Lucía Rogé: El espíritu de los orígenes: las primeras Hermanas

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Author: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

París, julio de 1990

Nuestras primeras hermanas habrían sentido un profundo asombro, si alguien les hubiese pedido hablar a «esos señores de San Lázaro». Pero habrían obedecido al instante, una vez expresado el deseo de san Vicente, y obtenido el consentimiento de la Señorita.

Animada por el testimonio de su vida, intentaré responder con bre­vedad al ruego formulado: hablar de las primeras Hijas de la Caridad.

Me ha parecido indispensable un esfuerzo por comprender el inte­rés de esta sucinta charla, en el desarrollo del presente Mes Vicenciano, sobre cierto punto particular de la historia de las Hijas de la Caridad.

Ignoro las partes del programa, pero supongo que, en estos primeros días, se tratará de haceros establecer de nuevo el contacto con la historia de la Compañía, de permitiros leer en ella la sucesión de respuestas a la llamada original, tal como lo observa san Vicente el 2 febrero de 1653:

«¡Oh! ¡Qué necesario es, hijas mías, que os entreguéis a Dios para cono­cer vuestro espíritu! Una cosa que os puede servir mucho es pensar en las virtudes de las hermanas difuntas, que fueron tan grandes; no dudéis de que algunas de ellas fueron santas; encontraréis en ellas las señales del verdadero espíritu de la Hija de la Caridad».1

La relectura de nuestra historia, a lo largo de la historia de las Hijas de la Caridad, nos lleva a un interrogante sobre la manera como procu­ramos captar la esencia de una fidelidad inventiva al servicio de Jesu­cristo en los pobres de hoy, vísperas de la Asamblea General de 1991.

Con miras al desarrollo de esta reflexión, he aquí unas sencillas observaciones, ordenadas como sigue:

  1. en primer lugar, presentar escuetamente la silueta de las prime­ras Hermanas;
  2. luego, aduciendo algunos hechos, ver cómo impregna sus vidas el carisma y hace de estas pobres muchachas servidoras de los pobres;
  3. un tercer conjunto de observaciones subrayará cómo se verifica esta transformación: buscando y persiguiendo sin descanso una semejanza, la del Señor Jesús;
  4. un último punto intenta evidenciar la ardua conquista de la cari­dad fraterna entre las Hermanas.

Ahora bien, la sensación de pertenecer a una misma familia espiri­tual se comprueba como apoyo efectivo, en el historial de las primeras Hermanas.

Finalmente, unas palabras para concluir.

I

Las cartas de los Fundadores, sus pláticas a las Hermanas, la relación de los Consejos de la Compañía, todo ello pone muy de relieve la identidad de la Hija de la Caridad. La elaboración de una «manera de vida» se perfila a través de una serie de reglamentos:

  • Hospitales: primer contrato estipulado por santa Luisa el 1 de febre­ro de 1640;
  • Hermanas empleadas en las aldeas;
  • Hermanas de parroquias;
  • Maestras de escuela;
  • «A Hermanas que asisten a los galeotes»;
  • «A Hermanas que cuidan de niños pequeños»;
  • «Para los niños expósitos»…

La «manera de vida» queda oficializada por el reglamento, someti­do al arzobispo de París y aprobado por él en 1655.

Así se estructura poco a poco la personalidad de las primeras Her­manas. Muy pronto, de atenernos a la palabra de los Fundadores, viven las prioridades esenciales de su vocación y se impregnan del espíritu de su estado.2

La primera Hermana, Margarita Naseau, «tuvo la dicha de mostrar el camino a las demás».3 Muere en febrero de 1633, antes que nazca la Compañía, el 29 de noviembre del mismo año. Nos detendremos única­mente a contemplar algunos semblantes que rodean a los Fundadores pasada esta fecha.

¿Quiénes son estas muchachas? Como Margarita Naseau, proce­den del mundo rural y, con mucha frecuencia, sus familias son pobres, con excepción de algunas. Varias de entre ellas saben leer y escribir, no todas. A la mayoría podemos situarlas geográficamente (gracias a su partida de bautismo): provienen de la cuenca parisina, de Normandía, de las tierras del Loira… tales son los orígenes más frecuentemente cita­dos. La edad de las Hermanas, cuando entran en la Compañía, va de los 17 (por ejemplo Maturina Guérin) a los 29 años (Bárbara Angiboust).

El tiempo de formación parece insignificante: de uno a tres meses antes de la toma de hábito y el envío a los pobres. Este hecho justifica la observación de Abelly. Nos dice:

«y no da tiempo ni para preparar a las muchachas, porque (si se puede hablar así) esas plantas tan jóvenes son arrancadas de su seminario en cuanto están dispuestas, sin darles tiempo para formarse. Pero Dios ha suplido con su misericordia, las ha asistido siempre, de forma que, por su frugalidad, asiduidad en el trabajo, amor a la pobreza, paciencia, modes­tia y caridad, han sido y continúan siendo de gran edificación en todos los lugares donde han sido empleadas».4

Sin embargo, las instrucciones regulares de la Señorita (todas las semanas, según Gobillon) y las conferencias del señor Vicente graban en ellas las obligaciones de la asistencia y el servicio que deben a los pobres.

Abelly precisa aún:

«les enseñan sobre todo a conocer y servir a Dios y a cumplir con los prin­cipales deberes de la vida cristiana».5

A la muerte de los fundadores están presentes en:

«veinticinco o treinta lugares de París, también en más de treinta ciudades, villas y aldeas de diversas provincias de Francia, e incluso de Polonia».6

II

Pese a la formación demasiado rápida que deplora Abelly, las primeras Hermanas crearán, por su comportamiento, el perfil espiritual de la Hija de la Caridad, en fidelidad al designio de Dios sobre la Com­pañía, según la enseñanza de los fundadores: sencillas, humildes y pobres… que trabajen mucho por los pobres, en los cuales «ven a Dios». Viven aquello de:

  • entregadas del todo a Dios,
  • para el servicio de los pobres,
  • en espíritu evangélico de humildad, de sencillez y de caridad.

Viven reunidas en comunidad fraterna.7

Desde los mismos años fundacionales, las Hermanas vivieron este proyecto de vida con una plenitud de adhesión interior, que a veces nos confunde. No son perfectas:

«No es que ellas no tengan defectos. ¿Quién no los tiene?»8

Las cartas de santa Luisa nos revelan sus defectos, y verdaderas flaquezas: el espíritu de iniciativa se desborda hasta la independencia… muy especialmente en punto a viajes (Isabel Martin – Juana Lepeintre, ¡tan tercal…). María Jolly rehusa incluso obedecer, pero se convierte con humildad. Escribe a la Señorita Le Gras:

«¡Dios mío! ¡De qué me sirve estar quejándome siempre!»9

Está también Nicolasa Bildet, de quien dirá la Señorita:

«Pero desde que se ha visto la primera, se ha vuelto autoritaria y no obra más que según se le antoja».10

Debemos añadir en toda justicia que, por entonces, Nicolasa tiene 26 años, un año de vocación, está al servicio de los galeotes y es Hermana Sirviente. Margarita Chétif, escogida luego por los Fundadores para suce­der a santa Luisa, aparece una y otra vez presa del desaliento. Escribe largas cartas a san Vicente, a santa Luisa, al señor Portail, exponiendo en ellas los escrúpulos. Llorará un día entero, al saber su nombramiento, como Superiora General… Informado de ello san Vicente, dice: «¡Bendito sea Dios! ¡Se le pasará!» Francisca Carcireux aparece pagada de sí misma y aun autoritaria… Son apenas algunas ilustraciones.

Si les sobrevienen fallos, una vida de fe sostiene sus convicciones ardientes. Dios y el servicio de los pobres las ha movido a venir. Dan prue­bas de ello: María Dionisia expresa a san Vicente su negativa a ir con la señora Combalet con estas palabras, «que había dejado a su padre y a su madre para entregarse al servicio de los pobres por amor de Dios, y que me rogaba la excusase si no podía cambiar de planes para ir a servir a esa gran dama».11 San Vicente hace otro intento con Bárbara Angiboust: llorosa, Bárbara se aviene… Mas pronto vuelve y dice a san Vicente que, «Nuestro Señor la había entregado a los pobres y me rogaba que la mandase a casa».12 Lo explica lealmente a la futura duquesa:

«Usted es una gran dama, rica y poderosa. Si usted fuera pobre, señora, le serviría de buena gana».13

Barbara tiene por aquel tiempo dos años de vocación. Ante seme­jantes resistencias, san Vicente comunica su entusiasmo a la Señorita Le Gras:

«¿Qué le parece, señorita? ¿No la entusiasma ver la fuerza del espíritu de Dios en esas dos pobres jóvenes?»14

En Polonia, Margarita Moreau, sigue idéntico camino, y manifiesta una negativa, justificada por el servicio a los pobres, cuando la reina quiere tenerla en su acompañamiento. San Vicente refiere el hecho y dice: «de ese modo esta hermana dio a conocer la grandeza del servi­cio a los pobres».15

Las primeras Hermanas se atuvieron, por consiguiente, al verdade­ro carisma transmitido por sus Fundadores:

«El servicio de los pobres es su primera y última obligación».16

Asumen todas las consecuencias de ello: Sor Bárbara Angiboust, como tras ella Sor Farre de Roch, impiden, de rodillas ante ellos, que los guardianes golpeen a los galeotes. Sor Juana Dalmagne reprocha con viveza a los ricos de Nanteuil, el que abrumen a los pobres. Son la voz de los sin voz.

Muchas otras ilustraciones demostrarían hasta qué punto domina en la vida de las primeras Hermanas el servicio de Jesucristo en los pobres.

Los Fundadores reavivan sin cesar en ellas el celo y el ardor de su fe, con el recuerdo de la vida de Nuestro Señor: para ellas es cuestión de «reproducir ingenuamente a Jesucristo»; él es la única referencia, y san Vicente se lo recuerda:

«Hay que imitar al Hijo de Dios que no hacía nada sino por el amor que tenía a Dios su Padre».17

III

La meditación de la vida del Hijo de Dios, que se hizo obedien­te hasta la muerte, sostiene sus esfuerzos en las duras exigencias del servicio. Su disponibilidad se asemeja a la «flexibilidad de las mimbres», y posibilita la movilidad en el servicio de los pobres. Ana Hardemont, Bárbara Angiboust alcanzan un total de once o doce destinos en unos veinte años de vocación. Progresivamente, los «pequeños reglamentos» saturan su espíritu y su corazón de referencias a la vida del Hijo de Dios. Así, los Reglamentos particulares para las Hermanas de las parroquias recuerdan a las Hermanas que van a los enfermos:

«recibir de buena gana las injurias para honrar los desprecios que el Hijo de Dios recibió en la cruz de aquellos a quienes Él había colmado de bene­ficlos».18

En cuanto a las Hermanas de los hospitales, los Avisos Particulares muestran incluso la referencia evangélica apropiada:

«al distribuir el pan… pensarán en la multiplicación de los panes que distri­buyó Nuestro Señor y darán a cada pobre el pan que necesite».19

O de nuevo:

«Las veladoras pasarán a las salas para velar los enfermos acordándose de las velas de Nuestro Señor cuando estaba en la tierra, por ejemplo, la del Huerto de los Olivos y de otras muchas que hizo para enseñarnos a velar».20

Podemos en este contexto sonreír ante ciertas reacciones de las Hermanas, reacciones que se juzgan ingenuas: Francisca Franchon recibe una bofetada de un pobre, y al instante ofrece la otra mejilla…

Pero también podemos pensar: en ellas mora el Espíritu de Jesucristo. Quisieran hacer lo que hizo el Hijo de Dios mientras estuvo en la tierra y del modo como lo enseñó. Desean servirle y amarle por lo que todavía sufre en los pobres de aquel tiempo. Su celo por «reproducir a Jesu­cristo con ingenuidad» forma parte de su vocación. Las enseñanzas de los Fundadores, meditadas en la oración, fomentan, en la mayoría de las Hermanas, el paso del mensaje a la vida, mediante la interiorización. Para ellas se convierte entonces el evangelio en «exigencias prácticas», es decir, en gestos que brotan de una fuerza interior. Lo incorporan a lo cotidiano en palabras y en actos.

IV – Entre tanto, los Fundadores estimulan en las Hermanas a la práctica de una auténtica vida fraterna. Es frecuente su insistencia en la relación con la vida trinitaria. En una carta a las Hermanas de Montmirail, santa Luisa se felicita de su caridad mutua:

«Alabo a Dios con toda mi alma por el sincero afecto que su bondad les comunica una hacia otra».21

De estos corazones sencillos brotan gestos de delicadeza fraternal: De Bárbara Bailly se refiere, que discretamente desaparecía de la recre­ación de la noche e iba a calentar los camisones de cada Hermana, «temerosa de que, el ponérselos húmedos, las enfermase». Sor Juana de Buire, según volvía de ver a los enfermos, traía para sus Hermanas flores del campo. Envían a la Señorita un pastel recibido el día antes…22 o higos…23 o uvas…24 La Señorita, aun agradeciéndolo todo, contesta que ella no tiene ya dientes para probarlo.

Es preciso aun así reconocer, después de un buen comienzo, que en la pequeña Compañía aparecen verdaderas dificultades, especial­mente en el «vivir juntas» de la comunidad local. La Señorita Le Gras pro­voca a las Hermanas de Richelieu a un cuestionamiento comunitario, por «la poca cordialidad, los pequeños desaires, el poco apoyo… los desa­brimientos… independencia en demasía».25 El mensaje de Luisa con­cluye con una acusación de la propia negligencia en el cultivo de los vínculos fraternos por la correspondencia, y con una llamada a la reconciliación, en la humildad y el afecto.

Tres años después, san Vicente instituye una especie de revisión de vida comunitaria. La presenta durante los primeros días del año 1642 como «rendimiento de cuentas en cuanto a los defectos de año transcurrido».

«El primer defecto», dice, «es el no sufrirse unas a otras». Y señala, en la súplica final, los esfuerzos que deben hacerse: «Le suplico a la divina bondad que os bendiga, dándoos la cordialidad de las verdaderas Hijas de la Caridad para que soportéis mutuamente vuestras debilidades, y la gracia de reconciliaros las unas con las otras, si hay alguna dificultad entre vosotras».26

Pasan dos años, y una larga carta de santa Luisa a las Hermanas de Angers hace reflexionar a la comunidad sobre su falta de cooperación. Parece decaer el espíritu de los comienzos… Santa Luisa insiste:

«Tienen que tener una gran unión entre ustedes… Y cuando vean algún defecto en una u otra, sabrán excusarlo… Si nuestra Hermana está triste, si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasiado lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural?».27

Aunque el servicio de los pobres polariza sin defecto el celo y la fe de las Hermanas, la vida fraterna en común constituye, como hoy día… una fuente de tensiones nunca agotada… Con ocasión del envío a Misión de las tres primeras Hermanas a Polonia, lo esencial de la exhor­tación de san Vicente recae en la obligación de practicar una «sólida humildad». Sin embargo, muy pronto resuena en la correspondencia de los Fundadores el eco de las divisiones.

San Vicente llega al extremo de escribir al señor Ozenne, que está en Polonia:

«Ha hecho usted bien en separar a sor Francisca de las otras hermanas».28

Y más tarde, el 13 de diciembre de 1658, al señor Desdames:

«Pido a Nuestro Señor que les dé una plenitud de gracias para poder dirigir a las Hijas de la Caridad, que le causan preocupaciones con sus divisiones. No despida usted, por favor, a sor Francisca, como me dice que piensa hacer. Piense en los rumores que podría suscitar su vuelta, en los peligros para ella, en las consecuencias para las demás, en los gastos del viaje, en lo difícil que es enviarle otra, en fin, en otros muchos inconvenientes. Haga lo que ya le indiqué; sepárelas y busque trabajo a sor Francisca en algún hospital o en alguna otra ocupación que le impida tratar con frecuen­cia con Sor Magdalena».29

En vano… A los seis meses, el 20 de junio de 1659, puesto en cono­cimiento de nuevos hechos, san Vicente expresa con tristeza:

«Siento mucha pena por la situación de las Hijas de la Caridad. Convendrá que envíe a Sor Francisca a Francia, cuando se presente la ocasión».30

Pese a todo, en julio de 1660,31 parece haber vuelto la calma. Sor Fran­cisca está todavía en Polonia. Los polacos la han adoptado hasta el extre­mo de polonizar su nombre: ¡Sor Douelle se ha convertido en Sor Duelska!

Esta feliz conclusión refuerza en nosotros el sentimiento de que, ayer como hoy, la vida fraterna «a imagen de la Trinidad» está en una conquista de conversión.

Distantes o próximas a los Fundadores, sostiene a las primeras Her­manas, en la trayectoria de su vocación, el vivo sentimiento de pertenecer a una misma familia espiritual. Las cartas de los Fundadores contribuyen vigorosamente a vehicular este espíritu: dan noticia de las actividades y, a cada Hermana, de los sucesos familiares; sobre el estado de salud del señor Vicente, de la señorita Le Gras, del señor Portail, de las Her­manas; contiene recomendaciones, exhortaciones, encargos de toda suerte. El tono es siempre sencillo y testimonia una verdadera cercanía de espíritu y de corazón. Sor Bárbara escribe al señor Portail e incluye dos estampas, con esta precisión: «Dé una al señor Vicente, la que guste».32 El señor Vicente se expresa de manera similar, con acentos de «padre de familia». Al final de la conferencia del 2 de febrero de 1653, da a las Hermanas presentes noticias de Polonia. La fundación es recien­te, de apenas 6 meses. La recomienda a las oraciones de la Compañía y, sin transición, exclama:

«¿Sabéis lo que ha hecho el padre Lamberto con Sor Margarita, al enviarla al lugar indicado para que sirviera a los pobres? La ha puesto bajo la direc­ción de Sor Magdalena Drugeon; y ella lo ha aceptado de buen grado. Demos gracias a Dios».33

Uno imagina «el aire» del señor Vicente y, la sonrisa de algunas Hermanas. El señor Lamberto murió de la peste antes de saber los con­flictos de la comunidad.

Anima a esta nueva familia espiritual en la Iglesia de Dios una mutua confianza: la perfecta colaboración entre los tres superiores, san Vicente, santa Luisa y el señor Portail contribuye visiblemente a ella:

«El ideal mismo de la franca amistad, cuando tercia en ella Dios mismo»,

escribe Monseñor Calvet; habla por uno y otro fundador, pero su ob­servación puede extenderse al señor Portail. En efecto, muy pronto (en 1642 según parece —el padre Coste indica 1640—) escoge el señor Vicente al señor Portail para que asista a las Hijas de la Caridad: lo con­vierte en el primer Director General. Más adelante designará a otros misioneros: el señor Lamberto, el señor d’Horgny, el señor Desdames para efectuar misiones delicadas entre las Hijas de la Caridad, tal la visi­ta de las comunidades. Debemos considerarles predecesores de uste­des… El señor Lamberto redacta informes lúcidos, sugestivos, que transparentan siempre cierta indulgencia fraterna:

«Sor Juana… es una mujer animosa y de gran corazón, con tal de que obre según a ella le parece, porque en realidad, está un poco llena de sí misma y es un poco pronta, aun cuando en el fondo es buena».34

Algo más adelante, en la misma carta, añade, en relación a eventua­les postulantes:

«He visto a algunas muchachas, que no me han gustado mucho por pare­cerme algo ‘estúpidas'».35

Se lo agradecemos al señor Lamberto: un poco, vaya…, pero dema­siado: ¡es demasiado!

El señor Eudo, de Hennebont, informa a la Señorita ser de todo punto imposible que Sor Marta y Sor Bárbara anden avenidas, pues Sor Bárbara es de humor melancólico, que la hace agria.36

De 1642 en adelante, el señor Portail asiste a las conferencias de las Hijas de la Caridad; dado el caso, las inicia y concluye, según las posibilidades e imprevistos del señor Vicente. Éste le interroga con frecuen­cia, como también a la Señorita. A veces ruega a aquél que confirme lo que él mismo ha dicho. Lo hace con insistencia, por ejemplo, el 25 de abril de 1652 (Conferencia sobre «el buen uso de los avisos»); acaba de acusarse «de haber hablado, nos dijo, con demasiada energía a un her­mano, que hasta los demás pudieron oír. Me parece que también esta­ba allí el padre Portail. Y repitió las mismas palabras dos o tres veces, para dar al padre Portail la ocasión de confesar que estaba presente; pero el padre Portail no dijo ni una sola palabra».37 Fácilmente uno se imagina la escena…

Además de esta confianza respetuosamente afectuosa en relación a san Vicente, entre los tres existe una total permeabilidad en la comuni­cación de los hechos. En una carta a Sor Avoya, san Vicente le dice que responde a cartas suyas, e igualmente a la que le ha escrito el señor Portail.38 Santa Luisa anuncia a san Vicente la partida de Sor Ablet, que ha salido el día antes, después de hablar con el señor Portail. En una cir­cunstancia diversa le indica que Sor Saint-Albin, la cual ha hablado a ambos sobre cierto asunto, «no puede resolverse a comunicárselo al señor Portail».39 Margarita Chétif, turbada por sus dudas, recibe de san Vicente una única carta, en respuesta a tres, una a cada uno de ellos. Las Hermanas, cuando escriben a la Señorita, le ruegan que «salude al señor Vicente por todas nosotras, y al señor Portail, a cuyas santas ora­ciones nos encomendamos».

Esta «colaboración-ósmosis», conocida de las Hermanas, desarrolla en ellas el sentido de pertenencia a una misma familia, y la confianza mutua, acogedora y abierta. Mediante una orientación espiritual, totalmente armo­nizada, las Hermanas leen el designio de Dios sobre la Compañía. Adquie­ren la certidumbre de que un mismo amor, de Dios y de los pobres, un mismo espíritu, anima todos los miembros de su familia espiritual.

CONCLUSIÓN

«No sé si sé» —como se expresaba Vaclav Havel, al dirigirse al Santo Padre, en el aeropuerto de Praga, 21 de abril, 1990, pero me parece que la rápida mirada a nuestras primeras Hermanas eleva en nosotros una ola de esperanza.

En la Asamblea Provincial de la cuasi-provincia de la Casa-Madre, se reunieron 82 Hermanas, provenientes de una decena de países dife­rentes, al servicio de los pobres en cuatro continentes… El espíritu de la vocación: el servicio de Cristo en los pobres, ha logrado unir nuestras diversidades.

«No sé si sé»… Pero entre ellas me pareció reconocer a algunas María Jolly, independientes, pero tan ingeniosas en lo que importaba a los pobres; a algunas Juana Lepeintre, o a Nicolasa Bildet, quizá tercas, pero admirables en sus giros de fe y de amor; sin duda también a algu­nas Bárbara Angiboust, y aun algunas Margarita Naseau…

Sí, «no sé si sé»… Pero me parece que la filiación vicenciana continúa aún. La comparación de las primeras comunidades con las de hoy pare­ce imposible en numerosos puntos, mas se muestra verdadera en lo esencial: las Hermanas siguen siendo reunidas por la llamada de Dios al servicio de los pobres. Me atrevo a decir que el conocimiento de los Fun­dadores provoca en ellas las mismas vibraciones de mente y de corazón, renovándolas en su identidad de siervas de Cristo en los pobres.

Las primeras fundaciones de Hijas de la Caridad eran portadoras de:

  • un impulso de novedad,
  • una fuerza de verdad,
  • un poder de amor en el servicio humilde.

No faltaron protestas a su novedad, pero san Vicente las animaba:

«No tengáis miedo, les decía, si os ven resueltas de esta forma no dirán nada más».40

Les enseñaba también los caminos de una cierta «indiferencia», vía de la verdadera «libertad de los hijos de Dios».41

Las primeras Hijas de la Caridad vivieron la novedad de su institu­ción al ritmo del «entreguémonos a Dios», repetido con tanta frecuencia por san Vicente:

  • su lectura diaria ha sido el evangelio,
  • su meditación, la «rememoración» del evangelio, terminada por las resoluciones que el evangelio inspiraba,
  • la enseñanza de san Vicente, de santa Luisa, del señor Portail y de los sacerdotes de la Misión: todo ello puso a su alcance la doctrina evangélica.

El impulso de la novedad viene, para ellas, de que toman en serio el evangelio. Éste insufla en ellas la fuerza de la verdad, que penetra su vida y la domina:

«Yo soy el camino, la verdad y la vida».42

A imitación de Cristo Jesús, las primeras Hermanas, en sencillez, sirven a los pobres, a los más pobres, haciendo gestos de humilde amor. Pienso en aquellas Hermanas de los primeros tiempos que en una noche de invierno, por toda la nieve, fueron a dejar unos troncos a la puerta de una familia muy pobre, para que se pudiese calentar, sin sen­tirse humillada.

Como nosotros, las primeras Hermanas encontraron un mundo atra­pado entre fuerzas poderosas y opuestas. Como nosotros, ellas tuvieron que estar en medio del mundo y no ser del mundo. Es la situación ine­ludible de aquellos y aquellas que se dan totalmente a Dios. En el con­texto del siglo XVII, el poder de su amor a Dios y al prójimo -el único mandamiento-, sostuvo sin cesar su vitalidad misionera.

Las ráfagas de esperanza que sentimos al estudiar la vida de las pri­meras Hermanas, provienen del reconocimiento intuitivo de nuestros vín­culos comunes por el hecho de una misma filiación espiritual, que dese­aríamos transmitir a otros.

Ayer, en 1633, y hoy en 1900… «¡ay!, no es que no tengan defectos…», como dijo san Vicente; aun así, las Hijas de la Caridad siguen estando animadas por el deseo de traducir cerca de los pobres, lo más humil­demente que puedan, el mensaje de amor de Jesucristo Servidor. ¡Gra­cias por continuar ayudándolas!

 

  1. IX, 527-528.
  2. Cfr. IX, 523-548. La tres conferencias sobre el Espíritu de la Compañía, 2 de febrero de 1653, 9 de febrero de 1653, 24 de febrero de 1653.
  3. IX, 89.
  4. ABELLY, L., Vida del venerable siervo de Dios Vicente de Paúl, Ceme, Salamanca, pp. 123-124.
  5. Idem, p. 124.
  6. Idem, p. 123.
  7. Cfr. C. 1,8.
  8. ABELLY, 0.C. p. 451.
  9. Documentos, D. 544.
  10. X, 758.
  11. 1, 357.
  12. I, 358.
  13. IX, 1164.
  14. I, 358.
  15. IX, 574.
  16. Contrato con el hospital de Angers, 1 de febrero, 1640, D. 280.
  17. IX, 38.
  18. Reglas Particulares para las Hermanas de la Parroquias, Ed. 1954, n. 10.
  19. Avisos para las que deben servir el pan y el vino, n. 1.
  20. Avisos para las veladoras, n. 1.
  21. SLM, p. 502.
  22. Cfr. Documentos, D. 362.
  23. Cfr. Idem, D. 597.
  24. SLM, p. 398.
  25. SLM, p. 31.
  26. IX, 71.
  27. SLM, p. 118
  28. VII, 144.
  29. VII, 342.
  30. VII, 520.
  31. VIII, 228.
  32. Documentos, D. 500.
  33. IX, 531-532.
  34. Documentos, D. 471.
  35. Ibídem.
  36. Documentos, D. 559.
  37. IX, 519.
  38. VII, 208.
  39. SLM, p. 475.
  40. IX, 70.
  41. Cfr. IX, 877.
  42. Jn 14, 6.

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