Libro Segundo: La misión
Capítulo primero: Establecimiento de la Misión.
I. Primeros dones de la señora de Gondi.
El colegio de los Bons-Enfants. Cuatro años transcurrieron. Ya estamos en el año 1624. Los frutos de salvación producidos pr las primeras misiones de Vicente dieron a la señora de Gondi, que los había visto con sus propios ojos, y hasta había contribuido a ellos con sus cuidados y con su fortuna el pensamiento de extenderlos y perpetuarlos. Desde el año de 1517, había querido dar un fondo de seis mil libras a alguna comunidad de sacerdotes con el encargo de dar cada cinco años misiones en todas sus tierras. Rogó a Vicente, su consejero, su director, el instrumento de todas sus buenas obras, que propusiera ésta a los hombres que él juzgara más capaces de ejecutarla bien. lleno siempre de estima por los jesuitas, Vicente se la propuso al P. Charles, su provincial de Francia. Éste se lo escribió a su general, quien no le permitió aceptar la fundación. Vicente recurrió entonces a los Padres del Oratorio, luego sucesivamente a a los superiores de diversas comunidades sacerdotales: todos se excusaron por el pequeño número de sus miembros o por anteriores compromisos que no les permitía contratar otros nuevos1 ¡Negativas inspiradas por la Providencia! Se trataba aquí de una obra nueva y especial, de la instrucción del pobre pueblo de los campos, que requería una compañía nueva también y distinta, únicamente ocupada en esta porción querida del rebaño de Jesucristo. Ni Vicente ni la señora de Gondi tenían entonces conciencia del plan de Dios. pero la piadosa mujer conservaba el proyecto en su corazón y se remitía, para la realización al tiempo y a la Providencia. Sin embargo, para asegurar en el futuro lo que ella no podía ejecutar en el presente, hizo su testamento, por el que destinaba siempre una suma de seis mil libras a misiones en sus propiedades y nombraba en este punto a Vicente su ejecutor testamentario.
Transcurrieron siete años más. Cada año la señora de Gondi renovaba su testamento, y Vicente continuaba sus intentos siempre inútiles. Finalmente la señora de Gondi se preguntó porqué debía buscar por fuera lo que tenía de alguna manera al alcance de la mano. Vicente estaba en relaciones continuas con doctores, eclesiásticos virtuosos que trabajaban con él en las misiones de los campos. ¿Qué más necesitaba para hacer con estos elementos la comunidad de sacerdotes que soñaba? Una casa para recibirlos y la conformidad de la autoridad eclesiástica. El conde de Joigny la confirmó en esta idea, y se ofreció a compartir con ella el título de fundador del nuevo instituto. Juan Francisco de Gondi, primer arzobispo de París, hermano del general de las galeras, creyó un deber suyo aprobar una fundación de la que su diócesis iba a aprovecharse tan maravillosamente. Hizo más: queriendo entrar por su parte en esta obra de familia, ofreció una casa de la que podía disponer.
Había entonces, cerca de la puerta de Saint-Victor, un viejo colegio, llamado colegio de los Bons-Enfants, cuya fundación se remontaba hasta mediados del siglo XIII, al año 1248, y la reconstrucción al año 1257. El canciller de la Iglesia de París era su superior y procurador. Aquel mismo año de 1257, el obispo de París, animado por una bula de Inocencio IV, permitió a los escolares construir una capilla y celebrar allí el oficio divino, con la condición no obstante de no causar con ello daño a los derechos parroquiales ni a las funciones del párroco de Saint-Nicolas du Chardonnet. El colegio recibió diversas fundaciones. En 1269, san Luis le legó, en su testamento, sesenta libras de renta. Algunos años después, Mathieu de Vendôme, abate de Saint-Denis, en calidad de ejecutor testamentario de Guy Renard, médico del rey, fundó en la capilla un título sin beneficio bajo el obispo de París, al que iban unidas quince libras parisinas de renta a deducir de los ingresos de la gendarmería de París, renta que fue amortizada, en 1284, por cartas del rey Felipe el Atrevido. La fundación de Mathieu de Vendôme estaba a cargo por el capellán de hacer residencia continua en la casa o morada que el colegio estaría obligado a suministrarle, celebrar o mandar celebrar todos los días la misa en la capilla, a intención de los fundadores, y decir las vísperas en ella, maitines y demás horas canónicas, al menos los domingos y las fiestas, siempre sin ningún perjuicio de los derechos del párroco de Saint-Nicolas du Chardonnet. Esta fundación fue aprobada por Raoul, obispo de París, en 1287. En 1314,título nuevo pasó al obispo de París por Thomas de Baillo, canónigo penitenciario y principal del colegio, y por dos bolsistas, encargados, por procuración de sus cohermanos, de gestionar lo temporal, por cuarenta sueldos parisinos de contribución que cobrar en ocho libras diecinueve sueldos parisinos de renta, libradas al colegio. Nueve bolsistas ratificaron este título, con juramento de que no eran en mayor número en París actualmente. Hacia el año 1317, se encuentra otra fundación de cuarenta sueldos parisinos por Galeran Nicolas Brito, clérigo de Cornouailles. Finalmente, en 1478, Jean Pluyette, director del colegio, después de visitarlo y supervisarlo por el obispo de París en calidad de superior, fundó dos bolsas a favor de miembros de su familia.2
En 1624, el colegio estaba vacante en virtud de la dimisión dada por su director Louis de Tuyard en manos de Juan Francisco de Gondi. El primero de marzo de ese año, el arzobispo entregó la dirección a Vicente, quien tomó posesión el 6 del mismo mes por procurador, en las formas ordinarias. No siéndole posible residir, pues seguía viviendo en la casa de Gondi, se sustituyó por Antonio Portail, su primer discípulo. La procuración, con fecha del 2 de marzo, da a nuestro santo el título de licenciado en derecho canónico. Era en París donde había estudiado el derecho y recibido el grado.3
II. Contrato de fundación.
Después del cubierto, se necesitaban los víveres y el mantenimiento para los futuros Misioneros. El conde y la condesa de Joigny se lo proveyeron a partir del año siguiente. El 17 de abril, un contrato de fundación fue pasado a nombre de «de los dichos señor y dama.» Establece «que habiéndoles dado Dios, de algunos años acá, el deseo de honrarle, tanto en sus tierras como en otros lugares, habrían considerado que siendo del agrado de su divina bondad proveer por su misericordia infinita a las necesidades espirituales de los que habitan en las ciudades de este reino, por la cantidad de doctores y religiosos que los predican, catequizan animan y conservan en el espíritu de devoción, no queda más que el pobre pueblo del campo el que se ve como abandonado; en vista de lo cual les habría parecido que se podría remediar de alguna manera mediante la piadosa asociación de algunos sacerdotes de doctrina, piedad y capacidad conocidas, que quisieran renunciar tanto a las condiciones de dichas ciudades como a todos los beneficios, cargos y dignidades de la Iglesia para, con el buen deseo de los prelados, cada uno en la extensión de su diócesis, aplicarse por entero y puramente a la salvación del pobre pueblo, yendo de pueblo en pueblo, a título de bolsa común, a predicar, instruir, exhortar y catequizar a estas pobres gentes, llevarles a hacer todos una buena confesión general de toda su vida pasada, sin tomar por ello ninguna retribución, de cualquier clase o manera que sea, con el fin de distribuir gratuitamente los dones que hayan recibido gratuitamente de la mano liberal de Dios. y para conseguirlo, los dichos señor y dama, en agradecimiento por lo bienes y gracias que han recibido y reciben diariamente de la majestad divina; para contribuir al ardiente deseo que tiene de la salvación de las pobres almas, honrar el misterio de la encarnación, la vida y la muerte de Jesucristo; por el amor de su santísima Madre, y también para tratar de obtener la gracia de vivir tan bien el resto de sus días que puedan esperar con su familia llegar a la gloria eterna; han deliberado constituirse patronos y fundadores de esta buena obra, y a este fin, han dado y hecho limosna los dichos señor y dama juntos por las presentes la suma de cuarenta y cinco mil libras, de la cual se ha hecho efectiva, en manos del Sr. Vicente de Paúl, sacerdote de la diócesis de Acqs, licenciado en derecho canónico, la suma de treinta y siete mil libras, contadas y numeradas en presencia de los notarios firmantes en piezas de dieciséis testones o tostones de medio franco y moneda variada, todo bueno y de curso legal; y en cuanto a las ocho mil libras restantes, los dichos señor y dama han prometido y prometen pagarlas pagar y entregar al dicho señor de Paúl, en esta ciudad de París, de hoy en un año, bajo la hipoteca de todos y cada uno de sus bienes presentes y por venir, con las cláusulas y cargos siguientes, a saber:
«Que dicho señor y dama han remitido y remiten al poder de dicho señor de Paúl elegir y escoger entre hoy y el año próximo a seis personas eclesiásticas o tal número que la renta de la presente fundación pueda sostener, cuya doctrina, piedad y buenas costumbres e integridad de vida le sean conocidas para trabajar en dichas obras bajo su dirección, durante su vida; lo que dichos señor y dama entienden y quieren expresamente, tanto por la confianza que tienen en su conducta como por la experiencia adquirida por él en dichas misiones; en general, Dios le ha dado gran bendición hasta aquí. No obstante tal dirección con todo, dichos señor y dama entienden que dicho señor de Paúl haga su residencia continua y de hecho en su casa, para continuar en ellos y en su dicha familia «la asistencia espiritual que les ha prestado hace largos años;
«Que la dicha suma de cuarenta y cinco mil libras será empleada por dicho señor de Paúl, según la intención de dichos señor y dama, en fondos de tierra o renta constituida, cuyo beneficio y renta derivados sirva a su mantenimiento, alimentación, vestidos y otras necesidades, el cual fondo y rentado sea gestionado por ellos, gobernado y administrado como cosa propia; que para perpetuar dicha obra a la mayor gloria de Dios, edificación y salvación del prójimo, ocurriendo el fallecimiento del dicho señor de Paúl, los que hayan sido admitidos a dicha obra, y hayan perseverado hasta entonces, elegirán por pluralidad de votos a tal de entre ellos a quien crean apto como su superior en lugar del señor de Paúl, y se servirán de este modo sucesivamente de tres en tres años, y por el tiempo que crean mejor, llegado el caso de muerte;
«Que dichos señor y dama seguirán conjuntamente como fundadores de dicha obra, y como tales, sus herederos y sucesores, descendientes de su familia, disfrutarán a perpetuidad de los derechos y prerrogativas concedidas y otorgadas a los patronos por los sagrados cánones, menos del derecho a nombrar los cargos, al que han renunciado;
«Que dichos eclesiásticos y otros que deseen, hoy y en el porvenir, darse a esta santa obra, se aplicarán al cuidado por entero del pobre pueblo del campo, y a este efecto se obligarán a no predicar, ni administrar ningún sacramento en las ciudades en que haya arzobispado, obispado o presidial, a no ser en caso de notable necesidad solamente, a sus domésticos, a puertas cerradas, ocurriendo que tengan alguna casa de retiro en alguna de dichas ciudades; que renuncien expresamente a todos los cargos, beneficios y dignidades, a reserva sin embargo que ocurra que algún prelado o patrón desee conferir alguna parroquia a uno de ellos para administrarla bien el que le fuere presentado por el director o superior podría aceptarla y ejercerla, habiendo de antemano servido ocho o diez años en dicha obra, y no de otra manera, a no ser que el superior de la obra de la Compañía juzgue conveniente dispensar a algunos de dicho servicio de ocho años;
«Que dichos eclesiásticos vivirán en común bajo la obediencia de dicho señor de Paúl de la forma susodicha, y de sus superiores en lo porvenir, después de su deceso, con el nombre de compañía, congregación o confraternidad de los padres o sacerdotes de la Misión; que los que sean admitidos en ella después estarán obligados a tener intención de servir a Dios de la forma antedicha y observar el reglamento que se haya establecido entre ellos, que estarán obligados a ir, cada cinco años, por todas las tierras de dichos señor y dama, para predicar en ellas, confesar, catequizar y hacer todas las obras buenas antedichas; y que, con respecto al resto de su tiempo, ellos lo emplearán a su voluntad, lo más útilmente que puedan, y en tales lugares que lo estimen más conveniente para gloria de Dios, conversión y edificación del prójimo; y en asistir espiritualmente a los pobres forzados con el fin que se aprovechen de sus penas corporales, y que en ello dicho general satisfaga con lo que crea deber hacer por su cargo; caridad que entiende continuarse a perpetuidad en lo sucesivo en dichos forzados por dichos eclesiásticos, por buenas y justas consideraciones;
«Que trabajarán en dichas misiones desde comienzos de octubre hasta el mes de junio, de suerte que, después de servir un mes más o menos en dicha Compañía. se retirarán por quince días en su casa común o en otro lugar que les sea asignado por el superior según las exigencias de los casos, en uno de los cuales lugares emplearán los tres o cuatro primeros días de los quince antedichos en recogimiento o retiro espiritual y el resto en disponer las materias que deberán tratar en la próxima misión, a la que volverán al punto, y que los meses de junio, julio, agosto y septiembre que no son propios para la misión a causa de que la gente del campo andan muy ocupados en el trabajo temporal, dichos padres se emplearán en el catecismo por los pueblos, las fiestas y los domingos, y en asistir a los párrocos que los reclamen, y en estudiar para hacerse tanto más capaces de asistir al prójimo en adelante para gloria de Dios.»4
Este contrato fue elaborado y pasado en la residencia de Hindi, calle Pavée, parroquia San Salvador, el año 1625, el día 17 de abril. Aparte del principio y de la conclusión que son puras formas, hemos creído deber transcribirlo textualmente y entero. Y es que en primer lugar está admirablemente impregnado de la piedad general del tiempo, y de la piedad desinteresada de los ilustres fundadores. Ninguna carga, ninguna obligación, fuera de sus trabajos apostólicos y de su propia santificación, se impone a los Misioneros, ni siquiera de misas ni de oraciones aplicables a los fundadores vivos o muertos. En este punto, el Sr. y la Sra. de Gondi se contentaban con la parte que les correspondería necesariamente en los méritos de la Compañía; y, por lo demás, con la gratitud de Vicente bien conocida por ellos, gratitud que no dejaría de comunicar a los hijos y transmitir a sus sucesores, como la porción a la vez más obligatoria y más dulce de su herencia. Y efectivamente, siempre que los hijos de Vicente de Paúl pudieron descubrir los restos de la familia de Gondi en las casas de Lesliguières y de Villeroi les tributaron sus respetos y oraciones, y todavía ahora el nombre de Gondi es el que releen con la mayor felicidad en sus anales. En cuanto a Vicente mismo, él conservo siempre para sus ilustres bienhechores el más respetuoso y tierno de los recuerdos y, la víspera misma de su muerte, dará el más expresivo testimonio de ello.
En segundo lugar, este contrato es notable, porque es no sólo el acta de nacimiento de la Misión, sino su arquetipo y ya casi la forma definitiva que Vicente e dará después de largos años de reflexión, de experiencia y de oración. Y es que, bien a pesar de que debiera esperar tan largo tiempo antes de trazarle reglas, lo había meditado ya él profundamente ante Dios. todo está ahí, en efecto, previsto y ordenado en cuanto la espíritu y a los medios propios para asegurar el fin de la obra. el Sr. y la Sra. de Gondi vieron evidentemente su inspiración, y los notarios del Châtelet escribieron bajo su dictado. Sabemos por una carta que escribió a Roma, el 1º de abril de 1642, a un superior demasiado sometido a mil salidas de carácter que, durante los años que precedieron a la fundación de la Misión, estaba muy ocupado en ello, a tal punto que sentía escrúpulos, porque temía la inspiración de la naturaleza o del espíritu maligno. Hizo entonces un retiro en Soissons para pedir a Dios que le quitara del espíritu el placer y el afán que tenía en este asunto. Dios le escuchó, y «por su misericordia, dice, me quitó uno y otro, y hasta permitió que cayese en disposiciones contrarias. Y si Dios, añade, da alguna bendición a la Misión, y que yo le sea de menos escándalo, después de Dios, yo se lo atribuyo a eso, y deseo estar en esta práctica de no concluir nada ni emprender mientras me encuentre con estos ardores de esperanza y de visiones de tan grandes bienes.»
Esta será en adelante la máxima y la práctica de su vida.
Finalmente, este contrato es el verdadero testamento de la condesa de Joigny; es la última expresión de su alma de alguna forma apostólica, el resumen y la coronación de su vida caritativa, su legado más querido y más sagrado.
III. Muerte de la señora de Gondi.
Vicente se retira al colegio de los Bons-Enfants. Cumplido este acto, la piadosa dama parecía haber concluido su misión aquí abajo: «Sólo había una cosa que me hizo desear quedarme un poco en la tierra. Dios me lo concedió con creces: ¿qué más hago yo entonces aquí?»5 Y así, en apenas dos meses, su salud siempre vacilante, batida también y debilitada por los continuos movimientos de su caridad, declinó hacia la muerte. Lo sintió ella misma y, como mujer verdaderamente cristiana, olvidándose ya de todo lo demás, aprovechó estos últimos días para prepararse a comparecer ante Dios. Lo hizo con dulzura y fuerza a la vez, resistiendo a las lágrimas de su familia y demostrándole sus últimas ternuras. Pero el gozo y la confianza dominaban en ella, pues veía a su cabecera de muerte, como la encarnación de un deseo de más de doce años, a Vicente de Paúl, a quien había pedido tantas veces que fuera su ángel consolador en su último paso y su introductor en la presencia de Dios. Vicente mismo se regocijaba, a pesar de su dolor, a la vista de disposiciones tan cristianas, y se sentía feliz por comenzar a pagar con sus exhortaciones y sus oraciones en aquel momento solemne la deuda de gratitud que había contraído.
Así se murió, el 23 de junio de 1625, a los cuarenta y dos años de edad, alta y poderosa dama Francisca Margarita de Silly, condesa de Joigny, marquesa de las Iles d’Or, generala de las galeras de Francia, etc.; menos ilustre por sus títulos y dignidades que por sus virtudes, menos conocida por sus lazos de familia, con los Luxembourg, los Laval, los La Rocheguyon, los Montmorency, que por sus relaciones con el hijo de un pobre campesino de las Landas; pues bien verdad es que no hay gloria sólida y durable como la que Dios y la religión han consagrado.
Las lágrimas de los pobres fueron su oración fúnebre, y las alabanzas de Vicente, -alabanzas desafortunadamente sobrias, pues se habría visto obligado, entrando mucho antes en los detalles de esta piadosa vida, a mezclar las suyas,-forman su panegírico para la posteridad.
La Sra. de Gondi fue enterrada, según sus deseo, en la iglesia de las Carmelitas de la calle Chapon. Cuando se cerró la tumba, cuando Vicente hubo derramado sus últimas lágrimas y sus últimas oraciones sobre ella, emprendió el camino de Provenza, donde tenía que cumplir una misión más dolorosa todavía. El general de las galeras de Francia estaba entonces en Marsella, donde le habían llamado los deberes de su cargo, con ocasión de una nueva empresa de los reformados conducida por el duque de Soubise. Se trataba de anunciarle esta cruel pérdida, y ninguno lo podía hacer mejor que Vicente de Paúl. Además del arte de consolar y de curar las heridas del corazón que había aprendido de Dios, le resultaba más fácil que a nadie, por su vivo afecto hacia la familia de Gondi, mezclar sus lágrimas con las que iba a hacer derramar, lo que será siempre el más eficaz de los consuelos. Aparte de eso, es de creer que esta misión le había sido impuesta como último servicio por la condesa moribunda. Durante el viaje, tan largo entonces, a Provenza, meditó y pidió a Dios que le inspirara. Llegado a presencia del conde de Joigny, adoptó aquel aire dulce y grave que le era natural, y dijo: «Señor, ¿no estáis preparado a adorar todas las disposiciones de la Providencia? ¿Qué cosa más amable, más fácil, para vos sobre todo que habéis sido colmado, en vuestra persona y en vuestra familia de todas las gracias del cielo? Pero cuanto más nos testimonia Dios su misericordia, más derecho tiene a exigir nuestro amor y nuestro agradecimiento, es la sumisión perfecta a su adorable voluntad en todas las desdichas de la vida, principalmente en las separaciones crueles que impone a nuestro corazón.» Se calló; sus lagrimas dijeron lo demás. El general comprendió y, después del primer desahogo de su dolor al que Vicente le invitó a dar curso libre, reabrió su alma libre ya a las palabras del santo sacerdote. Vicente volvió a tomar a palabra entonces. Le contó todos los detalles de una muerte tan preciosa delante de Dios. Satisfizo plenamente esa dolorosa curiosidad que nos lleva a conocer tan ávidamente lo que renovará nuestras lágrimas, porque, en virtud de una especie de homeopatía misteriosa, nuestro dolor se apacigua saturándose de sí mismo. Por fin se dirigió a su fe y a su piedad, y pronto el general besó amorosamente la mano divina que acababa de golpearle con tanta crueldad.
Al mismo tiempo, Vicente le puso en las manos el último testamento de la condesa. Además de un legado a su favor, este testamento encerraba estas últimas súplicas y agradecimientos: «Suplico al Sr. Vicente, por el amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su santa Madre, que no quiera nunca abandonar la casa del Sr. general de las galeras ni, después de su muerte, a sus hijos. Suplico también al Sr. general que se digne retener en su casa la Sr. Vicente y ordenar a sus hijos después de él, pidiéndoles que se acuerden de seguir sus santas instrucciones, conociendo bien, si lo hacen, la utilidad que de ello recibirá su alma y la bendición que les alcanzará a ellos y a toda la familia.»
Ante esta lectura, y para obedecer los supremos deseos de su mujer, el general suplicó a Vicente que le hiciera la caridad de quedarse todavía en su casa. Sin duda, este debió ser un duro combate para el corazón tan amante y agradecido del santo sacerdote resistir a este fuego cruzado de ruegos, unos que subían de la tumba apenas cerrada. Los otros que llegaban del corazón de un esposo afligido y de un padre inquieto por el porvenir de sus hijos. Pero más poderosa y más sagrada aún era para él la voluntad de Dios que él creía que le llamaba a otra parte. Evidentemente, él ya no tenía nada que hacer en la casa de Gondi, a la que no había vuelto ni por el general ni por sus hijos, sino tan sólo por calmar las penas interiores de la condesa y cerrarle los ojos, o más bien para echar los cimientos de todas sus obras de misericordia. Muerta la condesa, colocados los cimientos, no podía quedarse más en esta atmósfera de grandeza y de riqueza con tan poco que ver, a pesar de la piedad que la suavizaba, con la pobreza y humildad que había escogido desde hacía mucho tiempo como su heredad. Los forzados y los esclavos, los niños y los ancianos abandonados, todas las necesidades y todas las miserias le llamaban en su ayuda; ante todo él se debía a la Compañía naciente, su verdadera familia, que no podía suscitar ni aumentar sino viviendo en medio de ella.
Tales fueron las razones que expuso al general de las galeras, rogándole que le consintiera retirarse. ¿Cómo no iban a ser entendidas y aprobadas de un hombre que también aspiraba a la soledad? Ciertamente, el Sr. de Gondi no se tomó más que un año para arreglar sus asuntos y proveer a la educación y porvenir de sus hijos; luego, renunciando por completo a las grandezas humanas, entró en la congregación del Oratorio en la que, durante más de treinta y cinco años, sirvió al rey del cielo con una piedad, una mortificación, una paciencia iguales al celo y al valor que había desplegado en el servicio del rey de la tierra. Murió en Joigny, el 25 de julio de 1662, dos años apenas después de nuestro santo sacerdote.
Todo esto pasaba el año 1625. Ese mismo años Vicente se retiró al colegio de los Bons-Enfants, como un piloto, le parecía a él, que regresa al puerto después de ser derrotado por la tempestad. Entraba desnudo y despojado de todo deseo de riqueza y de grandeza, pero rico en virtud y santos proyectos. Para despojarse más todavía, hizo voto de no aceptar nunca ni honores ni dignidades; y como sólo él ignoraba sus riquezas espirituales, creyéndose cargado de imperfecciones y pecados, de manchas contraídas en el trato con el mundo, comenzó por purificar más su alma ya tan pura; al momento cerró con Dios y consigo mismo el compromiso de no retroceder ante ninguna perfección, y consagrarse a la salvación del pobre pueblo, con las mismas disposiciones que Jesucristo había tenido en la tierra.
IV. Primeras campañas y primeros trabajos.
Cuando Vicente se retiro al colegio de los Bons-Ennts no encontró en un principio más que a Antonio Portail, que había ocupado su lugar desde la donación hacha por el arzobispo de París. Los dos quisieron comenzar enseguida la obra de la Misión. No teniendo medios de pagar a un guardián del colegio durante su ausencia, entregaron las llaves a un vecino, y se pusieron en campaña. Poco cargados de dinero, aunque no debiesen, según los términos de la fundación, pedir nada a nadie, redujeron lo más posible su escaso bagaje, que tenían que cargar al hombro, al viajar a pie. Equipados de esta suerte, y acompañados de un tercer sacerdote, que habían incorporado provisionalmente por el precio de treinta escudos al año,6 recorrieron primero las tierras de la casa de Gondi; luego otras parroquias más, y en particular los alrededores de la capital. Es siempre el grano de mostaza del Evangelio. ¿Quién habría podido prever que una compañía, menos numerosa todavía que la de los apóstoles, acabaría por llenar la tierra? Vicente era demasiado humilde para tener el menor presentimiento y, en lo sucesivo, en toda circunstancia, se complacía, para animar su gratitud y atribuir toda gloria a Dios, para inspirar semejantes sentimientos al corazón de sus discípulos, en recordar estos tímidos comienzos. En una conferencia de más de veinte años después en San Lázaro, decía: «Íbamos buenamente, y con sencillez, enviados por Nuestros Señores los Obispos, a evangelizar a los pobres, como lo había hecho Nuestro Señor.7 Esto es lo que hacíamos, y Dios hacía por si parte lo que había previsto de toda la eternidad. Él dio alguna bendición a nuestros trabajos, viendo lo cual otros eclesiásticos, se juntaron a nosotros y pidieron estar con nosotros, no todos a la vez, sino en diversos tiempos. ¡Oh Salvador, quién hubiera pensado jamás que aquello se haya convertido en lo que es hoy! Quien me lo hubiera dicho entonces, yo hubiera pensado que se estaba burlando de mí. Y no obstante, era por ahí por donde Dios quería dar principio a la Compañía. Y bueno, ¿llamarán ustedes humano aquello en lo que ningún hombre haya pensado nunca? Ya que no yo ni el pobre Sr. Portail no lo pensábamos; estábamos bien lejos de ello.»8
Sin prever todo el desarrollo que debía tener lugar más tarde el nuevo instituto, los testigos de los trabajos de sus primeros obreros concibieron con respecto a él las mayores esperanzas, y le favorecieron con su colaboración. El arzobispo de Paría, Juan Francisco de Gondi, lo aprobó después de una año de existencia y, el 24 de abril de 1626, ratificó con su autoridad todas las cláusulas y condiciones del contrato de fundación, sin añadir más que un nuevo cargo, a saber, decía, que los sacerdotes «no irían a nuestra diócesis de misión más que a los lugares que nos les asignaremos, y después de recibir nuestra bendición o le de uno de nuestros vicarios generales, y que nos darán cuenta a su regreso de lo que hayan hecho en dichas misiones.»9
Algunos meses después, Francisco Du Coudrai y Juan de La Salle, los dos sacerdotes originarios de Picardía, llegaron a ofrecerse a Vicente para vivir y trabajar bajo su dirección. El santo fundador creyó tener que tomar ya precauciones contra la debilidad e inconstancia humanas y, para ligar al instituto a sus tres primeros miembros, pasó con ellos un acta en la que se dice que, con el permiso que le da el acta de fundación aprobada por el arzobispo de París de elegir a los eclesiásticos que él crea propios para la obra de la Misión. Después de suficiente experiencia, él «escoge, elige, incorpora y asocia» a Du Coudrai, a Portail y a de La Salle «para vivir en congregación o cofradía, y emplearse en la salvación del pobre pueblo de los campos», según la petición que le han hecho y el compromiso que han hecho de observar las condiciones del acta de fundación, de someterse a los reglamentos que se publiquen, y de obedecerle a él y a sus sucesores. Esta acta en pergamino, conservada preciosamente en los archivos de San Lázaro, como la verdadera acta de nacimiento de la congregación de la Misión, está firmada por Vicente y sus tres primeros compañeros. Fue visionada en presencia de dos notarios del Châtelet, el 4 de setiembre de 1626.
Cuatro Misioneros era bien oca cosa para las necesidades de los pueblos entonces tan abandonados del campo. A la vista de una mies tan abundante, pidieron más obreros al Padre de familia, y su providencia les envió casi inmediatamente a cuatro nuevos sacerdotes: Juan Bécu, de la diócesis de Amiens; Antonio Lucas, de París; Juan Brunet, de la diócesis de Clermont, y Juan d`Horgny, de la diócesis de Noyon. Éstas son, con Vicente, quien era la piedra angular, las siete piedras fundamentales o las siete columnas del nuevo edificio. Estos diete sacerdotes casi todos doctores en teología o educados en la escuela de Sorbona, eran menos distinguidos todavía por sus talentos y por su ciencia que por su espíritu apostólico. Vicente estaba lejos de afligirse por el escaso número de sus compañeros y por el lento crecimiento de su obra; se alegraba al contrario, y viendo una señal de la bendición de Dios, que da lentos progresos a las cosas duraderas; y, nueve años después, el 16 de octubre de 1635, escribía otra vez a Portail: «El numero de los que han entrado entre nosotros desde que salisteis es de seis. ¡Oh, Señor, cómo temo a la multitud y a la propagación, y qué motivo tenemos de alabar a Dios porque nos concede honrar el pequeño número de los discípulos de su Hijo!»
V. La Misión aprobada por la autoridad eclesiástica y por la autoridad real.
Aprobada ya por la autoridad eclesiástica, el acta de fundación fue revestida el año siguiente con el sello de la autoridad real. A petición del general de las galeras, el rey Luis XIII otorgó, en mayo de 1627, sus cartas patentes para la erección de la Misión. «No teniendo nada en más consideración como las obras de una tal piedad y caridad y debidamente informado de los grandes frutos han logrado ya en todos los lugares en los que han estado en misión, tanto en la diócesis de París como en otros lugares», da su conformidad al acta de fundación, permite a los Misioneros formarse en congregación para vivir en común y entregarse, con el consentimiento de los prelados, a las obras de caridad, «con el encargo, prodigue el piadoso monarca, de que recen por nos y por nuestros sucesores, a la vez que por la paz y tranquilidad de la Iglesia y de este Estado.» Finalmente el rey los autoriza a recibir todos los legados, limosnas y otros donativos que les puedan hacer, «con el fin de que, dice él, por medio de ellos se entreguen a la instrucción gratuita de nuestros súbditos pobres.»10
Establecida así la vida común, Vicente no podía ya guardar en propiedad la dirección del colegio de los Bons-Enfants, que debía unirse a la Misión. Un primer decreto de unión se había dado, el 20 de julio de 1626, por Juan Francisco de Gondi, pero no tuvo seguimiento. Al año siguiente, Vicente dimitió de su título de director y de capellán en las manos del otorgador el arzobispo de París, suplicándole que lo uniera a su congregación. Tras visitar los lugares, declaraciones del desuso y de la antigua cesación de las clases en el colegio, de la caducidad y de la ruina inminente de las edificaciones, el arzobispo de París, -considerando que esta anexión es urgente y conforme a derecho, que contribuirá a la mayor gloria de Dios y al mayor provecho de toda la Iglesia y de su diócesis; atendidos asimismo los singulares incrementos de la Misión, los frutos saludables producidos por sus miembros, tantos trabajos increíbles emprendidos por ellos para el alivio y el consuelo de toda la república cristiana, sus frecuentes misiones en los pueblos y poblaciones de la diócesis de París y de las diversas provincias del reino, ya para catequizar e instruir a los ignorantes como para aliviar con la limosna espiritual a las almas del obre pueblo, -opera la unión propuesta, con el cargo de cumplir las obligaciones de la fundación del colegio, en particular de las dos bolsas fijadas en el testamento de Juan Pluyette, y de pagar una pensión vitalicia y anual de doscientas libras turnesas ( de Tours) a Luis de Tuyard, doctor en teología, protonotario apostólico, director dimisionario ( 8 de junio de 1627).11
En virtud de este decreto de unión, Vicente de Paúl, asistido de Francisco Du Coudrai, Juan de La Salle, Juan Bécu y Antonio Lucas, tomó posesión del colegio, el 27 de julio siguiente, en las formas acostumbradas, no ya en su nombre, sino en nombre de la Compañía. Decreto de unión, toma de posesión, todo fue aprobado por cartas patentes del 15 de setiembre de 1627, con la condición que el colegio, como todos los otros continuara dependiendo del Rector de la Universidad de Paris, y que se cumplieran fielmente todas las cargas.12
No habiéndose proseguido el registro de estas cartas patentes con la prontitud debida por los Misioneros, el Parlamento, suscitó más tarde dificultades que serán retomadas en el siglo XVIII por los administradores del colegio Louis-le-Grand y, el 11 de febrero de 1630, el rey debió otorgar nuevas cartas patentes, dirigidas a sus gentes del Parlamento para ordenarles registrar las primeras. Sobrevino entonces un nuevo obstáculo. Étienne Le Tonnelier, párroco de Saint-Eustache, decano de los párrocos de París, tanto en su nombre como en nombre de los párrocos de la diócesis, formó oposición con objeto de impedir el registro (en diciembre de 1630). Los párrocos parecían temer que el establecimiento de la nueva congregación menoscabara sus derechos; en realidad, obedecían tal vez en secreto a ese mal instinto que nos lleva a no querer el bien si no lo hacemos nosotros mismos, y a impedir que sea hecho por los demás, cuando nos falta de valor para ello y apropiarnos así toda la gloria. Los párrocos disimularon lo mejor posible sus intenciones ocultas. Declararon incluso que no querían impedir el establecimiento del nuevo Instituto, sino tan sólo las molestias que pudieran surgir de un conflicto de jurisdicción. En consecuencia, rogaban la corte que tuviese a bien verificar las cartas patentes del rey, exigir a los Misioneros la renuncia a todo empleo en las parroquias e iglesias de todas las ciudades del reino; que no pudieran entrar en ninguna iglesia sino por misión expresa del obispo y licencia del párroco, y que, aún en este caso, y no hiciesen ninguna de sus funciones acostumbradas en las horas del servicio divino; finalmente, que no aspirasen a ningún salario ni retribución.
Estas condiciones no eran evidentemente más que un pretexto de oposición, pues estaban ya relacionadas expresamente, ya lo hemos visto, en el acta de fundación. De esta manera los sacerdotes de la Misión no tuvieron más que hacer la declaración nueva por la que se comprometían a perpetuidad a no emplearse en ninguna ciudad del reino donde hubiera arzobispado, obispado o magistratura, a no desempeñar ninguna función durante las horas destinadas al servicio ordinario, y que renunciaban a toda ganancia, emolumentos, ofrendas, colectas, cepillos y retribuciones salariales sobre la renta de los párrocos o sobre los habitantes de las parroquias. Según esta declaración y en las condiciones que contenía, la corte, sin pensar en la oposición de los párrocos de París, ordenó, el 4 de abril de 1631, el registro de las cartas patentes de 1627 y del contrato de fundación.13
Quedaba conseguir la sanción de la autoridad pontificia. Una bula de Urbano VIII, con fecha del 1º de enero de 1632, repite en primer lugar el contrato de fundación, recuerda la institución ya formada de una compañía de Misioneros, su establecimiento en los Bons-Enfants con el permiso del arzobispo de París, su fin y sus empleos, el derecho de Vicente y sus sucesores sobre ella, sus obras ya realizadas en la diócesis de París y en las provincias, como sacramentos más frecuentes, cofradías caritativas establecidas, matrimonios rehabilitados, familias pacificadas, restituciones logradas, templos y ceremonias devueltos a su primer esplendor, por donde se ve la utilidad y la necesidad del nuevo instituto; por consiguiente, el papa erige en congregación a la compañía naciente con el nombre de Sacerdotes de la Misión, encomienda al oficial de París que apruebe las reglas, aprueba él mismo la elección de Vicente como superior y de su sucesor a tomar en la congregación, la sumisión al ordinario para las obras exteriores, y al general para el gobierno interior del instituto y de sus miembros; por último, autoriza a recibir todos los legados fundaciones y limosnas.14 El 16 de mayo de 1643, Luis XIII, «teniendo en consideración particular todo lo que concierne a la nueva congregación, para los grandes frutos que continúa cosechando diariamente para la gloria de Dios alivio y salvación de sus pobres súbditos del campo,» aprueba la publicación de la bula por cartas patentes registradas el 3 de setiembre del mismo año.15
En lo sucesivo la Congregación, fundada y aprobada por todos los poderes, podía dedicarse a sus trabajos con más autoridad ante os hombres y más mérito ante Dios. Como el Salvador, Vicente repartió entonces a sus discípulos en grupos y los envió a predicar portados los campos; como el Salvador también, los llenó, al partir, de su espíritu y les dio sus instrucciones; ; También él les decía: «La mies es grande, y vosotros sois pocos obreros; rogad pues al dueño de la mies que suscite a otros más. Id, ved que os envío como corderos en medio de los lobos. No llevéis ni bolsa, ni saco ni calzado. En el lugar que entréis, anunciad la paz, curad a los enfermos y decidles: El reino de Dios se acerca.»16 Ël mismo escogía para sí las tierras más difíciles. Una carta de santa Chantal nos dice que él escogió en particular la provincia de Lyon, cuyas necesidades le había hecho conocer su estancia en Châtillon. Sin hacer más milagros que él, sus discípulos protegidos por sus oraciones y animados por sus incesantes exhortaciones, veían en todas partes sus trabajos bendecidos. «Estoy de regreso de un largo viaje que he hecho por cuatro provincias, le escribía el mes de diciembre de 1627; ya os he participado el buen olor que difunde por las provincias donde he estado la institución de vuestra santa Compañía, que trabaja para la instrucción y edificación de los pobres del campo. De verdad no creo que haya nada más edificante en la Iglesia de Dios ni más digno de los que llevan el carácter y la orden de Jesucristo. Hemos de pedir que Dios infunda el espíritu de perseverancia en un proyecto tan beneficioso para el bien de las almas, en lo que muy pocos de los que se han dedicado al servicio de Dios se ocupan como es debido.»
Muy pronto, al multiplicar sus miembros, multiplicó sus obras y, con las misiones, abrazó la renovación del clero con los ejercicios de los ordenandos, las conferencias y los retiros eclesiásticos. Pero habiendo tenido estas obras por teatro a San Lázaro, donde tuvo su forma definitiva, debemos más adelante introducirlo allí.
- Conf. del 25 de enero de 1655.
- Histoire de l’Université de Paris, por Du Roulay, tom. III, p. 217-221; y Archivos del Estado, M. 96.
- Depos. de P. Chalier, Summ. n. 3, p. 5. Chalier tenía en mano las cartas de licencia.
- El original de este contrato está en los Archivos del Estado, M. 167.
- Confess., libr. IX, c. 10.
- Se llamaba Adrien Gambart, nacido en 1600, en la diócesis de Noyon. Vicente se lo dio por confesor a las religiosas del segundo monasterio de la Visitación, en el barrio de Saint-Jacques. Cuando murió, en 1668, después de ejercer sus funciones durante treinta y cuatro años, las religiosas, en una circular, le tributaron los mayores elogios. Había publicado el Missionnaire paroissal, colección de sermones para todos los domingos del año, recientemente reeditado. –Hábil en el arte del dibujo, fue autor del grabado del famoso Almanach des Jésuites. (Véase Mémoires del P. Rapin, t. II, p. 191).
- Como el Salvador también, evangelizaban en la vía pública: «Cuánta pobre gente, decía más tarde el santo, no he confesado yo caminando por el campo cuando íbamos de misión! Ellos corrían tras de nosotros: «Señor, yo no me he confesado; le ruego que me confiese; espero que Dios me perdone los pecados.» Y así yo los oía caminando (Confer. del 17 de noviembre de 1658.»
- Cofer. del 17 de mayo de 1658. –Fue en esta conferencia también cuando dijo que todo su bagaje oratorio se componía entonces de un solo sermón sobre el temor de Dios, que cambiaba de mil maneras. –Más tarde, cuando se le atribuía el honor de la fundación de la Misión, le gustaba repetir: «Yo no soy más que el barro del que Dios se sirvió para juntar a los Misioneros, que son las piedras del edificio.» (Relación del Sr. Fontenaille, gran arcediano de Saint-André de Burdeos, del 17 de julio de 1662. –Archivos de la Misión.).
- Archivos del Estado, M. 142.
- Archivos del Estado, original y copia, M. 162.
- Archivos del Estado, M. 95 por el original, y MM. 534, fol. 14, por la copia.
- Archivos del Estado, M. 95.
- Archivos del Estado, M. 167, original.
- El original de esta bula está en los archivos del Estado, M. 167.
- Archivos del Estado, M. 167.
- Luc. C. X.