Capítulo III: Misiones de Europa
Artículo Primero: Misiones de Italia.
I. Misión de Roma.
Vicente había enviado muy temprano a algunos de sus sacerdotes para negociar allí el gran asunto de su Instituto. Entre aquellos cuyo nombre ha sobrevivido en la historia citemos a du Coudray, con quien ya nos hemos encontrado en 1643. Fue reemplazado en 1638 por Louis Le Breton, cuyos trabajos en el campo romano atrajeron el favor del Papa sobre la Compañía. Desde entonces Vicente soñó con fijar a sus sacerdotes en el centro de la catolicidad. El 1º de febrero de 1640, encargó a Le Breton encaminar lo antes posible esta fundación, y alquilar o comprar una casita de tres o cuatro mil libras, en algún barrio de Roma, como en un arrabal, ya que las reglas del Instituto prohibían a los Misioneros los actos públicos en la ciudad. No ponía ninguna condición excepto la salubridad del lugar, la vecindad del Vaticano y facilidad para extenderse con el tiempo. Le Bretón encontró un palacio! «Está por encima de nuestras posibilidades y más allá de nuestras fuerzas,» le respondió Vicente el 26 de febrero; y volvió a su primer plan que le interesaba más ya que, decía, «es necesario que nos habituemos a ese lugar.» Renunciaba incluso a la vecindad del Vaticano, a la proximidad de una iglesia, una pequeña capilla podía ser suficiente de momento, a menos que no se debieran ocupar un día de los ordenandos: «Pero entonces como entonces.» Mientras tanto, la pequeña capilla debía estar bajo el nombre de la Santísima Trinidad y la casa llamarse de la Misión1.
Sin embargo Urbano VIII, que había oído hablar favorablemente de los trabajos de Le Breton, apuró el cumplimiento del plan de Vicente. Por una bula del 8 de julio de 1641, autorizó el establecimiento de la Misión en Roma, con mención muy honrosa para Le Breton2. El 15 de setiembre siguiente, Vicente anunciaba en estos términos esta buena noticia a Codoing, superior de Annecy: «Su Santidad nos ha permitido alquilar o comprar una casa, vivir allí o ejercer nuestras funciones ante el pueblo y los eclesiásticos según nuestro Instituto con cargo que dependeremos del cardenal gran vicario, o vice-gerente, cuando nuestras funciones se dirijan al prójimo, y en cuanto a la disciplina de la Compañía (dependerá) del general de ésta, y este permiso se da en testimonio de los frutos del Sr. Le Breton, a quien Dios bendiga mucho.»
Algunos días después, el 17 de octubre, Le Bretón moría agotado por el trabajo de sus misiones en la diócesis de Ostia. Los religiosos franceses de la orden tercera de san Francisco de Asis le dieron una sepultura honrosa en su iglesia a la espera de ser trasladado a la de Notre-Dame-des-Miracles. El vice-gerente de Roma, el cardenal Barberini, sobrino del Papa, y el cardenal Lanti, decano del sacro colegio, le honraron con sus lágrimas.
Esta muerte era tanto más molesta cuanto que el asunto del establecimiento de Roma no estaba aún concluido. Vicente, como siempre se volvió a Dios. «Perdiendo al Sr. Le Breton, escribía el 19 de noviembre a Codoing, hemos perdido mucho según el mundo. Muchos me cuentan maravillas de sus trabajos y de las bendiciones que Nuestro Señor repartía en ellos; pero nos parece que este santo hombre hará por nosotros más en el cielo de lo que habría hecho en la tierra y que, si Dios nos quiere en Roma, hará por sus oraciones llegar a buen término esta fundación, a menos que los pecados de Vicente, que es el peor de todos los hombres del mundo, lo impidan .»
Los méritos de Vicente, que su humildad transformaba en pecados, unidos a las oraciones de Le Breton, lo llevaron todo a buen fin, pero se necesitarán varios años. Mientras tanto, el santo urgió la salida para roma de Codoing, a quien destinaba para reemplazar a Le Bbreton. Le escribía el 31 de diciembre de 1641: «Hay inconvenientes en diferirlo. El Papa, el cardenal Lanti, decano de los cardenales, y otro buen y virtuoso eclesiástico que tiene el pensamiento de los ordnandos en la mente, pueden morir durante ese tiempo; y si eso ocurriera, sería un fracaso o correría un gran riesgo.» Codoing llegó a Roma a principios del año 1642. Algunos meses después, las liberalidades de la duquesa de Aiguillon, verdadera fundadora aquí como en tantos otros lugares, facilitaron grandemente la fundación de Roma.
En este año de 1642, cuando trataba ella mediante toda clase de actos de caridad de testimoniar a Dios su gratitud por el restablecimiento, perro tan poco duradero, de la salud del cardenal su tío; cuando acababa de fundar misiones en su ducado a esta intención, quiso también erigir en Roma una especie de monumento y, mediante acta del 4 de julio de 1642, deseando, decía ella, «que hubiera en adelante y para siempre personas encargadas de adorar, alabar, amar y rogar a la Santísima y adorable Trinidad y que, con sus buenas obras, rindieran eternamente en la tierra acciones de gracias a dios» por ella y su tío, dio 30 000 libras para emplear en rentas3, al efecto de ayudar a los Misioneros en el establecimiento y ampliación de su iglesia y casa de Roma, que se dedicaría a la Santísima Trinidad, o al menos de una capilla; con el fin de ejercer en roma sus funciones ordinarias, misiones, ordenandos, etc., y celebrar misas por ella y el cardenal de Richelieu.
En 1643, el 2 de mayo, en agradecimiento «por el gran celo y devoción de los sacerdotes de la Misión en la fundación hecha por ella,» el año anterior, «para honrar el sacerdocio eterno de Nuestro Señor Jesucristo, y el amor que tuvo por la salvación de los pobres, y para contribuir de algún modo a que sean instruidos los eclesiásticos en las cosas necesarias a su estado antes de recibir las sagradas órdenes, y los pueblos en lo necesario a su salvación, y para que hagan una buena confesión general de toda su vida pasada,» da también 50 000 libras destinadas a comprar 5 000 libras de renta4, con el encargo de recibir a todos los ordenandos en las cuatro épocas del año, aun extra tempora.
El 16 de julio y 18 de setiembre siguientes, en consideración por los gastos hechos pata la ejecución y mantenimiento de la fundación, y queriendo mandar decir dos misas al día a perpetuidad por el difunto cardenal y por ella, «todo ello para honrar a Nuestro Señor Jesucristo como Mesías enviado de su Padre eterno a la tierra para la salvación de los hombres, habiéndose dignado revestirse de la debilidad del hombre por el misterio de la Encarnación,» ella añadió a sus donativos anteriores una nueva suma de 20.000 libras5. Por último, en su testamento del 29 de julio de 1674 y del 9 de abril de 1675, legó otras siete mil libras al seminario de Roma6.
Estas ricas fundaciones, cuyos hermosos considerandos han sido evidentemente inspirados por Vicente de Paúl, ya que expresan objetos particulares de su devoción, fijaron la suerte de la Misión de Roma..
Codoing que había recibido la noticia se creía entonces bastante rico para comprar una casa de 60 000 libras. «Oh Jesús, Señor, le escribió Vicente (17 de abril de 1643, nosotros no estamos en situación de… Deseo que vuestro establecimiento no sea fastuoso ni lo parezca; las obras de Dios se hacen así, y las del mundo al contrario.» La Misión de Roma debía se habitada de alquiler dieciséis año todavía. Durante espacio tan largo de tiempo, se le presentaron varias propuestas, sus superiores formaron toda clase de proyectos; pero Vicente, según el parecer de los mayores de la Compañía, de Horgny, Alméras, que conocían los lugares, se negaba a aceptar, viendo en ello un inconveniente y luego otro. En 1657, se trató por un momento de alojarla en el palacio de Letrán. Los Misioneros sentían repugnancia en ello: «No obstante, les escribía Vicente, si la Providencia de Dios, por orden del Papa, os alojara allí, parece que podría salir algún bien, ya porque de eso, tanto por que así se podría servir a la Compañía en la primera sede de la Iglesia como una ocasión para emprender los ejercicios de los ordenandos, ello no impediría que con el tiempo los Misioneros tuviesen en la ciudad otra casa más cómoda…¿Qué sabemos nosotros si no hay algo de Dios este proposición?.. Seríais ciudadanos de Roma y en estado de prestar nuevos servicios a Dios…Puesto que os llaman por eso, no os debéis apresurar a dar la exclusión, sino escuchar las ventajas y pedir consejo7.
Este proyecto no tuvo continuación. El año siguiente, el Papa, informado por el cardenal Durazzo. Y otros miembros del sagrado colegio de todos los bienes operados por la Compañía, ordenó a la Congregación de la visita apostólica que estudiara los modos de hacerle ejercer todas sus funciones en Roma, como en Ginebra y otras partes y facilitare allí una casa. se trataba entonces de la casa de San Nicolás, a la que acompañaba un curato. Vicente veía en ello un medio de ejercitar a los jóvenes eclesiásticos en las funciones del santo ministerio, en el caso de que el Papa tuviera intención de establecer un seminario en Roma y entregar su dirección a la Compañía8. Este proyecto fracasó también, y cambiaron de intenciones para chocar con otros obstáculos. «Hay que quedarse pues ahí, escribió entonces Vicente, si Dios, por alguna coincidencia, no dispone otra cosa. Cometeremos un grave error si no hiciéramos valer la suerte que tenemos por ese lado de parecernos a Nuestro Señor, cuando decía no tener un lugar para descansar. No es pequeña humillación estar alojados pobremente y en casa de otro en una ciudad grande que no da importancia más que a las comunidades bien acomodadas. Pero también debemos querer ser desconocidos abandonados, mientras Dios lo quiera, y que tal vez Dios se servirá de este amor a nuestra abyeción, si le tenemos, para alojarnos con ventaja. Oh si Dios quisiera conservarnos en este estado, tendríamos motivos de sobra de esperar que nuestra casa sería después una casa de paz y de bendición.» Y ocho días después, escribía en un lenguaje más sublime todavía: «¿Podemos nosotros estar mejor ni más agradablemente para Dios que permanecer en la posición que nos pida? con tal que en efecto nos mantengamos en ella por sumisión a su voluntad, agradecidos de sentirnos indignos de un puesto más ventajoso, y que incluso el que tenemos sobrepase nuestros méritos, y es más conveniente a los planes que Dios tiene sobre nosotros que no debemos tener morada estable si estamos hechos para ir, ni de casa propia si queremos seguir a Nuestro Señor que no la tuvo. Si no amamos la humillación mientras Dios nos concede practicarla, ¿cómo la buscaremos estando establecidos con todos los honores? Mantengámonos en la oscuridad y estemos contentos de ser pobres, porque el mundo, al vernos así envilecidos, nos despreciará por ello. Será entonces cuando comencemos a ser verdaderos discípulos de Nuestro Señor. ‘Bienaventurados los pobres de espíritu, dice el Evangelio de hoy, porque de ellos es el reino de los cielos’. Allí es donde estarán alojados. ¿Acaso no es un hermoso alojamiento para nosotros? Dios mío, hacednos la gracia de preferir los medios que nos llevan allí a todas las pretensiones y las comodidades de la tierra. Dejémosle hacer y no dudéis de que todo vaya bien para vuestros trabajos como para vuestras personas9.» Muchos meses más debió mantener el santo a su sacerdotes en estos sentimientos de abnegación y de confianza en Dios: «No hay que sorprenderse si no os hablan ya de daros una casa, porque es cosa de Dios que lo hará por caminos imprevistos y medios extraordinarios, y tal vez cuando menos nos lo pensemos…Si se hubiera oído o visto alguna vez a una persona servir a Dios y confiar en su bondad, faltarle cosas convenientes a su estado, tendríamos algún motivo de desvivirnos por nuestras necesidades; pero a nosotros nos basta con encomendárselas a su Providencia, ser fieles a nuestras obligaciones, y dar por seguro que, pronto o tarde, Dios proveerá a lo que él sabe que es necesario para los planes que tiene sobre nosotros. ¿Qué otra cosa tenemos que hacer?10
Este desinterés y este abandono merecían su recompensa. En el momento mismo en que el santo escribía esta carta, el cardenal Bagni, antiguo nuncio de Francia, ofrecía a la Compañía su casa, situada en uno de los mejores barrios de Roma, a un precio muy por debajo de su valor, y el cardenal Durazzo, arzobispo de Génova, daba una fuerte limosna para pagarle. El 12 de setiembre de 1659, el santo escribió a los dos cardenales, y les testimonió en términos conmovedores su piadosa gratitud. Al mismo tiempo agradecía a Dios y le pedía que derramara sus bendiciones sobre la nueva casa y sobre sus habitantes11. Es la casa –pero ya reconstruida por completo desde entonces- que ocupa todavía hoy la Compañía en Monte-Citorio. No había esperado a que Dios le diera un domicilio propio para ponerse a su servicio y abrazar todos los empleos del Instituto.
Había comenzada hacia 1638 por misiones en la campaña romana. Se conoce el campo romano, su soledad poblada tan sólo por recuerdos o, durante el invierno por rebaños que se llevan a sus abundantes pastos. Sin domicilio fijo, los pastores llevan allí una vida totalmente primitiva y nómada. Andan errantes todo el día y por la noche, después de acorralar los rebaños, se amontonan diez o doce en cabañas móviles. Sin dios y sin ley, al menos durante seis meses del años, sin servicios religiosos, comparten en todos los sentidos la vida de los rebaños: todo les va bien, cuando los rebaños andan bien.
Es a esta especie de hombres a los que Le Breton y los primeros Misioneros de Vicente quisieron, a sus órdenes, consagrar las primicias de su apostolado en Italia. ¿Cómo llegar a ellos y reunirlos? Era imposible por el día; pero por la noche, ¿no se podía dar tantas misiones como cabañas? Ellos lo intentaron. «No os pedimos nada, dijeron a los pastores; sólo queremos prestaros un servicio. No tengáis reparo en que pasemos la noche con vosotros, porque tenemos que ocuparnos con vosotros de vuestro gran asunto, de vuestra salvación eterna: por lo demás, os robaremos lo menos posible de vuestro sueño.»
Aceptada la propuesta, los sacerdotes abrieron enseguida su peculiar misión. Mientras esta pobre gente aprestaban su cena, les hablaban de las grandes verdades y las prácticas esenciales de la religión; después, se hacía una oración en común por la noche; luego se arreglaban para pasar el resto de la noche, los pastores en sus chozas, los Misioneros a la intemperie, en algunas pieles de oveja, y con frecuencia en el santo suelo.
Así hacían los Misioneros durante varios días, a veces durante toda la cuaresma. Una cabaña suficientemente instruida y reconciliada con Dios por la confesión general, pasaban a otra, luego a otra más; y cuando las habían recorrido todas, reunían a los pastores en la capilla más cercana, les decían la misa, les dirigían una última exhortación y los admitían a la santa mesa. Estas pobres gentes se volvían luego cantando las alabanzas de Dios: se hubiera dicho de los pastores volviendo de adorar al Salvador en el pesebre.
Mientras continuaban evangelizando a estos primeros llamados del Dios de Belén que nadie disputaba a su celo, los Misioneros se distribuyeron los poblados vecinos de Roma y treparon hasta las cimas del Apenino, teniendo mucho que sufrir por la ignorancia y los desórdenes de los pueblos, a veces por la envidia de los párrocos que los miraban como a espías encargados de observar su conducta , pero venciendo todos los obstáculos, a fuerza de humildad, de desinterés, de paciencia y de perseverancia. Aquí, con su firmeza en la predicación y en el santo tribunal, acabaron con la costumbre de relaciones peligrosas, pronto culpables, entre la juventud de ambos sexos; allá, la Providencia, a la vez terrible y misericordiosa, parecía venirles en ayuda para atraer a los sacerdotes descarriados, cuando uno de ellos, después de gloriarse en público por no haber asistido a uno solo de los ejercicios de la Misión, caía bajo el puñal de otro desdichado sacerdote.
Así se estrenaron los hijos de Vicente de Paúl, y con estos humildes trabajos se atrajeron la bendición de Dios y la confianza de los hombres. Una de ellos, para tenerlos favorables, había tenido la idea de comenzar las Misiones por las tierras de los cardenales. «Oh Jesús Señor, le respondió Vicente a quien le había comunicado, Dios nos guarde de hacer nunca ninguna cosa con vistas mezquinas. Su divina bondad pide de nosotros que no hagamos nunca bien alguno en ninguna parte para darnos importancia, sino que la veamos siempre directa, inmediatamente y sin medios en todas nuestras acciones. Esto me presenta la ocasión de pediros dos cosas; prosternado en espíritu a vuestros pies, y por el amor de Nuestro Señor Jesucristo, la primera, que huyáis, tanto como os sea posible, de aparecer; la segunda, que no hagáis nunca nada por respeto humano. Según esto, es justo absolutamente que honréis por algún tiempo la vida oculta de Nuestro Señor; hay algún tesoro encerrado en todo esto, ya que el Hijo de Dios permaneció treinta años en la tierra como un pobre artesano, antes de manifestarse. Él bendice también siempre mucho más los comienzos humildes que los que son aparatosos. Me diréis tal vez: Qué idea tendrá de nosotros esta curia, y qué se dirá de nosotros en París. Dejad, Señor, que piensen y digan todo lo que quieran, cuidaos de que las máximas de Jesucristo y los ejemplos de su vida resulten verdaderos, y que den fruto a su tiempo; que lo que no está de acuerdo con ellas es vano, y que todo le sale mal a quien obra según máximas contrarias. Tal es mi fe y tal mi experiencia. En nombre de Dios, Señor, tenedlo por infalible, y ocultaos bien.»
Infalible era el pensamiento de Vicente, infalible su predicción. En efecto, mas impresionados por estos comienzos tan humildes y tan cristianos de lo que lo hubieran sido por un apostolado de cortesanos, todos los obispos de los Estados romanos llamaron en seguida a los Misioneros a sus diócesis. En 1651, el cardenal Spada agradeció a Vicente servicios que le habían hecho en su ciudad y en toda su diócesis de Albano. –en 1653, se ponían a las órdenes del cardenal Brancaccio, obispo de Viterbo; en 1657, evangelizaban la diócesis de Palestrina. Por todas partes tenían lugar restituciones maravillosas sobrepasando a veces el cuádruplo de la suma primitivamente debida; eran escuelas fundadas, montes de piedad fundados por todas partes, graneros donde el pobre de Italia encuentra en todo tiempo recursos asegurados; eran protectores de los pobres, instituidos para defenderlos de las exacciones de los granjeros del señor, para guardar hasta el pago sus muebles, anteriormente tomados para siempre, para impedir que los sometieran a contribuciones injustas; eran sobre todo en esta región de los odios y de las venganzas hereditarias reconciliaciones heroicamente cristianas. Bastaba que un Misionero, antes de la comunión, recodara el precepto del Evangelio si al ofrecer tu dádiva en el altar os acordáis que vuestro hermano tiene alguna cosa contra vos, dejad la dádiva y antes reconciliaos con él», para que enseguida, en la iglesia, en una procesión, en las plazas públicas, los enemigos se arrojasen a los brazos unos de otros. El padre perdonaba al asesino de su hijo, la viuda al asesino de su esposo; aún más, la víctima iba hasta echarse a los pies del verdugo, y le pedía de alguna manera perdón, en lugar de simplemente perdonarle. En ciertos lugares, al cruel contagio de los odios, el misionero debía oponer el contagio santo de las reconciliaciones. Y conviene, cuando en tal población de unos miles de almas, se contaba entres años hasta setenta asesinatos. En las cartas de los Misioneros , de donde están tomados estos detalles, se encuentra a cada paso la historia de los Montescos y de los Capuletos, inmortalizada por la poesía. Casi en cada pueblo las dos familias más poderosas estaban divididas por los odios mortales. Si un miembro era asesinado o herido, in mediatamente la venganza se cobraba diez víctimas inocentes y amenazaba no calmarse hasta la última sangre de la familia entera. Feroz y armada en guerra escapaba por el día a la justicia vagando por el campo, y no volvía por la noche sino para proseguir el curso de sus sanguinarias ejecuciones.
Pero, inaccesible a la justicia, no lo era a la misericordia. Un Misionero logró descubrir en su escondite a uno de estos hombres de sangre y, en nombre de Jesucristo, le ordenó deponer las armas y hacer las paces. En el nombre que hace postrarse todo hasta en los infiernos, el asesino cayó de rodillas y, elevando al cielo unos ojos llenos de lágrimas: «Prometo la paz, exclamó, a Dios y a vuestra reverencia. «Ay, al día siguiente el demonio sanguinario se había apoderado de este hombre, y las negociaciones pacíficas se rompieron. El misionero volvió a la carga y, esta vez, la paz fue concluida de cara al altar. «Quiero, dijo un anciano a un joven de la familia enemiga, quiero en adelante mirarte y quererte como a mi hijo. –Y yo, respondió el joven, quererle y honrarle como a mi padre.»
Otro golpe más prodigioso de la gracia: los sacerdotes escandalosos también hacían confesiones públicas. Al acabar una predicación, uno de ellos se adelantó hasta el altar mayor y, prosternado con el rostro en el suelo pidió `perdón a Dios y al pueblo por su vida licenciosa, de repente, de un cabo al otro de la iglesia, gritos de «¡misericordia, misericordia!» salidos de los labios del sacerdote y del pueblo, se hicieron eco, llegaron hasta el cielo y arrancaron la gracia de una conversión general sobre la tierra.
Tales serían, si pudiéramos contarlos de más de doscientas Misiones dadas en la vecindad de Roma durante la vida de Vicente de Paúl. Ante estas noticias, Vicente escribía al superior Edme Jolly, el 25 de enero de 1658, fiesta de la conversión de san Pablo y aniversario de la fundación de la Misión: «Doy gracias a Dios por la bendición que ha dado a vuestros trabajos. El tierno sentimiento que el Sr. cardenal de Bagni ha demostrado de los frutos que producen me da motivo de temer por mí, que soy tan insensible, que nada me impresione. Pido a Dios que me haga partícipe de la piedad de este buen señor y quiera continuar a vuestros obreros las fuerzas del cuerpo y las gracias del espíritu que necesitan para su labor, y sobre todo la vista de su propia debilidad, para humillarse mucho por los bienes que Dios se complace en hacer por medio de ellos. No dudo, Señor de que seáis el primero en darle a él sólo la gloria, y a sentiros culpable de las faltas que cometen.»
Estos trabajos, estos éxitos, no se vieron entristecidos, durante estos largos años, más que por dos pruebas, una procedente de la política, la otra de una peste que asoló toda Italia.
Detenido en el Louvre y llevado a Vincennes, el cardenal de Retz había sido, a petición propia, trasladado al castillo de Nantes, después de abdicar su título de arzobispo de París, del que la muerte de su tío(21 de marzo de 1654) acababa de darle posesión. Allí, con la connivencia del mariscal de la Meilleraye, su guardián y su pariente, , con el concurso de su hermano el duque de Retz y de sus más íntimos amigos por una soga desde lo alto de un bastión a la arena del río, se escapó, revocó su dimisión y se refugió en Roma, «al lado de su juez», decía él, de donde dirigió al rey, a la reina, a los prelados del reino, toda clase de cartas y de circulares. Irritado el rey quiso hacerle su proceso en Roma como en Francia.. La muerte de Inocencio X suspendió por un tiempo en Roma la venganza real. Pero apenas fue elegido Alejandro VII, cuando Luis XIV renovó a todos sus súbditos, eclesiásticos y demás, la prohibición de tener ningún trato con el cardenal ty de permanecer por más tiempo con él. Luego ordenó la continuación de la demanda , con el desprecio de las inmunidades eclesiásticas-
Hijo del general de las galeras, alumno de Vicente de Paúl, Retz, aún en medio de sus intrigas y de sus escapadas políticas y galantes, se había mostrado siempre protector de San Lázaro, y San Lázaro, agradecido como su fundador, se inclinaba a sostener a Retz en su desgracia. Vicente de Paúl, sin dinero en el estado en que se encontraban entones la Compañía y Francia, pidió prestados 300 doblones para aliviarle. Retz, que conocía la penosa situación de San Lázaro, habiéndose negado a aceptarlos, le ofrecieron al menos servicios personales. Los Misioneros de roma recibieron pues en su casa al proscrito; ; pero, por orden de quién, en qué circunstancias, y con qué perjuicios para ellos, es lo que nos va a decir una carta de Vicente, escrita a Ozenne, en Génova, , el 12 de marzo de 1655: «Nuestra casa se encuentra en un estado lastimoso, como habéis sabido por la Gaceta de esa curia; es por haber recibido en ella a Monseñor el cardenal de Retz por mandato del papa, antes de tener conocimiento de la prohibición que el rey había hecho de comunicarlo, el cual habiendo visto mal este acto de obediencia a Su Santidad y de gratitud para can nuestro arzobispo y bienhechor, ha dado orden al Sr. Berthe y a nuestros sacerdotes franceses de salir de Roma y volver a Francia, como han hecho; de manera que el propio Sr. Berthe está ahora en Francia o a punto de llegar, por pura obediencia. Ssucederá lo que Dios quiera; pero vale más perderlo todo que perder la virtud del agradecimiento12.»
Los Misioneros franceses no pudieron regresar a roma hasta el año siguiente, cuando el cardenal de Retz salió de allí (junio) para reemprender la carrera de su aventuras. Iban a encontrase en lucha con , ya no contra el poder sombrío de Luis XIV, sino contra la peste que, por lo menos no los debía apartar de sus trabajo sino para darles la recompensa en el cielo. El contagio fue muy pronto tal en Roma, y en otras ciudades de Italia, que dejó vacantes todos los tribunales menos los púlpitos y los confesionarios de los hijos de Vicente de Paúl. Lejos de ello, rogaron a su padre que tuviera a bien que se sacrificaran al servicio de los apestados, los superiores a la cabeza de sus grupos. Cnsolado y encantado de tal entrega, Vicente les mandó en primer lugar que tomaran las precauciones de las que su ardiente celo no se hubiera provisto; luego prohibió a los superiores exponerse, a menos que fuese a falta de de sus cohermanos y orden de los obispos.
Pero como debemos vernos con la peste más cruel todavía en Génova, a donde el relato nos llevará pronto, será entonces el momento de reanudar los hechos.
Durante sus Misiones en la campiña romana y los Estados de la Iglesia, los Misioneros se ocupaban en Roma misma de la santificación del clero. En 1643, cierto número de eclesiásticos fueron por su propia cuenta a preparase a las sagradas órdenes en su casa13. Pronto, bien por disminución de celo entre los jóvenes eclesiásticos, bien por oposición de los padres muchos de los cuales veían con dolor que se hubiera apartado a sus hijos de un estado al que no estaban llamados, el movimiento se calmó, pero el cardenal-vicario, testigo de los frutos ya operados por los ejercicios de los ordenandos, obligó, por mandato, a todos los que aspiraban a las órdenes sagradas hacer el retiro de diez días en casa de los sacerdotes de la Misión, y Alejandro VII, informado de los felices resultados de esta preparación, confirmó el mandato del cardenal haciendo de estos santos ejercicios una condición indispensable de la recepción de las órdenes. El retiro de los ordenandos pasó pues con gloria a ser costumbre en Roma. Entonces, por envidia, o por emulación, una comunidad religiosa viendo con pena a todos los ordenandos dirigidos por el Papa hacia la Misión, quiso o atraerlos a ella, o compartir la dirección con los Misioneros; pero el Papa mantuvo sus primeras disposiciones. Vicente se tomó, como siempre, el asunto por el lado bueno, y escribió14: Se ha encontrado una Compañía en Roma que, viendo que el Papa enviaba a los ordenandos a los obres sacerdotes de la Misión, como se hizo en París, ha pedido que se los envíen a ella, ofreciéndose a hacerles hacer estos ejercicios, lo que habría hecho sin duda con éxito, si su Santidad no hubiera acertado en su juicio. Hay motivo de alabar a Dios por el celo que despierta en muchos para el bien de su gloria y la salvación de las almas.» Es imposible saber toda la verdad en el asunto de esta oposición, sobre la que nos faltan por suerte los detalles. Parece ser que el cardenal-vicario rechazó la propuesta rival y que el Papa mandó publicar un nuevo breve, por el que aprobaba y confirmaba por propia iniciativa todo cuanto había determinado con anterioridad; y, yendo más lejos todavía, obligó bajo pena de suspensión, no solamente a los súbditos de la ciudad de Roma, sino también a los seis obispados suburbicarios que quisieran ordenarse en sus diócesis, a hacer el retiro de los diez días en la Misión ante de recibir las sagradas órdenes, reservándose a él solo el derecho de dispensa del que no usó nunca durante su pontificado, ni siquiera cuando admitía a recibir las órdenes fuera de los tiempos ordinarios. Inocencio XI confirmó por cartas circulares las ordenanzas de Alejandro VII, e Inocencio XII quiso incluso que se negara o retirara el permiso de confesar a todos los que, con anterioridad, no hubieran hecho durante ocho días los ejercicios espirituales en la casa de los misioneros. Inocencio XII ordenó también los mismos ejercicios para los párrocos de Roma, y todos los años para sus vicarios. En cuanto a los eclesiásticos sin empleo o de beneficios simples, los exhortó vivamente a recurrir también a esta fuente de gracia sacerdotal.
Alejandro VII había testimoniado más expresamente todavía su estima a los misioneros. Después de forzar a su superior Edme Jolly a dar misiones en la iglesia de San Juan de Letrán, quiso confiarle la educación de los escolares de la Propaganda. Mientras bendecía a Dios porque se hubiera pensado en su «pobre y pequeña Compañía para servir a la Iglesia universal», Vicente veía en este proyecto muchas dificultades, señaladamente en la dualidad de gobierno. «En las familias donde hay dos jefes no subordinados, decía él, no tienen ninguno; los inferiores que no aceptan la dirección de uno recurren al otro.»No obstante, se dispuso a obedecer. Escribió pues a Jolly para pedirle todos los informes necesarios y, según hacía siempre en caso parecido. Le ordenó una peregrinación a las siete iglesias para obtener de Dios la manifestación de su voluntad y la gracia de cumplirla15. El proyecto tuvo un principio de ejecución. Los sacerdotes de la Compañía formaron por algún tiempo a los escolares de la Propaganda en las virtudes cristianas y en las funciones eclesiásticas. «Quiera Dios, escribía entonces Vicente, animarlos con su espíritu, y enviar buenos obreros a su Iglesia que tanto los necesita16. Pare, a fin de para hacer eficaz y duradera la obra, habría hecho falta un seminario particular para las misiones extranjeras, con reglamentos apropiados a la buena dirección de los jóvenes escolares. Durante varios años, se trató, en efecto, de establecer un seminario así en Roma. El Papa pensaba reunir a su lado a eclesiásticos, siempre preparados a ir a todos partes adonde él juzgara oportuno enviarlos para la propagación de la fe, y quería formar en Roma un seminario en el que fueran educados en este espíritu. Encargó a su nuncio en Francia que buscara en París a eclesiásticos así dispuestos, y el nuncio quiso dejar este cuidado en manos de Vicente de Paúl. «El asunto es muy importante, respondió el santo, y me dedicaré a él de buena gana; pero es de una ejecución difícil. Se encontrarán fácilmente eclesiásticos, que prometan sumisión al Papa para ir a Roma y pasar allí algún tiempo a expensas de este seminario; pero cuando llegue la hora de la verdad, habrá pocos tan desprendidos de sí mismos para entregarse a empleos pesados y comprometerse en viajes largos y peligrosos. No obstante no dejaré de contribuir con todas mis fuerzas a esta santa empresa.»Se excluía entonces a la Compañía de la dirección de este seminario, y Vicente veía que tenían razón, «a causa de la nacionalidad. Pues, decía, los Franceses implorarían la protección del rey para sustraerse a sus compromisos, y más aún porque serían dirigidos por otros Franceses; además a los españoles y de otras naciones les costaría ponerse en manos de extranjeros.» Se volvió, a pesar de todo, a la idea de confiar este seminario a la dirección de los sacerdotes de la Misión. Pero las envidias por la nacionalidad se salieron con la suya, y todo quedó en agua de borrajas. Los Misioneros quedaron encargados tan sólo de la dirección espiritual de los escolares de la Propaganda17. La Compañía debió limitarse a servir al clero por los ejercicios de los ordenandos.
Estos ejercicios produjeron en Roma sus frutos de costumbre. Así debía ser, ya que en eso como en otras partes, no se había hecho nada para inmiscuirse en esta obra, que no se sabía siquiera quién era su promotor, y que, por consiguiente, siguiendo la expresión de Vicente de Paúl, Dios, que la había comenzado, se había comprometido de alguna manera a dirigirla a buen fin. Por otra parte, allí se seguían los mismos reglamentos que en París, y se debía llegar a los mismos resultados.
El retiro y ordenación de Navidad de 1659 fueron particularmente fructuosos, y Vicente, en su humildad, atribuyó y el mérito a los dos hermanos de Chandenier que se hallaban entonces en Roma. Escribió a d’Horgny, el 11 de enero del 1660: «Dios ha querido y nuestro santo padre el Papa enviar a los ordenandos a los pobrecitos de la Misión de Roma en las Cuatro témporas últimas. Los SS. abates de Chandenier se han encontrado allí por una providencia especial de Dios, que ha querido edificar con su modestia, su piedad, su recogimiento y las demás virtudes que ellos practican.» Estos dos eclesiásticos de un nombre tan grande y de una virtud más grande aún, edificaron, en efecto, mucho a los ordenandos. El mayor celebraba todos los días la misa mayor en su presencia con su devoción y su dignidad ordinarias, y su hermano le servía humildemente de turiferario o de acólito. Se quiso imitar tales ejemplos, y el retiro trascurrió tan bien que el Papa, informado al punto, manifestó su satisfacción en pleno consistorio. El superior de la Misión de Roma, a la vista del informe que le dio el cardenal de Santa Cruz, se apresuró a enviárselo a Vicente de Paúl.
Estos ejercicios se hicieron pronto célebres. Prelados, cardenales, generales de órdenes llegaban a escuchar las charlas, o las daban ellos mismos, como en Francia; por ejemplo, el cardenal Barbarigo, obispo de Bérgamo, y los cardenales Albici y de Santa Cruz; los eclesiásticos de mayor raigambre tenían a bien tomar parte; los extranjeros mismos pedían ser admitidos a ellos.
En 1697, se fundó una segunda casa en Roma, la de San Juan y San Pablo. Más tarde lo fueron otras sucesivamente: en los Estados pontificios: en Perusia(1680); en Macerata (1686); en Ferrara(1694); en Fermo(1704); en Forli(1709); en Tivoli(1729); en Bolonia(1733): en Subiaco(1764). Todas las casas de la provincia romano quedaron suprimidas por los Franceses dueños de Roma, menos la del Monte-Citorio que se mantuvo para la educación e instrucción de loa alumnos de la Propaganda; pero todas menos las de Forli y de Subiaco, fueron restablecidas al regreso del papado a sus Estados en 1815. la casa de San Juan y San Pablo, en Roma, ha sido reemplazada por la de San Silvestre, hoy seminario interno de la Congregación. misiones, retiros, conferencias eclesiásticas tales son los empleos ordinarios de cada una de estas fundaciones .
En vida de san Vicente de Paúl, un gran número de prelados italianos establecieron otra vez los ejercicios de los ordenandos en sus diócesis, entre otros el cardenal Barbarigo, aquel obispo veneciano ya nombrado, mientras tanto hubo que esperar un siglo más para que la Misión tuviera una fundación fija en los Estados de Venecia. En 1750, una Misión dada con gran éxito en Murato, diócesis de Torcello, cerca de Venecia, dio al cardenal Delfino, patriarca de Aquilea, la idea de establecer la Compañía en Udine. El Senado veneciano, de ordinario opuesta a toda nueva fundación votó ésta por unanimidad, y la población entera quiso concurrir a la construcción de lo edificios que le estaban destinados. Grandes y pueblo tuvieron que aplaudirse por haber favorecido una fundación que, que hasta su supresión en 1810, con la invasión francesa, produjo los frutos de salvación en todo el patriarcado de Aquilea.
II. Misión de Génova.
De todos los prelados de Italia, contemporáneos de Vicente de Paúl, que se apresuraron a llamar a sus hijos, el más digno de recuerdo es el cardenal Durazzo, arzobispo de Génova.
El cardenal Durazzo, perteneciente una familia ilustre que ha dado muchos dogos a la república, y varios prelados a la Iglesia, esperaba a Misioneros de Francia, cuando uno de los de Roma pasó por Génova para regresar a París, por adelanto de herencia, el piadoso arzobispo le tomó de alguna manera al vuelo, le puso inmediatamente a la obra, luego escribió a Vicente en agosto de 1645: «Yo me he servido de su ministerio en diversos lugares de mi diócesis y ha trabajado con gran fruto y bendición para el servicio de Dios, para la salvación de las almas y para mi satisfacción particular. He consentido en su partida porque nos enviáis a otros sacerdotes para continuar lo que él ha comenzado tan felizmente. Al parecer se va a establecer un instituto tan piadoso para mayor gloria de su divina Majestad.»
Ese mismo año de 1645, los Misioneros prometidos llegaron efectivamente; pero trabajaron durante dos años antes de tener en Génova una casa fija. Hasta finales de 1647 cuando el cardenal Durazzo, con el concurso de Baliano, , Baggio y de Jean Christophe Monza, tres sacerdotes salidos de la primera nobleza genovesa pudo por fin darles una casa den Génova. Desde entonces, se entregaron a todos sus ejercicios con tal continuidad y ardor que Vicente, tan enemigo sin embargo de la inacción, temió que sucumbieran y les escribió que se moderaran . pero Qué podrían hacer cuando el cardenal con la salud tan frágil les daba él mismo ejemplo? Se asociaba a sus Misiones como uno de ellos, entraba en todas sus prácticas y seguía a la letra su reglamento; a tal punto que un día, hallándose a la mesa con ellos y algunos gentilhombres, y habiéndole enviado un señor de la vecindad un regalo: «No, respondió, los Misioneros tienen por regla no recibir nada en el curso de sus misiones.»
Bajo la dirección y la mirada de un jefe así, ¿de qué no eran capaces los Misioneros? Parroquias divididas como pequeños Estados en guerra eran desarmadas por estos ministros de paz; los célebres banditi mismos, que el gran justiciero Sixto V no había podido exterminar por completo de Italia, renunciaban al pillaje y al estilete, mientras el padre les perdonaba la muerte de su hijo, el hijo la de su padre. Se fundaban cofradías de Caridad en pueblos con el óbolo del pobre; además, se establecía una Compañía cuya ocupación era enseñar a los ignorantes las oraciones esenciales y los principios de la fe, ir por la parroquia a buscar a los niños para llevarlos al catecismo. Ya que la ignorancia era grande entre estas poblaciones, y cuando las confesiones, que sucedía casi siempre, eran numerosas, dos jóvenes eclesiásticos debían hacer un examen previo, entregar a los que estaban suficientemente instruidos una papeleta de admisión al santo tribunal, y separar a los otros.
Vicente, en San Lázaro, contaba las virtudes y los trabajos de los Misioneros de Génova, y sobre todo de sus superior, Étienne Blatiron, a quien el cardenal Durazzo proclamaba uno de los primeros Misioneros del mundo: «por donde veis, Señor, escribía a éste, que la miel de vuestra colmena ha llegado hasta esta casa y sirve de alimento a sus hijos.» Ël mismo le alimentaba con sus ánimos y sus santas felicitaciones, y le había escrito, el 27 de setiembre de 1647: «No pienso nunca en vos ni en los que están con vos sin gran consuelo. Deseáis todos ser totalmente de Dios, y Dios os desea a todos para sí mismo. Os ha escogido para prestarle los primeros servicios de la Compañía en el lugar en que estáis; y para ello, sin duda, os dará gracias muy particulares, que sirvan como de fundamento a todas las que concederá siempre a esta nueva casa. Así pues, ¿que agradecimiento no debéis a su divina Providencia, que confianza no debéis tener en su protección? Pero cuál debe ser vuestra humildad, vuestra unión, vuestra dulzura de unos con otros!» Y entonces entrando en un santo arrebato, y prosternándose con ellos a los pies de la divina bondad: «Oh Dios, exclama, oh mi Señor, sed el lazo de unión de sus corazones, haced que broten tantos afectos santos cuyo germen vos habéis puesto, dad crecimiento a los frutos de sus trabajos, para que los hijos de vuestra Iglesia puedan alimentarse. Regad con vuestras bendiciones este establecimiento como a una nueva planta. Fortaleced y consolad a estos pobres Misioneros en las fatigas de sus trabajos. Por último, Dios mío, sed vos mismo su recompensa y, por sus oraciones, derramad sobre mí vuestra misericordia.»
Estos deseos fueron escuchados: acabamos de ver el éxito de las misiones; no menores fueron los ejercicios de los ordenandos y de los retiros espirituales. Los retiros comenzaron por los párrocos con quienes habían trabajado, y se tuvieron conversiones admirables. Dos párrocos hacía pública su confesión, como públicos habían sido sus escándalos, y esta clase de confesiones, ante los hombres como ante Dios, se convirtieron en una especie de regla en Génova, de manera que se decía al entrar: «Estamos aquí en el valle de Josafat.»
En eso también el cardenal Durazzo daba ejemplo. Hacía su retiro con los Misioneros, siguiendo todos sus ejercicios con una fidelidad escrupulosa, dedicando como ellos cuatro horas al día a la oración, y casi siempre de rodillas. En vano le invitaban a levantarse y sentarse, no lo hacía casi nunca; y si le obligaba el cansancio, tan humilde como un joven novicio, pedía permiso.. daba cuenta de su oración cuando le correspondía con la sencillez de un misionero. En la habitación, en la mesa, no quería ninguna distinción. Y cuando, al final del retiro, le pidieron que bendijera a los que habían compartido con él los ejercicios, fue él quien se puso de rodillas para recibir la bendición del superior.
Mediante estos trabajos, los Misioneros cambiaron la faz de la diócesis de Génova. En 1656 y 1657, la peste vino a someter su caridad a una nueva prueba. Las cartas de Vicente en esta época están llenas de detalles horribles. Al regresar de los campos a la ciudad, donde el mal crecía diariamente, Blatiron había encontrado las calles cubiertas de montones de cadáveres, entre los cuales cuatro personas vivas, caídas allí de debilidad, esperando convertirse pronto en cadáveres también. Había cinco o seis mil muertos por semana. No se atrevían a venir sino de lejos en auxilio de esta desgraciada ciudad, y nadie se sentía con fuerzas para ir a recoger los socorros que les arrojaban a los lados. Vicente escribía el 9 de setiembre de 1657: Habiendo llegado una barca de Savone al puerto con algún refresco, y después de gritar largo rato, nadie ha respondido; de manera que regresando unos días después los encontró como los había dejado18.»
Por el tiempo de esta carta, la peste había ido en aumento. Jesuitas, Misioneros, se habían visto obligados a ceder sus casas a los apestados, y ellos se habían refugiado en una casa de alquiler19. Ni los cambio s de las estaciones ni las oraciones que acababa de hacer la Iglesia con ocasión de un jubileo, nada podía detener la plaga, ni siquiera disminuir sus ataques. «Qué grandes tendrán que ser, escribía entonces Vicente, los pecados del Estado cristiano, que obligan a Dios a ejercer su justicia de esta manera. Quiera su misericordia venir a visitar también y pronto aquellas pobres ciudades, y consolar a tantos pueblos afligidos por todas partes, a unos de una manera, a otros de otra.» En su profunda aflicción, creía dar gracias a Dio porque sus casas habían sido preservadas hasta entonces, y le pedía que las protegiera hasta el final20. Pero bien pronto, el superior mismo, Étienne Blatiron, caía atacado en Génova, al mismo tiempo que le sucedía a Edme Jolly en Roma. Y a otros en otras partes. Qué dolor ante la noticia del peligro de estos excelentes operarios, y cuántas plegarias partieron de San Lázaro por ellos y de todas las casas de la Compañía. De estos dos grandes siervos de Dios, uno se quedó para gobernar más tarde la congregación; el otro con algunos de sus compañeros de heroísmo y víctima fue llamado a Dios. escuchemos la oración fúnebre que les tributó Vicente en una charla sobre la confianza: «Oh qué verdad es, señores y hermanos míos, que debemos tener una gran confianza en Dios, y ponernos por completo en sus manos, creyendo que su providencia dispone para nuestro bien y para nuestro provecho todo cuanto quiere o permite que nos suceda. Oh, lo que Dios nos da y lo que nos quita es para nuestro bien, ya que es por su agrado, y que su agrado es para nuestro fin y felicidad. Con esta intención les comunicaré una aflicción que nos ha sobrevenido, pero que puedo decir de verdad, hermanos míos, una de las más grandes que nos podía pasar: y es que hemos perdido el gran apoyo y principal soporte de nuestra casa de Génova. El Sr. Blatiron, superior de aquella casa, que era un gran servidor de Dios, ha muerto; se acabó! Pero eso no es todo: el buen Sr. Dupont, que se entregaba con tanto gozo al servicio de los apestados, que sentía tanto amos hacia el prójimo, tanto celo y fervor por procurar la salvación de las almas, ha sido también arrebatado por la peste. Uno de nuestros sacerdotes italianos, el Sr. Domingo Bocconi, muy virtuoso y buen Misionero, como he sabido, murió al parecer en un lazareto, en el que se había puesto a servir a los apestados del campo. El Sr. Tratebas, que era también un verdadero servidor de Dios, muy buen Misionero, y grande en todas las virtudes, ha muerto también21. El Sr. François Vincent a quien conocían ustedes, que no cedía en nada a los demás, ha muerto. El Sr, Ennery, hombre sabio, piadoso y ejemplar, ha muerto. Es cierto, Señores y hermanos míos, la enfermedad contagiosa nos ha llevado a todos estos valientes obreros; Dios se los ha llevado a él22. De ocho que eran, no queda ya más uno, el Sr. Le Juge quien, habiendo sido contagiado por la peste, se curó y sirve ahora a los demás enfermos23. Oh Salvador Jesús, qué pérdida y qué dolor. Es ahora cuando tenemos gran necesidad de resignarnos a todas las voluntades de Dios: puesto que, de otra forma, ¿qué haríamos nosotros, sino lamentarnos y entristecernos inútilmente por la pérdida de estos grandes celadores de la gloria de Dios? Pero con esta resignación, después de dejar algunas lágrimas al sentimiento de esta operación, nos elevaremos a Dios, le alabaremos y bendeciremos por todas estas pérdidas, pues nos han sucedido por la disposición de su santísima voluntad. Pero, Señores y hermanos míos, ¿podemos decir que perdemos a los que Dios nos lleva? No, no los perdemos; y debemos creer que la ceniza de estos buenos Misioneros servirá como semilla para otros más. Tened por seguro que Dios no apartará de esta Compañía las gracias que él les había confiado, sino que se las dará a los que tengan el celo de ir a ocupar sus puestos»24.
Al lado de la pérdida de estos excelentes Misioneros, ¿qué podía significar la pérdida de un proceso, incluso de un proceso muy importante, que tuvo que afrontar muy pronto la casa de Génova? Este proceso era intentado por los herederos de Jean Christophe Monza, uno de los bienhechores de la Misión de Génova. Por eso, al enterarse Vicente respondió, el 24 de octubre de 1659, a Pesnelle, el nuevo superior: «Viva la justicia! Hay que creer, Señor, que se halle en la pérdida de vuestro proceso. El mismo Dios que os había hecho un regalo, ahora os lo ha quitado: Su santo nombre sea bendito! El bien es malo cuando esta donde Dios no lo quiere. Cuanto más nos parezcamos a Nuestro Señor despojado, más parte tendremos también en su espíritu. Cuanto más busquemos, como él, el reino de Dios su Padre, para establecerlo en nosotros y en los demás, más cosas necesarias a la vida se nos darán. Vivid en esta confianza, y no penséis tanto en los años estériles de los que habláis. Si llegan para la subsistencia, o para los trabajos, o para las dos cosas, in nomine Domini! no será por culpa vuestra, sino por orden de la Providencia cuya conducta es siempre adorable. Vamos a dejarnos pues conducir por nuestro Padre que está en los cielos y tratemos en la tierra de no tener más que un querer y un no querer con él.»
Por lo demás, casi al mismo tiempo el santo fue recompensado por su confianza, ya que el marqués de Brignole asignaba a la Misión de Génova una suma anual considerable. En su humilde gratitud para con Dios y el donante, Vicente escribió a Pesnelle, el 9 de mayo de 1659: «…Me dais motivo de volver al Sr. Emmanuel Brignole por el gran afecto que decís que siente por nuestra pequeña Congregación, para responderos que una de mis sorpresas es que un hombre de su condición y de su piedad ponga su corazón en un lugar tan bajo para elevar nuestra indignidad al honor de su benevolencia y a los efectos de su bondad. Nosotros pedimos a Dios que sea él su recompensa».
¿Qué habría dicho si hubiera previsto que esta benevolencia hacia la Compañía sería hereditaria entre los Brignole, y que los lazos entre la noble familia genovesa y la humilde familia religiosa francesa, rotos por la desgracia de los tiempos, reanudarían al cabo de dos siglos de distancia? En 1855, el marqués Antoine de Brignole-Sale y la marquesa Arthemise de Negrone, con la idea de proveer a la instrucción de veinticuatro jóvenes elegidos en las diversas diócesis de Italia y de Fracia, para ser puestos seguidamente a la disposición de la Propaganda, fundaron el colegio de Brignole-Sale-Negrone, en Passolo, residencia de los sacerdotes de la Misión, a quienes se confió la dirección. La inauguración tuvo lugar el 11 de febrero, en presencia de los fundadores, de Mons Charvaz, arzobispo de Génova, del Sr. Étienne, superior general de la Congregación, de un gran número de personajes ilustres, entre los que estaba Mons Dupanloup, obispo de Orléans. Tres discursos se pronunciaron: uno por el marqués de Brignole; otro por el Sr. Étienne, quien citó la carta ya transcrita de San Vicente a Pesnelle; el tercero por Mons Chavaz, quien hizo este retrato tan en consonancia con los Misioneros: «preparados para todo, dijo, sin creerse buenos para nada, a quienes no se ve nunca entre los grandes, sino en su casa, siempre que se necesita de sus consejos y servicios.»
Después de la muerte de san Vicente de Paúl, la Misión formó otras tres casas en el Estado genovés. Todas, en particular la de Génova, a la vez seminario interno, casa de misiones, de retiros y de conferencias eclesiásticas, tuvieron mucho que sufrir durante la Revolución. Los Misioneros fueron sucesivamente, y más de una vez, dispersados y reunidos. Tres de estas casas, las de Génova, de Savone y de Sarzane, resistieron a la tormenta hasta su completa supresión en 1810. en 1815, fueron restablecidas por el gobierno de Liguria y entraron en posesión de los escasos bienes yfondos que no habían sido enajenados . hoy ya han recuperados todas las funcione de antaño, a las que Savone y Sarzan han añadido incluso la dirección de un Colegio.
III. Misión en Córcega.
A la república de Génova pertenecía entonces Córcega. Con la esperanza de contener por la religión esta isla siempre levantada contra la metrópolis, el senado genovés pidió a Vicente, en 1652, que extendiera su caridad hasta ella. Vicente concedió al punto a siete de sus sacerdotes de Génova, con el superior Blatiron a la cabeza, a los que el cardenal Durazzo añadió otros ocho eclesiásticos, cuatro seculares y cuatro religiosos, aunque de los cinco obispados de Córcega dos solamente, los de Mariana y de Nebbio, fuesen sufragáneos de Génova. Ninguna Misión fue más necesaria. Se conoce la vendetta tan célebre en las historias como en los relatos novelescos y de cuentos; es en Córcega, en el corazón de sus habitantes, volcánicos como su suelo y sus montañas donde parece haber tenido origen, para extenderse de allí en olas de sangre, lava de esta pasión bárbara. A la ferocidad de los Corsos, la ignorancia, la impiedad, el concubinato, el incesto, el robo, los falsos testimonios, los matrimonios prohibidos, el divorcio, formaban un espantoso cortejo.
Los Misioneros avanzaron sin temor hacia estos monstruos y, para mejor vencer, se repartieron en cuatro cuerpos que se dirigieron a la vez sobre Campo-Lauro, Il Cotone, Corte y Niolo.
En Campo-Lauro, residencia ordinaria del obispo de Aleria, sede entonces vacante, tuvieron que luchar principalmente contra la división, que de los dos vicario generales nombrados, uno por la propaganda, el otro por el capítulo, había pasado al clero y al pueblo. Triunfaron allí, como en Cotone y en Corte. ellos sometieron en primer lugar a la regla del deber a los eclesiásticos a quienes reunían cada día después del pueblo; apagaron los odios y las venganzas, rompieron los comercios criminales y los reemplazaron por cofradías de Caridad.
Pero el centro de la guerra santa estuvo en Niolo, valle de tres leguas de largo por media legua de ancho, rodeado de montañas inaccesibles; lugar de refugio, por consiguiente, de los banditti que, a favor de las rocas con que se cubrían contra las pesquisas de los oficiales de justicia, podía ejecutar impunemente sus crímenes y sus bandidajes.
En el resto de los habitantes, ningún carácter religioso excepto el bautismo; ignorancia profunda de los primeros elementos de la fe; ausencia de toda práctica cristiana; todos los vicios en lugar de todas las virtudes. Era en primer lugar la venganza, primera lección inculcada a los niños, instintivamente practicada por ellos, como en los pequeños de las bestias feroces; venganza que adoptaba todas las formas: latrocinios, falso testimonio en la justicia, y siempre asesinato. Eran después la cohabitación antes del matrimonio, e inmediatamente después de los esponsales, uniones antes de la edad núbil y desde la primera infancia y, por lo tanto, concubinatos, más o menos prolongados, a veces definitivos y hereditarios. Divorcios múltiples, incestos tachados de censuras.
A estos males los Misioneros opusieron en primer lugar la instrucción religiosa; después llegaron a separar a los concubinos y a los excomulgados; reconciliaron a unos con Dios, a otros también con la Iglesia; entre estos últimos, ay, a algunos sacerdotes; por último pensaron en establecer la paz y la caridad entre este pueblo feroz. Era intentar lo humanamente imposible. Durante quince días trabajaron sin arrancar ni un odio de los corazones, ni un arma de las manos. Venían a la predicación pero con equipo de guerra, la espada ceñida, las pistolas y las dagas al cinto, el fusil al hombro, la venganza en el alma. Apenas el Misionero pronunciaba la palabra de perdón de las injurias, cuando al punto, por miedo a sentirse impresionados, se salían todos de la iglesia.
Mientras tanto la Misión se va a acabar. El Misionero está en el púlpito y habla otra vez de perdón, ya se dan media vuelta. Sin otro recurso, él saca el crucifijo: «Que todos los que quieren perdonar a sus enemigos, exclama, vengan a besar los pies del Dios de misericordia!» A esta llamada, todos se miran, pero se quedan inmóviles. El Misionero se va a bajar, oculta su crucifijo y amenaza con la venganza de Dios a todos los que piensan vengarse de los hombres. La misma insensibilidad! Entonces se levanta un capuchino: «Oh Niolo, exclama, desdichado Niolo, quieres entonces perecer bajo la maldición de Dios!» De repente se abren las filas y dejan paso a un párroco cuyo sobrino acababa de ser asesinado. «Soy yo, dice, quien va a comenzar!» Se prosterna, besa el crucifijo y, llamando al asesino, presente en la asamblea: «Venid, dice, que os abrace, después de a mi Dios.» Otro sacerdote llega por detrás, luego tal multitud, que durante el espacio de hora y media, no hubo en la iglesia más que reconciliaciones y abrazos. Y para sellarlo todo en la tierra como en el cielo, quisieron que un notario levantara un acta auténtica.
Al día siguiente fue verdaderamente un día de comunión general, comunión con Dios, comunión entre los hombres, comunión de pueblo a pastor y de pastor a pueblo.
«Todo el mundo ha hecho la paz con sus enemigos?» pregunta entonces el Misionero. Un párroco se levanta y pronuncia varios nombres. Éstos se acercan a su vez, adoran al santísimo Sacramento expuesto, perdonan y se abrazan.»Oh Señor, exclama para concluir el piadoso Misionero cuyo relato abreviamos; qué edificación en la tierra y qué alegría en el cielo!» Después de dar la última mano a su obra, los misioneros se trasladaron a la orilla, donde los esperaba una galera, enviada por el senado de Génova. Iban acompañados de una multitud todavía armada; pero esta vez las armas no se dispararon más que en señal de júbilo y agradecimiento o para saludar su partida.
Siete años después, el senado de Génova quiso fundar en Córcega una Misión permanente. Vicente recibió la propuesta con agradecimiento, pero vio en ello dos dificultades graves: no tenía hombres de habla italiana y formados para este empleo: luego temí indisponer a los obispos sobre cuyas rentas la República tenía la intención de cobrase los 400 escudos anuales destinados al mantenimiento de los Misioneros en Córcega. Su consejo fue pues diferir esta fundación, y limitarse mientras tanto a una Misión parecida a la de 1652. El cardenal Durazzo, que llevaba este proyecto en el corazón, encontró el medio de eludir la principal dificultad. Ya no se trataba más que de una fundación pequeña en uno de los obispados de Córcega, con obligación para los Misionero de recorrer las demás diócesis de la isla, y se les asignaba para subsistir un fondo independiente, sin imponer un odioso tributo a las tierras episcopales. La antevíspera de su vida, Vicente escribía también, lleno de admiración y gratitud, para consentir en esta combinación; pero su muerte llegó para interrumpirlo todo25. La Misión no fue fundada, en Bastia, hasta 1678; suprimida en 1798 por la revolución francesa, no se ha vuelto a establecer.
IV. Misión del Piamonte y de Nápoles. –Misiones de Italia hasta nuestros días.
La Misión de Turin fue fundada por el Marqués de Pianezze, primer ministro de Estado del duque de Saboya, hombre también tan celoso de los intereses de Dios como de los de su príncipe. Cuando la peste causó tantos vacíos en las filas de los Misioneros de Roma y de Génova, el marqués de Pianezze proporcionó los medios de formar, en la casa de Turín, a franceses capaces de trabajar en toda Italia, al mismo tiempo que Jolly fundaba en Roma, con el mismo plan, un seminario interno.
El marqués de Pianezze necesitaba para empezar dos, luego seis Misioneros, para regentar en Turín una iglesia milagrosa del Santísimo Sacramento, sin que les fuera permitido evangelizar los campos, a menos que en la renta de fundación encontrasen medios de mantener a Misioneros suplementarios. Vicente encargó a Blatiron de ir a Turín a exponer al marqués de Pianezze que una condición así era contraria al Instituto y que la Compañía no podía aceptar la donación hasta tanto que el servicio de la iglesia milagrosa fuera compatible con sus funciones esenciales, a saber el apostolado del campo, la educación del clero26. El marqués de Pianezze tuvo que renunciar a su primer proyecto.
La Misión de Turín fue fundada en 1655, y no se compuso en un principio más que de cuatro Misioneros. Vicente llamó de Sedan, para darle la dirección, a Martin, quien había trabajado ya en Génova. Para lograr ser recibido mejor del arzobispo de Turín, Martin pidió una carta de recomendación al cardenal Durazzo. Vicente se lo reprobó con energía. «La humildad, le escribió, es la puerta por donde debéis entrar en los ejercicios de esta nueva fundación, y no por la de la reputación rebuscada, que es con frecuencia perjudicial, sobre todo cuando el éxito de las ocupaciones no se corresponde con la estima que el primer ruido ha hecho concebir… Esta fundación hará progresos como las demás si se apoya en el amor a su propia abyeción»27.
Martin había tenido la idea, más condenable todavía a los ojos de Vicente, de comenzar en Piamonte por una Misión de campanillas. «Oh no, Señor, le escribió enseguida el santo; es preciso por el contrario que comencéis por una pequeña Misión que no tenga mucho aparato. Ello os parecerá fastidioso y poquita cosa; pues, para mereceros la estima, habría que según parece, presentarse con toda una Misión espléndida que pusiera bien a la vista los frutos del espíritu de la Compañía. Dios me guarde de tener ese deseo. Lo que conviene a nuestra pobreza y al espíritu del cristianismo es huir de la ostentación para ocultarnos, es buscar el desprecio y la confusión, como lo hizo Jesucristo; y entonces, pareciéndonos a él, él trabajará con nosotros… Así es como los santos reprimieron la naturaleza que gusta del brillo y la reputación, y es así como lo debemos hacer, prefiriendo las ocupaciones bajas a las brillantes, y la abyeción a los honores. Espero, sin duda, que echéis los fundamentos de esta santa práctica con los de la fundación para hacer que el edificio esté fundado sobre roca, y no sobre arena movediza.»28
Así lo hizo Martin, y la bendición de dios vino a recompensar su humilde obediencia y realizar las promesas de su venerado Padre.
En Piamonte como en otras partes de Italia, las Misiones llevaron sus frutos a todas las clases de las poblaciones. Clero secular y clero regular, pastores y rebaños, nobleza y pueblo, todos participaron por igual. Allí también incluso en invierno llevaban a la iglesia algún alimento, y se quedaban hasta ocho días y ocho noches enteras esperando su turno para confesarse. En algunos lugares, como hace un rato en Niolo, iban al principio a los santos ejercicios con la espada, la daga y la pistola, pero las armas cayeron igualmente ante los ministros del Dios de paz. En Luzerna, donde la multitud, demasiado grande para la iglesia, no podía ser evangelizada sino en la plaza, sucedió que un hombre de facción y armado de pies a cabeza fue herido por la imprudencia de otro. «Justo Dios, si me hubiera ocurrido en otro tiempo…pero mis pecados lo merecen y más aún». Fue toda su venganza! Se contentó con retirarse un instante y restañar la sangre de su herida y volvió a ocupar tranquilamente su lugar a los pies del predicador. Allí fueron necesarias seis semanas: en otras partes dos días eran suficientes para operar estos prodigios de pacificación. Se quedaron seis semanas también en Raconi, aunque fuera al final de una campaña evangélica pesadísima, y Dios bendijo de tal forma este coraje que todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad se requisaron para ayudar a oír las confesiones incontables. En Sevigliano, el asunto de la salvación se convirtió en el asunto único. Talleres, tiendas, todo se cerró a la hora de la predicación, y todo comercio cesó en el mercado público. La entrega de un Misionero, muerto de pena, significó el último aldabonazo, y el buen sacerdote acabó venciendo en su tumba. En Savigliano fue donde unos soldados y oficiales franceses que esperaban allí el momento de entrar en campaña contra los aliados de España, contribuyeron a la edificación de los indígenas con un maravilloso retorno a Dios. En Savigliano también fue necesario resistir a las instancias de los habitantes y a la intervención tan poderosa del marqué de Pianezze por no dejar a cinco o seis Misioneros a quienes llamaban a otra parte las necesidades de los pueblos.
A la petición de Cristina de Francia, duquesa de Saboya y gobernanta en nombre de su hijo Carlos Manuel, la Misión se abrió en la gran población de Bra, donde las calles estaban en barricadas como en guerra civil, todos los ciudadanos armados, todas las ventanas cambiadas en asesinas. Los Misioneros habían sido adelantados de los ministros de Estado, cuyos esfuerzos pacíficos habían fracasado ante el humor feroz de los habitantes. Hija de Enrique IV, Cristina había hecho usar la dulzura por la firmeza, después de hablar como madre, habló como soberana y, a favor de una suspensión de armas, los Misioneros pudieron abrir sus ejercicios. Alcanzaron un éxito que arrancó lagrimas de gozo a la duquesa y al marqués de Pianezze. Para imitar de alguna manera el perdón de Dios, Cristina ofreció a los habitantes de Bra remisión total de todas las penas debidas por sus crímenes29. –Las mismas cartas de gracia y de abolición fueron enviadas a un burgo vecino que el senado de Piamonte había tratado en vano de pacificar, y que no resistió al celo de los misioneros. en Cavallo-Maggiore, los hijos de Vicente de Paúl hicieron también el oficio de magistrados, tanto en lo criminal como en lo civil y sus decisiones fueron tenidas como decretos sin apelación.
Los informes que seguimos están llenos de parecidos detalles sobre las misiones de Scalenghe, de Fossano, de Mondovi, de Cherasco. Estos éxitos dieron lugar, en el correr de los años, a diversas fundaciones en los Estados de Saboya y de Piamonte. La Misión poseía allí seis casas a finales del último siglo, entre otras: Casale (1706), San-Remo (1714), Mondovi (1786) y Boghera(1787). Estos establecimientos fueron sucesivamente anulados por las desgracias de la guerra, y a medida que el gobierno francés se posesionó de los Estados de la casa de Saboya. Arruinados primero por contribuciones enormes y sometidos a toda clase de vejaciones, fueron suprimidos por primera vez, como casi todos los de Italia , por la revolución francesa, hacia 1798. Restablecidos al año siguiente por Austria, convertida otra vez en dueña de Italia, fueron de nuevo dispersados después de la batalla de Marengo, cuando las tropas francesas invadieron el Piamonte; y en 1810, fueron envueltos en el decreto, que suprimía en el imperio todas las comunidades religiosas, pero, entretanto habían producido bienes infinitos. En Turín, sobre todo, una vez que los misioneros, por largo tiempo alojados de alquiler, entraron en posesión de una casa y de una iglesia, dieron hasta 14 retiros por año, tanto a los seglares como a los eclesiásticos. Aparte de su seminario interno, tenían un seminario para los clérigos de fuera, que se convirtió en un semillero de buenos sacerdotes, de manera que a la vista de un eclesiástico grave y modesto, se decía comúnmente en las calles de Turín: «Es un sacerdote del seminario de la Misión.» Además, en número de veinticinco o treinta sacerdotes, repartidos en cuatro equipos se extendieron por la diócesis para evangelizar a los pueblos. Sustituidos en 1776, en la Compañía de Jesús, suprimida hacía tres años, ocuparon su casa y sus funciones, sin disminuir nada de sus trabajos ordinarios. Tal era la Misión del Piamonte que, a partir de 1704, formó una provincia separada, con el nombre de provincia de Lombardía, teniendo a su mando todas las fundaciones del norte y del centro de Italia. Los establecimientos de los Estados pontificios y del reino de las Dos Sicilias formaban la provincia de Roma. Restablecidos en 1821, la Misión de Turín no pudo recuperarse ni en su antigua casa de Turín, ni en la que había reemplazado a los jesuitas. Alojada también de alquiler como en sus comienzos, hasta 1830 no ocupó la casa y la iglesia de la Visitación donde ha reanudado todas las funciones ya descritas y abierto conferencias semanales para formar a los clérigos jóvenes en los deberes del sacerdocio y en la predicación. Si la Misión no ha podido restablecerse en San-Remo y en Voghera, por lo menos se ha podido recuperar en Mondovi y, en compensación de los puestos perdidos, ha fundado las nuevas casas de Oristano(1836), isla de Cerdeña, de Scarnafigi (1847), donde posee un pequeño seminario; de Finale-Marina (1851), donde dirige un colegio: seis establecimientos en total para el reino de Cerdeña que, unidos s los cuatro de la antigua república de Génova, la constituyen en el mismo estado en que estaba antes de la Revolución.
Volveremos a ver a los Misioneros siempre los mismos, si los acompañamos en Nápoles, donde fueron fundados después de la muerte de Vicente, en 1668, por el cardenal arzobispo Caracciolo. Se hablaba de este establecimiento en 1658 y el desprendimiento del santo sacerdote impidió solo tal vez que fuera fundado entonces. Como le habían escrito que el cardenal Brancaccio quería reunir en su congregación a una comunidad de buenos sacerdotes napolitanos, respondió el 8 de noviembre: «Si es del agrado de Dios que la semilla arrojada por este señor nazca y fructifique, habrá que tenerlo muy en cuenta; pero no es preciso ahora ni nunca que demos ningún paso para ello ni de palabra ni de acción. Somos de Dios, dejémosle hacer.» Henri Caracciolo, entonces simple oyente de cámara, había tenido ocasión de admirar en Roma las virtudes y los trabajos de los Misioneros. Creado en 1667, el cardenal arzobispo de Nápoles al año siguiente, logró tres del superior general Alméras, entre los que estaba Cosme Galilée, sobrino del famoso sabio de Florencia. Estos tres sacerdotes se entregaron rápida y simultáneamente a las obras de las Misiones y de los retiros, sin dejarse abatir por su extrema pobreza. Más generoso en palabras que en dones reales, el cardenal los entregó a un tal desprendimiento de las cosas más necesarias a la vida, que su superior Alméras les exhortó más de una vez a abandonar el puesto y retirarse a Roma. Pero ellos se mantuvieron firmes y esperaron confiados el día de la Providencia. El año siguiente les dieron un convento suprimido en el barrio de Santa Maria-delle-Vergini, pero tan estrecho y destartalado que le tuvieron que derribar y reconstruir. Muchos años después pudieron construir una iglesia, y se vieron de este modo en posesión de una de las casas más grandes y mejor ordenadas de la Compañía. Entre sus más generosos bienhechores, citemos a la duquesa de Saint Élie, nacida condesa de Brandis-Staremberg y, por consiguiente, princesa del Saint-Empire; también una de estas mujeres en quienes el nacimiento y la fortuna no servían más que para dar brillo y recursos a la virtud. Llena de devoción por san Vicente y por sus obras, hizo de su casa un hospital, donde curaba y vendaba a los pobres con sus manos. Se asoció incluso a las Hijas de la Caridad, cuyo hábito tomó, y con él quiso morir, y murió en efecto el 5 de noviembre de 1761; en este hábito que ella quiso ser y fue enterrada. Por petición suya también fue inhumada en la iglesia de la Misión, a la que había legado 15,000 libras y su capilla doméstica. Viviendo aún, había dado unas 30,000 libras a la Misión de Näpoles. Gracias a estos socorros, los Misioneros pudieron continuar y difundir sus obras, tanto en la capital como en las provincias, donde fundaron otros cuatro establecimientos, en Oria (1729), en Lecce (1732), en Bari(1746) y en Girgente (1753). Todos ellos dependían de la provincia de Roma, y era en Roma donde los Misioneros napolitanos iban a hacer su seminario. Las cosas duraron así hasta l760, cuando Fernando IV, empujado por Tanucci y los filósofos, de quienes todos los príncipes de la malhadada casa de Borbón tomaban entonces la consigna y se hacían los secuaces, dio el primer golpe a las comunidades religiosas de su reino, ordenando que toda función espiritual fuera prohibida en él a los miembros extranjeros. Los Misioneros no tenían más que un pequeño número de Napolitanos para hacer frente a la multiplicidad de sus empleos. Golpeados, encadenados al presente, quisieron por lo menos preparar el porvenir, y mientras seguían dependiendo de Roma, fundaron en Nápoles un seminario interno. Pero, en 1788, Fernando, llevando más lejos la guerra contra las congregaciones religiosas prohibió toda dependencia de un superior extranjero, con pena de suspensión en el reino. Retirada o cisma, tal parecía ser para los Misioneros la única alternativa. Varios se retiraron en efecto a sus familias, los otros quedaron sometidos en apariencia a las prescripciones del Estado. Se reunieron en asamblea nacional, trazaron reglamentos, eligieron por tres años a un superior mayor, cuatro asistentes y tantos superiores particulares como casas había en el reino, y vivieron así bajo todos los regímenes hasta 1814. ¿Hubo un cisma real? Parece que todo se hizo con asentimiento secreto, en primer lugar del superior general Cayla, muerto en Roma en 1800, luego del vicario general de Roma. Sicardi, nombrado por el Papa Pío VII. El 18 de diciembre de 1815, Sicardi constituyó las casas del reino de Nápoles en una provincia distinta, la cual se apresuró, cuando León XII, en 1827 reunió a toda la congregación bajo el gobierno de una sola cabeza y colocarse como todos los demás bajo la obediencia del superior general.
A partir de entonces varias fundaciones nuevas de la Misión se formaron en las Dos Sicilias: Monopoli (1629); San Nicolás de Tolentino, en Nápoles (1636); Tursi, en la Basilicata (1851); Siracusa y Nicosia, en Sicilia (1852 y 1858); la casa y seminario de Aquino en Roccaseca (1859); por último, recientemente, Modica, en Sicilia, de la que los Misioneros no podrán entrar en posesión hasta después de la muerte del fundador. Aparte de un seminario interno en Nápoles, un colegio en Lecce, estas casas se ocupan de Misiones y de retiros, a los que San Nicolás y Bari añaden conferencias eclesiásticas.
Éstos son, en su nacimiento, en su desarrollo, en sus progresos, en sus vicisitudes en su vida hasta nuestros días los establecimientos fundados o proyectados en Italia por san Vicente de Paúl. Existen algunos en otras provincias de la Península, en los que él no había pensado, pero que, ramificaciones de los primeros, se relacionan con su obra propia y personal. Tales son en el Modenado, el Milanesado, la Lombardía, la Toscana: Reggio, Modena y Pavía( 1580-1682); Cremona (1702), Florencia (1706), donde los Misioneros fueron substituidos por canónigos regulares por el papa y el gran duque de Toscana: Parma (1780); Plasencia sobre todo (1752), donde el cardenal Alberoni les dio la dirección de hermoso colegio de su nombre: especie de universidad en la que se enseñaban a la vez las letras y las ciencias, el derecho y la teología. Todas estas casas cerradas por la Revolución o el régimen imperial no han sido devueltas a la Misión, con la excepción de Plasencia, donde ella dirige el seminario mayor, y de Florencia, donde ejerce todas sus funciones acostumbradas. En revancha, ella se ha establecido recientemente en Siena (1856). Estas tres fundaciones forman hoy parte de de la provincia de Roma. Si se hace el balance de los establecimientos recuperados o nuevos, se halla que la Misión posee hoy en Italia una treintena de fundaciones en igual cantidad más o menos de las que poseía antes de la Revolución.
- Cartas del 1º y 26 de febrero, y 1º de junio de 1640.
- «…cognito etiam fructu Missionum quas Lud. Le Breton per castella et pastoricia tuguria huius districtus(Romae) de nostro mandato obierat. «
- Una parte de esta suma se empleó en la adquisición de los coches y carrozas de Soissons.
- Las 5 000 libras fueron compradas sobre los coches de Normandía..
- Que fueron empleadas en la compra de una renta de 2 000 libras en los coches de Normandía.
- Ver estas actas arch.. del Estado, S, 6716.
- Cartas a Jolly de los 21 y 28 de diciembre de 1647.
- Cartas al mismo de los 19 de julio, 9 de agosto, 1º y 6 de setiembre de 1648.
- Cartas a Jolly de los 25 de octubre y 1º de noviembre de 1658.
- Carta a Jolly del 9 de mayo de 1659″
- Cartas a Jolly, de los 5 y 19 de setiembre de 1659.
- Ver también rep. de oración del 25 de abril de 1655.
- Carta a Codoing del 20 de marzo de 1643.
- A. Desdames, en Polonia, 18 de junio de 1660.
- Carta del 18 de octubre de 1657.
- Carta de 22 de noviembre de 1658.
- Cartas a Jolly, de los 16 de noviembre y 27 de diciembre de 1657, y de los 20 de febreo y 13 de agosto de 1660.
- Carta a Get, en Marsella, del 24 de agosto de 1657. Véase también rep. de or. Del 30 de agosto de 1657. –Allí Vicente cuenta que la barca disparó un cañonazo a su llegada, un cañonazo a su partida, sin que nadie saliera ni respondiera de la ciudad.
- Carta a Ozenne, en Plonia, del 7 de julio de 1657. –Rep. de or. Del 17 de junio de 1657.
- Carta del 22 de diciembre de 1656.
- Tratebas y Bocconi o Boccono habían echado a suertes para ir a atender a los apestados en un hospital del campo (a Jolly, en Roma, 10 de agosto de 1657).
- Otro Misionero, italiano de nacionalidad, llamado Lucas, pidió y consiguió el favor de servir a los apestados, se preparó a ello con un retiro, y murió después de un servicio de trece días. Murió también un hermano, llamado Damiens (Cartas a Martin del 29 de diciembre de 1656, y en Chiroye, del 7 de enero de 1657).
- En las cartas posteriores a Jolly, de los 6, 12 y 21 de octubre de 1657, el santo mejor informado, dice que quedaban todavía, además de Le Juge, otros dos sacerdotes, tres o cuatro clérigos, y otros tantos hermanos.
- Conf. del 27 de setiembre de 1657. –Véase también sobre la peste de Génova una carta a Lhuillier, en Crécy, del 11 de diciembre de 1657, en la que Vicente nos dice que todos estos muertos eran sacerdotes, con excepción de uno solo que no era más que hermano coadjutor, y que todos a excepción de uno también, sin embargo tan entregado como los otros, pero que fue el primer atacado, habían contraído la enfermedad sirviendo a los enfermos. Al mismo tiempo la Compañía perdía a tres Misioneros de Madagascar y otro de las Islas Hébridas: once en total de sus mejores obreros. –Lo que afligía también al santo, y lo que no cesa de repetir en todas sus cartas es, decía él, «el justo motivo que tengo para creer que mis pecados hayan obligado a la justicia de Dios a quitarnos a estos buenos Misioneros.»
- Carta a Pesnelle, en Génova, de los 9, 16 y 23 de mayo de 1659, y a Jolly, en Roma, del 24 de setiembre de 1660.
- Carta de 31 de diciembre de 1654
- Carta del 10 de diciembre de 1655
- Carta del 26 de noviembre de 1655.
- Carta del 21 de setiembre de 1657.