Capítulo sexto: Châtillon-lez-Dombes y las cofradías de caridad.
I. Partida de Vicente para Châtillon.
Esfuerzos de la casa de Gondi para recuperarlo. Esta parroquia, así llamada por su vecindad con el principado de Combes, estaba situada en la antigua Bresse y es hoy cabeza de partido de del departamento de Ain. Con unas rentas poco proporcionadas a su extensión y a sus cargos, no era más que un anexo, a pesar de su población superior, de la de Buenans. Quizás también un antiguo respeto por la iglesia de San Martin de Buenans, había sometido a ésta la iglesia de San Andrés de Châtillon. Sea como fuere, Vicente fue nombrado párroco de Buenans, aunque no hubiera residido allí nunca. La parroquia de Châtillon no había estado en posesión de nadie desde hacia cuarenta años sino por beneficiarios de Lyon que se contentaban con ir a buscar las quinientas libras de producto e impedir por este acto de posesión y de presencia que les fuera enajenada por devolución. En su ausencia se hacían representar por sacerdotes llamados societarios, porque debían vivir en comunidad. Estos sacerdotes se habían establecidos en Châtillon en 1478 por Charles de Bourbon, arzobispo de Lyon. La casa que iba a habitar Vicente y que pertenece hoy a los hermanos de Ménestruel, era de ellos. Se ve, Châtillon poseía aún ministros de lo sagrado; pero de pastor propiamente dicho, estaba privado desde hacía cerca de medio siglo.
Los canónigos condes de Lyon, sus señores temporales, pensaron en poner remedio a aquello. Se dirigieron al P. Bence, doctor de Sorbona, uno de los primeros compañeros de Berulle, que acababa de fundar en Lyosn una casa del Oratorio y le rogaron que buscara a un sujeto capaz de restablecer las cosas. Por su parte, el P Bence se lo comunicó al P. de Bérulle quien, no hallando a nadie dispuesto a aceptar un puesto así, tuvo la suerte de proponérselo a Vicente de Paúl.
Vicente lo aceptó por los mismos motivos que los demás lo rechazaban. Pretextando la necesidad de hacer un pequeño viaje, dejó, sin decir más, la casa de Gondi y salió de París. . era hacia el final de julio de 1617. Se dirigió primero hacia Lyon, para ponerse en contacto con los Padres del Oratorio. Allí, el P. Métezeau, otro de los primeros compañeros de Bérulle, y uno de los predicadores más famosos de su tiempo, le dio cartas de recomendación para un señor Beynier, calvinista, y hasta según se dice, ministro, pero de un carácter generoso. En efecto, hasta la reparación de la casa del cirujano Louis Govent donde debía habitar Vicente, Beynier le concedió una hospitalidad por la que éste le pagó al estilo de los apóstoles,1 no con oro ni plata que él no tenía, sino comunicándole parte del don divino que había recibido.
Vicente tomó posesión el 1º de agosto de 1617. Presentándose ante la puerta principal de la iglesia parroquial de Buenans, dirigió la palabra a Guillaume Saumageon, vicario de esta iglesia y de la de San Andres de Châtillon. Luego, exhibiendo el acta de la renuncia hecha a él por Mathieu Chevalier, en nombre de Jean Lordelot, último posesor, y las cartas patentes de Thomas de Meschatin La Faye, chambelán, canónigo y conde de la iglesia se Saint-Jean de Lyon y vicario general de Mons el arzobispo con fecha del 29 de julio anterior, pidió que se le diera posesión. Saumageon accedió, y tomando a Vicente de la mano derecha, le introdujo en la iglesia. Allí tuvieron lugar las diversas ceremonias contadas ya con ocasión de la toma de posesión de la parroquia de Cliché, y Vicente pidió acta de todo al notario que se hallaba presente.2 El mismo día, las mismas formalidades se observaron en Châtillon.
Sin embargo la casa de Gondi no sabía nada todavía de la nueva colocación de Vicente de Paúl. Apenas instalado en Châtillon, informó al general de las galeras, a quien las funciones acababan de llamar a Provenza, excusándose de su retiro por su pretendida incapacidad de cumplir por más tiempo su cargo de preceptor.
Qué golpe fue esta noticia para Felipe Manuel, podemos imaginarlo por la carta que dirigió al punto a la Sra. de Gondi: «Me siento desesperado por una carta que me ha escrito el Sr. Vicente y que os envío para ver si hay todavía algún remedio a la desgracia que significaría perderle. Me sorprende mucho que no os haya dicho nada sobre su resolución, y que no hayáis tenido noticia de ello. Os ruego que obréis de manera que, por todos los medios, no le perdamos. Pues cuando el asunto que emprende (su incapacidad pretendida) fuera verdadero, no tendría valor alguno para mí: no teniendo más fuerte razón que la de mi salvación y la de mis hijos, en lo que yo sé que podría ayudar mucho un día y en las resoluciones que deseo más que nunca poder tomar y de las que os he hablado varias veces.3 Todavía no le he contestado, y esperaré vuestras noticias antes. Pensad si el intermedio de mi hermana de Ragüy,4 que no está lejos de él, nos puede servir en esto: pero creo que no habrá nadie tan poderoso como el Sr. de Bérulle. Decidle que aun cuando el Sr. Vicente no tenga métodos para enseñar a la juventud, como hombre tendrá mucho que decir; pero que de todas las maneras deseo apasionadamente que vuelva a mi casa, donde vivirá como quiera, y yo un día como hombre de bien, se ese hombre está conmigo.»
Mucho más inmensa todavía fue la desolación de la Sra. de Gondi al recibir estas dos cartas. Le llegaron el 14 de setiembre, día de la Exaltación de la santa Cruz, y le fueron no ya la cruz triunfante, sino la cruz dolorosa de otro calvario. «Nunca lo habría pensado, decía a una amiga, El Sr. Vicente se había mostrado tan caritativo con mi alma que yo no podías sospechar que él fuera a abandonarme de esta manera. Pero, Dios sea alabado, no le acuso de nada, ni mucho menos: creo que no ha hecho nada sino por especial providencia de Dios, y llevado de su santo amor. Pero, a decir verdad, su alejamiento es bien extraño, y confieso que no llego a entenderlo. Él sabe la necesidad que tengo de su dirección, y los asuntos que tengo que comunicarle; las penas del espíritu y del cuerpo que he pasado, por falta de ayuda; el bien que deseo hacer en mis pueblos, y que me es imposible emprender sin su consejo. En una palabra, veo a mi alma en un estado penoso.» Enseñando la carta de su marido, añadía: «Ya veis con qué resentimiento me ha escrito el Sr. general. Yo misma veo a mis hijos decaídos día a día; que el bien que hacía en mi casa, y en siete u ocho mil almas que están en mis tierras, no se hará más ¡Bueno! ¿es que estas almas no han sido también rescatadas con la sangre preciosa de Nuestro Señor como las de Bresse, o es que no le son tan queridas? De verdad, no sé cómo lo ve el Sr. Vicente; pero sé muy bien que me parece que no voy a descuidar nada para volverle a tener. Él no busca más que la mayor gloria de Dios, y yo no la deseo contra su santa voluntad; pero le suplico de todo corazón que me lo devuelva; se lo pido a su santa Madre, y se lo pediría con más fuerza, si mi interés particular no estuviera de por medio, con el del Sr. general, el de mis hijos, de mi familia y de mis súbditos.»
Admirable lenguaje, cuya ingenuidad hace de Vicente el más sublime elogio, cuyas piadosas contradicciones ponen bien en claro en esta mujer a la madre y a la cristiana. Después de algunos días pasados en lágrimas y sumidos en tanto dolor que había llegado a perder el apetito y el sueño; después de largos combates entre sus deseos de traer de nuevo a Vicente a su casa y el miedo a ir en esto contra la voluntad de Dios, se resolvió a dar los pasos activos que su marido y su corazón le ordenaban. Ante todo oró mucho, y puso en sus oraciones a todas las personas piadosas de sus amistades y a a las comunidades principales de París. Parecía como si fuera un asunto de Estado: se trataba de algo más; se trataba de traer, no precisamente a la casa de Gondi, sino a París, a su humana providencia. Se dirigió en seguida al P. de Bérulle, a quien descubrió su dolor y sus necesidades, sus deseos y temores. El P. de Bérulle la consoló, y sobre todo la tranquilizó sobre la legitimidad de los esfuerzos que preparaba, prometiéndole su propia intervención.
Aquietada su conciencia de esta forma, envió a Vicente el mensaje del general, y le escribió varias cartas que mostró al P. de Berulle. ´Ésta es una llena de piedad y de elocuencia y con algún rasgo de lo sublime.
«No me equivocaba al temer perder vuestra ayuda, como os lo he demostrado tantas veces, ya que efectivamente la he perdido. La angustia en que me encuentro me resulta insoportable sin una gracia de Dios extraordinaria, que no merezco. Si esto fuera tan sólo por algún tiempo, no lo sentiría tanto; pero al contemplar todas las ocasiones en las que necesitaré ayuda, en dirección y consejo, sea en la muerte, sea en la vida, mis dolores se renuevan. Pensad pues si mi espíritu y mi corazón pueden soportar por más tiempo estas penas. Me encuentro en situación de no buscar ni recibir ayuda de otra parte, pues bien sabéis que no tengo la libertad en cuanto a las necesidades de mi alma con muchas personas. El Señor de Bérulle me ha prometido escribiros, y yo invoco a Dios y a la santísima Virgen para que os devuelvan a nuestra casa para la salvación de toda nuestra familia, y de muchos más, por quienes podréis ejercitar vuestra caridad. Os suplico una vez más, practicadla con nosotros, por el amor que profesáis a Nuestro Señor, a la voluntad de aquel a quien me remito en esta ocasión, si bien con mucho miedo de no poder perseverar. Si después de esto me rechazáis, os echaré la culpa ante de Dios de todo lo que pase y de todo el bien que no habré hecho, por falta de ayuda. Me pondréis en la situación de verme en muchas partes privada de los sacramentos, a causa de los grandes trabajos que tenga, y la poca gente que haya para ayudarme. Ya veis que el Sr. general tiene el mismo deseo que yo, que solamente le viene del cielo por la misericordia de Dios. no os resistáis al bien que podéis hacer, ayudando a su salvación, ya que va a entregarse aun día a la salvación de muchos más. Sé que mi vida no sirviendo más que para ofender a Dios, no es peligroso dejarla a la deriva; pero mi alma tiene derecho a recibir ayuda a la hora de la muerte. Acordaos del miedo en que me habéis visto en mi última enfermedad en uno de los pueblos. Estoy a punto de entrar en una situación peor; y el único miedo de ello me causaría tanto mal que no sé si, sin una grande preparación anterior, no me llevaría a la muerte..»
¡Qué mujer y qué tiempos! No comprendemos ya este lenguaje, este ardor de fe, estos trances secretos, esta pasión religiosa que absorbe a todas las demás, o al menos las transforma y se las subordina.
Después de leer esta carta, Vicente cayó de rodillas y, escrutando su corazón a fin de despojarlo y de rechazar de él todo sentimiento humano, pidió a Dios que le diera a conocer su voluntad. Sin oír ninguna voz del cielo que le recordara en la casa de Gondi, hizo en seguida el sacrificio del atractivo que le llevaba hacia un alma doblemente suya, por el cariño que le había dedicado y por lo que sobre él recaía una perfección que era su obra; luego, respondiendo a la generala de las galeras, no omitió nada para consolarla, fortalecerla y sobre todo llevarla a la unión con él en una resignación completa a las órdenes de la Providencia.
La Sra. de Hindi no se conformó. No habiendo logrado nada por sí misma, puso en acción a todos los amigos de su casa y de Vicente. El correo de París a Lyon no tenía otro trabajo que transportar cartas con la dirección del santo sacerdote. Le llegaban a diario, primero de los miembros de la casa y de la familia de Gondi, de los hijos, de los oficiales, del cardenal de Retz; luego de las personas respetables por su ciencia y su piedad, de los doctores de Sorbona, de religiosos de diferentes comunidades, y principalmente del P. de Berulle. Este era quien menos le apremiaba; ya que lleno de respeto hacia la prudencia y santidad del párroco de Châtillon, se limitaba a exponerle las razones en pro y en contra, dejándole el cuidado de decidir en última instancia, incluso en su propia causa. Vicente los escuchaba a todos, examinaba, oraba a la espera del día de Dios.
II. Trabajos en Châtillon.
Entre tanto se entregaba a todos los deberes de su ministerio pastoral. Tenía mucho que hacer, tan deplorable era el estado en el que había encontrado a su parroquia. Vecina de Ginebra, el contagio protestante se había apoderado de ella, y en unos había apagado la fe, en otros corrompido las costumbres. Contra la plaga ningún remedio: sin comunidad religiosa, sin clero edificante; tan sólo seis viejos eclesiásticos realizaban las funciones de capellanes, entregados al más escandaloso libertinaje. La iglesia material era la fiel imagen del desorden espiritual de las almas. Sucia, enmohecida, desprovista de los ornamentos más necesarios, servía menos para el servicio divino , celebrado sin regularidad y sin decencia, que de lugar de encuentro y de paseo para los eclesiásticos y para los laicos, o de retiro y abrigo, cuando la lluvia los echaba de las calles y de las plazas. Después de estudiar con rapidez el mal, Vicente, con todo el dolor de su alma, pero lleno de celo y de valor, se volvió a Lyon a fin de buscar operarios evangélicos. La Providencia, supliendo el número con la calidad, le dio, en la persona de Louis Girard, doctor en teología, a un cooperador de mérito y de virtud. Como en Cliché, Vicente recordó la palabra del Apóstol: «Si alguno no sabe presidir en su propia casa, ¿cómo dirigirá la Iglesia de Dios?»5 Comenzó pues por ordenar la casa de Beynier, como la suya propia. Desde levantarse hasta acostarse, todo se hacía con la regularidad de un claustro; era también la misma pobreza, la misma modestia. Nada de criado, y menos mujer, y la misma cuñada de Beynier consintió en ir a otra parte a vivir. Por fuera como por dentro, Vicente se ofreció como ejemplo a todos por la sencillez de su vestir, su fidelidad a todas prescripciones de los santos cánones, y más por la virtud y la piedad que respiraban en toda su persona.
Creyó entonces haber adquirido algunos derechos a emprender la reforma de los ancianos sacerdotes de Châtillon ; empresa difícil, pues tan profunda era su degradación. Preludiaba así con algunos hombres esta reforma más general del clero, que es uno de los servicios más grandes que haya prestado a la Iglesia. En sus casas, estos desdichados sacerdotes vivían con mujeres sospechosas; en el exterior, en los cafés o en las plazas públicas. Además existía un abominable comercio en la administración de las cosas santas; existían métodos expeditivos inventados por la cobardía para librarse antes de las obligaciones del ministerio, como la confesión simultánea y pública de los niños. No sólo recortó el santo sacerdote estos horribles abusos, sino que determinó a todos estos sacerdotes a vivir en comunidad y a repartir el tiempo entre los ejercicios de la piedad y del trabajo.
Desde entonces todo le fue bien. el escándalo alejado, el buen ejemplo dado por las cabezas del rebaño, pudo él entregarse sin obstáculos y con fruto a la regeneración de la parroquia entera. Proscripción de los bailes y de los excesos que deshonraban las fiestas, oficios celebrados con decencia, catecismos dados a los niños con amable sencillez y, si hacía falta, en su patois, instrucciones multiplicadas sobre las grandes verdades religiosas y en particular sobre la limosna, asiduidad al confesionario hasta olvidarse de las más urgentes necesidades de la naturaleza, visita a los pobres y cuidados de los enfermos: ¿para qué insistir en los detalles que cualquiera se imagina al tratarse de un pastor así?
Al cabo de cuatro meses escasos, Châtillon se había transformado. Entre las conversiones que Dios obró por el ministerio de Vicente, las hay de lo más sonadas bien por la distinción de las personas, bien por los socorros que proporcionaron a las obras del santo sacerdote, y cuyo recuerdo debe conservar la historia por estos motivos. Comencemos por una de las más deslumbrantes, la del conde de Rougemont.
III. El conde de Rougemont y la familia Beynier.
Era un señor originario de Bresse, que se había retirado a Francia, cuando Enique IV, por sus conquistas y el tratado del 17 de enero de 1601 con el duque de Saboya, hubo incorporado este país a su reino. Habiendo pasado toda su vida en la corte, había adoptado sus sentimientos y sus máximas. Como casi todos los gentlileshombres de su tiempo, tenía la pasión del duelo: siempre presto a echar la mano a la espada por cuenta propia, o para vengar las injurias de sus amigos. Era uno de los mayores duelistas de su siglo o, para servirnos de la inocente expresión del mismo Vicente, un franco ilustrador. Grande, bien formado, vigoroso, sacaba, en efecto, casi siempre la ventaja, y él mismo no podía contar el número de sus víctimas. La reputación de Vicente le había atraído alguna vez a Châtillon, y pronto, por las palabras del santo sacerdote, había sentido despertarse en él esta fe que, en los gentileshombres de aquel tiempo, estaba viva en el alma como el sentimiento del honor. Una vez decidido a cambiar de vida, desde el primer momento fue un cristiano heroico, y no titubeó más en este duelo consigo mismo que en sus duelos con sus enemigos. En menos de quince días, la obra estaba hecha, y este nuevo Sicambro, manso ya, pero lleno de ardor por la penitencia, bajó la cabeza a la mano de Vicente, menos para ser animado y dirigido que para ser moderado.
Comenzó por vender su tierra de Rougemont, y dedicó todo su valor a fundar monasterios y aliviar la indigencia. De su castillo de las Chantes, su morada ordinaria hizo un convento para religiosos y un hospital para los pobres, poniendo no sólo su fortuna y su servicio, sino su persona misma al servicio de todos. Así y todo no se veía totalmente despojado, y si la obediencia le costó alguna vez, fue para someterse a Vicente que le ordenaba conservar sus bienes. «Ah, padre, -decía llorando al P. Desmoulins, del Oratorio de Mâcon, quien nos ha trasmitido estos hechos,-¿voy a tener que ser tratado siempre y poseer tantas riquezas? ¿Qué no me dejan hacer? Os aseguro que si el Sr. Vicente me aflojara la mano, en menos de un mes el conde de Rougemont no tendría ni una pulgada de tierra. ¿Cómo puede un cristiano poseer nada viendo al Hijo de Dios tan pobre en le tierra?»
Se consolaba entonces ante el Santísimo Sacramento, que le había permitido el arzobispo de Lyon tener en su capilla. Allí se pasaba tres o cuatro horas cada día, de rodillas, sin apoyo, llorando sus faltas y a las almas que había perdido; contaba en una especie de éxtasis los golpes de la flagelación del Salvador, de los cuales él se contaba como uno de los actores principales y, para establecer una proporción impresionante, envió un día al Oratorio de Lyon tantos escudos como llagas creía haber causado a su Dios.
Pero era el desprendimiento absoluto de las criaturas el mayor ejercicio de su piedad. «Estoy persuadido, decía a Vicente, de que, sin tener nada en el mundo, yo sería todo de Dios.» Entonces examinaba en sí y fuera de él, en las personas y en las cosas, lo que podía detenerle y, si descubría algún obstáculo, al punto, caminando por la vía cristiana, como Richelieu por la vía política, lo derribaba con valor. «Lo rompo, corto, quiebro todo, decía también a Vicente, y yo voy directo al cielo.»
En una de estas conversaciones fue cuando contó a Vicente un rasgo sublime de caballería cristiana. De viaje, un día que se entregaba a su examen ordinario, y que recorría para desprenderse de ellos la serie de los apegos humanos, sus ojos se detuvieron en su espada. «En todo el mundo, exclamó yo no veo más que esta espada que me detenga. ¿Qué hacer? Rechazar esta buena y gloriosa espada, el instrumento de mis hazañas, mi salvaguarda en tantos peligros, mi única defensa todavía en caso de ataque? Pero ella es también el instrumento de mis crímenes, y ceñida a mi costado, ahí estará como tentación permanente, y en la menor ocasión la desenvainaré» En aquel momento del diálogo consigo mismo y de aquella lucha interior, la más terrible que hubiera sostenido, se vio frente aun risco. Sin dudarlo más, detiene su caballo, se apea, saca la espada y la rompe contra la piedra; después, una vez a caballo, exclama: «¡Ahora soy libre!» Tan libre, en efecto, después de este heroico sacrificio, que nada le costó más en el servicio de Dios. como Ignacio después de colgar su espada de una columna de la capilla del monasterio de Monserrat, el conde de Rougemont, después de quebrar la suya, fue invencible en la vida y en la muerte. Afrontó las más crueles enfermedades y, llegado al final, siguiendo el ejemplo que le había dado algunos años antes el condestable de Montmorency, este orgulloso y rico señor quiso morir bajo el hábito humilde y pobre de capuchino.6
Esta conquista, la más brillante de todas las que realizó Vicente en Châtillon, no fue tal vez ni la más difícil ni la más fructuosa. Convirtió también a su huésped. Beynier, ya lo hemos dicho, estaba implicado en los lazos de la herejía; rico y joven, se veía sobre todo preso en las garras más difíciles de romper del libertinaje. A las palabras de Vicente respondió primero con un poco de decencia y moderación en su conducta. Pero debió entonces luchar contra su caritativo apóstol y contra los ministros de la herejía que le habrían pasado muchos otros escándalos por el precio de sus riquezas y la influencia de su nombre. Vicente salió ganando, y Beynier volvió al mismo tiempo a la Iglesia romana y a la virtud. Para servir con mayor libertad a Dios y a los pobres, se quedó célibe; y como todos cuantos sufren la influencia del caritativo sacerdote se despojó no sólo de los bienes cuyo origen sospechaba, sino de la mejor parte de sus bienes más legítimos, al punto de hacerse pronto pobre él mismo.
Una vez vencedor de un miembro de esta familia, Vicente no quiso ya salir, hasta no haber conquistado a todos los demás. Beynier tenía un cuñado llamado Garron, antiguo oficial en la compañía de las gentes de armas del duque de Montpensier, y por entonces uno de los más celosos partidarios de la herejía. La conversión de su cuñado no hizo sino irritar su celo. Así las cosas, Vicente no es a él a quien se dirigió, sino a sus hijos. Garrón se puso entonces furioso. Sobre sus hijos hizo recaer la autoridad paterna amenazándoles con desheredarlos, y sobre Vicente el terror de la ley citándole ante la cámara del edicto de Grenoble. Vanos esfuerzos: abjuraron todos, y el desdichado padre se murió de dolor.7 Cuarenta años después, Vicente recibía una carta en la que leemos: «Soy aquel pequeño, Jean Garrón, sobrino del señor Beynier de Châtillon, en cuya casa os alojabais mientras estuvisteis en dicho Châtillon.» Y después de agradecerle una vez más haber vuelto a la verdadera fe, Jean Garron le consultaba sobre la vocación de su único hijo, que quería abandonar la más rica fortuna de toda la provincia para entrar en la Compañía de Jesús.
¿admirable duración de las conversiones operadas por Vicente! Duración más admirable todavía de las obras que había fundado. Jean Garron terminaba así su carta: «os alegrará que os diga que en Châtillon la asociación de la Caridad de las sirvientas de los pobres está todavía en vigor.» Este es el lugar de contar la fundación de aquellas Caridades, por las que Vicente preludió la fundación de este instituto de mujeres, el más sensacional honor de su nombre.
IV. Comienzo de las Cofradías de la Caridad.
Todo comenzó así, como en todas sus obras, sin plan premeditado por su parte y, –si nos atreviéramos a asociar estas dos palabras, al azar de la Providencia. Aquí también, como siempre, la primera idea de la iniciativa le llegó de una mujer, y son las mujeres quienes se hicieron las cómplices y las ministras de su caridad, tan poderosa es en obras la mujer cristiana, desde que una mujer dio al mundo al Dios de los cristianos.
A su llegada a Châtillon, Vicente se había encontrado con dos mujeres jóvenes aún, y provistas, con todos los dones personales, de todas las ventajas del nacimiento y de la fortuna. Era Francisca Bachet de Mayseriat, mujer de un tal Gonar, señor de la Chassaigne, y Carlota de Brie, casada con un tal Cajot, señor de Brunand. En una ciudad perdida de creencias y de costumbres, con todas las facilidades que encontraban en sus riquezas y los halagos de su edad, estas dos mujeres hacían sus ocupaciones más inocentes de las danzas, de los festines y de los juegos. Las primeras palabras que oyeron en público del santo sacerdote fueron para ellas un irresistible atractivo que las llevó a hacerle una visita. Entraron desorientadas en sus costumbres culpables, salieron firmes en la resolución de renunciar a las máximas y diversiones del mundo, y de consagrase sin reserva al servicio de Jesucristo en la persona de los pobres. ¡Resolución tan perseverantemente mantenida como súbitamente tomada! Privadas de la ayuda de Vicente los mismo que bajo su dirección practicaron la caridad hasta un grado de heroísmo del que sólo la mujer es capaz. Después del regreso del santo sacerdote a París, el hambre y la peste, es decir la muerte en sus formas más terribles, visitaron Châtillon. A una opusieron un granero público, del que sólo ellas eran las proveedoras y las distribuidoras; a la peste opusieron sus propias personas Mientras el contagio convertía a Châtillon en una soledad para la muerte o la huida y asustaba a los hombres más valientes, ellas siguieron al servicio de los pobres y enfermos. Menos para preservar una vida cuyo sacrificio ya habían hecho, que para mantenerla al servicio de los desgraciados, ellas velaban sobre todos, preparaban víveres y remedios y, día y noche, se los llevaban, con sus consuelos y sus ejemplos, a las chozas más pobres e infectas. Desaparecida la plaga, ellas se dieron, en la persona de los padres capuchinos, sucesores encargados de multiplicar y de perpetuar su celo caritativo. Mujeres admirables, dignas de su maestro, dignas de servir de fundamento y de primeras piedras al edificio de las Cofradías de la Caridad.
Un día que Vicente iba a subir al púlpito, una de estas mujeres, la Sra. de la Chassaigne, le pidió que encomendara a la caridad de los parroquianos a una pobre familia en la que casi todos sus miembros, niños y criados, habían caído enfermos en una granja situada a media legua de Châtillon. La palabra de de Vicente tuvo su bendición ordinaria y, acabado el sermón,, casi todos los oyentes emprendieron el camino de la granja, ardiéndoles el corazón de caridad y con las manos llenas de toda clase de socorros. Después de vísperas, él tomó la misma dirección, y se sintió agradablemente sorprendido al ver a los grupos caritativos que volvían a Châtillon o buscaban bajo los árboles del camino un abrigo contra el excesivo calor. «Ésta, exclamó, es una grande caridad, pero está mal regulada. Estos pobres enfermos, con demasiadas provisiones a la vez, dejarán que una parte se pierda, y volverán luego a su primera necesidad.»8
Desde entonces, con el espíritu de método y orden que obraba en todo, pensó en ordenar un celo tan cristiano y en convertirlo en provecho duradero, no sólo de la desdichada familia, que era entonces el objeto, sino de todas las familias que cayeran en una necesidad semejante. Siempre desconfiado de sí mismo, quiso oír el consejo de las personas cuya piedad podía venir en ayuda de la suya y cuyo estado de fortuna prometía recursos para la obra proyectada. Ahora como siempre se dirigió a las mujeres, antes de las demás a las dos nobles mujeres que debían ser como las maestras y las madres de la nueva cofradía. En todas halló él entrega y caridad y, de acuerdo con ellos en la teoría de la obra, él pudo al punto llevarlas a la práctica. Pero su reglamento solo fue provisional y, antes de pedir la sanción de la autoridad eclesiástica, quiso tener la sanción de la experiencia. Tal fue, en todas sus obras, su conducta invariable. Aunque nunca hizo nada sin consejo ni sin oración, aunque diera a todas sus empresas la base sólida e inmutable del Evangelio, toda constitución a priori, y que no gozaba en sí de la prueba de los hechos, le parecía construida sobre la arena. Por eso, al encuentro de las constituciones políticas de las sociedades modernas, improvisadas casi siempre por algunos utopistas, poco preocupados por el pasado, las costumbres, las creencias y necesidades de los pueblos y, de ahí de una duración tan efímera, todas las instituciones del santo sacerdote, concebidas en la oración y en la caridad, nacidas de las necesidades eternas del hombre tales como el cristianismo las revela, maduradas y fortalecidas por la experiencia, están todavía, dos siglos después, llenas de vida y brillantes de una juventud que se renueva como la del águila.
Cuando la cofradía de la Caridad hubo funcionado con éxito unos tres meses Vicente, que le había seguido el juego con la mirada sencilla y pura del Evangelio, con su desinterés y su prudencia ordinarias, dio por suficiente la prueba, y la organización de la prueba capaz de resistir todos los obstáculos y de producir todos sus frutos. Entonces solicitó del arzobispado de Lyon una aprobación que le fue concedida con diligencia, y con tantos elogios que hubo de sufrir su humildad. Es del 24 de noviembre de 1617, y firmada, en ausencia del arzobispo, por Thomas Meschatin La Faye, «camarero y conde de la Iglesia de Lyon, oficial y juez de la Primacía, vicario general espiritual y temporal del señor Denys-Simon de Marquemont.»9
Este es el reglamento de la cofradía, que debe conservarse aquí como un título de honor de Vicente, y como un monumento de los anales de la caridad. Le publicamos sobre el autógrafo hallado el 20 de febrero de 1839, en los archivos del ayuntamiento de Châtillon.
V. Jesús María
Reglamentos de la cofradía de la Caridad, erigida en Châtillon-les-Dombes, diócesis de Lyon.
Como resulte que la caridad para con el prójimo sea una señal infalible de los verdaderos hijos de Dios y que uno de los principales actos de ésta sea de visitar y dar de comer a los pobres enfermos, ello hace que algunas piadosas señoritas y algunas virtuosas burguesas de la ciudad de Châtillon-lez-Dombes, diócesis de Lyon, deseosas de obtener esta misericordia de Dios de ser de sus verdaderas hijas, han convenido en asamblea asistir espiritual y corporalmente a aquellos de su ciudad, los cuales han sufrido a veces mucho más bien por falta de orden en ayudarlos que de personas caritativas. Pero ya que es de temer que habiendo comenzado esta buena obra se marchite en poco tiempo, si para mantenerla ellas no tienen alguna unión y relación espirituales juntas, se han dispuesto juntarse en un cuerpo que pueda ser erigido en una cofradía con los reglamentos siguientes, y todo sin embargo bajo el beneplácito de monseñor arzobispo, su muy honorable prelado, al que esta obra está sometida enteramente.
Dicha cofradía se llamará la cofradía de la Caridad, a imitación del hospital de la Caridad de Roma, y las personas de que se compondrá principalmente, sirvientas de los pobres o de la Caridad.
Del Patrón y del fin de la Obra. Y en tanto que toda cofradía de la la Iglesia tiene la santa costumbre de proponerse un patrón, y para que las obras tomen su valor y dignidad del fin para el que se hacen: las dichas sirvientes de los pobres toman por patrón a Nuestro Señor Jesús, y por fin el cumplimiento del muy ardiente deseo que él tiene de que los cristianos practiquen entre ellos las obras de caridad y de misericordia, deseo que nos da a entender en estas palabras suyas. «Sed misericordiosos como mi Padre es misericordioso;» y estas otras:» Venid los bienamados de mi Padre, poseed el reino que se os ha preparado desde el principio del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo y me visitasteis; porque lo que habéis hecho a los más pequeños de éstos, me lo habéis hecho a mi mismo.»
Personas de la Cofradía. La cofradía estará compuesta de mujeres tanto viudas como casadas, como jóvenes, de las cuales la piedad y la virtud sea conocida, y de la perseverancia de las cuales se pueda asegurar, con tal que las casadas y las jóvenes tengan permiso de sus maridos, padres y madres, y no de otra manera; y a fin de que la confusión no entre por la multitud el número podrá ser de veinte solamente, hasta que se ordene otra cosa.
Y como es de esperar que se hagan fundaciones a favor de dicha cofradía, y que no es propio de las mujeres tener solas la dirección de las mismas, las dichas sirvientas de los pobres elegirán como Procurador a algún piadoso y devoto eclesiástico, o a un burgués de la ciudad virtuoso, inclinado al bien de los pobres y apenas metido en los asuntos temporales, el cual será tenido como miembro de la dicha cofradía, participará en las indulgencias que serán concedidas a favor de ella, asistirá a las asambleas y tendrá voz en la decisión de las cosas que se propongan como una de dichas sirvientas, mientras que ejerza el cargo de Procurador, y no más.
Además de esto, la cofradía hará elección de dos mujeres pobres de vida honesta y de devoción, que se llamarán Guardas de los pobres enfermos, ya que su deber será guardar a los que estén solos y no se puedan mover, y servirles, según el orden que establezca la priora, pagándoles honradamente según su labor, y así serán también tenidas como miembros de dicha cofradía, participarán de las indulgencias de ella y asistirán a las asambleas sin con todo tener en ellas voz deliberativa.
De los Oficios. Una de dichas sirvientes de los pobres será elegida Priora de la cofradía, la cual, para que todas cosa vayan con orden,, las demás la amarán, la respetarán como a su madre y la obedecerán en todo que se refiera al bien y servicio de los pobres, todo por el amor de Nuestro Señor Jesús, que se entregó obediente hasta la muerte y la muerte de la cruz. Su deber será emplearse con todos sus posibles en hacer que os pobres sean alimentados y socorridos según lo establecido, admitir al cuidado de la cofradía, durante el intervalo de las asambleas a los enfermos que sea verdaderamente pobres, y despedir a los curados, y esto con el parecer de sus dos Asistentas o de una de ellas. , pudiendo no obstante bajo su consejo ordenar a la Tesorera que entregue lo que juzgue necesario para las cosas que no se puedan aplazar hasta la próxima asamblea, y cando haya recibido a algún enfermo se lo comunicará pronto a aquella de sus sirvientes que le toque servir ese día.
Para el consejo y asistencia ordinaria de dicha Priora dos de las más humildes y discretas de la compañía le serán entregadas para velar con ella por el bien público de los pobres y mantenimiento de la cofradía.
Una de sus Asistentas será elegida sub-priora y Tesorera de la cofradía. Su deber será hacer las funciones de la Priora en su ausencia, recibir el dinero y gastarlo, guardar la ropa y demás muebles, comprar y guardar las provisiones necesarias para la asistencia de los pobres, entregar cada día a dichas sirvientes lo que haga falta para la alimentación de ellos, mandar blanquear sus ropas, ejecutar las ordenanzas de la Priora, conservar un libro en el que escriba lo que reciba y gaste.
El deber del Procurador será gestionar y negociar los asuntos concernientes al fondo de lo temporal de la cofradía, con el consejo y dirección del señor párroco, de la Priora, de la Tesorera y de la otra Asistente; proponer en cada asamblea que se celebrará a este efecto para los asuntos que él lleve, tener un libro en el que escriba las resoluciones que se tomen, rogar de parte de la cofradía al señor dueño de dicha ciudad de Châtillon, a uno de los señores y al señor rector del hospital que asista a la entrega de las cuentas de la cofradía; su deber será también conservar la capilla, mandar decir las misas, guardar los ornamentos y comprarlos con el consejo de los mencionados si se necesitan.
De la recepción de los enfermos y del modo de asistirlos y mantenerlos. La Priora recibirá al cuidado de la cofradía a los enfermos verdaderamente pobres, y no a aquellos que tienen medios de aliviarse, con el consejo no obstante de de la Tesorera y de la Asistenta o de una de ellas, y cuando haya recibido a alguien, se lo dirá a la que esté de servicio, la cual irá verla al punto, y lo primero que haga será ver si necesita una camisa blanca, a fin de que, si es así, le lleve una de las de la cofradía, junto con ropas de cama blancas, si hay necesidad, y que no esté en el hospital donde lo hay, todo en caso que esté sin medios de lavarse así. hecho esto, le hará confesarse para comulgar al día siguiente, a causa de que es la intención de dicha cofradía que los que quieren ser asistidos por ella se confiesan y comulgan ante todo; le llevará una imagen de un crucifijo, que colgará de un sitio que la pueda ver, con el fin de que dirigiendo la vista hacia arriba, considere lo que el hijo de Dios ha sufrido por él; le llevará también los muebles que le sean necesarios, como una tableta, una servilleta, una góndola, una escudilla, un platillo, una cuchara; y después advertirá a la que esté de servicio al día siguiente que se ocupe de la limpieza y arreglo de la casa del enfermo para la comunión y llevarle su alimentación.
Cada una de dichas sirvientas de los pobres les preparará la comida y los servirá todo el día; la Priora comenzará, la seguirá la Tesorera, y luego la Asistenta, y así una tras otra según el orden de su recepción, hasta la última; y después dicha Priora recomenzará y las otras la seguirán, observando el orden comenzado, a fin de que de esta forma los enfermos estén siempre asistidos según lo establecido, todo sin embargo de manera que si alguna cae enferma, se vea dispensada de su servicio advirtiendo a la Priora, para hacer seguir el orden por las otras. Pero si alguna está impedida por alguna otra causa, haga de manera que sirva por ella, desquitándose en caso parecido.
La que está de servicio, tomado lo necesario de la Tesorera para alimento de los pobres en su turno, preparará la comida, se la llevará a los enfermos, y se acercará a ellos saludándolos alegre y caritativamente, acomodará la tabla en la cama, colocará una servilleta encima, una góndola y una cuchara y pan, les hará lavarse las manos, dirá el benedicite, escanciará la sopa en una escudilla y pondrá la carne en un plato, acomodándolo todo sobre dicha tabla, después invitará a la enfermo con caridad a comer por el amor de Jesús y de su santa Madre, todo con amor como si fuera a su hijo o más bien a Dios, que imputa hecho a sí mismo el bien que ella hace a ese pobre y le dirá alguna palabra de Nuestro Señor con el mismo sentimiento, tratará de alegrarle si está muy desolado, le cortará alguna vez la carne, le pondrá de beber, y habiéndole preparado así para comer, si hay alguno cerca de él, le dejará y se irá a ver a otro para tratarle de la misma forma, recordando que ha de comenzar siempre por el que tenía a alguien con él y acabar por los que están solos, para poder estar a su lado más tiempo; luego volverá por la tarde a llevarles la cena con el mismo orden y preparación que antes..
Cada enfermo tendrá tanto pan como le sea necesario con un cuarterón de cordero o de ternera cocido para la comida, y tanto asado para la cena, menos los domingos y las fiestas que se les podrá dar algo de pollo cocido para la comida y ponerles su carne picada para a cena dos o tres veces a la semana; los que no tengan fiebre tendrán un cuartillo de vino al día, a medio por la mañana y medio por la tarde.
Tendrán el viernes, sábado y otros días de abstinencia, dos huevos con una sopa y u trocito de mantequilla para la comida, y otro tanto para la cena, poniendo los huevos a su gusto. Que si hay pescado a un precio moderado se les dará solamente en la comida.
Se necesita permiso para comer carne en cuaresma y otros días prohibidos a los que estén muy enfermos, y para los que lo están de tal forma que no pueden comer carne sólida, les serán dados caldos, empanadas de pan cocido, cebadas mondadas y huevos frescos tres o cuatro veces al día.
De la asistencia espiritual y del entierro. Y no siendo el fin de este instituto solamente asistir a los pobres corporalmente, sino también espiritualmente, dichas sirvientas de los pobres tratarán y pondrán en ello su esmero en disponer a vivir mejor a los que curarán, y a bien morir a los que asistirán en la muerte, dirigirán a este fin sus visitas, rogarán con decencia a Dos por esto, y tendrán alguna breve elevación de corazón a este efecto. Además de esto, leerán útilmente de vez en cuando algún libro devoto en presencia de quienes sean capaces de sacar provecho, los exhortarán a soportar el mal pacientemente por el amor de Dios, y a creer que él se lo ha enviado para su mayor bien, les harán hacer algún acto de contrición que consista en sentir dolor de haber ofendido a Dios por el amor a él y pedirle perdón resolviendo no volver a ofenderle jamás; y en caso de enfermedad, ella haría que se confesaran lo antes posible.
Y para los que se acerquen a la muerte tendrán cuidado de advertir a dicho señor párroco que les administre la extrema unción, los inducirán a tener entera confianza en Dios, a pensar en la muerte y pasión de Nuestro Señor Jesús, a encomendarse a la santísima Virgen , a los ángeles, a los santos y en particular a los patronos de la ciudad y a los santos cuyo nombre llevan, y todo lo harán con gran celo de cooperar a la salvación de las almas y de llevarlos como de la mano a Dios.
Tendrán cuidado dichas sirvientas de la Caridad de mandar enterrar a los muertos a expensas de la cofradía, de darles un lienzo, preparar la fosa, si el enfermo no dispone de otros medios, o no provea el rector del hospital como se debe hacer, y asistirán a los funerales de aquellos a los que hayan mantenido como enfermos, si pueden hacerlo cómodamente, ocupando así el lugar de madres que acompañan a sus hijos a la tumba, y de esta forma practicarán por completo y con edificación las obras de misericordia espirituales y corporales.
De las asambleas, de su fin y del orden que en ellas se ha de tener. Y como es grandemente útil en todas las santas comunidades, reunirse de vez en cuando en algún destinado a tratar tanto de su adelanto espiritual como de lo que conviene en general bien de la comunidad, ello hace que dichas sirvientes de los pobres se reúnan todos los terceros domingos de mes en una capilla de la iglesia mayor de dicha ciudad destinada a este efecto o en la del hospital, allí donde, ese mismo día o al siguiente a una hora en la que ellas convengan, se dirá una misa rezada por dicha cofradía, y por la tarde, a la hora que les parezca bien, se reunirán otra vez en la misma capilla, bien para oír una breve exhortación espiritual como para tratar de los asuntos que conciernan al bien de los pobres y el mantenimiento de dicha cofradía.
El orden que se observará en dichas asambleas será de cantar antes de todo las letanías de Nuestro Señor Jesús o las de la Virgen, y decir luego las oraciones que siguen, después dicho señor párroco hará la breve exhortación tendente al adelanto espiritual de toda la compañía y a la conservación y progreso de la cofradía, y después propondrá lo que se ha de hacer para el bien de los pobres enfermos y la concluirá por la pluralidad de votos que recogerá a este efecto, empezando por el de las sirvientas de la Caridad, que habrá sido el último recibido en la cofradía, y continuando por el orden de recepción hasta el Procurador, la Tesorera, la Priora, y por fin él dará su propio voto que tendrá fuerza deliberativa como uno de las sirvientas de los pobres. Entonces se leerán cinco o seis artículos de este instituto, se amonestarán con caridad de las faltas cometidas en el servicio de los pobres. todo sin embargo sin ruido y ni confusión, y con las menos palabras posibles, darán tan sólo cada vez media hora de tiempo, tras la exhortación, por esta asamblea.
De la administración de lo temporal y de la rendición de las cuentas. Al señor párroco, la priora, las dos Asistentas y el Procurador tendrán el gobierno de todos los bienes temporales de la cofradía, tanto muebles como inmuebles y, por consiguiente, el poder de ordenar en el nombre de la misma a dicho Procurador que haga todo cuanto sea necesario para la conservación y recuperación de sus bienes.
La Tesorera guardará el dinero, los papeles y los muebles, según se ha dicho, y dará cuenta todos los años al otro día del santo día de Pentecostés, en presencia del señor párroco, de la Priora, del Procurador y de la otra Asistenta, y también del señor Chastelain, de una de los señores síndicos y del señor rector del hospital de dicho Chastillon, con tal que noobstante sea de la religión católica, apostólica y romana; a los tres se les rogará siempre por parte de la cofradía que asistan; y será creída la Tesorera a la simple declaración que haga que sus cuentas contiene verdad, sin que ningún artículo de ella le pueda ser rayado, ni que ella, su marido o sus hijos puedan ser interrogados, por estar llenos de probidad, pues no se elegirán sino a honradas, se puede tener en ellas entera confianza, pues si ella estuviera expuesta a ser interrogada con facilidad, ninguna querría tomar esta carga.
Después de la audición de sus cuentas, le Procurador informará a la misma compañía sobre el estado de los asuntos temporales de la cofradía y de lo que haya gestionado y negociado durante el año, para que, por el informe de dichos señores Chastelain, síndico y rector, señores del consejo de la ciudad puedan estar lo suficiente instruidos del gobierno de los bienes temporales de la cofradía, y que si reconocen que ha sido malo puedan recurrir a Monseñor arzobispo nuestro muy venerable prelado, para que ponga orden como a quien está sometida por completo la cofradía, lo que dichos señores del consejo deberán hacer con toda humildad y por el amor de Dios.
La Priora, la Tesorera y la otra Asistenta depondrán su cargo el miércoles después de la santa fiesta de Pentecostés, y se procederá ese mismo día a nueva elección por los sufragios de toda la cofradía y la pluralidad de los votos, sin que La Priora, la Tesorera y la Asistenta puedan continuar en sus cargos, a fin de que la humildad, verdadero fundamento de toda virtud, se conserve perfectamente en este santo instituto.
Y en caso de que el señor párroco no residiera o que él o su vicario no tuvieran el cuidado requerido en la obra, será factible a dicha cofradía escoger a otro padre espiritual y director de la obra, admitido y aprobado a este efecto por monseñor arzobispo.
Dicha Priora, Tesorera y Asistenta podrán ser depuestas de su cargo antes del tiempo susodicho por la cofradía, por no hacer bien su deber a juicio de ésta.
El Procurador seguirá en el cargo por el tiempo que juzgue la cofradía, y no más.
Aquellas de la cofradía que cometan algún pecado público o descuiden notablemente el cuidado de los pobres, serán apartadas del todo de dicha cofradía, habiéndose dado primeramente las admoniciones requeridas en el Evangelio a todos aquellos a quienes se quiera deponer o apartar de la cofradía.
Reglas comunes. Toda la compañía se confesará y comulgará cuatro veces al año, al poder hacerlo con comodidad, a saber el día de Pentecostés, Nuestra Señora de Agosto, San Andrés y San Martín, y ello para honrar el ardiente deseo que Nuestro Señor tiene de que amemos a los pobres enfermos y los socorramos en su necesidad, y para cumplir este santo deseo, se le pedirán sus bendiciones sobre la cofradía, para que florezca cada vez más en su honor y gloria en el alivio de sus miembros y salvación de las almas que le sirven en ella o le han entregado sus bienes.
Y a fin de que la compañía se conserve en una sincera amistad según Dios, cuando alguno o alguna se vea enferma, la Priora y las demás tendrán cuidado en visitarla y hacerle recibir los santos sacramentos de la Iglesia, rogarán por ella en común y en particular, y cuando quiera Dios retirar de este mundo a algún miembro de este cuerpo, los otros se hallen en su entierro con el mismo sentimiento que a su propia hermana a quien esperan un día ver en el cielo, dirá cada una tres veces el rosario a su intención, y mandará celebrar una misa rezada para el alivio de su alma en la capilla de dicha cofradía..
Del ejercicio espiritual de cada una aparte de eso. Al despertar se comenzará por la invocación de Nuestro Señor Jesús, haciendo la señal de la cruz y por alguna oración a su santa Madre, luego ya levantadas y vestidas, tomando agua bendita, se pondrán de rodillas al pie de su lecho, ante alguna imagen, darán gracias a Dios por los beneficios tanto generales como particulares que han recibido de su divina majestad, recitarán tres veces el Pater noster y tres veces el Ave Maria en honor de la Santísima Trinidad, y una vez el Credo y la Salve Regina, y después oirán la santa misa, si tienen ocasión.
Se acordarán durante el día con la que el Hijo de Dios cumplía sus acciones en la tierra, y en honor y a imitación de ellas harán las suyas con humildad, modestia y tranquilidad.
Las que sepan leer leerán cada día reposada y atentamente un capítulo de monseñor obispo de Ginebra titulado la Introducción a la vida devota y harán algunas elevaciones de espíritu a Dios antes de la lectura, implorando su gracia y misericordia para sacar fruto en su amor de este devoto ejercicio.
Cuando tengan que ir en compañía, ofrecerán a Jesús Nuestro Señor esta conversación, en honor de aquella que se dignó tener en la tierra y le suplicarán que las preserve de ofenderle;
Se esforzarán especialmente en llevar en el interior un gran honor y reverencia a nuestro Señor Jesucristo y a su santa Madre como uno de los puntos principales que requere esta cofradía y las que a ella aspiran;
Se ejercitarán con cuidado en la humildad, caridad y sencillez, siendo deferente cada una con su compañera y con los demás, y haciendo todas sus obras con una intención caritativa para con los pobres, y no por ningún respeto humano.
El día empleado según la observación susodicha y llegada la hora de acostarse, harán el examen de conciencia y dirán tres veces el Pater noster y tres veces el Ave Maria y una vez el De profundis por los fallecidos, todo no obstante sin obligación de pecado grave ni venial.»
Luego, después de la aprobación, homologación y ratificación por Thomas de Meschatin La Faye, la pieza original lleva lo que sigue, de la mano de Vicente:
«En nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, el ocho de diciembre, día de la Inmaculada Concepción10 de la Virgen Madre de Dios, al año mil seiscientos diecisiete en la capilla del hospital de Chastillon-lez-Dombes, hallándose reunido el pueblo; nos Vicente de Paúl, sacerdote y párroco indigno de dicha ciudad, hemos expuesto como el señor de La Faye, gran vicario de Monseñor arzobispo de Lyon nuestro muy digno prelado, ha aprobado los artículos y reglamentos aquí contenidos, dirigidos a la erección y fundación de la cofradía de la Caridad en dicha ciudad y dentro de dicha capilla, por medio de lo cual, nos párroco, en virtud de dicha aprobación, hemos erigido este día y establecido dicha cofradía en dicha capilla, habiendo hecho primeramente saber al pueblo en qué consiste dicha cofradía, y cuál es su fin, que es de asistir a los pobres enfermos de la ciudad espiritual y corporalmente, y habiendo amonestado a los que quieran pertenecer a ella acercarse y dar su nombre, se presentaron: Fransoisse Bachet, Charlotte de bRie, Gasparde Puget, Florence Gomard, mujer del señor castellano; Denise Benier, mujer del difunto Claude Bourbon; Philiberte Mulger, mujer de Philibert des Hugonières; Caterine Patissier, viuda del difunto Claude Hurdillat; Jehanne Perra, hija del difunto Perra; Florence Gomard, hija del difunto Denis Gomard; Benoîte Prost, hija de Edmond Prost; Thoyne Guy, viuda del difunto Puisseau, que se presenta para ser guarda de los pobres.
«Después se ha procedido a la elección de los cargos, en la forma ya dicha en este reglamento, y ha sido elegida para Priora la señorita Baschet (sic), para Tesorera la señorita Charlotte de Brie,11 para segunda Asistenta a la señora Gasparde Puget, y para Procurador al honorable Jehan, hijo del difunto honorable Jehan Benier12 por pluralidad de votos de los arriba nombrados, lo que se ha hecho en dicha capilla del hospital, presentes y asistentes los venerables señores Jehan Brsson, Jehan Benonier, Hugues Ray, sacerdotes societarios en la iglesia de Sainct-André de Chastillon, y el señor Antoine Blanchard, notario real y castellano de la dicha ciudad, y varios otros asistentes testigos.
Firmado: Besson, etc. (Los nombrados.)»
«Y porque han aconsejado dichas sirvientas de los pobres todas en asamblea que el cargo de la Tesorera era demasiado grande para una sola persona, han ordenado a la pluralidad de votos yo párroco presente, que el cargo de dicha Tesorera será dividido en dos, a saber que dicha Tesorera guardará el dinero, lo distribuirá, dará cuenta de ello y hará las provisiones, y que la segunda Asistenta guardará los muebles y la ropa, y dará cuenta de ello al desposeerse del cargo, todo con la anuencia de Monseñor reverendísimo arzobispo. Dado en Chastillon, el doce de diciembre de 1617. –Firmado: V. de Paúl y los dignatarios. –El mismo día ha sido recibida María Roy para ser guardia de los pobres.»13
así definitivamente instituida, la cofradía pudo entregarse, con más confianza y ardor, a sus trabajos caritativos. Sería difícil, contando las memorias contemporáneas, decir todo el bien material y espiritual que resultó para los pobres, sobre todo en el tiempo de hambre y de peste que siguió a la partida de Vicente; más difícil todavía enumerar las conversiones producidas por esta predicación de la caridad, la verdadera predicación cristiana.
VI. Difusión de las cofradía de la Caridad.
Gracias a Dios, el bien es contagioso como el mal, y pronto los habitantes de Bourg y de los lugares vecinos, informados de las bendiciones de la cofradía de Châtillon, se aprestaron a establecer en medio de ellos cofradías parecidas. Lo más asombroso de tales éxitos era siempre el humilde fundador. Aquí como en otras partes tan a menudo, no había querido hacer más que una obra pasajera y local, y ahí la tenemos que tendía a la duración y a la extensión de todas las obras divinas. Vio en ello el dedo y la intervención de la Providencia; pues, si tenía por principio no saltársela, nunca tampoco vacilaba en seguirla. Se consagró pues en adelante a la propagación de las cofradías de Caridad, que multiplicó hasta cubrir el mundo. en pocos años, estableció la cofradía en Villepreux, donde fue aprobada en 1618 por el primer cardenal de Retz, obispo de París; luego en Joigny, en Montmirail, y en más de treinta parroquias dependientes de la casa de Gondi. en Folleville fue establecida con la aprobación del obispo de Amiens que permitía a la Sra. de Joigny publicarla por el Sr. Vicente de Paúl su capellán. La aprobación es del 6 de octubre de 1620. en consecuencia, el domingo siguiente, el 11 de octubre, Vicente procedió a la fundación de la asociación, y la Sra. Joigny se inscribió a la cabeza de la lista de las sirvientas de los pobres.
Algunos días después, el 23 de ese mismo mes de octubre de 1620, el obispo de Amiens aprobaba otro reglamento de caridad destinado a los hombres que Vicente, por primera vez, reunía también en cofradía. A ellos el cuidado de los pobres válidos, quedando el cuidado de los enfermos reservado a las mujeres. Las dos asociaciones, si bien separadas, debían caminar de acuerdo y abrazar todas las miserias.14
A la muerte del siervo de Dios, esta admirable institución, de la que nada, según confesaba él, le había servido el modelo, la más original tal vez que él haya creado, se había difundido por una multitud de lugares del reino; luego de allí había pasado a Lorena, a Saboya, a Italia, a Polonia, en todas partes, en una palabra, donde el santo había evangelizado a los pueblos, por sí o por sus hijos. En lo sucesivo cada una de sus misiones o de las misiones de su compañía, tanto en Francia como en el extranjero, tuvo como corona obligada el establecimiento de una cofradía.
Se posee todavía un cierto número de reglamentos que él dio. Todos se parecen e incluso se repiten, aparte de algunas disposiciones particulares exigidas por la diferencia de los lugares, por ejemplo, cuando pueblos apartados deben estar relacionados con el centro de la asociación. A veces también, la priora es elegida por dos años, pero siempre con la condición de no ser reelegida. Hay lugares también en que un rector, persona eclesiástica, comparte la dirección con la priora y las dos asistentas. Las ceremonias de instalación son asimismo casi las mismas. El párroco comienza por disponer en particular tal número de mujeres que crea necesario, de las más piadosas del lugar y, si llega el caso, de las principales, para hacer la cofradía más respetable. Se confiesan y comulgan juntas el día de la instalación en la capilla destinada a la cofradía, donde deben tener cada una en la mano un cirio encendido. El párroco canta el Veni creador y las letanías del santo nombre de Jesús, insistiendo en el versículo Jesu, pater pauperrum; les dirige una breve exhortación, explica a los asistentes el fin de la cofradía, los bienes espirituales que conseguirán, no sólo las sirvientas de los pobres, sino los que contribuyan con su ayuda, hecha la lectura del reglamento que debe observarse en ella, invita a acercarse a las que deben formar parte de ella, recibe sus nombres, procede a la elección de las oficialas, canta un Salve regina para dar gracias a Nuestro Señor por su santa Madre, y al día siguiente reúne a las oficialas nombradas, a efectos de reglamentar el orden en que las sirvientas de los pobres tendrán que servir a los enfermos.
Algo curioso. Todas estas cofradías subsistieron no sólo durante la vida del santo, sino después de él y hasta la Revolución, de manera que no se podría calcular la multitud de pobres que, en toda Europa, y hasta en las misiones de ultra mar, debieron a su caritativa industria el bien de su cuerpo y de su alma. Ninguna sin embargo tuvo nunca otro fondo que el fondo, inagotable de verdad, de la Providencia divina. Una cuestación general en la parroquia el día del primer establecimiento, algunos muebles, un poco de ropa recogidos en la misma ocasión, formaban lo principal; las colectas de los domingos y de las fiestas, Dios más bien y la caridad de los fieles, formaban lo demás; y eso con tanta seguridad y abundancia, que nunca les faltó lo necesario a los enfermos.
En su predilección por los pobres de los campos, que son los más abandonados, Vicente no había pensado en un principio en establecer la nueva cofradía más que en los pueblos. Pero algunas grandes damas que tenía sus casas de campo ya en los alrededores de París, ya en las provincias evangelizadas por Vicente y que habían visto con admiración los grandes bienes producidos por la cofradía, pensaron en trasladarla a la capital. Sin duda, París tenía sus hospitales abiertos a todos los enfermos indigentes. Pero que pobres obreros se negaban, por vergüenza o por repugnancia, a ser llevados a ellos, y se veían reducidos, al cabo de algunos días de enfermedad o paro forzado, a la más profunda miseria, y sobre todo a la privación de todo consuelo y de todo socorro espiritual. Estas piadosas señoras se pusieron pues de acuerdo con los párrocos de París, y al mal demasiado conocido ofrecieron oponer el remedio de la cofradía de la Caridad. Los párrocos, por su parte, lo trataron con Vicente, para atraer sobre la obra la virtud que salía de él, y para rogarle que aportara a su primer plan los cambios obligados por la diversidad de los lugares y de las personas. Vicente modificó el reglamento y , a partir de 1629 la cofradía fue establecida en la parroquia de San Salvador.15 Gracias a la Srta. Le Gras t a las Damas de la Caridad de quienes tendremos que hablar más adelante, se extendió en poco tiempo en casi todas las parroquias e la ciudad y de las afueras de París.16 El impulso una vez dado no se detuvo ya, y con el concurso unánime de los obispos, de los pastores y de los fieles, invadió muy pronto las dieciocho parroquias de Beauvais17 y la mayor parte de las grandes ciudades del reino. Así, el padre de los pobres ensanchaba cada vez más su patrimonio, hasta que hubo preparado abrigo y socorro a todas las miserias.
VII. Cofradía de Mâcon.
La historia de cada una de estas cofradías ofrecería detalles idénticos; hay algunas, no obstante, que merecen una mención particular, en especial la de Mâcon. En 1620, acabamos de verlo, Vicente de Paúl había aportado una extensión nueva a su obra y a la cofradía de mujeres para los pobres enfermos él había dado por hermana una cofradía de hombres destinada al alivio de los pobres de buena salud. Asociación de hombres, asistencia a los pobres válidos: dos pasos nuevos en la carrera de caridad, que la encaminará hacia sus mas célebres fundaciones. En 1621, el ensayo se renovado en Joigny, y pronto en Montreuil, en Montmirail y en otros lugares. Em Mâcon, tres años más tarde tomó proporciones más espaciosas. Vicente pasaba por esta ciudad, de regreso a toda prisa de Marsella a París, . con taba con quedarse allí sólo unos días: se quedó tres semanas, pero en medio de cuánto trabajo y bendición. Apenas llegado a Mâcon, se vio rodeado de una multitud de pobres, a quienes un atractivo misterioso empujaba siempre hacia él. siguiendo su costumbre constante de juntar la limosna espiritual a la material, les preguntó sobre las cosas de Dios, y se sintió todavía más afligido por su ignorancia religiosa que por su número y su miseria. Los principios más elementales les resultaban raros. Se les hablaba de Dios, de la Trinidad, del nacimiento, de la pasión y de la muerte del Salvador: como palabras sin sentido, muy lejos de comprender su sentido. Ninguna práctica religiosa: ni oraciones, ni misa, ni confesión, ni sacramentos. No conocían e camino de la iglesia más que para ir a pedir; por lo demás, endurecidos e insensibles, cerraban los oídos y el corazón a toda palabra de salvación. Por ahí se puede comprender cuáles eran sus costumbres: era lo que hay de más horrible en el libertinaje y del vicio. Vagaban así por las calles, insolentes por el número, cobrando impuesto por el terror que inspiraban. Nadie se atrevía a poner algo de disciplina en aquel desorden, echar un freno a todas aquellas codicias, a todas aquellas pasiones desencadenadas, porque se temía una sedición. Vicente se trazó enseguida el plan osado. Tuvo que pelear al mismo tiempo con aquella tropa desarrapada y contra la incredulidad burlona de los habitantes. «Todos se reían de mí, escribía una decena de años después a la Srta. Le Gras, me señalaban con el dedo por las calles, creyendo que no podría conseguir nada.» Su caridad fue más fuerte que todos los obstáculo. «Como buen imitador del buen samaritano, dice Abelly con su lenguaje ingenuo, considerando a todos aquellos pobres como a tantos otros viajeros que habían sido despojados y peligrosamente tratados por los enemigos de su salvación, se resolvió, en lugar de seguir adelante, a quedarse unos días en Mâcon para tratar de vendar sus heridas y darles o procurarles alguna asistencia.
Comenzó por obtener la venia del obispo Luis Donet, que acababa de suceder a su hermano Gaspard, y que salido de la orden de San Francisco de Paula, se había llevado consigo las tradiciones caritativas. Logró el apoyo de los dos capítulos de la ciudad, representados por sus decanos Chandron y y de Revé, del lugarteniente general Hugues Foillard y de los demás principales dignatarios eclesiásticos o civiles, luego él puso manos a la obra y redactó un reglamento. Todos los pobres de la ciudad eran divididos en dos clases: los mendicantes y los vergonzantes. A los primeros, en número de trescientos, cuya lista se trazó, se mandó que se les daría la limosna en días fijos. Debían reunirse todos los domingos en Saint-Nizier, para oír la misa y la instrucción; después del oficio, se hacía la distribución de pan, de dinero, según su pobreza y el número de hijos, y de leña en invierno; estaban obligados a confesarse todos los meses; por lo demás, prohibición de mendigar bajo pena de retirárseles la limosna, y a los habitantes de darles nada; se les quitaba también la limosna semanal en caso de recibirse queja contra ellos. A los pobres vergonzantes, se les prometían alimentos en salud y remedios en enfermedad, como en todos los lugares donde estaba establecida una cofradía de la Caridad. En cuanto a los que estaban de paso, debían ser alojados por una noche y despedidos al día siguiente con dos sous. Con el fin de no fomentar la pereza de los pobres válidos y de su familia, no se les debía dar más que el suplemento necesario de lo ganado con su trabajo. Para la ejecución de este reglamento, se necesitaban agentes y recursos. Vicente se procuró los primeros estableciendo, con el nombre de cofradía de San Carlos Borromeo, dos asociaciones, una de hombres, la otra de mujeres, cada una para las personas de su sexo. Una y otra se subdividían en diferentes comisiones, encargadas ésta de los válidos, la otra de los enfermos, otra de los pobres de la ciudad, una última por fin de los extranjeros. Las primeras damas de la ciudad y un gran número de la burguesía tuvieron en honor entrar en la asociación. El obispo, el decano de la catedral, el preboste de Saint-Pierre, el lugarteniente general, se pusieron a la cabeza de la cofradía de los hombres. Formaron una mesa compuesta de diez rectores, a saber: el obispo y dos eclesiásticos, de los que uno presidía en su ausencia; luego dos oficiales de la magistratura, dos oficiales de la elección, un abogado, un procurador y un burgués, de los que uno era recaudador. Los miembros de esas asociaciones se comprometieron a reunirse una vez cada semana para indicar los enfermos y los pobres que admitir al socorro, recortar a los que se habían hecho indignos, o cuyas necesidades habían cesado; a visitar dos veces a la semana a los pobres vergonzantes de sus barrios y sobre todo a los enfermos a fin de proveer a su asistencia corporal y espiritual y, en caso de fallecimiento, a su sepultura. El ejército de la caridad así ordenado, Vicente se dirigió a todos, a los pequeños como a los grandes, para suministrarle los aprovisionamientos necesarios. Habló de la necesidad y de las ventajas de la limosna, de la facilidad que había de de hacerla recortando de su lujo, de su mesa de su mobiliario, sus vestidos, de su juego; del bien y de las ventajas que recaerían sobre la ciudad de Mâcon. Finalmente habló y lo hizo tan bien que todos quisieron contribuir, los miembros de la cofradía con colectas semanales, los otros con regalos sea en dinero sea en especie. La bolsa de la cofradía, en la que Vicente puso el primero su limosna, se redondeó pronto, y el depósito entregado de trigo, de legumbres, de leña, de trajes, de ropa, de camas, de muebles y utensilios de menaje. En menos de tres semanas, la obra funcionaba a maravilla, y trescientos pobres se hallaban alojados, alimentados, mantenidos, sin contar los socorros accidentales, entregados a los enfermos, a los pobres vergonzantes y a los de paso. Todos eran disciplinados, instruidos, dispuestos a una vida cristiana; el orden de la ciudad no estaba ya amenazado y los fieles, no encontrando ya las iglesias sitiadas por una multitud amenazadora, se entregaban en paz a los ejercicios de la piedad.
Establecida sólidamente la reforma, Vicente pensó en retirarse ya que, aparte de que le urgía continuar el camino, veía el peligro del que había librado a la ciudad volverse contra él y amenazar su querida humildad. Obispo, sacerdotes, magistrados, ciudadanos notables, todos se juntaban con los pobres para alabar su celo, su valor, su prudencia y su caridad, y tuvo que alejarse a escondidas para librarse de una ovación pública. Es lo que escribió también en la carta ya citada a la Srta. Le Gras: «Todos derramaban lágrimas de alegría; y los jueces me hacían tanto honor en la despedida que, sin poder resistirlo, me vi obligado a salir a escondidas, para evitar este aplauso.»
La mayor parte de estos detalles nos han llegado por el Sr. Des Moulins, superior de los sacerdotes del Oratorio de Mâcon, que había dado la hospitalidad a Vicente.18 Testigo ocular de los hechos que cuenta, actor tal vez en la buena obra. El P. Des Moulins merece toda confianza. Tenemos además un testimonio más ilustre..
Había transcurrido cerca de medio siglo, Vicente había muerto hacía diez años, cuando la asamblea del clero de Francia, celebrada en Pontoise en 1670, en su admiración por la obra siempre joven y siempre fecunda del santo sacerdote, exhortó a todos los sacerdotes del reino, por deliberación de 17 de noviembre, a fundarla en sus diócesis. Esto es lo que nos enseña el autor de un libro impreso por orden de la Asamblea.19 Este libro nos enseña también que la cofradía de Mâcon, extendiendo cada vez más el círculo de sus buenas obras, no se contentaba con socorrer a los desdichados en todas las condiciones de la miseria, los herejes convertidos, los religiosos mendicantes, sino que trabajaba además por impedir los duelos, y terminar las disensiones y los procesos.
Los registros de la ciudad de Mâcon nos revelan las consecuencias de esta institución. Doscientas familias pobres eran regularmente socorridas, sin contar a los mendigos. El fondo de la caridad se componía de una cotización anual del clero y de los ricos bien en dinero bien en especie; de ciertas multas que le eran adjudicadas; de los derechos de entrada de todos los oficiales de la ciudad; finalmente, de colectas hechas cada domingo por las señoritas de Mâcon. De este fondo se podía distribuir cada domingo en Saint-Nizier, después de la misa, 1.200 libras de pan, 20 francos en dinero a los pobres, 15 a las damas para los pobres vergonzantes, sin contar la ropa, la leña y el carbón que constituía un objeto considerable; después estaban los sueldos de los boticarios y del cirujano, y de los maceros que impedían a los mendigos extranjeros quedarse en la ciudad.
¡Cuánto bien debió producir tal fundación!. Pero la peste de 1629 y 1630, las guerras que siguieron detuvieron sus progresos. Desde 1640, los jueces debieron dirigirse a Luis XIII para pedir autorización de poner un impuesto de 5 libras por cada bota de vino, a efectos de proveer a las miserias crecientes de los pobres. las huellas de la historia de la cofradía de Mâcon se pierden después bajo los desastres de la guerra. Se las vuele a ver tan sólo en 1680. entonces dos ciudadanos caritativos emprendieron socorrer a los artesanos ancianos e inválidos y, para hacerlo con mayor comodidad, reunirlos a todos en una misma casa. Uno de ellos. Étienne Mathoux, presidente de la elección, que había sido el primer en pensar este plan, compró, en la calle Bourgneuf, en 1680, al precio de 100.000 libras, varias casas contiguas que él puso en comunicación a unos con otros, y el segundo, Joseph Bernard, llamado el Hermoso, dio también 100.000 libras para continuar la buena obra. Tales fueron los comienzos del Hospital de la Caridad a los que se ha de referir el primer origen en la cofradía de 1623.
Entre los reglamentos autógrafos de las cofradías establecidas por Vicente de Paúl que hemos encontrado, existe uno particularmente curioso, porque la asociación de los hombres y la de las mujeres están reunidas en la misma administración aunque con un ministerio dividido, y porque hay allí un ensayo de manufactura para uso de los pobres que ha sido continuado en parte en nuestros días, pero en condiciones tal vez menos favorables. Notemos tan sólo aquí la obligación que se había impuesto a los pobres aprendices educados en la manufactura de enseñar gratis el oficio a los niños pobres de la ciudad que los debían suceder.20
Hemos podido descubrir a qué ciudad se debía aplicar este reglamento. Pero es de una fusión parecida de las dos cofradías que Vicente escribía a uno de sus sacerdotes de Génova, Blatiron, 2 de setiembre de 1650: «Los hombres y las mujeres juntos no se ponen de acuerdo en materia de administración. Aquéllos se la quieren arrogar por completo, y éstas no lo pueden soportar. Las caridades de Joigny y de Montmirail21 fueron desde un comienzo gobernadas por una y otro sexo. Se encargó a los hombres del cuidado de los pobres válidos, y a las mujeres de los inválidos. Pero ya que había comunidad de bolsa. Hubo necesidad de quitar a los hombres. Y puedo alegar este testimonio a favor de las mujeres, que no hay nada que objetar a su administración, tan cuidadosas y fieles son.»
En general, las cofradías de hombres no resultaron mucho, y Vicente debió casi renunciar a ellas. Pero las cofradías de mujeres se extendieron cada vez más. Para darles una consagración nueva, Vicente quiso hacer que se aprobara su reglamento en Roma. El 25 de julio de 1659, escribió a Jolly: «La cofradía se extiende mucho por el mundo. parece que Dios le daría más bendiciones, si el reglamento fuera aprobado por Su Santidad.» Se trató incluso de enriquecer con tesoros espirituales a los que se despojaron de sus bienes temporales a favor de los pobres. Pero hasta enero de 1695 Edme Jolly, tercer superior de la Misión, no obtuvo del papa Inocencio XII, a favor de las Cofradías de la Caridad, las mismas indulgencias ya concedidas por este papa, el 18 de diciembre de 1693, al Hospicio apostólico de los pobres de Roma. Pues bien, Inocencia XII otorgaba a los diputados, ministros y oficiales de este hospicio, en las condiciones ordinarias, indulgencia plenaria a su entrada en funciones, indulgencia plenaria también, como a los pobres del mismo hospicio, en el artículo de la muerte; dos indulgencias plenarias a todos, en dos fiestas del año señaladas por el ordinario; finalmente una indulgencia de sesenta días por la asistencia a cada asamblea. Era ya una aprobación indirecta de las cofradías. Fueron aprobadas expresamente por un breve de Benedicto XIV.
Hemos insistido a propósito en la fundación de la cofradía de Mâcon, es el primer esfuerzo de Vicente para extinción de la mendicidad, gran cuestión que preocupa y divide todavía la caridad contemporánea, y sobre la que tendremos que volver en el relato de la fundación del Hospital general, el mayor remedio puesto a este mal por la caridad del siglo XVII.
Además, en Mâcon más que en el establecimiento de otras Cofradías de la Caridad, vemos a Vicente, que fundará más tarde tantos hospitales y hospicios para recibir en ellos a los niños y a los ancianos, a los pobres enfermos o válidos, empujar a la asociación libre, a la caridad individual, oponer a la mendicidad la limosna y el socorro a domicilio. Los detractores de los hospitales no podrían encontrar en ello un argumento contra estos Hôtels-Dieu, según la denominación sublime de nuestros padres, contra estas creaciones de la caridad cristiana contemporánea del cristianismo mismo, y continuas expansiones de su savia de amor; pero si el pobre encuentra a menudo en el hospital, al dejar a los suyos la libertad del trabajo, alojamiento más saludable, cuidados más comprendidos, auxilios religiosos que le faltaría en su casa, hay que reconocer que la visita y la limosna a domicilio ponen en relación más directa y más íntima la miseria y la caridad, al rico y al pobre; que excitan, , mantienen y desarrollan la vista y el contacto de la desgracia, mediante el santo contagio de la piedad, la participación personal e inmediata en las buenas obras, la caridad privada, fuente e instrumento activo de la caridad pública y de toda beneficencia; que dividen menos a la familia que el hospital, mantienen la vida, y difunden en la familia entera los socorros materiales, espirituales sobre todo, dirigidos directamente al pobre enfermo. Y finalmente, fue en Joigny, en Folleville, en Montmirail y en Mâcon donde Vicente de Paúl enroló a los hombres y a las mujeres en el ejercicio libre y laico de la caridad; y si, no hallando en otras partes el mismo celo, debió limitarse casi siempre a la fundación de las cofradías de damas, encargadas únicamente del cuidado de los pobres enfermos, a él sin embargo corresponde la iniciativa de esta Sociedad admirable, que ha comenzado por decorarse con su nombre antes de saber que ella le tomaba prestada su propia obra.
- He., c. III, v. 6.
- Esta acta se conserva en los archivos de los Lazaristas.
- Se trata aquí sin duda de los proyectos de abandono de sus cargos y del retiro cristiano que tenía ya el Sr. de Gondi, proyectos que no realizó hasta después de la muerte de su mujer.
- Hippolyte de Gondi, que se casó, el 28 de enero de 1608, con Leonor de la Magdelaine, caballero, señor, marqués de Raguy. (Hist. généalog.. de la maison de Gondi. t. II, p. 42.).
- I Tim, c. III, v. 5.
- Conf. del 19 de febrero de 1642, 6 de junio y 18 de mayo de 1650.
- Simm., n. 36, p. 64.
- Conf. a las Hijas de la Caridad del 22 de enero de 1643 y 13 de febrero de 1646.
- Marquemont estaba entonces en Roma adonde acababa de ser enviado como embajador. Era uno de los más santos y amables obispos de si tiempo, digno de estos dos títulos de la amistad de san Francisco de Sales, quien acababa de verle en Lyon, y que iba a menudo a visitarle a Annecy. Tomó parte en la fundación de la Visitación cuyo plan modificó san Francisco de Sales por sus consejos. Vicente le había conocido en Roma, en 1608, auditor de Rota. El 19 de enero de 1926, fue nombrado cardenal, y allí murió ocho años después. Fue enterrado en la iglesia de su título cardenalicio, la Trinité-sur-le-Mont-Princius, regentada entonces por mínimos franceses.
- Esta expresión es notable cerca de dos siglos y medio antes de la definición del dogma, y prueba la piedad de Vicente por la santa Virgen.
- En estas dos primeras oficialas se reconoce a las dos damas de quienes se ha hablado anteriormente.
- Es el huésped mismo de Vicente.
- Al fin del original se lee el proceso verbal de una elección del 7 de julio de1626, hecha bajo la presidencia de L. Girard, sucesor de san Vicente en Châtillon.
- Ver el reglamento en los documentos justificativos, nº 1.
- Este reglamento fue acomodado por la Srta. Le Gras como lo prueba estas palabras que le escribió san Vicente: «Sois una valiente mujer por haber acomodado el reglamento de Caridad, y me parece bien.» –Véase en los documentos justificativos, nº 2.
- J. Mercier, antiguo párroco de Saint-Germain l’Auxerrois, depuso en el proceso de canonización que su predecesor Pedro Colombes había establecido en su parroquia, por consejo de Vicente de Paúl, dos Caridades, una de hombres para los pobres vergonzantes, otra de señoras para los pobres enfermos; que Vicente dio a una y otra reglamentos admirables, todavía fielmente observados, y que vino a explicarles en persona, en una conferencia, con razones tan sólidas y un celo tan ardiente, que arrastró a toda la asamblea y le comunicó el fervor y la perseverancia que duraban aún. San Vicente estableció él mismo la caridad de Saint-Laurent y la dotó con doscientas libras de renta (Summ., nº 10, p. 14 y 15).
-
En Beauvais, sin embargo, hubo primero una de esas oposiciones, que hemos visto con demasiada frecuencia en Francia, sublevar una autoridad descontenta contra las empresas de la caridad privada. Leemos, en efecto, el documento siguiente, citado ya por el Sr. Feillet en los Archives du Comité d’Histoire de France:
Proyecto de requisición y de ordenanza del Sr. lugarteniente de Beauvais contra la fundación que quería el Sr. Vicente de Paúl, sin ser autorizado, de una cofradía en Beauvais (el cual proyecto ha sido hallado los documentos del presidial):
«Sobre lo que se nos protestado por los procuradores del rey a dicha sede, que aunque esté estrictamente prohibido por las ordenanzas reales y decretos de la Corte a toda persona, dirigir o establecer una sociedad o cofradía en este reino sin cartas patentes de Su Majestad, si es que no obstante, hace quince días más o menos hubiera llegado a esta ciudad un cierto sacerdote llamado Vicente, el cual, al con el desprecio de la autoridad real, habría, sin comunicárselo a los oficiales reales, ni a ningún otro cuerpo de la ciudad que tuviera interés en reunir a un gran número de mujeres, a quienes había persuadido a entrar en la cofradía, a la que él da el nombre especiales(sic) de la Caridad, y a la que él deseaba exigir para atender y conceder víveres y otras necesidades a los pobres enfermos de dicha ciudad de Beauvais, ir cada semana a sus casas para hacer la colecta de los dinero que quisieran poner a este efecto; lo que sería luego ejecutado por dicho Vicente y esa cofradía erigida, en la que había recibido a 300 mujeres más o menos, las cuales para hacer sus ejercicios y funciones de arriba, se reúnen con frecuencia, lo que no debe ser tolerado. Vistas las defensas aportadas por los edictos y decretos, requerimos que está previsto, y al hacerlo, informado de todo esto por la información hecha ser enviado al Sr. Procurador general del rey, hemos, etc.»
Fue en una de las numerosas misiones que él predicó, antes de 1628, en la diócesis de Beauvais, o mejor, en 1628, cuando vino a Beauvais mismo a predicar a predicar el primer retiro de los ordenandos, cuando san Vicente de Paúl pensó en establecer allí la primera cofradía de la Caridad contra la que se levantó una legalidad celosa. La oposición o se detuvo a este proyecto de requisitoria, o no consiguió obstaculizar la obra santa, ya que las cofradías se multiplicaron rápidamente en la ciudad de Beauvais, cuando la Srta. Le Gras vino a visitarlas en 1630.
- Nos hemos servido también de un mas. del Sr. abate Laplatte.
- Remède universel pour les pauvres gens, etc.
- Véase este reglamento en los documentos justificativos, nº 3.
- Los archivos del hospital de Montmirail encierran todavía varios documentos interesantes, originales o copias auténticas: 1º los oficios más detallados del rector de la cofradía, de las oficialas y de las sirvientas de los pobres; 2º una copia colacionada en pergamino de un reglamento de la asociación, con demanda de «dama Françoise-Marguerite de Silly, condesa de Joigny», al obispo de Soissons, al efecto de rogar al prelado que establezca la cofradía en Montmirail y otros lugares que a ella pertenecen y dependen de esta diócesis, y «designe para dicho fundamento al señor Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en teología, su capellán»; el permiso de obispo de Soissons es del 1º de octubre, y el acta de fundación del 11 de noviembre de 1620; aquí también, la señora de Joigny se inscribió a la cabeza de las sirvientas de los pobres; 3º un reglamento para hombres y para mujeres, muy parecido al de Folleville, citado más arriba, con nueva petición al obispo de Soissons, redactada más o menos en el mismo sentido y los mismos términos que la precedente; la petición otorgada el 13 de mayo de 1620 va seguida de un acta de fundación de la cofradía de Courboing con fecha del 19 de junio siguiente, revestida de las firmas autógrafas de los primeros sirvientes y sirvientas de los pobres, en cabeza, de la de Françoise-Marguerite de Silly, y de un proceso verbal de elección, escrito y firmado de la mano de Vicente de Paul.