San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 5, capítulo 4

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1880.
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Capítulo IV. Vicente y el jansenismo después de la bula.

I. Primera conducta de Vicente, -El hecho y el derecho. –Historia y discusión.

Desde el momento que llegó la bula, Vicente, lleno de una gratitud y de una alegría santas, comenzó por dar y mandar dar gracias a Dios. «Demos gracias a Dios, Señores y hermanos míos, dice a su comunidad, por la protección que da a su Iglesia, y particularmente a Francia, para purgarla de estos errores que iban a arrojarla a un desorden tan grande. En cuanto a mí, aun cuando Dios me haya concedido la gracia de discernir el error con la verdad antes incluso de la definición de la Santa Sede apostólica, nunca a pesar de todo tuve ningún sentimiento de vana complacencia ni de vana alegría, porque mi juicio se haya encontrado conforme con el de la Iglesia, sabiendo bien que es un efecto de la pura misericordia de Dios para conmigo, a quien me siento obligado a atribuirle toda la gloria.» Y entonces escribió a todos aquellos de sus sacerdotes que estaban demasiado alejados de la capital para decirles la grande y feliz noticia tan pronto como lo deseaba; escribió también a los obispos, a los que había llevado a firmar la carta a la Santa Sede. Se puede juzgar de todas estas cartas por la siguiente, dirigida a Alain de Solminihac, obispo de Cahors, el 5 de julio de 1653. En ella se encuentran curiosos detalles sobre las negociaciones de Roma y sobre el estado de los partidos a la recepción de la bula:

«Monseñor, os envío una noticia que os será muy grata, es la condena de los jansenistas cuyas cinco proposiciones han sido declaradas heréticas el 9 de junio. La bula fue publicada en Roma el mismo día, y llegó a esta ciudad la fiesta de S. Pedro, y habiendo sido presentada al rey y a la reina por Mons. el Nuncio, Sus Majestades la han recibido muy bien,.y Mons el cardenal ha prometido mantenerse firme en la ejecución. Todo París se ha estremecido de alegría, al menos los del buen partido, y los demás declaran querer someterse a ella. El Sr. Singlin, que es su patriarca con el Sr. Arnauld, ha dicho que había que obedecer a la Santa Sede, y el Sr. du Hamel, párroco de Saint-Merry, uno de los arbotantes de esta nueva doctrina, está en esta disposición y se ha ofrecido a publicar él mismo la bula en su iglesia. Muchos de los principales de entre ellos, como el Sr. y la Sra, de Liancourt, dicen que ellos no son ya lo que eran. En una palabra, se espera que todos consentirán. No es que a algunos no les haya costado tragar la píldora, y dicen incluso que aunque los pensamientos de Jansenio estén condenados, los de ellos no lo están; pero esto no se lo he oído decir más que a uno. Tanto, Monseñor, que esta decisión es una gracia de Dios tan grande que todo el mundo lo celebra aquí, y los que saben el mal que estas agitaciones pasadas han producido no pueden agradecer lo suficiente un bien semejante. Espero, Monseñor, que como vos habéis contribuido a lograrlo mediante la firma de la carta escrita a Su Santidad, vos seréis de los más fervientes en dar gracias, y rogarle que lleve a cabo la reunión de las mentes, lo que hará también Mons de Sarlat, si tenéis a bien enviarle una copia de la bula adjunta, que no ha sido impresa aún. Se espera a Mons. de París, que está ausente, para ponerla en francés y publicarla. Es una disposición contradictoria de la Santa Sede, que ha usado de todas las precauciones imaginables para quitar todo pretexto de quejarse a nuestras partes, las ha oído muchas veces en particular y en público, no sólo a los primeros doctores enviados, para impedir que Su Santidad se pronunciara, sino a los segundos que habían ido en su ayuda, y han hablado durante 3 o 4 horas en su presencia, leyendo un gran cuaderno que habían traído de París, bien lleno. Bendito sea Dios porque todos sus esfuerzos han sido inútiles, y porque las almas gozan de paz por el conocimiento de la verdad que esa gente han querido oscurecer!»

Lleno de celo contra el error, pero también de caridad para las personas, Vicente tuvo enseguida cuidado de impedir que los vencedores tomase esos aires de triunfo, más crueles para los vencidos que la derrota misma, y que vuelven a encender la guerra. Con estas miras se fue a ver a doctores, superiores de comunidades y les suplicó que contribuyeran a la reunión de los espíritus, guardando la mayor moderación en los discursos tanto públicos como privados, anticipándoseles en el honor y la amistad a quienes habían sotenido el dogma proscrito.

Él mismo fue a ver a los discípulos de SC retirados en Port-Royal. Pasó muchas horas con ellos, los felicitó por su sumisión absoluta, cuyo runrún se había extendido, y les prodigó todos los testimonios d estima, de afecto y de confianza; así lo hizo también con las personas de condición que pasaban por los patronos y apoyos del partido: todos prometieron obediencia total a la decisión de la Santa Sede.

¡Ay, promesas desmentidas pronto por los hechos! A partir del año 1653, los obispos de Francia, presididos por el cardenal Mazarino, habían adoptado la censura de Inocencio X, y los jansenistas no podían ya, a menos de colocarse fuera de la Iglesia, sostener directamente la doctrina de las cinco proposiciones. Recurrieron entonces a un subterfugio e inventaron la famosa distinción del hecho y del derecho. Las cinco proposiciones estaban muy legítimamente condenadas y contenían una doctrina herética, pero no habían sido censuradas en el sentido de Jansenio y no estaban en su libro. Encontraban así el medio de respetar en apariencia la bula de Inocencio X y de continuar sosteniendo la doctrina del Augustinus. Ya que si se creían obligados a aceptar las decisiones pontificias sobre un punto de derecho y de dogma, no estaban obligados, decían, a tener la misma sumisión sobre un punto de hecho como el sentido de un autor y el contenido de un libro.

Sin duda la iglesia no es infalible en los hechos puramente profanos o puramente personales, pero otra cosa son los hechos dogmáticos, es decir inseparablemente unidos a una cuestión de fe. Admitid la falibilidad de la Iglesia en un caso semejante, y pronto la fe y las tradición cristianas se verán comprometidas. Evidentemente, la inspiración y las autoridad de la Iglesia serán ilusorias, si ella no pudiera condenar más que errores abstractos, sin tener derecho a decidir nunca que estos errores pertenece a tal hombre, a tal libro. Todos los herejes se librarían de sus anatemas, se burlarían de ella y de sus decisiones; les sería suficiente decir, como los jansenistas, que ella no los ha entendido, que no sabe leer, y entonces se continuaría extendiendo el error, mientras concedía a sus oráculos un respeto irrisorio y sacrílego: sería azotarla de rodillas. Los libros circularían a pesar de sus prohibiciones, las sectas subsistirían en su seno, por muchos esfuerzos que hiciera para expulsarlas, y permanecerían en ella a pesar de ella. La bandera enemiga flotaría en la plaza al lado de la suya. Jefes y soldados desafiarían sus rayos y se atribuirían a sí mismos, en la gran república cristiana, derechos de nacionalidad que ella no les podría quitar. Tal fue precisamente, como lo ha definido tan espiritualmente el conde de Maistre (de l`Église gallicane) , el carácter excepcional de esta secta jansenista, la más sutil, la más hipócrita que haya existido jamás, queriendo quedarse en la Iglesia a pesar de la Iglesia, pretendiendo serle fiel y acusándola de ignorar los dogmas, de no comprender sus propios decretos, y de no poseer la suficiente inteligencia para desenmarañar el sentido de un libro. Armemos a la Iglesia con todos los poderes necesarios para su defensa y para la realización de su misión. Que pueda detener la invasión de los herejes y de las malas doctrinas, hacer la policía en su propia casa, poner en la puerta a los que le parecen peligrosos, preservar a sus hijos del veneno del error indicándoles la naturaleza y las fuentes. Por lo demás, siguieron a los jansenistas en este nuevo terreno y, en 1654, los obispos de Francia declararon que las cinco proposiciones habían sido condenadas en el sentido de Jansenio.

La Santa Sede habiendo hecho una declaración parecida, los obispos para detener los avances del error y cortar los vanos subterfugios de la secta, propusieron en su asamblea de 1657 un formulario de fe que debían suscribir todos, y que comprendía la cuestión de derecho y la cuestión de hecho.

Pero, en el intervalo, la atención pública se había dirigido hacia otro punto. El duque de Liancourt, protector, jefe de comedor, de alguna manera, de los Port-realistas, se confesaba con un sacerdote de San Sulpicio, llamado Picoté. Éste le preguntó un día sobre sus relaciones con Port-Royal, y no viéndole dispuesto a romperlas, le pidió dos o tres días para reflexionar y aconsejarse. El duque consintió, pero no volvió el día señalado publicando que los sacerdotes de San Sulpicio le habían negado la absolución. San Vicente de Paúl, a quien había acudido a quejarse, queriendo impedir el escándalo, vino al día siguiente a charlar sobre este asunto con Olier, Bretonvilliers y el confesor, y se resolvió que se consultaría a la Sorbona. Muchos doctores de los más célebres respondieron que el confesor estaría en su derecho de negar la absolución, pero que no se debía negar la comunión, si el duque se presentara, ya que había una gran diferencia entre la administración pública de la Eucaristía y el juicio secreto de la Penitencia. El duque no había obrado más que por obediencia a los caprichos de su mujer. Viendo la gran resonancia que tenía este asunto, él se arrepintió y protestó que si tuviera que volver a empezar, no se embarcaría en ese partido1. «¡Tardío arrepentimiento! el mal estaba hecho. Ya Arnauld, deseoso de aprovechar una ocasión así de volver a la lid que la constitución de Inocencio X le había cerrado, se había servido del asunto y había publicado su Carta a un duque y par, en la que afeaba duramente la conducta del sacerdote de San Sulpicio. Respondieron a la Carta con diversos escritos, y Arnauld replicó una carta, fechada en Port-Royal-des-Champs, del 16 de julio de 1655, con este título: Seconde lettre de M. Arnauld, docteur de Sorbonne, à un duc et pair de France. Se extrajeron dos proposiciones y se presentaron en la Sorbonne. A pesar de los movimientos de Saint-Amour y de sesenta y dos doctores afectos a Port-Royal, fueron censuradas allí, y Arnauld fue tachado de la lista de los doctores. Pero Arnauld encargó a Pascal de su venganza, y las Provinciales, durante más de un año, cubrieron con una voz muy diferente y absorbieron la atención d toda Francia. Un poco más tarde, los obispos de Francia y el papa Alejandro VII propusieron una nueva fórmula de fe, que debía ser firmada por el clero tanto regular como secular, y también por los religiosos, bajo las penas más graves que sancionaba la autoridad real.

El partido se dividió entonces en dos campos. Unos, los más rígidos, querían que se hiciera una excepción y una reserva para la cuestión de hecho; los otros eran del parecer que se firmara simplemente, pero sobreentendiendo el sentido de Jansenio. Era una hipocresía y un perjurio. Los obispos suscribieron e hicieron suscribir el formulario en sus diócesis. No hubo más que cuatro opositores: Pavillon, obispo de Alet; Gaulet, obispo de Pamiers; Chouart de Buzenval, obispo de Beauvais2, y Henri Arnauld, obispo de Angers. Estos cuatro obispos se atuvieron, en la cuestión de hecho, a un silencio respetuoso y publicaron en este sentido sus órdenes escritas. Clemnte IX, sucesor de Alejandro VI, fue ofendido por esta obstinación, y quiso exigir de los obispos opositores la revocación de sus órdenes escritas. Pero se le hizo observar que se encontraría con una resistencia que podía ser fatal y perpetuar el cisma. Se contentó entonces con pedir a los cuatro obispos la publicación de un segundo mandamiento que pudiera ser considerado como una suficiente retractación del primero, y de un nuevo formulario explícito sobre la doble cuestión de hecho y de derecho. Los obispos parecieron someterse. Pero la distinción del hecho y del derecho quedaba claramente enunciada en sus procesos verbales, de lo que se hizo para ello un gran misterio, mientras que sus cartas al papa daban a entender que ellos habían obrado y firmado como todos sus colegas. No se omitió nada para persuadir al Soberano Pontífice de su sumisión franca y sincera, y él les devolvió su benevolencia. Esto es lo que se llamó, en lenguaje un poco pretencioso y enfático, la paz de la Iglesia o la paz de Clemente IX . Era dar a cuatro obispos obstinados y más menos hipócritas a sabiendas una grande importancia, presentándolos como teniendo en sus manos la paz y la guerra. –Inútil prolongar más este resumen histórico, ya que hemos pasado ya los límites de la vida de Vicente de Paúl.

II. Firmeza y caridad, -Programa de conducta.

Se ha advertido hace un instante los nombres de Pavillon y de Gaulet. Gracias a las cartas de Vicente antes citadas, estos dos obispos habían comenzado por la sumisión; recibieron y publicaron la bula de Inocencio X en sus diócesis. Cuatro años después estaban todavía en los mismos sentimientos. El obispo de Alet, consultado entonces por Arnauld sobre el caso de conciencia relativo al formulario y sobre los escritos de Port-Royal compuestos en apoyo: «Estas obras son hermosas y elocuentes, dice al abate de Rancé; sin embargo no veo en ellas nada que pruebe que la opinión de los que no quieren firmar sea verdadera; nada que destruya el sentimiento de los que están persuadidos que un cristiano esta obligado a seguir los decretos y las declaraciones de la Iglesia. Hay que mantenerse firme y morir en esta convicción; y las razones contrarias no merecen la pena ser escuchadas…» –»Yo le dejé con estos sentimientos, continúa el reformador de la Trapa; yo sé que cambió después: pero sé también con qué destreza, de qué artificios se sirvieron, y qué diligencia se ha empleó para llevare a esto.»

Se comprende pues que, a pesar de la negativa a firmar la carta al Papa, Vicente haya continuado manteniendo buenas relaciones con el obispo de Alet quien, en el fondo, era todavía fiel, y que le haya invitado muchas veces a dar las charlas de los ordenandos en San Lázaro. Él no era ya, cuando Pavillon cayó, y no tuvo nunca el dolor de ser el testigo de la caída de un hombre a quien había formado con tanta solicitud y había querido tanto. Pavillon pareció esperar la muerte de Vicente de Paúl para declararse contra el formulario. Él perseveró hasta el final en su rebelión, y representó la fortuna del partido por su gran reputación de virtud. Su amigo, el obispo de Pamiers, había pensado en separarse de él, a causa de de su inclinación a los innovadores; él no creyó deber romper tan pronto, incluso después de las cartas de Pavillon contra el formulario, gloriándose en atraerle por la vía de la persuasión y de la dulzura. Fue a él a quien arrastró el cisma y la herejía, y llegó hasta tal punto de obstinación ciega, que no temía aplicarse las palabras de san Pablo: Misericordiam a Deo consecutus sum, ut sim fidelis (-Alcancé la misericordia de Dios, para seguir fiel). En adelante, Arnauld fue para él el apóstol suscitado por Dios para la defensa de la verdad, y él vio siempre su oráculo en Pavillon, a quien asistió en la muerte, y cuya oración fúnebre pronunció

En verdad, no es Vicente cuya rectitud y sencillez, tan celebradas por Bossuet, habrían, no diremos imaginado, menos todavía adoptado sino sospechado en los demás esta duplicidad y estos subterfugios hipócritas. Fue preciso tal vez que le abrieran los ojos a lo que él no habría visto por sí mismo. Hallier y Lagault, todavía en Roma, le informaron primero sobre los que había de culpable y de ridículo en las tergiversaciones de los jansenistas, negándose a reconocer que las cinco proposiciones estuvieran en el Augustinus, y que hubiesen sido condenadas en el sentido de este libro. Luego, después de felicitarle por la caridad que le llevaba a atraer a los jansenistas a la sumisión in spiritu lenitatis, y por el éxito que había obtenido ya ante muchos, ellos le comprometieron a usar de la mayor firmeza. Dulzura y respeto con ellos, en buena hora, le dijeron; pero no hay que emplearlos ni conservarlos en los puestos donde puedan sembrar sus errores, a menos que den pruebas de un verdadero arrepentimiento. Desconfiad, decían, de los que, después de enseñar el jansenismo, pretender no haber enseñado nada que esté condenado por la bula pontificia. Gentes muy perniciosas a la Iglesia estos hombres que, para apartar lo verdadero, el único punto de la censura, recurren a la distinción de diversos sentidos ridículos y quiméricos! Cuando se trata de conservar la pureza de la religión, seamos rígidos sin plegarnos jamás. La mayor prudencia es no condescender nunca por las personas en peligro de las verdades católicas y de las almas sencillas. Se sabe en Roma, y se sabe con ceteza, que hay en Francia mucha gente dispuesta a la sublevación, y es de temer que la comisión de algunos no sea más que exterior, tanto más cuanto el disimulo es ordinario en los herejes, como lo atestigua san Jerónimo: «Haeresis semper simulat paenitentiam, ut docendi in ecclesiis habeat facultatem; ne si aperta luce se prodiderit, foras expulsa moriatur( –La herejía siempre simula penitencia para gozar de la facultad de enseñar en las iglesias; no sea que se vea expulsada al exterior y se muera). «Le suplico pues, Señor, decía Hallier concluyendo, que realice todos los esfuerzos, de manera que no se permita a nadie enseñar, predicar, instruir a los demás de palabra o por escrito si su conversión no está asegurada y su rectitud reconocida. Es el consejo de toda gente de bien de Roma, consejo apoyado en todos los cánones eclesiásticos y la regla de los santos Padres. Que si se hace de otro modo, o continuará el error, o se incubará por algún tiempo para surgir de las cenizas con mayor furor.»

No se sabe hasta qué punto necesitaba la dulce caridad de Vicente ser estimulada a la firmeza en el trato con los jansenistas; pero lo que sí sabemos es que, en 1648, atribuía a su firmeza misma el regreso de Ferret, párroco de San Nicolás, a las sanas opiniones3; y además, en esa misma época, y en esa misma carta a d’Horgny, trazaba así el programa de los deberes de su Compañía en medio de estas divisiones, d`Horgny le había escrito:

«¿Es necesario que los Misioneros prediquen contra las opiniones del tiempo, que hablen, discutan, ataquen y defiendan a voz en cuello las antiguas opiniones? –N, de ninguna forma, le había contestado el santo sacerdote. Mirad cómo lo hacemos. Nunca discutimos de estas materias, nunca predicamos obre ellas, ni nunca hablamos de ellas en las compañías, si no nos hablan; pero si se hace, se trata de hacerlo con la mayor moderación ; excepto el Sr. …quien se deja llevar por su celo, algo a lo que buscaré remedio, Dios mediante. –Y entonces, me diréis, ¿prohibís que se dispute de estas materias? –respondo que sí, y que no se dispute aquí dentro en absoluto. –Y qué, ¿deseáis que no se hable de ello en la Misión de Roma, ni en ninguna parte? Es algo en lo que encarezco a los oficiales que se muestren firmes, y poner penitencia a los que lo hagan, menos en el caso que os he dicho.

«Y en cuanto a lo que me decís, Señor, que se ha de dejar a cada uno de la Compañía que crea de estas materias lo que le parezca: Oh Jesús, Señor, no conviene que se sostengan diversas opiniones en la Compañía; es preciso que seamos todos unius labii; de otra forma nos desgarraríamos unos a otros en la misma Compañía. –Y el medio de someterse a la opinión de un superior? –Respondo que no es al superior a quien se somete, sino a Dios y al sentimiento de los papas, de los concilios, de los santos; y si alguien no estuviera contento con esto, mejor sería que se retirara, que la Compañía se lo pidiera. Muchas Compañías de la Iglesia de Dios nos dan ejemplo de esto. Los Carmelitas Descalzos, en su capítulo que celebraron el año pasado, ordenaron que sus profesores en teología enseñarían las opiniones antiguas de la Iglesia y actuarían contra las nuevas. Todos saben que los RR. PP. Jesuitas, hacen lo mismo; como, por el contrario, la congregación de santa Genoveva ordena a sus directores sostener las opiniones de san Agustín, lo que nosotros pretendemos hacer también, explicando a san Agustín por el concilio de Trento, y no el concilio de Trento por san Agustín, porque el primero es infalible y el segundo no lo es. Que si se dice que algunos papas han ordenado que se crea a san Agustín respecto de las cosas de la gracia, eso se entiende a lo más de las materias disputadas y resueltas entonces; pero como aparecen de vez en cuando novedades, hay que acogerse en aquellas a la determinación de un concilio que haya explicado todas las cosas según el verdadero sentido de san Agustín, a quien entendía mejor que Jansenio y sus secuaces.

Os suplico, Señor, dice Vicente al acabar de comunicar mi carta al Sr. Alméras (que estaba entonces en Roma) y a los que juzguéis oportuno de la Compañía, con el fin que se vea las razones que he tenido de entrar en los sentimientos antiguos de la Iglesia y declararme contra las opiniones nuevas, y que pidamos a Dios, y hagamos cuanto esté de nuestra parte, para ser cor unum et anima una, en este caso como en todo lo demás. Viviré en esta esperanza y sentiría un afecto que no os puedo explicar, si alguien, abandonando las vivas fuentes de las verdades de la Iglesia, se fabricara cisternas con las opiniones nuevas.»

III. Aplicación a su Compañía.

Este programa fue precisamente el que Vicente siguió, en la dirección de su Compañía, antes como después de la bula de Inocencio X. Si era tal su resolución antes de las decisiones de la Sorbona, de los obispos y de la Santa Sede, como se lo dijo en una carta a Get, superior de Marsella del 22 de setiembre de 1656, ¿cuál debió ser luego, y después de la orden expresa que había recibido de Roma?

En primer lugar, en toda circunstancia, ponía a la vista de los suyos la felicidad de la sumisión y el estado espantoso del alma rebelde. «Conozco a dos personas que durante bastante tiempo han vivido como santos, hacían muchas limosnas a los pobres, las cuales, por dejarse llevar a algunas nuevas opiniones del tiempo, han comprometido tan fuerte y de tal forma su espíritu y su pobre cerebro en ello que no ha habido modo hasta el presente de poderlas apartar, por muchas razones que se les han dado; no podrán salir de este estado, dígaseles lo que se les diga, tan verdad es que este estado es horrible, y os confieso que nunca ha visto nada que me haya dado a conocer mejor la idea del infierno que eso. Oh, desdichado y deplorable estado! Preferir creer a su miserable cerebro, a un falso juicio, antes que someterse a lo que ha sido ordenado por el papa! Lo repito otra vez más, no creo haber visto nunca nada que me haya representado tan bien el estado del infierno.»4

Tenemos un hermoso testimonio de esta firmeza, de su celo sin acomodo por la doctrina de la Iglesia en una conversación referida por Abelly. Un hombre de honor y de mérito, deslumbrado por las virtudes aparentes de algunos del partido, le entraban escrúpulos condenarlos. Se fue a ver a Vicente en San Läzaro y le preguntó si no había medio de moderar el calor con el que se acosaba a las gentes de Port-Royal: «Eh, le dijo, ¿acaso se quiere exasperarlos? ¿No sería mejor llegar a un arreglo por las buenas? Ellos están dispuestos a ello si se los trata con más moderación; y no hay nadie mejor que vos para suavizar el rigor que existe por ambas partes, y para llegar a una buena reunión. » –»Señor, se contentó con responder Vicente, cuando un diferendo está juzgado, no ha acuerdo posible sino seguir el juicio que se ha emitido. Antes que estos Señores fuesen condenados, han hecho todos sus esfuerzos para que prevaleciera la mentira sobre la verdad, y han querido salirse con la suya con tanto ardor que apenas se atrevía nadie a resistirlos, no queriendo por entonces oír hablar de arreglos. Incluso cuando la Santa Sede decidió las cuestiones en contra de ellos, han dado diversos sentidos a las constituciones para eludir su efecto. Y aunque, por otro lado, hayan dado a entender que se sometían sinceramente al Padre común de los fieles, y recibían las constituciones en el verdadero sentido en el que ha condenado las proposiciones de Jansenio; no obstante, los escribanos de su partido que han defendido estas opiniones, y que han hecho libros y apologías para defenderlas, no han dicho ni escrito una sola palabra para desacreditarlos. ¿Qué unión pues se puede realizar con ellos, si no tienen una verdadera y sincera intención de someterse? ¿Qué moderación se puede aportar a lo que ha decidido la Iglesia? son materias de fe que no pueden sufrir alteración ninguna ni recibir composición y, por consiguiente, no podemos ajustarlas a los sentimientos de esos señores; son ellos a quienes corresponde someter las luces de su espíritu y reunirse a nosotros por una misma creencia y por una verdadera y sincera sumisión al cabeza de la Iglesia. Sin eso, Señor, no hay nada que hacer sino pedir a Dios por su conversión.» –Siempre se admira, en las palabras de Vicente la rectitud de su espíritu, su sentido práctico, así como su corazón y su virtud.

Su primer cuidado debió ser preservar a sus hijos del contagio de las malas doctrinas. Estudió en seguida sus gustos y sus inclinaciones; y a todos los que vio después del debido aviso, resueltos a preferir su juicio al juicio de los primeros pastores, los expulsó sin compasión de la Compañía. Hizo salir se esta manera hasta a catorce5. En vano le decían que la Compañía perdía en algunos a sujetos de talento:

«Están mejor fuera que dentro, respondía, quedando la Congregación purgada por su salida6.»Así de firme y severa, por lo demás, había sido siempre su dirección para con aquellos de los suyos que podían ser un peligro para sus hermanos. «Es mejor tener menos individuos, decía. Diez buenos harán más por Dios que cien de esa gente. Huyamos de la compañía de las personas profanas y que no son agradables a los ojos de Dios, y él la aumentará y la bendecirá. Dios queriendo dar muerte a tres mil hombres que habían adorado el becerro de oro, y Moisés tratando de impedírselo con sus súplicas, le respondió: Dimitte me ut grassetur furor meus contra eos, feriamque te in gentem magnam. Según eso, disminuir el número de los que ofenden a Dios en una Compañía es aumentar la misma Compañía en virtud y en número, porque se acude a las Compañías bien regladas y virtuosas… Recordad que el deshecho de la mayor parte de las comunidades viene del relajamiento de los superiores en mantenerse firmes, y sobre todo en purgar a los díscolos e incorregibles.»7

Sin embargo, seguía siempre la gradación caritativa ordenada por el Evangelio. Que oía emitir una proposición que parecía favorecer los errores condenados, llamaba al autor: «Sabed, Señor, le decía, que este nuevo error del jansenismo es uno de los más vergonzosos que haya perturbado jamás a la Iglesia, y que yo estoy obligado de una manera muy particular a bendecir a Dios y darle gracias porque no ha permitido que los primeros y más importantes de entre los que profesan esta doctrina, que yo he conocido particularmente, y que eran amigos míos, hayan podido persuadirme de sus sentimientos. No os podría expresar el trabajo que les ha costado, y las razones que me han propuesto para conseguirlo; pero yo les oponía entre otras cosas la autoridad del concilio de Trento, que les es manifiestamente contrario; y viendo que seguían adelante, yo recitaba por lo bajo mi Credo; y así fue como me mantuve firme en la creencia católica.»8

Cuando se creía obligado a unir el castigo al reproche, procedía también por grados y se contentaba primeramente con enviar a otra casa a aquellos de su sacerdotes que sostenían las nuevas doctrinas o se complacían hablando de ellas. es así como escribió a Lambert, uno de sus Misioneros de Polonia, el 12 de abril de 1652: «Respecto del Sr. Gelis, quien, en una charla de los ordenandos, se había detenido en estas materias, yo le rogué con insistencia que no lo volviera a hacer; pero al no lograrlo, le enviamos a Crécy, para alejarlo de las ocasiones de encolerizarse como lo hacía en cada encuentro. El P. Damiens, que había empezado a enseñar la teología a nuestros escolares, y que en algunas lecciones había dicho algo, nos obligó a apartarle de su empleo. Yo he humillado de forma parecida a nuestros escolares con esto, y me mantendré firme para ninguno cobre fuerzas, resultando verdad lo que decís que es un mal en una comunidad que se halla dividida en su modo de pensar.»

Se ve que su principal atención era dar maestros seguros a la juventud. Un profesor de San Läzaro, llamado Guilbert, no hacía nunca, en el asunto de las nuevas doctrinas y de las decisiones pontificias, más que profesiones de fe confusas, Vicente le hizo bajarse de su cátedra. En vano multiplicaron sus escolares sus gestiones para que la recuperara. Vicente se mantuvo inflexible. Fueron incluso a verle en corporación para ejercer en él una especie de violencia; no consiguieron más que una reprimenda severa9.

Lo que prescribía en su casa lo prescribía lejos de ella, en el extranjero como en Francia. María de Gonzaga había asistido con gran pompa a los funerales de SC. Convertida en reina de Polonia, pidió a Vicente algunos de sus Misioneros. Mujer romántica y, por consiguiente, amiga de las novedades, dirigida además por Fleury, sacerdote imbuido de jansenismo, quiso hablar a los hijos de Vicente de las nuevas opiniones. Pero éstos, fieles a las instrucciones de su padre, se negaban siempre, y Vicente, el 12 de abril de 1652, los felicitaba en estos términos: «Doy gracias a Dios en particular por la respuesta que habéis dado a la reina a propósito de las cuestiones del tiempo, y que me es muy grata y según el espíritu de Dios. Aunque no nos gusten estas novedades, he exhortado no obstante a la Compañía a no hablar de ellas ni en pro ni en contra.» –»Bendigo a Dios, escribía a Get, en Marsella, el 13 de octubre de 1656, por los sentimientos que me comunicáis sobre lo que yo os he expresado de estos señores de Port-Royal. Os ruego que obréis de manera que nadie de vuestra familia tenga otros distintos; y si alguien los tuviera contra la doctrina común de la Iglesia, o dijera algo a favor de la doctrina recientemente condenada, comunicádmelo a mí enseguida, porque tengo la obligación de mantener a la Compañía a flote de estas desavenencias… Mostraos pues firme, os ruego, por el amor de Nuestro Señor.»

Pesnelle, Misionero de Génova, le había pedido algunos escritos de moda, en nombre de un vicario apostólico,. «Nosotros nos hemos dado a Dios, le respondió Vicente, el 22 de agosto de 1659, para no tener ninguna parte en estas contestaciones entre tantas tan santas personas y entre tantas corporaciones tan considerables en la Iglesia, y hagamos profesión de no tener en casa ni leer tantos escritos que se imprimen y que corren por París, y hasta por las provincias, sobre estos asuntos. Nos contentamos con pedir a Dios que reúna las mentes y los corazones, y ponga la paz en su Iglesia. Según esto, suplicaréis al Sr. vicario que nos excuse si no le enviamos todos esos impresos.»

Con mayor razón negaba semejantes escritos a los suyos, y exigía imperiosamente que les cerrasen la puerta, si llegaba alguno a llamar a ella. Escribía a Cabel, en Sedan, el 28 de diciembre de 1658:

«La venta que se hace de algunos impresos sobre las opiniones del tiempo, y el conocimiento que he tenido de que han llegado a una de nuestras casas, me obligan a recordaros que si los llevan a vuestra casa, no los recibáis ni ninguno de los vuestros; porque la lectura de estos escritos sirve de poco y puede causar mucho daño, sobre todo a las personas de comunidad que, acabando por conversar de ello, exponen sus sentimientos. Y como cada uno tiene su parecer, se produce diversidad de opiniones; y de ahí las disputas y las divisiones. Debemos saber, y fijarnos bien en las cosas de fe; pero en cuanto a estas cuestiones de escuela, dejémoslas ahí.

«Nuestro Señor no quería que los apóstoles discutieran con los escribas y los fariseos a causa de la levadura de su doctrina, que les hubiera podido producir alguna impresión maligna. Y san Pedro prohibió a los primeros cristianos que disputaran sobre la Escritura, porque, decía él, hay cosas oscuras y difíciles, incluso en las epístolas de san Pablo. Por eso, tenemos nosotros mucha más razón de evitar hablar de estas materias inútiles. Por la gracia de Dios, no se habla tanto en casa. También tenemos mil hermosos temas de conversación más edificantes y más convenientes. Debemos sin embargo respetar las diversas luces de los que agitan estas cuestiones, pero no declararnos a favor de unos ni de otros; cada uno tiene sus razones. Y Dios permite que las tengan diferentes, como lo permitió entre san Pedro y san Pablo, y entre el mismo san Pablo y san Bernabé, así como entre los ángeles, haciendo ver a los unos las cosas de otra manera que a los ostros. Por eso, Señor, os ruego una vez más que no permitáis que entren en vuestra casa estos papeles volantes, ni que se defiendan proposiciones que no sirven más que para sembrar la discordia entre hermanos y para escandalizar a los extraños que encontrarían qué criticar en nuestra curiosidad y en nuestra cháchara, si nos vieran leer y hablar de esos libelos y de esas novedades, y más aún si nos vieran tomar partido.»

Las mismas precauciones se ven en una carta a Get, del 22 de setiembre de 1656: «He consentido que os lleven los discurso del Sr. Godeau sobre el pontificio, pero no el otro libro que pedís de la fábrica de Piort-Royal, porque a todos los que salen de esta tienda se dice que siempre hay algo de qué acusarlos…Os digo todo esto para que no os encarguéis más de conseguir sean para quien fueren, de semejante origen que, no siendo trigo limpio, da pie a temer que haya algún peligro en beber en los manantiales de donde proceden.»

La sumisión sencilla y sin contestación que pedía a sus sacerdotes, se la debía pedir mucho más a las Hijas de la Caridad. En enero de 1653, invitó a la señorita Le Gras a romper un compromiso para tres de su Hijas, sospechando que querían servirse de ellas para difundir el espíritu del tiempo en la pequeña Compañía: «Temo, decía él, que haya en ello, alguna cosa de Port-Royal. » No fue él quien habría hablado a las Hijas de la Caridad de este orgullo de la verdad, que los sectarios inspiraban a las religiosas de Port-Royal. Puras, eso sí, como ángeles, él quería que fuesen, no soberbias como demonios, sino humildes y sumisas como niños; que en lugar de hacerse de una ignorancia pretendida y pretenciosa un título para rechazar la obediencia exigida por los pastores, viesen en ello una obligación nueve de dejarse dirigir. Les enseñaba a contentarse con gemir por los males de la Iglesia, a rezar por sus necesidades y a reducir toda su ciencia a esta sumisión general que no pide ni razonamientos ni discusiones.

Leemos también en la carta a Get;»Como ha querido Dios mantener a la Compañía muy limpia de esta doctrina, no debemos nosotros solamente tratar de seguir en esta limpieza, sino evitar en lo posible que los demás se dejen engañar por los bonitos discursos de los Señores de Port-Royal, y no caigan en sus errores, sobre todo hoy que no existen ya dudas de que ellos no estén convencidos.»

IV. Aplicación a los externos. –El doctor Des Lions.

Estas palabras nos demuestran que lo que Vicente hizo por los suyos lo supo hacer también por ese gran número de comunidades bien religiosas bien seculares de las que era superior. Veló en particular por las Hijas de la Visitación, que el bienaventurado Francisco de Sales había confiado a su cuidado. Su vigilancia era allí tanto más necesaria cuanto que las relaciones del santo obispo de Ginebra con la grande Angélica, la reformadora de Port-Royal, eran para los sectarios un título para introducirse entre ellas. Vicente recomendó pues a todas las casas de París y a las que ellas habían fundado en provincias, que tuvieran cuidado de que los eclesiásticos que las visitaban no estuviese infectados de las opiniones nuevas. «Ya que, les decía, los que están en una mala doctrina sólo tratan de extenderla; y sin embargo no se declaran al principio. Son como lobos que se deslizan suavemente en el redil para asaltarle y perderlo.»

Vicente inspiró los mismos sentimientos y la misma conducta a las congregaciones seculares de la Providencia, de la propagación de la fe, de las Nuevas católicas y de la Unión cristiana. Las hijas de la Providencia, en particular, le devolvieron siempre el honor de su respetuosa sumisión a los decretos y a los ministros de la Iglesia. la congregación de Premostratenses, por el órgano de su abate, declaró, en el proceso de canonización, que había sido el instigador de los decretos dados por los capítulos de la orden de conformidad con las constituciones pontificias10.

Vicente que, a partir de 1646, había enviado a sus misioneros a Irlanda, no descuidó nada para preservar del error a los jóvenes irlandeses que habían venido a estudiar a París. muchos de ellos habían sido ya conquistados por las intrigas de la secta, y reunidos en una casa del barrio Saint-Marceau, donde los preparaban para llevar a su país las nuevas doctrinas. Pero veintiséis de estos jóvenes eclesiásticos se salieron del seminario jansenista y vinieron a ver a Vicente, quien los confió a la dirección de uno de sus sacerdotes y los hospedó en el colegio de Bons-Enfants. Allí, a la indicación del santo, redactaron una declaración por la que se comprometían a adherirse siempre a todos los decretos y censuras de los soberanos pontífices, a no enseñar nunca ninguna de las proposiciones jansenianas; y, como prenda de su fidelidad, dejaron un ejemplar en manos de Vicente. Irritada al verse arrancar la presa, la cábala interpuso la autoridad de Courtin, rector de la Universidad, para quebrar la declaración por un decreto. Los Irlandeses apelaron a la facultad de teología, que se unía a ellos para interponer cita al parlamento contra el rector y su procedimiento. El partido hizo llover panfletos en los que , en los que no se perdonaba a Vicente, alma de todo el plan, y donde le acusaban de prometer beneficios a los Irlandeses pera comprometerlos a firmar la declaración. A pesar de todo, el buen derecho triunfó; una disposición del parlamento (24 de marzo de 1651) condenó el decreto del rector; y, gracias a Vicente de Paúl, los jóvenes irlandeses, educados en la doctrina verdadera, pudieron llevar una fe pura a su país11. Vicente sostuvo también en la fe a los obispos y a los doctores, particularmente a los que habían formado parte de la conferencia de los Martes. A sus sucesores en San Lázaro, a los jóvenes estudiantes de teología, no cesó de recomendar con san Pablo que evitaran el neologismo de la herejía: Devita profanas vocum novitates. Fue él quien logró que la reina madre inspirara al rey el horror de la herejía por el que Luis XIV se distinguió siempre. En el consejo de conciencia, usó de todo su crédito para apartar de las prelaturas y de los beneficios a todos los sospechosos de jansenismo, y para nombrar a los cargos a sacerdotes fieles: en esto se entendía siempre con los nuncios de la Santa Sede12 y con el canciller. Considerando con razón las cátedras de la enseñanza o de la predicación como las fuentes públicas de la doctrina y de las costumbres, se empleó en no dejar subir a ellas más que a los hombres de una fe probada; y, si se enteraba de que una tesis sospechosa de jansenismo iba a ser expuesta en una comunidad o escuela, la denunciaba al canciller y al nuncio y la mandaba suprimir con su autoridad.

¡Qué no hizo también para atraer a la sumisión a los extraviados! Tenemos un ejemplo de su conducta en relación con aquel Jean Des Lions, doctor de la casa de Sorbona y decano de Senlis, cuyos Diarios tan curiosos sobre estas materias hemos citado más de una vez. Des Lions se había unido a la herejía por sus opiniones personales y más aún por sus relaciones con Arnauld, el duque de Liancourt y los personajes más considerados del partido. Pero la constitución de Inocencio X le puso en movimiento. Vicente se aprovechó y le asignó al obispo de Pamiers, fiel todavía, para comprometerle a hacer un retiro en San Lázaro. Des Lions pareció entregarse. Sólo le quedaba una pequeña dificultad cuya solución quería pedir al papa. Vicente envió su carta a Roma y tuvo suficiente crédito para conseguirle una respuesta favorable. Pero como pasa siempre con la gente a quienes falta sencillez y rectitud, encontró nuevas dificultades; después el respeto humano, antiguos prejuicios, relaciones más antiguas aún, le retuvieron en el partido.

Nuevos esfuerzos de Vicente cuando apareció la declaración de Alejandro VII. Pero, el momento estuvo mal elegido. Entonces acababa de tener lugar en Port-Royal el famoso milagro de la Santa Espina, que no tenemos que contar aquí, y con todo el partido, Des Lions había visto en ello un testimonio solemne dado por Dios mismo a la verdad del jansenismo. Pasada la primera impresión, Vicente volvió a la carga, y esta vez pareció estar a punto de triunfar: Des Lions no pedía otra cosa, por todo retraso, que el tiempo para a traer con él al duque y a la duquesa de Liancourt. Para acosarle y cortar en seco nuevos subterfugios, Vicente le escribió, el 2 de abril de 1657:

«Espero que esta vez, Señor, daréis la gloria a Dios y la edificación de su Iglesia, que todos esperan de vos en esta ocasión; pues si se espera más, es de temer que el espíritu maligno que emplea tantas artimañas para eludir la verdad, os ponga imperceptiblemente en tal estado que no tengáis ya tantas fuerzas para lograrlo, por no haberos servido de la gracia anteriormente y durante todo el tiempo que ella os solicita mediante medios tan suaves y poderosos, que no he oído decir que Dios los haya empleado con nadie en vuestro estado.

«Y decir, Señor, que los milagros que hace la Santa-Espina parecen aprobar la doctrina que se profesa en ese lugar; conocéis la de santo Tomás, y es que dios nunca ha confirmado los errores con milagros, fundándose en que la verdad nunca puede autorizar la mentira, ni la luz las tinieblas. Pues, ¿quién no ve que las proposiciones sostenidas por ese partido son errores, puesto que están condenadas? Si pues Dios hace milagros, no es en absoluto para autorizar estas opiniones que llevan falsedad, sino para sacar en ello su gloria de algún otro modo.

«Esperar que Dios envíe a un ángel para iluminaros más, eso no lo hará; él os remite a la Iglesia, y la Iglesia reunida en Trento os remite a la Santa Sede, en el asunto de que se trata; según se ve en el último capítulo de este concilio.

«Esperar que el mismo san Agustín vuelva a explicarse él mismo: Nuestro Señor nos dice que si no se cree en la Escritura, menos se creerá todavía en lo que los muertos resucitados nos digan. Y si fuera posible que este santo regresara, se sometería también, como lo hizo entonces, al Soberano Pontífice.

«Esperar el juicio de alguna Facultad de teología famosa, que decida otra vez estas cuestiones: ¿dónde está? No se conoce en estado del cristianismo otra más sabia, que la de Sorbona, de la que vos sois un muy digno miembro.

«Esperar, por otra parte, y muy hombre de bien os señale lo que habéis de hacer: ¿dónde encontraréis a uno, en quien se hallen estas dos cualidades mejor que en aquel de quien os hablo?

Me parece, Señor, que os oigo decir que pensáis no deberos declarar tan pronto a fin de atraer con vos a alguna persona de condición. Eso está bien; pero es de temer que, pensando salvar del naufragio a esas personas, os arrastren y ahoguen con ellas. Os digo esto con dolor, ya que su salvación me es tan querida como la mía, y daría de muy buena gana mil vidas si las tuviera por ellos. Parece que vuestro ejemplo les hará volver antes que todo lo que podríais decirles. Todo ello bien pesado, en nombre de Dios, Señor, no aplacéis más esta acción, que debe de ser tan agradable a su divina bondad: se trata de vuestra propia salvación, vos tenéis más motivos de temer por vos mismo que por la mayor parte de los que nadan en estos errores; ya que vos habéis recibido, y ellos no, una luz particular de parte del Santo Padre. ¿Qué disgusto tendríais, Señor, si aplazando por más tiempo declararos, acabaran por obligaros a ello, como han tomado la resolución los señores prelados? Por eso os suplico nuevamente, en el nombre de Nuestro Señor, que os deis prisa, y no llevéis a mal que el más ignorante y abominable de los hombres os hable de esta manera, ya que los que os dice es razonable. Si las bestias han hablado y los malos profetizado, yo también puedo decir la verdad, aunque sea bestia y malo. ¡Quiera dios hablaros él mismo eficazmente, dándoos a conocer el bien que causaréis! porque aparte de que os situaréis en el estado que en Dios os quiere, hay motivos de esperar que a imitación vuestra una buena parte de esos señores volverán de sus extravíos; y, por el contrario, vos podréis ser la causa de que se queden ahí, si retrasáis este plan; y dudo incluso que lleguéis realizarlo, lo que me produciría una aflicción mortal, porque estimándoos y teniéndoos el afecto que os profeso, y teniendo el honor de serviros como lo he hecho, no podría sin un extremo dolor veros salir de la Iglesia. Espero que nuestro Señor no permita esta desgracia, como se la pido tan a menudo..»

Cada vez más y más conmovido por esta carta conmovedora, Des Lions prometió su sumisión: no se trataba ya más que de fijar el modo y de hacerla útil a sus correligionarios. Vicente tuvo todavía la bondad de prestarse y prepara él mismo su desarrollo. Pero Arnauld fue más fuerte que él, y recobró su presa, su presa, y decimos bien; ya que en su persona, en la de su sobrina Perrette, en los bienes de su familia, Des Lions fue siempre la víctima de Arnauld13.

Vicente ponía a veces tanta habilidad prudente como perseverante en sus esfuerzos ante eclesiásticos de fe sospechosa. Uno de ellos, sabio, gran predicador, de condición elevada, venía a verlo con frecuencia. «Señor, le dijo un día el santo, como sois hábil y elocuente, tengo un consejo que pediros. En nuestras misiones en el campo nos sucede encontrar a personas que no creen en nuestra santa religión, y nosotros no sabemos cómo proceder para persuadirlas. ¿Qué debemos hacer en estos encuentros? _¿Por qué me preguntáis esto? respondió el abate con emoción, -Es, Señor, porque los pobres se dirigen a los ricos en sus necesidades y, como nosotros somos pobres ignorantes, recurrimos a vos que sois rico en ciencia.» Halagado y enorgullecido, el abate enumeró las pruebas de la religión: la Escritura, los Padres, el razonamiento, el consentimiento común de los pueblos y de los siglos, el testimonio de los mártires, los milagros, etc. «Muy bien, Señor, replicó Vicente, poned todo eso por escrito, Señor, sencilla y llanamente, y enviádmelo. Dos o tres días después, el abate traía en persona su memoria. «Gracias, Señor, le dijo Vicente, recibo una alegría especial al veros en estos sentimientos, y al aprenderlos de vos mismo; ya que, además del provecho que voy a sacar de ellos para mi uso particular, eso me servirá también para vuestra justificación. Os será muy difícil de creer, y sin embargo es verdad que ciertas personas están persuadidas y dicen que vos no tenéis ningún buen sentimiento en las cosas de la fe. Acabad entonces, Señor, lo que habéis comenzado tan buenamente; y, después de sostener tan dignamente la fe con vuestro escrito, profesadla con una vida edificante. Vos estáis muy obligado a ello por ser de elevada condición, pues sucede con la virtud que acompaña al nacimiento lo que con las piedras preciosas que brillan más engastadas en el oro que en el plomo. » Esta conducta y este discurso tuvieron su efecto, y Vicente tuvo el consuelo de ver al abate entrar y perseverar en resoluciones santas14.

Con la mayor frecuencia, Vicente adoptaba prudentes precauciones, y se contentaba con recurrir a la oración, el mejor remedio, decía él, que se podía oponer a la herejía. Sin duda, veía con agrado a los doctores consagrar su pluma y sus veladas a la defensa de la fe, y los animaba a ello de buena gana; pero ponía en la oración y en auxilio de Dios su principal confianza. La oración, repetía a los suyos, la práctica exacta de las virtudes contrarias a los vicios de los herejes, es decir la humildad y la sumisión de espíritu opuestas a su orgullo y suficiencia; el amor del desprecio a su amor de sus alabanzas; la rectitud de espíritu, la sencillez de corazón, a sus artificios, a sus falsificaciones, a sus disfraces, a sus imposturas; la caridad a su odio, a sus maledicencias y a sus insultos: ésas son las mejores armas para combatir el error.

Y con ese buen sentido de alguna manera infalible que venía en ayuda de su virtud, se mantenía en ese medio donde lo verdadero y el bien , como dice Bossuet, han fijado su trono, y se mantenía igualmente alejado de todos los extremos, del relajamiento y del rigorismo. Apenas la Apología de los casuistas del P. Pirot hubo sido condenada en Roma cuando pasó aviso a sus sacerdotes, como lo había hecho para la censura del Augustinus.

Por lo demás, aquí también, se había adelantado al juicio de la Santa Sede. Desde el 25 de febrero de 1655, había aconsejado a uno de sus sacerdotes de Roma » la santa severidad tan recomendada por los santos cánones de la Iglesia y renovada por san Carlos Borromeo», porque produce «incomparablemente más fruto que la demasiado grande indulgencia».

V. Ortodoxia de la Misión después de Vicente. –Funesta influencia del jansenismo.

Esto es un compendio muy breve, a pesar del número de páginas que preceden, de lo que Vicente de Paúl hizo contra el jansenismo. Parecería que ésta fue su única misión, si es que no hubiera hecho muchas más, si no las hubiera hecho todas. Por eso, un doctor de Sorbona no sentía recelo en afirmar: «Como Dios suscitó a san Ignacio y su Compañía contra Lutero y Calvino, suscitó a Vicente y su congregación contra el jansenismo15. » En efecto, Vicente transmitió su celo a sus sucesores. Jolly, tercer superior general después de él, acostumbraba a decir: «Quiero que los míos marchen por el camino trillado y que se alejen de toda novedad16.» Por medio de una vigilancia continua y de eliminaciones prudentes, la Compañía se mantuvo pura del error durante todo el siglo XVII, mientras que tantas otras familias religiosas estaban más o menos infectadas. Cuando, al comienzo del siglo siguiente, el jansenismo tuvo una recrudescencia nueva con el Caso de conciencia y con El Problema eclesiástico , fulminados en 1713, con el libro de Quesnel, por la constitución Unigenitus , Dios de dio por superior general a Jean Bonnet, que la preservó para siempre del contagio. El 1º de Agosto de 1724, Bonnet reunió en la casa de San Lázaro una asamblea general de la congregación. Se dictaron decretos solemnes contra todos los recalcitrantes, contra todos los opositores a la bula, y se llevaron a la práctica inmediatamente. Los rebeldes fueron eliminados sin miramientos a los grados ni a la edad, ni al talento ni a la ciencia ni siquiera a la cólera de algunos poderosos personajes fautores de las malas doctrinas y de su adherentes.. La Compañía quedó así purgada de la cizaña sembrada en su seno, en algunas diócesis, durante el sueño o en la connivencia de los pastores. Anteriormente ya, se había mostrado relativamente admirable en fidelidad; en adelante, apenas se citaría otra en Francia que haya demostrado igual su sumisión a la Santa Sede. Es un testimonio que le rindieron todos los de bien, que le rindieron a su modo los refractarios, honrándola con sus injurias en sí misma y en la persona de Bonnet, su superior general17.

Para volver, y concluyendo, a Vicente de Paúl, digamos que su horror por la herejía venía de su caridad y del presentimiento de los males que iba a causar a Francia. Los estragos del calvinismo, de los que su infancia había sido testigo, le hacían temer que una herejía nueva acabara por destruir la fe entre nosotros, y que a Francia le ocurriera como a Inglaterra, a Suecia y a Alemania. Además él preveía, con una conciencia más o menos clara, que el jansenismo iba a detener ese hermoso movimiento de regeneración católico que, salido del concilio de Trento, había atravesado esta primera mitad del siglo, y había dejado en hombres, instituciones, y en monumentos, tantos rasgos maravillosos de su paso, que su obra por sí misma tendría en el jansenismo a su más peligroso enemigo. En efecto, a partir del esplendor del jansenismo, a partir sobre todo de las Provinciales, todo se ralentiza, todo se inmoviliza en los hombres y en las cosas. Se acabaron esas almas generosas, entregadas hasta el heroísmo, que hemos visto en tan gran número al servicio de la caridad de Vicente de Paúl; se acabaron las nuevas familias religiosas, las instituciones, se acabaron los santos. A la entrega heroica de las personas y de las obras sucede una regularidad glacial y la sequedad del rigorismo reemplaza a la unción de la piedad. La severidad moral está en los labios, pero ya el desorden y la licencia están en las costumbres. En 1688, Fénelon puede señalar ya el descenso progresivo de las virtudes cristianas, que hace retroceder a cuarenta años. El jansenismo entregó al mundo secretos que no se debían conocer e introduciéndole en el sagrado tribunal para exponer a los jueces a sus burlas hizo que pronto el mundo no quiso ya ser juez. Estos sarcasmos, estas calumnias que se inventó contra sus adversarios, se volvieron pronto contra la religión. En su oración fúnebre de Ana de Gonzaga, Bossuet debía ya atronar con su voz más fuerte contra la incredulidad invasora y, franqueando el siglo XVIII, anticipaba la indiferencia moderna, término fatal al que, después de una lucha encarnizada, iba a llegar el error. Incluso en medio del freno y de las reservas hipócritas que la piedad severa y morosa de Luis XIV anciano imponía al libertinaje, La Bruyère podía escribir su capítulo de los Espíritus fuertes. Y si quisiéramos penetrar en las sombras espesas donde se ocultaba la impiedad, la veríamos sembrar estos gérmenes de error y de desenfreno que no esperan, para brotar a las antorchas de las orgías de la regencia y a instalar sus frutos corrompidos, más que el ocaso del sol, el último suspiro de Luis XIV.

La oposición anticristiana comienza, en el siglo XVIII, en las filas jansenistas. De la monstruosa alianza de los jansenistas, de los filósofos y de una cortesana, que ponen a los parlamentos a su servicio, nace una vasta conspiración que abraza a la Europa entera. La consigna es, en apariencia, es la destrucción de los jesuitas, pero el fin supremo es más alto; y, en efecto, destruidos los jesuitas, todos los esfuerzos se dirigen contra el papado y contra la Iglesia, cuyo respeto ha destruido el jansenismo con sus rebeliones en el corazón de los pueblos. El jansenismo prosigue su obra. el primero que ha introducido al pueblo en el santuario; que ha conducido al sacerdote a Pilatos, y entregado las causas religiosa a los tribunales civiles; más que nadie ha contribuido a poner a César al lado o todavía más alto que el Pontífice: y ya en 1790, quiere hacer de la religión una institución humana y civil. Después de clamar contra el papa durante cerca de dos siglos, prescinde de él. Ya no es entonces para la Iglesia más que una triste agonía, hasta que se busque ahogarle en la sangre de 1793.

Éste es el jansenismo y su obra, y cómo ha parado la obra de regeneración católica que Vicente de Paúl ha sido en Francia su promotor más poderoso. La muerte del santo sacerdote es como la señal, el punto de pardita de la decadencia; pero los santos tienen una vida póstuma, y veremos más tarde cómo su resurrección inesperada ha sido en nuestros días la señal también de una resurrección para la fe y la caridad católica.

  1. Journal de Des Lions, citados en la Vida del Sr. Olier, t. II p, 170.
  2. Hubo un diferendo entre el obispo de Beauvais y su capítulo con motivo del mandamiento para la publicación de la bula de Inocencio X. los canónigos se dirigieron a la Santa Sede para tener comisarios qu entendiesen en este asunto. Pero, en lugar de Perrochel, obispo de Boulogne, que ellos pedían, les dieron a su oficial, a quien no conocían, y pidieron a Vicente que escribiera a su discípulo de San Lázaro para ver si el oficial era un hombre generoso y seguro para que le recomendara este asunto como un asunto de Dios (Carta de Vicente al obispo de Boulogne, del 18 de marzo de 1654).
  3. Véase más arriba, p. 332.
  4. Confer. del 17 de abril de 1657.
  5. Summ., nº 22, p. 53.
  6. Ibid., nº 21, p. 53. –Varios obispos, en sus cartas a Clemente XI, dieron fe de estos hechos. Que sea suficiente citar al obispo de Agen: «Tutatus a tam perniciosis dogmatibus quam instituerat congregationem, voluit ut qui vel minimum ad tam malam parten deflecterant, vel moniti corrigerentur, vel pertinaces in pravis opinionibus. –quod etiam semper observatum fuit quam religiossisime, -penitus ex illa projicerentur.»
  7. Carta a Codoing, en Roma, del 29 de marzo de 1643.
  8. Extracto de una carta de Caset, el sacerdote mismo a quien estas palabras iban dirigidas, Summ., nº 21, p. 50.
  9. Summ., nº 22, p. 54.
  10. «Mirum est quanto studio egerit ut dicta congregatio Praemonstr., per decreta suorum capitulorum, mandaret suis omnibus quatenus eisdem constitutionibus se submitterent et conformarent. «
  11. Memoria del P. Rapin, t. I, pp. 410-414,
  12. «Ipsi erat cum wexcellentissimis sedis apostolicae apud regem christianissimum Nuntiis, , et familiaris necessitudo, et consiliorum societas (Epist. episc. Aquensis ad Clem. XI.). » Véase sobre los hechos precedentes Summ., nº 21, y 23, pp. 51 y 57. –En sus cartas a Clemente XI, los obispos declararon también sobre la conducta de Vicente en el consejo de conciencia, por ejemplo el obispo de Cahors: «Nihil ita fuit potius quam ut, in ovili Christi vigilibuset sollicitis Pastoribus suffectis, lupi et mercenarii procul arcerentur. Non mediiocre insuper hoc eodem defungens ministerio, et ferventis sui in Deum amoris, et catholicae suae fidei, et in apostolicam sedem summae fidelitais dedit experimentum; nam…ad Jansenismi pravas et haereticas novitates resecandas, damnandas et evellendas, romanorumque Pontificum decretis debitam reverentiam suscriptionemque procurandam, nil prudentissimus sacerdos omisi. «
  13. Véase sobre Des Lions las Memorias de Niceron, t. XI, p. 322.
  14. Relato redactado por Vicente mismo, que designa al abate bajo el pseudónimo de de Domasus.
  15. Summ, nº 21, p. 54.
  16. Ibid., p. 55.
  17. Ver en particular el Abogado del Diablo, t. II, pp. 292 i ss.

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