Capítulo V: El reformador del clero de Francia
Con Bérulle, Olier, Bourdoise y algunos más, Vicente de Paúl es uno de los poderosos reformadores del clero de Francia.
La evangelización del pobre pueblo le llevaba directamente a esta reforma. Constataba cada día la lamentable insuficiencia del clero rural. Un número muy alto de sacerdotes eran ignorantes; muchos vivían mal, muy mal. Algunos no se sabían la fórmula de la absolución; algunos confesaban a los niños en tropel, acabar pronto; otros comenzaban la misa en el Pater. Los de cierta diócesis eran, nueve de cada diez, borrachos… Dejémoslo. En una palabra, no se salvaría nunca al pobre rebaño sin darle primero buenos pastores; el misionero, por sí solo, era incapaz.
Formar a buenos sacerdotes es pues, con Vicente de Paúl, una idea segunda, en función de su idea dominante. Pero se encontró enseguida con otra en el espíritu del santo: la alta idea que tenía del sacerdocio. Bérulle la tenía también; en aquel tiempo en que su Iglesia estaba debilitada y enferma, Dios suscitó verdaderamente a algunos hombres ardientes para regenerarla, no solo como se pone remedio a un desorden social, sino en el nombre de un ideal interior. Jesucristo era profanado en el corazón de sus ministros. Des estado de abandono en que encontró a las almas, Vicente no sufrió tan solo por las ovejas, sino por los pastores. La visión de un sacerdote indigno le partía al corazón.
La empresa era enorme. A ella se puso sin dudar, pero al comenzar, como siempre, por pequeños ensayos limitados, la desarrolló lentamente bajo la presión de los hechos, bajo la inspiración divina. Allá, como en otras partes, se halla al hombre que no lo construyó de una vez, que no tiene grandes visiones y que al menos las tiene secretas y sometidas a las de la Providencia; el hombre prudente, suave, sólido, que no sale en busca de las ocasiones, sino al que ellas le encuentran siempre listo como si no hubiera cesado de preverlas; el hombre al que le sale bien todo lo que hace, bajo un falso aire de improvisación, porque no introduce en sus empresas ninguno de esos elementos de fracaso que han hecho arruinar pronto las nuestras: nuestros humores, nuestras ilusiones, nuestras complacencias.
Los ejercicios de los ordenandos.
Desde hace tiempo, no había ya seminarios en Francia; la preparación a las órdenes no existía.
El Parlamento se oponía con todo su poder a la introducción de la reforma de Trento; la Universidad combatía a los Jesuitas, quienes solo se ocupaban aquí y allá de la instrucción de los jóvenes clérigos. Las Asambleas del Clero del primer cuarto de siglo habían sin embargo decidido a algunos obispos a intentar en sus lugares seminarios; pero todas las tentativas habían fracasado vegetado. Eran, se puede decir, la tabla rasa. Y, sobre esta tabla, no era fácil construir, ya que hombres que llevaban pensándolo veinticinco años, no había podido aún poner en marcha nada.
Fue entonces, en 1628, cuando toma cuerpo una idea. Es sugerida a Vicente de Paúl por el obispo de Beauvais, Potier de Gerves; pero se adueña de ella con una prontitud que permite tal vez invertir los papeles. Es sencilla. Los jóvenes que van a recibir las órdenes harán en adelante un retiro de diez días, bajo la dirección del Sr. Vicente. Así pues, en septiembre de 1628, Vicente va a Beauvais con Duchesne y Messier, doctores de Sorbona, y prepara a los ordenandos. El éxito es completo; se vuelve a empezar y, dos años después, Potier decide al arzobispo de París para que establezca estos mismos ejercicios en París. Una ordenanza de 1631 los hace obligatorios para la recepción de las órdenes en la diócesis. La institución ha nacido; habrá en adelantes cinco retiros de ordenación al año. Pero es muy caro recibir a cuatrocientos o quinientos jóvenes cada año. Grandes damas forman una renta; Ana de Austria se interesa en la empresa, cuando su cofrecito no está demasiado vacío; luego, hacia 1646, las desdichas de los tiempos hacen que todos los gastos recaigan sobre Vicente, entran en la gran sima de sus obras que llena, no se sabe cómo, el gran milagro de su caridad.
Diez días de retiro, en lugar de cinco años de seminario, encontramos que es poco. Pero Vicente logra que sea mucho. Recibe en su casa a los jóvenes, les sirve, los alimenta, habla con ellos. A veces la urgencia es tal que él mismo hasta quita el barro de los zapatos de los ordenandos. Ejercicios por la mañana y por la tarde, instrucciones sobre los deberes y las virtudes del estado eclesiástico, sobre el culto y la liturgia, oración en común, meditación: de todo eso, Vicente es el alma. Ha llamado para ayudarle a doctores, a veces a prelados; pero es él quien da el tono. Los que hablan deben seguir los programas trazados por él, y sobre todo hacerlo sencillo y práctico. Se les ha de entregar la moral familiar… y descender siempre a lo particular, para que lo entiendan y comprendan bien. La sencillez los edifica. Se encuentran satisfechos, y no vienen aquí a buscar más que eso». Cuando uno de los oradores se aparta, Vicente sabe llamarlo al orden. «Yo me vi obligado, durante una ordenación, a postrarme dos veces a los pies de un sacerdote para rogarle que no se apartara por esos hermosos caminos (de la elocuencia), y no quería creerme. Por eso, Dios nos ha librado de este espíritu vano».
Bossuet vino a hacer su retiro en 1652 -aureolado ya con una reputación de espíritu selecto y de orador. Fue confiado al más humilde de los misioneros; pero recibió una impresión tan fuerte que conservó toda su vida su estima y su admiración hacia Vicente de Paúl.
En 1633, ya podía Vicente escribir a Du Coudray: «Es necesario que sepáis que ha sido del agrado de la bondad de Dios dar una bendición muy particular, y que no es imaginable, a los ejercicios de nuestros ordenandos. Es tal que todos los que han pasado por ellos, o la mayor parte, llevan una vida tal como debe ser la de los buenos y perfectos eclesiásticos… Hay incluso muchos que son de notar por su nacimiento… los cuales viven en sus casas tan reglados como nosotros en las nuestras, y son tanto e incluso más interiores que muchos de nosotros. Hacen oración mental, celebran la santa misa, hacen los exámenes de conciencia todos los días como nosotros… Hay doce o quince de París que bien así, y que son personas de condición, lo que comienza a ser conocido del público…»
¡Qué novedad! Los Parisienses son los primeros en maravillarse, pero la provincia a su vez recibe el ejemplo. Se distingue enseguida a los sacerdotes formados por el Sr. Vicente de los demás sacerdotes por su comportamiento, su dignidad, su celo. Son un reclamo parlante. Los Obispos de todos los lados piden retiros para sus súbditos. Piden también en Italia, en Génova y en Roma. Alejandro VIII, pronto, hace del retiro en la casa de la Misión una condición indispensable de la recepción de las órdenes, para todos los súbditos de Roma y de los seis obispados suburbanos. Inocencio XI e Inocencio XII confirman expresamente esta regla. Así Vicente de Paúl tiene el honor de contribuir por su parte a la reforma del clero italiano, del país del Concilio de Trento. Tal es la virtud de una obra bien modesta pero que responde a las necesidades del tiempo, y que es dirigida por un hombre lleno del espíritu divino.
La conferencia de los martes
Preparar a los ordenandos a su ministerio está bien; pero ¿cómo ayudarles, una vez sacerdotes, a perseverar en el espíritu de sacrificio y celo?
Vicente piensa en ello, naturalmente; pero en esto tampoco tomará la iniciativa. Espera a que su idea nazca en otros.
Un sacerdote –no sabemos quién- vino a verle y la pidió que recibiera en San Lázaro a los que querían mantener en ellos la gracia de la ordenación. Vicente, después de deliberar con el arzobispo, escogió un pequeño grupo de sacerdotes a quienes conocía bien y los envió a dar una misión entre los obreros que trabajaban en la iglesia de las Hijas de la Visitación. Así se concedió tiempo, y probaba su celo. Por fin, en junio de 1633, les propuso su plan. Continuad, amigos míos, viviendo en el mundo. Pero observad un reglamento común, practicar los mismos ejercicios de virtud y reuníos de vez en cuando para conversar sobre los deberes de vuestra vocación. Vendréis todos los martes a San Lázaro y nos ayudaremos mutuamente a servir a Dios con fidelidad.
Tal fue la «Conferencia de los Martes». Reunió pronto a todos los que había de mérito o de piedad en el clero parisiense. El Sr. Olier, el Sr. Duval, el Sr. Pavillon formaron parte desde el principio, Bossuet en 1653. Todo lo que se señaló más tarde en la Iglesia de Francia, Obispos o Arzobispos, Superiores de comunidades, párrocos, canónigos, Superiores de seminarios, pasó por la Conferencia. No digamos que era «todo perfecto», pro algunos índices lo harían creer. Se creería que el fundador encontraba su éxito demasiado hermoso.
En todo caso, se cuidaba de que la Conferencia no se convirtiera en una cháchara, él la dirigía hacia la acción. Los sacerdotes de la Misión, no pudiendo, según sus estatutos, evangelizar más que los campos, Vicente dedicó a los otros a las misiones en las ciudades. Se vio, en París, misiones en diversos hospitales, en los Quinze-Vingt, una grande y célebre en el Hôtel-Dieu. En 1641, hubo una en Saint-Germain, que por poco convierte a la Corte… Y por fin la gran misión de Metz, en 1658, adonde Vicente envía entre «dieciocho y veinte sacerdotes de los Martes», bajo la dirección del abate de Chandenier: fue célebre en los anales de la ciudad de Metz, en la historia religiosa del siglo diecisiete.
Los seminarios.
No obstante la Iglesia de Francia seguía estando sin seminarios, y todo lo demás no parecía más que medios de fortuna.
Vicente de Paúl no ha guardado, para la posteridad, el título de fundador de los seminarios, que pertenece al Sr. Olier. No establezcamos un debate delicado. Con todo, si la pequeña Compañía del Sr. Olier, tras algunos ensayos sin futuro, no vino a establecerse en Vaugirard, luego en San Sulpicio hasta 1642, ya Vicente había, para esta fecha, fundado diversos seminarios.
En 1635, comenzaba a recibir en Bons-Enfants a doce adolescentes a los que hacía que les enseñaran las letras humanas, el canto, la liturgia, las cosas de iglesia. Un estilo de Seminario Menor.
Luego, en junio de 1637, para las necesidades de la Misión, un Seminario interno, al que da por director a uno de sus primeros compañeros, Jean de la Salle. Esta vez, son jóvenes de veinte años, ya seguros de su vocación, nuevamente recibidos en la Misión a los que va a alimentar durante dos años antes de que pronuncien sus votos. Especie de noviciado, más bien que de seminario. En esta casa, Vicente, fiel a sus principios, quiere que se muestre a esta joven gente sobre todo los rigores de su vocación. Nada de temas dudosos, nada de reclutas más o menos solicitados. Es Dios solo quien debe atraer al misionero. «Dejemos obrar a Dios, Señores. Por su misericordia, así se ha hecho en la Compañía hasta el presente, y podemos decir que no hay nada en ella que Dios no haya puesto… Mantengámonos en ello, y dejemos hacer a Dios».
En 1637, Vicente de Paúl había mandado misioneros a fundar una casa en Annecy. Muy pronto, de acuerdo con el obispo Guérin, los misioneros abrieron un Seminario. Por el parecer formal de su Superior, esta vez fue un Seminario Mayor, que no recibió más que a jóvenes con los estudios profanos ya terminados.
En 1642, Vicente de Paúl abría otro en Bons-Enfants, con la ayuda financiera de Richelieu próximo a su muerte. Traslada a sus adolescentes del seminario menor al recinto de San Lázaro, a una casa que él llama el Seminario de San Carlos. El primero, pues, él realiza la fórmula que ha prevalecido definitivamente; separación de los pequeños y los mayores seminaristas. La organización estaba completa; dio los resultados que se buscaban hacía tiempo.
Desde entonces, el movimiento se propagó rápidamente. «Nuestros Señores los obispos parecen desear todos tener seminarios de sacerdotes, hombres jóvenes. Mons. Obispo de Meaux, que recibe con agrado una fundación que se hace en su diócesis, lo desea… Mons. de Saintes nos ofrece lo mismo». En Alet, en Cahors en 1643, en Saintes en 1644, en Saint-Méen en 1645, se abren casas; más tarde en Agen. Montauban, Tréguier. Hacia 1650, Vicente puede escribir a la reina de Polonia: «No hace mucho que tenemos seminarios en este reino, y no obstante sus progresos son considerables. Uno de los Señores Obispos me hizo el honor de escribirme últimamente que no podía consolarse lo suficiente al ver a su clero reformado por medio de su seminario, establecido hacía tan solo ocho o nueve años , y dirigido por cuatro sacerdotes de nuestra Compañía». De esta manera, lo que hace cincuenta años parecía imposible se ha cumplido ya. Después de la muerte del santo, el movimiento sigue creciendo. Esta difusión rápida, el éxito de todas las obras de Vicente de Paúl, ¿por qué siguen sorprendiéndonos? Es el triunfo de una justa fórmula, exactamente adaptada a las necesidades; y es el fruto que Dios da a las obras que están hechas puramente para su gloria.
Dejemos a un lado el reglamento que Vicente daba a sus seminarios, los métodos que preconizaba para la enseñanza de la teología, cuestiones demasiado especiales. Escuchémosle tan solo decir qué espíritu quiere difundir en sus casas. «Al comienzo de la Misión, no pensábamos en nada menos que en servir a los eclesiásticos; pensábamos solo en nosotros y en los pobres. ¿Y cómo comenzó el Hijo de Dios? Él se ocultaba; parecía que no pensaba más que en sí mismo; él oraba a Dios y no hacía más que acciones particulares. Después, anunció el Evangelio a los pobres; se tomó la molestia de avisarlos y formarlos, y por último les animó con su espíritu, no para ellos solamente, sino para todos los pueblos de la tierra… De esta forma, al comienzo, nuestra pequeña Compañía no se ocupaba más que en su avance espiritual en evangelizar a los pobres… Pero en la plenitud de los tiempos, el nos ha llamado para contribuir a hacer buenos sacerdotes. Oh, qué alto es este empleo, y qué sublime… Pensémoslo todo lo que queramos, nosotros no encontraremos que podamos contribuir a cosa más grande que a hacer buenos sacerdotes». Buenos sacerdotes, esto no quiere decir grandes teólogos, sino hombres que tengan una sólida formación espiritual, que amen la casa de Dios, los oficios, el culto, que amen una vida desprendida y pura. «Se necesita capacidad y buena vida; sin esta la otra es inútil y peligrosa. Debemos llevarlos igualmente a las dos.. Acordaos del espíritu de san Pablo, que recomienda ser sobrios en la ciencia… Si no queréis saber que a Jesucristo crucificado, si no queréis vivir más que su vida, no dudéis que él mismo sea vuestra ciencia y vuestra operación».
Se ha acusado alguna vez a Vicente de Paúl de despreciar la ciencia; y él mismo se ha tratado voluntariamente de ignorante, de asno, otras preciosidades. Se ha de mirar esto de más cerca. Ciertamente ha sido duro con la hermosa ciencia «cuadrada» y bien sonante de los doctores. Eso, está con buenos compañeros, entre Montaigne: «Ciencia sin conciencia es la ruina del alma», y Bossuet: «Maldición al conocimiento estéril que no se vuelve para amar!» La palabra de Vicente no es menos hermosa: «Que la luz del espíritu se convierta en un fuego en el corazón». Quizás ha ido más lejos y despreciado en efecto la ciencia por la ciencia, la pasión del saber. «Huid de la curiosidad, esta peste espiritual, que ha introducido todos los males en el mundo». –»Dios no necesita de sabios para realizar sus obras…» Pero no le tomemos por un Filisteo ni por un loco. Él tenía demasiado buen sentido y demasiada cultura para querer que sus sacerdotes fueran ignorantes. Llamaba doctores de Sorbona para hablarles, y quería que hubiese en la Compañía ciertos hombres capaces de sostener controversias y devolver a la fe a los herejes. Siempre ha honrado a los prudentes y a los sabios, a quienes el saber no convertía en orgullosos. No, no ha despreciado la ciencia, sino que ha hecho de ella deliberadamente la sierva de la caridad. Tenía a la vista siempre fines prácticos.
Y además, tenía contra la ciencia dos quejas. La primera es que hacía difícil la virtud esencial, la querida humildad. (Diríamos tal vez hoy que cuanto más sabia es uno más se siente el misterio de las cosas y más nos humilla; mas pensemos en la ciencia, sobre todo deductiva y doctoral del siglo diecisiete). La segunda es que la ciencia, si no hincha el espíritu, con frecuencia le confunde: lleva al análisis, a la duda, al riesgo de la fe. Vicente no había visto tales efectos, y una vez a costa suya. No tengamos pues una fe demasiado curiosa, demasiado sabia. «Como más se ponen los ojos para mirar al sol, y menos se lo ve, así, más se esfuerza en razonar sobre las verdades de nuestra religión, y menos se las conoce por la fe. Séanos suficiente que la Iglesia nos las proponga: no podríamos dejar de creerla, y de someternos a ella. «Estamos lejos de los Pensées; pero cada uno tiene sus puntos de vista: ese es de un hombre de acción.
Por eso el bachiller en teología de Toulouse, deliberadamente, no ha querido para sus seminaristas más que «la ciencia útil al prójimo».
La guerra «a los coeli coelorum».
Tanto como a la vana ciencia, Vicente de Paúl ha perseguido a la vana elocuencia. Entre los abusos y los errores del clero, él puso animosamente el modo pomposo de predicar, que había remplazado (sin destruirla tal vez) la trivial y grosera de otro tiempo. ¡Guerra sin cese a la elocuencia «de catedral»! Se juró exterminar el «bibus» y el «coeli coelorum» que caían de un púlpito tonante sobre la cabeza de los oyentes.
En él, en su casa, se había acabado. La buena gente de Clichy y de Châtillon. Los sacerdotes de San Lázaro nunca han oído más que la enseñanza más simple, familiar sin ser baja, nutrida de hechos y de ejemplos muy cercanos. Salida del corazón. Pero este método, bueno para las gentes de los campos y para el círculo de familia, ¿había que escucharlo en los grandes auditorios urbanos? Vicente no lo ha puesto en duda nunca. No quiso otros para las Conferencias del Martes. Allá se formaron en el «pequeño método» los sacerdotes más distinguidos, los más sabios. Los que venían a hablar a los Ordenandos debieron también plegarse a él. La regla fue inflexible.
¿Por qué? Por un gusto natural de Vicente por la sencillez; por un respeto cristiano a la palabra de Dios que no debe ser adulterada con ningún elemento humano. Por último porque Nuestro Señor y los Apóstoles han hablado así. Los Apóstoles ¿cómo predicaban? Buenamente, familiarmente y con sencillez. Y esa es nuestra manera de predicar». Por otro lado, Vicente de Paúl, que es un realista, que juzga el árbol por sus frutos y las cosas por su beneficencia, se sorprende de lo poco de eficacia de la predicación a la moda. Lo dirá sin rodeos: «Se dan todos los días tantas predicaciones en esta gran ciudad, tantos Advientos, tantas Cuaresmas: y díganme un hombre… que se haya vuelto mejor. ¡Oh Salvador! Os cuesta mucho trabajo encontraros con uno solo, uno solo convertido después de haber escuchado todas esas predicaciones». Esto basta: la elocuencia en uso queda condenada1.
¿Qué era el nuevo método? Según un resumen hecho por el Sr. Alméras después de la muerte del santo, Vicente de Paúl guardaba un cuadro bastante rígido: exordio, propuesta del asunto, división en tres puntos. El cuerpo del discurso comprendía. Los motivos o razones de estimar tal virtud; la definición, los medios de adquirirla. El Superior predicó él mismo, según estas divisiones bien estrictas. Nada, pues, de improvisación, de abandono. Lo que es nuevo es el tono del discurso. Ya no se trata de «escoger bien sus palabras, de disponer bien los periodos»; de ir a buscar, en la Biblia o en la antigüedad, toda clase de alusiones sabias, de ejemplos lejanos e ineficaces; mucho menos aún de pronunciar su discurso con un tono elevado que respira el canto o la declamación». «¿A dónde va toda esta fanfarria»? pregunta Vicente de Paúl. Se necesita un tono natural, ideas accesibles a todos, ejemplos sacados de la vida cotidiana, hechos que hablan, exhortaciones que urgen, y «algunos afectos para excitar a los oyentes a hacer lo que se les ha propuesto».
Se necesita sobre todo –y aquí reconocemos al hombre que renueva todas las cosas por el interior- necesita el predicador disposiciones morales muy otras que las que se le ven de ordinario. Cuánto de ellos no se proponen más que la gente diga de ellos: «Verdaderamente este hombre comienza bien, es elocuente, tiene hermosos pensamientos, se expresa admirablemente. A esto se reduce todo el fruto de su sermón». ¡Cuántos otros echan a perder por su mala vida el bien que podrían hacer con sus palabras! «Una persona que predica para hacerse aplaudir, alabar, estimar, ¿qué hace esta persona, este predicador? ¡Un sacrilegio, sí, un sacrilegio! ¿Qué! Servirse de la palabra de Dios para adquirir honores y reputación, sí es un sacrilegio… Es preciso pues, Señores, es preciso, en primer lugar, tener la rectitud de la intención… no apuntar más que a la conversión de nuestros oyentes y en la gloria de Dios. «Vicente de Paúl ha flagelado sin cansarse a los que suben al púlpito «no para predicar a Dios, sino para predicarse a sí mismos». Y ha dejado a sus hijos un precepto, una imagen admirables: «Se ha de subir a un púlpito como a un calvario, para no conseguir más que confusión»:
Una vez adoptado por los eclesiásticos de la Conferencia, el pequeño método tuvo un éxito rápido. Por la misma época, la declamación ampulosa desaparecía del teatro, y nuestros grandes clásicos de 1660 volvían en todos los géneros, a más de natural. Es curioso ve a Vicente de Paúl, con un entero espíritu cristiano, entrar en la corriente del siglo, adelantarse incluso y actuar sobre su tiempo en un dominio que le era tan extraño. Citaba bien a sus sacerdotes el ejemplo de los comediantes: ¿por qué la gente del teatro no se habrían inspirado en el ejemplo de los misioneros?
Vicente de Paúl constataba su éxito. Y no se persuaden ustedes, Señores, de que este método no es más que para el campo, la plebe, los campesinos. ¡Ah! es… también eficaz para los oyentes más capaces, para las ciudades, para las ciudades, en París, en París mismo. En la misión que se dio en Saint-Germain, la gente llagaba de todas partes, de todos los barrios de esta gran ciudad; se la veía de todas las parroquias, y a personas de condición, a doctores, doctores incluso. Se predicó a todo este gran mundo que siguiendo el pequeño método… ¡Y qué fruto no se hizo! ¡qué fruto! Se hicieron confesiones generales como en los pueblos, y fue con gran bendición. Ahora bien, ¡Dios! ¿Se vio alguna vez tanta gente convertida por todas las predicaciones refinadas?
«Pero digamos más. El pequeño método es para la Corte, bueno para la Corte. Ya dos veces ha comparecido en la Corte y, si me atrevo a decirlo, ha sido bien recibido. Es verdad que la primera vez hubo muchas contradicciones, hubo grandes oposiciones; no obstante se produjo mucho fruto, un gran fruto. Monseñor obispo de Alet (Pavillon) llevaba la voz cantante. Se logró acallar a todas las oposiciones. Y la segunda vez, uno de los nuestros llevaba la palabra, el Sr. Louistre. Gracias a Dios, no hubo ninguna oposición; el pequeño método, ¡oh miserable!, me atrevo a decirlo, triunfó allí. ¡En la Corte, en la Corte, el pequeño método! ¡Y luego, decís que no es más que para las gentes rudas y para el pueblo!… Concluid. Entremos pues todos en este pequeño, pero poderoso método».
Todos no entraron, pero muchos. (Bossuet mismo ¿no debería a Vicente de Paúl lo que hay de libertad y de lozanía bajo su gran estilo?) En 1655, el santo podía escribir: «Si un hombre quiere ahora pasar por buen predicador en todas las iglesias de París y en la Corte, ha de predicar de esta manera, sin ningún género de afectación. Y se dice de este que predica así y como los mejores: «Este hombre hace maravillas, predica a lo misionero, a lo misionero, como un apóstol… ¡Oh Salvador! vos habéis dado pues esta gracia a la pequeña y despreciable Compañía de inspirarle un método que todo el mundo quiere seguir; os damos gracias por ello con todas nuestras fuerzas…»
Los ejercitantes.
De esta forma, poco a poco, se forma en París, se difunde por las provincias, un clero nuevo, fácil de distinguir del antiguo. Tiene el favor de los fieles, así como el de los Obispos. Y el antiguo cero se conmueve: porque cuenta todavía junto a los elementos podridos, con una masa de buena gente que han recibido solamente malas costumbres y sufrido un fastidioso ambiente. El «buen olor» que difunden por todas partes los sacerdotes del Sr. Vicente atrae a sí a estos débiles, a estos extraviados; pues el bien también es contagioso, y la salud se gana, como la enfermedad.
Entonces, del fondo de las provincias, tiene lugar un éxodo de eclesiásticos de todos los grados que vienen a París para informarse, calentarse el fogón de vida espiritual que es la casa del Señor Vicente. Todos a quienes llama a la capital un asunto, un proceso, una peregrinación, o un santo deseo, y que temen perderse, ser puestos en ridículo o robados, disponen de unas residencias seguras, donde hallarán, con el alojamiento y el cubierto gratuitos, el buen consejo que esperan. Y además, apenas llegados, los vemos no solamente cómodamente instalados. Sino seducidos, edificados, impresionados; porque esta casa de buena acogida es sobre todo una hostelería de las almas. Sienten la suya obligada a despertarse; hay algo que purificar, que cambiar en su vida, y ahí tienen la ocasión. Se les propone un retiro de algunos días; ellos aceptan; se han convertido en ejercitantes.
Se les ha designado a cada uno un director. El director entra en la habitación, «modestamente alegre y alegremente modesto». «¿Habéis hecho ya un retiro, Señor? Si responde sí, le recuerda las prácticas; si no, se le instruye. Le ofrece libros, papel, tinta, una vela; se mira a ver si no le falta nada: luego le anima a su confesión general. Pero nada de brusquedad ni de método autoritario, el visitante no impone sus ideas particulares; observa, se adapta al carácter y a la condición del ejercitante; no es más que el servidor de un alma, desconfiando de sí mismo y confiando en la operación de Dios. Todo este directorio del visitador, fijado por Vicente, es de una psicología tan delicada donde se alían la prudencia humana, el respeto y el amor de las almas. Eso sabe a hombre honrado así como a apóstol. Mirad qué discreción: «No se invitará al ejercitante a volver sino en algún caso excepcional»; se le ruega tan solo que conserve en el mundo sus resoluciones. Y ved qué delicadeza: «Le llevarán por último ante el Santísimo Sacramento para dar gracias a Dios; luego se le acompañará hasta la puerta de la casa, con civilidad, respeto y cordialidad. Sea clérigo o laico, Prelado o simple párroco, rústico u hombre de calidad, son los mismos cuidados, los mismos tratos: aquí se acabaron las etiquetas, mas para todos la cortesía cristiana. ¡Qué hermoso es! Y que allí existe, podríamos decir, más educación verdadera que en Versalles.
Este delicado trato no se olvida de las almas no pierde de vista su propósito. Después de la última comunión, el ejercitante regresa a su puesto, cambiado en sus costumbres, renovado en su vocación, fortalecido en su celo sacerdotal. En adelante el párroco de pueblo dirá su misa con piedad, mantendrá limpia su iglesia, enseñará el Evangelio y no cualquier Dormi secure. El Canónigo será regular en su silla de coro en la catedral y en su casa. El beneficiario mismo habrá reflexionado sobre el deplorable abuso del que vive; no cobrará sin ejercer las funciones. «Aquí se les aconseja dejar los beneficios que no les convienen, y se someten a ello voluntariamente». ¿Es Dios posible? ¡Qué poderosa es la palabra de este hombre! Sino más bien, ¡con qué plenitud, cuando no se trabaja más que para él, Dios añade su acción a la de los hombres! Rance dirá: «Era la casa de Dios» Vicente mismo confesará: «El Espíritu Santo hace un descenso continuo sobre las almas» Esta casa de Bons-Enfants, con su noviciado de misioneros y su Seminario mayor, con sus retiros públicos y privados, con su vaivén de incesante de eclesiásticos –»Señor, vamos a sucumbir bajo el peso de los ejercitantes», gemía el Padre ecónomo- fue tal vez el instrumento más poderoso de Vicente de Paúl para la reforma del clero. Ya que las instituciones no cambian a los hombres, sin su adhesión íntima. La Reforma de Trento había fracasado porque no era aceptada por todos. Lo que Vicente ha obtenido es la reforma por dentro. Ha aprendido, ha hecho sentir a todos estos hombres de Iglesia lo que era un sacerdote de Jesucristo. Conviene volver siempre a esto: la renovación del clero fue la palabra, el ejemplo, la influencia personal de Vicente en Bons-Enfants o en San Lázaro, la irradiación de un santo.
El Consejo de Conciencia.
Vicente se dio cuenta; y la formación de los sacerdotes llegó a ser uno de los objetos principales de la Misión.
Resumía así su obra en una carta: «Así el buen Dios se servirá de esta Compañía respecto del pueblo por las misiones, y respecto del clero que comienza por las ordenaciones, con respecto de los que son ya sacerdotes no admitiendo a nadie a los beneficios y a los vicariatos que no haya hecho el retiro y se haya formado en los seminarios, y respecto de los beneficiarios por los ejercicios espirituales».
El edificio estaba bien construido; pero le faltaba una coronación. Faltaba trabajar a los grandes dignatarios, los prelados, los grandes beneficiarios; reprimir los abusos que formaban parte de la organización misma de la sociedad de la época. Apuntar a esta cabeza de la Iglesia que se unía por tantos lazos al mundo, era tanto como decir, llevar la mano a la cabeza misma del reino. ¿Podía Vicente pensar en ello?
En 1643, se presentó una ocasión.
El piadoso rey Luis XIII estimaba en mucho al Sr. Vicente; seguía sus esfuerzos; habría dicho un día: «Oh Señor Vicente, yo no nombraré a nadie para el episcopado que no haya pasado tres años con vos». ¡Palabra de muy buena voluntad! Pero que hacían caduca la cantidad de influencias.
A la muerte del rey, Ana de Austria, cuya recta intención se ha de alabar también, estableció, para tratar de todos los asuntos religiosos, un consejo que recibió el nombre de Consejo de conciencia. Vicente de Paúl fue llamado a él, con Mazarino, el canciller Séguier, con algunos más; él debía ser el alma.
Esto le asustó; trató de negarse, se negó. «No he sido nunca más digno de compasión, como lo soy… yo pido a Dios todos los días ser tenido por un insensato, como lo soy, para no ser empleado en esta suerte de comisión…» Cuando se piensa en el poder que ella le ponía en las manos para acabar su obra, queda uno sorprendido. Es verdad, era la obligación que tenía de volver a la Corte, de frecuentar a los grandes, todo lo que él detestaba. Y las solicitaciones, las intrigas, las luchas que podía prever… Pero ¡qué compensaciones para estas molestias! Después de rodo pienso que la naturaleza habló, más que la sumisión a la Providencia…
Le persuadieron; debió resignarse; se le volvió a ver por el Louvre. Una vez aceptado el sacrificio, mostró todo su valor y su voluntad decidida. En uno de los primeros consejos, hizo una propuesta para la distribución de las abadías y para el nombramiento de los obispados. Cuando se necesita un plan de acción, no tarda en presentar su papel.
Yo no entro en detalles sobre dicho plan que exigiría una exposición de toda la Iglesia bajo el antiguo régimen. Vicente de Paúl estableció principios que debieron parecer severos, exorbitados tal vez, y que nos parecen hoy muy conciliadores… Pidió que los beneficios, mientras fuera posible, dados ni a niños ni a indignos: que los obispados fueran atribuidos al mérito, sin excluir el privilegio del nacimiento; que las abadías de encargo que no eran más que vitalicias no se convirtieran en hereditarias por diversas infracciones a la ley; por último que los buenos y honrados beneficiarios no fuesen desposeídos, expulsados, por «transmisores», que no eran más que trapaceros y bandidos. Y perseguía bajo sus múltiples formas la simonía.
Estos principios aplicados con rigor, hay que pensar a cuántas familias iban a afectar, cuántos intereses iban a perjudicar. Romper el orden establecido, abusos que se han visto siempre, costumbres antiguas y fructíferas: ¡cuánta gente furiosa en todo el reino! ¡Cuántos menores que no serían ya de Iglesia! ¡Cuántos niños que no serían ya provistos desde la cuna! Cuántas rentas que saldrían de las familias, en estos tiempos de vida dura. No olvidemos que se era muy ávidos entonces por el «establecimiento» de los niños, y que la nobleza se arruinaba por todos los costados. Vicente arriesgó, con valentía, su popularidad. Ningún otro que no fuera él, yo creo, habría podido correr semejante aventura. Aguantó durante diez años bajo el toltole de las grandes familias, y ante la oposición creciente de Mazarino, que acabó con salirse con la suya; pero en el intervalo, había hecho buena labor. Y se ve a la vez, curioso espectáculo, trabajando al hombre y al santo. El hombre que sabe qué difícil de obtener es lo que él quiere: quien, en el Consejo, habla el último, da su consejo escueto, pero con dulzura, quien gana la mayor parte de las veces, y cuando debe ceder, desaprueba con su silencio; quien no considera ni el rango ni el poder de las gentes, cuando hay que rechazar una injusticia, pero que sabe con todo y no obstante sabe manejarlos y prepararlos; quien al fin multiplica los trámites, él de ordinario tan «encerrado en su cascarón», cuando ve el medio de impedir una mala elección. Y se le ve al santo, que rechaza siempre defenderse de las calumnias por las que se tratará de derribarle; que aprovecha todas las ocasiones en que algún sacerdote solicita un empleo, un favor, para elevar el corazón del candidato por encima de la intriga terrestre y enseñarle el desprendimiento; quien se niega a atraer sobre sus propias obras el dinero o la protección de los grandes cuando se hace el precio de una complacencia, incluso enteramente legítima; quien por último sufre sin decir palabra las afrentas, las humillaciones que las gentes decepcionadas se permiten infligirle. Maltratado por un señor furioso, se arroja a sus pies; tratado de viejo loco por otro, él se pone de acuerdo y va más lejos; acusado por un eclesiástico de haberse dejado comprar por un concurrente guarda silencio. Se atreve finalmente a ir a buscar a cierta dama y retirarle un obispado que la Reina había otorgado a la ligera a uno de sus hijos, notorio bebedor: la tormentosa entrevista termina con un taburete que le arrojan a la cabeza; se marcha se venda la herida con el pañuelo y, para el hermano que la acompañaba, da con esas palabras deliciosas que son de un santo: pero también de un Gascón lleno de humor: «¿No es acaso algo admirable ver hasta dónde llega la ternura de una madre por su hijo?»2
Todas estas oposiciones no impidieron que Vicente tuviera la última palabra, o poco menos, sobre la Iglesia de Francia. Pronto lo veremos. En pocos años, verdaderamente se ven los cambios. En todas partes desaparecen los abusos, el culto recobra su regularidad y su belleza. Los obispos nombrados o formados por Vicente de Paúl «destacan entre los demás prelados, de manera que hasta el Rey los señala como hechos de otra manera». Vicente, por otra parte, continúa aconsejándoles o dirigiéndoles con sus cartas. Con las órdenes religiosas el consejo funciona de igual manera. Sostiene al Cardenal de la Rochefoucauld en las reformas de las que éste ha sido encargado por la Santa Sede. Ayuda a Alain de Solminihac, Charles Frémont, el cardenal de Sourdis y otros más, a regenerar sus casas. Apacigua las divisiones o las querellas entre comunidades. Y ¿qué no hace? Es el que lleva en su espíritu y en su corazón a toda la Iglesia de Francia, y quien podría decir como el Apóstol: «¿Quién es débil sin que yo sea débil, y quién llega a caer sin que un fuego me devore? Me he convertido en el servidor de todos…»
Vicente de Paúl no fue el primero en trabajar en la gran obra, y no quiero reducir la parte de los demás obreros. Pero ninguno de ellos, me parece, tuvo una acción más extensa, tan completa. Diré más: la acción de Vicente de Paúl desbordó los cuadros mismos del clero. Él ha cambiado la idea que los clérigos se hacían de sí mismos; pero también la idea que se tenía de ellos en el mundo. El respeto que tenemos hoy al sacerdote, por su función y su hábito, es sin duda a Vicente a quien se lo debemos. Ni la Edad Media ni el siglo dieciséis le ha conocido.
En el siglo diecisiete, si se respetaba en el alto clero el nacimiento y la «calidad», el párroco del Tercer mundo era todavía tenido en poco, por muy poco. Era increíblemente despreciado de los grandes. El Sr. Olier escribe un día a Vicente de Paúl: «Un párroco cerca de París, ha sido golpeado y molido a bastonazos por el señor de su pueblo, en presencia de sus parroquianos, con la mayor ignominia y confusión que se pueda en cuanto al estado eclesiástico. El párroco es una persona de gran integridad y capacidad… Pienso que en este inicio de la regencia de la Reina (en 1643), si quisiera obligar a una satisfacción pública a este gentilhombre, ella… reprimiría mucha de la audacia y de la insolencia que la nobleza acostumbra a ejercer sobre la Iglesia». Habla otra vez de «la vejación y opresión en la que viven los párrocos de las regiones distantes de la Corte donde los sacerdotes no tienen la palabra para quejarse y parecen no tener más que hombros para sufrir». El duque de Beauvilliers, mucho más tarde, dirá también; «Qué mala suerte la mía por haber venido al mundo en un tiempo tan deplorable que se desprecia, que se maltrata, que se deshonra a los eclesiásticos». Él mismo confiesa que no saluda a un párroco de pueblo, no le admite en su mesa, mientras que yo lo haría con personas de una condición mediocre». Abelly, poco propenso a la crítica, escribe: «Se tenía por una especie de envilecimiento a las personas de condición, entrar en las santas órdenes, si no se tuviera algún beneficio considerable para tapar la vergüenza. Y, según la costumbre del mundo, era una especie de contumelia y de injuria decir a un eclesiástico de calidad que era un sacerdote». Eso se explicaba sin duda por la jerarquía que reinaba en toda esta sociedad y por la mala compostura del clero popular. Pero por último tenemos consideración por un párroco de campo, hasta cuando nos parece un patán. Un hombre de calidad, en el siglo XVII, no le concedía el saludo, no le pedía que se sentara en una compañía, y le enviaba a comer con los criados. No nos equivoquemos en esto, hay una gran novedad, una revolución de las ideas y de las costumbres en los hechos que Vicente señala Le Breton en 1649: «El estado eclesiástico secular recibe mucho de Dios en este momento. Se dice que nuestra pequeña Compañía ha contribuido mucho a ello por los ordenandos y la Compañía de los eclesiásticos de París. Hay mucha gente de calidad que abraza este estado hoy. El Señor de la Marguerie, hasta ahora primer Presidente de provincias, se ha hecho simple sacerdote hace diez días. Tenemos entre los ordenandos a un consejero del gran Consejo, y a un maestro de las Cuentas que se hacen simples sacerdotes por devoción…»
Esta ruptura de un largo prejuicio, esta rehabilitación del sacerdote, aparte de toda dignidad temporal, es la obra de Vicente. Ha colocado tan alto el ideal eclesiástico, que ha logrado desprenderlo de toda condición, de toda jerarquía. Y actuando sobre el espíritu del mundo como sobre el de los seminarios, rodea la reforma del clero de una especie de simpatía, de colaboración laica. Sin duda que no ha contribuido solo a la renovación religiosa en la sociedad. Francisco de Sales había comenzado; Port Royal ha tenido su acción brillante y a veces ruidosa; los Carmelitas su irradiación discreta; la Compañía del Santo Sacramento su trabajo oculto; y el Oratorio, y los Jesuitas, y otros más. Pero uno de los más activos focos de renovación espiritual es la casa de San Lázaro. Allí con esa gran mezcla de ejercitantes todas las clases se reúnen: gentes de Iglesia y laicos, señores y campesinos, preocupados tan solo, unos y otros para llegar a ser mejores cristianos. Todo el mundo no puede retirarse al Desierto o penetrar en el locutorio de los Carmelitas; pero todo el mundo se sienta a la mesa del Señor Vicente. No existe lugar donde se realice mejor la fusión de las clases, en la gran fraternidad cristiana. «Muchos llegan a esta casa… de diez, veinte, cincuenta leguas, expresamente para recogerse aquí, hacer una confesión general, determinarse a una elección de vida en el mundo y emplear los medios de salvarse…» «Tenemos un capitán que quiere ser Cartujo; os suplico que le encomendéis a Nuestro Señor» «Viene mucha gente de guerra y, estos días pasados, había uno que me decía: ‘Señor, debo irme pronto a las ocasiones, y deseo en adelante ponerme en buen estado…’» «Teníamos un sacerdote, estos días pasados, que llegando de lejos para hacer su retiro aquí, me dijo lo primero de todo: Señor, vengo a vuestra casa, y si no me recibís, yo estoy perdido… Otros tres partieron del fondo de la Champaña, que se habían animado mutuamente a venir a San Lázaro. Oh Dios, cuántos hubo de cerca y de lejos, a quienes el Espíritu Santo concede este movimiento!»
¡Qué casa de almas! Es como una luz que se ha puesto a brillar en la noche, para todos los perdidos, los inquietos, los peregrinos del siglo. Allí se dirigen, cada uno viene a buscar lo que necesita; se convierte en la gran casa del pueblo cristiano, un lugar de reunión y de consuelo único en este siglo, creo yo. «Somos los mediadores para reconciliar a los hombres con Dios», escribe Vicente. Habría podido añadir: para reconciliarlos consigo, acercarlos unos a otros. Es un aspecto de la obra social de Vicente de Paúl que no hay que descuidar. Es una de las razones del éxito de su reforma del clero. Él le ha creado un ambiente favorable. Él ha regenerado el cuerpo de los pastores en la medida en que con seguridad acercaba a Dios, al mismo tiempo, el gran rebaño de los fieles.
- Francisco de Sales la había condenado también –sin gran éxito- en una carta al arzobispo de Bourges.
- Esta anécdota, según el Sr. Coste, tendría un origen muy dudoso, y habría sido contada por primera vez hacia 1860. Yo no creo apenas, en efecto, en el proyectil final. Pero pinta muy bien la rivalidad de las cóleras que el santo debió suscitar en ciertos medios.