Introducción
La vida teologal es la expresión de la comunión de vida a que Dios nos llama en Cristo. El evangelio de san Juan presenta a Jesucristo como la Palabra de Dios que se hace hombre para manifestar a los hombres el misterio de su Padre y comunicarles así la «vida eterna», es decir, su propia vida que es la vida misma de Dios (Jn. 1, 118; 5, 37-38; 5, 32-40; 14, 10-12; etc.). A la revelación y donación de Dios en Cristo, responde el hombre en la entrega total y confiada (DV, 5).
En esa experiencia profunda del amor de Dios que se hace presente en Cristo, aprende Vicente de Paúl a salir de sí mismo mediante una conversión radical, para apoyarse únicamente en Dios y vivir de la vida de Cristo (J. M. López Maside, Unión con Dios y servicio de los pobres, en Studium Legionense (1984)239-309). El le revela el infinito amor de Dios al hombre y, a su vez, le enseña el camino de ese amor que lo lleva a humillarse «tomando la condición de esclavo» (Fil. 2, 7) y a ocuparse de la evangelización de los pobres y su identificación con ellos. Desde esa experiencia, toda la vida de Vicente es un esfuerzo de unión e identificación con Cristo. Su primer biógrafo anota esta confesión del santo: «Nada me agrada sino en Jesucristo» (Abelly, 1, 28). Esta adhesión inquebrantable a Jesucristo se manifiesta y realiza en la vida teologal, una vida de fe, esperanza y caridad. «Es preciso -recordará a los misioneros- que las virtudes teologales sean las primeras que se impriman en nuestros corazones» (XI, 40). Es lo que santo Tomás fundamenta como necesidad de «principios divinos» que ordenen al hombre a la «bienaventuranza sobrenatural» (SumTh. 1-II, q. 62, a. 1).
San Vicente se apoya en la teología clásica, la de santo Tomás y del Concilio de Trento, pero no es un teórico de la vida espiritual y tampoco explica a base de conceptos en qué consiste esta vida teologal que define su opción fundamental. Simplemente transmite su experiencia, siempre pensando en la animación de su Comunidad, de las Hijas de la Caridad, etc. (A. Dodin, Théologie de la Charité selon st. Vincent de Paul, en Vincentena (1976)265). En este sentido, aunque él conoce la teología de la época que acentúa la distinción de fe, esperanza y caridad como virtudes teologales, su comunicación siempre resulta global, acercándose a la comprensión teológica actual que, al hablar de fe, esperanza y caridad las llama «actitudes fundamentales de la existencia cristiana» e incluso «aspectos diversos de una sola actitud fundamental» (J. Alfaro, Cristología y antropología, Madrid 1973, 475).
La vida teologal vicenciana es fe operante, esperanza comprometida y caridad efectiva. Estas actitudes fundamentales manifiestan y conforman el núcleo de la existencia vicenciana: Amor y entrega total a Cristo, dándose a Dios para y en la evangelización y servicio de los pobres (cf. IX, 533. 919; XI, 374s[/note]• Expresan la naturaleza de su unión con Dios y del servicio y entrega a los pobres.
I. Vida de Fe
Para san Vicente, la fe supone una entrega total a Dios en Jesucristo. Es, por lo tanto, una respuesta de toda su persona. Enlaza así con la visión bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que abarca los aspectos de conocimiento-confesión de la acción salvífica de Dios, abandono y sumisión confiada a su palabra, y comunión de vida con Dios que espera su cumplimiento definitivo (Alfaro, Esistenza cristiana, Roma 1979. Aporta bibliografía). A partir de esta visión global es como adquiere sentido el estudio de la fe vicenciana y el análisis de los diversos aspectos y elementos que la integran.
1.1. La luz de la fe
La fe da el verdadero conocimiento, hace ver la realidad auténtica, la cosas tal como son en Dios. La visión humana está llena de ilusiones y apariencias. La razón humana no alcanza la razón divina. «Lo que nos engaña ordinariamente es la apariencia de bien según la razón humana, que nunca o muy raras veces se conforma con la divina» (II, 398). Por eso, el primer paso es acudir a Dios y pedirle la luz que permita descifrar las ilusiones (cf. X1, 626). Hay que dejar que la gracia de Dios penetre hasta el fondo del alma para que los ojos se conviertan en «ojos cristianos y desaparezcan las nubes del espíritu» (cf. XI, 567). Esto supone el desprendimiento de toda atadura terrena y la entrega a Dios sin reserva (cf. XI, 207; Coste, MV, III, 211s).
A las almas, no se llega por los grandes razonamientos o discursos filosóficos, sino a través de la predicación conforme a la luz de la fe que va siempre acompañada «de una cierta unción celestial, que se derrama secretamente en el corazón de los creyentes» (XI, 724). La fe la da Dios a los sencillos. Ellos creen, palpan, saborean las palabras de la vida, porque los ha enriquecido con una fe viva que les permite penetrar las verdades. Por eso, aunque hay que tener ciencia y estudiar, ha de ser sobriamente. La fe ha de ser sobria e íntegra, aceptando prontamente lo que la Iglesia propone. Cuando uno se quiere apoyar en la sutileza del razonamiento y en la luz de la ciencia corre peligro de quedar deslumbrado, como le pasa al que intenta mirar al sol (cf. Abelly, o. c., III, 4). En este sentido, ha de entenderse el miedo de san Vicente a verse envuelto en «los errores de alguna nueva doctrina» (X1, 730).
La discrepancia entre la visión aparente y la de la fe se hace particularmente visible frente a las dificultades y, sobre todo, ante los pobres. Aquí, se manifiesta sensiblemente la necesidad de la gracia para mirar las cosas como son en Dios y no dejarse engañar por las apariencias. La fe no sólo hace ver a los hombres todos iguales en dignidad y tratarlos sin «acepción de personas», sino que también permite reconocer en el pobre un estado de vida más conforme al que llevó nuestro Señor Jesucristo (cf. X1, 712). Más aún, penetra en la cara más oscura de la miseria humana y descubre la realidad como es en Dios, precisamente en esa cara desagradable. «No hemos de considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior, ni según la impresión de su espíritu, dado que con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son los que representan al Hijo de Dios que quiso ser pobre» (XI, 725). Cuando la luz de la fe alcanza la claridad que tenía en san Vicente, ver a los pobres en Jesucristo, descubrir que son hermanos nuestros y miembros de Jesucristo es una verdad que casi se puede palpar. «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo… Y esto es tan verdad como que estamos aquí» (IX, 240).
1.2. La confianza de la fe
La luz de la fe es ahora el punto de apoyo de la visión. El fundamento de la confianza del hombre no está ya en sus propias fuerzas, sino en Dios, y de ahí su seguridad (cf. II1, 124; 1V, 370). Este punto de apoyo es decisivo a la hora de actuar, pues lleva a hacerlo dependiendo de Dios. Buscar el apoyo de los hombres puede significar el dejar de lado la mira de Dios (cf. VIII, 295) . La confianza de la fe es la que mantiene y conforta en los momentos difíciles. En medio de las dificultades, cuando todo parece imposible al hombre, se muestra claro que su fuerza está en Dios, «que da una fe, una claridad, una evidencia de fe tan grandes que se desprecia todo; no se asusta uno entonces ante la muerte» (XI, 84s). Esa claridad y seguridad de la fe (cf. Hebr. II, 1) constituye la verdadera riqueza del hombre. «La fe es una gran posesión para los pobres, ya que una fe viva obtiene de Dios todo cuanto razonablemente queremos. Hijas mías, si sois verdaderamente pobres, sois también verdaderamente ricas, ya que Dios es vuestro todo» (IX, 99s).
La confianza en Dios se traduce explícitamente en un apoyarse en Jesucristo, cuya persona y doctrina no pueden fallar (cf. X1, 417). Esta experiencia es tan viva que san Vicente se atreve a preguntar, casi en tono conminatorio: «Decidme, ¿no dice la verdad nuestro Señor? Y puesto que nos la dice siempre, ¿por qué no lo creemos?» (IX, 130).
1.3. Fe operante
La fe vicenciana no se queda en puro asentimiento. Lleva a la entrega a Jesucristo, a la confianza absoluta en Dios. Pero esto no le basta, necesita probar esta entrega, ser activa. Es la fe que se expresa en obras, según la doctrina tridentina tan profundamente asimilada por san Vicente (cf. J. Le Brun, Le grande siécle de la spiritualité francaise et ses lademains, en DS, V(1964)929) que, según el Vaticano II, se manifiesta en «obediencia» y «testimonio» (DV, 5, 8, 10; LG, 12, 32, 35). Hay que desconfiar de una fe inactiva, inoperante. Vendría a resultar un engaño para uno mismo (cf. XI, 733). Quien reconoce a Jesucristo no puede menos de sumarse a su misión. Esta experiencia es la que hace madurar la fe de Vicente de Paúl. Sumergido en la noche de la tentación contra la fe, se esfuerza en actuar por fe y servir a Jesucristo, principalmente en la visita y consuelo a los pobres enfermos del Hospital de la Caridad, en el barrio de Saint-Germain. Y finalmente, para honrar más a Jesucristo y para imitarlo más perfectamente de lo que hasta entonces había hecho, decide entregar toda su vida por su amor en el servicio de los pobres. En ese momento, su fe adquiere tal claridad que en adelante verá las verdades de fe con luz singular (cf. Abelly, o. c., III, 117-119).
A la misma conclusión, llega por el camino de la experiencia pastoral. No son los razonamientos ni la ilustración de las verdades los que convencen, sino precisamente la fe operante. Ahí, es donde se reconoce que el Espíritu Santo actúa en la Iglesia (cf. XI, 729).
En definitiva, lo que cuenta para san Vicente es «una fe que se traduce en amor» y el amor que se hace efectivo (Ga1. 5, 6).
II. La esperanza y la adorable provicencia de Dios
Toda una vida de fe, esperanza y amor queda al descubierto en la siguiente confesión: «Por eso, siento una devoción especial en ir siguiendo paso a paso la adorable Providencia de Dios» (II, 176). Esta frase encierra toda la existencia vicenciana. Ante todo, se expresa la prevalencia única del punto de vista de Dios. Todo ha de enfocarse con esa perspectiva. La actuación cobra sentido en el plano de la Providencia. Después de aceptar con confianza la realidad en la que Dios habla, será preciso «seguir paso a paso» sus indicaciones. Pero quien da vida a este compromiso, es el mismo Dios, su «adorable Providencia», la unión a Jesucristo.
2.1. Mirar sólo a Dios
El principio que dirige y fundamenta el pensamiento y la acción de san Vicente, es sin duda su fe. Esta le permitirá leer todos los acontecimientos y ver todas las situaciones a la luz de Dios. Está convencido de que cualquier otra cosa que no sea dirigida por la gloria de Dios, no servirá más que de perjuicio. Es necesario mirar sólo a Dios y a su gloria (cf. X1, 530s). Las mismas dificultades tienden a veces a que se reconozca la acción de Dios en una obra. A Él se le debe atribuir todo bien. «Si hay algún bien en nosotros y en nuestra manera de vivir, es de Dios y Él es quien tiene que manifestarlo, si lo cree conveniente» (V1, 169s). La entrega total a Dios lleva, a imitación de Jesucristo, a someterse a la divina Providencia como un jumento que obedece a todo lo que se quiere, cuando se quiere y de la manera que se quiere (cf. X1, 530s). La clave está en no mirar más que a Dios. «¡Oh Compañía…! ¡Si quisiera Dios animarte de su espíritu para que no mirases más que a Dios en todas tus acciones y sufrimientos, qué vida tan santa llevarías entonces» (IX, 1144).
2.2. Abandono en la divina Providencia
El actuar de cada día es para san Vicente un ejercicio profundo de esperanza y confianza en Dios. Una confianza fruto de la esperanza que llena de fe, nos lleva a creer «que Dios nos concederá la gracia de llegar al cielo, con tal que nos sirvamos de los medios que Él nos da» (1X, 1049). Esta confianza lleva a aceptar los caminos de la Providencia sean cuales sean, aun los de la cruz, las enfermedades, la tristeza, los abandonos interiores. Hay que abandonarse a la Providencia por completo, «lo mismo que el niño al cuidado de su madre» (IX, 1050). La confianza en Dios no tiene otro límite que el modelo del Hijo confiando en su Padre (cf. 1X, 1057).
Vicente de Paúl reconoce la voz de Dios, su voluntad, en los sucesos de cada día. Los acontecimientos son como los pasos por los que nos guía la divina Providencia. «¡Qué felicidad no querer más que lo que Dios quiere, no hacer más que lo que la Providencia nos va señalando en cada ocasión, y no tener nada más que lo que nos dé su Providencia!» (III, 170). No importan las circunstancias ni el signo de los acontecimientos. Debemos recibirlos todos con la misma «buena disposición», «creyendo que todo lo que sucede es lo mejor para nosotros, aunque sea contrario a nuestros sentimientos» (VII, 240).
El primer movimiento es dar ocasión a la Providencia para que se manifieste. De ahí, el lema de procurar «seguir la adorable Providencia de Dios en todas las cosas y no ir por delante de ella» (III, 174). Sin embargo, el momento de la Providencia no excusa del propio esfuerzo. «Hay que confiar en Dios, dedicarnos a nuestras tareas y encomendar todo lo demás a la Providencia» (IV, 344). Hay que esperarlo todo de la Providencia como si no hubiera ningún medio humano, pero al mismo tiempo servirse de todos los medios lícitos y posibles como si Dios no tuviera que ayudarnos. Dos palabras definen certeramente esta actitud vicenciana ante el paso de la Providencia: «Apresurémonos lentamente» (V, 374). Con razón, pudo ser considerado san Vicente como uno de los hombres más prudentes de su tiempo y, a la vez, como un innovador y un genio de la acción (Coste, o. c., III, 229; Abelly, o. c., III, 247).
2.3. Indiferencia activa y pasiva
Hay un campo donde la respuesta a la Providencia está clara. Hay que cumplir lo mandado y evitar lo prohibido. De no mediar un motivo en contra, se aconseja seguir lo que repugna a la naturaleza.1 Pero la Providencia dirige también a través de los acontecimientos y sucesos de cada día, aun de los imprevistos. Para estar prontos a dar una respuesta en esta situación, se requiere en primer lugar una indiferencia activa. Esta indiferencia, por una parte, lleva al desapego «de nuestro juicio, de nuestra voluntad, de nuestras inclinaciones y de todo lo que no es Dios» (XI, 532), y, por otra parte, llena de amor de Dios e inclina a todo lo que lleva a Él (XI, 526).
En segundo lugar, la respuesta es de aceptación de cualquier acontecimiento agradable o triste, «creyendo que todo lo que sucede es lo mejor para nosotros, aunque sea contrario a nuestros sentimientos» (VI1, 240; cf. IX, 86). La confianza absoluta en Dios lleva a vivir la misma experiencia de san Pablo: «con los que aman a Dios, con los que Él ha llamado siguiendo su propósito, Él coopera en todo para su bien» (Rom. 8, 28). De verdad, «el gran secreto de la vida espiritual es poner en sus manos todo lo que amamos, abandonándonos a nosotros mismos para todo lo que Él quiera, con una perfecta confianza en que todo irá mejor» (VI I I, 243s). San Vicente tenía esta experiencia de sí mismo y de la vida de la Compañía, tanto en lo concerniente a las personas como a los bienes (cf. X1, 739. 364).
2.4. La propia acción
La Providencia actúa y se manifiesta a través de la acción humana. La vida se desarrolla y realiza en la acción. La respuesta vicenciana a la invitación de la divina Providencia no puede quedarse sólo en pureza de intención, ni siquiera en el campo de la indiferencia activa y pasiva. Hay que poner en marcha todas las facultades que conducen a analizar, consultar, experimentar y observar.2 Esto es, una búsqueda activa y cumplimiento de la voluntad de Dios. «En resumen, el ejercicio de hacer siempre la voluntad de Dios es más excelente que todo esto, ya que comprende la indiferencia y la pureza de intención y todas las demás maneras practicadas y aconsejadas» (XI, 447).
El motor de toda respuesta, del seguir paso a paso a la divina Providencia, es el conformarse a Jesucristo, haciéndolo todo por amor de Dios. «No basta con hacer las cosas que Dios nos ordena, sino que además es preciso hacerlas por amor de Dios; cumplir la voluntad de Dios, y cumplir esa misma voluntad de Dios según su voluntad, es decir, lo mismo que nuestro Señor cumplió la voluntad de su Padre durante su estancia en la tierra» (XI, 309; cf. XI, 448s. 209s).
III. Existencia en caridad
La caridad de Vicente de Paúl llega a arraigar tan profundamente en su ser que se diría que le es connatural. Una connaturalidad que es fruto de su «humanidad compasiva» penetrada del amor de Dios (cf. M. Leuret-Dupanloup, Le coeur de Saint Vincent de Paul. Splendeur de chanté et de fraternité humaine, Paris 1971, 311). Su vida es una existencia en caridad (cf. Abelly, o. c., III, 259; A. Dodin, Théologie de la chanté selon st. Vincent de Paul, en Vincentiana (1976)263-284). El dinamismo del amor impregna, conduce y consume toda su vida. «Consumirse por Dios, no tener bienes ni fuerzas más que para gastarlos por Dios, es lo que hizo nuestro Señor, que se consumió por amor a su Padre» (X, 222; cf. VI1, 474). Su vida adquiere una expresión de amor que no escapa a sus contemporáneos. «Qué dichosos son ustedes al poder ver y oír todos los días a un hombre tan lleno de Dios», declara Bossuet a sus misioneros (Collet, Vie de st. Vincent de Paul, Nancy 1748, II, 113).
Al mismo tiempo que profundiza en el amor de Dios, crece y vive en el amor al prójimo, a los pobres. Por y en el amor de Cristo llega a la experiencia del amor misericordioso de Dios hacia los hombres y a su encuentro amoroso con los pobres. Aquí, está la raíz de su pasión por los pobres (cf. Coste, o. c., III, 225). Aquí, adquiere plenitud su visión de los pobres en la fe y se justifica su esfuerzo continuo por «seguir paso a paso» la divina Providencia. El fundamento está en el misterio de Cristo que, como Hijo, es portador de todo el amor del Padre (Jn. 3, 16. 35), un amor que abarca a todos los hombres (Ef. 1, 6 ss.). Algunas expresiones de san Vicente son especialmente reveladoras de la experiencia profunda del amor de Dios en Jesucristo. «Miremos al Hijo de Dios: ¡qué corazón tan caritativo! ¡qué llama de amor! Jesús mío, danos, por favor, qué es lo que te ha sacado del cielo… ¡Oh Salvador! ¡Fuente de amor humillado hasta nosotros y hasta un suplicio infame!… Sólo, nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a debilidades. ¿Y para qué? Para establecer entre nosotros por su ejemplo y su palabra la caridad con el prójimo» (XI, 555).
La vida de san Vicente se inserta en esta corriente de amor de Cristo que tiene su origen en el Padre. En este sentido, presenta su vocación a los misioneros: «Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal» (XI, 553). Ese mismo espíritu está en el origen de las Hijas de la Caridad. «Por eso, estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos» (IX, 915).
La inserción en esta vocación de amor le lleva a vivir en toda profundidad la primacía absoluta del amor de Dios y de su gloria, la indisolubilidad del amor a Dios y al prójimo, y el servicio y evangelización de los pobres como garantía del amor a Dios y a Jesucristo. Para transmitir esta experiencia, sigue especialmente la teología de san Pablo y de san Juan.
3.1. Primacía absoluta del amor de Dios
El amor de Dios es el principio y el fin de todo amor. Todo nace de que Dios «es infinitamente amable». El mismo acto de amor a Dios queda subordinado a la bondad de Dios. Parafraseando a san Francisco de Sales, dice san Vicente: «Si esto es así, un corazón verdaderamente lleno de caridad, que sabe lo que es amar a Dios, no querría ir hacia Él, si Dios no se adelantase y lo atrajese por su gracia» (XI, 136) . Este amor de Dios embarga toda la persona y ya no se vive más que para Dios. «Es un fuego que actúa sin cesar; mantiene siempre en vilo, siempre en acción, a la persona que se ha dejado abrasar una vez por él» (X1, 132; cf. II, 276s).
Pero san Vicente pasa en seguida al terreno de la acción. Así como el amor efectivo está en hacer caso del mensaje de Jesucristo, así la primacía del amor de Dios la considera sobre todo en el ejercicio de la caridad. En primer lugar, el amor de Dios no sólo lleva a amarlo sobre todo, sino que pide también hacer que los demás lo amen. «No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo». Hay que hacer todo lo posible porque los hombres amen a Dios. El amor de Dios debe dirigir toda la vida. Sin ese amor, aun las mejores acciones quedarían sin sentido y, por lo tanto, sin valor. Su medida es exigente hasta el extremo. «Valdría más morir que hacer algo contra su gloria y su puro amor». No puede ser de otra manera, porque el modelo es Jesucristo. «Hay que imitar al Hijo de Dios que no hacía nada sino por el amor que tenía a Dios su Padre» (IX, 38)
Dios llena de tal forma el corazón de Vicente que no sufre que una buena acción sea hecha sin referirla a la gloria de Dios. Es una constante de su enseñanza, tanto a través de sus conferencias y repeticiones de oración, como a lo largo de su numerosa correspondencia. «La gloria de Dios» y «de nuestro Señor Jesucristo» es como el leitmotiv en sus cartas.
3.2. Indisolubilidad del amor a Dios y al prójimo
Al hilo de los textos evangélicos Vicente profundiza su vivencia y reflexión. La existencia vicenciana expande toda su riqueza y su caridad adquiere fisonomía propia por la indisolubilidad con que sella la unión con Dios y el servicio a los pobres en Cristo. La caridad abarca no sólo el amor a Dios, sino también al prójimo por amor de Dios. Ambos movimientos, de amor a Dios y al prójimo, se implican mutuamente, siendo el amor de Dios el origen, fuente y meta de todo amor.
La primera razón de la indisolubilidad del amor a Dios y al prójimo, la ve san Vicente en que así se cumple más perfectamente la Ley. Acude a la argumentación de santo Tomás y concluye, animado de su propia experiencia: «Dadme a un hombre que ame a Dios solamente, un alma elevada en contemplación que no piense en sus hermanos; esa persona, sintiendo que es muy agradable esta manera de amar a Dios, que le parece que es lo único digno de amor, se detiene a saborear esa fuente infinita de dulzura. Y he aquí, otra persona que ama al prójimo, por muy vulgar y rudo que parezca, pero lo ama por amor de Dios. ¿Cuál de esos dos amores creéis que es el más puro y desinteresado? Sin duda, que el segundo, pues de ese modo se cumple la ley más perfectamente» (XI, 552s; cf. SumTh II-II, q. 27, a. 8, c.).
A continuación, profundiza en ese dinamismo interno que liga el amor a Dios y el amor al prójimo. En el fondo, quien ama a Dios tiene que amar a aquél a quien Dios ama. Por lo mismo, el que ama al prójimo se está haciendo acreedor del amor de Dios, porque Dios ama al prójimo, al pobre {cf. Xl, 273). El verdadero fundamento de esa unidad está en el misterio de la Creación y de la Redención. Por la creación, el hombre es imagen de Dios y como tal merece ser amado. Pero, además, por la Redención, Dios lo ha hecho objeto de su amor especial y lo considera como hijo en Jesucristo.
Al hablar de la caridad fraterna en comunidad, san Vicente da como razón de la unión, y aun de la uniformidad, entre los miembros de la comunidad, la imitación de la unidad e intimidad que existe en la Santísima Trinidad. «Mantengámonos en este espíritu, si queremos tener en nosotros la imagen de la adorable Trinidad, si queremos tener una santa unión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo» (Xl, 548; cf. IX, 67. 940; cf. Jn 17, 11. 21).
Un motivo más de la inseparabilidad del amor de Dios y del amor al prójimo nace de la experiencia de quien ha vivido la afirmación de san Juan: «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en El» (1 Jn. 4, 16). El amor al prójimo se funda en el amor de Dios que nos ha dado a su propio Hijo. Es un amor que viene de Dios. Quien ama con ese amor, participa de la vida de Dios, se puede llamar hijo de Dios. Así, explica san Vicente el mismo nombre de Hijas de la Caridad: «¿Qué creéis, hermanas mías, que quiere decir este hermoso nombre: Hijas de la Caridad? Nada más que hijas del buen Dios. Ya que el que está en la caridad, está en Dios, y Dios en él» (IX, 67).
3.3. Del amor de Cristo al amor de Dios y al servicio de los pobres
La caridad vicenciana más que de reflexiones y de conceptos teológicos arranca de una persona, de Cristo (A. Dodin, o. c., 276). En Cristo, descubre san Vicente el inmenso amor de Dios, misterio escondido, que se nos revela en el darnos a su propio Hijo. La misericordia y el amor de Dios manifestados en Jesucristo superan toda comprensión humana. «Es menester-exclama el santo- que nos eleven las luces de lo alto para hacernos ver la altura y la profundidad, la anchura y la excelencia de este amor» (XI, 552; cf. Ef 3, 18). Y Cristo manifiesta su total entrega y amor al Padre precisamente en el cumplimiento de la Redención. Un nombre envuelve y encierra continuamente el amor que san Vicente ve irradiar de Cristo. Es la palabra tan frecuente en sus labios: ¡Oh Salvador!
Cristo es al mismo tiempo el modelo y la razón del amor, de la caridad. El camino que ha de seguir todo el que ama a Dios, es conformarse lo más posible a su Hijo, siempre conscientes de la debilidad humana.3 La compenetración con Jesucristo es más necesaria, si cabe, para quien intenta vivir y participar en su misma misión. En todo caso, la verdadera conformación requiere que, según la inspiración de la teología paulina del bautismo, toda la persona, su vida y acción queden permeabilizadas por la vida de Cristo.
De acuerdo con la visión vicenciana, hay dos actitudes que definen la vida de Cristo: amor al Padre y caridad para con los hombres (cf. VI, 370; XI, 42s. 735s1. Jesucristo muestra su gran amor al Padre tomando la forma de siervo y aceptando toda la miseria humana. En su Encarnación, se hace hermano de todo hombre. Por eso, su rostro está unido al rostro singular de cada hombre, incluso de los que no tienen a veces ni figura de hombre (cf. Xl, 725). Al verdadero hombre, imagen de Dios y hermano de Jesucristo, sólo se le encuentra desde el amor de Dios. De ahí, el lema vicenciano de darse a Dios para el servicio de los pobres (cf. IX, 919. 533). Pero, a su vez, el amor y servicio a los pobres es la garantía del amor a Cristo y a Dios. «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servir a Jesucristo en la persona de los pobres… Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces encontrará en ellos a Dios» (IX, 240. 302).
3.4. La unión a Dios en el servicio de los pobres
La conformación a Jesucristo lleva a san Vicente a la unión con Dios en el servicio de los pobres y, a su vez, por el servicio a los pobres realiza la conformación a Jesucristo y la unión con Dios. Su vocación se centra en hacer aquello que Jesucristo vino a hacer a la tierra (cf. XI, 324).
Entra san Vicente en la doble vertiente de la vida de Cristo. Por una parte, quiere continuar la misión de Cristo en cuanto manifestación de la infinita misericordia de Dios hacia el hombre, hacia el pobre, y por otra, intenta seguir a Cristo en su amor hacia el Padre, manifestado en el dar su vida por los hombres. Ambas dimensiones se implican mutuamente en la vocación vicenciana, que vive inseparablemente el amor de Dios y el servicio de los pobres.
En primer lugar, san Vicente se une al Cristo que encarna la misericordia de Dios, en particular, al presentarse Él mismo como evangelizador de los pobres (cf. RC. CM Presentación a modo de carta; XI, 381-398; cf. Lc 4, 18; ls 61, 1-2). Se trata de entrar en los mismos sentimientos de Jesucristo, que, lleno de misericordia y amor hacia los hombres, dejó «el trono de su Padre» y quiso participar en todas las miserias del hombre. El espíritu de compasión es el que hizo venir a Jesucristo del cielo a la tierra. «Vela a los hombres privados de su gloria y se sintió afectado por su desgracia» (XI, 560).4 La unión a Dios en Jesucristo pasa por la compasión, por la participación en la situación de los pobres. «Cuando vayamos a ver a los pobres, hemos de entrar en sus sentimientos y ponernos en las disposiciones de aquel gran apóstol que decía: me he hecho todo para todos» (X1, 233; cf. 1Cor 9, 22). Al unirse a Jesucristo evangelizador de los pobres, se llega a participar de la misericordia de Dios, como enseña santo Tomás (SumTh II-II, q. 30, a. 4, ad 3). Por eso, es preciso pedir a Dios que «nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios: pues, como dice la Iglesia, es propio de Dios conceder misericordia y dar este espíritu» (XI, 233s). Ese espíritu de misericordia es el que enseña a enternecer el corazón y capacita para sentir los sufrimientos y miserias del prójimo.
La misericordia con los pobres se manifiesta en el servicio espiritual y corporal. El servicio integral es una constante de todas las obras vicenclanes, porque todas se esfuerzan por continuar la misión cumplida por Jesucristo (cf. I. Zedde, L’evagelizzazione dei poveri secondo san Vincenzo de’Paoli, Roma 1972, 99). La Hijas de la Caridad saben que su labor no es sólo atender al cuerpo, sino también al alma. Al explicar las reglas sobre el servicio a los enfermos, san Vicente manifiesta su verdadera vocación al servicio integral. «Porque mirad, mis queridas hermanas, es muy importante servir a los pobres corporalmente; pero la verdad es que nunca ha sido ése el plan de nuestro Señor al hacer vuestra Compañía, cuidar solamente de los cuerpos; porque no faltarán personas para ello. La intención de nuestro Señor es que asistáis a las almas de los pobres enfermos» (1X, 917). Sin embargo, a los misioneros que corrían el peligro de desentenderse de las necesidades corporales y quedarse sólo en la atención de lo espiritual, recalca con insistencia la obligación de atender también las necesidades temporales. «De modo que, si hay algunos entre nosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirlos y hacer que los asistan de todas las maneras, nosotros y los demás» (XI, 393). Es preciso, como gusta de repetir el Santo, «hacer efectivo el evangelio».
Imitando otra dimensión del misterio de Cristo, san Vicente se esfuerza por llegar a la comunión con Dios a través del servicio al pobre. Como Cristo realiza y vive su amor e intimidad con el Padre en el cumplimiento de la redención y la salvación del hombre, así, él intenta culminar su amor y unión con Dios a través del servicio y la evangelización de los pobres. Servir al pobre es entrar en la actitud de Jesucristo, que muestra su amor al Padre dando la vida por la salvación de los hombres. Éste es el sentido profundo que descubre en la vocación de Hija de la Caridad. «Hacéis profesión de dar la vida por el servicio del prójimo, por amor a Dios. ¿Hay algún acto de amor que sea superior a éste? No, pues es evidente que el mayor testimonio de amor es dar la vida por lo que se ama; y vosotras dais toda vuestra vida por la práctica de la caridad; por lo tanto, la dais por Dios» (IX, 418).
San Vicente ve en la entrega y servicio al pobre el camino de la santidad más eminente, equiparable a la del martirio. En efecto, aclara con argumento de autoridad: «Un santo Padre dice que todo el que se entrega a Dios para servir al prójimo, y sufre de buena gana todas las dificultades que allí encuentre, es mártir». Más aún, en este caso la entrega y el sufrimiento, por ser constantes, son mayores que en los mártires que sufren un tormento pasajero. Con propiedad se puede llamar y tener «como mártires de Jesucristo» a quienes vivan este servicio a los pobres. (IX, 256).
El camino del pobre es también el camino más seguro para ir hacia Dios, según el testimonio del evangelista san Juan: «porque quien no ama a su hermano, a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo» (1 Jn 4, 20). Pero, además, san Vicente encuentra el sumo de su unión con Dios en el servicio y la evangelización de los pobres, porque viene a amar ya con el amor de Dios, según la expresión del mismo evangelista. «Dios es amor: quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Es decir, entonces vive de la vida de Dios (cf. I. de la Potterie, Adnotationes in exegesim Primae Epistolae s. loannis, Romae 1971, 131).
Conclusión
La vida teologal vicenciana arranca de un centro y fundamento: la persona de Cristo. En el encuentro con Jesucristo descubre Vicente de Paúl el inmenso amor de Dios al hombre y la verdad de todo hombre (GS, 22), en particular de los pobres (LG, 8; Mt. 25, 31-46). Jesucristo, que se presenta como evangelizador de los pobres, hace visible el amor misericordioso de Dios y, al mismo tiempo, manifiesta su amor y entrega total al Padre al dar su vida por la salvación de los hombres (Jn. 10, 17-18; Ef. 5, 1). Esa experiencia personal del amor de Dios que se manifiesta en Cristo, cautiva a san Vicente y lo lleva a reconocer con san Pablo: «El vivir humano de ahora es un vivir de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi» (Ga1. 2, 20). En esa determinación existencial, quedan comprometidas todas las potencias anímicas: entendimiento, voluntad y sentimiento; y están comprendidas todas las dimensiones de la vida teologal: apertura a Dios, conversión radical, confianza absoluta en Jesucristo y sus enseñanzas, y entrega amorosa y efectiva en el amor de Dios (cf. W. Kasper, La fe que excede todo conocimiento, Sal Terrae, Santander 1988, 58-61).
La existencia vicenciana se asienta en la fe, que empeña toda la persona, conocimiento-afecto-acción. La luz de la fe da una visión nueva que hace ver las cosas como son en Dios y no como aparecen a los hombres. La verdad que nace de esa luz lleva a apoyarse totalmente en Dios, a entregarse al seguimiento amoroso de Jesucristo. Y tanto la luz como la confianza se hacen auténticas en el compromiso existencial y en la acción. Así, la praxis no sólo es resultado y consecuencia, sino también una dimensión constitutiva de la misma fe (cf. J. Alfaro, Revelación cristiana, fe y teología, Sígueme, Salamanca 1985, 119). En la perspectiva vicenciana de la vida teologal, la fe es siempre operante, la esperanza activa y la caridad efectiva. La fe se actúa en la práctica de la vida diaria mediante las obras que encarnan la esperanza y el amor (Ga1. 5, 6; Sant. 2, 16-26). Las obras vienen a ser la prueba de la fe y confianza en Dios, la forma de demostrar que se ama a Dios (cf. XI, 733s).
La plenitud de la fe se manifiesta en el amor de Dios cumplido en el amor a los hombres. El conocimiento y amor de Dios se realiza y adquiere su autenticidad en el amor fraterno (lJn 4, 7-8. 20), que en la experiencia vicenciana se concreta en la relación con los pobres. El rostro de los pobres se convierte en el rostro desfigurado de Cristo (cf. XI, 725), el servicio de los pobres equivale al servicio de Cristo (cf. IX, 240. 302) y la dedicación a los pobres significa la entrega y el amor a Dios (cf. IX, 653). El amor a Dios y al prójimo, la unión con Dios y el servicio de los pobres están inseparablemente unidos en la vida teologal vicenciana. De suerte que, por el amor y la unión con Dios, se camina al servicio de los pobres, y por la entrega al cuidado de los pobres, se llega a la comunión con Dios. Ambos movimientos quedan reflejados en el doble lema vicenciano: l< Entregarse a Dios para amar a nuestro Señor y servirlo en la persona de los pobres corporal y espiritualmente» (IX, 553) y unirse «con el prójimo por la caridad para unirnos con Dios mismo por Jesucristo» (XI, 426).
Bibliografía
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- Se ha aplicado a san Vicente el esquema tomista desarrollado por san Francisco de Sales sobre la voluntad de Dios significada o de signo y la voluntad de beneplácito. Cf. J. Kapusciak, il compimento della volontá di Dio come principio unificatore fra azione e preghiera in san Vincenzo de Paoli, Roma 1982, 98-149.
- cf. Abelly, o. c., III, 259. En este sentido ha escrito Coste: «Lo que él llama Providencia se confunde prácticamente con la experiencia», o. c., III, 232.
- Esta idea que aflora constantemente en el pensamiento de san Vicente, es fruto de una vivencia profunda. Un ejemplo lo tenemos en las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión, 1, 1.
- Una mística de la misericordia como elemento específico de la espiritualidad vicenciana se apunta en A. M. Rossetti, OP, S. Vincenzo mistico della misericordia, en Divos Thomas (1960)442-455.