Capítulo primero
Primeros años de Vicente de Paúl. – Su cautividad en Túnez, etc. – Vicente, capellán de la reina Margarita, luego párroco de Clichy.
Echemos una rápida mirada a la carrera recorrida por Vicente de Paúl antes de su entrada en la casa del general de las galeras. Nació el 24 de abril de 1576, en plenas guerras de religión, en Pouy, cerca de Dax, al pie de los Pirineos, varonil y robusta región que, desde hacía algunos años, había dado a luz a Henri IV. Era el tercer hijo de una numerosa familia de campesinos, que no poseían por toda propiedad más que un pequeño pedazo de tierra. Su padre se llamaba Jean Depaul1, y su madre Bertrande de Moras. Los mayores de la familia ayudaban a su padre a labrar su pequeño campo. A Vicente se le confiaba el cuidado de llevar a pastar el rebaño. Lejos de sonrojarse por este humilde origen y por la bajeza de su primer estado, él gustó recordarlo toda su vida. Allí bajo el humilde techo de sus padres bebió esta fe incorruptible y estas virtudes sencillas y sin ostentación que florecían aún en el grado más alto en las familias rurales de la vieja Francia. Cuántas veces hizo Vicente el elogio ante sus sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad, en los términos más emocionantes, de estas virtudes patriarcales que, en su juventud, había visto reinar al pie de sus grandes montañas! Ya comenzaba su joven corazón a abrirse a la vista de los que le parecían los más pobres que él. A la vuelta del molino donde le enviaba su padre a buscar harina para el pan de la familia, su mano no podía resistirse a las ganas de sacar del saco y dar algunos puñados a los mendigos que encontraba por el camino. Un día, hizo más. A la vista de un pordiosero tullido y cubierto de harapos, movido a compasión, le dio todo su pequeño tesoro, treinta céntimos, que había reunido uno a uno, a fuerza de ahorrar. Lejos de culparle por estas menudencias, con frecuencia descontadas de lo necesario de la familia, su padre, que veía ya brotar en él, al lado de las más felices cualidades del corazón, una inteligencia viva y precoz, resolvió hacer de él hombre de Iglesia. Apenas cumplidos los doce años, Vicente es llevado por su padre al convento de los Franciscanos de Dax, la ciudad más cercana, y éstos, mediante sesenta libras al año, se encargan de su instrucción. El joven pastor hizo tales progresos, que al cabo de cuatro años estaba en condiciones de dar él mismo lecciones a los demás.
El sr de Commet, abogado de la corte suprema de Dax, y al mismo tiempo juez de Pouy, le escogió como preceptor de sus dos hijos. Vicente tenía apenas dieciséis años. Pasó cuatro o cinco en esta casa hospitalaria, y cuando hubo terminado la instrucción de sus alumnos, a la par que perfeccionaba la suya, el sr de Commet, que le quería como a uno de sus hijos, le hizo entrar en el clericato. El 20 de diciembre de 1596, Vicente recibió las órdenes menores en la iglesia de Bidachen, cerca de Bayona; y cuatro años después, el 23 de septiembre de 1600, fue ordenado sacerdote en Château-l’Évêque, residencia del obispo de Périgueux, sr de Bourdeille, y de la propia mano de este prelado2. En este intervalo, con el fin de continuar su curso de teología, se había dirigido a Zaragoza; pero muy pronto, encontrando vanas las disputas de esta escuela célebre, vino a Toulouse y, tras siete años de estudios, obtuvo su diploma de bachiller (1604). Desde su partida de la casa paterna, para no ser gravoso a su familia, no había dejado de dar lecciones a hijos de gentilhombres.
Logrado su diploma, fue llamado a Burdeos para un asunto importante, que exigía grandes gastos, pero que él no podía, dice él mismo en una carta, declarar sin temeridad. Un amigo suyo, el sr de Saint-Martin, aseguraba que se había dirigido a una entrevista con el duque de Épernon, y que este señor la había dado esperanzas de un obispado. Se trataba al menos de un gran beneficio, tal como permite conjeturar una carta de Vicente, en la que dice que en el momento en que «la fortuna no buscaba… otra cosa que hacerle más envidiado…, no era más que para hacerle ver su vicisitud e inconstancia».
Recién llegado a Toulouse, se entera de que «una anciana» acaba de hacer testamento a su favor, no dejando como bienes más que unos muebles y tierras, y un crédito de trescientos o cuatrocientos escudos sobre un «mal tipo», contra quien ella había conseguido orden de captura. El propio Vicente cuenta, de la manera más viva, en una carta3 al sr de Commet que, apurado por la extrema necesidad de liberarse de sus deudas y poder satisfacer a los gastos del misterioso asunto de Burdeos, sólo pensó entrar en posesión lo antes posible de su pequeña herencia. Se entera de que a su deudor «le van bien las cosas en Marsella y dispone de bonitos medios». Sale enseguida, «atrapa» a su hombre y le hace encarcelar. «El galán», para que le suelten, entra en tratos y Vicente se entiende con él por cien escudos al contado. Contento con este pequeño tesoro ya hacía planes para distribuirlo a sus acreedores y ardía en deseos de ir a verlos por tierra, el camino más largo y más costoso, pero el más seguro, cuando tuvo la desdicha de ceder al consejo que le dieron de emprenderlo por mar. Nunca novela alguna ofreció nada más interesante, más dramático que el relato que hizo él mismo, en una carta al sr de Commet, de las aventuras de las que fue víctima a consecuencia de esta imprudencia. Esta carta, de la que sus primeros historiadores sólo dieron algunos extractos, no fue publicada completa sino algunos años después4.
Aquí van los pasajes más curiosos:
«Estando a punto de partir por tierra, fui persuadido por un gentilhombre, con quien me alojaba, de que me embarcara con él hasta Narbona, vista la mar favorable que había; lo que hice por acabar antes y ahorrar o, más bien, para no llegar nunca y perderlo todo. El viento nos fue también favorable lo que necesitábamos para llegar ese día a Narbona, que estaba a cincuenta leguas, si Dios no hubiera permitido que tres bergantines turcos que costeaban el golfo de Léon (para atrapar las barcas que venían de Beaucaire, donde había ferias que se cree que son de las más hermosas de la cristiandad), no nos hubiesen dado la caza5 y atacado con tanta rapidez que dos o tres de los nuestros cayeron muertos y el resto heridos, y yo también tuve un flechazo que me servirá de reloj todo el resto de mi vida, no nos hubieran obligado a entregarnos a aquellos rateros6 y peores que tigres. Los primeros estallidos7 de la rabia. de los cuales fueron cortar en mil8 pedazos a nuestro piloto por haber perdido a uno de los principales de los suyos, o cuatro o cinco forzados que los nuestros les mataron. Con éstas, nos encadenaron, después de vendarnos torpemente, prosiguieron su ruta cometiendo mil robos, dando no obstante libertad a los que se rendían sin combatir, después de robarles y, al fin cargados de mercancías, al cabo de siete u ocho días, tomaron la ruta de Berbería, madriguera y caverna9 de ladrones sin permiso del Gran Turco, donde una vez llegados, nos expusieron a la venta, con proceso verbal de nuestra captura, que decían haberse hecho en un navío español, porque sin esta mentira, habríamos sido liberados por el cónsul que el Rey tiene allí para hacer libre el comercio a los Franceses. Su procedimiento para vendernos, después de dejarnos a todos desnudos, nos entregaron a cada uno un par de zaragüelles, un sobretodo de lino, con un gorro10, nos pasearon por la ciudad de Túnez, a donde habían llegado a vendernos. Una vez dadas cinco o seis vueltas a la ciudad, con la cadena al cuello, nos devolvieron al barco, para que los mercaderes vinieran a ver quién podía comer y quién no, para mostrar que nuestras llagas no eran mortales ni mucho menos. Con esto, nos devolvieron al lugar donde los compradores llegaron a vernos como se hace al comprar un caballo o un buey, mandándonos abrir la boca para ver los dientes, palpándonos los costados, examinando nuestras heridas y haciéndonos caminar al paso, trotar y correr, luego cargar fardos, luchar para ver las fuerzas de cada uno, y otras mil brutalidades por el estilo.
Yo fui vendido a un pescador, quien se vio obligado a desprenderse de mí, por no tener nada tan contrario como el mar y, luego por el pescador a un viejo, médico espagírico11, soberano preparador de quintaesencias, hombre muy humano y tratable; el cual, por lo que me decía, había trabajado durante cincuenta años buscando la piedra filosofal; y en vano, en cuanto a la piedra, pero con toda seguridad en otras clases de transmutaciones de metales. En fe de lo cual le vi muchas veces fundir tanto oro como plata a la vez, hacerlo pequeñas láminas, y luego colocar un lecho de cierto polvo en un crisol o vaso de los orfebres para fundir, ponerlo al fuego veinticuatro horas, abrirlo a continuación y encontrar la plata hecha oro; y con más frecuencia también congelar o fijar plata viva en plata fina, que vendía para darlo a los pobres. Mi ocupación era mantener el fuego de diez o quince hornos, en lo cual, a Dios gracias, yo no experimentaba más pena que placer. Me quería mucho y gozaba en discutir conmigo de la alquimia, y más de su ley, a la que dedicaba todos sus esfuerzos por atraerme, prometiéndome riquezas y saber mucho12. Dios operó en mí siempre una esperanza de liberación por las asiduas oraciones que dirigía a la Virgen María, por cuya sola intercesión creo13 haber sido liberado.
La esperanza y firme creencia que tenía de volver a veros, Señor, me hizo seguir pidiéndole que me enseñara el medio de curar el mal de piedra, en lo que veía día a día hacer milagros; lo que hizo, pues me mandó preparar y administrar los ingredientes. ¡Oh, cuántas veces deseé haber sido esclavo antes de la muerte del sr vuestro hermano y conmecenas14 en los bienes que he recibido, y haber tenido el secreto que os envío, rogándoos que lo recibáis con tan buena intención como firme es mi esperanza que, si hubiese sabido que lo que os envío, la muerte no habría salido triunfante, al menos por este medio, si bien como se dice que los días del hombre están contados ante Dios; es cierto, pero no es porque Dios los hubiera contado en tal número; sino que número ha sido contado ante Dios, porque ello sucedió así…
Estuve pues con este anciano desde el mes de septiembre de 1605 hasta el mes de agosto siguiente (1606) en que fue apresado y llevado al Gran Sultán15 a trabajar para él; pero en vano, pues murió de pena en el camino. Me dejó a su sobrino, verdadero antropomorfita16, quien me revendió nada más morir su tío, porque oyó decir cómo venía el sr de Brèves, embajador por el rey en Turquía, con buenas y expresas patentes del Gran Turco, para rescatar a los esclavos cristianos. Un renegado en Niza, de Saboya, enemigo por naturaleza, me compró y me llevó a su temat (así se llama el bien que se tiene como colono del Gran Señor; ya que el pueblo no tiene nada, todo es del Sultán). El temat de éste estaba en el monte, donde el país es extremadamente cálido y desierto. Una de las tres mujeres que tenía como griega y cristiana, pero cismática, tenía un hermoso espíritu y me profesaba mucho afecto, y además, otra17 naturalmente Turca, que sirvió de instrumento a la misericordia de Dios para apartar a su marido de la apostasía, devolverle al seno de la Iglesia y liberarme a mí de su esclavitud. Curiosa como era por saber nuestro modo de vivir venía a verme todos los días en los que yo cavaba18, y después de todo, me mandó cantar alabanzas a mi Dios. El recuerdo del Quomodo cantabimus in terra aliena, de los hjos de Israel, cautivos en Babilonia, me hizo comenzar con lágrimas en los ojos el salmo Super flumina Babylonis, y luego el Salve, Regina, y varias otras cosas, con lo que experimentó tanto gozo como grande fue la maravilla. No dejó de decirle a su marido, por la noche, que había hecho mal dejando su religión, que ella tenía por extremadamente buena, por lo que yo le había contado de nuestro Dios y algunas alabanzas que le había cantado en su presencia: en lo que, decía ella, había sentido un placer tan divino que no creía que el paraíso de sus padres y el que ella esperaba un día fuera tan glorioso, ni acompañado de tanta alegría como la que ella sentía mientras yo alababa a mi Dios, concluyendo que había alguna maravilla. Esta otra Caïphe o burra de Balaán logró con estas palabras19 que su marido me dijera al día siguiente que no esperaba otra cosa que la oportunidad de escaparnos a Francia, pero que pondría tal remedio en poco tiempo que Dios sería alabado por ello. Estos pocos días fueron diez meses que me habló de estas vanas, pero a la postre realizadas esperanzas, al cabo de los cuales nos pusimos a salvo a bordo de un pequeño esquife y tomamos tierra el 28 de junio en Aigues-Mortes y, poco después, estábamos en Avignon, donde Mons. el vice-legado20 recibió públicamente al renegado, con lágrimas en los ojos y entre sollozos en la iglesia de Saint-Pierre, para honor de Dios y edificación de los espectadores. Dicho señor nos retuvo a los dos para llevarnos a Roma, a donde se dirige una vez que su sucesor en el trienio, que acabó el día de San Juan, haya llegado. Prometió al penitente hacerle entrar en el convento austero de los Fate ben Fratelli21, donde profesó, y a mí, prepararme algún buen beneficio.
Me hace este honor de gustarle tanto y mimarme, por algunos secretos de la alquimia que le enseñé, a los que da tal importancia, dice, como si io gli avessi dato un monte di oro, por haber trabajado todo el tiempo de su vida y que no aspira a otro contentamiento. Mi dicho señor, sabiendo como yo soy de Iglesia, me mandó enviar a buscar las cartas de mis Órdenes, asegurándome que me serían de gran utilidad y más para la provisión de algún beneficio… No puede ser, Monseñor, que vos y mis padres no se hayan escandalizado de mí por mis acreedores, a quienes haya satisfecho ya en parte con cien o ciento veinte escudos, que me dejó nuestro penitente, si no me hubieran aconsejado mis mejores amigos guardarlos hasta mi regreso de Roma, para evitar los accidentes que a falta de dinero me podrían acaecer, cuando tengo la mesa y el cuidado de Monseñor; pero estimo que todo este escándalo se cambiará en bien…»
Una de las mayores aflicciones del santo varón durante su cautividad era haber dejado tan embrollados sus pequeños asuntos y, ahora, tras su liberación, si tenía la ambición bien legítima de obtener un buen beneficio, era ante todo para pagar sus deudas.
El vice-legado estaba tan encantado con la persona de Vicente y los pequeños secretos que le revelaba, que no podía pasarse sin él.
En otra carta, dirigida al sr de Commet desde la Ciudad eterna, Vicente le decía: «Estoy en esta ciudad de Roma, donde continúo mis estudios, a los cuidados de Mons. el vice-legado que era de Avignon. Quien me hace el honor de quererme y desear mi adelanto, por haberle mostrado cantidad de hermosas cosas curiosas que aprendí en mi cautividad de aquel viejo turco a quien según os escribí fui vendido, entre el número de las cuales curiosidades está el comienzo, no la total perfección del espejo de Arquímedes, un resorte artificial para hacer hablar a una cabeza de muerto, de la cual se servía este miserable para seducir a la gente, diciéndoles que su dios Mahomet le hacía oír su voluntad, y mil otras cosas geométricas que aprendí de él, de las cuales dicho señor es tan celoso que no quiere que me junte con nadie por el miedo que tiene de que se lo cuente, deseando guardarse para sí solo la reputación de saber estas cosas que se complace en presentárselas alguna vez a Su Santidad y a los cardenales. Este afecto y benevolencia suyos me hacen esperar así como me lo ha prometido, el medio de hacerse una retirada honrosa, haciéndome entrar en posesión, para este fin, de algún honesto beneficio en Francia22…»
Se ha pretendido, un poco a la ligera, según ciertos pasajes de estas dos cartas, que Vicente, lo mismo que un gran número de gente de su época, creía en las ciencias ocultas y supersticiosas. Durante el proceso de la canonización, surgió incluso esta cuestión a propósito de estas dos cartas, pero rápidamente se puso todo en claro para la postulación de la causa. Respondió con razón que había dos clases de alquimia, una manchada de superstición y de sortilegios, la otra muy natural y legítima, que no se aplica más que para estudiar y descubrir las causas de los fenómenos físicos. Pues bien, del examen de las cartas de Vicente, se desprendía con la última declaración que no prestaba crédito más que a este aspecto natural de la alquimia, por ejemplo, a la simple amalgama de los metales, y aún creyendo en su transmutación verdadera. Por otro lado, se destacó que había tenido sumo cuidado en esas mismas cartas en censurar, en los términos más severos, las prácticas y las picardías realizadas por el médico musulmán del que había sido esclavo. Asimismo, Roma, tan severa en este capítulo, no halló nada reprensible, y siguió adelante sin titubear.
Mientras tanto Vicente de Paúl, con la esperanza de regresar a Francia, reclamaba insistentemente al sr de Commet el envío de su título de bachiller y de sus cartas de ordenación, para estar dispuesto a recibir un beneficio. Se los expidieron por fin, pero cartas y diploma no fueron hallados suficientemente en regla por la cancillería romana, muy meticulosa, y que exigió, aparte de las formalidades, cartas testimoniales del obispo de Vicente. Durante estos interminables retrasos, continuaba divulgando sus inocentes y menudos secretos al sr vice-legado, proseguía con ardor sus estudios teológicos en la escuela de la Sapienza, una de las más sabias universidades romanas, llevada por los Dominicos, que confería los grados de teología, y visitaba con emoción todos los lugares con los que se relacionaban los recuerdos más antiguos del cristianismo. Uno le impresionó tanto que, treinta años después, escribía a uno de sus misioneros en Roma: «Sentí tanto consuelo al encontrarme en esta ciudad maestra de la cristiandad, donde se halla el jefe de la iglesia militante, donde están los cuerpos de san Pedro y de san Pablo y de tantos otros mártires y santos personajes, que en otro tiempo derramaron su sangre y entregaron su vida por Jesucristo, que me consideraba feliz de caminar por la tierra por la que tantos grandes santos habían andado, y que este consuelo me conmovía hasta las lágrimas».
Enrique IV había entrado, hacía algunos años, en negociaciones con el papa Pablo V, quien se había mostrado satisfecho de su arbitraje a fin de arreglar un diferendo con la república de Venecia, y estaba muy de acuerdo con este gran hombre y con su política. Sería demasiado largo detenernos en este capítulo; pero lo que es seguro, es que Vicente de Paúl, de quien el vicelegado Montorio había hecho el mayor elogio a los enviados de Enrique IV, fue encargado ante este príncipe de una misión cuyo secreto nunca se ha llegado a penetrar. Llegó a Francia al comienzo de 1609, y sostuvo varias entrevistas con el Rey. El Bearnés que era entendido en hombres, debió apreciar sin duda las raras cualidades de espíritu y de corazón de su compatriota; pero, bien porque le distrajeran otros pensamientos, bien porque la modestia de Vicente le impedía reclamarle algún favor, nada hizo para sacarle de la oscuridad.
Vicente, resignado a las voluntades de la Providencia, alquiló una vivienda en el barrio de Saint-Germain, muy cerca del hospital de la Caridad, y solicitó como una gracia y un honor el permiso de poder, como un simple Hermano, prestarse a cuidar de los enfermos. Fue en medio de esta oscura y caritativa función, que se había impuesto a sí mismo, en la que le descubrió un día el secretario particular de la reina Margarita, el sr de Fresne, hombre de bien quien, más tarde, daba de él este precioso testimonio:
«Por aquel entonces, el sr Vicente parecía muy humilde. Caritativo y prudente. Hacía bien a todo el mundo, y no estaba a cargo de nadie. Era circunspecto en sus palabras. Escuchaba calladamente a los demás sin interrumpirlos. Desde entonces iba sin falta a visitar, servir y exhortar a los pobres enfermos23«. Se apresuró a hacérselo saber a esta princesa quien, a partir de la declaración de nulidad de su matrimonio residía en su palacio de la calle Sena y quien, sin renunciar por completo a los placeres, comenzaba a inclinarse hacia la devoción. Por el retrato que le hizo de Vicente el sr de Fresne, ella deseó verlo, y habiéndose asegurado por sí misma de sus méritos, le eligió como su capellán ordinario. Poco después, como un mes después de la muerte de Enrique IV, le consiguió la abadía de Saint-Léonard de la Chaume, de la orden del Císter, en la diócesis de Saintes, beneficio al que renunció Pierre Herrault del Hospital, arzobispo de Aix, mediante una pensión anual de mil doscientas libras a cargo del nuevo titular24.
Con el fin de resistir a las mil tentaciones y a los peligros de esta corte de Margarita, todavía medio pagana, Vicente multiplicó sus visitas y sus servicios en el hospital de la Caridad. Fue allí, dice una antigua tradición, donde se encontró con el venerable sr de Bérulle quien, por su parte, visitaba a los enfermos. Almas así no podían por menos de entenderse y unirse. El sr de Bérulle acababa de fundar el Oratorio y alquilar, en el barrio de Saint-Jacques, el hotel del Petit-Bourbon para instalar en él a sus primeros discípulos (noviembre de 1611), a la espera de las cartas patentes del Rey y la bula de institución canónica. Fue en esta escuela severa, destinada a preparar con su ejemplo la reforma del clero de Francia, donde Vicente, durante algunos meses, vino a pedir asilo a su piadoso amigo, no para ser agregado a su instituto, sino para huir de los peligros del mundo, vivir allí bajo la dirección de este hombre superior, a quien san Francisco de Sales había proclamado «uno de los espíritus más claros y más puros que se hayan visto jamás», y someterse dócilmente a todos los consejos de tan sabio director.
Entre los primeros compañeros de Bérulle se hallaban varios doctores de Sorbona y párrocos dimisionarios. Uno de ellos, F. Bourgoing, rogó a Bérulle que le indicara un sucesor en quien poder renunciar, con entera conciencia, su parroquia de Clichy, y Bérulle, que sabía que Vicente era un hombre de acción y no de contemplación, se lo propuso sin dudar.
Fue el 13 de octubre de 1611 cuando tuvo lugar la renuncia; y, aunque fuera aprobada por la Santa Sede el 12 de noviembre siguiente, Vicente no tomó posesión de su parroquia hasta el 2 de mayo de 1612. Decir hasta qué punto fue querido de sus parroquianos por todas sus buenas obras y los servicios que les prestó es lo que testifican varios escritos de la época. Vicente se había ausentado por algunos días para un asunto indispensable, y ya su pequeño rebaño lo reclamaba con insistencia. «Volved lo antes posible, Señor, le escribía un joven vicario; los Srs. párrocos desean con ansia vuestro regreso. Todos los burgueses y los habitantes le desean por lo menos otro tanto. Venid pues a guiar a vuestro rebaño por el buen camino por el que le habéis iniciado, porque tiene un gran deseo de vuestra presencia». Algunos años después, Vicente, en una conferencia a sus Hijas de la Caridad, confirmaba no menos inocentemente las palabras de su vicario: «La buena gente de Clichy, les decía, me era tan obediente que, habiendo recomendado la confesión los primeros domingos de mes, nadie faltaba, para mi mayor gozo. ¡Ah, me decía yo, qué gran pueblo tienes! El Papa es menos dichoso que yo. Un día, el cardenal de Retz me preguntó: -Y bueno, señor, ¿qué tal se encuentra usted? -Monseñor, le respondí, tengo tal contento que no se lo puedo explicar. -¿Y por que? -Pues es que tengo un pueblo tan bueno y obediente a todo lo que le encomiendo, que me digo a mí mismo que ni el mismo Papa ni vos, Monseñor, sois tan afortunados como yo».
Durante su permanencia en Clichy, a pesar de su pobreza y estar en una parroquia pobre, Vicente encontró el medio de reconstruir a fondo su iglesia que amenazaba ruina. Por uno de esos milagros de caridad cuyo secreto conocía él , no tuvo dificultades en hallar la suma importante que necesitaba entre los ricos burgueses que venían a pasar el buen tiempo en sus casas de campo de Clichy. Es la misma iglesia que se puede ver todavía, muy poco modificada, y en la que se ha conservado el púlpito en el que predicaba el santo hombre.
No bien hubo pasado un año con sus queridos campesinos, a quienes quería sobre todos, cuando el sr Bérulle le invitó a realizar otra función más humilde en una familia del gran mundo. Vicente accedió sin resistencia a la voz del hombre que había escogido como guía espiritual, pero no sin un desgarro de su corazón. «Me alejaba con tristeza de mi pequeña iglesia de Clichy, escribía a un amigo suyo; mis ojos estaban bañados en lágrimas, y yo bendije a aquellos hombres y a aquellas mujeres, que venían hacia mí y a quienes yo había querido tanto. Mis pobres estaban también allí, y ellos me rompían el corazón. Llegué a París con mi escaso mobiliario, y me fui a casa del sr de Bérulle».
Sin que Vicente pudiera sospecharlo, una inmensa escena iba a desplegarse delante de él, y la Providencia estaba a punto de situarle en el momento de dar paso a todo cuanto meditaba como buenas obras.
- Todas las firmas autógrafas del santo presentan su nombre escrito en una sola palabra, Depaul; pero nosotros seguiremos el uso consagrado durante dos siglos de escribirlo con dos palabras.
- Archivos de la Misión. Documento proporcionado por el obispo de Dax.
- 24 de julio de 1607.
- La primera vez que el sr Firmin Joussemet, en Nantes, en 1856, en la Revue des Peivinces de l’Ouest, luego por el sr abate maynard, al fin por los editores de las Lettres de saint Vincent de Paul (1880). Sobre el original, totalmente de la mano de Vicente y con su firma, en poder de Madame Joseph Fillon, Fontenay-Vendée, establecieron estos señores el texto. La carta lleva la fecha del 24 de julio de 1607 y fue escrita desde Avignon al se de commet por Vicente después de su regreso de Túnez. Hemos adoptado entre los últimos textos, la lección que nos ha parecido la mejor, pero rejuveneciendo la ortografía.
- El sr Firmin Joussemet ha leído la charge (carga).
- Félons, en el texto del sr Joussenet.
- Effets, ibidem.
- Mille pièces, edición de las Lettres.
- spélongue, spelunca, caverna.
- Texto de Joussemet: boucle; bonete por bonnet (gorro).
- «Alquimista, nombre derivado de spagirie, antiguo nombre de la alquimia, empleado por Paracelso».
- Edición de las Lettres: y todo su saber.
- Edic.: yo creo fiememente.
- es decir que era con vos mi Mecenas, co-Mecenas, mi coprotector. El hermano del sr de Commet era, como él, abogado en Dax y juez en Pouy. (Nota de les Edic. de las Lettres).
- Achmet 1º, sucesor de su padre Mahomet III, muerto el 22 de diciembre de 1608. (Histoire de l’empire ottoman, por el sr de Hammer).
- Sectario que da a Dios una forma humana.
- Ed. Lettres, una naturalmente turca.
- Fossoyer, cavar fosos.
- De. De las Lettres,
- Pierre Montoeio. Dio a conoce a Vicente al embajador de Francia en Roma quien, al año siguiente le confió una misión ante Enrique IV y le abrió así un acceso a la corte.
- Sed generosos, hermanos, nombre vulgar de un hospital dirigido por los Hermanos de San Juan de Dios. Aquí es donde murió el renegado convertido por san Vicente.
- Roma, el 28 de debrero de 1608. Esta curiosa carta fue publicada por primera vez por el sr abate Maynard.
- Vincent de Paul, sa vie, et son temps, etc., por el sr abate Maynard, t. I.
- el breve que confiere la abadía al sr Vicente es del 10 de junio de 1610, y en el acta de renuncia del parte del arzobispo, el sr Vicente es calificado de capellán de la reina Margarita, duquesa de Valois, y bachiller en teología.