísima Virgen y de san José, y con todo, mientras permaneció con ellos, no hacía nada sin saberlo ellos; es un misterio que le exhorto a honrar de una manera particular, a fin de que Dios quiera conducirle y asistirle en este empleo al que le ha destinado su Providencia.»
Barreau era capaz de comprender y de seguir tales instrucciones: aparte de su gran aptitud para los negocios, tenía mucho desinterés, un gran celo por Dios, una gran caridad por los pobres y por los esclavos. Pero estas mismas cualidades y su perfecta probidad le hicieron muy pronto víctima de la injusticia avara de los Turcos. Hacía apenas un año que se hallaba en Argel, cuando le forzaron a salir fiador de un Padre de la Merced por una suma de seis o siete mil piastras; y como este religioso no debía nada y se negaba a pagar, se volvieron contra él. Un nuevo pachá acababa de entrar en cargo, ocasión ordinaria de fuertes exacciones. Éste reclamó a Barreau el pago inmediato de la suma de fianza y, para obtenerla antes, le mando llevar a prisión.
Consolado por Noueli, que venía a visitarlo cada día, Barreau resistió primeramente contra la persecución; pero habiendo caído enfermo de la peste Noueli, quiso darle sus consuelos y resolvió tratar de su libertad a cualquier precio. Lo consiguió al precio de 45 piastras que dio a los oficiales del dey o a las personas favoritas suyas. Pero después de tributar a Noueli los últimos deberes, volvió a sus primeros líos y en 1650 volvió a estar encadenado. Informó de ello a Vicente, quien le respondió: «Con gran dolor me he enterado del estado al que se ve reducido ahora, que es un motivo de aflicción para toda la Compañía y pata usted de un gran mérito ante Dios, puesto que sufre como inocente. También he sentido el consuelo que sobrepasa a todo consuelo, por la dulzura de espíritu con la que ha recibido este golpe y por el santo uso que hace de su prisión. Doy por ello gracias a Dios, pero con un sentimiento de gratitud incomparable. Habiendo descendido del cielo a la tierra Nuestro Señor para redimir a los hombres, fue capturado y apresado por ellos. Qué suerte la suya, Señor, por ser tratado casi igual. Salió usted de aquí como de un lugar de gozo y de descanso, para ir a asistir y consolar a los pobres esclavos de Argel., y vea cómo ha llegado usted a ser parecido a ellos, aunque de otra forma. Pues bien, cuanto más relación tienen nuestras acciones con las que Jesucristo hizo en esta vida, y nuestros sufrimientos con los suyos, más agradables son a Dios. y como sus encarcelamiento honra al cielo, así le honra él con su paciencia, en la que yo le ruego que le confirme.
Yo le aseguro que su carta de ha impresionado tanto, que he resuelto edificar con ella a esta comunidad. Ya les he comunicado la opresión que sufre y la suave tranquilidad de su corazón, con el fin de animarla a pedir a Dios la liberación de su cuerpo y agradecer a su divina bondad por la libertad de su espíritu. Continuad, Señor, conservándose en la santa sumisión a la buena voluntad de Dios, ya que así se cumplirá en usted la promesa de Nuestro Señor, que ni uno solo de vuestros cabellos se perderá, y que con vuestra paciencia poseeréis vuestra alma. Confíe con generosidad en él y recuerde lo que él padeció por usted en su vida y en su muerte. El siervo, decía él, no es más que su amo; si me persiguieron a mí, os perseguirán a vosotros también. Dichosos los que son perseguidos por la justicia, pues suyo es el reino de los cielos. Alégrese pues, Señor, en el que quiere ser glorificado en usted, y que será su fuerza en la medida que usted le sea fiel. Cosa que yo le pido con mucha insistencia. Y en cuanto a usted, le suplico, por el afecto que profesa a nuestra Compañía, que pida a Dios para todos nosotros la gracia de llevar bien nuestras cruces, pequeñas y grandes; para que seamos dignos hijos de la cruz de su Hijo, que por ella nos engendró en su amor y por ella esperamos poseerle perfectamente en la eternidad de los siglos. Amén.»
Tales cartas, tan llenas de fe y de ternura, llegaban a Barreau, en las angustias de su cuerpo y de su alma, como un rocío y como un bálsamo, y se fortalecía en su amor para la santa misión, fueran los que fueran sus sufrimientos. Varios meses después, podía escribir a Vicente que nada había podido todavía ni cansar, ni siquiera sorprender a su paciencia, y éste le felicitaba por ello y daba gracias a Dios. Hombre de acción mucho más que de palabras, Vicente no se contentaba con consolar a su hijo, ni siquiera con pedir por él; lo ponía todo en movimiento en París para su liberación. Desgraciadamente, se vio reducido al principio a la impotencia de actuar. En medio de los disturbios de Francia, , la corte erraba por las provincias, y él no sabía a quién acudir. Pero apenas estuvo de nuevo en París hacia finales de 1650 cuando se puso a la obra a favor del cónsul y, el 15 de enero del año siguiente podía anunciar las enérgicas medidas que había aconsejado. El rey debía escribir a Constantinopla para quejarse del apresamiento de su cónsul, y pedir al mismo tiempo la ejecución del tratado concluido en 1604 entre Enrique IV y el Gran Señor. Según las cláusulas de este tratado, los Turcos tendrían que cesar sus correrías contra los Franceses y devolver todos los esclavos, en caso contrario, Su Majestad amenazaba con hacerse justicia. «Seguiremos de cerca esta expedición, con la ayuda de Dios, añadía Vicente; será su Providencia la que hará lo demás, y espero que todo irá bien si nos abandonamos a ella con confianza y sumisión, como lo hace usted con su gracia. Y tal vez nos sea nos sea tan propicio como para sacarle de prisión y de apuros por un camino más corto que el de Constantinopla; ya que, o el bachá, que es su partido, se ablandará, o habrá algún cambio o encuentro de negocios que produzca este buen efecto.»
Palabras de alguna forma proféticas. En efecto, el perseguidor de Barreau, el pachá Amurath, enterado de que la Puerta iba a darle a Mohamed como sucesor, no quiso dejar a éste al mismo tiempo su puesto y su presa. Conformándose pues con sus primeras pretensiones para no perderlo todo, puso al cónsul en libertad por 350 piastras, en lugar de las seis o siete mil que había exigido en un principio.
¡Qué felicidad para Vicente! «Dios, escribía a Barreau, sólo Dios, que ve el fondo de nuestros corazones, le puede hacer sentir el gozo del mío por la tan deseada noticia de su libertad, por la que le hemos dado las gracias tan tiernas como por ningún bien recibido en mucho tiempo de su bondad. Se lo he comunicado a su señor padre, quien se ha sentido muy consolado, lo mismo que el buen uso que ha hecho de su cautividad; ante lo cual no pienso en otra cosa que la dulzura y el espíritu de que ha dado pruebas se me representan para que vea la sumisión a Dios y la paciencia en los sufrimientos, siempre más hermosos y más amables. N puedo decirle bastante, Señor, qué suerte la suya por haber sufrido por Nuestro Señor Jesucristo, que le llamó a Argel. Usted conocerá mejor su importancia y su fruto de aquí a quince o veinte años de lo que lo hace ahora, y más aún cuando Dios le llame para coronarle en el cielo. Tiene muchas razones para estimar el tiempo de supresión como santamente empleado. En cuanto a mí lo considera como una señal infalible de que Dios quiere conducirle a él ya que le ha hecho seguir las huellas de su único Hijo. que sea por siempre bendecido y usted haya progresado en la escuela de la sólida virtud, que se practica excelentemente en los sufrimientos y que mantiene en el temor a los buenos servidores de Dios durante el tiempo en que no sufren. Suplico a su divina bondad que la bonanza que ahora disfruta le colme de paz, ya que la tormenta no ha podido turbarle y dura todo el tiempo conveniente para cumplir perfectamente los designios que Dios tiene sobre usted. Ni mucho menos que usted haya obrado contra mi intención de dar las mil libras que pidió prestadas, que yo estimo en nada por el precio de su libertad, que nos es mas querida que todo lo demás.»
Se comprende qué heroísmo cristiano debían encender y mantener estas palabras dignas de san Pablo en las almas ya llenas de fe y de caridad. Por eso se entregó Barreau con un nuevo ardor a las funciones de su consulado. Pero es posible que abusara algo de las expresiones generosas con las que termina la carta precedente, y que habían sido inspiradas a Vicente por la alegría de su liberación. En todo caso, para él y para los ostros, se complicó más allá de sus fuerzas, y metió a su persona y a la Compañía en apuros financieros casi insalvables.
Por un lado, sus rentas eran escasas. «Nos resulta imposible soportar las cargas, escribía, nuestro consulado no nos supone gran cosa. Nunca han sido los Argelinos tan insolentes ni tan violentos a causa del número de sus barcos. Nuestro negocio se va a pique día a día36.» Vicente, por otra parte, le prohibía todo negocio, en conformidad con los deberes de su cargo y le afeó fuertemente por un comercio de diamantes y de perlas en el que se había metido. » Todo eso, le decía, está fuera de lugar y contra la voluntad de Dios, quien no le ha llamado de allí más que para el oficio y no para el tráfico37.» Pero Barreau seguía quejándose de sus escasos ingresos. «La situación de nuestros asuntos va cada vez peor, visto que gastamos mucho y recibimos muy poco38.»
Por otro lado, él contrataba todos los días nuevos compromisos. Bien salía fiador o rescataba a ricos esclavos que, devueltos a la libertad, no se lo devolvían siempre; bien hacía regalos al pachá, a su llegada, para tenerle favorable, ya que esa gente, decía él, «miran más a las manos que al rostro39.» Además, estaban las afrentas o las extorsiones las que acababan por arruinarle. Una vez, le sacaron a la fuerza hasta 643 piastras por el viaje de un tal Franchison, de Marsella. La suma le fue devuelta más tarde; pero, mientras tanto, él se vio reducido a una extrema penuria. A veces se encontraba con un déficit de 6.000 en las cuentas de un solo año. Lo más cruel que había en su estado de cuentas es que pagaba las deudas más urgentes con el dinero que los pobres cristianos le habían confiado para su futuro rescate. «Yo no hago más que vivir al día, según se dice, y de lo que me ha dado un cristiano para guardarlo, lo empleo en el pago del que me pide el pago de lo que me haya dado a guardar mucho tiempo antes.» Temblaba si llegaran a reclamar todos a la vez. Gritaba entonces a Vicente: «En nombre de Dios, Señor, ayúdenos. Yo no dudo que su bondad no haga hasta lo imposible por todos nosotros. Pero le ruego que recuerde que nosotros corremos más peligro que nadie.. Yo estoy resuelto a sufrir hasta el extremo si hace falta. Nosotros nos veremos pronto obligados a empeñarnos con los Turcos, lo cual será un empeño mucho más sensible que el de los cristianos, que llevan la mitad de nuestros sufrimientos por la paciencia que tienen con nosotros40.»
A estas tristes demandas, acompañadas siempre de promesas para el futuro, Vicente se multiplicaba para socorrer a sus hijos. El 7 de mayo de 1656, lograba que Luis XIV escribiera «al ilustre y magnífico Señor el bachá de Argel» para recomendar a Barreau y a Felipe Le Vacher. Luego, llamando a todas las puertas caritativas, recogía abundantes limosnas, que enviaba al cónsul para sacarle de sus apuros más urgentes. «Pero, decía, no sé de dónde y de quién esperar el medio de sacarle de los otros empeños, si usted mismo no encuentra el secreto en otra economía, como yo se lo pido a nuestro Señor. Ya le he pedio que tuviera cuidado, y que usara de todas las precauciones imaginables para no dar motivos a los Turcos de tiranizarle; y si lo hacen sin causa, que no le sorprendan las amenazas y malos tratos, ya que entonces será usted feliz, declarado como tal por Nuestro Señor mismo, puesto que sufrirá por la justicia por causa de él; en lugar de que si piensa verse libre de sus manos, por dinero, será hacerse miserable, pues al verle fácil en dar, le presentarán querellas sin base ni fundamento para intimidarle41.» Sobre todo le obligaba a guardar fielmente los depósitos que le eran confiados, para poder entregarlos a la primera petición: «Es el dinero de los esclavos lo que se le confía, le escribía también; de ello depende su libertad, y tal vez su salvación. Si fuera a desviar este dinero para otros fines, o prestarlo para rescatar a otros esclavos, con perjuicio de aquellos a quienes pertenece, estaría en grave peligro de no podérselo entregar cuando lo necesiten y, por consiguiente, de hacerse culpable ante Dios y ante los hombres. Sólo se necesita un poco de firmeza para deshacerse de estos impertinentes que le piden prestado. Dígales que no tiene nada suyo, ni el modo de pagar sus deudas, que le está prohibido comprometerse por otro, y razones parecidas, contra las que no puede obrar en conciencia42.»
Gracias a la caridad paternal de Vicente, el cónsul comenzaba a salir a flote, cuando la bancarrota de alguien llamado Rappiot, comerciante de Marsella, le costó la mayor persecución, y le volvió a hundir en un abismo más profundo que nunca.
Habiéndose quejado al pachá los acreedores de Rappiot, esté echó la culpa al cónsul y quiso, contra todas las reglas de la razón y de la equidad, hacerle responsable de las reglas del Marsellés. Barreau no había tenido nunca relaciones con Rapito, ni tampoco era su fiador, y además, en su extrema necesidad, con cien escudos que componían entonces todo su haber, era incapaz a todas luces de pagar una bancarrota de doce mil libras. El pachá no tuvo en cuenta tan perentorias respuestas; sino, contra el derecho de las gentes, con el desprecio del buen sentido, y de la más simple humanidad, como del rey y de Francia, mandó tirar al cónsul por los suelos y ordenó a sus verdugos que le descargaran unos centenares de bastonazos en las plantas de los pies. La orden fue ejecutada con un encarnizamiento tan bárbaro, que Barreau se desvaneció en medio del suplicio. Temiendo una muerte que pronto o tarde vengaría Francia, y sin sentirse a pesar de todo saciada su rabia, el pachá mandó detener los bastonazos y, recurriendo a una tortura menos mortífera y más cruel, mandó que le hundieran leznas puntiagudas en las uñas. La violencia del dolor hizo volver a Barreau en sí. Habría sufrido de buena gana la muerte; pero, al pensar en el triste abandono en que iba a dejar a los pobres esclavos, firmó todos los compromisos que le impuso una avaricia brutal.
Llevado medio muerto a la casa consular, fue pronto seguido de cuatro jenízaros que acababan de pedirle un pago inmediato, so pena de ser devuelto al pachá y de morir allí. En la incapacidad de pagar, solamente podía hacer el sacrificio de su vida y encomendarse a Dios. Pero el rumor de su suplicio y del nuevo peligro que le amenazaba se esparció pronto por la ciudad, y todos los pobres esclavos se agolparon en masa en el consulado para ofrecerle su peculio: «No hay hilandera en Bretaña, decía Du Guesclin prisionero, que no consienta en hilar un copo para mi recate.» Hay algo más hermoso en la gratitud y en la caridad de estos desdichados que venían a traer los ahorros destinados a su propio rescate, y se exponían así a una cautividad perpetua, para librar al cónsul que se había entregado a su servicio. Es el más hermoso elogio de Barreau, el más hermoso elogio de la obra de Vicente que, al cabo de unos años, había producido ya tales frutos de heroísmo.
Como los primeros cristianos depositaban sus bienes al pie de los apóstoles para uso de sus hermanos, así los esclavos de Argel traían al cónsul, unos veinte, otros treinta, éstos cien, aquellos hasta doscientos escudos: tanto que formaron la suma completa.
Pero había que tomar venganza de la violación del derecho de gentes y de la majestad de Francia en la persona del cónsul, y rembolsar a los pobres esclavos. El último deber solo pertenecía a Vicente; el primero era cosa del rey. El santo sacerdote debió correr con el uno y el otro.
Luis XIV se contentó con escribir, el 5 de julio de 1657, dos cartas, una a su cónsul de Marsella, la otra al gran duque de Toscaza, para detener la ruina de muchos de sus súbditos. Rappiot había querido salvar con su bancarrota algunos objetos preciosos, que fueron incautados por la galera guardacostas; por otra parte, para frustrar a sus acreedores, había confiado algunas riquezas más a un barco inglés que las había transportado al puerto de Livorno, para ser entregadas allí a un fideicomisario fraudulento. El rey recomendaba a su cónsul y a su «primo»que no permitieran que se gastase nada de estos restos de la bancarrota.
Por lo demás, absorto entonces por los disturbios civiles y la guerra con España, disimuló la injuria que le había infligido en la persona de su representante. Vicente se dolía de ello en sus cartas. El rey, escribía, «encuentra más oportuno disimular que resentirse por ella ni querellarse. Todo lo que haga será que no enviará otro cónsul, y con ello se abandonará el consulado al igual que los esclavos.» Nuevo motivo de aflicción para el caritativo sacerdote. Fue en esta circunstancia, coincidiendo con el segundo consulado de Juan Le Vacher en Túnez cuando Vicente pensó en entregar los dos consulados a sacerdotes. Consideraba entonces como al difícil dejar a Barreau por más tiempo en Argel, y no le veía otro sustituto que a Felipe Le Vacher, el hermano del cónsul de Túnez. Insistía pues, según hemos visto, ante el papa y la Propaganda por medio de Jolly, superior de la Misión de Roma, para lograr que se permitiera a los dos hermanos ejercer el consulado conjuntamente con sus funciones espirituales, protestando siempre que lo hacía por puro amor de Dios y servicio de los esclavos. «Se emplea a eclesiásticos, escribía, para ejercer la justicia civil en el Estado eclesiástico, que podrían ejercer los seglares.» ¿Por qué no permitir algo parecido en Berbería? y más aún, añadía él, porque «sin este permiso habría que abandonar a más de veinte mil esclavos cristianos que hay solamente en la ciudad de Argel, muchos de los cuales se harían Turcos, si no se vieran animados y ayudados43. En efecto, desde hacía tres o cuatro años que Felipe Le Vacher se había marcha do de Argel para volver a Francia, más de treinta habían apostatado.
Felipe Le Vacher se hallaba por entonces en París para reunir limosnas que pudieran liberar al cónsul. Barreau debía entonces la suma considerable de 8 a 9.000 escudos. Pues, después de muchos trámites, Le Vacher no tenia más que unos 500 o 600 seguros. Vicente se dedicaba activamente por su parte, porque compartía las penas de Barreau y se preocupaba por sus asuntos, como «de los más importantes, decía, que tengamos.» Había logrado que se hablara al ministro de Brienne; él mismo había hablado con la duquesa de Aiguillon y sus Damas de la Caridad. Pero la duquesa podía poca cosa, a causa del «trato que le daba el duque de Richelieu.» El joven duque, en efecto, cuya tutela le había sido confiada con la administración de sus bienes le buscaba querellas en oposición con el testamento del cardenal.. Por su parte, las Damas se resentían de las incomodidades públicas, tan grandes después de tantos años de guerra civil y extranjera. Además se sentía cansancio por las demandas incesantes que las desgracias públicas suscitaban de todas partes. Apenas era posible hallar pequeños socorros para las necesidades más urgentes. ¿Cómo encontrar ocho o 10.000 escudos que debía Barreau entonces? Sobrecargada ya por las desgracias del tiempo y sus excesivas limosnas, la Compañía no podía comprometerse a más44.
Sin embargo el hermano del cónsul había conseguido hacerle llegar una suma de 3.000 libras para satisfacer a los más urgentes de de entre los pobres esclavos. Por su parte, Felipe Le Vacher había recogido al fin sumas bastante abundantes, y esperaba en Marsella el momento favorable de volver a Argel. Pero se temía a los acreedores de Rappiot, y también Le Vacher de Túnez creía oportuno suspender el viaje y hasta retirar a los cónsules, hasta que el rey hubiera declarado a los Turcos su resentimiento y asegurado el porvenir. La Puerta acababa de proporcionar a Luis XIV otro motivo de queja encarcelando al embajador de Francia en Constantinopla, La Haye-Vautelay, sustituyéndole por su hijo. Mientras llegaba el final de este grave incidente, sólo quedaba la paciencia y confianza en Dios45.
Para colmo de males, el gobernador del Bastión de Francia vino a complicar la situación. Este gobernador era un mariscal de Francia llamado Pecquet. Desde hacía unos años, había dejado de pagar el tributo a los Argelinos, éstos enviaron a cuatro chiaoux y a cincuenta Moros para presentarle sus reclamaciones. Pecquet no se dio por enterado, y. como le amenazaban con un arma y con un pago por la fuerza, hizo apresar a los Árabes por su guarnición, los cargo de cadenas, los arrojó a sus propias barcas con todos los muebles del Bastión, pegó fuego a los edificios y se marchó para Italia46.
Un atentado semejante hacía muy crítica la suerte de Barreau y de los esclavos cristianos. En efecto, Barreau fue llevado a prisión, y los esclavos tuvieron que sufrir más que nunca. Vicente volvió a caer por un momento en sus primeros titubeos a propósito de los consulados y hasta de la Misión de Berbería. Pero volvió muy pronto a su santa obra, y respondió admirablemente a uno de sus sacerdotes que le aconsejaba el abandono: «No estoy convencido por las razones que me escribe para abandonar la obra comenzada. Un Misionero es, me parece a mí, necesario en aquel país, bien para asistir a los esclavos en sus enfermedades, como para afirmarlos en la fe en todo tiempo. Es verdad que los sacerdotes y religiosos esclavos pueden suplir; pero no lo hacen; ellos mismos andan tan desordenados, que se necesita un hombre de autoridad para contenerlos; además, hay motivo de duda si los sacramentos administrados por muchos de ellos serían válidos para los pobres cautivos. Pues, si la salvación de un alma es de tal importancia que se deba exponer la vida temporal para procurarla, ¿cómo podríamos nosotros abandonar a un número tan grande por el miedo a algún gasto? Y aunque no resultara otro bien de estos lugares que hacer ver a esta tierra maldita la belleza de nuestra santa religión, enviándole allí a hombres que atraviesan los mares, que dejan voluntariamente su país y sus comodidades, y que se exponen a mil ultrajes por el consuelo de sus hermanos afligidos, estimo que los hombres y el dinero se darían por buen empleados47.»
Vicente reemprendió pues su obra con ardor, y logró primeramente librar a Barreau de su segunda prisión . prometieron la devolución de los Árabes secuestrados por Pecquet y, con esta condición, el cónsul recobró la libertad de su persona y de su ministerio. Pero se necesitaba tiempo y prudencia para sacarle de sus empeños, pues los acreedores de Pecquet y de Rappiot estaban al acecho para lanzarse sobre el dinero que le sería enviado. Por último, todo se pagó; se reintegró a los pobres esclavos, y cuando, un año después de la muerte de Vicente, Felipe Le Vacher volvieron a Francia, pudieron todavía llevarse consigo a setenta más que habían rescatado con el resto de las limosnas48.
VI. Vicente promotor de las expediciones francesas contra Berbería. –El capitán Paul.
Pero Vicente habría querido impedir por medios más enérgicos la vuelta de semejantes exacciones, de persecuciones tan crueles. Y es un detalle casi desconocido de su historia, que ninguno de su tiempo tuvo parte en la resolución que se tomó al fin de castigar a los corsarios por las armas, de arrancarles por la fuerza, y no al precio de sumas injustamente exigidas, a los esclavos cristianos, al menos los Franceses, y poner de una vez por todas nuestro comercio y a nuestros nacionales al abrigo de de su bandidaje, mediante tratados que el recuerdo de un castigo ejemplar y la amenaza constante del cañón de Francia harían más seguros que la palabra siempre violada de aquellos Bárbaros. En toda ocasión, se alegraba de los éxitos parciales, por desgracia demasiado efímeros, logrados contra los piratas por los Venecianos, los Genoveses, los caballeros de Malta, y hasta por los Ingleses49. Pero era un armamento de Francia lo que él pedía con todas ganas.
Había por entonces en Provenza un capitán de nombre Paul, especie de Juan Bart, tan solo de maneras menos rudas, a quien solamente le faltaron las circunstancias para adquirir toda la celebridad del gran marino de Dunkerque. –Paul de Saumur, más conocido por el caballero Paul, había tenido por cuna una barca, donde su madre, sencilla lavandera, le había traído al mundo, hacia finales de 1597, en una travesía de Marsella al castillo de If. Había tenido por padrino al gobernador mismo de ese castillo, Paul de Fortín, quien le dio su nombre. Sus instintos marítimos del todo se revelaron muy temprano. Todavía niño quiso embarcarse como grumete. Rechazado por el capitán, se coló detrás de los fardos de mercancías, de donde no salió hasta que el barco estuvo en plena mar. El capitán no tuvo otro remedio que cuidar de él. Al cabo de tres años, de grumete se había convertido en marino y, algunos años después, soldado en el fuerte Saint-Elme, en la isla de Malta. Un duelo con su cabo estuvo a punto de costarle la vida; pero, salvado por caballeros franceses, partió en un bergantín armado en acción de guerra, y se distinguió tanto que, caído el capitán, él ocupó su puesto. Nuevas acciones gloriosas le señalaron pronto al gran maestre de Malta, que le nombró caballero de armas, y le confió el mando de un barco. Cuando Richelieu recuperó la superintendencia de la marina francesa, se le pidió al gran maestre, y le nombró capitán de una barco de guerra. En esta calidad comenzó a servir a Francia en la guerra de España, y escaló sucesivamente las escalas de jefe de escuadra y de vicealmirante de los mares del Levante.
Vicente había entrado en relaciones con él en casa del cardenal Mazarino. El humor aventurero del caballero, su valor, sus primeras hazañas, le designaban al santo sacerdote como el jefe de la expedición que meditaba desde hacía tiempo. Se abrió pues a él sobre este plan y, cuando el caballero estuvo de regreso en Provenza, comprometió al rey y al cardenal a escribirle para confirmarle en sus buenas disposiciones e investirle con su autoridad. En este tiempo, Barreau estaba prisionero en la Regencia; se trataba, por lo tanto, no ya de simples represalias de piratería, ni siquiera tan sólo de una obra de caridad cristiana, sino de vengar el nombre del rey y nombre francés.
Por si parte, en el curso del año 1658, Vicente escribió una carta tras otra a Get, superior de la Misión de Marsella, corresponsal suyo para todos los asuntos de los forzados y de la Berbería, en los cuales le compromete a urgir la ejecución del proyecto de Paul. «Le ruego, escribía, que le veáis de mi parte, le felicitéis por el plan; que no pertenece más que a él realizar tales proezas; que las hacho y muy hermosas; que su valor con su buena conducta y buenas intenciones, da pie a esperar un feliz éxito de esta empresa; que yo me considero feliz de llevar su nombre y por haber hecho en otros tiempos la reverencia en casa del Sr. Cardenal, y que le renuevo las ofertas de mi obediencia… Le hablará del trato que ha recibido el Sr. cónsul de Argel, y le podrá decir que él resarcirá a Francia por los insultos que estos bárbaros le dirigen; que no podría hacer una obra más agradable a Nuestro Señor50.»
Vicente recibió con gozo, en respuesta a sus cartas, la noticia de las buenas disposiciones del caballero Paul para la empresa de Argel. Únicamente meditaba Paul en las condiciones pecuniarias, que el pobre sacerdote, tan sobrecargado de buenas obras, encontraba serias dificultades en cumplir. Había logrado con todo reunir una suma de veinte mil libras; pero, con su prudencia acostumbrada y su sentido exquisito de los asuntos, quería que no se la pusieran en las manos del caballero hasta después del éxito, es decir después de la liberación de los esclavos, el retiro del hermano Barreau y la fijación de otro cónsul. «Ya que, escribía él, si no puede hacerlo por la vía de las armas, este dinero debe servir para lograr estos efectos por la vía ordinaria, que es dejar libre a este hermano, y entregar a los pobres cristianos lo que le han entregado a él, para que les sirva para su rescate51.»
Vicente no autorizaba pues a Get más que a ofrecer esta suma al caballero, y también sin decirle que la tenía en mano, ni de dónde provenía. Pues insistía en este punto de no prometérsela sino a condición que liberara, no a algunos esclavos, sino a todos los Franceses que se encontraran en Argel, y que no vería un céntimo hasta que se hiciera esto.» Sin embargo él actuaba y dejaba actuar, de manera que todo fuera provisto a los gastos de la expedición y a la recompensa del caballero. Get, impulsado por él, apremiaba a los oficiales y a los comerciantes de Marsella a contribuir a la empresa, y a invitar a las demás ciudades marítimas del reino a contribuir también. Por último, Vicente se adelantaba a todas las objeciones. Le habían escrito de Marsella que muchos se habían parado en la promoción de la empresa por miedo al resentimiento del Gran Señor, y al arresto de todos los comerciantes franceses que traficaban en el Levante. Consultó a las personas mejor situadas, y respondió que este miedo era quimérico, que el Gran Señor no podía ver mal que el rey se vengara de las injurias recibidas de los Argelinos, de las vejaciones infligidas a sus súbditos, de las capturas injustas y continuas hechas a ellos, y sobre todo del apresamiento de su cónsul. Además, el rey había dirigido ya un despacho a de La Haye, su embajador en Constantinopla, encargándole de presentar queja de todos estos agravios al Gran Señor y al diván52.
A pesar de tanta actividad, de trámites y de sacrificios, la expedición de Paul no tuvo lugar, por causas ignoradas de la historia. Pero una expedición, más eficaz que ésta no habría podido serlo, se dirigió contra Argel algunos años después, y la iniciativa pertenece ciertamente a Vicente. Leemos, en efecto, en su carta a Get del 3 de mayo de 1658, estas palabras notables: «Habría sido bueno que usted hubiera visto al Sr. Paul, como yo le había pedido, aunque no hubiera ninguna apariencia de que fuera a ejecutar su propuesta; puesto que habría podido usted descubrir más en particular sus sentimientos sobre semejante empresa, y obtener por ahí alguna instrucción que nos pudiera servir en caso de que otro la hiciera; ya que, si es factible, la Sra. duquesa de Aiguillon se promete hacer que la haga el Sr. de Beaufort, quien, por lo que se dice, debe mandar el ejército naval, pero usted no tiene otra cosa que hacer sino hacer que se hable de ello.» Pues bien, se sabe que la duquesa de Aiguillon no hacía nada sin el consejo de Vicente a quien, hacía ya muchos años, ella había tomado como por director, y no se podría poner en duda que ella había actuado a insinuación suya al hacer entrega del mando de un ejército naval al duque de Beaufort. Vicente tuvo pues el mérito de esta expedición, si no tuvo la satisfacción, ya que, muerto en 1660, no la pudo ver; el mérito también de las expediciones posteriores de 1681 y 1688 que se relacionan con la primera, e incluso de le expedición de 1830, que acabó por fin con la piratería. Desde Carlos Quinto, en efecto, Argel pasaba por impenetrable e invencible. Fue Vicente quien, contribuyendo de una manera tan eficaz a la expedición dirigida por el duque de Beaufort, enseñó, de alguna forma, a nuestros barcos de guerra y a nuestras armas la ruta de Argel, ruta que nunca hemos olvidado hasta nuestro triunfo definitivo.
- Extracto de las cartas de Guérin.
- Estos detalles están sacados de una lectura de J. Le Vacher de 1648. Fue Le Vacher quien jugó el papel principal en la conversión del joven Inglés, y sólo la analogía nos ha hecho colocar este realto en la historia del apostolado de Guérin.
- Carta a Vicente de 1647.
- Archives de l’État, MM. 536.
- Carta a Duchesne.
- Carta de julio o de agosto de 1648.
- Carta de Vicente al Sr. de Lahaye-Vautelay, consejero del rey en su consejo, y su embajador en el Levante, 23 de febrero de 1654.
- Carta a Blatiron, superior de la Misión de Génova, del 24 de diciembre 1648.
- Carta a la señora de Aiguillon del 20 de noviembre de 1652.
- Carta citada del 24 de enero de 1654.
- Rep. de oración del 12 de setiembre de 1655.
- Cartas de Le Vacher a Vicente, 1655.
- Confer. de San Lázaro, del 12 de setiembre de 1655.
- Carta de Vicente del 21 de mayo de 1655.
- Cartas de Vicente de los 25 de mayo y 21 de junio de 1652.
- Cartas a Get, superior de la casa de Marsella, de los 14 de abril de 1655; 18 de mayo y trece de julio de 1657; 3 y 30 de agosto de 1658.
- Carta a Jolly, superior de la casa en Roma, del 23 de noviembre de 1657.
- 21 de diciembre de 1657.
- Véanse el recibo y compromiso de cumplir con las intenciones del donante, firmados de la mano de Vicente, Archivos del Estado, MM. 536.
- Véase una obra manuscrita titulada: Clergé de la marine, Archivos de Argelia y de las Colonias.
- Carta citada de Vicente a de La Haye-Vautelay, del 25 de febrero de 1654.
- Carta a Get en Marsella del 15 de marzo de 1658.
- Carta de 18 de abril de 1659.
- Archivos del ministerio de asuntos exteriores.
- Mss. del ministerio de la marina.
- Archivos de la marina, consulados.
- Carta de De Bourdieu, cónsul de Argel, a Trubert, del 23 de abril de 1669. –Archivos de la Misión
- Carta de Piolle, cónsul de Argel, a Seignelay, 11 de octubre de 1685. -Archivos de la marina.
- Circular del 18 de febrero de 1674. –Archivos de la Misión.
- Véase sobre J. Le Vacher, su Vida manuscrita. –Archivos de la Misión.
- Vicente había pensado primeramente en un Misionero, que veremos con frecuencia en esta historia, llamado Lombert-aux-Couteaux, a quien Luis XIV dio poderes de cónsul para Argel el 3 de julio de 1646; pero se volvió atrás sobre esta elección, por no estar decidido aún a investir a un sacerdote de estas funciones temporales.
- Archivos de la Misión.
- Rep. de or. Del 12 de setiembre de 1657. –en esta repetición fue cuando Vicente dio la mayor arte de estos detalles sobre Felipe Le Vacher, entonces de misión en París. se aprovechó para ensanchar su corazón, de un momento en que el Misionero acababa de salir; luego añadió: Pues, de eso, le ruego que no le hable . Tal vez hasta yo hago mal en decírselo a usted. Y qué, yo no podría por menos de contar el bien cuando lo veo.»
- Polyeucte, acto II, escena VI.
- Véase también sobre el martirio de P. Borguny, las cartas de san Vicente, y ante todo la enviada a Ozenne en Polonia del 13 de marzo de 1655. –Existe también una vida en español del joven mártir, impresa en Roma en 1780, cuando se pensaba en instruir el proceso de su canonización, con este título: Vida y martirio del siervo de Dios Pdro Borguny. Mallorquin, martyrizado en Argel a los 3 agosto 1654, dividida en dos partes, y escrita por el reverendo Fernando Nualart, sacerdote de la Congr. De la Misión, postulador de la causa.
- Cartas de 1655.
- Carta de 27 de junio de 1659.
- Carta del 26 de julio de 1655.
- Carta del 26 de julio de 1655.
- Cartas de los 3 de marzo y 5 de abril de 1655.
- Cartas de los 24 de noviembre de 1656 y 26 de enero de 1657.
- Carta del 31 de enero de 1659.
- Cartas a Jolly del 3 de agosto y 7 de setiembre de 1657.
- Carta de Vicente del 14 de setiembre de 1657.
- Carta del 11 de octubre de 1658.
- Carta a Jolly, Roma, del 8 de noviembre de 1658. –Véase también rep. de or. del 11 de noviembre de 1658, donde Vicente en esta ocasión recomienda a Barreau a los cristianos y esclavos franceses, en número de 10.000 entonces, en Argel y los suburbios.
- Carta a Ger, Marsella, 5 de abril de 1658.
- Carta del 21 de enero de 1659.
- Véanse en particular sus cartas de 1656.
- Cartas del 8 de febrero y del 4 de mayo de 1658.
- Carta del 6 de julio de 1658.
- Carta del 19 de julio de 1658