Introducción
Respecto a este tema, como sucede con tantos otros, San Vicente de Paúl, a pesar de ser tan abundante en ideas y doctrina, no es «un autor espiritual poseedor y expositor de un sistema de doctrina» en cuanto tal (cf Calvet, San Vicente de Paúl, CEME, Salamanca 1979, 336-337). Sí es totalmente cierto que él tiene su propia vida y experiencia espiritual, sus convencimientos y formación profunda, su inspiración, su carisma y su claridad de ideas. Sabe en todo qué quiere y a donde va, movido por el ejemplo de otros fundadores más o menos contemporáneos (Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, Pedro de Berulle, etc.). Todo ello trata de infundirlo, no de un modo estudioso y sistemático, en la dirección y gobierno de las comunidades de su doble Fundación (Misioneros e Hijas de la Caridad). Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que se trata en él de ciencia práctica (espiritual y ascética) todo lo expuesto en cartas, conferencias, avisos, etc., referente a los epígrafes: «Jerarquía, autoridad, Superior, hermana sirviente, gobierno, laicado, comunión, etc.». San Vicente, en efecto, llevó incluso a elaborar un pequeño «resumen de avisos y de normas, destinado a los misioneros elegidos para el cargo de superior; válido, por supuesto, para las Hermanas elegidas para el cargo de «hermana sirviente» (IX, 81). En efecto, muy bien se pueden seleccionar abundantes textos luminosos, salidos de la pluma y el corazón de San Vicente de Paúl para con ellos formar un experimentado y espiritual «Directorio de Superiores y Hermanas Sirvientes» (cf. a este respecto F. Contassot, Saint Vincent de Paul, Guide des Supérieurs, Paris, 1964).
San Vicente, no habrá que olvidarlo, es como cualquier otro santo, político o pensador, «hijo de su época». Fue «influyente», pero… ¿se dejó influir? Qué duda cabe que la concepción ignaciana de la obediencia y el absolutismo francés, en política, debieron influir en el santo Fundador, amén de su carácter. He aquí un texto que hoy pudiera sonar un tanto «duro» a nuestra sensibilidad y que, sin embargo, es referido a la radicalidad de la obediencia evangélica (cf. Jn 19, 11): «Cuando el superior dice yo ordeno, como tiene autoridad de Dios no se puede contravenir a la orden sin contravenir a Dios y a lo que Él nos pide» (XI, 119; cf. también XI, 241). Los nuevos conceptos dimanados del Vat. II (cf. Perfectae Charitatis) en torno a superiores-súbditos, autoridad-obediencia, etc. han modificado grandemente la formulación y la letra de no poco de la doctrina vicenciana en este campo. En nada ha afectado, sin embargo, al espíritu de esta doctrina, radicada siempre en el Evangelio. San Vicente tiene en cuenta el Evangelio, lo predica y lo practica: no es unilateral en su interpretación (cf. J. Corera, Ideas de San Vicente sobre la autoridad en la vida comunitaria, en Anales 85(1977)120-133).
I. Los superiores, «lugartenientes de Dios» e «intermediarios» entre Dios y el súbdito
Lo más difícil y grave para un superior o para una hermana sirviente no es el mandar sino el cómo, el cuándo y el a quién mandar en cada caso y circunstancia al igual que por parte del súbdito no es lo más importante a veces el obedecer sino el cómo, el cuándo y el a quién obedecer. Para la solución de toda esta problemática real (casuística), habrá que tener en cuenta que la «obediencia activa», como la quería San Vicente, debe ser siempre muestra evidente de la «entrega total a la voluntad de Dios» a través de la mediación del superior, a quien el Santo llama tan significativamente «lugarteniente de Dios» (se trata, en efecto, de una «mediación sacramental», porque lleva a Dios y hace meritorio el ejercicio difícil de la obediencia): «Movidos por el Espíritu Santo, se someten en la fe a los superiores -«lugartenientes de Dios»-, y por ellos son conducidos al servicio de todos los hermanos en Cristo, como el mismo Cristo por su sumisión al Padre sirvió a los hermanos y entregó su vida en la redención de muchos» (RC. CM. V, 1).
El término «superior» le pareció de hecho a San Vicente demasiado equívoco, si bien veía en él una manera de expresar «la especial presencia» de Dios en el que cumple dicho cargo comunitario. Procuraba en sus explicaciones (reglas, cartas, conferencias, etc.) decir cómo y por qué un superior no estaba por encima de los demás: «No tenga usted la pasión de parecer superior o maestro: No opino como una persona que hace unos días me decía que para dirigir bien y mantener la autoridad era preciso hacer ver que uno era el superior. Nuestro Señor Jesucristo no habló de esa manera; nos enseñó todo lo contrario, diciéndonos de sí mismo que había venido no a ser servido sino a servir a los demás, y que el que quisiera ser el amo tenía que ser el servidor de todos (Mt 20, 28)» (XI, 238). A las hermanas en el cargo de superiora les aplica, y así perdura hasta hoy en toda su intención fundacional, el nombre de «hermanas sirvientes». Si el Santo acepta para los Misioneros el término de «superior» es, sin duda alguna, con la salvedad de evitar toda resonancia de «superioridad». Así es por lo que insiste en otras ocasiones en que el superior es «intermediario» entre Dios y los súbditos: «Del mismo modo que las causas superiores influyen en las inferiores…, del mismo modo, el superior, el pastor y el director, tienen que purificar, iluminar y unir con Dios a las almas que El mismo les ha dado» (XI, 241). He aquí otro texto muy significativo: «Los que dirigen las casas no deben mirar a los demás como a inferiores sino como a hermanos» (IV, 53). Al P. Guérin, sacerdote de la Misión, en Annecy, en carta muy señalada y que habrá que volver a citar, dice: «Las referencias que de usted me han dado… me obligan a rogarle, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que sirva a la comunidad en lugar suyo» (II, 252).
Son abundantes los textos, ciertamente, en los que San Vicente insiste en estas ideas básicas de su concepto de la obediencia, siguiendo fielmente las directrices de Trento y de la escuela jesuítica, ya mencionada: «los superiores hacen las veces de Dios»; «el súbdito ve por la fe a Dios en sus superiores»; «no se obedece a quien representa a otro sino al que es representado, a Dios». Y todo ello, por «ser Cristo la Regla de la Misión» (cf. III, 584; IX, 954-964).
II. «La providencia gobierna las comunidades»
Pedro de Bérulle, contemporáneo del Santo y en muchas ocasiones consejero e inspirador suyo, en su Reglamento de Gobierno de los Superiores, cap. I, dice: «Regir un alma es regir un mundo, un mundo lleno de secretos y particularidades, con más perfecciones y rarezas que el mundo en que vivimos. Y añade: «Es preciso que el Espíritu Santo… sea el maestro de esta ciencia y el director de este quehacer». Y es que «el arte de las artes es el gobierno de las almas» (idem). Es por ello por lo que aconseja San Vicente al P. Guerin, superior de Annecy (12 de feb. 1643): «… y como solamente el espíritu de Jesucristo nuestro Señor es el verdadero director de las almas, ruego a su divina Majestad que nos conceda su Espíritu para su gobierno espiritual y el de toda la Compañía» (II, 302). Santa Luisa de MariIlac sentía de igual modo al desear permanecer siempre tanto ella como su Compañía de las Hijas de la Caridad «en dependencia del Espíritu Santo» (cf SLM, «Razones para darse a Dios a fin de participar en la recepción del Espíritu Santo el día de Pentecostés», en Correspondencia y escritos, CEME Salamanca 1985, 807-811).
III. «El superior debe estar lleno de Dios»
Debe, ante todo, «vaciarse de sí mismo», para poder luego «llenarse de Dios», «revestirse de Dios» y finalmente «orar» con éxito. «Señor, se preguntaba a menudo el Santo, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión?» (X1, 240). Se trata, ante todo, de que el superior sea «instrumento» válido, eficaz, elegido, de la transmisión del espíritu mediante una sabia dirección y gobierno de las almas, como ya se apuntó antes: «Usted sabe, escribe el Santo al recién nombrado superior de Agde, A. Durand, que las causas ordinarias producen los efectos propios de su naturaleza…; del mismo modo, si el que guía a otros, el que los forma, el que les habla, está animado solamente del espíritu humano, quienes le vean, escuchen y quieran imitarle se convertirán en meros hombres… Por el contrario, si un superior está lleno de Dios…, todas su palabras serán eficaces, de él saldrá una virtud que edificará» (XI, 236).
IV. Superiores y súbditos: relaciones y corresponsabilidad
Superiores y súbditos son por igual responsables de que se cumpla la voluntad de Dios, a nivel de comunidad, siempre y en todo. Han de trabajar de continuo por discernir «qué es lo que Dios quiere» o «qué haría ahora Cristo». Así es como se logra «así en la tierra como en el cielo» «ese querer de Dios» que tanto amaba San Vicente de Paúl e inculcaba a los miembros de sus dos Fundaciones con el ejercicio, por una parte, de la autoridad y, por otra, de la obediencia; ambas empeñadas en el amor de Dios: «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre» (cf Const. C.M., 97, 2). Al igual que el prójimo, sobre todo el más pobre, está colocado por Dios a nues tro lado para facilitarnos la ley suprema del Amor en sus dos vertientes, así el superior está a nuestro lado, en la vida de comunidad, para facilitarnos el precepto amoroso de la obediencia a Dios, manifestado por Cristo, «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8): «Un superior que ordena una cosa puede equivocarse, desgraciadamente; no es infalible ni impecable; mas quien le obedece, con tal de que no se trate de cosa manifiestamente pecaminosa…, estará siempre seguro de hacer la voluntad de Dios y no permanecerá engañado» (Xl, 691). San Vicente insiste «machaconamente» en el ejercicio ascético imprescindible de «ver a Dios en los superiores», «considerándolos a ellos en Nuestro Señor y a Nuestro Señor en ellos» (RC. CM., V, 1; X, 486), «pudiendo estar seguro de que en la voluntad del superior está la voluntad de Dios…» (RC. CM., V, 4; X, 488) (cf asimismo otros lugares: III, 584; 1X, 954965).
La relación superior-súbdito en la vida de comunidad como en la familia, la relación padres-hijos, aparece en la RR. CC., tanto de la C.M. como de las HH. CC, como «piedra angular» sobre la que se cimienta en gran parte la vida comunitaria: «como elemento básico de control institucional» (cf J. Corera, I. c.). Esta visión-decisión de San Vicente de Paúl, fundador y redactor de unas RR. CC., es fruto, lógico en él como en todos los fundadores de su tiempo- y aún anteriores, «de la actitud de contrarréplica de la Contrarreforma de Trento a la batalla desestabilizadora y desintegrante de la Reforma Protestante, tanto a nivel eclesial como a nivel de sociedad familiar-comunitaria». (cf Jaime Corera, 1. c.). Aparte de la normativa «ad pedem litterae» (literalmente considerada), nos queda hoy de San Vicente, como prodigiosamente «válido» y «perenne», su espíritu; a saber, el sentido de la autoridad y el sentido de la obediencia, ambas a la luz de la fe y del amor. No hay que olvidar, corno decía el Santo gráficamente, que la obediencia «es lo que mantiene en pie las comunidades». He aquí un texto luminoso de San Vicente sobre la imprescindible y urgente «obediencia comunitaria»:
«Obedeceremos con prontitud de buena gana y con constancia, al Superior… en todo aquello en que no haya pecado, y le someteremos nuestra manera de pensar y nuestra voluntad con una especie de obediencia ciega. Y todo ello, no sólo para cumplir su voluntad formal sino incluso su intención. Hemos de pensar que lo que él manda es siempre para bien, y debemos confiarnos a su voluntad como la lima en manos del artesano» (RC. CM. V, 2). No hay en el texto, aunque pudiera parecerlo, ninguna ofensa al derecho de la persona, en su sensibilidad actual: se trata de la auténtica «obediencia evangélica», la que se abraza «sin remilgos» ni «concesiones» en la emisión de los Santos Votos.
V. Los superiores deberán ser ejemplares en todo: virtudes y cualidades
a) Virtudes
«Cristo es la Regla de la Misión» para todos, en especial para los superiores, llamados a ser «ejemplares de la comunidad». He aquí tres normas prácticas de ejemplaridad señaladas por San Vicente: «Ser siempre los primeros en los actos de comunidad, en la medida en que se lo permitan los quehaceres; mantenerse invariables en el fin y moderados en los medios para llegar a él; acudir al consejo de los hombres prudentes» (II, 301-302). El contenido del canon 619 del Código actual de Derecho Canónico ya está, sin duda alguna, en el espíritu de la normativa expresada aquí y en otros numerosos textos del Santo Fundador: «Los superiores han de dedicarse diligentemente a su oficio y, en unión con los miembros que se les encomiendan, deben procurar edificar una comunidad fraterna en Cristo, en la cual, por encima de todo, se busque y se ame a Dios. Nutran por tanto a los miembros con el alimento frecuente de la Palabra de Dios e indúzcanlos a la celebración de la sagrada liturgia. Han de darles ejemplo en el ejercicio de las virtudes y en la observancia de las leyes y tradiciones del propio instituto; ayúdenles convenientemente en sus necesidades personales, cuiden con solicitud y visiten a los enfermos, corrijan a los revoltosos, consuelen a los pusilánimes y tengan paciencia con todos».
San Vicente juzga imprescindible para la marcha «reglada» de la comunidad la firmeza, que deberá estar siempre asistida por la humildad y la mansedumbre: «Es necesario que aquellas (refiriéndose a las Hermanas) que son llamadas al oficio de «hermanas sirvientes» sean siempre las primeras en humillarse y en dar a las otras el buen ejemplo en el cumplimiento del deber» (1X, 939).- Santa Luisa de Marillac, cofundadora de la Compañía, afirmaba por su parte: «El nombre de «sirvientes» de nuestras Hermanas, que la divina Providencia nos ha impuesto, nos obliga a ser las primeras en la práctica de las verdaderas y sólidas virtudes de humildad, tolerancia, trabajo, y en el exacto cumplimiento de las Reglas y prácticas de nuestra Compañía; hemos de creer que estamos en deuda con todas y que tenemos obligación de servirlas para su ayuda espiritual y material. Que la prudencia nos enseñe a darles confianza en sus necesidades, sin preferencias por nadie» (cf SLM. o. c., p. 532).
Las citas sobre las exigencias de virtud, según San Vicente, en cualquier superior son abundantes, dado el número de textos que se podrían seleccionar al efecto. Esto lo han de tener muy en cuenta los superiores mayores, y hasta la misma comunidad, a la hora de proponer a alguien para el cargo (aquí, como en otros casos, «no basta aparentar sino que es necesario serio»). Un superior, responsable y dotado suficientemente para el cargo, debería «ser el primero en todo». A él, en efecto, le están encomendadas cosas que, sin su presencia y actuación, muchas veces no se harían, con detrimento del orden y buena marcha de la Comunidad. «Sea no solamente fiel en observar las Reglas, sino también exacto en hacerlas observar; faltando en esto, todo irá mal… Es necesario que sea usted como la sal, que evita la corrupción en el grupo del que usted es pastor» (X1, 240) Deberá, sobre todo, dar «buen ejemplo de que sabe obedecer» a los superiores que están por encima de él, según el aforismo popular: «para mandar bien hay que saber antes obedecer» (sobre este punto de la «obediencia a los superiores mayores» y la prudencia que esto implica en un superior local, cfr. «obligación de consultar» y «prudencia», poco después). Cuando San Vicente habla de «firmeza» en el desempeño del cargo, no se refiere a una «firmeza» inflexible, incomprensiva, dura, sino dulce, prudente y fraternal-caritativa: «Es preciso mantenerse firme en los fines y flexible en los medios» (II, 250, entre otras varias citas). Sin esta «firmeza», con frecuencia los superiores se hacen responsables del estado calamitoso de la comunidad (X1, 239) «Las faltas que se cometen en la comunidad se le imputarán al superior si se siguen cometiendo por no poner él remedio, y Dios le pedirá cuentas de ello» (XI, 121). «Recuerde, amonestará a otro superior, que todos los desórdenes vienen principalmente por el superior, que por negligencia o por mal ejemplo es causa de que se introduzca el desorden» (X1, 239; cf. también X1, 113; IV, 75). La cita siguiente hay quien la ha considerado «la mejor definición del espíritu de gobierno que animó al mismo San Vicente de Paúl»: «Me pregunta de qué modo debe usted portarse con los espíritus vivos, con los desconfiados y con los críticos; le respondo que la prudencia debe ser quien regule esas relaciones. En ciertos casos es bueno entrar en sus sentimientos, para hacerse todo a todos, como dice el Apóstol; en otros, será bueno contradecirles con dulzura y moderación. En otros, habrá que mantenerse firme contra su manera de obrar. Pero es necesario que se obre siempre pensando en Dios y según crea usted que es más conveniente para su gloria y la edificación de la comunidad» (1V, 91).
«Ciertamente la paciencia y el aguante son los remedios más eficaces que nuestro Señor y la experiencia nos han enseñado para llevar a los demás a la virtud» (V1, 558; cf. también X1, 60). De Cristo y de su propia experiencia saca San Vicente su peculiar sabiduría acerca del gobierno de la comunidad. Es al mismo P. Portail, su asesor incondicional, a quien aconseja así: «Porque usted es mayor de edad (tenía 50 años y aún vivió otros 30 más), el segundo de la Compañía y el superior, aguante todo, repito: todo, del buen P. Lucas; le digo una vez más: todo. De modo que, despojándose de su autoridad, acomódese a él en la caridad. Por ese mismo medio Nuestro Señor se ha ganado a sus apóstoles y los ha dirigido» (I, 174; cf. también III, 531). Necesariamente hemos de traer este otro texto magistral, confesión del modelo de su quehacer al frente del gobierno de la Comunidad: «Como nuestro Señor debe ser nuestro modelo en cualquier condición en que nos encontremos, los quegobiernan deben aprender cómo ha gobernado El, y conformarse a El. Él gobernaba por amor. Si a veces prometía recompensas, otras proponía castigos. Hay que obrar igual, pero siempre por este principio de amor» (XI, 476; cfr. también XI, 225 y ss.).
La paciencia y la humildad son virtudes hermanas, necesarias de todo punto en el ejercicio del gobierno de una comunidad: «Grande es la miseria humana; por ello, la paciencia es necesaria a los superiores» (VI1, 506); y añadía el Santo en otro lugar: «la paciencia, referida en particular a los superiores, es la virtud de los perfectos» (IX, 794). En la medida en que un superior, al ejercer el cargo, se mira a sí mismo, se llena de egoísmo e interés personal, de vanagloria, de amor propio; por ello, se verá a la postre negado de la ayuda de Dios (las citas serían abundantes (VII, 250) Él mismo, que exige tanta virtud del superior y tanta sumisión, respeto y obediencia de parte del súbdito, sin embargo, se sentía «indigno superior» (fórmula constante en la firma de sus cartas), «pues, decía, soy el peor y el más pequeño de todos los hombres», y expresiones aún más duras, como ésta otra, referida a su condición de superior general de la Compañía (confesión hecha a sus Hijas de la Caridad): «Se lo digo muchas veces a nuestros padres: todo el mal que se hace en la Misión, decid que es por culpa del padre Vicente; si se hace algún bien, atribuídselo a Dios; pero el mal achacádselo a los superiores…» (IX, 860).
b) Cualidades
Importantísima es, a este respecto, la conferencia del santo Fundador a los Misioneros, pronunciada en la Casa Madre de París precisamente el día 27 de sept. de 1656, cuatro años antes de su «preciosa» muerte; en ella, paternalmente y mirando al bien futuro de la Compañía, se dirige a todos los Misioneros, llamados o que habrían de ser llamados a desempeñar el cargo de superior. La última biografía del Santo la recoge entera bajo el título de «El Breviario del Buen Superior» (cf J. MI Román San Vicente de Paúl. Biografía, BAC, 2 ed., Madrid, 1982, p. 310-311). Es imposible, en un resumen como éste, transcribirla entera. El superior, según el espíritu y esquema de la conferencia, ha de ser, ante todo, «hombre lleno de Dios», «hombre de oración», «hombre con espíritu heroico de servicio», «hombre de profunda humildad», «imitador siempre de la conducta de Cristo» («otro Cristo»), «hombre en comunión con sus superiores mayores», «hombre de buen ejemplo para la comunidad», «preocupado tanto por lo espiritual como por lo material», etc. (X1, 235-242).
Hablando asimismo de las cualidades de la «hermana sirviente», exige el Santo que «sea de buen juicio», «buena cristiana», «buena religiosa» y «buena oficiala», «la primera en todo», «activa» y «que tenga celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas» (cf Avisos y conferencias espirituales de san Vicente de Paúl, Madrid, 1903, p. 63 ).
San Vicente, por otra parte, no tiene para nada en cuenta la edad en que conviene sea elegido el superior, sino la madurez espiritual y humana: «No hay que tener siempre en cuenta los años en lo tocante al gobierno, pues se encuentran muchos jóvenes que tienen más aptitud para gobernar que algunos mayores y antiguos de la comunidad… Un hombre con profundo criterio y gran humildad es capaz de gobernar debidamente (una comunidad)» (X1, 351) Es deseable también la ciencia, aunque no es imprescindible: «… pero una persona que reúna ciencia, disposición para dirigir y buen juicio, ¡qué tesoro!» (XI, 361). Sin embargo, es difícil, casi imposible, encontrar este conjunto de virtudes y de cualidades en el mismo sujeto, tal como reconoce el mismo Santo: «No es fácil encontrar hombres perfectos y que no dejen nada que desear; lo que falta a ese servidor de Dios es una nada en comparación de lo que tiene» (cf A. D. Agnel, San Vicente de Paúl, director de conciencia, Madrid, 1917, p. 351). Reafirmándose en ello, escribe a un súbdito: «Ciertamente, señor, es muy difícil encontrar superiores a quienes nada les falte; es verdad que el vuestro no tiene experiencia ni tampoco apariencia externa, pero es prudente y virtuoso» (cf Agnel, o. c., 351; cf. también E. Molina, El superior local de la C.M., Salamanca, 1960, p. 161s).
c) La prudencia del superior
Es, tal vez, la virtud más necesaria para un superior, si atendemos a las veces que la menciona el santo Fundador y a la importancia que le presta. El buen criterio y prudencia aseguran el equilibrio de la persona y son base de su auténtica personalidad. Esta solidez de juicio y de decisión es para San Vicente algo así como el quicio donde debe apoyarse el ser y actuar del superior (cf XI, 361). San Vicente era muy riguroso con los superiores «imprudentes», ya que siguiendo a Santo Tomás de Aquino, declaraba que «la prudencia debía ser la virtud de los que mandan»: «El prudente obra como es preciso, cuando es preciso y por el fin que se precisa» (XI, 466). «Le aseguro, escribía dolorido al P. Dehorgny, superior de la casa de Roma, que dos o tres superiores que se porten igual que usted (imprudentemente) serían suficientes para echar a perder la Compañía» (II, 483). Y al P. Codoing, también superior de Roma en esta ocasión, le amonestaba con seriedad: «le ruego someta y ajuste sus pensamientos a las decisiones que tomemos aquí (en París) y esto, no sólo respecto de un asunto sino de todos». He aquí otro texto muy mencionado del Santo: «El (superior) prudente obrando con discreción hace todo con peso, número y medida, pues es propio de la prudencia regular no sólo el habla sino también la acción…» (XI, 466).
VI. El asesoramiento y la consulta a los demás
Incluida por supuesto la Comunidad propia («corresponsabilidad» se llama hoy), le evitarán al superior el contagio de un mal «muy pernicioso», «la malignidad del cargo que corrompe». : «He experimentado desde hace mucho tiempo y veo que en la mayor parte (de los superiores) sucede esto, que este estado de superioridad y de gobierno es tan maligno que deja de por sí mismo y por su naturaleza una malignidad, una mancha villana y maldita, de manera que, una vez fuera del cargo, tiene todas las dificultades del mundo para someter su juicio, y en todo, encuentra algo que replicar» (X1, 60). El superior, para verse libre de esta «malignidad del cargo», deberá cada día profundizar en humildad ante Dios y ante los hermanos, siempre dispuesto al «diálogo corresponsable». Así aconsejaba San Vicente a un superior pronto a este peligro: «Otra cosa que yo le recomiendo es la humildad de nuestro Señor. Dígase a menudo: «Señor, ¿qué he hecho yo para lograr tal cargo? ¿Qué obras he hecho que hayan merecido esta carga que se me pone sobre los hombros? Ah, Dios mío, lo voy a estropear todo si no diriges tú mismo mis palabras y mis obras» (X1, 59; cfr. también XI, 361). San Vicente, al hablarnos así de «la malignidad del cargo», lo hace desde la experiencia y conocimientos adquiridos al contacto suyo con multitud de superiores y autoridades de todo tipo (eclesiásticas, religiosas, civiles, políticas, etc.). El mismo, por prudencia, se asesoraba de continuo y contaba para ello con consejeros, admonitor, comunidad, etc. Afirma, en efecto: «Yo pregunto muchas veces, incluso a los hermanos coadjutores, y sigo su consejo en las cosas que se refieren a sus oficios. Cuando se hace eso con las debidas precauciones, la autoridad de Dios, que reside en los superiores y en los que los representan, no sufre ningún menoscabo; al contrario, el buen orden que se sigue de ello hace a esa autoridad más digna de amor y de respeto» (IV, 39; abundan las citas).
A San Vicente, por otra parte, acudían en busca de consejo y orientación reyes, cardenales, obispos, sacerdotes y, por supuesto, sus Misioneros e Hijas de la Caridad. Tenía la vocación de «dar consejo a todo el que de él ha menester». Qué muestra de humildad la suya cuando responde a Luis Abelly, su primer biógrafo y vicario general de la diócesis de Bayona: «¡Oh Señor! ¡Cómo confunde usted al hijo de un pobre labrador, que ha guardado ovejas y puercos, que todavía permanece en la ignorancia y el vicio, cuando le pide sus consejos!» (II, 9).
VII. Quehacer de un superior de la Misión
Se lo expone de un modo breve y preciso, como si de una regla se tratara, al superior de la Misión de Sedán: «He aquí, padre, en qué consiste vuestra encomienda (en cuanto superior) y a qué os debéis ante todo dedicar: 1) a vuestra perfección; 2) a la perfección de la comunidad; 3) a anunciar la Palabra de Dios al pueblo católico de Sedán y, durante las misiones, a las pobres gentes del campo; 4) a administrar los santos Sacramentos; 5) a los oficios litúrgicos del culto; 6) a procurar el bien de los pobres, a visitar a los enfermos y prisioneros, etc.» (II, 378). En otra ocasión añade: «Vuestra principal obligación es el gobierno general de la comunidad y de sus asuntos; debéis vigilar sobre todo y trabajar porque todo se haga en orden» (VII, 441). El quehacer de un superior local lo entendía siempre el Santo Fundador, como ya se ha indicado, básicamente en comunión con sus superiores mayores.
San Vicente habla poco de los derechos, que los tiene, por supuesto; habla, en cambio, y con «machaconería» de las obligaciones que tiene todo superior que se sienta «servidor de la comunidad». (Sí les dirá a los súbditos cuáles son sus obligaciones respecto a los superiores). Estas obligaciones o incumbencias se referirán siempre al «buen orden de la comunidad» y quedarán explicitadas, en su mayor parte, en las Reglas sobre todo (evitamos las numerosas citas): dar y denegar permisos; señalar oficios y deponer de sus oficios a los miembros de la comunidad; corregir e incluso castigar; estar obligado a residir en comunidad, consultar a los miembros de la comunidad, aunque sin obligación de seguir el parecer de ellos, sobre todo si no es unánime; abrir y leer cartas; presidir, etc.
VIII. La confianza en Dios, fuerza de los superiores
Ella es la fuerza eficaz que consuela y ayuda positivamente a los superiores abatidos por las dificultades y las limitaciones. San Vicente, en multitud de ocasiones, da a entender que, si a alguno se le exige fe y confianza en Dios, es a un superior. Así, escribiendo al P. Jean Martin, superior de Turín: «Admiro… las gracias especiales con que bendice el Señor su dirección, llenando su corazón de una confianza perfecta en su ayuda; parecen ser el medio de los medios para llevar a cabo su obra con toda facilidad. Ha encontrado usted el secreto… Así pues, padre, seamos firmes en esa querida confianza en Dios, que es la fuerza de los débiles y el ojo de los ciegos» (III, 138-139). El superior como el súbdito, pero sobre todo el superior, deberá siempre abandonarse en las manos de Dios, en la seguridad de que así todo resultará al final bien.
Bibliografía
Reglas comunes de la C. M y de las HC. .- F. CONTASSOT, Saint Vincent de Paul, guide des supérieurs, Paris, 1964.- E. MOLINA, El superior local de la Congregación de la Misión, Salamanca, 1968.- J. Ma ROMÁN, San Vicente de Paul. 1. Biografía, BAC, Madrid 1982.- A. ORCA. J0 y M. PÉREZ FLORES, San Vicente de Paul. II. Espiritualidad y Escritos, BAC, Madrid, 1982.- Santa LUISA DE MARILLAC, Correspondencia y Escritos, CEM E, Salamanca 1985.- Anales de la C.M. y de las HH. de la C., varios números.- S. ALONSO, La Vida consagrada, Madrid, 1973