San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 4, capítulo 1

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1880.
Tiempo de lectura estimado:

Libro Cuarto: San Vicente y la Reforma del Clero

Capítulo Primero: estado del clero y de la educación eclesiástica en Francia antes de san Vicente de Paúl.

I. Decadencia de las instituciones de educación eclesiástica. El concilio de Trento.

Las numerosas misiones a las que dedicó a los suyos san Vicente de Paúl, antes y después de la fundación de su instituto, le hicieron comprender muy pronto la necesidad de una reforma más radical que la reforma de los pueblos. Al estudiar las causas de la ignorancia y de la corrupción de los rebaños, reconoció en seguida que había que atribuirlas a la ignorancia y a la corrupción de los pastores. Entonces ¿qué podía ser, qué podía durar la curación de los miembros, si el mal, algunos días después del paliativo de una misión, les seguía contagiando de los jefes? Y el agua momentáneamente purificada del riachuelo, ¿no iba a estar infectada de nuevo por una fuente corrompida?

Era pues en la fuente, en la cabeza a donde había que poner remedio. Y, en efecto, Vicente y sus sacerdotes, en sus misiones, reunían, mientras era posible, a los párrocos y a los Vicarios y, en conferencias sobre los deberes de su estado, trataban de hacerlos dignos  de su vocación y capaces de guardar y completar la obra de la conversión de sus pueblos. Ya que, decía Vicente, «como los conquistadores ponen buenas y fuertes guarniciones en los lugares que han tomado para conservarlos, así los Misioneros, después de arrancar las almas del poder de Satán, deben también trabajar, en cuanto está de su parte, para hacerlo de manera que las parroquias estén ocupadas por buenos párrocos y buenos sacerdotes, que conserven a los pueblos en las buenas disposiciones  que hayan recibido por las misiones; y, a falta de ello, es casi inevitable que el diablo, expulsado de esos lugares, vuelva a apoderarse de ellos, por no encontrar a nadie que se oponga a sus malvados planes1

Pero Vicente debió reconocer también muy pronto que no era nada fácil, si bien no imposible, volver a la ciencia y a la práctica de sus deberes a los sacerdotes envejecidos en las funciones sagradas, y que no había salvación para la Iglesia y para los pueblos, más que en la formación de un sacerdocio nuevo.

Ahora bien, de todas las instituciones de educación eclesiástica nacidas del espíritu cristiano de los primeros tiempos: la escuela de los catequistas de Alejandría, la escuela de los sacerdotes de Emesse o de Nísibe, el seminario de San Agustín, las escuelas monásticas de Casiano y de San Benito; de todas las demás instituciones nacidas del impulso de Carlomagno, de donde salieron tantos sacerdotes eminentes en ciencia y en santidad, los Alberto Magno, los san Buenaventura, los santo Tomás, casi nada quedaba ya a comienzos del siglo XVI, y el protestantismo iba a dispersar o malograr lo poco que subsistía aún. Fuera de algunas escuelas de conventos, que habían sufrido en sí mismas la decadencia general, y que, además, se cerraban por lo general al clero secular, no quedaban ya más que algunas academias famosas de Francia y de Italia, más perniciosas quizás que útiles al bien general del clero. En efecto, por el honor y la fortuna que acarreaban a sus graduados, habían acaparados toda la educación eclesiástica. Pero llevados de ordinario por la ambición, los jóvenes clérigos perdían en los viajes y en la estancia en las grandes ciudades la piedad de una primera educación cristiana y no vivían la piedad sacerdotal en estas fuentes exclusivas de ciencia teológica. Por otra parte, estas grandes escuelas, que habían ahogado a todas las demás a su sombra, no pudiendo ser frecuentadas, por los gastos que suponían, más que por la gente de condición o de fortuna, la pequeña burguesía y el pueblo, donde se recluta ordinariamente el sacerdocio, se veían privados de todos los medios de educación eclesiástica.

Por eso, cuando san Ignacio pensó en dar a la Iglesia su hermosura primera, no encontró ya, por decirlo así, ni vestigio de seminarios; y, cuando el concilio de Trento formuló su decreto, pareció proclamar algo nuevo. Los Padres de Berna, los últimos, habían realizado algunos esfuerzos a favor de la educación clerical. Pero les tendencias cismáticas de sus últimas sesiones los hicieron indignos de realizar esta gran obra. como todo lo demás, como la definición última del dogma cristiano, como la renovación de la disciplina de la Iglesia, estaba reservada a ese grande y santo concilio de Trento, del cual salió el catolicismo de los tiempos nuevos, fuerte y puro como en los primeros días, y garantizado para siempre contra todo ataque de una herejía seria.

Ya Ignacio, después de combatir el protestantismo, lo que constituía propiamente su misión, y trabajado en el sostenimiento la extensión de la Iglesia, se había vuelto hacia la educación de la juventud, una de sus glorias y, en el centro mismo del catolicismo, había fundado el colegio germánico, cuyos discípulos debían ir luego a difundir la verdad en el centro mismo del error. En 1556, el cardenal Polus, amigo de Ignacio, en un proyecto de reforma para la Iglesia de Inglaterra, había introducido un plan de seminario calcado en el del colegio de alemán. Es él quien formuló en el concilio la propuesta de un decreto en este sentido y, apoyado por Carlos Borromeo, otro amigo de Ignacio, consiguió el decreto de 1563. Éste es el decreto memorable, principio de una reforma perpetua de la Iglesia por sí misma:

«Como los jóvenes, dicen los Padres del concilio, si no han sido bien educados, se sienten inclinados a seguir la voluptuosidad del mundo; y como si, desde sus más tiernos años, no se han formado en la piedad y en la religión antes de que las costumbres de los vicios se apoderen de ellos por completo, no pueden nunca y sin un ningún auxilio muy grande y muy particular del Dios todopoderoso, perseverar a la perfección en la disciplina eclesiástica, el santo concilio ordena que todas las iglesias catedrales, metropolitanas,, y otras superiores a ésta, cada una según la medidas de sus facultades y de la extensión de su diócesis, estén obligadas a alimentar, educar religiosamente e instruir en la disciplina eclesiástica a un cierto número de niños de su ciudad y diócesis, o de su provincia, si en el lugar no se encuentran suficientes, en un colegio que el obispo escogerá cerca de las iglesias mismas, o en otro lugar conveniente. En ese colegio, no se recibirá a ningún niño menor de doce años, y que no haya nacido de un matrimonio legítimo; que no sepa convenientemente leer y escribir, y cuyo natural y las disposiciones no den esperanza que se dedicará siempre al servicio de la Iglesia. el concilio quiere que se escoja principalmente a los hijos de los pobres; no excluye sin embargo a los de los ricos, mientras se mantengan a expensas propias y den señales de celo por el servicio de Dios y de la Iglesia. el obispo después de repartir a estos jóvenes en tantas clases como le parezca bien, según su número, su edad y sus progresos en la disciplina eclesiástica, empleará una parte, cuando le parezca oportuno, en el servicio de las iglesias, retendrá a los otros para ser instruidos en el colegio, y reemplazará a los que haya elegido, de manera que este colegio sea un perpetuo seminario de ministros de Dios. y a fin de que puedan ser formados más cómodamente en la misma disciplina eclesiástica, llevarán enseguida y siempre la tonsura y el hábito clerical, aprenderán la gramática, el canto, el cómputo eclesiástico y toda la disciplina de las bellas letras; estudiarán la sagrada Escritura, los libros eclesiásticos, las homilías de los santos, las formas de la administración de los sacramentos, sobre todo lo necesario para oír las confesiones, por último los ritos y las ceremonias. El obispo se cuidará de que asistan cada día al sacrificio de la misa, que confiesen sus pecados al menos una vez al mes y que, siguiendo el juicio de su confesor, reciban el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sirven, los días de fiesta en la iglesia catedral y en las otras iglesias del lugar. –Todas estas cosas y otras oportunas y necesarias a este efecto serán reguladas por los obispos con el consejo de dos canónigos de los más antiguos y de los más graves, que ellos mismos hayan escogido, siguiendo la inspiración del Espíritu Santo y, mediante frecuentes visitas, vigilarán para que se observen siempre. Castigarán con severidad a los díscolos, a los incorregibles, a los sembradores de malas costumbres, expulsándolos incluso si es necesario. Finalmente, vigilarán con diligencia para apartar todo obstáculo, y mantener lo que crean propio para conservar y aumentar un instituto tan piadoso y tan santo.»

El concilio reglamenta a continuación profusamente los medios de proveer a estos establecimientos de rentas necesarias, y sigue: «Que si los prelados de las iglesias catedrales y otras iglesias superiores fueran negligentes en establecer y conservar tales seminarios y se negaran a pagar su porción, el arzobispo deberá reprender vivamente al obispo, el sínodo provincial reprender al arzobispo y a los superiores, y obligarles a todo lo dicho, y por último tener un cuidado particular de procurar y avanzar una obra tan santa y tan piadosa lo antes posible y en todas partes donde se pueda…Seguidamente, con el fin de que se provea con menos gastos al establecimiento de tales escuelas, el santo concilio establece que los obispos, arzobispos, primados y otros ordinarios de los lugares, obliguen a los rectores y demás que ocupan plazas a las que va unida la obligación de dar lecciones y de enseñar, y les obligarán incluso por la sustracción de sus frutos a desempeñar las funciones en dichas escuelas, por sí mismos si son capaces de ello, si no por gente capaz que los sustituirán y que ellos mismos escogerán con la aprobación de los ordinarios. Que si, a juicio del obispo, éstos no son dignos, nombrarán a algún otro que lo sea, sin que haya lugar a ninguna apelación; que si lo descuidan, el obispo mismo proveerá. –Los susodichos enseñarán lo que parezca oportuno al obispo. En adelante estos oficios o dignidades del rector, como le llaman, no serán conferidos más que a doctores o maestros, o a licenciados en teología o en derecho canónico, o a otras personas capaces, y que puedan por sí mismas desempeñar este empleo. Realizada de otro modo, la provisión será nula e inválida, a pesar de todos los privilegios y costumbres, aun de tiempo inmemorial. –Pero si, en alguna provincia, las iglesias sufren de tal pobreza que no se pueda en algunas erigir un colegio, el sínodo provincial o el metropolitano, con dos de los más antiguos sufragáneos, tendrá cuidado de erigir en la iglesia metropolitana o en alguna otra iglesia de la provincia más cómoda, uno o varios colegios, según lo juzgue conveniente, con la renta de dos o varias iglesias, de los que cada una no puede cómodamente  establecer un colegio, y en él serán educados los hijos de estas iglesias. –Pero en las iglesias que tienen grandes diócesis, el obispo podrá, como le parezca oportuno, tener en si diócesis uno o varios seminarios, dependientes no obstante en todas las cosas del que esté erigido y establecido en la ciudad episcopal. –Por último,… si surgiera alguna dificultad que impidiera la institución del seminario o fuera obstáculo para su conservación, el obispo con los diputados ya nombrados, o el sínodo provincial, según la costumbre del país, podrá, atendiendo a la calidad de las iglesias y de los beneficios, y moderando incluso, o aumentando, si es necesario, lo que ya se ha dicho, reglamentar y ordenar todas las cosas, en general y en particular, que parezcan necesarias y útiles para el feliz progreso del seminario2

Animados por Balduino de Barga, obispo de Avesa, los Padres del concilio se dirigieron, el 23 de julio de 1563, a Pío IV para reclamar la ejecución de este decreto, y Carlos Borromeo, encargado de entregar su carta, la apoyó ante su tío. El 18 de agosto siguiente, el papa, después de la ceremonia del servicio aniversario de Paulo IV su predecesor, reúne a los cardenales, los consulta sobre este punto, y recibe de ellos una respuesta unánime. La fundación inmediata de los seminarios, en el sentido del concilio, se decide en Roma, y Carlos Borromeo con algunos prelados más, queda encargado de tomar cartas en el asunto. En efecto, el 30 de diciembre de 1563, Pío IV, en el discurso en el que denuncia la clausura del concilio, puede proclamar que el decreto ua está ejecutado en Bolonia y en Roma. Pronto, bajo la influencia de Pío V y de sus sucesores, estos establecimientos se fundan y se multiplican por todo el mundo católico, en Alemania, en España, en Portugal, en Bélgica, en Polonia, en Italia sobre todo, gracias al celo de san Felipe de Neri en Roma, y de san Carlos Borromeo en Milán. Casi en todas partes se confían a la dirección de los jesuitas.

II. Primeros ensayos en Francia, en ejecución del decreto de Trento.

Francia sola quizás, entregada a la anarquía religiosa y política, y siempre, ay, con recelo contra todo lo que llegaba de Roma, se niega por largo tiempo, a pesar de las reclamaciones de los obispos, a recibir el concilio de Trento, y no hace excepción a favor del capítulo de la reforma del clero. Sobre el arzobispo de Cambrai recae quizás el honor de reclamar el primer establecimiento de los seminarios. «No será hasta entonces, dice en su concilio de 1565, cuando la Iglesia pueda en poco tiempo mostrarse de nuevo floreciente por la ciencia, la piedad y la pureza de conducta de sus servidores. En efecto, ¿cómo poder proponer  y ejecutar otra cosa más hermosa que este decreto del concilio de Trento, por el cual se ordena erigir en todas las diócesis seminarios para los sacerdotes?» Y entonces comprometió a todos los miembros del concilio a contribuir a esta obra vital. Él mismo, en el correr de los años, dio una gran extensión a su seminario, fundó un segundo en Douai, bajo la dirección de los jesuitas, y les impuso unas reglas que se aplican todavía en esta clase de establecimientos.

El ilustre cardenal de Lorena, arzobispo de Reims, fundó y dotó con abundancia un seminario para cincuenta niños pobres, que fueron más tarde más numerosos, les dio más o menos las reglas del colegio germánico, y se lo confió a los jesuitas. Alma de la asamblea en los Estados de Blois de 1576, el cardenal le inspiró una elocuente reclamación a favor de los seminarios, señalados como remedio y término de los males de la Iglesia. Así ocurrió en 1579, en la famosa asamblea de Melón, que impuso a los obispos y a los eclesiásticos su erección como un deber indispensable, y redactó, sobre el modelo de Reims, el pan de su organización. En su concilio de Rouen de 1581, el cardenal y príncipe Charles de Bourbón emplazó a sus sufragáneos de Bayeux, Séez, Évreux, Lusieux, Arranches y Coutances, a trabajar de manera que en el mes de octubre siguiente se hubieran tomado todas las medidas para la construcción de los edificios, con la ayuda del clero y de los pueblos. En el año de 1583, los concilios de Reims y de Tours, presididos uno por el cardenal Louis de Guisa, sobrino y sucesor del cardenal de Lorena, el otro por Simón de Maillé, hablan en el mismo sentido. Ese mismo año, el concilio de Burdeos, bajo la presidencia de Antoine Prévost de Sansac, llega hasta dirigirse al rey y le suplica que use de su autoridad soberana para facilitar el establecimiento de los seminarios en sus Estados, que exhorte a los magistrados a tomarlos bajo su protección especial y fuerce a los recalcitrantes a cumplir este deber sagrado. El arzobispo de Burdeos es del pequeño número de los que lograron, en este fin de siglo, establecer un seminario. en el concilio de Bourges de 1584, el arzobispo deplora las guerras de religión, de las que su provincia ha sido uno de los principales teatros, y que han impedido la ejecución del decreto de Trento; se consuela con el pensamiento que las escuelas de varias iglesias catedrales lo han suplido, y exhorta sin embargo a sus sufragáneos a poner manos a la obra, y es el primero tal vez en distinguir entre seminarios menores y mayores.

A pesar de estos numerosos decretos de los concilios y de los comienzos de ejecución, la educación eclesiástica era casi nula en Francia. En las asambleas de Blois de 1588 a 1589, y de París en 1595, los obispos hicieron oír sus quejas y las llevaron hasta el pie de la Santa Sede. Clemente VIII les respondió con un breve lleno de unción, en el que les suplicó en nombre de Dios que mejoraran la vida moral de los sacerdotes, que perfeccionara su educación, y contribuyeran así al perfeccionamiento de la Iglesia misma. Este llamamiento fue escuchado. En las asambleas del clero de 1614, 1615 y 1625, y en la ordenanza de Blois de 1629, se renovaron todas las disposiciones precedentes. En la asamblea de 1614, el obispo de Arranches hizo que se decidiera que las comunidades religiosas y todo beneficiario de 300 libras de renta estarían obligados a contribuir a la fundación de seminarios. El mismo decreto en la asamblea de 1615 sobre la petición de François de Harlay, y en la de 1625, a petición del obispo de Chartres, Louis d’Étampes, quien remitió incluso sobre este asunto una excelente memoria, lamentablemente retirada por prevenciones galicanas.

No venían los impedimentos, ya se ve, por parte del alto clero, sino por parte de los parlamentos, siempre opuestos a la introducción del concilio de Trento, también por parte de la Universidad, celosa de los jesuitas, encargados de la dirección de casi todos los establecimientos ensayados. Asimismo, a comienzos del siglo XVII, no se hace mención más que de dos o tres seminarios subsistentes: los de Reims, de Burdeos y de Carpentras; y además, como se va a decir, se trataba menos de seminarios que de colegios.

III. Estado del clero a comienzos del siglo XVII.

No había pues para los que se destinaban al estado eclesiástico ni casa común, ni ejercicios regulares, ni estudios especialmente aprobados a su vocación. Existían cierto grandes escuelas de teología en las que se enseñaba el dogma con ciencia y brillantez; pero la moral, y sobre todo la moral aplicada, la administración de los sacramentos, las ceremonias, las demás funciones sacerdotales, no tenían en ninguna parte su enseñanza teórica y práctica. Además, los jóvenes teólogos vivían en el mundo, cada uno según su categoría, sin regla, sin vigilancia, sin ninguna de las ayudas que ofrece la vida en comunidad. Los mejores, los más deseosos se adquirir el espíritu de estado se colocaban con buenos párrocos o buenos sacerdotes; pero si encontraban allí ejemplo y consejo, se veían también con demasiada frecuencia molestados en sus estudios y distraídos en sus ejercicios de piedad. Los demás, y eran el mayor número, se quedaban en sus familias o se alojaban en casas donde nada los llevaba al espíritu y a las virtudes de su estado. Entonces ni exámenes ni retiros de ordenación, ni conferencias; ninguno de estos medios poderosos empleados después con tanto éxito para formar dignos ministros del santuario. También pocos sacerdotes se distinguían por un celo más ardiente o por una virtud más brillante. Algunos hombres regulares y edificantes, sin duda; pero la mayor parte sin instrucción competente, sin hábitos piadosos, sin exterior, sin ropaje eclesiástico, no eran, para no hablar aquí  de los escandalosos, más que gente honrada, que compartían las costumbres del mundo e incapaces de inspirar respeto y religión a los pueblos.

¿Qué decir de los que, en mayor número, vivían en el desorden y los abusos? Se ha de hablar sin embargo, aunque no sea más que por mostrar el servicio prestado al clero por Vicente de Paúl, o más bien la fuerza vital de la Iglesia, que se regenera por sí misma, bajo la acción del espíritu de Dios, en el momento mismo en que ella parece que va a perecer. Aquí, sin salir de la vida de Vicente de Paúl, los testimonios abundan. Es él quien nos enseña que la Sra. de Gondi había encintrado, que él mismo había encontrado sacerdotes ignorantes hasta no saber la fórmula de la absolución. Es él también quien contaba en sus conferencias que la misa se decía aquí y allí de la manera más extraña y con una diversidad escandalosa. Algunos la comenzaban por el Pater ; otros, en lugar de ir al altar adornados con vestiduras sagradas, tomaban la casulla entre las manos y no se la revestían hasta haber acabado el Introito. Una vez, en Saint Germain, se dio cuenta de siete u icho sacerdotes que decían la misa cada uno de una forma diferente3.

Pero ¡qué tristes testimonios le llegaron de la ignorancia y de la corrupción del clero, una vez que hubo puesto manos a la obra, y que los obispos comenzaron a recurrir a él para la reforma de sus sacerdotes!  «Yo trabajo, le escribía uno de ellos, yo trabajo, todo lo que puedo,  con mis vicarios generales para el bien de mi diócesis, pero con escaso éxito para el grande e inexplicable número de sacerdotes ignorantes y viciosos que componen mi clero, que no pueden corregirse ni con palabras, ni con ejemplos. Siento horror cuando pienso que, en mi diócesis, hay casi siete mil sacerdotes borrachos o impúdicos que suben todos los días al altar, y que no tienen ninguna vocación.» –Exceptuado el canónigo de teología de mi iglesia, escribía otro, no sé de ninguno, entre todos los de mi diócesis, que pueda desempeñar ningún cargo eclesiástico. Por ahí veréis la grande necesidad en la que estamos de tener obreros.» Hasta en 1642, un canónigo de una iglesia catedral podía escribir también: «En esta diócesis, el clero está sin disciplina, el pueblo sin temor y los sacerdotes sin devoción y sin caridad, los púlpitos sin predicadores, la ciencia sin honor, el vicio sin castigo; la virtud es perseguida, la autoridad de la Iglesia odiada o despreciada; el interés particular es el peso ordinario del santuario, los más escandalosos son los más poderosos, y la carne y la sangre como si hubieran suplantado al Evangelio y al espíritu de Jesucristo. Vos seréis, lo doy por seguro, bastante solicitado por vos mismo para acudir en auxilio de esta diócesis, al ver sus necesidades. Quis novit utrum ad regnum idcirco veneris, ut in tali tempore parareris 4.La ocasión es digna de vuestra caridad, si la muy humilde súplica que os hago de que lo penséis en serio delante de Nuestro Señor, os fuera agradable como llegada de uno de vuestros primeros hijos5.» Después de eso, ¿nos vamos a extrañar de lo que cuenta el primer historiador de Vicente de Paúl sobre el desprecio en que había caído el sacerdocio? desprecio del que, por una especie de espantoso compromiso entre la avaricia y el honor, la riqueza de un beneficio hacía por sí sola hacer frente a la vergüenza del santuario, que la más sangrienta injuria para un hombre de condición era decirle: «Vos sois un sacerdote; » y que finalmente este nombre divino de sacerdote, según el primer biógrafo del P. de Condren, era sinónimo en el mundo de ignorante y de libertino.6

IV. Primeros ensayos de reforma. –El Oratorio.

Una reforma era pues necesaria. ¿De dónde iba a partir? El Oratorio parecía en un primer momento destinado a ello. se puede pensar por un instante que Bérulle estaba suscitado por Dios para hacer en Francia la obra de san Felipe Neri en Roma, y de san Carlos Borromeo en Milán; y, en efecto, Tabaraud, su historiador7 le atribuye el honor de haber establecido el primero los seminarios y formado  a los demás fundadores de estas instituciones de educación eclesiástica. Como él podía regenerar la Iglesia por dos modos, educando a jóvenes clérigos o comunicando el espíritu de renovación a otros individuos, que habrían establecido luego sociedades sobre el modelo de la suya. De estos dos medio, el Oratorio se dejó escapar muy pronto el primero. No se ocupó apenas más que de misiones, de ministerio parroquial, y sobre todo, como parecía habérselo temido Bérulle, de la dirección de una multitud de colegios. En sus peticiones de bulas de institución, Bérulle había excluido la instrucción de la juventud en las bellas letras, y fue el papa quien  se negó a adoptar una restricción semejante. Lo que no era más que un accidente o un accesorio en sus obras se convirtió pronto en su obra principal..

Pero al Oratorio corresponden la gloria y el mérito de haber formado a los primeros y más célebres maestros del clero: Eudes, quien le dejó, cuando le vio infiel a su vocación, para establecer la sociedad de los Eudistas, consagrada a la dirección de los seminarios; Vicente de Paúl, a quien hemos visto pedirle comunicación de su espíritu sacerdotal; Adriano Bourdoise, cuyos servicios vamos a dar a conocer; y por último Jean-Jacques Olier, el operario más grande de la obra del clero después de Vicente de Paúl.

Ése es el verdadero honor de los primeros sacerdotes del Oratorio, «de estos hombres apostólicos, -decía Bourdoise, quien había pasado tres meses con ellos,- destinados, como otros Noé, a repoblar nuestra Iglesia, tras el diluvio de males de de los siglos precedentes; y que, en efecto, han sido como las primicias de tantas santas familias que se han educado después en este reino.»

Al P. de Condren, quien, siguiendo a Bérulle «había recibido el espíritu del Oratorio desde la cuna, pertenece sobre todo la realización de esta segunda parte de su vocación. Condren, el gran hombre y el verdadero santo del Oratorio francés, compendió ante y mejor que nadie la necesidad urgente de la reforma del clero, y el papel que estaba llamada a cumplir la congregación de la que fue el segundo general. Llama la atención en primer lugar que con esta viva inteligencia y este profundo sentimiento de las necesidades de la Iglesia no haya aplicado a ello directamente su persona ni a los suyos; pero, entre los elegidos de Dios, se ha de suponer, fuera de una vista más clara del presente, la segunda vista del futuro. Sin duda alguna, Condren tuvo el presentimiento, más o menos claro y reflexionado, de la caída próxima de su congregación en los errores del jansenismo. Entrevió por consiguiente que el Oratorio encargado él mismo de la educación del clero, no abriría en Francia al espíritu sacerdotal más que una fuente infestada; que debía pues, por una especie de derivación comunicar a otros su gracia mientras que ella seguía pura aún.

Puesto que, repitámoslo, Codren era un santo, es decir un vidente. Bérulle mismo se prosternaba al pasar por delante de su habitación para besar la huella de sus pies, y escribía de rodillas lo que le había oído decir. Vicente de Paúl, según Olier, decía de él: «Non est inventus similis illi; y cuando se enteró de su muerte, poniéndose de rodillas y golpeándose el pecho, se acusaba, con lágrimas en los ojos de no haber honrado a este santo hombre como lo merecía. Testimonio más sorprendente el de santa Chantal, la hija de san Francisco se Sales, parecía colocarle por encima incluso de su venerado padre, cuando decía: «Si Dios ha dado a la Iglesia  a nuestro bienaventurado fundador para instruir a los hombres, me parece que ha hecho culpable al P. de Condren de instruir a los ángeles.»

El P. de Condren se dedicó pues a formar herederos de la gracia de lo que el Oratorio se iba a hacer indigno, descargó sobre otros la dirección superior de los colegios y de una parte de su administración general para ocuparse de los eclesiásticos  en quienes descubría vocación para la obra del clero. Entre todos distinguió a Olier y a sus primeros compañeros: Caulet, conocido entonces con el nombre de abate de Foix, y más tarde obispo de Pamiers; a du Ferrier y los dos hermanos Brandon. Para unirse a él, dejó incluso a su primer director Vicente de Paúl, a quien no obstante siguió siempre unido por el más religioso respeto y la más santa confianza»Para los asuntos extraordinarios, solía decir, no dejamos de ver al Sr. Vicente;» y también: «El Sr. Vicente es nuestro padre.»

El P. de Condren no se explicó nunca con sus discípulos sobre el designio que tenía sobre ellos, a no se la víspera de su muerte, ocurrida en 1641. Quería dejarles una memoria, que no tuvo nunca el tiempo de redactar. Pero les dejó algo mejor: su espíritu, cuya fecundidad creadora veremos pronto.

V. El Padre Bourdoise.

Mientras tanto, cantidad de ensayos, de obras incluso habían tenido como objeto la santificación del clero. A la cabeza de todos sus promotores en los primeros años del siglo XVII, hemos de colocar a Adriano Bourdoise, a quien Godeau8 atribuye el mismo honor de iniciativa, que Tabaraud a Bérulle, pero sin más razón. Este hombre, comparado a Elías por el ardor de su celo, a Juan Bautista por su santa libertad en a los pequeños y a los mayores, se consumía de dolor a la vista de los escándalos del clero y del deterioro de la disciplina eclesiástica. Qué, exclamaba, se levantan academias para la nobleza donde se forman los jóvenes gentileshombres en el honor y en el oficio de las armas; y no existe oficio, por insignificante que sea, que no exija varios años de aprendizaje de aquellos que quieren hacer profesión de él, antes de ponerlos en el rango de maestros; solamente el estado eclesiástico, destinado a las funciones más importantes y a ministerios  totalmente divinos,  en el que se entra casi sin hacer preparación alguna!» Y entonces Bourdoise entraba en una santa cólera, y estallaba en sarcasmos que no perdonaban a nadie. Había algo de providencial en la aspereza, la rudeza y la importunidad de su celo ya que había que despertar a pesar suyo al clero dormido. Un discípulo de Olier ha dicho de Bourdoise: «Se le podían aplicar las palabras que los escribas y los fariseos dirigieron a Nuestro Señor con tono de malicia: «Sabemos que sois verídico y que enseñáis de verdad el camino de Dios, sin mirar a quién: et non est tibi cura de aliquo.» No había en él respeto humano, decía a cada uno la verdad sin temor, sin disfraz, aunque de una manera bastante singular. Es cierto que esta manera parecía chocar contra la prudencia humana, pero estaba llena de la prudencia de los santos; y a la vez que excitaba a veces a la risa, no por ellos dejaba de producir buenos efectos.»

En 1612, Bourdoise, simple alumno en el colegio de Reims y no comprometido aún en las órdenes, fundó una pequeña comunidad de seis miembros, la mayor parte bachilleres en teología, a quienes impuso la vida común y el cultivo de las virtudes eclesiásticas. Ya sacerdote, tuvo con sus cohermanos numerosas conferencias, y les dirigió muchos discursos sobre los deberes de su profesión. Su casa fue muy pronto frecuentada por un buen número de  de alumnos del colegio de Reims, entre los cuales había hijos de familia, y por eclesiásticos y doctores. De ahí salió la reforma del clero de la ciudad que, con la sotana revistió enseguida las costumbres de su estado. La pequeña comunidad de Bourdoise, conocida con el nombre de clericatura, tomó una forma más estable a partir del año 1618. Después de cambiar varias veces de residencia, vino entonces a París, donde resolvió consagrarse a la educación de los jóvenes clérigos. Uno de sus miembros, Guillaume Compaing, hijo de un secretario del rey y tío segundo del ministro Chamillart, le dio su casa, situada cerca de la iglesia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet. Frpger, párroco de esta iglesia, fue puesto al frente de la comunidad, que obtuvo pronto la aprobación del arzobispo de París y las letras patentes del rey. El seminario diocesano fue trasladado allí y confiado a sus sacerdotes. Los personajes más distinguidos contribuyeron a su mantenimiento; los magistrados Le Pelletier, La Houssaye y Destouches; los presidentes de Nesmond, de Herse y de Goussault; las damas de Chauvelin, de Clermont y de Miramion: la Asamblea del clero de Francia le otorgó una suma y el príncipe de Conti le legó 36.000 libras en testamento. La fundación de Bourdoise tenía dos fines: la preparación de los jóvenes clérigos y el mantenimiento de los sacerdotes en la gracia de su vocación por la vida de comunidad, tan favorable a la edificación, a la vigilancia mutua y al buen entendimiento para cumplir las funciones santas. La implantación de la vida común se debía sobre toda a la gracia de Bourdoise, como se lo había dicho Bérulle en 1611, en un retiro que había hecho en el Oratorio. En virtud del impulso dado por él, la vida común se extendió a un gran número de parroquias de París y de varias ciudades de Francia. Bourdoise mismo la organizó en Brou su patria, en la diócesis de Chartres; luego en Chartres mismo, en Beauvais, en Orleáns, en Arles, en Lyon, etc. Agers, Burdeos, Verdun, Meaux, Senlis, etc., siguieron el ejemplo. Muchos obispos se dirigieron a Bourdoise para organizar sus seminarios, y él cooperó en el establecimiento de los de Beauvais, y de Chratres. San Vicente de Paúl, que había fundado ya el seminarios de Bons-Enfants, y que profesaba hacia este sacerdote  y su comunidad la mayor estima, le propuso, el 6 de febrero de 1641, la recepción recíproca de aquellos de sus súbditos que quisieran hacer intercambio de casas: «Yo digo de vuestros pensionistas, añadía Vicente, y no por cierto de aquellos que tienen la suerte de estar ligados a vuestra santa comunidad, a la que estimo como de las más santas que haya en la Iglesia de Dios, y en la que yo me sentiría feliz, si la Providencia no me hubiera atado a ésta.» En toda ocasión, Vicente hacía a los suyos el elogio de Bourdoise. «Ved, les dijo un día, ved al Sr. Bourdoise, este excelente sacerdote: ¿qué no hace, y qué no puede hacer?

Ardiente promotor, Bourdoise hacía propaganda sin cesar a favor de la educación eclesiástica, y él buscaba por otras partes a otros apóstoles. En 1619, san Francisco de Sales, acompañado a París al príncipe cardenal de Saboya, que venía a negociar el matrimonio del príncipe de Piamonte con Cristina de Francia, hija de Enrique IV, le escribió una larga carta que él mismo llevó, en la que resaltaba el escaso fruto que producirían las predicaciones del santo obispo, por entonces reclamadas por todas partes, mientras que el clero y el pueblo no estuvieran mejor instruidos y mejor regulados. Francisco de Sales después de leer la carta dos veces con gran atención, habló una hora entera de su objeto con Bourdoise. Éste llevaba siempre la discusión a la reforma del clero. «es algo extraño, decía, que nadie piense en ello.» Luego, llevado por la libertad de su celo y volviéndose a Francisco: «Me sorprende, le dijo, que un obispo a quien Dios ha dado tan grandes talentos, no los explote en formar a buenos sacerdotes, y se entregue casi exclusivamente a la dirección de las personas del sexo. –Convengo, respondió el santo obispo sin ofenderse por este atrevimiento de lenguaje, y estoy hasta muy persuadido de que no hay nada más necesario en la Iglesia que formar a buenos sacerdotes: pero ese es un ministerio demasiado alto para mi debilidad, y que yo dejo en manos más hábiles. El Sr. de Bérulle se ocupa de ello9, tiene para eso mayor capacidad y tiempo que yo, que estoy encargado de una vasta diócesis. Dejo a los orfebres que manejen el oro y la plata; los alfareros deben contentarse con manejar la arcilla. Estimo además de alta importancia la santificación de las personas del sexo: sólidamente virtuosas, ellas son capaces de grandes cosas en la Iglesia, y esparcen el perfume de su piedad; al mismo tiempo que su sexo débil merece un a gran compasión, su valor merece un gran interés. Ellas seguían a Nuestro Señor en sus correrías evangélicas; ellas le acompañaron hasta el pie de la cruz, mientras que no se encontraba en ellas más que un solo apóstol.»

Tal es la respuesta que el obispo de Belley (Esprit de saint François de Sales, p. X, sec. XIV) pone en la boca del santo obispo; respuesta más probable, más conforme con el espíritu de humildad y de caridad de san Francisco de Sales al mismo tiempo por los hechos, que la respuesta referida por Bourdoise. Si tuviéramos que creer  a Bourdoise, o más bien a su historiador, Francisco de Sales habría contestado: «Confieso, y estoy persuadido que no hay nada más necesario en el Iglesia; pero después de trabajar yo mismo durante diecisiete años pata formar solamente a tres sacerdotes tal como yo los deseaba para reformar al clero de mi diócesis, no he podido reformar más que a uno y medio; y no he pensado en las Hijas de la Visitación, y en algunos seglares, más que cuando perdí toda esperanza con los eclesiásticos10

VI. Flojos resultados. –Seminarios-colegios.

Así las cosas, se ve que en esta fecha de 1619, nada estaba todavía sólida y universalmente establecido para la preparación y la reforma del clero. Y así continuó durante más de otros veinte años. Se llegó hasta ver los seminarios como imposibles, a causa de la inutilidad de las numerosas experiencias que se habían hecho. A fuerza de instancias, Bourdoise, Duval y algunos buenos sacerdotes provocaron de nuevo, en 1629, la asamblea del clero de Francia a deliberar sobre este punto importante; y de ahí el proyecto de establecer, para todo el reino, cuatro seminarios generales, que sirvieran de referencia para los demás. Pero hasta este proyecto pareció tan difícil, que la asamblea acabó por dejar a cada obispo el cuidado de actuar lo mejor posible. La dificultad primera era decidir qué forma se daría a estas clases de establecimientos. Según el concilio de Trento, los decretos de los concilios provinciales, y las ordenanzas de nuestros reyes, no estaban destinados más que a niños jóvenes. Así fueron, en efecto, pero pronto se apagaron o degeneraron en colegios, de los que apenas salían sacerdotes. El seminario establecido en Limoges por los Srs. de Ventadour no produjo un solo sacerdote en veinte años. Lo mismo sucedió con los demás seminarios de oratorianos, fundados en Sangres por Sébastien Zamet, en Auch por Léonard de Trapes, en Macon por Gaspard Donet, en Lyon por Denis de Marquemont; y también en Luçon, en le Mans, en Toulouse, etc. Saint Magloire mismo, fundado hacia 1620, esperó veintidós años, aunque adornado con el título de seminario diocesano para abrir sus ejercicios; y, cuando los abrió en 1642, sólo tuvo un débil comienzo, porque el cardenal de Richelieu, que había dado al P. Bourgoing , como a san Vicente de Paúl una suma para la obra de los seminarios, murió sin dejarle fundaciones.

El resto de los seminarios de los que se ha hecho mención anteriormente no tuvieron otro carácter, ni continuaciones más felices. Así el seminario establecido primeramente en París por el cardenal de Joyeuse para veintidós o veinticuatro jóvenes clérigos, bajo la dirección de los oratorianos, luego transferido a Dieppe, en 1614, bajo la misma dirección,  por último a Rouen, donde pasó a manos de los jesuitas, no produje lo que era de esperar por la generosidad de su fundador. «Apenas se ve a uno de estos jóvenes clérigos que lo lograra, decía Vicente de Paúl de nuevo en 1656. De manera que la fundación debió dedicarse al fin a alimentar a treinta pobres escolares, a quienes, por el nombre de su bienhechor se llamó les Joyeuses.

Igualmente del seminario de Reims, que apenas se sostuvo veinte años. «Al cabo de veinte años, dice el historiador de Bourdoise, degeneró tan rápido que los eclesiásticos, que allí se educaban no servían más que de lacayos de los señores canónigos para llevarles la cola cuando iban al coro, de donde tomaros en nombre de caudatarios.» Se trató de restablecerlo en 1625, pero todavía estaba en un estado lastimoso cuando Valencia fue trasladado, en 1641, de Chartres a Reims. Burdeos tuvo pronto el mismo destino, a pesar de todos los esfuerzos del cardenal de Sourdis.

No citamos más que de memoria el seminario de los Treinta y Tres, fundado en París en el hotel de Albiac calle de la Montagne-Sainte-Geneviève, frente por frente del colegio de Navarra, por el P. Bernard, en acción de gracias por el nacimiento de Luis XIV, y así llamado por el números de los años que Nuestro Señor pasó en la tierra. Estaba destinado a escolares pobres que demostrarían vocación para el sacerdocio y les proveía de los medios de acabar sus estudios. Si bien salió un gran número de laboriosos obreros para el ejercicio del ministerio y para las Misiones del interior y del exterior, no era todavía más que un seminario colegio, cuyos individuos debían pasar a otras manos para disponerlos directa y próximamente al sacerdocio.

Lo mismo debemos decir del seminario de Valence, fundado en 1630, por Christophe d’Authier de Sisgau, fundador de una asociación de sacerdotes misioneros. Sin duda, en la mayor parte de estas escuelas, en particular de las que estaban dirigidas por los oratorianos y los jesuitas, se enseñaba la teología conjuntamente con las humanidades, pero la mezcla de las edades, la confusión de los estudios, el carácter vago o híbrido de una educación que no podía aplicarse exclusivamente a candidatos serios del sacerdocio: todas estas causas, y muchas más aún, arruinaron o desnaturalizaron  estos establecimientos. Bourdoise, por su parte, después de treinta años de ensayos inútiles, debió ceñirse a su comunidad de sacerdotes, y las comunidades parecidas que estableció en tantas ciudades se transformaron en comunidades de parroquias o en colegios de jóvenes escotares.

Para encontrar establecimientos de educación rigurosamente eclesiástica, una distinción bien clara entre los colegios y los seminarios, entre los seminarios llamados menores y mayores, se ha de llegar a Olier y sobre todo a san Vicente de Paúl.

Entre tanto, lo que se exigía de los prelados más celosos para la educación de sus clérigos, clérigos los más piadosos ellos mismos para su preparación  a las santas órdenes, era el retiro de diez días llamado de los ordenandos11.

  1. Conf. del 25 de octubre de 1643.
  2. Ses. XXIII, c. XVIII.
  3. Conf. del 13 de mayo de 1659.
  4. «Y quién sabe si cuando lleguéis al trono, no estaríais debidamente preparada para este tiempo?» Palabras de Mardoqueo a Ester (c. IV, v, 14). Alusión evidente a las primeras entradas en la Corte de Ana de Austria. Richelieu y Luis XIII acordaron en ese tiempo a Vicente, como se contará enseguida, sobre la nominación de los obispos.
  5. De la conferencia de los martes. Ver más adelante c. III.
  6. Vida del P. de Condren, lib II, c. VIII. París, 1656. –Véase también, sobre el desprecio en que había caído el Sacerdocio, una conf. del mes de noviembre de 1658, donde san Vicente atribuye esta decadencia a la borrachera.
  7. Tom. I, p. 251.
  8. Tratado de los Seminarios.
  9. San Francisco de Sales que trabajó toda su vida en formar a un buen clero en sus diócesis, tuvo el proyecto de fundar una Congregación de eclesiásticos, y no renunció hasta que vio nacer la de Bérulle, a quien incluso deseó asociarse.
  10. Durante su estancia en París, Francisco de Sales se dirigió más de una vez a la comunidad de Saint-Nicolas-du-Chardonnet. Quiso visitar por separado todas las habitaciones, y tuvo el placer de las conferencias  semanales que Bourdoise daba al clero sobre las virtudes y obligaciones sacerdotales. Le invitó incluso a acompañarle, y le declaró todo el respeto y toda la estima que sentía por él y por su comunidad. Un día que el cardenal de Retz se quejaba del ardor y de la indiscreción de su celo: «Creedme. Monseñor, respondió Francisco, no hemos oído decir todavía que nadie haya sido condenado por haber perseguido con demasiado celo el restablecimiento de la disciplina eclesiástica.» (Vie de saint François de Sales, por el  Sr. (Hamon), párroco de San Sulpicio, 2 vol. in-8, Paris, 1854, tom. II, p. 205 y ss.
  11. Para todo esta capítulo, ver las obras siguientes, passim: Histoire des institutions d’éducation ecclésiastique, por Augustin Theiner, traducido del alemán por Jean Gocen, 2 vol. in-8, París,1841, tomo I. –Essai sur l’influence de la religión en France pendan le XVII siècle, por Picot; 2 vol in-8, París, 1824, , Tom. I. –Vie de M. Olier, por M. Faillon; 2 vol. in-8, París, 1841, t. I. –A. Goleau, Traité des seminaires.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *