Espiritualidad vicenciana: Justicia

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: José Oriol Baylach, C.M. · Año publicación original: 1995.

Introducción, I. Justicia de Dios. II. Justicia origi­nal. III. Justicia (virtud). IV. Justicia (en los tribunales). V. Justi­cia (derecho de las personas). Conclusión: «Sufrir por la justicia».


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Introducción

En los 13 tomos de los textos de san Vicen­te (Sígueme-CEME, Salamanca 1972-1986) éste emplea 160 veces el vocablo justicia.

Con relación al vocablo justicia, utiliza 21 ve­ces el adjetivo justo/a, 10 veces el sustantivo in­justicia, 2 veces el adverbio justamente, y una vez el adjetivo injusto y el adverbio injustamente.

Al lado de estos vocablos, pero que a veces los incluyen, se encuentran 66 actos, gestos, órdenes y consejos referentes a la práctica de la justicia.

San Vicente de Paúl emplea el vocablo justicia en 5 sentidos diferentes: a) «Justicia de Dios» (62 veces); b) «Justicia original» (1 vez): c) «Justicia» (virtud, 16 veces); d) «Justicia» (tribunales, 42 veces); «Jus­ticia» (derecho de las personas, 50 veces).1

I. «Justicia de Dios»

1. «Sol de Justicia»

El profeta Malaquías utiliza esta expresión (4, 2 según la Vulg., o bien 3, 20 según el texto hebreo/masorético).

Esta expresión ha sido aplicada al Mesías, en cuanto a las ideas de poderío, victoria, luz, como resultó en la formación de la Liturgia de la Navi­dad y de la Epifanía.

En la antigüedad cristiana, Cristo era repre­sentado con un rostro rodeado de rayos. Esta representación era como la trasposición de las representaciones de Helios. La adoración de Cris­to, como «Sol de justicia», arrumbó a los anti­guos cultos del «Sol».

Decir «Sol de justicia» equivale a decir «Cris­to marcado en su doble aspecto de «Santidad», como Dios, y en su acción redentora y santifica­dora, como Dios hecho Hombre».

San Vicente de Paúl, en 4 ocasiones, emplea esta expresión: dice que el «Sol de justicia… hace aparecer so­bre las rosas y las espinas punzantes de nuestro natural los rayos de su gracia» (1, 427), que «des­pierta a los corazones dormidos para las cosas de Dios» (VII, 294), que «la virtud de la caridad es participación del Sol de Justicia» (X1, 536), y que «derrama su gracia sobre nuestras almas» (XI, 780).

San Vicente de Paúl no dice que cita a Malaquías. Tampoco señala de dónde ha tomado la expresión «Sol de justicia»; sin embargo, como menciona a Fran­cisco de Sales con frecuencia (unas 73 veces), y que éste utiliza esta expresión varias veces (cf. Tables, edición de Annecy, t. XXVI1, 262), parece lícito pensar que san Vicente de Paúl tomó la dicha expresión de su amigo Francisco de Sales.

2. En Dios mismo

La expresión «Justicia de Dios», expresión tí­picamente bíblica, la recoge san Vicente de Paúl en su significado fundamental de «santidad» y de que «es propio de Dios, darle a cada uno según sus obras» (X1, 434), como perteneciendo a la esencia de Dios mismo.

En Dios mismo, la califica de «soberana» (XI, 432) y de «divina» (IX, 470. 834. 966; X, 43; XI, 434). En la segunda parte de su conferencia del 21 de febrero de 1659 «sobre la búsqueda del Reino de Dios y su Justicia», san Vicente de Paúl explica con mayor detalle (Xl, 432-434) las dos clases de la justicia de Dios, la conmutativa y la distributiva. En buen ex­positor, explica, primero, los términos: «hay que saber antes cuál es esa justicia de Dios» (XI, 432), pues ya ha insistido previamente en que en las palabras «buscad el Reino de Dios, se dice, ade­más, y su justicia. Fijaos que añade justicia» (XI, 432).

A este punto, toma sus precauciones: «sé muy bien que algunos no ponen casi ninguna di­ferencia entre buscar el reino de Dios y buscar su justicia… sin embargo, como hay otros que las dis­tinguen… no será inconveniente que os diga aquí lo que se puede entender por estas palabras, bus­cad la justicia de Dios» Y redobla sus precau­ciones, irónicamente inútiles para sus oyentes: «Padres, vosotros habéis estudiado teología y yo soy un ignorante, un alumno de primaria»; y sin embargo, su conferencia cobra aires de un cur­so de tología, pues prosigue: «sabéis que hay dos clases de justicia, la conmutativa y la distri­butiva; ambas se encuentran en Dios. También se encuentran en los hombres, pero con el de­fecto de que son dependientes, mientras que la justicia en Dios es soberana. No obstante, nues­tras justicias no dejan de tener sus propiedades, por las que guardan cierta relación y semejanza con la divina, de la que dependen» (XI, 431-433).

Especificando aún más: «la justicia de Dios es conmutativa, ya que Dios transforma los trabajos de los hombres en virtudes, y sus méritos en re­compensas; y como los cuerpos se corrompen, el alma toma posesión de la gloria que ellos han merecido. Esta conmutación de los méritos en re­compensa se hace por medida y por número, o como dicen los teólogos, en proporción aritméti­ca. Sí, Dios proporciona las virtudes según el esfuerzo que se pone para adquirirlas, y da la glo­ria según el número y el valor de las buenas ac­ciones» (XI, 433). Queriendo reforzar su explica­ción san Vicente de Paúl añade: «hay un pasaje en la carta de S. Pablo a los corintios, «opera illorum sequuntur illos»». Las citas de la Biblia que hace San Vicente de Paúl, raras veces son dadas por él con las referencias exac­tas. A veces, como aquí, se equivoca. En efecto, el texto que cita no se encuentra en s. Pablo, si­no en el Apocalipsis (14, 13). Ni él, ni nadie de los oyentes, advierten la equivocación, y concluye: «las obras buenas del justo lo acompañarán y Dios se las recompensará, lo mismo que castigará también a los malos, en proporción con sus ini­quidades, con la pena del infierno, pero lo hará es­trictamente, y con esa proporción aritmética de la que acabamos de hablar».

Pasando a la justicia distributiva, dice que lo es «en cuanto que conserva cierta proporción lla­mada geométrica, cuando Dios distribuye el cie­lo a los buenos y el infierno a los malos. El cielo es un conjunto de bienes infinitos que Dios dis­tribuye a las almas justas. Y ¿qué es el infierno?, un lugar donde abundan toda clase de males que no acabarán nunca, distribuidos entre los que se han prostituido al pecado; y esta justicia se llama distributiva. ¿Por qué? Porque el cielo es la paga o el salario con que recompensa a sus servido­res, y el infierno es la pena con que castiga a los malos. Es propio de Dios darle a cada uno según sus obras» (XI, 434).

Esta justicia de Dios actúa en conformidad con esta doble justicia conmutativa y distributiva: «hace todas las cosas con toda justicia» (X1, 202).

Tiene sus efectos: «vemos muchas veces es­te efecto de la justicia de Dios que castiga a los que abusan de sus gracias y de las ocupaciones que les había encomendado, castiga a este mo­nasterio, castiga a esta Orden, castiga a esta Compañía» (XI, 119). Los ejemplos que da en es­ta ocasión son muy desiguales: una cosa es el re­lajo del monasterio de Hamburgo, cuya iglesia se ha convertido en mercado, y otra la negligencia en San Lázaro, por el descuido en no cerrar las puertas interiores de la casa; al punto, dice: «ten­go miedo de que nuestra casa se convierta tam­bién en una plaza pública»… y, con un suspiro de alivio: «menos mal que ésta (puerta) está ahora cerrada».

Las contradicciones son también «efectos de su justicia» (XI, 568).

Entre los efectos de la justicia de Dios, uno, en el cual insiste San Vicente de Paúl, es el del castigo. Termi­nando su explicación de la justicia distributiva en Dios, exclama: «Padres, no nos engañemos, te­nemos que ser castigados; tengamos miedo» (XI, 434). Insiste: «Dios castiga a veces a toda la comunidad por culpa de un individuo» (XI, 827). También a los cristianos en general: «muy gran­des tienen que ser los pecados de los cristianos para que Dios se vea obligado a ejercer su justi­cia de este modo» (la peste en Roma y Génova) (VI, 143). También: «Dios ejerce su justicia con rigor a las personas del mundo a las que no les gusta aceptar las obligaciones que les impone… la justicia de Dios» (1X, 157). san Vicente de Paúl se interroga a pro­pósito del retraso que, dice, tiene en enseñar a las Hijas de la Caridad la excelencia de su voca­ción: «quizás, mis queridas hijas, la justicia de Dios me tendrá que castigar de ello en el purga­torio» (IX, 37). De todos modos, advierte, co­mentando la justicia de Dios: «Dios será exacto en recompensar nuestras buenas obras y casti­gar las malas» (XI, 433).

No solamente Dios ejerce directamente su justicia, sino que la ejerce también por interme­dio de los mismos hombres. Así, al dirigirse al primer presidente del parlamento de Rennes a pro­pósito del conflicto que sufre la C.M. en la aba­día de Saint-Méen: «es usted el principal minis­tro de la justicia de Dios en su provincia» (III, 50); o al referirse a asuntos por consultar o tratar, «si es con un magistrado, mirar en él a la justicia de Dios» (XI, 251). Yen un caso particular, cuando la

Compañía es calumniada o ridiculizada, entonces «sería una felicidad y una bendición de Dios; lo ha dicho Jesucristo: Beati qui persecutionem pa­tientur propter justitiam. «Fijaos bien en esas pa­labras «propter justitiam», esto es, obrando bien y siendo fieles a Dios. Cuando una Compañía, una casa o unos individuos dan motivo para que el mundo hable o actúe en contra suya, hay que someterse a la mano vengadora de Dios, que no deja nada impune y que más pronto o más tarde castiga las transgresiones a su santa ley. En es­te caso, hermanos míos, las contrariedades que se sufren por parte del mundo vienen de Dios irri­tado; son efectos de su justicia, y quienes las sufren tienen más motivo para llorar que para ale­grarse, ya que han dado ocasión a esas tribula­ciones que sufren por parte de los hombres, que no son en ese caso más que ministros de la jus­ticia de Dios» (XI, 568).

Y san Vicente de Paúl formula el deseo: «quiera Dios… con­ceder a todos cuantos provocan su justicia la gra­cia del arrepentimiento y de la conversión de vi­da» (VI, 79)

3. Con relación a nosotros mismos

En esta relación, la justicia de Dios, san Vicente de Paúl la con­sidera en dos actitudes, la una dirigida a Dios por lo que es Él mismo, y la otra por la que nos diri­gimos a Dios por lo que somos.

En primer lugar: «adoremos su justicia, y cre­amos que nos ha hecho un favor al tratarnos de este modo; lo ha hecho para nuestro bien» (XI, 364), comentando el fallo judicial que ha oca­sionado la pérdida de la hacienda de Orsigny.

En segundo lugar: «Busquemos la justicia de Dios» (XI, 432. 433. 434). «Hay que saber que, por esas palabras, «buscad primero el reino de Dios y su justicia», Nuestro Señor no pide solamente de nosotros que busquemos primero el reino de Dios y su justicia de la manera que acabamos de señalar, quiero decir que no basta con obrar de modo que Dios reine en nosotros, buscando así su reino y su justicia, sino que además es preci­so que deseemos y procuremos que el reino de Dios se extienda por doquier» (XI, 434s). Ya había dicho en la primera parte de la conferencia men­cionada más arriba: «Nuestro Señor quiere que ante todo busquemos su gloria, su reino, su jus­ticia» (XI, 430). Y, posteriormente, repite: «la má­xima primera que El señaló era buscar siempre la gloria de Dios y su justicia, siempre y por en­cima de todo lo demás» (XI, 472). Y pregunta: «¿por qué hago esto? ¿para procurar ante todo la gloria de Dios y buscar su justicia?» (XI, 472). Y concluye: «si Dios obra de esta forma (por justi­cia distributiva) ¿no hemos de mirar su justicia buscando su gloria, y mirar su gloria buscando su justicia?» (XI, 433).

Una segunda actitud, en relación con la justi­cia de Dios en cuanto nos dirigimos a Dios por lo que somos, san Vicente de Paúl la sintetiza en los siguientes com­portamientos:

— «Sintamos hambre y sed de esa justicia» (XI, 456)•

Ante ésta: «lo mejor que podemos hacer es someternos a la justicia divina, esperando que su misericordia ponga remedio a tantas miserias» (de la guerra) (V, 87).

Y al P. Codoing, superior de Roma, que in­sistía por segunda vez para la residencia del Su­perior General de la C.M. en aquella ciudad, San Vicente de Paúl, luego de rechazar esta insinuación, le dice: «en­tretanto le rezaremos a Dios, y si quiere la justi­cia de Dios que viva para entonces, ya diré mis pensamientos sobre ello, si place a Dios darme tiempo, y los haré escribir» (II, 350).2

Otro aspecto: «los pecados nos hacen deu­dores de la justicia divina» (IX, 966), al recordar a las Hermanas las mortificaciones del emperador Carlos. Y a un sacerdote de la Misión, tentado de dejar la Compañía, le recuerda que «será usted responsable ante el trono de su justicia» (II, 476).

Otro comportamiento varias veces repetido: «ciertamente los sacerdotes de este tiempo tie­nen muchos motivos para temer los juicios de Dios, pues aparte de sus propios pecados Él les pedirá cuentas de los de los pueblos, por no ha­ber procurado satisfacer por ellos a su justicia irri­tada, tal como era su obligación» (V, 541); y a las Hijas de la Caridad, «esforcémonos en este san­to tiempo (del jubileo), en satisfacer a la justicia de Dios» (IX, 62), y «¿qué reproche dirigiría Dios a una Hila de la Caridad si, por haber sido infiel a su vocación, se mereciese las penas del purga­torio para satisfacer a la divina justicia?» (IX, 470); y a unos parientes: «para que podáis satisfacer a la justicia de Dios por otros pecados que podáis haber cometido y que quizás no conocéis, pero que Dios conoce muy bien» (III, 23); y a propósi­to de la obligación de hacer penitencia por los pecados, «sea lo que fuere, es menester satis­facer a la divina justicia» (IX, 834); de todos mo­dos: «hay que satisfacer a la justicia divina en es­te mundo o en el otro» (IX, 966). Y no solamente «satisfacer», sino también «aplacar a la justicia di­vina» por la carga de nuestros pecados (X, 43). Todo lo cual no impide que «la fe tan grande (del P. Pillé), le causaba mucho temor de la justicia di­vina» (II, 287).

Frente a ciertos lamentos sobre el rigor de los castigos de Dios, debemos ser, como los ami­gos de Job, «testigos de su justicia» (VIII, 30).

Por fin una serie de verbos marcan la pauta de estos comportamientos: «¿Adónde vamos con todo este discurso sobre la justicia conmutativa y la distributiva? A que comprendamos… que pa­ra buscar debidamente y para encontrar feliz­mente esta divina justicia, hay que considerarla a la vez como conmutativa y como distributiva, es­to es, mirarla como dispuesta a recompensarnos abundamente, si procuramos merecerla por la práctica de las virtudes convenientes a nuestro estado; lo cual es, en cierto modo, imitar a la jus­ticia divina… finalmente, que su justicia sea bus­cada e imitada por todos con una vida santa» (XI, 434. 435).

Acotación: de este apartado sobre la «Justi­cia de Dios», parece que se pueden deducir algunas observaciones:

  1. San Vicente de Paúl tiene un alto concepto de este atribu­to divino, que forma parte de su «justeza» sobe­rana. Frente a este «Sol de justicia», se siente anonadado, empequeñecido. La «adora» y «se sujeta a ella» por lo que es en sí misma, porque Dios es «justo» y también «justiciero».
  2. En este aspecto, en Dios, de «justiciero» impresiona muchísimo a San Vicente de Paúl. Hay en él como una constante preocupación por «satisfacer», «apla­car» a la justicia divina. Sin duda no echa en saco roto que si Dios es «justo», también es «mi­sericordioso», pero, en este apartado sólo lo men­ciona de pasada. En cambio, se amontonan las alusiones a los «castigos» venidos de la «justicia de Dios».
  3. En este aspecto presenta a Dios sobre todo como juez, y mucho menos como Padre. In­merso en la mentalidad de su siglo, está condi­cionado por un cierto pesimismo sobre la natu­raleza humana, y por un resignado fatalismo ante las enfermedades, las guerras, las calami­dades públicas, etc., porque son «castigo de Dios» o bien oportunidades que da a los hombres para «reparar», «enmendarse» o «santificarse». De ahí que, ni una sola vez, adjunta la palabra «amor» a la expresión «Justicia de Dios», pero, sí, la pa­labra «temor», o bien la palabra «miedo». Al terminar su párrafo sobre la justicia distributiva interpela a su comunidad: «Padres, recordemos la forma con que nosotros cumplimos con los nuestros (ejercicios), sólo encontraremos en ellos mucho motivo para temer que, en vez de mere­cer alguna recompensa, Dios nos encuentre dig­nos de castigo» (XI, 434).
  4. Salvo en su conferencia del 21 de febrero de 1659 sobre la «búsqueda del reino de Dios», en donde profundiza «teológicamente» la noción de «justicia de Dios», en los demás textos re­portados aquí san Vicente de Paúl no entra en mayores detalles analíticos y menos en disquisiciones. Ya se sabe que no es su talante. Dice lo indispensable y va «al grano», a lo práctico. Y lo práctico, aquí, lo indica en las actitudes y comportamientos consig­nados anteriormente. Es un pequeño arsenal a uti­lizar por cualquier cristiano que quiera vivir en sin­tonía o en armonía con la «justicia de Dios». Sin embargo, en la actualidad, para aceptar, en su transfondo, varias de estas actitudes que preco­niza San Vicente de Paúl, y que chocan con nuestro ambiente cul­tural por anacrónicas, puede ser útil recordar dos advertencias de dos «vicencianistas» de enjundia: «es posible que hubiera en su caso un cierto pe­simismo agustiniano o el recuerdo de experien­cias que a lo largo de las vicisitudes de su vida le hubieran revelado bajos fondos espeluznantes en almas aparentemente buenas. Pero se destaca so­bre todo el estremecimiento de un santo que se siente miembro de Jesucristo, instrumento de Jesucristo, y se asusta de la pobreza y miseria de la criatura unida a la pura y absoluta grandeza del Hijo de Dios» (J. Calvet, San Vicente de Paúl, CE-ME, Salamanca 1979, p. 225), y «nada tiene de ex­traño que un creyente de hoy, sensibilizado por el nuevo enfoque de las ciencias teológicas y pas­torales, condene ciertas expresiones de Vicente de Paúl. Lo importante es retener lo auténtico y perenne de su comunicación, y relativizar lo ca­duco y circunstancial. De esta manera evitare­mos el escollo de enfrentarnos a una doctrina su­puestamente desfasada por estar envuelta en un lenguaje casi desconocido» (A. Orcajo, El segui­miento de Jesús según Vicente de Paúl, La Mi­lagrosa, Madrid 1990, p. 33).

II. «Justicia original»

Expresión que san Vicente de Paúl emplea una sola vez, en un esquema de plática a las Damas (de la caridad), de fecha 6 de abril de 1647, en X, 937.

San Vicente de Paúl hace referencia a Eva al compararla con la Santísima Virgen, y, «después de haber sido es­cogida por Dios y prevenida con la justicia origi­nal, tuvo que ser echada del paraíso por no ha­ber resistido la tentación»

Comparación un tanto forzada aplicada a las Damas. Estas deben hacer (para los niños expó­sitos) lo que puedan; de lo contrario, «Dios les qui­tará esta gracia de trabajar en sus designios y to­das las demás que esto lleva consigo», como a Eva, «y nos mandará alejarnos de su rostro y del paraíso».

Si la expresión «justicia original», en la termi­nología teológica, se refiere al estado anterior al pecado (original), en el que Dios había concebido y creado al hombre, su aplicación o comparación a la «vocación» de las Damas al servicio de los niños expósitos, y a la «tentacion» que podrían tener de abandonarla, con la consiguiente pérdi­da de esta gracia, no parece muy adecuada. Pe­ro como el texto (X, 937) es tan sólo un esquema de plática, aunque bastante desarrollado, tal vez San Vicente de Paúl, en el texto definitivo, la hubiese retocado.

III. «Justicia» (virtud)

San Vicente de Paúl no da nunca directamente una definición de la «virtud de la justicia», si bien lo hace indi­rectamente al tratar de ella. Así, como ya se men­cionó: «también se encuentra (la conmutativa y la distributiva) en los hombres, pero con el defecto de que son dependientes… No obstante nues­tras justicias no dejan de tener sus propiedades, por las que guardan cierta relación y semejanza con la divina, do la que dependen» (XI, 432s). En el apartado V, casi al final de este articulo, se registran numerosos «actos de justicia» que co­rresponden a la noción fundamental de esta virtud, es decir «dar a cada uno lo que le es debido, aquello a lo que tienen derecho».

Puede ser útil repetir aquí la definición de la «virtud de la justicia», y que es una de las cua­tro virtudes cardinales, que se nos da en el nue­vo «Catecismo de la Iglesia Católica», en el n» 1807: «la justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama «la virtud de la religión». Para los hombres, la justicia dispone respetar los de­rechos de cada uno y establecer en las relacio­nes humanas la armonía que promueve la equi­dad respecto a las personas y al bien común».

Tampoco san Vicente de Paúl emplea la expresión «justicia social». Sería anacrónico pedírselo, pues esta expresión apareció, en el siglo XIX, en el voca­bulario socialista para subrayar las nuevas exi­gencias en las relaciones colectivas de produc­ción, las exigencias de la organización social del trabajo y de los derechos de los trabajadores. Y en el vocabulario de la iglesia la expresión tar­dó mucho más en aparecer; fue el Papa Pío XI, el primero en utilizarla en un documento oficial, en la Encíclica «Quadragesimo anno» n2 58, en 1931.

Otra cosa es la aplicación del contenido de di­cha expresión, contenido muy común en la Biblia, vg., por memoria, is 1, 21-27; Ez 16, 51s; Am 2, 6- 8; 4, 1 y 5, 7-12. san Vicente de Paúl aplicó la idea de «justicia so­cial», sin conocer esta expresión tan común en nuestros días.

  1. Hay en los textos vicentinos unas frases extremadamente significativas del pensamien­to de san Vicente de Paúl sobre la virtud de la justicia. Son és­tas:
    • a) «Que la justicia vaya acompañada de la mi­sericordia» (1, 464);
    • b) «No puede haber caridad si no va acompañada de la justicia» (II, 48);
    • c) «Los deberes de la justicia son preferibles a los de la caridad» (VII, 525);
    • d) «Que Dios nos conceda la gracia de enternecer nuestros corazones en favor de los miserables (los forzados) y de creer que, al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no mi­sericordia» (VII, 90).
  2. Aunque no se explaya mucho en decirlo, san Vicente de Paúl conoce, por algunas referencias que da de vez en cuando, los dos sentidos o corrientes bí­blicos de la palabra «justicia», la de la santidad y la de la virtud, en sus aspectos prácticos. Así: «Tal como habla nuestro Señor en las Sagradas Escrituras, «el justo es como el sol». El justo es el que cumple la justicia, dándole a Dios lo que se le debe, y al prójimo y a sí mismo lo que le co­rresponde» (1X, 919). A Luisa de Marillac le desea «que pueda servir a Dios en santidad y en justi­cia por largos años» (1, 203). Y a un obispo le fe­licita porque «es capaz de armonizar la justicia y la caridad» (IV, 168).
  3. Como siempre yendo a la práctica, san Vicente de Paúl en­carece, por tres veces, las «reglas de la justicia». «Las reglas de la prudencia y de la justicia re­quieren que tengamos estas precauciones» (IV, 14); «las damas que se entregan a Dios para vivir como verdaderas cristianas, en la observan­cia de los mandamientos de Dios y cumpliendo con las reglas de la justicia» (X;956)- en las diver­sas situaciones que señala; «se dice que la Igle­sia está guiada por el Espíritu Santo… cuando los fieles siguen las luces de la fe y las reglas de la justicia cristiana» (X1, 728). Pero el caso es que no precisa, en concreto, cuáles son estas reglas…
  4. Tres verbos marcan el sendero a seguir en esta práctica de la virtud de la justicia: «ob­servar con todo esmero la justicia» (X, B8), «ejer­citarse en las virtudes de… la justicia» (X, 938), «mediante la práctica de la justicia» (IX, 967). Sin embargo, advierte: «como los juicios de Dios son más rigurosos de lo que se cree y hasta la justi­cia del justo se ve sujeta a su examen» (V, 442). Y citando a san Pablo: «si nos hacemos justicia a nosotros mismos, Dios no nos la hará» (IX, 966), por tanto, «todas las personas virtuosas que vi­ven todavía en la tierra tienen que entregarse a Dios para tomar justicia de sí mismas» (1X, 966). A las Hijas de la Caridad, para incitarlas a ganar el jubileo, san Vicente de Paúl les dice: «nos habíamos quedado sin fe, sin esperanza, sin caridad, sin justicia» (IX, 551) y «si Dios se porta justamente con el hombre, reconociendo que ha cumplido esa tri­ple forma de justicia, ¿qué hará con una Hija de la Caridad que no se contenta solamente con ha­cer actos de justicia, sino que pone toda su vida al servicio de Dios y vive según sus reglas?» (IX, 919). Así que, recomienda al P. Get, superior de Marsella, preocupado por las pagas a los ca­pellanes del hospital: «cuando usted me haya in­formado de todo esto, haremos un esfuerzo pa­ra que queden contentos, en la medida en que la justicia y los medios presentes lo permitan» (VI, 237).

Acotación: como ya se indicó, san Vicente de Paúl es bastan­te escueto en el aspecto teórico de la virtud de la justicia, aunque las cuatro frases citadas, que relacionan la justicia con la misericordia y la cari­dad, hablan por sí solas sobre la importancia y el valor que da a esta virtud.

Sin duda ha hablado más sobre ella, pues en la lista de los temas tratados en las conferencias de San Lázaro, entre 1650 y 1660, se mencionan estas dos que versan, la una sobre «la cuarta bienaventuranza «Beati qui esuriunt et sitiunt jus­titiam»», en 1653 (XI, 853), y la otra, en 1655, so­bre «la justicia» (X1, 856), si es que, efectivamen­te, fueron pronunciadas por San Vicente de Paúl; en todo caso, no disponemos de estás textos.

IV. «Justicia» (en los tribunales)

San Vicente de Paúl era un hombre de «derecho», por algo lo había estudiado y, precisamente, era «licenciado en derecho» por la Universidad de París (X, 75. 76 con la nota 1; cf. también Dodin, Francois de Sa­les, Vincent de Paul, les deux amis, O. E. I. L., Pa­ris 1984, p. 148 n. 10}.

Por otra parte, es un administrador y empre­sario, además de excelente financista, de los bie­nes y rentas de su Congregación (cf. Corera, Las bases económicas de la comunidad vicen­ciana, en Diez estudios vicencianos, CEME, Sala­rnanca 1983, 129-149; y Jacquart, La politique foncióre de M. Vincent, en Actes du colloque in­ternational d’Etudes Vincentiennes, Paris 1981, Ed. Vincenziane, Roma 1983, 129-143). Así que suscribió muchos contratos (J. M. Ibáñez, Vicen­te de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1977, en la nota 3 de la p. 321 nos asegura que «he podido comprobar que Vicente de Paúl desde el 15 de enero de 1650 al 29 de diciembre de 1659 pasó ante notario 90 contra­tos de compra-venta o de arrendamientos»).

A causa de todo ello, por más que aseguraba san Vicente de Paúl que «no quiere meterse en pleitos y procesos» (II, 364; V, 384. 387. 568s; VI, 78; XI, 537s), sin em­bargo, por más que se esforzó en llegar amisto­samente en arreglos, sotuvo varios procesos (los más «sonados» fueron en asuntos en Annecy, Crécy, Orsigny, San Lázaro, Saint-Méen, Toul) y otros que se registran en las líneas siguientes.

1. Los tribunales de justicia los integran los magistrados a diversos niveles. san Vicente de Paúl los denomina con las siguientes apelaciones: el Jefe de la Jus­ticia del Reino (1, 376); los hombres de Justicia (1, 231); los administradores de la Justicia (II, 377); el intendente de la Justicia del Ejército (III, 59); los administradores de la Justicia Eclesiástica (VI II, 156); la Corte de Justicia (XI, 227); las gentes de Justicia (XI, 620); la Justicia de Villepreux (V1, 286); la Justicia de Landes (X, 101); los Señores para administrar Justicia (X, 34). Se indica los territorios de sus respectivas jurisdicciones: «Su Majestad (en su reino) se hará justicia» (1V, 38; «nadie puede hacer justicia en el país del que es Señor «(se trata del conde de Velopolski) (V, 137); «en las ciudades que no tienen justicia soberana» (VI, 234). A Luisa de Marillac, que buscaba una casa para su grupo de Hermanas, san Vicente de Paúl le comuni­ca que hay una «con un jardín, que pertenece a la parroquia de La Villette (cercana a París), pero que depende de aquí para las rentas y para la jus­ticia» (II, III).

A esos magistrados hay que tratarlos viendo en ellos «a la justicia de Dios» (XI, 251), como ya se mencionó anteriormente. Tienen su espíritu particular, «el espíritu de un hombre de justicia» (IX, 397), que consiste «en aplicarse a lo que es necesario que sepan para su profesión». Ade­más, «es justo que les dé -escribe al P. Pesne­Ile, superior en Génova- a los jueces el tiempo que piden para juzgar sobre sus diferencias, ya que se trata de penetrar mejor en la materia y hacerle jus­ticia» (VIII, 88).

2. Para los trámites en los tribunales de jus­ticia, el principio general que da san Vicente de Paúl es de «no meterse en procesos» (V, 569; VIII, 171), pero, si es necesario, hay que acudir a ellos (V, 512; V1, 357; VIII, 76. 77).

a) A veces, antes de cualquier gestión, será «preciso consultar a la justicia y solicitar sus in­formes sobre la oportunidad o la importunidad y otros procedimientos muy largos» (V, 512); esto lo decía al P. Rivet a propósito de una propuesta de permuta entre parroquias, y le añadía: en es­to, «hay montones de formalidades requeridas y con frecuencia se trata de dificultades insupera­bles, pues se necesita el consentimiento del pa­trono, el de los habitantes de la parroquia, el del obispo y hasta el del rey». También en el caso de una herencia que disputan al P. Langlois C . M. y con votos, «estamos esperando que el Parla­mento decida» (V1, 384).

b) A veces hay que acudir a ella: «cuando la justicia nos llama, estamos obligados a respon­der» (XI, 423).

En estos casos, antes de entablar un proce­so, «conviene previamente que la Compañía, pa­ra honrar el consejo de Nuestro Señor y tener devoción a esta máxima («si te quitan el manto, dales también el vestido»), se disponga a prefe­rir antes perder que litigar, y procure apagar toda clase de desavenencias, de forma que no acuda nunca a los tribunales sin haber buscado antes un arreglo» (XI, 423).

Aprovechó las ocasiones para repetir esta con­signa. Al P. Rivet, superior de Saintes, envuelto en complicaciones por los derechos de un bene­ficio y la recaudación de unos diezmos, san Vicente de Paúl le escribe: «hay que conservarlos, y si se niega a pa­garlos, después de haber hablado con él (el caballero de Albret), y de haber utilizado todos los caminos que sugiere la mansedumbre, acuda a los tribunales» (VI, 357). Al P. Get, superior de Marsella, en litigio con un vecino por cuestión de un huerto, se congratula: «doy gracias a Dios de que hayan decidido de común acuerdo nombrar un árbitro para esas diferencias que tienen con ese señor vecino suyo; será conveniente que se aten­gan a lo que él decida y que hagan lo posible pa­ra no tener que pleitear. Pero si ese señor, por su mal carácter o por sus pretensiones ilegítimas intenta someterle a sus caprichos, habrá que de­fenderse» (V, 383s). Una semana más tarde, de nuevo, se felicita: «hemos de creer que ha sido razonable la decisión de los árbitros a propósito de las diferencias del huerto. Le ruego que se atenga a esa decisión y que haga todo cuanto pueda para que la acate también la otra parte, pa­ra que de esta forma no tenga que haber ningún proceso» {V, 387). En Annecy «tenemos un asun­to feo», escribe al P. Le Vazeux. «Ya la Compa­ñía había adquirido una casa en aquella ciudad, que resultó luego cargada de hipotecas, de forma que los acreedores del vendedor nos la han quitado en justicia (la traducción al castellano pone, en con­trasentido, «con toda justicia»), salvo nuestro recurso sobre los otros bienes contra los deten­tadores» (VII, 74); concluyendo S. V. : «pero si, des­pués de haber hecho por nuestra parte todo lo razonable y más incluso para apagar esas dife­rencias, ellos se obstinan en salirse cada uno con la suya, que es arruinar a nuestra pobre familia de Annecy, creo que estamos obligados a recurrir a la justicia eclesiástica o secular para resarcirnos de los daños, que alcanzan a catorce o quince mil libras, y para que nadie atente contra la po­sesión de nuestro privilegio» (1/II, 75s). Al P. Cuis­set, superior de Cahors, también en líos con un arcediano que reclamaba una renta por una casa de labranza que estaba exenta, san Vicente de Paúl le encomien­da: «si es así, hágale ver que no le debe nada; ha­ga que hablen con él sus amigos y, si es preci­so, defiéndase; pero antes, dar los pasos que le he indicado» (IV, 272). Otra vez el P. Get, su­perior de Marsella, en dificultades con su vecino; ahora por asunto de una ventana y de los sumi­deros de su huerto. san Vicente de Paúl le traza la conducta a se­guir: «haga usted lo que pueda para obligarle a que la cierre, no ya mediante un proceso, sino de for­ma amigable y mediante algún amigo ofreciendo incluso, en caso de que lo exija, que contribuirá usted, más de lo que debe, a pagar los gastos pa­ra deSan Vicente de Paúliar los sumideros de su huerto. Si des­pués de todo ello no consigue usted que cumpla con lo que debe más que apelando a la vía judi­cial, no habrá más remedio que hacerlo; en este caso puede usted pleitear» (V, 391). Al H. Barre­au, en Argel, en dificultades con un ex-esclavo ge­novés cuyo padre había obligado al P. Blatiron en procesos y que «opina si puede usted sacarle la mitad (de los gastos) por las buenas, sería mejor contentarse con ello que arriesgarlo todo, acu­diendo al rigor de la justicia» (V1, 160).

Pero san Vicente de Paúl es un hombre muy flexible en manejar las excepciones… A pesar de sus decires, no tiene remilgos en actuar directamente y sin contemplaciones. A continuación, cuatro actua­ciones significativas de cómo manejaba sus «excepciones».

El P. Vageot se había marchado de la Com­pañía y pretendía que se le entregasen unos mue­bles que, según él, le pertenecían. No hay tal, opina S. V., estos muebles pertenecen a la co­munidad. «Si hay que discutir esto en justicia, co­mo el caso lo merece, si él recurre a los tribuna­les, que tenga esto en cuenta»(V, 512), le dice al P. Rivet.

El P. Serre, superior de Saint-Méen, le averi­gua cómo proceder en caso de un tutor «que tie­ne diez mil escudos que pertenecen a su pupilo menor de edad, si los puede poner a interés, te­niendo en cuenta que la justicia le condenará a pagar ese mismo interés». san Vicente de Paúl le contesta: «esos señores doctores (de la Sorbona) están de acuer­do comúnmente en que los tutores… no pueden ni deben cobrar esos intereses, sino encontrar algún recurso para evitar que la justicia les obli­gue a pagarlos ellos mismos a los menores… Si ya lo hubiera puesto a interés, es conveniente que obligue a pagar a los deudores lo principal al terminar el plazo, y si no lo hacen, que obtenga sentencia contra ellos» (VI, 260s).

Al P. Get: «se ha portado usted con mucha ha­bilidad al apoderarse de una parte de las mer­cancías del patrono al que usted ha consignado algunas cantidades para Argel a fin de asegurar su dinero… si llegan a saber (los acreedores) que tiene usted sus mercancías en depósito, podrían sacárselas de las manos y hacer que se las adjudicaran a ellos. Así, pues, mire a ver si con­viene que se adelante usted a ellos ocupándolos primero, lo cual tendría que hacerse con la auto­ridad de la justicia» (V1, 332).

Al P. Rivet: «si no puede conseguir que le pa­guen sus acreedores, en todo o en parte, después de haberío esperado durante tanto tiempo, no veo inconveniente en que acuda usted a la justi­cia, dada la necesidad en que se encuentran us­tedes, con tal que esto se haga con discreción» (VII, 77).

Y, dando un consejo a la Superiora del mo­nasterio de la Visitación embrollada en un asun­to de epitafios y tumbas en su capilla: «al hacer­lo así, podría usted firmar un pacto según Dios y según justicia» (V, 531).

3. Cuando la justicia ha sentenciado, hay que aceptar el fallo; eso es lo que dice S. V., aunque, a veces, no logra contener su descontento si el fallo le es contrario.

A Luisa de ~lec, sobre una mujer viuda a la que se le revocó un destierro, y que pretende una ayuda, pero S. V., que ya conocía a esta per­sona, le declara: «la justicia no habrá sentencia­do sin grandes y poderosas razones» (1, 276).

Al P. Du Coudray, sobre los rezagos de dis­cusiones a raíz de la muerte del señor Fleury, ca­pellán de la reina de Polonia, le aconseja: «me pa­rece muy bien que los trate con el señor Midor y que arregle usted con él personalmente las dis­crepancias… aparte de que no se puede esperar que la justicia adopte otras disposiciones, ni con­viene intentarlo» (II, 49).

El Hno. Lamirois, en Génova, tiene un escrú­pulo: «si tiene que compensar en algo al maes­tro que le enseñó su oficio y a quien dejó antes de tiempo, le diré -le contesta S. V.- que habién­dole tratado entonces su buena madre, como lo hizo, es de creer que lo dejara todo arreglado, si la justicia así lo ordenó» (IV, 516).

Un gobernador, probablemente el de Toul, ha­bía pedido a san Vicente de Paúl que le consiguiese un favor an­te la Corte; en cambio, le prometía proteger a los misioneros de esta ciudad contra los que se opo­nían a su fundación, y san Vicente de Paúl le contestó: «procura­ré hacerle este servicio, pero por lo que se refiere a los sacerdotes de la Misión, le ruego que deje ese asunto en manos de Dios y de la justicia» (II, 192).

Es muy explícito al conocer la sentencia en el proceso de la finca de Orsigny. Al señor Desbor­des, consejero del Parlamento, le expone «in ex­tenso» su pensamiento: «hemos enviado al se­ñor Cousturier nuestros documentos en contra del señor Norais. Me dice que… estamos suficien­temente apoyados para emprender una recla­mación civil… Pero los abogados con los que he­mos consultado antes del decreto que nos ha echado de Orsigny siempre nos habían asegura­do que nuestro derecho era infalible… sin em­bargo, la corte nos ha despojado de esa finca, como si fuéramos usurpadores… No hemos sido juzgados según el derecho ni según la costum­bre, sino sobre una máxima del Parlamento, que le quita a la Iglesia todo lo que puede. Nuestra parte contraria levantó una calumnia contra no­sotros… Pues bien, como en el juicio de reclamo civil tendríamos que vérnoslas con los mismos jue­ces, también pronunciarían su juicio según la misma máxima. Daríamos un grave escándalo, después de un decreto tan solemne, si lo im­pugnáramos para destruirlo. Nos acusarían de de­masiado apegados a nuestros bienes, que es el reproche que suele hacerse a los eclesiásticos… Tenemos motivos para esperar que, sí buscamos el reino de Dios, como dice el Evangelio, no nos faltará nada. Y si el mundo nos quita por una parte, Dios nos dará por otra, tal como hemos po­dido experimentar después que la cámara su­prema nos arrebató esas tierras; porque Dios ha permitido que un consejero de esa misma cá­mara nos dejara, al morir, casi lo mismo que vale esa finca… Y si lo hemos hecho (el pleitear) anteriormente es porque no podía, en conciencia, abandonar un bien tan legítimamente adquirido y las posesiones de una comunidad cuya adminis­tración estaba en mis manos, sin hacer todo lo posible por conservarlas. Pero ahora que Dios me ha descargado de esa obligación mediante un de­creto soberano, que ha hecho inútiles mis preo­cupaciones, creo que debemos detenernos aquí» (VI 1, 347-349).

En la conferencia sobre la pérdida de la finca de Orsigny (XI, 383-367), en un tono coloquial y ex­hortativo, se pueden leer sus diversos senti­mientos ante el fallo de la justicia; por ejemplo: «Bendito sea Dios, hermanos míos, porque aho­ra ha querido su Providencia adorable despojar­nos de una tierra que nos acaban de quitar. Se trata de una pérdida considerable para la Com­pañía, pero que muy considerable… No miremos esta privación como si procediera de un juicio hu­mano, sino digamos que es Dios el que nos ha juzgado y humillémonos bajo la mano que nos cas­tiga… Adoremos su justicia, y creamos que nos ha hecho un favor al tratarnos de ese modo; lo ha hecho para nuestro bien». Y, a la insinuación de plantear un reclamo contra la sentencia, ex­clama: «¡Oh, Dios mío/ No lo haremos. Tú mis­mo, Señor, has pronunciado la sentencia; si así lo quieres, será irrevocable; y para no retrasar su ejecución, hacemos desde ahora un sacrificio de estos bienes a tu divina Majestad». «Hemos si­do espectáculo para el mundo, por el oprobio y la vergüenza de esta sentencia que, al parecer, nos proclama como injustos ocupantes del bien de otro». «¿Cuáles son los frutos que hemos de sacar de todo eso?… El segundo es de no plei­tear nunca, por mucho derecho que tengamos; o, si nos vemos obligados a ello, que sea sola­mente después de haber intentado todos los ca­minos imaginables para ponernos de acuerdo, a no ser que el buen derecho sea totalmente cla­ro y evidente, pues el que se fía del juicio de los hombres muchas veces queda engañado».

El P. Pesnelle, superior en Génova, también ha perdido un proceso muy importante para es­ta casa, y san Vicente de Paúl lo consuela: «Viva la justicia! He­mos de creer que es justa la pérdida de su pro­ceso. El mismo Dios que le había concedido antes este bien, ahora se lo quita; ¡sea bendito su santo nombre!» (VIII, 140). La exclamación de «¡Viva la justicial», ¿qué sentido tiene?, ¿quizás es un tanto irónica?

En Saint-Méen, los Benedictinos han debido dejar su abadía, donde el obispo de Saint-Malo ha fundado una casa de la C.M. que, de lo legal an­te el parlamento de Rennes, pasa a medidas policiales. Hay «aventuras» semejantes a una «película de buenos y malos». El P. Beaumont se ha quedado solo; el P. Bourdet, superior, ha hui­do, de miedo. san Vicente de Paúl le anima: «Me decía que no podía seguir la Compañía en el peligro en que se encuentra. Le diré que si eso dependiese de la Compañía, nosotros les hubiéramos llamado al primer estallido; pero que, al estar unidos con un prelado que está en apuros y tratándose del bien de los- demás, al creer que obedecíamos el con­sejo evangélico de no pleitear, caeríamos en el otro vicio de la ingratitud, que es el crimen de los crímenes; la causa es justa… es máxima de la Compañía preferir perderlo todo antes que plei­tear; es cierto, y pido a Dios que nos dé la gracia de seguir siempre en esta máxima con fidelidad. Pero esto es cuando depende de nosotros. Y aho­ra nosostros no somos los que estamos en cau­sa, sino un prelado que nos ha llamado para ser­vir a Dios en su diócesis, mientras que son unas personas carentes de derecho quienes les echan a ustedes… Es verdad que este senado sobera­no. (el Parlamento de Rennes) no tiene poder pa­ra introducir y mantener a un particular en unos bienes que no le pertenecen de derecho… Así pues, Padre, puede usted basarse en el derecho, en la autoridad, en la necesidad de la Iglesia y en la ejecución de su intención… Acabo de decirle que está usted basado en la justicia; si esto es así, como todos opinan, puede considerarse fe­liz de sufrir algo propter justitiam» (III, 38-40).

En Crécy, había estallado un conflicto con el bienhechor del lugar. san Vicente de Paúl explica a su Comunidad: «La Providencia permitió que saliéramos de Crécy y (el obispo de Meaux), al ver aquello tomó nues­tra causa en sus manos. Como Dios le ha con­cedido a la Compañía la gracia de preferir dejar­lo todo antes que disgustar al que nos había fundado en aquel sitio, quisimos salir de allí para contentarle; se hizo esto sólo por amor de Dios y sin ningún otro motivo. Durante aquel proceso este señor obispo me indicó que deberíamos in­tervenir para volver de nuevo; le pedí que nos ex­cusase de no querer pleitear contra nuestro bien­hechor.-Y el obispo hubo de decir: Haga usted ese papel; pero yo representaré otro y procuraré impedir los planes de ese individuo. En efecto sostuvo los gastos de aquel proceso, los sotuvo y apoyó hasta que se consiguió lo que era justo. Nos quedamos allí y se nos adjudicaron los fon­dos» (X1, 537s).

En un caso muy particular, san Vicente de Paúl se dirige a Fe­lipe Manuel de Gondi, el antiguo general de las galeras, ahora sacerdote del Oratorio. Es un ca­so «mínimo», aunque para san Vicente de Paúl reviste importan­cia. Se trata de un niño abandonado, en Vine­preux. La tesorera de la Caridad no puede o no quiere pagar la manutención del niño. san Vicente de Paúl ha con­testaaloal. parroco que envíaaliniño a la Cuna, en París, «nosotros los atendereríamos, pero que las disposiciones de la corte prohiben a los encar­gados de esos niños recibirlos a no ser por orden de los señores comisarios y que nosotros no po­dríamos obrar de otro modo; que si él hacía que lo trajesen a esta ciudad de acuerdo con el señor preboste, y lo dejasen exponer, que no tendría que preocuparse de nada. Pero no lo ha hecho así si­no que le ha entregado a una nodriza mediante nueve francos al mes, obligando a la tesorera a pagarlos… Tratemos la manera de arreglarlo, que será un poco difícil, ya que la nodriza no querrá deshacerse del niño más que por orden de la jus­ticia, ni la justicia de Villepreux querrá que lo trai­gan y lo expongan en París ya que, según las ordenanzas, los señores están obligados a man­tener a los niños expósitos» (VI, 285s).

4. Antes de proceder ante la justicia, S. V., a veces tiene sus dudas. Un caso excepcional y de consecuencias. «Tengo motivos para temer, -es­cribe al P. Jolly, superior en Roma- algunos in­convenientes en declarar detalladamente los bienes de San Lázaro, tal como me parece que ordena la bula de unión de Saint-Porpain. Distin­guimos dos clases de bienes: lo que pertenece al priorato del mismo San Lázaro y lo que pro­cede de las fundaciones que se han hecho des­pués de nuestro establecimiento en dicho San Lázaro. Estas fundaciones indican que se entre­gan a la Misión de San Lázaro. Si lo declaramos todo, va a sumar demasiado, debido a las dona­ciones que se han hecho en París y a otras ayu­das, que entonces podrían quitarnos de un plumazo, como sucede con frecuencia. Y si no de­claramos más que lo del priorato de San Lázaro, tenemos miedo de que sea nula la unión. Le rue­go, Padre, que se aconseje oportunamente y que me indique cuanto antes si basta con que indi­quemos la renta del priorato solamente; haga el favor de averiguar el sentido de la palabra ‘bene­ficios'» (VII, 196).

En el consejo del 9 de febrero de 1659, con Luisa de Marillac y demás consejeras, se pre­senta el caso de «una hermana que preguntaba lo que tenía que responder a sus hermanos que le pedían les diese una casa contigua a la de ellos, que le pertenecía». san Vicente de Paúl declara: «Se trata, pues, de saber si nuestra hermana tiene que darles esa casa, y en caso afirmativo, si debe hacer dona­ción entre vivos, o por testamento, pues la dife­rencia es que en una donación entre vivos no se puede ya volver uno atrás, aunque uno se en­cuentre en necesidad y recurra a la justicia, jamás se puede gozar ya de lo que se ha dado de esa forma. Pero cuando se hace por testamento, no ocurre lo mismo; si uno no quiere, no está obli­gado a mantenerlo durante toda la vida» (X, 859). Se resolvió por la negativa, por motivos de la mis­ma vida comunitaria.

Al P. Cruoly, superior de Le Mans: «Puesto que no desea usted recurrir a la justicia en con­tra de los que retienen esos bienes enajenados más que para impedir la prescripción en que es­ tán a punto de caer, me parece bien que lo haga usted, para no perder el derecho a ellos, que es tan legítimo» (VI, 136).

5. Hay que precaverse de los tribunales de justicia. Un ejemplo, al dirigirse a la Duquesa de Aiguillon san Vicente de Paúl le expone: «Al ver lo que me decía el P. Lamberto de las persecuciones y de las nue­vas calumnias que se están lanzando contra no­sotros y la excomunión que estaba a punto de pu­blicarse, le he pedido consejo al señor Saveuses, consejero del Parlamento, para ver lo que tenía­mos que hacer. Me ha dicho que convendría en­viar al P. Codoing a Poitiers para comparecer an­te el señor oficial y que le oyera personalmente a fin de evitar la acusación de que le habíamos hecho evadirse por temor a la justicia» (IV, 109s).

Por fin, san Vicente de Paúl menciona a otras personas que temen a la justicia; son los bandidos que «tras ha­berse deshecho de sus enemigos, para huir de la justicia… se van a los caminos» (XI, 173) y, exul­ta S. V., luego se convierten en las misiones. Y, al comentar a las Hermanas la condenación tem­poral con la espiritual, observa: «Al venir aquí me han dicho que la justicia se había reunido para condenar a un hombre» (IX, 226). Y dirigiéndose a las mismas, al hablarles sobre el honor y la di­famación: «Los que quitan el honor a alguno, lo matan. Los jurisconsultos ponen dos clases de vi­da en nosotros: la vida del cuerpo y la vida civil, que es la buena reputación». Al quitar la buena reputación «se le hace morir en su estima». «Ya no le hacen caso, como no harían caso a un hom­bre a quien la justicia condena a la muerte civil, que es el destierro» (IX, 272).

Acotación: san Vicente de Paúl es, pues, un hombre «de de­recho». Utiliza la jurisprudencia, sin ánimo de «le­guleyar», pero argumentando con razones jurídi­cas; a veces con sutilezas, por algo era «gascón». Defiende con valor sus derechos y los que se le han encomendado.

1. En X, 167, una nota explica: «No son raros los pleitos en que se vio mezclado San Vicente de Paúl. Todo con­tribuía a ello: su cualidad de superior de San Lá­zaro, que era un terreno muy vasto, y aquella época en que eran frecuentes los pleitos y el recurso a notarios y abogados. He aquí una muestra».

En realidad son dos: un alegato contra Vicen­te de Paúl de la marquesa de Vieuville y una so­licitud de san Vicente de Paúl al Parlamento como contrarréplica a la del señor Bonhomme. Ya hacía dos años de una primera solicitud al Parlamento contra dicho señor Bonhomme; san Vicente de Paúl quería recobrar la pose­sión y propiedad de una casa situada en el barrio de San Lorenzo; la terminaba diciendo: «Consi­derado lo cual, ruego a la benevolencia de los se­ñores miembros del Parlamento que hagan la debida justicia… y será en justicia» (X, 155). Pe­ro esta vez el «suplicante», que es el mismo San Vicente de Paúl, ya no va con «guantes de seda». Argumenta: «Es una mera suposición lo que hace el mencionado Bonhomme al decir y sostener que el embargo que se le ha hecho en manos del suplicante ha sido buscado por éste a fin de no pagar la canti­dad que había que pagar a dicho Bonhomme. Lo contrario se demuestra no sólo por la verdad de esos embargos que han sido ejecutados por in­tervención del suplicante, sino también por los que han obtenido los verdaderos acreedores de di­cho Bonhomme. De hecho, los decretos han or­denado que los pague el suplicante, tal como lo ha hecho… Después de lo cual, es extraño que se atreva a alegar que se están utilizando contra él. Pero todavía está más fuera de razón afirmar que por ello hay que indemnizarle de intereses y gastos, ya que esto se le debe más bien al su­plicante por un doble motivo: el primero, que se ha visto obligado a atender a una infinidad de pro­blemas por parte de los dichos acreedores, por culpa precisamente de dicho Bonhomme, que está lleno de deudas, siendo él por consiguiente el que debería cargar con todos los gastos que se hacen e indemnizar al suplicante; el segundo motivo es que, debido a todas esas trampas y ve­jaciones, el suplicante se encuentra ahora redu­cido a una situación extrema, pues aunque le ha­yan pagado lo que ha desembolsado, no puede sin embargo entrar en posesión de lo que es su­yo y el dicho Bonhomme, por una injusticia sin ejemplo, sigue estando en la posesión y disfrute de la casa y de los terrenos de donde ha sido ex­pulsado por decreto» (X, 174s).

San Vicente de Paúl confía al Parlamento, al concluir esta sú­plica: «Pues aunque el tribunal ordene com­pensarle, como espera razonablemente de su justicia, de los daños y perjuicios, sin embargo, lo más conveniente sería que entrase cuanto antes en posesión de lo que justamente se le debe con un título tan oneroso que si hubiera po­dido prever todos esos incidentes y triquiñuelas que se han empleado contra él, no habría em­prendido nunca la reclamación de esos terre­nos». Se comprende la ardorosa defensa que hace san Vicente de Paúl de la posesión y propiedad de esa ca­sa y terrenos; allí, unos años más tarde funda­ría el hospicio para ancianos llamado «Nombre de Jesús» (cf. en IV, 515 n. 2, los detalles de es­ta fundación).

2. Tres meses y medio antes de su muerte, san Vicente de Paúl confía a los suyos el menguado crédito que daba al modo como se administraba justicia. A pro­pósito de unas palabras del presidente, proba­blemente se trata del sr. Nesmond, quien se que­jaba: «Es imposible hacer justicia y proceder con justicia en muchos asuntos. No hay más reme­dio que cortar por lo sano y decidir a ciegas al pro­nunciar sentencia». san Vicente de Paúl comenta: «Bien, padres, hemos de poner mucha atención en esta máxi­ma, a fin de resolver una vez más arreglar los asuntos y llevar a cabo nuestros negocios por no­sotros mismos» (X, 221).

3. san Vicente de Paúl ejerció durante diez años su importan­te oficio en el Consejo de Conciencia donde confluían y debían ventilarse variados asuntos to­cante al «derecho» y a la «justicia». Su compe­tencia, además, fue reconocida en dos ocasio­nes de interés nacional. Fue consultado sobre la validez del matrimonio de Gastón de Orléans con Margarita de Lorena, y el rey decidió oponerse a otro matrimonio de la princesa de Lorena. Igual­mente el príncipe de Condé, habiendo propues­to unos puntos de controversia, san Vicente de Paúl contestó en­seguida y a entera satisfacción del príncipe, el cual le dijo: «¡Vaya, señor Vicente! conque usted va diciendo a todo el mundo que es usted un ig­norante y, sin embargo, resuelve en dos palabras una de las más grandes dificultades que tene­mos con los de la religión (protestantes)» (cf. Dodin, A., Frangois de Sales, Vincente de Paul, o. c., p. 148s)

4. Como colofón a este apartado sobre la «Justicia en los tribunales», una de las máximas que propone a los suyos: «Pongamos por ejem­plo ésta, que es de las fundamentales, id y tened con vuestro prójimo el mismo trato con que os gustaría ser tratados. Esta máxima es la base de la moral y sobre este principio se pueden regular todas las acciones de la justicia secular; sobre ella, estableció Justiniano sus leyes y los juris­consultos han regulado el derecho civil y canóni­co» (XI, 419).

V. «Justicia» (derecho de las personas)

Algunos cristianos, impulsados por una ar­diente caridad hacia el deSan Vicente de Paúlalido, olvidan, en el ejercicio de sus «actos de beneficencia», las exi­gencias primordiales de los «actos de justicia». san Vicente de Paúl no las olvida, y sus frases y sus actuaciones al respecto, son contundentes. La multiplicidad de los servicios en favor del derecho de las perso­nas, se constata en diversas dimensiones.

1. En cuestiones de dinero, sus exigencias de justicia son: honradez y precisión administrativa en el manejo de los fondos. Apunta una frase que podría ofuscar a algunos: «Hay mucha dife­rencia entre la devoción y la economía -dice a las Hermanas, al buscar personal para una nueva fun­dación, y completa- podrían tener un espíritu muy devoto, pero no ser buenas para ello (la adminis­tración de la economía)» (X, 810).

a) Referente a los bienes de la Comunidad: «No es justo comprometer los bienes que per­tenecen originalmente a esta casa (San Lázaro) para el establecimiento de la casa de Roma» (II, 393). El P. Codoing, superior de Roma, le ha­bía pedido que «al faltar o disminuir su renta por el impuesto que el rey ha cargado sobre los co­ches, le toca a la casa de San Lázaro prestarles lo necesario y comprometerse a mantenerlos». san Vicente de Paúl se niega dando algunas razones, entre ellas: «si nos cargamos de préstamos, los que nos quie­ren mal tomarán motivo de allí para llevarnos a los tribunales». En cambio, al P. Lhuillier, angustiado por la situación creada en Crécy, le escribe: «Es justo que recurra usted a nosotros para sus gas­tos de manutención. Por eso le ruego que, cuan­do necesite alguna cosa, me la pida y procurare­mos ayudarle, con la gracia de Dios» (VI 1¿16).

Varias casas de la C.M. viven de rentas, tasas y gabelas. san Vicente de Paúl exige los pagos a los deudores.

Así, al superior de Le Mans, P. Cruoly: «He he­cho que consulten a los señores de las gabelas; andan obsesionados con la idea de que les han engañado comprando sal falsa y parecen estar decididos a apoyarse en este hecho… Haremos todo lo que podamos para que los libren a uste­des de lo pasado; pero en adelante le ruego que envíe a recoger su sal al granero del rey y que lo mande escribir en su libro de gastos, sin comprar nunca en otro sitio» (VI, 152).

Al P. Laudin: «Antes de comunicar a los anti­guos dueños el contrato del clero de Francia con el rey, soy de la opinión que les hable usted en particular para que lo sepan, que les exponga que es justo que le ayuden a pagar esa tasa, según las cláusulas del contrato y teniendo en cuenta so­bre todo que las diversas y grandes pensiones que ellos sacan de usted le impiden poder cumplir con esas cargas y poder seguir subsistiendo. Pro­cure hacer lo posible para que acepten esa noti­ficación del contrato, diciéndoles que lo hace us­ted a disgusto y solamente para cumplir con su deber. Pero una vez hecha esa notificación le rue­go que no les persiga judicialmente, pues senti­ría mucho que hubiera que hacerles un proceso y que nos pusiéramos a mal con ellos por sete­cientas u ochocientas libras, que es a lo que pue­de llegar su parte» (VI, 522).

Al mismo P. Laudin, superior de Le Mans: «Estoy totalmente de acuerdo en que acudan us­tedes al juicio del señor deán para arreglar las di­ferencias que tienen con sus pensionistas… Es de justicia que estos señores paguen ahora por lo menos la tasa del clero, ya que están obliga­dos por contrato. Pues bien; que su familia ha te­nido necesidad de la ayuda de San Lázaro para po­der subsistir, se demuestra por el hecho que les hemos entregado a ustedes cuatro mil libras to­dos los años» (VII, 58).

Un señor Pignay ha dado a la casa de Lucon unas tierras y cantidades de dinero para comprar más tierras para cumplir con las obligaciones de la fundación. san Vicente de Paúl anota: «No sé qué renta será posible sacar de esas fincas, pero comprendo que se necesitarán seguramente más de cin­cuenta escudos de rentas para cumplir con las car­gas de la fundación». Pero el P. Chiroye, superior de esta casa, se ha extralimitado y san Vicente de Paúl le repro­cha: «Habría aprobado el contrato… si usted no hubiera aceptado el disfrute de esos bienes adquiridos y dados a título privado para gozarlos usted de por vida; esto es algo que no puedo aprobar. Que él se haya reservado las rentas a su favor, me parece muy bien… me parece perfec­tamente justo. Pero usted, padre, está tan lejos de poder hacer uso de esta reserva que no hay ninguna razón para que pueda tener nada en pro­piedad» (VI1, 150s).

Hay que usar con tino y honradez los bienes de la Comunidad. Las cuentas deben ser claras.

Al P. Get, superior de Marsella, le observa: «Le ruego, padre, que me permita preguntarle por qué motivo me ocultó usted lo que me decía en su última carta, que había pedido prestadas mil doscientas libras a los señores administradores del hospital, y cómo ha resuelto usted las deudas de la casa, que subían a mil quinientas libras por un lado, y cuánto se necesita para pagarlas del to­do. Le confieso, padre, que me he quedado sor­prendido de ello, porque se trataba de algo que no ocurría desde hacía tiempo. Si fuera usted gas­cón o normando, no me parecería extraño; pero que un picardo y una persona de las más since­ras que conozco en la Compañía me haya ocul­tado esto, es algo que no puedo imaginarme, lo mismo que no se me ocurre la manera de pagar todo esto. ¿Por qué no me lo dijo? Hubiéramos acomodado la continuación de las obras a la me­dida de nuestras fuerzas… Sus letras estaban re­dactadas de tal modo que yo creía que las últimas mil libras que le enviamos bastarían para acabar las obras; y ahora resulta que no podemos pagar todo lo que usted dice que se debe, ni mucho me­nos atender los gastos que aún quedan por ha­cer» (II, 181s). Tres semanas más tarde san Vicente de Paúl le agra­dece algunas aclaraciones sobre este asunto: «Acabo de recibir su carta del mes pasado, que me hace ver con claridad cómo han aumentado unas deudas que yo ignoraba; quiera Dios con­cedernos la gracia de proceder siempre con cla­ridad… Haga el favor de retrasar todo lo posible el pago de esas deudas, y aquí procuraremos ir pagándolas poco a poco» (V, 191s). Pero el P. Get, dos años y medio después, incurre, de nuevo, en su falta de claridad en las cuentas y san Vicente de Paúl le pide explicaciones: «He visto la nota del debe y el ha­ber que me ha enviado, en la que no hace usted ninguna mención del dinero que le hemos en­viado, según creo, para ayudar a pagar el solar y la construcción de esta casa, ni del que le hemos hecho llegar para apaciguar un poco a los cape­llanes. Lo único que me dice es que, si deseo que me aclare alguna de las partidas, se lo indique. Por eso mismo le ruego que me aclare estos puntos» (VI1, 117).

En el reglamento de vida a los PP. J. Le Va­cher y M. Husson, enviados a Argel, apunta este detalle: «Darán limosna en proporción a sus ingresos, y, después de haber visto lo que necesitan para mantenerse durante un año, darán el resto» (X, 423).

A su Comunidad de San Lázaro, hablando del abuso de invitar a comer a gente extraña, le ad­vierte: «Las rentas no han sido donadas por los fundadores para este fin; ya que nosotros no so­mos más que los administradores, hemos de dar cuenta a Dios» (XI, 36).

Incluso hay que conservar lo que se ha deja­do en prenda. Al P. Rivet, le avisa: «No tiene us­ted que preocuparse de las quejas ni de las sospechas de . los parientes de ese buen ecle­siástico.-que está en pensión en su casa, cuyos muebles ha retirado usted. No tienen ninguna ra­zón para enfadarse y es preciso que no deje de hacerse el bien aunque la gente del mundo se em­peñe en criticarlo. Por tanto, a pesar de todas esas murmuraciones, hará usted bien en retener en su casa a ese pensionista. El tiempo demos­trará que lo único que usted busca con ello es su progreso, y no aprovecharse de lo que él tiene» (VI1, 82).

El P. Chiroye, superior de Lucon, está sumi­do en un escrúpulo. san Vicente de Paúl se lo deshace: «Bien, pa­dre, puesto que reconoce usted mismo que lo me­jor para la. Compañía es no tener parroquias, ya que va contra nuestra práctica que los particula­res las tengan, ¿porqué no hace lo que tantas ve­ces le he dicho que haga y ponga la que tiene usted en manos del señor obispo? La razón de conciencia que usted me pone es un escrúpulo sin fundamento alguno; pues, aunque pudiera ser que el señor obispo concediera este beneficio a una persona mala, como no creo que lo haga, ¿quién le ha dicho que sería usted responsable de ello ante Dios?… Le ruego que entregue lo antes posible pura y simplemente esa parroquia al señor obispo, para que él provea en la perso­na que juzgue capaz de ello» (V, 384s).

San Vicente de Paúl quiere pagar lo que debe; a veces no es mayor cosa. Al P. Ozenne, superior en Varsovia: «Hace ya tres semanas que le mandé decir al se­ñor Lévéque… que le pagaremos de buena gana el porte de nuestras cartas. No es justo que en esto seamos una nueva carga para la reina, que es tan buena con nosotros. Por tanto, procurare­mos pagárselo» (VI, 496). A veces la deuda es importante: al señor Baltasar Brandon de Bas­sancourt, heredero del obispo de Périgueux, fa­llecido: Le suplico, señor, que acepte el que le diga que le debíamos 4. 000 libras, y consiguien­temente a usted, que es su heredero, y que le entregaremos a renta cuando a usted le plazca, siéndonos ahora imposible, en medio de estos su­frimientos que todos estamos pasando, devol­verle esta suma» (1V, 412).

Los repartos de herencias encierran deberes de justicia. Por este motivo, le traza al P. Pesne­Ile la norma de conducta en dos ocasiones: «Mi consejo es que debe usted mostrarse firme pa­ ra llegar a un reparto de la herencia, para que pueda usted disponer de los frutos que le co­rresponden y hasta del patrimonio, si lo juzga al­gún día más conveniente, aun cuando puede usted hacerles esperar que no enajenará nunca nada de la familia. Sin embargo, deberían enviar­le algo de la renta por esos tres años que han es­tado gozando de todo» (VI1, 298). Y cinco meses más tarde: «Doy gracias a Dios de que se hayan decidido a buscar un arbitraje para arreglar las diferencias de la herencia, y pido a la divina bon­dad que les dé a conocer la justicia y concedér­sela a quien pertenezca» (VI1, 408).

En la conferencia del 6 de agosto de 1655, so­bre la pobreza, da un argumento por lo menos curioso: «Vemos incluso cómo uno, habijndo in­tentado desprenderse de todos sus bienes, fue rigurosamente. castigado por san Pedro, que ejer­ció un acto de justicia, haciendo morir a Ananías, y poco después a su mujer» (X1, 140).

En la conferencia del 13 de diciembre de 1658, sobre las ocupaciones de los miembros de la Compañía, sintetiza el modo justo en el manejo de sus bienes: «Permite, pues, Dios mío, que pa­ra seguir trabajando por tu gloria, nos dediquemos a la conservación de lo temporal, pero que esto se haga de forma que nuestro espíritu no se vea contaminado por ello, ni se lesione la justicia, ni se enreden nuestros corazones» (XI, 413).

b) Lo que vale para su Comunidad, también se aplica a otras Comunidades.

A veces los deberes de la justicia obligan a una cierta circunspección. Es en el caso de la marquesa de Mortemar. Ésta se había llevado a su hija que estaba en pensión en casa de las Hijas de la Caridad. Pero, «no se acordó de pagar los gastos que ella tenía, con lo que la casa había que­dado perjudicada; habrá que ver si será conve­niente recordárselo, bien por nosotras mismas (las Hermanas), o bien por medio de otra perso­na que se lo diga. Nuestro venerado Padre, des­pués de haberse informado de la cantidad que se debía, dijo: «Tenéis que considerar dos cosas: la primera, si vais a pedir vosotras hacer que pida otro lo que creéis que se os debe; la segunda, si queréis darle esto a Dios y esperar solamente de El la recompensa de lo que habéis hecho y tomar esto como una advertencia que Él os ha dado, pa­ra que no hagáis nada por consideración de la gente, ni por atención a su condición social, sino todo por su amor, y nunca por cualquier otro mo­tivo». Hubo diversidad de pareceres entre las Her­manas del Consejo y san Vicente de Paúl opinó: «Yo creo que no debéis pedirle nada. Aunque solamente os que­daseis con la lección que se os ha dado de no ha­cer nada por consideración con el mundo, ya os podéis juzgar bien pagadas» (X, 796s).

El P. Du Coudray tiene encargo de repartir li­mosnas en la región de Toul. san Vicente de Paúl le escribe: «Le pido y le ruego que en cada monasterio pida un recibo de lo que se le entregue… Que los de la Compañía pidan recibo de todo lo que entreguen pues es preciso evitar que, por cualquier pretex­to que sea, se distraiga o se aplique a otras ne­cesidades ni un solo céntimo. Haga el favor de enviarme por el Hno. Mateo una copia de las cuentas, firmada por el señor Villarceaux y por su orden, si la hay, y me indicará todos los me­ses las sumas que hayan distribuido o mandado distribuir en otros lugares» (II, 54).

La superiora del convento de la Magdalena, propietario de una red de coches de viajeros, es­tá en dificultades. Acude a San Vicente de Paúl, quien contesta: «Me ha obligado usted a poner árbitros… y todos aquellos con quienes he hablado, entendidos en la cuestión de los coches, creen que no es justo que sus coches de Dreux impidan la circulación de los de Verneuil, ni los de Lisieux, Bayeux, Cou­tances y Valognes, que son de allí, en donde los coches de Rouen que les pertenecen a ustedes tienen derecho, lo mismo que por toda Norman­día. Juzgue usted misma qué razones tiene Dreux para excluir a todas esas ciudades, que no tienen coches, de tenerlos en cuanto pueden para co­modidad suya… Sí, se nos replica, pero los pro­pietarios tendrán menos ingresos. Aun cuando así fuera, ¿acaso su interés particular tiene que perjudicar a las demás ciudades, dado que el es­tablecimiento de coches mira a la utilidad públi­ca? Hay una cosa que no es justa, que los otros coches tomen pasajeros en Dreux; por eso hay que permitir al coche de Dreux que denuncie a los otros coches, si lo hacen» (III, 491).

Un eclesiástico desea dar una casa a la C.M. en Génova, pero esta donación perjudicaría a una comunidad de religiosas. san Vicente de Paúl escribe al P. Blatiron: «Él (el Cardenal) ha previsto que no se podía ha­cer esta donación sin perjudicar a una comunidad de religiosas pobres. Y si es cierto que esa casa ha sido construida, en todo o en parte, con las li­mosnas recibidas por ese buen eclesiástico para esas religiosas, hay que guardarse mucho de ca­er en tal injusticia. Sé muy bien que procurará us­ted evitarlo y que actuará de manera que quede esa casa para las mencionadas religiosas, o que se les devuelva el dinero que les pertenece so­bre ella» (VI, 27).

2. En favor de los pobres, san Vicente de Paúl da a los suyos un principio general: «Las faltas más ordinarias en las comunidades… era el poco cuidado con los bienes de la casa… Hemos de dar cuenta muy estrecha de ello a Dios, que eran bienes de Dios, bienes de los pobres, de los que nosostros éra­mos sólo los administradores, y no los amos; que había que tener cuidado y escrúpulo de echar cin­co fajos de leña al fuego, si bastaba con cuatro, que había que emplear lo necesario y nada más» (XI, 723s). Añadió: «Había que atender a las nece­sidades espirituales de nuestro prójimo con la mis­ma rapidez con que se corre a apagar el fuego».

a) Los pobres más vecinos viven en el pro­pio San Lázaro; son los locos encerrados allí al­gunos desde la fundación de la casa. san Vicente de Paúl exclama: «Tratadles como a nosotros… Porque, fijaos, her­manos, es una injusticia que cometéis con esa po­bre gente, de los que algunos son totalmente inocentes, que están encerrados y no pueden quejarse de la injusticia que contra ellos cometéis. Sí, yo llamo a esto una injusticia. Si hicieseis es­to con una persona de la Compañía, conmigo o con otro, podríamos exigir que nos hicieseis jus­ticia… pero esa pobre gente, que no está en si­tuación de podéroslo exigir… a esos pobres no les hacéis justicia… ciertamente, eso es una falta gra­ve» (X1, 225). Se refería a que, incluso para los pensionistas «cuyos parientes pagan una buena pensión», se les había servido «la comida mal preparada y arreglada, incluso la carne y el vino que sobró del día anterior», añadiendo «se trata también de una injusticia que se comete con los que pagan más pensión, si no se les da algo más que a los que pagan menos» (XI, 226).

Hay pobres que no pueden pagar. En dos ocasiones, san Vicente de Paúl recomienda: «Me gustaría mucho que usted -escribe al P. Le Soudier- pudiera arre­glarse con la viuda dejándole la finca con los frutos a medias, o si no puede ser, que su hijo hiciera las labores y los demás trabajos, dándole cierta cantidad… Si esa pobre mujer no se queda con la finca, habrá que ayudarla, pues me da mu­cha compasión, y darle un escudo mensual du­rante algún tiempo, tanto si quiere vivir con su hi­jo como retirarse a Montmirail, o con las Hijas de la Caridad o en alguna casa… Si los hijos de esa pobre mujer no están en disposición de llevar la finca en calidad de servidores, de forma que se­an capaces de ganarse el dinero y el trigo anual para sustentarse, vea usted si encuentra alguna otra persona que quiera y pueda coger eso, en el caso de que la buena mujer no pueda llevar la co­sa a medias» (V, 410s). El P. Guillot, superior en Montmirail, apremia a los deudores pobres. san Vicente de Paúl le ruega: «Ha venido por aquí la viuda de Moreau a decirnos que le está usted apremiando para que le pague lo que le deben ella y sus yernos, y que no están en situación de poder pagarle por aho­ra, a no ser que reciba usted en pago algunas ar­pentas de tierra… Pues bien, como hay motivos para dudar de que puedan venderlas, y aunque las vendieran, esa adquisición no sería muy segura ni cómoda para su casa, más vale concederles tres o cuatro meses de plazo… Le ruego, pues, que les conceda ese plazo y que, además, les rebaje cincuenta libras de la deuda, dándole ya ahora un recibo por esas libras dispensadas. Así se lo he hecho esperar a esa pobre mujer, a fin de no des­pedirla sin algún consuelo» (VI, 281).

La hija de la señorita Gionges, que hacía po­co había entrado en las Hijas de la Caridad, no da señales de vocación. san Vicente de Paúl escribe a un sacerdote de la Misión que, sin duda la protegía: «No es justo, como usted sabe, que una joven como ella se coma el pan de las otras pobres jóvenes que trabajan por Dios y por los pobres enfermos» (IV, 299). Dirigiéndose a las Hermanas: «Ved, pues, el peligro que hay en el manejo del dinero… Una Hermana que maneja dinero corre un serio peli­gro de perder la vocación, si no tiene mucho cui­dado de no quedarse con un solo céntimo… Lo repito, la que sea tan desgraciada que se quede con alguna cosa de la casa o se apropie de par­te del bien de los pobres… ha cometido una ac­ción que merece el nombre de robo… Todavía hay más. ¿A quién le quitáis eso?… ¿A quién se lo quitáis cuando os quedáis con alguna cosa de las que os han puesto en las manos? ¡A los po­bres! Dios mío, ¡a los pobres! ¡Tomar lo que es­tá destinado a unos pobres que sólo tienen lo que se les da, vosotras que deberíais ser sus ma­dres y sus administradoras! Eso es algo peor que un pecado mortal y que va más allá del manda­miento y del voto» (IX, 896s). En otra ocasión, les advierte: «En cuanto a las que tienen que admi­nistrar el bien de los pobres, es menester que cumpla fielmente con su encargo, que lo midan todo a peso de oro y que no digan jamás, bajo nin­gún pretexto, que una medicina ha costado más cara de lo que costó» (IX, 903) Dos semanas des­pués les insiste: «Apenas una Hermana ha hecho el voto de pobreza, no le está permitido disponer ni siquiera de un ochavo, ni de los bienes de los pobres» y como una reclamaba porque no podía ni siquiera ofrecer un poco de sopa a su madre en visita, san Vicente de Paúl le replica: «Como eso sería un robo a los pobres o a la Comunidad, no puede usted darle de comer. No le está permitido dar algo de lo que pertenece a los pobres, pues sería en con­tra de la justicia quitarle a una persona lo que le pertenece dárselo a otra… Pero además, en vo­sotras sería todavía peor, pues no solamente per­judicáis a la comunidad cuando dais alguna cosa, sino que se la quitáis a los pobres» (IX, 906s).

San Vicente de Paúl ha recibido una fuerte cantidad para los po­bres y no pudiendo aún emplearla debidamente, él y el P. Portail firman una declaración encar­gando la cantidad a la duquesa de Aiguillon como depositaria en favor de las Hijas de la Caridad, y concluyen: «La hemos entregado la citada canti­dad de nueve mil libras para que sea utilizada según los fines y condiciones mencionados. Y aun­que nadie nos haya obligado a pagar los intere­ses de esa cantidad durante los cuatro años que hace que la recibimos, sin embargo, consideran­do que ese dinero está propiamente destinado a los pobres y no deseando de ningún modo apro­vecharnos de lo que les pertenece, hemos pagado a dichas Hijas de la Caridad esos intereses… en­tregándoles para ello la cantidad de dos mil libras por esos cuatro años, parte en dinero contante, parte dispensándoles del alquiler de nuestra casa, que ellas han recibido de nosotros, tal como aparece por el recibo que nos ha entregado la se­ñorita Le Gras» (X, 688).

Entre las ayudas a particulares: «Me parece que será conveniente, -escribe al P. Laudin- de­volver la beca a su pensionista, suponiendo, se­gún dice, que no tiene ningún otro título y que de­sea cumplir con sus obligaciones» (VI, 522). Y otra en favor de un señor Rassary, enfermo; «Me ima­gino -dice al P. Rivet- que lo habrá acogido con todo respeto y que lo tratará lo mejor que pueda, sin tener en cuenta las consecuencias que otros puedan sacar de allí para querer retirarse a su ca­sa» (VII, 55).

b) Entre los pobres atendidos por San Vicente de Paúl, los es­clavos en Berbería, y los forzados. Con relación a éstos, afirma al P. Get: «Le doy gracias a Dios por la caridad que la ciudad de Marsella demuestra tener con los pobres en la necesidad en que se encuentran y por la ayuda que usted les ha pres­tado a los forzados… Que Dios nos conceda la gra­cia de enternecer nuestros corazones en favor de los miserables y de creer que, al socorrerlos, estamos haciendo justicia y no misericordia» (VI1, 90).

La C.M. ha tomado a cargo la atención a los esclavos en Argel. Al P. Get, san Vicente de Paúl le recuerda: «Pue­de usted estar seguro que no es ningún incon­veniente que los sacerdotes de la Misión pidan justicia para los pobres esclavos, a fin de que se les devuelva lo que se les retiene» (V, 373). El P. Felipe Le Vacher ha sido nombrado vicario ge­neral en Cartago; san Vicente de Paúl le da instrucciones: «Sólo ha aceptado este cargo en cuanto que puede servirle de medio para llegar al fin mencionado (consolar a las almas afligidas, animarlas a sufrir y ayudar­las a perseverar en nuestra santa religión), porque es imposible ejercerlo en rigor de justicia sin au­mentar las penas de esa pobre gente» (IV, 497). Se felicita por una propuesta del caballero Paúl «para exigir justicia a los turcos» (VII, 73). Pide mayor autoridad para el cónsul enviado por el rey «para acabar con las diferencias que surgen en­tre los comerciantes residentes o traficantes… pedir justicia para ellos al bey o al bajá», y expli­ca la misión de la C.M. en Argel: «Habiéndonos comprometido desde hace seis o siete años a la asistencia de los pobres esclavos en Berbería es­piritual y corporalmente, tanto en la salud como en la enfermedad, y habiendo enviado con este fin a varios de nuestros Hermanos que se cuidan de animarles a perseverar en nuestra santa reli­gión en medio de las penas que tienen que su­frir, y todo esto por medio de visitas, limosnas, instrucciones y por la administración de los san­tos sacramentos, incluso durante la peste, de ma­nera que en el último contagio hemos perdido allí a cuatro de los mejores de nuestra Compañía» (V, 79s).

Un aspecto importante de esa atención a los esclavos es el servicio que asumió San Vicente de Paúl, a través del P. Get, superior de Marsella: el envío de di­nero para los rescates y la abundante contabilidad que llevó, exigiendo precisión en ella. Así, en el mencionado reglamento de vida a los PP. J. Le­vacher y M. Husson, manda: «Cada uno deberá tomar nota exactamente de los esclavos a quie­nes asista, con la cantidad que les haya distri­buido, avisando al otro, no sea que los dos ayu­den a la misma persona, y para que sobre estas cuentas pueda el P. Le Vacher demostrar, en el balance que nos mandará todos los años, a quien ha dado dinero cada mes y en qué cantidad» y, además, entenderán a los comerciantes con jus­ticia y bondad» (X, 423). De una cuenta presentada por el P. Get, le dice: Haré cotejar esa cuenta con nuestras memorias, para ver si coinciden» (VII, 122). Y le encomienda: «Le envío la segunda letra de cambio de las 30. 000 libras que hemos entregado aquí al sr. Simonnet… Procure usted retirar el pago de esa cantidad en piastras o en otra moneda que le venga mejor y en cuyo cam­bio no tenga que sufrir mucha pérdida» (VI1, 157). El Hno. Barreau no es muy exacto en emplear el dinero de los esclavos, san Vicente de Paúl le suplica: «Le ruego, querido hermano, que cuide bien lo que Dios le envía y que guarde debidamente los depósitos que le entregan para poderles devolver exacta­mente. Es el dinero de los esclavos lo que se le confía, del que depende su libertad y quizás su salvación; si se le ocurriera a usted dedicar ese dinero a otros fines o prestarlo para rescatar a otros esclavos en perjuicio de sus legítimos due­ños, se pondría en grave peligro de no poder de­volverlo cuando lo necesitaran… Sólo se necesi­ta un poco de firmeza para deshacerse de esos importunos que le prestan; dígales… que no pue­de actuar, en conciencia» (VII, 383). Para tener una idea cabal de la ayuda pecuniaria que san Vicente de Paúl apor­tó o fue el transmisor en socorro de los esclavos, basta contabilizarlo en las cartas de referencia que dirigió al P. Get (V, 127. 149. 155s. 174s, 182 195. 203s, 221. 223. 234. 343. 355s, 372. 383. 427 503s; VIII, 18. 265s, 271-273. 275s, 280s, 299. 303s, 315. 318 aquí le dice: «Mandaré que se com­prueben en nuestras memorias su cuenta de los adelantos hechos a los forzados; hubiera sido me­jor enviarla en detalle y no en bloque». 336. 340. 356. 379s. 392. 418. 439s. 457. 465s (última carta, diez antes de su muerte, en la cual san Vicente de Paúl está pre­ocupado por la expedición militar del caballero Paúl contra Argel, expedición que fracasó y que san Vicente de Paúl había apoyado, viendo en ella la liberación to­tal de los esclavos). Se podría completar esta con­tabilidad con las cartas dirigidas al Hno. Barreau (V, 33. 133; VI, 11. 130. 161. 428s; VI1, 382. 525), y con cartas al P. Le Vacher (VI1, 332. 430-432; VIII, 26).

c) Con relación a la justicia para las personas en general, y sus derechos, san Vicente de Paúl da sus principios: «Hay mucha diferencia entre ser católico y ser jus­to» (II, 377); «como hombres racionales, tratando bien con el prójimo y siendo justos con él» (XI, 385).

Expresa su opinión o su juicio sobre actos que van a favor o en detrimento del derecho, me­diante tres expresiones. La primera, diciendo: «Es justo lo que piden, según el reglamento», cuan­do los señores de las oficinas de Sedan quieren examinar las cuentas de la confradía del Rosario (III, 488); «es muy justo que él empiece a experi­mentar ya en este mundo los felices resultados de su caridad», refiriéndose al marqués de Pia­nezza, benefactor de la casa de Turín (VII, 116). La segunda: «Es de justicia concedérselo» descan­so al P. Lucas después de una misión que lo ha agotado (III, 126); «es una justicia por nuestra par­te renovarle una vez más nuestro agradecimien­to» al P. Alméras en busca de una casa en Roma (IV, 126); «es de justicia hacer que se ejecute» una fundación ya aceptada (VIII, 192). La tercera: «Sería cometer una injusticia contra la Compañía dejar de cortar los miembros engangrenados», le dice al P. Alméras, en Roma (IV, 40); «sería una injusticia no atender a las Hermanas enfermas» (IX, 949); «¿sin decir ni una sola palabra contra la injusticia?», se pregunta sobre la decisión de no apelar la sentencia desfavorable sobre la finca de Orsigny (XI, 423).

También san Vicente de Paúl hermana el «derecho que tiene la gente» con «la justicia que se les debe». En los embrollos sobre tumbas y epitafios en la capilla del primer monasterio de la Visitación, ya men­cionado, san Vicente de Paúl expone que «me parece que dicho señor (Fouquet) tiene derecho a ser enterrado él, sus hijos… perpetuamente en el sótano de la se­gunda capilla» (V, 531); «hacer por nuestra parte todo lo posible para que se conserven los dere­chos del P. Langlois» en el asunto ya señalado de una herencia (VI, 400); «lo más importante es que atenta contra (el derecho) la propiedad privada de su pasadizo», le advierte al P. Get en los líos con un vecino (VI, 240); «necesita también muy bue­nas recomendaciones para mantener su dere­cho», le solicita al obispo de La Rochelle, cuya hermana está en pleito con una cuñada y «en donde se juega todo cuanto tiene» (VI, 534).

Algunas veces san Vicente de Paúl emplea la palabra «justi­cia» dirigiéndose a personas, en el sentido de «razón, motivo». Así, al obispo de Alet, pidiéndole «el favor{de hospedarse en San Lázaro) con ma­yor afecto que nosotros, ni con tanta justicia» (V1, 162); «ya que la justicia está totalmente de su lado», le dice al P. Ozenne, por los asuntos en Po­lonia (VI, 274); «para enfadarse con toda justicia», tendría Jesucristo con las Hermanas que «le vol­viesen la espalda» (IX, 314).

En algunos casos, san Vicente de Paúl duda si hay o no, justi­cia o injusticia, en sus actuaciones o en la de los suyos: «A propósito de la justicia, el P. Vicente se puso a hablar de las misiones que iban a em­pezar y se humilló mucho ante el hecho de que, siendo la costumbre de años anteriores empezar a principios de octubre, este año se había co­menzado más tarde. Dijo esto con grandes sen­timientos de temor ante el juicio de Dios» (XI, 55) a causa de las obligaciones de las misiones se­gún contratos de fundación. A propósito de un em­bargo de bienes, le escribe al P. Cruoly, superior en Le Mans: «Hay que saber en primer lugar si debe usted lo que le exigen, o si no debe usted más que una parte, o quizás nada, y tras este co­nocimiento hacer justicia o pedirla» (VI, 35). Al P. Cabel, superior en Sedan, que sirve de enlace pa­ra entrega de una cantidad, san Vicente de Paúl le pide: «Ya me indicará cuándo, a quién y cómo ha hecho esta restitución» (VIII, 249). Sin embargo, es explícito con un párroco que reclamaba la recogida de le­ña: «No se la debemos en rigor de justicia» (IV, 189), y con un padre de familia que quería desheredar a su hijo: «Sería hacerse culpable de una injusticia manifiesta», pues este hijo había renunciado a un beneficio y estaba encerrado en San Lázaro por ello, aunque «debería poneffio) en libertad, pues estaba seguro de que el Parla­mento, al escuchar sus razones, lo sacaría, y que era preferible que su salida se debiese más que a la justicia, a su resolución» (VII, 514s). También, hablando del voto de pobreza y del vicio de que­rer poseer, asegura a los suyos que para satisfa­cer este deseo «se emplea toda clase de ma­quinaciones justa e injustamente» (XI, 154).

Al referirse a autoridades civiles, san Vicente de Paúl subra­ya a veces algunos matices de «justicia» en su gobierno: «Espero contra toda esperanza que la justicia de sus armas prevalecerá», aludiendo al rey de Polonia (V, 425); «el señor marqués apre­cia tanto la justicia que seguramente no lo verá mal», que la misión en Turin haya empezado sin boato (V, 468); de nuevo sobre el rey de Polonia: «Aquél en quien abunda la justicia carece de fuer­zas y de dinero y podrá sucumbir si no se le ayuda» (VI, 268); y sobre el cónsul de Argel: «En cuanto a las quejas de los mercaderes, no hay que tenerlas en cuenta, ya que el señor cónsul es una persona demasiado buena para hacerles alguna injusticia, y si llegara a disminuir sus derechos, siempre creerían que les exige demasiado» (VI, 283s); al Presidente de Chambóry: «Espero de su justa y reconocida bondad que imperdirá que se vean oprimidos» (los misioneros de Annecy en el pleito mencionado; VI1, 77).

Acotación: Así como san Vicente de Paúl nunca utilizó la ex­presión «justicia social» por las razones obvias ya señaladas, tampoco nunca empleó la expresión «derechos humanos», que entró en circulación a finales del siglo XVIII y, a nivel mundial, en 1948, en la ONU, y por el Papa Pío XII, en 1944. De mo­do que sería anacrónico presentar a san Vicente de Paúl como un «defensor de los derechos humanos». Pero si esta expresión no se encuentra en su vocabula­rio, la idea está latente en el modo cómo enfrentó el ejercicio de la «justicia» ante los pobres que en­contró.

De los textos que tenemos de él, no se des­prende que san Vicente de Paúl actuase como un «abanderado contra las injusticias sociales». Vivió encorsetado por unas estructuras y la mentalidad de una so­ciedad jerarquizada y absolutista en cuya cúspi­de el rey «hacía y deshacía». Sólo se podía actuar dentro de este marco político-religioso. Se re­quería suma habilidad, como la tuvo San Vicente de Paúl, para sol­tar los ligámenes jurídicos que obstaculizaban su labor de transformación real del concepto del «po­bre» y su servicio. Pero no encabezó ningún movimiento popular de tipo contestatario o rei­vindicativo, clamando por una sociedad más jus­ta. Su acción por la «justicia», y en particular, en pro de la «justicia por los pobres», fue la de un «revolucionario» soterrado, captador de buenas voluntades, iluminando las mentes y fogueando los corazones con la visión cristiana del hombre, levantando puentes o tendiendo redes entre las clases sociales. No cuestionó el funcionamiento de la sociedad, ni la «legitimidad» de las guerras. Tuvo que tomar a la sociedad tal como la encon­tró, aunque maniobrando, sin crear conflictos in­necesarios, para mejorar los procedimientos o si­tuaciones y amoldarlas a una mayor «justicia», ante Dios y entre los hombres.

VI. «Sufrir por la justicia»

En 11 ocasiones san Vicente de Paúl emplea esta expresión. Y la utiliza en tres perspectivas.

  1. «Sufir por la justicia» es una bienaventu­ranza, una dicha, un gozo, prenda de la felicidad que se consumará en el cielo; se presupone la ino­cencia del perseguido y la aceptación de la per­secución (III, 40; IV, 376; V, 32. 519; V1, 131. 310; VIII, 235; IX, 769 y X1, 568).
  2. «Sufrir por la justicia» puede ser un sufrir las consecuencias de un castigo impuesto por Dios, o por alguna culpabilidad (VII, 12).
  3. En cualquier caso, lo que vale no es tanto el «sufrir por la justicia», sino que «hay que su­frir además con el espíritu con que sufrió Nues­tro Señor» (XI, 570); así san Vicente de Paúl lo asegura al Hno. Ba­rreau: «Bendito sea el santo nombre de Dios por haberle encontrado digno de sufrir, y de sufrir precisamente por la justicia, ya que… no ha da­do usted motivos para esos malos tratos. Es una señal de que Nuestro Señor quiere hacerle parti­cipar de los méritos infinitos de su pasión, ya que le aplica sus dolores y la confusión de las culpas ajenas» (VI, 310s).

Nota final

El pensamiento de san Vicente de Paúl sobre la «justi­cia» se puede sintetizar en sus tres frases:

  • «que la justicia vaya acompañada de la mise­ricordia» (I, 464);
  • «no puede haber caridad, si no va acompañada de la justicia» (II, 48);
  • «los deberes de la justicia son preferibles a los de la caridad» (VII, 525).
  1. El texto castellano traduce, a veces, el vocablo jus­ticia por el de tribunal (VI, 357); también escribe, ¿por error de imprenta?, «no es que tenga que defenderse», en vez de «no es que no tenga que defenderse» (V, 580); y, un co­trasentido, al decir «con toda justicia», en lugar de «en jus­ticia» len el tribunal, VI1, 74).
  2. Es de advertir que en la versión castellana hay aquí una repetición de línea que se le pasó al corrector de prue­bas.

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