Durante su vida, san Vicente hablaba de la providencia con gran convencimiento. Veía la mano de Dios, obrando en todas partes. Suplicaba a la providencia que animara a los que andaban a tientas en la oscuridad, que fortaleciera a los que sufrían, que frenara a los apresurados, que iluminara a los dedicados a planificar el futuro.
Este capítulo consta de cuatro partes: 1) Un análisis de la providencia, según las palabras y escritos de san Vicente; 2) Una descripción de los principales cambios de pensamiento ocurridos entre los siglos XVII y XX; 3) Un reencuentro con la providencia, hoy; 4) Una parábola.
La providencia en san Vicente
Leyendo a san Vicente, resulta evidente la importancia del papel que le asigna a la providencia:
«No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo».
San Vicente no presenta un análisis filosófico o teológico de la providencia. Pero los documentos que poseemos, y en especial sus cartas, escritas para ocasiones concretas y para responder a individuos de personalidades completamente diferentes, dan una visión bastante clara de cómo la entendía él. Para san Vicente, la providencia adquiere diferentes matices, según las distintas circunstancias.
El plan de Dios obra el bien
Algunas de las frases más sorprendentes de san Vicente sobre la providencia se las debemos a santa Luisa de Marillac. En sus luchas interiores, en particular, a causa de la educación de su hijo Miguel, le descubrió sus penas a san Vicente. Éste la animaba a que hiciera todo lo posible por estar en paz, y que dejara todo lo demás en las manos de Dios.
En 1629 le escribe: «Le deseo buenas noches y que no llore por la felicidad de Miguel…, Dios, hija mía, tiene grandes tesoros ocultos en su santa providencia; ¡y cómo honran maravillosamente a nuestro Señor los que la siguen y no se adelantan a ella!» (I, 131).
En un asunto delicado que atañía al obispo de Beauvais, le dice a santa Luisa en 1629: «Siga el orden de la providencia. ¡Qué bueno es dejarse conducir por ella» (I, 326).
Estaba convencido de que al tener que ausentarse por algún asunto, Dios mismo en su providencia dirigía espiritualmente a santa Luisa y la convencía de que así sería siempre (cf. I, 96).
La necesidad de seguir la providencia aparece continuamente en las cartas de san Vicente a distintos cohermanos durante las largas negociaciones en Roma. En 1640 le dice al P. Luis Lebreton, que encontraba problemas para conseguir una casa para la Congregación: «Sé que no es posible añadir nada a sus esfuerzos y que nada hay que decir en contra de usted, de su celo y de su prudencia. Nuestro Señor le ha dado estas virtudes en abundancia y lleva adelante este asunto según el orden de su eterna providencia. Esté seguro, padre, de que algún día verá que todo ha sido mejor así; a mí me parece que lo veo ya con mayor claridad que la del sol que me ilumina. ¡Qué bueno es dejarse guiar por su providencia!» (II, 113-114).
San Vicente estaba totalmente convencido de que para los que aman a Dios e intentan hacer su voluntad, «todas las cosas contribuyen para bien» (Rm 8, 28). «En nombre de Dios, no (nos extrañemos) de nada. Dios hace siempre las cosas para lo mejor», le dice a santa Luisa en 1647 (III, 191). A Aquiles le Vazeus le dice: «Mantengámonos en total dependencia de Dios y en la confianza de que, al obrar así, todo lo que los hombres digan o hagan en contra nuestra, se trocará en bien» (IV, 370). Algo antes de su muerte, le escribe a René Alméras: «¡Bendito sea Dios por todas sus disposiciones sobre nosotros! Ciertamente, me hubiera costado mucho soportarlas si las hubiera visto fuera del beneplácito divino, que lo ordena todo para nuestro mayor bien» (VIII, 385).
«Nuestro Señor no permite todo esto sin razón; esta razón nos es desconocida por ahora, pero algún día la comprenderemos», le escribe a Juan Barreau, en 1658 (VII, 249). Y en el mismo año, le dice a Edmundo Jolly, el superior de la casa de Roma: «Su providencia es la única que tiene que llevar a cabo esta clase de asuntos… ha sido siempre norma en la Compañía esperar y no adelantarse a las órdenes del superior» (VII, 329).
San Vicente apela al plan oculto de Dios en muchas y variadas circunstancias para explicar el éxito sorprendente de las obras que él había comenzado (cf. XI, 326); para consolar a la Compañía al hablar de las enfermedades o muerte de los misioneros (cf. XI, 344ss.), para buscarle sentido a la pérdida de la granja de Orsigny (cf. XI, 363ss.), para animar a los que habían perdido a sus seres queridos (cf. VI, 413), para dar explicaciones sobre los Misioneros e Hijas de la Caridad que dejaban la Compañía (cf. IX, 437), para animar a la Compañía a aceptar con valor las calumnias y persecuciones (RC II, 13).
Estaba tan seguro de la importancia que tenía para las Hijas de la Caridad el seguimiento de la providencia, que incluso se imaginaba que se llamaban Hijas de la providencia: «Hijas mías, tenéis que tener tan gran devoción, tan gran confianza y tan gran amor a esta divina providencia que, si ella misma no os hubiese dado este hermoso nombre de Hijas de la Caridad,… deberíais llevar el de «Hijas de la Providencia», ya que ha sido ella la que os ha hecho nacer» (IX, 86).
Confiar en el plan de Dios con paz y paciencia
Este tema aparece con mucha frecuencia en las cartas de san Vicente al impetuoso Bernardo Codoing, el superior de la casa de Roma, que a menudo despertó la ira del fundador por actuar con demasiada precipitación o demasiada brusquedad. En una carta del 7 de diciembre de 1641, después de reprender a Codoing y de pedirle que actuara con gran deliberación, san Vicente añade: «al repasar por encima todas las cosas principales que han pasado en esta Compañía, me parece, y esto es muy elocuente, que si se hubieran hecho antes de lo que se hicieron, no habrían estado tan bien hechas. Lo puedo decir esto de todas, sin exceptuar ninguna. Por eso, siento una devoción especial en ir siguiendo paso a paso a la adorable providencia de Dios. Y el único consuelo que tengo es que me parece que ha sido sólo nuestro Señor el que ha hecho y hace continuamente las cosas de esta pequeña Compañía» (II, 176).
El 16 de marzo de 1644, Vicente reprende a Codoing por entrometerse en asuntos que no le pertenecían: «En nombre de Dios, padre, aleje de sus preocupaciones, las cosas ajenas y demasiado lejanas y que no le conciernen, y ponga todo su cuidado en la disciplina doméstica. Lo demás ya irá llegando a su debido tiempo. La gracia tiene sus ocasiones. Pongámonos en manos de la providencia de Dios y no nos empeñemos en ir por delante de ella. Si Dios quiere darme algún consuelo en nuestra vocación, es éste precisamente: que creo que al parecer hemos procurado seguir en todas las cosas a la providencia y que no hemos querido poner el pie más que donde ella nos lo ha señalado» (II, 381). Y tres meses más tarde añade: «¿Qué vamos a hacer?, me dirá usted. Haremos lo que nuestro Señor quiere, o sea, mantenernos siempre pendientes de su providencia, ya que él lo quiere así para nuestro mayor bien» (II, 395).
Resume todo este asunto con el P. Codoing, el 6 de Agosto de 1644: «Ya le he dicho otras veces, padre, que las cosas de Dios se realizan por sí mismas y que la verdadera sabiduría consiste en seguir a la providencia paso a paso. Esté seguro de la verdad de esta máxima, que parece paradójica: en las cosas de Dios, el que anda con prisas, retrocede» (II, 398).
En los escritos de san Vicente, existe una clara tensión entre actividad y pasividad. Su actitud depende en gran manera de las circuns tancias. Por ejemplo, al intentar moderar el celo indiscreto de Felipe le Vacher, san Vicente reclama pasividad: «El bien que Dios quiere se realiza casi por sí mismo, sin que se piense en ello; así es como nació nuestra Congregación, como empezaron los ejercicios de las Misiones y de los ordenandos, como se fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad… ¡Dios mío! ¡Cuánto deseo, padre, que modere usted sus ardores y que pese maduramente las cosas con el peso del santuario antes de decidirlas! Sea usted más bien paciente que agente; así es como Dios hará por medio de usted solo lo que todos los hombres juntos no podrían hacer sin él» (IV, 499). Con frecuencia, le recuerda este tema a santa Luisa, también: «Todo llega a su hora para el que sabe esperar; esto es verdad de ordinario, pero sobre todo, en las cosas de Dios más que en las otras» (I, 278)5.
De todo esto, se desprende con claridad que san Vicente aborrecía la precipitación, les dice a otros que «su espíritu (de Dios) no es violento ni tempestuoso» (II, 190), sus obras tienen sus momentos (cf. II, 381), se realizan por sí mismas (II, 393, 398; Abelly, Vida del venerable siervo de Dios Vicente de Paúl, p. 311, CEME, Salamanca, 1994), se completan poco a poco (cf. II, 190). «En nombre de Dios, padre —le dice a Godoing— si la necesidad nos apremia, obremos lentamente, como dice un sabio proverbio» (II, 232).
Pero como sugiere la cita anterior, esta misma verdad tiene otra vertiente en los escritos de san Vicente, como vamos a ver ahora.
Los cooperadores de Dios deben apresurarse aunque sea despacio
San Vicente toma la posición contraria en el mismo tema de la pasividad—actividad con Esteban Blatiron, el superior de Roma, en 1655. El énfasis cambia sutilmente cuando san Vicente manifiesta que desea algo más de acción: «No deje usted, padre, de urgir nuestro asunto, con la confianza de que es ésa la voluntad de Dios… El éxito de semejantes empresas se debe muchas veces a la paciencia y a la vigilancia que se practica en ellas… Las obras de Dios tienen su momento: es entonces cuando su providencia las lleva a cabo, y no antes ni después… Aguardemos con paciencia y actuemos y, por así decir, apresurándonos lentamente, en la solución de uno de los mayores asuntos que tendrá nunca la Congregación» (V, 374).
La tensión entre actividad y pasividad, en el mismo san Vicente, se manifiesta en otra carta a Esteban Blatiron, del 12 de noviembre de 1655. En ella, san Vicente comenta favorablemente una práctica que Blatiron ha comenzado, concretamente el pedir, por intercesión de san José, el crecimiento de la Compañía. Y él añade reflexivamente: «Yo he estado más de veinte años sin atreverme a pedírselo a Dios, creyendo que, como la Congregación era obra suya, había que dejar a su sola providencia el cuidado de su conservación y de su crecimiento; pero, a fuerza de pensar en la recomendación que se nos hace en el Evangelio de pedirle que envíe operarios a su mies, me he convencido de la importancia y de la utilidad de estos actos de devoción» (V, 439).
Finalmente, si alguien siente la tentación de considerar las enseñanzas de san Vicente sobre la providencia como excesivamente pasivas, ese tal debe recordar las palabras del fundador a Edmundo Jolly: «es usted uno de los hombres que honran más en el mundo la providencia de Dios con la preparación de los remedios contra los males venideros. Se lo agradezco muy humildemente y pido a nuestro Señor que le siga aumentando sus luces para derramarlas sobre la Compañía» (VII, 267).
Seguir la providencia y hacer en todo la voluntad de Dios
Una de las principales influencias que se pueden notar en el pensamiento de san Vicente es la de Benito de Canfield con su Regla de Perfección, en la que el hacer la voluntad de Dios en todas las cosas se considera el elemento central de toda la vida espiritual’. En muchas de las citas anteriores, el lector ya ha notado la importancia que tiene para san Vicente el hacer la voluntad de Dios. En una de las épocas en que Luisa de Marillac se sentía angustiada por el futuro de su hijo Miguel, le escribe sobre otro problema relativo a un niño, y luego añade: «En fin, Dios proveerá y cuidará también de su hijo, el de usted, sin que tenga que preocuparse por lo que le pueda pasar. Ofrezca al hijo y a la madre a nuestro Señor. Él atenderá debidamente a usted y a su hijo. Déjele hacer solamente en usted su voluntad y confíe en él, en todas sus tareas. Éstas bastan para que quede usted totalmente consagrada a Dios. ¡Qué poco se necesita para ser santa: hacer en todo la voluntad de Dios!» (II, 34).
La estrecha relación entre hacer la voluntad de Dios y seguir la providencia son dos temas que se superponen en las cartas de san Vicente. Por ejemplo, escribe a Renato Alméras, el 10 de mayo de 1647: «¡Ay, padre! ¡Que felicidad no querer más que lo que Dios quiere, no hacer más que lo que la providencia nos va señalando en cada ocasión, y no tener nada más que lo que nos dé su providencia!» (III, 170).
La clarísima influencia de la doctrina de Canfield sobre san Vicente se evidencia en la conferencia del 7 de Marzo de 1659, en la que describe el proceso de discernir y hacer la voluntad de Dios (cf. XI, 445-457).
Debemos «querer lo que quiere la divina providencia» (VI, 440) es la manera en la que lo dice san Vicente, combinando los dos temas. A los misioneros les dice: «la perfección consiste en unir nuestra voluntad con la de Dios, hasta tal punto que la suya y la nuestra no sean, propiamente hablando, más que un mismo querer y no querer» (XI, 212).
Las dos bases de las enseñanzas de san Vicente sobre la providencia
1. Confianza en Dios
La confianza en la providencia consiste en la capacidad de abandonarse en las manos de Dios, Padre amoroso.
«Démonos a Dios», repetía san Vicente a los Misioneros y a las Hijas de la Caridad9. Confiaba totalmente en Dios, como su Padre, en cuyas manos ponía sus obras y su vida. El diario escrito por Juan Gicquel nana lo que Vicente dijo a los padres Alméras, Berthe y Gicquel, el 7 de junio de 1660, sólo cuatro meses antes de su muerte: «Consumirse por Dios, no tener ni bienes ni fuerzas más que para gastarlos por Dios, es lo que hizo nuestro Señor, que se consumió por amor a su Padre» (X, 222).
San Vicente deseaba que el amor a Dios lo abarcara todo. Así le escribe a Pedro Escart: «Lo que tengo que decirle por ahora, junto con mis deseos infinitos de que busquemos por encima de todo despojarnos del afecto a todo cuanto no es Dios, y que no nos aficionemos a las cosas más que por Dios y según Dios, y que procuremos establecer primeramente su reino en nosotros, y luego en los demás. Es lo que también le ruego que pida a Dios para mí» (II, 89).
San Vicente está absolutamente convencido de que Dios nos ama tanto como un padre, y por eso ejerce de continuo su providencia en nuestras vidas. A este propósito, le escribe a Aquiles Le Vazeux: «Él (Dios) sabe lo que nos conviene y nos lo dará cuando sea la hora si, como hijos llenos de confianza con un padre tan bueno, nos ponemos en sus manos» (VI, 298).
Muchas de las conferencias y escritos de san Vicente hablan de la providencia de Dios (implícitamente, y a veces, explícitamente, de la del Padre), otras muchas habla de la providencia de Cristo para con sus seguidores.
A las Hijas de la Caridad les dice que: «tener confianza en la providencia quiere decir que debemos esperar de Dios que se cuidará de todos cuantos lo sirvan, lo mismo que un esposo se cuida de su esposa, y un padre mira por su hijo. Así es como se cuida Dios de nosotros, y mucho más. No tenemos que hacer otra cosa más que confiarnos a su dirección, como dice la Regla, que hace un niño en manos de su nodriza. Si ella pone al niño en su brazo derecho, a éste le parece bien; si lo pone en el izquierdo, se queda contento; con tal que le dé de mamar, se quedará satisfecho. Así pues, hemos de tener también nosotros esa confianza en la providencia divina, ya que ella se preocupa de todo lo referente a nosotros, del mismo modo que lo hace una nodriza con el niño» (IX, 1050).
Hablando de la providencia que Jesús tiene para con sus seguidores, san Vicente dice a Juan Martín en 1647: «En fin, padre, roguemos a nuestro Señor que todo se haga a gusto de su providencia y que nuestras voluntades estén tan sujetas a él, que entre él y nosotros no formemos más que una sola voluntad, gozando de su único amor en el tiempo y en la eternidad» (III, 177). En esta cita, se nota una vez más la gran influencia de Canfield en san Vicente.
2. Indiferencia
San Vicente habla extensamente de este tema en su conferencia a los Misioneros, del 16 de mayo de 1659, (cf. XI, 524ss.). También aquí, se nota claramente la influencia de Canfield.
La indiferencia, para san Vicente, consiste en el desapego de todo lo que pueda apartarnos de Dios (cf. XI, 521). La indiferencia nos libera para que podamos unirnos a El (cf. XI, 524ss.), disponiendonos a querer sólo lo que él quiere (cf RC II, 10). La indiferencia y la confianza en la providencia van necesariamente unidas. «Nuestro Señor es una continua comunión para los que están unidos a su querer y a su no querer», dice san Vicente a Luisa de Marillac (I, 278). Este aviso lo repite una y otra vez: «Hay que aceptar la providencia de Dios sobre sus hijas, ofrecérselas a él y quedar en paz. El Hijo de Dios también vio a su compañía dispersa y casi continuamente disipada. Tiene que unir su voluntad a la de Él» (V, 401).
A un sacerdote de la Misión le escribe: «¿Y qué vamos a hacer nosotros, sino querer lo que quiere la divina providencia y no querer lo que ella no quiere?» (VI, 440). Siguiendo con el mismo tema, escribe con lirismo a las Hijas de la Caridad: «cumplir la voluntad de Dios es empezar el paraíso en la tierra. Enseñadme una persona, enseñadme una Hermana que cumpla durante toda su vida, la voluntad de Dios; empieza a hacer ya en la tierra lo que hacen los bienaventurados en el cielo; empieza su paraíso ya en este mundo, ya que no tiene más voluntad que la de Dios» (IX, 579).
Cambios de perspectiva entre el siglo XVII y el XX
La problemática que describí en el capítulo anterior, sobre la Cruz, se aplica también a este tema de la providencia, por eso no creo conveniente repetirla aquí. La teología de la cruz y la teología de la providencia están íntimamente relacionadas. Este hecho es evidente en los escritos de san Vicente y de santa Luisa, donde los dos temas aparecen con frecuencia, en el mismo contexto».
Recordando lo que hemos dicho sobre la cruz, ahora mencionaré sólo dos factores más, que influyen en el modo de ver la providencia; es decir, dos cambios de perspectivas que ocurrieron entre la época de san Vicente y la nuestra.
1. De una época de causalidad directa a otra de causas secundarias e independencia personal
Este cambio empezó a ocurrir ya en tiempo de san Vicente. Y hoy, es parte del aire que respiramos. En una época de experimentos científicos, nos centramos más en datos empíricos; y tanto la salud como la enfermedad las atribuimos más a causas perceptibles, que a Dios, directamente. Incluso, cuando se desconoce la causa de una enfermedad, la buscamos seguros de que al final la encontraremos.
En este contexto, atribuir el bien y el mal a la providencia de Dios, puede con frecuencia sonar extraño, o incluso, a hueco. Pero aún, cuando nos enfrentamos con problemas serios, exhortar a la gente a abandonarse en la providencia puede resultar imprudente, pues la providencia, por su parte, puede estar urgiéndonos a buscar los remedios para nuestros males.
Naturalmente, este cambio de énfasis no es totalmente nuevo. De hecho, la teología moral católica ha dado siempre mucha importancia al papel de las causas segundas, lo mismo que siempre ha subrayado la importancia de la responsabilidad humana. La teología sistemática católica, poniendo el acento en las mediaciones, ha resaltado aún más, las causas segundas».
Partiendo de la Gaudium et Spes (cf. n.°s 4, 9, 12, 14, 15, 22) la teología católica ha exaltado la autonomía de la persona. Hoy somos, ciertamente, más lentos que en tiempo de san Vicente, en atribuir los hechos a Dios, directamente, dado que dependen claramente del quehacer humano.
Somos conscientes, además, que este modo de pensar permite a «Dios ser Dios», por así decir. Le reconoce su absoluta autonomía, total y absoluta diferencia. Reconoce, también, que su causalidad divina no disminuye la libertad humana, sino que es su fundamento; de hecho, la dependencia de Dios y la verdadera autonomía humana aumentan y no disminuyen en proporción directa de una a otra14. El poder de Dios no esclaviza a las personas; les da poder15.
Desde esta misma perspectiva, la persona se ve como en proceso de desarrollo, como incompleta, pero abierta a lo absoluto. El cambio se acepta no sólo como inevitable, sino también como deseable. El cambio rápido se ha hecho, además, parte de la vida, y su proporción crece expontáneamente. En esta era de los ordenadores, estamos seguros de que podemos «hacer que las cosas sucedan», y de que podremos encontrar, al fin, la solución a casi todos los problemas que surjan.
2. Un cambio de un modo estático a otro histórico de ver el mundo
Los distintos modos que tenemos de entender el mundo, la persona y Dios están íntimamente entrelazados e influyen también en nuestro modo de entender la providencia.
Los distintos modos de ver estas realidades son característicos de épocas distintas; aunque a veces existen simultáneamente dentro de una misma época. Expondré aquí, tres de estos distintos modos.
En un entendimiento estático, como el que reinó en los siglos quince y dieciséis, e incluso, en tiempos de san Vicente, la visión que existe de la persona es una visión histórica. La sociedad da leyes y reglas, que se aceptan como la voluntad divina. Predominan las leyes y reglas externas. Los campos de la política, la economía y lo social se gobiernan por leyes establecidas. Dentro de este contexto, el énfasis se pone en la visión de Dios, como el Absoluto, el Todopoderoso, el Omnipresente, el Omnisciente. Al hablar de la providencia, nos imaginamos a Dios gobernando y dirigiéndolo todo. La fe en la providencia se concreta en el abandono y la absoluta confianza en los planes de Dios, que nunca fallan. Como resulta evidente, esta pespectiva ha enriquecido las vidas de muchos santos, incluso la de san Vicente y la de santa Luisa de Marillac; pero existe un peligro, al entender así la providencia de Dios puede llevar a algunos al escapismo, o falta de compromiso personal.
Es un modo personalista de entender la realidad, que ha surgido con fuerza a partir del siglo XVIII con la reclamación de «los derechos humanos», que empezaban a reconocerse, comenzando por la autonomía y la libertad de la persona. La responsabilidad y creatividad humanas se acentúan.
En ética, el énfasis se pone en la interiorización y la conciencia. En teología, sobresalen la historia y el desarrollo. La Iglesia es considerada cuerpo de Cristo. Y al hablar de Dios, se acentúa su amor personal de Padre. Al tratar de la providencia, se ve a Dios como guía de la historia personal de cada uno de nosotros. Dios nos ama, nos acompaña y nos conduce. Esta perspectiva tiene muchas ventajas, particularmente, a nivel de la convicción del amor de Dios, y la necesidad de la conversión personal; pero existe también, el peligro de que esta manera de ver a Dios y a su providencia puedan hacernos caer en un «intimismo».
En una comprensión histórico-social de la realidad, el acento recae sobre la inter-relación de las personas dentro de un contexto sociológico y el crecimiento de la familia humana. En la ética, se fortalece la responsabilidad social. Se subraya la trasformación de la sociedad y de la realidad sociopolítica. También, el pecado se considera dentro de un contexto social18. Existe una llamada a cambiar las extructuras injustas. La teología se centra en un Dios Trinitario. La Iglesia es considerada pueblo de Dios, en éxodo permanente. Cuando se habla de la providencia, se habla de un Dios libertador del pueblo, que lo salva de todo lazo de opresión. Esta perspectiva tiene la ventaja de tender hacia una resolución concreta y fundamental de los problemas sociales que mantienen a los pobres en su pobreza; para algunos, conlleva el peligro de caer en el activismo, que pierde de vista los caminos de Dios.
Con la providencia, hoy
Existe hoy un creciente interés en el estudio de la providencia, con la intención de articular una teología que, reconociendo distintos niveles de causalidad, explique lo racional y lo irracional de la existencia humana, y pueda encontrar sentido donde sólo experimentamos caos, desorden, violencia y apatía. La teología de la providencia es en sus raíces una teología del «sentido». Intenta salvar la distancia entre los polos opuestos de la experiencia humana: entre orden y caos, salud y enfermedad, vida y muerte, gracia y pecado, compromiso e inhibición, plan y desorden, paz y violencia. Los servidores de la providencia son los hombres y mujeres que, con sus vidas, dan testimonio de coherencia y pueden hablar de forma convincente. La docilidad a la providencia es una actitud de confianza reverente ante el misterio de Dios, revelado en Cristo, en quien se unen la vida, la muerte, y la resurrección.
1. Confianza en la providencia significa enraizamiento en un Dios personal y amoroso
La fe en la Providencia, a través de la historia, se muestra no tanto en las fórmulas de los credos, cuanto en las palabras confiadas de las oraciones diarias. Es inseparable de la confianza en un Dios personal y amoroso.
La mente humana se sorprende ante el misterio. Con todo, lo encontramos en el origen de nuestras alegrías y penas más profundas. El nacimiento, la muerte, lo bello, la tragedia, todo está rodeado de misterio. Y luchamos, sin cesar, para reconciliar opuestos y sondear los misterios de la vida y de la muerte.
Ya en el siglo V antes de Cristo, los griegos y, en particular, los estoicos usaban la palabra providencia para referirse a un orden racional de las cosas, donde una razón divina impregnaba todo. Este término aparece bastante tarde en el Antiguo Testamento, en los libros de Job y de la Sabiduría, en los que se une a otra tendencia anterior que no se fijaba tanto en un concepto filosófico de armonía cósmica, como en un Dios que actúa en la Historia. Esta creencia fundamental del Antiguo Testamento considera a Dios como aliado de su pueblo. Y que actúa creando, haciendo alianzas, persiguiendo, perdonando, liberando. Él está con su pueblo tanto en las conquistas como en la cautividad. Con ellos va al exilio y con ellos retorna. «¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas lleguen a olvidar, yo no te olvido. Míralo: en las palmas de mis manos, te tengo tatuada», Is 49, 15-16.
Este Dios providente de los escritos hebreos es el Dios de Jesucristo. Es el Padre al que ama Jesús, y el que cautiva toda su atención. La muerte y resurrección de Jesús son la más excelsa proclamación de la providencia.
En el centro de la fe del Nuevo Testamento, se encuentra la creencia en un Dios personal, que se revela en Jesús, su Hijo encarnado. Jesús mismo se debate con los misterios de la vida, el crecimiento, el éxito, el abandono de sus seguidores, el dolor, la muerte. Encuentra la solución a este debate no en una filosofía claramente delineada que él esquematiza para la posteridad, sino en abandonarse en las manos de su Padre. Confía en que su Padre lo ama profundamente, que puede sacar alegría de la tristeza, y vida de la muerte.
Reflexionando sobre la experiencia de Jesús, el Nuevo Testamento nos manda fijarnos continuamente en el amor personal que Dios nos tiene. En un pasaje, muy querido por san Vicente, Jesús exalta la providencia de Dios para con sus hijos (cf. XI, 438): Fijaos en los lirios del campo, cómo ni hilan ni tejen. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno, Dios así la viste ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! (cf. Mt 6, 26. 28. 29).
Los escritos de Lucas iluminan de modo especial la providencia de Dios’. El Espíritu del Padre y de Jesús aparece en Lucas activo desde el principio, guiando la historia. Unge a Jesús con el poder de lo alto y lo conduce en su ministerio, lo mismo que a sus discípulos.
- El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1, 35).
- Habiendo sido bautizado Jesús… El Espíritu Santo bajó sobre él (Lc 3, 22).
- Jesús lleno del E. Santo… fue llevado al desierto (Lc 4, 1).
- Jesús regresó a Galilea con el poder el Espíritu Santo. (Lc 4, 14).
- El Espíritu del Señor está sobre mí (Lc 4, 18).
- Vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lc 11, 13).
- El Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento, lo que conviene decir (Lc 12, 12).
La oración confiada es una de las señales cruciales de la fe en un Dios personal. El mismo hecho de orar es una afirmación de que creemos en un Dios vivo, que se relaciona con nosotros, que nos escucha, que se preocupa por nuestro caminar, que escucha en especial el clamor de los pobres, y que responde. Por esta razón, el Evangelio de Lucas insiste con tanta frecuencia sobre la oración confiada y constante (cf. Lc 11, 1-13; 18, 1-8).
2. Esperanza en el poder y sabiduría de Dios
La confianza en la providencia implica confianza en una sabiduría desconocida, que guía la historia y que puede hacer compatible los opuestos.
A veces, echamos una ojeada panorámica al gran cuadro del mundo en el que la tragedia produce buenos resultados. Inundaciones catastróficas fertilizan la tierra para el futuro. Incendios gigantescos que hacen estragos en los bosques y producen enormes daños y, al mismo tiempo, los limpia para un exuberante crecimiento posterior. El dolor y el sufrimiento, con frecuencia, hacen madurar la persona y le ayudan a ser compasiva con los demás.
En un sorprendente mito griego, dejan al niño Demofonte al cuidado de la divina madre Demetria, que lo acaricia, lo alimenta, le da confianza, y lo unge con ambrosía. Por la noche, lo pone en el fuego para hacerlo inmortal. Cuando su madre descubre esto, llora asustada. Y Demetria le responde: «Desconoces cuando los hados te son favorables o desfavorables». Demetria nos da una lección de pedagogía. Nos demuestra que la maternidad abarca no sólo cuidar de lo humano sino también de lo divino. Poner el niño al fuego es una manera de destruir todo lo que se opone a la inmortalidad.
El «Plan Oculto» de Dios es un tema al que san Pablo retorna continuamente. Este plan se nos revela en Cristo, que une la vida y la muerte; pero su consumación se alcanzará al final de los tiempos, cuando todas las cosas sean sometidas a Cristo (Ef 1, 9), y por medio de él al Padre (1Cor 15, 28). «Él nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, lo que había decidido realizar en Cristo, llevando la historia a su plenitud, al constituir a Cristo cabeza de todas las cosas» (Ef 1, 9-10). Las cartas paulinas nos hablan del «misterio de Cristo en vosotros, vuestra esperanza y vuestra gloria» (Col 1, 27), del «misterio de Dios —es decir, Cristo— en quien se encierran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3).
Pero, como nos lo dicen los mismos textos, la sabiduría de Dios sigue siendo un misterio, «una piedra de escándalo para los judíos y necedad para los gentiles» (1Cor 1, 23). El misterio de la cruz y resurrección de Jesús, centro de toda esperanza cristiana y símbolo de la providencia de Dios, no da explicación de cómo compaginar lo que es opuesto. Más bien, nos pide que digamos con Jesús: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23, 46). La cruz proclama que el poder de Dios triunfa sobre la flaqueza humana, arrancando vida de la muerte, y que la sabiduría de Dios sobrepasa los límites de la razón humana, haciendo brillar la luz en la oscuridad.
3. Prudencia, paciencia y perseverancia
Nos sorprende la frecuencia con que san Vicente menciona tiempo oportuno. Está absolutamente convencido de que la gracia tiene sus momentos. Algunas obras de la literatura clásica del tiempo de san Vicente dan testimonio de esta misma verdad, aunque con un lenguaje más mundano: «Hay una providencia especial en la muerte de un gorrión. Si fuese ahora, no vendría después; si no viniese después, sería ahora; si no fuese ahora, con todo, vendría. Estar preparados lo es todo», dice Hamlet. En otro contexto más violento, Bruto dice en Julio César: «Existe una marea en los asuntos de los hombres que, tomada en marea alta, los conduce a la fortuna. Perdida, el resto del viaje de sus vidas queda sujeto a escollos y miserias. Estamos flotando ahora en pleamar y debemos tomar la corriente cuando pase o fracasaremos en nuestra empresa» (IV. iii. 217-23).
La docilidad a la providencia, tomada como un buen sentido de oportunidad, implica una espera paciente, no en sentido pasivo, sino como una capacidad activa para conocer el momento adecuado para obrar. Desde esta perspectiva, es sinónimo de prudencia, paciencia y perseverancia. A veces, el momento adecuado llega pronto; otras veces, tarda. Unas veces, llega inesperadamente, sin preparación; otras, se descubre con un esfuerzo considerable.
Frecuentemente, sólo los que perseveran ven el fruto de su paciente espera. Un buen ejemplo de esto fue el éxito de las lentas y penosas negociaciones sobre los votos de la Congregación, que san Vicente llevó a buen término Se tardó dos décadas en completar el proceso. De estos años, son las frases más elocuentes de san Vicente sobre la necesidad de seguir la providencia. Pero él también recordaba a sus representantes en estas negociaciones, que además, se honra a la providencia usando bien los medios que Dios pone a nuestra disposición para alcanzar sus metas.
4. Participamos activamente en la providencia de Dios
Santo Tomás de Aquino indicó ya hace mucho tiempo, que la providencia actúa en nosotros no sólo como objetos, sino que actúa en y por nosotros, como sujetos activos. «La criatura racional está bajo la divina Providencia de un modo especial, en tanto en cuanto participa de la Providencia, siendo providente para sí y para los demás». Dios no sólo actúa sobre los seres humanos libres, sino que también actúa en y por ellos. Su libertad no reduce la nuestra sino que la origina y acrecienta. Su providencia, pues, obra por los fenómenos naturales de la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, por la historia; pero también, por nosotros personalmente. No es Dios, únicamente, el responsable del mundo, nosotros lo somos también.
Cada persona tiene, pues, responsabilidad con respecto a sí misma, a las demás personas, a los grupos sociales, a la política y a los recursos naturales que nos rodean. «La lucha por la justicia y la participación en la transformación del mundo» son hoy responsabilidades de la Iglesia y de todos sus miembros.
Permítanme sugerirles cuatro precisiones de esta responsabilidad:
a) Todos participamos de ella. A todos se nos pide trabajar por un orden social más justo. Esto exige visión (providencia=prever), y acción. La persona verdaderamente providente puede tener un papel profético en la comunidad humana, indicando los caminos de la justicia, antes incluso de que la sociedad esté preparada para seguirlos, y haciendo llamadas a la conversión a estos caminos. Esbozar el futuro y planificarlo sabiamente son parte de la providencia.
b) La responsabilidad de cada persona es limitada. Unos pueden hacer más que otros. Para delimitar la responsabilidad personal de cada uno (y evitar ser ahogado por el sentido de culpabilidad o por la enormidad de los problemas del mundo), será bueno elegir un campo concreto donde podamos, con toda sinceridad, centrar nuestras energías, y dejar otras parcelas a los demás. La responsabilidad no es exclusivamente nuestra.
c) La responsabilidad individual encaja bien, además, con el contexto general de los deberes individuales (tales como el cuidado de la propia familia, el trabajo propio, etc.) dentro del cual debe ser sopesada.
d) No importa lo activo que uno sea, siempre habrá que dejar mucho en las manos de Dios. A veces, no podremos hacer nada. Seguirán existiendo la enfermedad y la muerte. Habrá momentos de impotencia ante la violencia de unos, o ante el abuso de la libertad por parte de otros.
En esta época en que la Iglesia hace una opción preferencial por los pobres, debemos formulamos este interrogante: ¿cómo se demostrará la providencia de Dios para con ellos? Se demostrará, concretamente, cuando socorramos las necesidades de los pobres. La providencia de Dios por los pobres, en medio de sus necesidades, resultará realmente evidente y tangible cuando el pueblo de Dios actúe solidariamente con los pobres.
San Vicente estaba convencidísimo de que su confianza en la providencia de Dios no lo dispensaba de su obligación de actuar. Él era, de hecho, muy activo, incluso cuando afirmaba que Dios lo hacía todo. La teología contemporánea afirma que, frecuentemente, la acción de Dios coincide con nuestro obrar, como aparece con toda claridad en la vida y obras de san Vicente.
San Vicente era consciente, también, de la necesidad de ser prudentes y de tener un gran sentido de la oportunidad. Algunos tienden a obrar con precipitación, arrancando el fruto del árbol antes de que esté maduro. Otros tienden a esperar demasiado, dejando el fruto en el árbol hasta que se cae y se pudre. La gracia tiene sus momentos, decía san Vicente. Es importante distinguir el momento adecuado, cuando éste llega.
Nuestra propia providencia no le roba nada a la providencia de Dios. Más bien, es su manifestación. Incluso, cuando somos muy activos, podemos aún, dar gracias a Dios por los dones que obra en nosotros. «Porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso, su nombre es santo» (Lc 1, 49). Por tanto, la providencia, hoy, puede aparecer como preocupación activa por:
- Nosotros mismos – La propia salud y la formación continua. Los demás – Atención a las necesidades de los pobres.
- Los grupos sociales – Acción político-social.
- Los pobres – Acción por la justicia y la caridad.
- La naturaleza – Cuidado del medio-ambiente.
Una parábola
Esta parábola, que he recopilado de varias historias antiguas, se la dedico a todos los que luchan por creer en la providencia.
Hace mucho tiempo y en un país lejano, vivía un joven llamado Peregrino. Lleno de salud desde su nacimiento, saltaba ya en las entrañas de su madre.
Un día, cuando los años del juego y la diversión llegaron a su fin, él se puso a buscarle sentido a la vida.
Por entonces, en una aldea remota de los montes, vivía un hombre renombrado por su santidad. Peregrino viajó hasta el diminuto habitáculo del santo, y lo encontró en profunda oración. «¿Qué debo hacer», preguntó Peregrino, «para vivir la vida a tope?
El santo le regaló una Biblia y una estera, y lo condujo a los montes hasta que llegaron a una diminuta cueva a la orilla del río. «Quédate aquí, hasta que regrese», le dijo el santo, «y Dios se cuidará de todo». Luego se fue.
Los días de otoño le resultaron largos y aburridos al principio. Sentado a la orilla del río, Peregrino leía la Biblia y meditaba sus palabras. Comía pescado abundante del río y bebía el agua cristalina del arroyo. Durante el frío invierno, permanecía casi siempre en la cueva, leyendo y rezando al lado del fuego. Por primavera, se trasladó a una roca al lado del río desde donde contemplaba cómo brotaban los árboles y reventaban los capullos. Allí dormía en verano, pues el murmullo del agua ablandaba la dureza de la roca.
Con el paso del segundo año, una paz profunda brotó en el corazón de Peregrino, pero él se sorprendía de lo que el santo tardaba en regresar.
Pasaron diez años, con sus estaciones, de luz y oscuridad, calor y frío, florecer y marchitar. El cuerpo de Peregrino se hizo fuerte y duro; su espíritu está tranquilo.
Un día, el santo regresó. Peregrino asó un pez grande, que comieron a la orilla del río, bebiendo de sus caudalosas aguas. Peregrino observó que el santo parecía mucho más viejo. «¿Cree realmente que hay vida después de la muerte?», le preguntó. «La pregunta previa», replicó el santo es: «¿hay vida antes de la muerte?». Aquella noche el santo lo condujo de regreso a la aldea y lo puso al frente de una familia de siete niños huérfanos. «Cuídalos hasta mi regreso», le dijo el santo, y se marchó.
Los huérfanos tenían unas edades entre los siete y los doce años, así que Peregrino se propuso ser un padre y una madre para ellos. Al principio, cometió muchos disparates, pues no entendía nada de paternidad y casi nada sobre ser madre; con todo, poco a poco, los niños empezaron a quererlo, y él a ellos. Les preparaba la comida, les enseñó a leer y a escribir, y les aconsejaba en las alegrías y en las penas que causan el hacerse mayores.
Con el paso del tiempo, los niños se hicieron mayores. Peregrino se sentía muy feliz. Su fama creció en la aldea, y la gente comenzó a considerarlo santo.
Pronto, muchos del este y del oeste vinieron a hablar con Peregrino y a consultarle sobre sus vidas. Su amabilidad y sabiduría se hicieron famosas en el país. Su familia de huérfanos se habían hecho mayores para aquel entonces, y habían aprendido a defenderse por sí mismos, así que Peregrino dedicaba más y más tiempo a los que lo buscaban. Aunque estuviese cansado, se sentía satisfecho en su interior. Los chicos le suplicaban que descansara más, que leyese y que cultivase la tierra, como lo había hecho antes; pero el instinto de cargar con el peso de los demás lo comía.
Una noche llegó una mujer joven a pedir su consejo. Era el cumpleaños de Peregrino, así que sus huérfanos le prepararon una fiesta con pescado del río asado y buen vino de las cepas cultivadas en las montañas. Todos bebieron y comieron a placer. La multitud que visitó a Peregrino aquel día era muy numerosa, por eso, sólo pudo hablar con la joven después de la fiesta. Una nueva pasión se despertó en su interior aquella noche, dominado por el vino y la pasión, durmió con ella.
Cuando Peregrino se despertó a la mañana siguiente, ya lo sabían su familia y toda la aldea. Lleno de vergüenza, se escapó a su cueva, en las montañas. Y allí lloró.
Aquel día empezó otra vida para Peregrino. Se entregó a la penitencia, a leer la Biblia y a meditar sus palabras. Tomaba una única comida por la noche y dormía en el duro suelo de la cueva. Cultivaba una pequeña finca a lo largo del río, y dos veces al año mandaba las cosechas a los pobres de la aldea, con un mensaje para sus huérfanos, que los amaba.
Llevaba Peregrino siete años viviendo así, cuando el santo regresó a visitarlo de nuevo. Estaba muy envejecido para entonces. Sentados al fuego aquella noche, comiendo pescado del arroyo, Peregrino le preguntó al santo: «¿has terminado tu trabajo aquí en la tierra?» «Lo he terminado a medias», respondió el santo. «He proclamado la justicia a los pobres y la libertad a los oprimidos. Los necesitados han escuchado entusiasmados; pero no creo que los ricos hayan oído mis palabras».
A la mañana siguiente, el santo condujo de nuevo a Peregrino a la aldea. Aquel año, una terrible sequía había traído el hambre al país. «Provee a la gente de alimento», dijo el santo, «y quédate aquí hasta mi regreso». Al principio, Peregrino quedó perplejo, pero recordó que el agua fluía abundante en el río cerca de su cueva en las montañas, así que condujo allá a la mitad de los hombres y mujeres de la aldea para plantar y cosechar. Dormían en el duro suelo, se levantaban temprano, cada día, para alabar a Dios por sus beneficios, y trabajar hasta la noche, cuando asaban y comían pescado del río.
La aldea yacía a cinco millas del río, monte abajo. La otra mitad de los hombres y mujeres trabajaban allá abajo a las órdenes del más viejo de los huérfanos de Peregrino. Cavaron canales por la ladera hasta que, un año más tarde, el agua corrió monte abajo y llegó a los campos de la aldea. Aquel día, Peregrino presidió el pueblo en oración, gozoso por los dones que Dios les había dado. Desde entonces, las cosechas brotaron regularmente en los campos, y los pobres comieron y se saciaron. Y la fama de santidad de Peregrino se hizo mayor que nunca lo había sido antes.
Por la noche, cuando las aguas corrían monte abajo, el santo vino a visitar a Peregrino por última vez. Murió en su casa aquella noche. Éstas fueron sus últimas palabras: «confía totalmente en Dios, y el sol brillará sobre ti, incluso de noche».
Peregrino reconoció que Dios es providente y que el santo lo había dirigido bien.