San Vicente de Paúl (Renaudin). Capítulo 3

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Paul Renaudin · Traductor: Máximo Agustin, C.M.. · Año publicación original: 1929.
Tiempo de lectura estimado:

Capítulo III: Primeras experiencias

Un funcionario, un pequeño comerciante, no emplean tanto tiempo en  fijar su existencia. Una elección bastante breve, algún aprendizaje, un examen: y ya están encuadrados. Pero, cuanta más rica debe ser una vida, más duda en limitarse. Vicente de Paúl tiene ya cerca de treinta y dos años; le llevará varios años todavía para saber lo que dios quiere de él. Dócil, atento en las ocasiones, activo, cierto es; pero no prisionero de su actividad, incrementando su conocimiento de los hombres y de las cosas, experimentando sus ideas al contacto de las realidades. Así lo vamos a ver durante una decena de años más.

La parroquia de Clichy.

El nombramiento era del 12 de noviembre de 1611; el nuevo párroco no entró de su parroquia hasta el 2 de mayo de 1612. En este retraso, ¿no se ha de ver simplemente sino el efecto de circunstancias  exteriores? Se suele pensar que Vicente aceptó sin disgusto, sin retrasos el desgarro de su vida.

Enviar a un pueblo a un hombre que había estudiado doce años las letras y la teología, que tenía ya altas relaciones, que podía en unos años convertirse en una de las lumbreras de la Iglesia renaciente, era, por parte de Bérulle, un gesto bien desconcertante, casi insensato. ¿Qué jefe se hubiera privado a sí mismo de un sujetó así? Reconozcamos aquí la adivinación de un hombre superior, y esta libertad de los seres que no se encadenan a la sabiduría de aquí abajo.

Clichy fue, en la vida de Vicente de Paúl, una iniciación bastante particular. Era una parroquia rural, pero muy mezclada. Pobres ovejas de los campos, y luego burgueses de París, que venían a refrescarse, y que aportaban su lujo y sus limosnas. Sospecho que el corazón de Vicente se fue sobre todo con los primeros, pero los otros le fueron bien útiles… Primeramente le ayudaron a reconstruir la iglesia, que estaba en ruinas. Bérulle ya había tal vez pensado en ello, feliz por encontrar para la parroquia a un párroco «constructor»; esta consideración es de todos los tiempos. Vicente se encontró pues allí entre pobres y ricos: es la imagen de toda su vida. Puso en ello enseñar este papel en el que llegó a ser incomparable de intendente de la riqueza junto a la miseria. Buscaba, soltaba las bolsas; pero inclinaba también los corazones de los grandes hacia los pequeños. En este siglo jerarquizado, ninguno más que él contribuirá a acercar las clases, a romper la etiqueta, a humanizar una sociedad dura o afectada. Son sus  preludios, en Clichy; presiente la fecundidad de un apostolado que, al suavizar la miseria del pueblo, regeneraría, mediante la piedad y el amor, la fe de los grandes.

La instalación del nuevo pastor nos es conocida, relatada en un acta conservada  en los archivos de la Misión. «El 2 de mayo, por la tarde, compareció en la puerta de la iglesia, y pidió la libre entrada a Thomas Gallot, procurador de Bourgoing (el antiguo párroco. Una vez en la iglesia, tomó agua bendita, hizo la aspersión, se arrodilló delante del Crucifijo y al pie del altar mayor, besó el altar, el misal, el tabernáculo, luego las pilas. Se sentó en el coro en la sede dedicada al párroco. Luego tocó las campanas. Se dirigió por fin al presbiterio, entró y salió con libertad. Entonces, siguiendo el edicto del Rey, el procurador leyó en alta e inteligible voz esta toma de posesión, y no habiendo reclamaciones, entregó acta a Vicente de Paúl».

Durante un año, Vicente fue el pastor exacto e infatigable, predicando, catequizando, visitando a todos sus fieles para conocer sus necesidades, acallar sus querellas, calentar sus corazones. Quien ha visto lo que puede hacer un sacerdote celoso en una parroquia moderna se imaginará lo que hizo Vicente de Paúl. No me atrevo a decir que su tarea era muy fácil; yo sin embargo lo creo. La pesada, la desalentadora indiferencia de hoy, no paralizaba sus esfuerzos. Había buenos creyentes y libertinos, creyentes todavía, y algunos fanfarrones de impiedad, un poco sorprendidos de sí mismos. Y luego el prestigio de un párroco sin debilidades, de un apóstol auténtico y ardiente, era también cosa rara… Vicente de Paúl hizo maravillas. Maravillas que serían increíbles en nuestros días. Él mismo lo dirá más tarde: «El buen pueblo me resultaba tan obediente que habiendo recomendado la confesión el primer domingo del mes, nadie faltaba a ello, para mi gran gozo». Y un Religioso a quien había invitado a predicar en su parroquia deba el mismo testimonio: «Confieso que encontré a estas buenas gentes que universalmente vivían como ángeles, y que a decir verdad, yo le llevé la luz al sol». Pobres apóstoles de hoy, que sentís que se os van tantas almas, seguir rebeldes, en el gran desierto que se extiende alrededor de vuestro pequeño rebaño de fieles, ¡qué celosos os debéis sentir!

En Clichy también, Vicente inicia una de sus obras. Pensando en tantos fieles que no tienen buenos sacerdotes, echa los fundamentos de un pequeño seminario privado, muy modesto. Escoge a doce niños a los que aloja y alimenta, en su casa, para formarlos en la ciencia y en la piedad; transmite la obra a su sucesor, continuó teniendo cuidado, y vio a varios de ellos llegar a las Órdenes.

Clichy fue, entre todas, una página feliz de la vida de Vicente. Uno de esos momentos florecientes, confiados, en los que uno se siente en su camino y se trabaja bien. Ha conservado toda su vida la irradiación de esta jornada. Escuchadle hablar de ello a sus hijas, cuarenta años más tarde: «Ah, me decía yo entonces, ¡qué feliz te sientes con un pueblo tan bueno! El Papa es menos feliz que yo. Un día, el  primer Cardenal de Retz me preguntó: ‘Y bueno, Señor, ¿cómo os encontráis?’ Monseñor, le respondí, tengo un contento tan grande que no puedo contarlo. ‘¿Y por qué?’ Porque tengo un pueblo tan bueno y obediente a todo lo que le recomiendo, que me digo a mí mismo que ni el Papa, ni vos, Monseñor, sois tan feliz como yo».  Ligereza continua de un alma que se ha despojado por la obediencia, y que recibe por ello la inmediata recompensa. Modestia de un hombre que ha gozado entre los humildes y los obres. Días felices, días de ensueño (ved qué orgulloso se pone ante un cardenal y un papa) que ponen como un alba fresca en esta camino pronto abrumado de asuntos, de preocupaciones, y de todo el peso de una dura jornada.

Y todo ello duró poco, como todas las dichas. Apenas transcurridos quince meses, Bérulle hacía entrar a Vicente, a título de preceptor de los hijos,  en la casa de Emmanuel de Gondi, general de las Galeras, hermano del obispo de París. Él seguía titular de la parroquia de Clichy (hasta 1624), pero él ya no residía.

Sin duda Bérulle quería pulir y afinar, en la compañía de los grandes, a este sacerdote campesino un poco tosco, en el que depositaba grandes esperanzas. ¿Previó que Vicente hallaría en los Gondi, grandes señores terrestres, los medios, las ocasiones, los recursos necesarios para comenzar su apostolado con el pueblo de los campos? Claras u oscuras, se pueden buscar en este gesto muchas razones; pero estuvo, en todo caso, nutrido de consecuencias felices.

Vicente, quien no podía verlas aún, no lo entendió. Se sometió por obediencia. Además, él no abandonaba del todo su parroquia, adonde volvió probablemente de vez en cuando. Po la separación no fue menos cruel.

Vicente  ha contado su partida: «Yo me alejé tristemente de mi pequeña iglesia de Clichy; mis ojos estaban bañados en lágrimas, y bendije a estos hombres y mujeres que venían hacia mí y a quienes yo había querido tanto. Mis pobres estaban allí también, y ellos me partían el corazón. Llegué a París con mi pequeño mobiliario, y me dirigí a casa del Sr. de Bérulle».

«Aquí estoy. Haced de mí lo que queráis…» ¡El hermoso momento! La victoria de Bérulle no era nada, a mi parecer, al lado de la de Vicente sobre sí mismo.

El capellán de los Gondi.

Los Gondi, de origen italiano (banqueos de Florencia), habían llegado a Francia con las reinas de allí. Su fortuna fue rápida. Alberto de Gondi la coronó aliándose uno de los primeros con la casa de Enrique IV. Fue mariscal de Francia, y su hermano, Pedro de Gondi, obispo de París en 1570.

Eran pues gente muy bien situada, y buenos cristianos. Sin duda Emmanuel, hijo de Alberto, general de las galeras desde 1598, era también un hombre del Renacimiento; uno de estos grandes hij0s llenos de pasiones violentas, a la vez educados y brutos, almas mal disciplinadas todavía, pero sin engaño ni dos caras, como se vio más tarde. Y su mujer, Margarita de Silly, era una mujer piadosa, una madre verdaderamente cristiana. «Deseo mucho más hacer de los que dios me ha dado  santos en el cielo que grandes señores en la tierra», decía ella. El segundo arzobispo, Enrique de Gondi, hermano de Emmanuel, era también un hombre de bien, celoso por la reforma y el despertar de la Iglesia de Francia. En una palabra, en este medio, el mérito y las virtudes de Vicente podían tener toda su irradiación.

Fue él quien se ocupó de ponerlas debajo del celemín, una vez que hubo entrado. Este preceptor, este capellán se hace lo más pequeño que puede en la gran casa: casi un criado. Fuera de las horas que pasa con los dos niños jóvenes1, en servicio contratado, hay que ir a buscarle a su habitación, donde se encierra «como en una cartuja». No se presenta nunca ante el Sr. General ni ante su mujer, sin ser llamado. Por el contrario, vedle circular entre los empleados de la casa, entrando en las habitaciones más bajas, calmando las discusiones, poniendo orden en los despilfarros, dejando en todas partes un buen consejo, una palabra de Dios. ¡Qué no debió ver en los sobrados de una familia grande! En las vísperas de fiesta, reúne al personal para disponerle a la recepción de los sacramentos. Para su mal, todo esto llega a los oídos de los dueños, que aprecian cada vez más a su capellán. Se le llama con mayor frecuencia; el General está muy contento con él. Un día, en su capilla donde se retrasa después de la misa, ve al sacerdote que viene hacia él, que se arrodilla: «Permitidme, Monseñor, que os diga una palabra con toda humildad. Sé por buena parte que tenéis pensado ir a batiros en duelo. Pero yo os declaro de parte de mi Salvador, al que os acabo de mostrar y a quien acabáis de adorar, que si no abandonáis ese mal  proyecto, él ejercerá su justicia sobre vos y sobre vuestra posteridad2. El general se queda sorprendido; cede a pesar suyo a este mandato singular (y singularmente acertado). Luego, despedido su falso honor, se queda muy contento, cuenta a los suyos la escena, que estima sin duda que le es ventajosa, así como a su capellán. Pero él ha cedido, se ha sometido al poder misterioso de este humilde sacerdote, ha caído en la red: en adelante, necesitará de él, le llamará sin cesar en su ayuda, y le encomendará el asunto de su salvación: ya que es un gran niño, trabajado por las pasiones del mundo, y que siente que no puede salvarse solo.

En cuanto a su mujer, no ha quedado menos conquistada. Y en eso, en verdad hay una curiosa conquista. Margarita de Silly es una mujer de escasa salud, incluso enfermiza,  y de una piedad inquieta, escrupulosa, agotadora. Que haya querido, al cabo de un año, ponerse bajo la dirección de su capellán, a quien haya suplicado ella a Bérulle que le obligara a aceptar; a quien en fin, obtenida la cosa, el Sr. Vicente haya conducido si lastimarla a esta alma delicada y nerviosa, no se puede desear mejor testimonio de su finura y de su tacto: Bérulle ha debido dar más de un consejo; pero se ha de decir que Vicente se portó admirablemente, haciendo el mayor bien a su dirigida. La acercó a la acción, la ocupó, la salvó de sí misma. Él la enroló en su cruzada de caridad. Llegó a ser la primera de aquellas mujeres que, a lo largo de su vida habían de ayudarle en sus obras. Ella no le dejará nunca; él se convertirá en algo más necesario que su pan de cada día; cuando crea perderle, en 1617, se verá una mujer perdida, que no sabe ya abrirse a ningún otro, que vuelve a ser objeto de sus dudas y de sus terrores, y que lo pone todo por obra para recuperar al quien le hace vivir. Victoriosa al fin, pero mal tranquilizada, hace prometer al Sr. Vicente que no la abandonará más, que la asistirá hasta la muerte que siente próxima. La pura pero exigente amistad de esta mujer tan llena de buena voluntad, nos conmueve. Y esta pareja de esposos, persuadidos uno y otro de que no podrán lograr su salvación sin el Sr. Vicente, ¿no es impresionante? Que se sientan recompensados: ellos nos ayudan a adivinar lo que, bajo la humildad del santo, de autoridad verdadera y, bajo su figura rústica, de encanto apasionante.

El Sr. de las Galeras era conde de Joigny, y su mujer le había aportado grandes tierras en Picardía. Los dos solos reinaban sobre siete a ocho mil campesinos. Vicente de Paúl los acompañaba, feliz por poder entregarse a sus queridos labradores. Él multiplicaba, con la marquesa de Gondi las limosnas temporales y espirituales. En el curso de una de estas jornadas, ocurrió un hecho sin importancia que dio origen a algo grande. Vamos a detenernos en el pueblo de Folleville, nos encontramos en la cuna de la obra de la Misión.

El grano de mostaza.

El carácter de todas las obras de san Vicente de Paúl es la humildad de sus comienzos. Aquí es más impresionante todavía que ninguna  otra. Se ve germinar el grano de mostaza que debe convertirse en un gran árbol.

Un día de enero de 1617, mientras que los Gondi residen en Folleville, llaman a Vicente a Gannes, a la casa de un campesino que se está muriendo. En el curso de la conversación, se las arregla para proponerle una confesión general. El moribundo acepta; y revela pesadas faltas que se había callado desde su juventud en fondo de su conciencia. La vergüenza, el respeto humano: ¿Cómo aquel que pasa a los ojos de todos por un hombre de bien se iba a atrever a mostrar a su párroco, a su vecino, como un malhechor? El Sr Vicente le ha sacado de apuros. Se descubre con mayor facilidad ante un desconocido. Muy serenado, el hombre quiere expiar su largo silencio: hará su confesión pública. Manda llamar a la gran señora que le ha cuidado: «Señora, yo estaba condenado si no hubiera hecho una confesión general a causa de varios pecados graves de los que no me había atrevido a confesarme…»

Humilde escena, pero cuyo  momento trágico no escapa al Sr. Vicente, porque va a despertar una de sus preocupaciones profundas. La Sra. de Gondi, también, se siente sacudida, su corazón apiadado, su imaginación puesta en marcha. «¡Oh! Señor, dice a su capellán, ¿qué acabamos de oír? Que es de temer  que les pase esto a la mayor parte de esta pobre gente. Si este hombre que pasaba por un hombre de bien se hallaba en estado de condenación, ¿qué será de todos los demás que viven peor? Oh, Señor Vicente, ¡cuántas almas se pierden! ¿Qué remedio hay para ello?»

Vicente no se siente menos conmocionado que ella; pero su emoción en su caso es el silencio. Ahí van los dos en la carroza que los lleva a Folleville: la marquesa habla, sugiere ideas, los «remedios»; en su viva imaginación, percibe las llamas del infierno que esperan a estas pobres gentes, a estas almas que le pertenecen un poco. ¿Cómo salvarlas? Y el buen sacerdote, a su lado, la deja agitarse; medita en su corazón.

La inspiración que llegó a la Sra. de Gondi fue ésta: El Sr. Vicente predicaría, en la iglesia de Folleville, sobre la confesión general, su importancia, sus frutos, y se escogería el 25 de enero, día de la conversión de san Pablo. Así se decidió. El sermón tuvo un éxito maravilloso. Vicente de Paúl se acordaba mucho tiempo después. Dios tuvo tanta confianza en la buena fe de esta señora, que dio la bendición a mis palabras». Naturalmente él aparta de su persona el mérito y el honor; y se equivoca, ya que debió predicar allí como ya lo había hecho en otras partes con un maravilloso poder de tocar el alma de los sencillos.

Animadas por este comienzo, las predicaciones continuaron. Os habitantes de Folleville y alrededores vinieron en tal cantidad a confesarse que la Sra. de Gondi debió llamar a dos Padres Jesuitas de Amiens para ayudar al Sr. Vicente. Tres sacerdotes para unos pueblos, es mucho; pongamos sin faltar a la caridad que los pecados eran numerosos y un poco duros de sacar. Pero al fin la gracia volvía a estas almas. Y ese fue, concluye Vicente, el primer sermón de la Misión  y el éxito que Dios le dio, el día de la conversión de san Pablo; lo que Dios no hizo sin ningún plan un día así».

Y ese fue también, pensamos nosotros, el día de la fundación de la obra de la Misión, o al menos decidida. Lo es en el espíritu de la Sra. de Gondi, quien sin perder tiempo manda ofrecer 16.000 libras a los Jesuitas con el cargo para ellos de dar misiones en sus tierras por turno, de cinco en cinco años. Los Jesuitas se excusan, ella se vuelve hacia los Oratorianos, que no aceptan tampoco, teniendo otras obras en la cabeza. Vicente deja actuar a su colaboradora; pero en cuanto a él, es ir un poco demasiado deprisa! «Precipitar los acontecimientos es lo propio de la debilidad», dice Bossuet en un sermón sobre la Providencia. Se diría que ha pensado en Vicente de Paúl. Este precipitará  tan poco su asunto (ese como todos los demás) que transcurrieron siete años todavía antes de que la Misión sea puesta en pie.

La idea de una obra nace siempre de un pequeño hecho preciso, que es el índice del mal moral o social. Vicente de Paúl es un realista; es la experiencia y no la imaginación la que le pone en marcha. No se adelanta a los hechos; y tampoco más presta a sus gestos una prolongación que le encante o le anime; se atiene a la tarea inmediata. Vicente se sorprenderá siempre de lo que ha hecho, al punto de rechazar casi de creerlo, o de creer que él está allí por algo. ¿»Cómo se puede decir que he fundado las Hijas de la Caridad? Apenas pensaba en ello…» Lo mismo en cuanto a la Misión. «En cuanto a mí, cuando considero la conducta de la que Dios ha querido servirse para dar nacimiento a la congregación en su Iglesia, confieso que no sé ya donde me encuentro, y me parece que es un sueño todo lo que veo… Todas estas reglas y lo demás que veis en la congregación, se ha hecho yo no sé cómo. Pues yo nunca había pensado en ello, y todo eso ha entrado poco a poco, sin que se pueda decir cuál es la causa». Exageración de humildad acostumbrada en los santos, me parece a mí, pero también verdad psicológica que no se podría negar. Vicente de Paul no es solamente un espíritu bien formado y atado en corto por la humildad; es un espíritu sin alas. Comparadle a los grandes iniciadores de su tiempo, a san Francisco de Sales, a Saint-Cyran, a Bérulle, a Olier mismo. Camina paso a paso, prudente, desconfiado; él innova, no sin osadía, pero forzado por el buen sentido más bien que arrastrado por el espíritu. Es tal vez el único de los grandes creadores que no ha tenido imaginación.

Nadie conocía mejor que él, por cierto, la miseria espiritual de los campos en esa época. Parece imposible creer que no haya tenido, a los treinta y seis años, sobre la evangelización rural, algunos planes ya preparados. La ocasión de le presenta con los recursos: va a ponerlos por obra. Pero no; el hecho que le ha impresionado no va a  juntarse con una obra más amplia; es suficiente para retener la atención de Vicente. Cosa curiosa, once años  más tarde, en 1628, en una súplica que dirigirá al Papa Urbano VIII para exponerle la necesidad de una congregación de sacerdotes encargados de evangelizar los campos, Vicente de Paúl volverá, pondrá bien en el centro de su petición este mismo hecho, como si no hubiera visto más lejos todavía: «Esta pobre gente… muere en los pecados de su juventud, porque retenidos por una falsa vergüenza, no se atreven a depositarlos en los oídos de los sacerdotes o vicarios que les son demasiado conocidos o familiares». Y por eso conviene de tiempo en tiempo tener confesiones generales», hechas por misioneros. Se creería aún en Gannes… Vicente de Paúl, como todos los realistas, concibe de lo particular a lo general; pero tal es su sumisión al hecho que siente pena salir de lo particular. Sus mayores obras son un encadenamiento de pequeñas creaciones minuciosas, que responden a necesidades limitadas a medida que se hacen sentir; el conjunto, como él mismo lo dice, ha sobrepasado sus previsiones. Por el contrario, el remedio que aplicar es empleado con una nitidez  perfecta, previstas todas las dificultades, evitados todos los obstáculos, regulado curiosamente todo el detalle de ejecución. La fórmula es excelente y por lo general está a primera vista. Los primeros reglamentos de Vicente son obras maestras así por la letra como por el espíritu; y, concebidos para cosas muy humildes, se adaptarán casi sin tachaduras a los más grandes. Tal es la fuerza oculta de este espíritu: tiene el genio de lo particular, a punto de hacerlo aplicable a lo general.

Añadamos por último a esta lentitud de concepción y de ejecución que le son naturales, la ejecución de una virtud sobrenatural que retiene al santo de no apresurar nada. Vicente de Paúl, desde entonces mismo, se ha despojado de sí mismo; no se fía de sus visiones propias; preferiría contrariarlas indefinidamente que arriesgar que no concuerden con las de la Providencia. Él es ya el hombre que escribirá más tarde: «El espíritu del mundo anda en el asunto y quiere hacerlo todo. Dejémosle, nosotros no queremos escoger nuestros caminos, sino caminar por los que agrada a Dios que nos presentemos. Agrandemos mucho nuestro corazón y nuestra voluntad en su presencia, sin determinarnos a esto o a aquello hasta que Dios haya hablado». Por lo tanto, es el santo quien temporiza tanto como el hombre. Yo creo que desde ese momento la idea de la Misión está madura en su espíritu, pero ve en él todavía algunas dificultades humanas, y sobre todo no está seguro de que «Dios ha hablado». Admirable dominio de sí, admirable sumisión a una voluntad que sabe más que nosotros.

Dejémosle pues abandonar por ahora el germen que acaba de sembrar. «Si el grano no muere…» Seis meses después de la misión de Folleville, una hermosa mañana, sin tambor ni trompeta, quiero decir sin adioses ni despidos, bajo el pretexto de un «breve viaje», Vicente de Paúl deja la casa de los Gondi. No se lo ha dicho a nadie, excepto a Bérulle. Bérulle no ha debido encontrar a su gusto esta escapada. Las razones que le han dado eran tal vez buenas; pero el modo de hacerlas llegar al Sr. General y a su mujer fue seguramente malo… Un mes después de que el Sr. Vicente se instalara en el pequeño pueblo de Châtillon-des-Dombes, él comunicó al Sr. General que no se reintegraría en su casa. Singular carta de despedida…

La primera cofradía de la Caridad.

Esperando explicaciones de una parte y de la otra, se acomoda, volvemos a ver al Sr Vicente párroco de pueblo –de pequeña ciudad mejor dicho. Va a proseguir allí sus provechosas experiencias.

Châtillon era una parroquia muy «del antiguo régimen». Poseída por beneficiarios de Lyon, que se limitaban a cobrar las rentas, se veía bien allí una casa donde seis eclesiásticos figuraban de capellanes; pero de pastores, nada de eso. Esto duraba cincuenta años: triste ejemplo del desorden de la Iglesia en aquellos tiempos. Los beneficiarios se decidieron a pedir un párroco. Se dirigieron al Padre Bence, uno de los primeros compañeros de Bérulle, que acababa de fundar una casa del Oratorio. El P. Bence acudió a Bérulle, quien ofreció el puesto a Vicente de Paúl, como ruptura de empleo.

Así fue como, el 1º de agosto de 1617, Vicente tomaba posesión de las parroquias de Buenans y Châtillon. En aquella región de la Bresse, había buen número de Calvinistas. A falta de una casa, entró en la de uno de ellos, el señor Beynier, joven simpático, pero que disfrutaba agradablemente de su fortuna, de su juventud, y de una moral acomodaticia.

La herejía, la indiferencia, el, libertinaje: el país no andaba muy bien. Vicente comienza por limpiar la casa: la de su huésped y la de Dios. Aleja a las mujeres; instala seriedad, trabajo,  oración, y sin duda también atractivo y buen humor en este alojamiento, pues el joven vividor se deja seducir. ¿Quién resistirá a este hombre? Después de tantos otros, ahora es Beynier quien cae bajo el encanto. Su corazón se purifica, sus ojos se abren; después de regular sus costumbres, abjura de sus errores. En este momento solamente, e que le ha llevado a la luz se desvanece y deja a otros el honor de recibir la abjuración del convertido. Él está ocupado ya en extender sus conquistas. Emprende la de Garron, cuñado de Beynier. Pero Garron no es de humor fácil. Se defiende, hace ruido. Llevado por los ministros protestantes furiosos por haber pedido a Beynier que cae bajo el encanto, conduce a Vicente de Paúl ante la Cámara del Edicto, en Grenoble. El asunto se vuelve contra él. Sus hijos habían abjurado; uno de ellos, cuarenta años más tarde, escribió a Vicente una carta impresionante, que nos ha llegado.

Al llevar a Dios almas (el «regreso» del Conde de Rougemont, ampliamente referido en todas las vidas del santo, es bien conmovedor también, y un hermoso cuadro del tiempo), Vicente se instruye. Frecuenta a reformados; aprende a conocer su estado de espíritu, a compadecerlos, a amarlos como a hermanos separados. Su conducta para con los herejes estará siempre marcada de inteligencia y de caridad. No tendrá el rayo de Bérulle, que deslumbra de pronto los espíritus ciegos; sino que tendrá la paciencia, la dulzura, el horror de la vana controversia; él convencerá a los corazones. Este joven Beynier, a quien devuelve en algunos meses, no solamente a la fe sino al despojo se sí mismo es la imagen emocionante de los métodos del santo, y de su verdadero poder. Se cree ver al Maestro mirando de frente al joven que le ha abordado: «Si quieres tener la vida, da tus bienes a los pobres y sígueme».

Otro trabajo era tal vez más difícil aún: sacar del desorden a los eclesiásticos que administraban, cuanto antes mejor, la parroquia sin pastor. Eran, ¡Dios mío! como tantos otros que vivían a sus anchas, tratando como caballeros los deberes de estado. Diversos documentos nos han revelado estas costumbres escandalosas, estos métodos expeditivos, ya no tenemos ningún ejemplo por suerte. Vicente logró, se dice, hacer vivir decentemente a estos capellanes: ¡contagio de su ejemplo y milagro de su celo para la casa del Señor! La parroquia vio a un párroco como no lo había visto nunca: la vida religiosa se reveló, los espíritus recobraron su unidad, las obras de la caridad comenzaron a florecer; en este pequeño pueblo de los Dombes se levanta la imagen de lo que Vicente va a hacer un día en toda Francia.

En él vemos nacer también la segunda de sus obras propiamente dichas: las Cofradías de la Caridad. El mismo principio que en la Misión: un pequeño hecho, inteligentemente observado del que el espíritu de Vicente saca enseguida consecuencias precisas, fecundas.

Un día, pues, que iba a subir al púlpito, una de sus parroquianas, la Señora Gonar de la Chassaigne, le informó que una familia que habitaba una granja cerca de Châtillon estaba en apuros, todos sus miembros habían caído enfermos. El apóstol hizo mención de ello en el púlpito; él enterneció a su asistencia hasta tal punto que después del oficio, numerosas personas se fueron a llevar socorros a la familia. Vicente de Paúl, habiendo ido él mismo después de las vísperas, los encontró que volvían. En el mismo instante, la idea se impuso a su espíritu: «Esa es una gran caridad, Señoras, pero mal regulada. Estos pobres enfermos provistos de demasiadas provisiones a la vez, dejarán una parte estropearse y perderse, y volverán después a su primera necesidad». Ninguna duda: hay que aprovecharse de ese celo, pero reglarlo.

Consultó a sus parroquianas, y puesto de acuerdo con ellas, les propuso agruparlas. El reglamento que redactó ha sido hallado en 1839: ¡precioso descubrimiento! Es una improvisación que parece el fruto acabado de una larga maduración; una obra neta, delicada y toda irradiando caridad de Cristo.

Desde las primeras líneas, se ve el cuidado de dar al agrupamiento una marcha y un fin espirituales. Será una cofradía; el patrón de ella será Jesucristo; el fin de la obra «el cumplimiento del deseo ardiente que tiene Nuestro Señor que los cristianos practiquen entre ellos las obras de caridad y de misericordia».

La cofradía se compondrá de mujeres viudas, casadas y de jóvenes, «con tal de que no obstante las casadas y las jóvenes tengan permiso de sus maridos  y de sus padres y madres, y no de otra manera».

Las «sirvientas de los pobres enfermos» elegirán a una Priora, a dos Asistentas, a una Tesorera. Y como el manejo del dineros «no es lo propio de las mujeres», elegirán también a un Procurador, eclesiástico o piadoso burgués no demasiado sumergido en los asuntos temporales. Finalmente, -sabia precaución- dos mujeres pobres, con salario guardarán a los enfermos.

La priora escoge a los enfermos que adoptar, va a verlos a continuación. Lo primero que hará es ir a ver si (el enfermo) necesita una camisa blanca», así como «sudarios blancos». Hecho esto,» hará que se confiese y comulgue al día siguiente»; le llevará una imagen del Crucifijo, «que colgará done la pueda ver»; luego todos los muebles y objetos que va a necesitar.

«Cada una de las sirvientes de los pobres les llevará de comer y los servirá un día entero, por turno. La que esté un día, habiendo recibido lo que necesite de la Tesorera en cuanto a la alimentación de los pobres en su día, preparará la cena, se la llevará a los enfermos y, para entrar en contacto con ellos, los saludará alegre y caritativamente, preparará la mesita sobre la cama, colocará una servilleta encima, una góndola, una cuchara y pan, hará lavar las manos al enfermo, dirá el benedícite, echará el potaje en una escudilla y pondrá la carne en juna olla, acomodándolo todo en la mesita dicha: luego invitará al enfermo a comer por el amor de Jesús y de su santa Madre, todo con amor como si se tratara de su hijo, o más bien de Dios, que declara como hecho a sí mismo el bien que hace a ese pobre, y la dirá alguna palabrita de Nuestro Señor con este sentimiento, tratara de alegrarle si se encuentra muy triste, le cortarás de vez en cuando la carne, le echará de beber, y habiéndole preparada así de comer, si hay alguno cerca de él, le dejará e irá ver a otro para tratarle de la misma manera… luego volverá por la noche a traerle la cena con el mismo aparato que antes».

La asistencia espiritual no está descrita menos minuciosamente que la corporal, con el mismo celo delicado, respetuoso con el alma de los pobres como con su cuerpo. Hasta la tumba, hasta el Juicio, manos piadosas acompañan y sostienen al desdichado.

Vicente no se olvida, por último, del bien que quiere hacer a las sirvientas de los pobres. Hay un capítulo para ellas, sobre la vida religiosa común a todos los miembros, otro sobre el «ejercicio espiritual de cada uno aparte de ella». Y todo se completa, se termina, en este círculo viviente donde la caridad de Cristo circula, sin perder ningún rayo de su calor.

Los más hermosos reglamentos no son más que papel impreso; es en la prueba donde se ve lo que valen. Durante tres meses, la cofradía fue puesta en marcha, y caminó como una pequeña maravilla. Entonces Vicente se decidió a someter su reglamento  al arzobispo de Lyon, quien lo aprobó sin dilación. La Asamblea, las elecciones tuvieron lugar el 12 de diciembre de 1617. El organismo era sólido; resistió a la marcha inmediata del fundador; estaba todavía en vida cuarenta años después.

El éxito de la cofradía de Châtillon determinó a Vicente de Paúl a establecer otras. De vuelta a la casa de los Gondi, recorrió sus tierras, fundando Caridades en los principales burgos: Villepreux, Joigny, Montmirail, Folleville. En unos años, treinta Caridades prosperaban en las tierras de los Gondi, sin hablar de las que surgieron en otras partes. A la muerte del santo, se verá en Lorena, en Saboya, en Italia, en Polonia. Veremos pronto cómo se amplificó la fórmula, se adaptó a las nuevas necesidades, hasta convertirse en una amplia red de asistencia pública. Una sola cosa no se cambió: el espíritu de pura caridad cristiana que el apóstol había encerrado en su germen, y que las mantuvo vivas.

¡Châtillon-des-Dombes: una breve jornada en la vida del santo! Querríamos quedarnos, pero hay que dejar Châtillon… Ya esta vida corre, se acelera como un río que va a llevarse las aguas más lejos. Vicente no se detendrá de verter sus beneficios. En lugar del anciano estrecho, llevando en sus abrazos a un delgado niño, ¿por qué no representarlo como una de esas poderosas figuras de Versalles, como un cauce real que lleva sobre Francia la ola maravillosa de la Caridad?

Las Caridades de hombres. La Caridad de Mâcon.

No abandonemos las Caridades resignémonos más bien a abandonar la cronología. En adelante Vicente de Paúl va a multiplicar sus obras y llevarlas de frente. Si se quiere seguir el desarrollo de cada una de ellas  desenredar un poco esta trama prodigiosa, habrá que resolverse a romper el orden de los tiempos.

En 1629, las sirvientas de los pobres se habían establecido en Folleville. Vicente les añadió una Cofradía masculina, cuyo reglamento sancionó el Obispo de Amiens. Los sirvientes de los pobres debían tener el cuidado de los pobres válidos. El mismo espíritu, reglamento análogo. Hay sin embargo algunas novedades, en las que se ve extenderse el plan del apóstol. Y estas novedades nos sorprenden todavía. ¡Como han debido sorprender a los contemporáneos!

La primera, la recordaríamos hoy el establecimiento de un fichero de la miseria. Todo el mundo, o un poco menos, puede decirse pobre; sobre todo cuando se anuncian socorros. Vicente pide que se establezcan categorías. Hay gentes que no pueden trabajar en absoluto; están los que no ganan lo suficiente; están los «pobres vergonzantes», las viudas, los prisioneros. El «visitante» tendrá cuidado de distinguir bien; y decidirá con el «Comendador» lo que pide cada caso. Se procurará trabajo, se colocará a los niños en un oficio «una vez que tengan la edad competente». A través de esta criba severa, los falsos pobres y los pobres malvados siempre se colarán, me temo; pero se habrá hecho lo posible para hacer eficaz la asistencia.

Otra novedad es el modo de procurarse recursos. Las colectas son pesadas, disminuirá, año tras año. Vicente propone una idea que agradará a esta brava gente del campo. Un animal de más o de menos en el establo no cuenta. Así pues, «se tendrán ovejas, que se distribuirán a los asociados que harán la caridad de alimentarlas para la asociación, quien más, quien menos, según sus posibles, y los frutos de estas ovejas serán vendidos cada año por el visitador y el dinero obtenido será puesto en manos del tesorero…y serán marcadas las ovejas con la marca de la asociación y renovadas de cinco en cinco años». Esa es la Caridad propietaria, ¡sin gastos ni construcciones! Llegará a ser tan rica que Vicente cuenta con que ella pondrá «la cuarta parte de su renta anual, y más si hace falta, en manos de la tesorera que guarda el dinero de las mujeres en caso de que la suma de la colecta que hacen dichas mujeres no sea suficiente». Así asociadas y conjugadas las dos Caridades, hombres y mujeres, tendrán un cuidado recíproco de su conservación y de su celo. Ellas se ayudarán entre sí, y todo será en bien de los pobres.

De los campos las Caridades pasaron a la ciudad. La iniciativa no vino de Vicente de Paúl, sino de las auxiliares a las que ya había formado. Solicitados por las Damas de la caridad y los párrocos de las parroquias, modificó su reglamento para adaptarlo a las condiciones de la capital. En 1629 se estableció una cofradía en la parroquia de San Salvador. Otras vinieron después, luego se vieron en las afueras, y en varias ciudades de provincias.

Admiremos la virtud de una creación bastante perfecta para extenderse con esta rapidez, y el hombre que continúa siendo el lazo de unión de todas estas obras, como había sido su animador. Pero rindamos un homenaje también a esta multitud de piadosas mujeres que respondieron a la llamada del santo. En este país, asolado y desmoralizado, nos muestran la de y la caridad muy dispuestas a renacer, como dos flores que no se ha podido arrancar  del suelo francés.

La mendicidad queda prohibida.

Antes de dejar las Caridades, nos hemos de detener en la experiencia de Mâcon, bien curiosa por cierto, y que extendió más la fórmula.

Vicente de Paúl regresaba de Marsella, en 1622. Se detuvo en Macon. La ciudad ofrecía una triste imagen de la región castigada por las guerras civiles. Estaba infectada de un hampa peligrosa, de una banda de miserables, que no tenían muchas ganas de salir de su miseria, y pedían rescate por los habitantes. Los oficiales no sabían cómo deshacerse de ellos. Vicente, osado como un verdadero santo de leyenda aborda a estos animales feroces en su jungla, intenta hablar a uno y a otro; pone a prueba su poder, o más bien el de Dios que habita en él. «Me señalaban con el dedo por las calles, creyendo que yo no podría nunca conseguirlo». Pero, en esto, no ha perdido su buen sentido, su espíritu de observación. Ha reconocido su terreno preparado sus planes. Reúne al obispo, a los oficiales, a las autoridades religiosas y civiles; lo conseguiremos, les dice. Le dejan vía libre. Entonces, hace su reglamento; y se le ve cómo es ya más atrevido, más seguro de sí. Se acabó la mendicidad; quienquiera que ponga la mano se verá sin socorro alguno. La caridad no es ya libre, al menos por el momento: es un servicio público realizado por las dos cofradías. Se saca la lista de los pobres: tres cofradías. Unas trescientas familias. Se reunirán cada domingo en San Nizier, donde oirán misa y catecismo; luego se les distribuirán los víveres, las ropas, la calefacción teniendo en cuenta su miseria o de sus cargos. Los «nómadas» serán albergados por una noche y despedidos con dos sueldos. Se buscará a los «vergonzosos» y se los socorrerá dentro de los límites de sus necesidades. Los miembros de las cofradías se reunirán una vez a la semana, para revisar la lista de los pobres, tachar a los indignos y a los que hayan infringido el reglamento. Esta vez, es una marca férrea en la que se ve la energía de un hombre ante un desorden que reprimir.

Con el ejemplo de un hombre así, todos los habitantes contribuyeron a los recursos de la  asociación. El trigo, las provisiones, la leña, los muebles y las ropas afluyeron a las tiendas. A las tres semanas la máquina funcionaba, y poco a poco, en sus duras rodadas, la caridad difundía su dulzura. Mâcon se vio salvado de sus mendigos: la alegría, la sorpresa, la gratitud estallaron en torno a este hombre que había realizado el milagro. Pero él, su papel se acabó: los aplausos, el pavés no son cosa suya. Él se marcha. Todos derramaban lágrimas de gozo, y los oficiales  de la ciudad me alababan tanto al marchar que, no pudiendo soportarlo, me vi obligado a partir a escondidas, para evitar estos aplausos». Una sola cosa sorprende, y es que lo haya querido contar, aunque fuera a su más íntima confidente.

Tal es esta experiencia de Mâcon, la que se repitió más tarde en Beauvais. Curiosa mezcla de policía y de caridad, de métodos modernos y de una especie de poder milagroso. Curiosa imagen de un prefecto de puño, franqueado por un santo que desarma a los bandidos…De verdad, si la historia hubiese pasado en la Edad Media, ¿no habría añadido la leyenda algún lobo de Gubbio?

  1. El tercero, Jean-François de Paule, futuro Cardenal de Retz, no nació hasta 1614. Solo tenía once años cuando Vicente dejó la casa de los Gondi. Apenas se puede pues hacer de este niño singular el alumno de Vicente de Paúl.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *