Segunda parte: Los años de peregrinación y aprendizaje (1600-1617)
Capítulo III: Proyectos e infortunios
El primer proyecto
Apenas había recibido el sacerdocio, cuando Vicente de Paúl parecía conseguir también lo que tanto había deseado: un oficio eclesiástico remunerado. Era el primer proyecto concreto de los varios que elaboraría entre 1600 y 1617. Era joven y debía planear su vida. Todavía no se le había ocurrido contar con Dios para saber a qué había sido llamado. Muy poco después de su ordenación, tal vez aún dentro del mismo año 1600, el vicario general de Dax le nombraba párroco de Tilh, una buena parroquia de la diócesis. Es extraño que el nombramiento fuera obra del vicario general y no del obispo. La sede, en contra de lo que creía Abelly, no estaba vacante. Pero también las dimisorias para el diaconado y el sacerdocio le habían sido otorgadas a Vicente por mandato del vicario en las mismas circunstancias1. A favor de Vicente había jugado una influencia poderosa: la del señor de Comet. Por recomendación suya le había sido concedida la parroquia. ¿Se desarrollaba en la sombra una pugna secreta entre la autoridad antigua y la nueva, entre el vicario y el obispo? Lo cierto es que aquel primer nombramiento de Vicente iba a ser también su primer fracaso. En contra de su instalación en Tilh se alzaron dos obstáculos: de una parte, el hecho de que el flamante párroco, que continuaba estudiando en Toulouse, no podía observar la residencia, recientemente urgida a todos los párrocos por el obispo en el sínodo diocesano; de otra, el que le surgiera un competidor, un tal Sr. Saint-Soubé, que había obtenido la misma parroquia de la curia romana. Vicente, obligado, si quería conservar la parroquia, a emprender un proceso en forma, hubo de renunciar a ella. Los primeros biógrafos atribuyen esa renuncia a la repugnancia de Vicente a toda clase de pleitos por razones evangélicas. Es, sin duda, la proyección sobre la edad juvenil de las actitudes y máximas de un Vicente mucho más maduro. La explicación es, probablemente, mucho más prosaica. Tenía en contra su edad, el peso de la curia romana y, acaso, también a su propio obispo, quien no había intervenido ni en su ordenación ni en su nombramiento. Tal vez entonces se le ocurrió por primera vez la reflexión que haría por escrito años más tarde:
«Son desgraciados los que entran en el estado sacerdotal por la ventana de la propia elección y no por la puerta de una vocación legítima»2.
A expensas propias le había tocado vivir un pequeño episodio de la lucha que por entonces agitaba a la Iglesia de Francia en torno a la implantación de la reforma tridentina. No lo olvidaría nunca3.
«Me enternecí hasta las lágrimas» en Roma
Es posible, sin embargo, que Vicente decidiera estudiar sobre el terreno las posibilidades de conseguir la parroquia. El terreno era Roma. Allá se trasladó Vicente en el curso del año 1601.
Nada sabían los antiguos biógrafos de esta primera estancia de Vicente – la segunda pronto nos saldrá al paso – en la Ciudad Eterna. Nosotros la conocemos porque varias veces el propio Vicente dice que «había tenido el honor de ver» al papa Clemente VIII4. Ahora bien: Clemente VIII murió en 1605. A precisar más la fecha nos ayuda otra referencia de Vicente. Escribiendo el 20 de julio de 1631 a uno de sus primeros compañeros destacado por entonces en Roma, le dice que él mismo había estado allí «hace treinta años»5. Hubo de ser, por tanto, en 1601. Sobre los motivos del viaje carecemos por completo de información. ¿Fue, acaso, para obtener la dispensa de su ordenación irregular? La conjetura más verosímil es, como ya insinuamos, que emprendiera el viaje con la esperanza de obtener el disputado curato de Tilh. Pronto se convenció de que no tenía ninguna posibilidad frente a su competidor.
En cambio, conocemos bastante bien las disposiciones interiores de Vicente durante su estancia en la ciudad cabeza de la cristiandad. Tal conocimiento es preciso para reconstruir su itinerario espiritual. La carta que acabamos de citar descorre por un instante el velo con que Vicente ocultó siempre celosamente su mundo interior:
«Por fin ha llegado usted a Roma, donde está la cabeza visible de la Iglesia militante, donde están los cuerpos de San Pedro y San Pablo y de otros muchos mártires que en otro tiempo dieron su sangre y emplearon su vida por Jesucristo. ¡Cuán feliz es, señor, por poder caminar sobre la tierra por la que caminaron tantos grandes y santos personajes! Esta consideración me conmovió tanto cuando estuve en Roma hace treinta años, que, aunque estaba cargado de pecados, no dejé de enternecerme incluso con lágrimas, según me parece»6.
En la Roma de 1601 se despertó, pues, su devoción al romano pontífice, personificado entonces en Clemente VIII, papa a quien Vicente tuvo siempre por santo, de quien supo que lloraba al subir la Scala Sancta —¿sería entonces cuando estalló también el llanto de Vicente?—, cuyas máximas gustaba de citar y cuya conducta en el espinoso asunto de la absolución de Enrique IV ponderaba ante los misioneros como modelo de conducta frente a las ilusiones diabólicas7. Todos los indicios apuntan en el sentido de que Vicente tuvo en este viaje a Roma su primer encuentro con el misterioso mundo de la santidad; acaso, una primera llamada. Habían de pasar bastantes años antes de que Vicente respondiera a ella con la entrega absoluta de su corazón y su persona. Entre tanto era necesario situarse: acabar los estudios, encontrar un nuevo beneficio que compensara la pérdida de la parroquia de Tilh, extraer del sacerdocio recién estrenado las ventajas que legítimamente tenía derecho a esperar de él. Aunque piadoso, aunque conmovido hasta las lágrimas, Vicente no era todavía un santo. Era un joven que se había propuesto hacer carrera. Nadie podría ver en ello una actitud reprobable. Eran aspiraciones legítimas, muy puestas en razón, para su época… y para la nuestra. Sólo que no eran las aspiraciones de un santo.
Un proyecto «cuya temeridad no me permite nombrar»
De regreso en Toulouse, Vicente reanuda su vida anterior al viaje a Roma y a su ordenación sacerdotal: enseña y estudia. De momento, el pensionado le proporciona los recursos que necesita; para el futuro, el estudio le abrirá puertas ahora cerradas. Vicente no sintió nunca una vocación de intelectual puro. Vio en el estudio un medio, no un fin. En 1604, a los veinticuatro años, decide dar por terminada su carrera universitaria. La corona con un triple certificado: el que le acredita siete años de estudios, el de bachiller en teología y el que le autoriza a explicar el segundo libro de las Sentencias de Pedro Lombardo8. Por fin puede proponerse en serio metas importantes. Cuenta ahora con protectores más poderosos todavía que Comet: nada menos que el duque de Epernon, quien desde su magnífico castillo de Cadillac, vecino a Burdeos, ejercía sobre la Gascuña una autoridad no oficial, pero muy efectiva. Vicente vuelve a soñar, y sus sueños son cada vez más ambiciosos. No se trata ahora de una parroquia rural, por muy importante que fuese. Vicente aspira a un obispado. Ese parece haber sido el asunto «cuya temeridad no le permite nombrar» en una carta que examinaremos enseguida con detalle9. Este segundo proyecto suyo se desvanecerá con mayor estrépito que el primero a impulsos de un violento torbellino de imprevistos sucesos. Se diría que una mano invisible se complacía en demostrarle la inconsistencia de los proyectos puramente humanos.
«Esa miserable carta»
Aquí es forzoso abrir un paréntesis. Todo lo que sabemos de la vida de Vicente en los tres años que siguen: 1605, 1606 y 1607, lo debemos a dos cartas suyas escritas el 24 de julio de 1607 y el 28 de febrero de 1608, una desde Aviñón y otra desde Roma. El encuentro con esos primeros textos claramente autobiográficos debería hacernos pisar tierra firme en una vida reconstruida en sus primeros tramos gracias a tantos cálculos y a tantas conjeturas. Ocurre exactamente lo contrario: desde hace aproximadamente medio siglo, en torno a esas cartas se libra una violenta batalla a la que no podemos sustraernos.
Nunca se ha puesto en duda la autenticidad de las cartas: se conservan los originales, de puño y letra de Vicente, y los eruditos han reconstruido pacientemente la historia de su conservación. Ambas están dirigidas al señor de Comet, hermano del antiguo protector de Vicente y continuador suyo en el mecenazgo del joven sacerdote. Del archivo de Comet pasaron al de su yerno, Luis de Saint Martin, señor d’Agès y abogado en la corte presidial de Dax, casado con Catalina de Comet y hermano del canónigo Juan de Saint Martin, a quien ya conocemos. Las heredó luego el hijo de Luis y Catalina, César de Saint Martin d’Agès10. A éste se le ocurrió un día curiosear los viejos papeles de su abuelo Comet y las descubrió. Esto sucedía en 1658, cuando Vicente de Paúl era ya un personaje de renombre nacional y fama de santo. El joven Saint Martin tuvo un estremecimiento de emoción: allí estaba la juventud del gran hombre contada por él mismo. ¡Cómo se alegraría éste de volver a ver los viejos papeles que relataban la aventura más excitante de su larga vida! Sin perder tiempo, se lo comunicó a su tío el canónigo. El buen canónigo se apresuró a escribir, a su vez, al Sr. Vicente dándole cuenta del inesperado hallazgo. Pero la reacción de Vicente fue muy distinta de la esperada: contestó enseguida pidiéndole los originales con intención clara de destruirlos.
En ese momento entraron en acción otros personajes. El secretario del Santo puso el asunto en conocimiento de los asistentes del superior general de la Misión. Hubo consejo de guerra: era preciso a toda costa salvar aquellas cartas del inminente peligro de destrucción, y para ello evitar que llegaran a manos de su autor. Dieron instrucciones al secretario para que expusiera la situación al canónigo Saint Martin y le pidieron que remitiese las cartas no al Sr. Vicente, sino a una persona de confianza, el P. Watebled, superior entonces de la primitiva casa de la Misión, fuera del alcance de Vicente. El canónigo hizo lo que se le pedía.
El pobre anciano, entre tanto, se cansaba de esperar. Veía aproximársele la muerte, y aquellas cartas seguían en manos extrañas, expuestas a sabe Dios qué peregrinas interpretaciones. Escribió de nuevo – era el 18 de marzo de 1660 – al canónigo Saint Martin:
«Por todas las gracias que Dios le ha querido conceder, le conjuro que haga el favor de enviarme esa miserable carta que hace mención de Turquía; hablo de la que el Sr. d’Agès ha encontrado entre los papeles de su padre. Le ruego expresamente, por las entrañas de Jesucristo nuestro Señor, que me haga cuanto antes el favor que le pido»11.
Conmovedores acentos que no podían ya conmover al canónigo Saint Martin: las cartas tan ardientemente reclamadas estaban a buen recaudo desde dos años antes en manos del Sr. Almerás, primer asistente y luego sucesor del Santo. Vicente moriría seis meses más tarde sin haber podido echar mano a sus papeles de juventud. Gracias a la piadosa maquinación del secretario, los asistentes y el canónigo se habían salvado para la posteridad12.
- Abelly (o.c., L.1 c.3 p. 11) dice, en efecto, que fueron los «grandes vicarios de Dax, sede vacante» quienes proveyeron a Vicente de la parroquia de Tilh. Coste (M.V., t.1 p. 40), que había detectado el error de Abelly sobre la situación de la sede, se cree autorizado a interpretar que el nombramiento lo hizo el obispo. No es nada seguro. Las letras dimisorias están dadas por mandato del vicario general, a pesar de estar ocupada la sede (S.V.P. XIII p. 5 y 6). Ese dato fue seguramente el que indujo a error a Abelly, además de la confusión con las dimisorias para el subdiaconado.
- S.V.P. VII p. 463: ES p. 396.
- Cf. E. Diebold, Saint Vincent de Paul. Sa nomination à la cure de Tilh (Diocèse de Dax) en 1600: Annales (1959) p. 389-397.
- S.V.P. IX p. 316-317 468; X p. 365 593; XII p. 347: ES IX p. 294 426 987 1123; XI p. 623.
- S.V.P. 1 p. 114: ES p. 176. Nos parece, en cambio, carente de fundamento la hipótesis de que Vicente fuera a Roma para ganar el jubileo del año 1600. Lo más probable es que el viaje se realizara en 1601.
- S.V.P. 1 p. 114: ES p. 176.
- Véanse los textos citados en la nota 4 de este capítulo.
- Abelly, o.c., L.1 c.3 p. 12; Collet, o.c. t.1 p. 11.
- S.V.P. 1 p. 3: ES p. 76. Cf. Abelly, o.c., L.1 c.4 p. 14; Collet (o.c., t.1 p. 15) considera conjetura el asunto del obispado. Coste (M.V., t.1 p. 37 43) pone en duda el patrocinio del duque de Epernon.
- Coste da erróneamente el mismo nombre de Juan a los dos hermanos Saint Martin, el canónigo y el seglar (S.V.P. XIII p. 539 y 540). El testamento de San Vicente de 1630 llama al segundo Luis, y a su hijo, a quien Coste llama simplemente Saint Martin d’Agès, César (Annales [1936] p. 706).
- S.V.P. VIII p. 271: ES p. 260. Coste subraya que Collet se equivocó al pensar que fue después de esta carta cuando Saint Martin envió las de la cautividad al P. Watebled en Bons Enfants. Se equivoca, en efecto, pero sólo en cuanto a la fecha de envío, que fue en 1658, no en cuanto al destinatario.
- La historia de las cartas de la cautividad ha sido contada repetidas veces. Véanse en particular los relatos de Abelly (o.c., L.1 c.4 p. 17-18) y Collet (o.c., t.1 p. 22-23). La fundamentación documental se encuentra en S.V.P. I p. 1-2; VIII p. 271 513-515: ES I p. 75-76; VIII p. 260 537-539