V. Reconciliaciones de enemigos operadas por mediación del Sr. Martín en el Piamonte.
Las guerras civiles entre los príncipes de la casa de Saboya habían tenido lugar entre sus súbditos que acostumbrados durante largos años al manejo de las armas, las dirigían fácilmente unos contra otros; de suerte que las enemistades particulares se extendían a toda una región, y adquirían la forma de guerras civiles más que de enemistades personales, tantas muertes había y tan grande era la división de los ánimos. En esta situación se hallaba el Piamonte cuando el Sr. Martín recorría las aldeas para dar misiones, a pesar de todo, él nunca dejaba un lugar antes de verlo en paz y en una clama completa. No podríamos hacer otra cosa mejor para conocer los efectos del poder de la gracia de Dios que trayendo aquí varias de las cartas que fielmente escribía a su Superior general, después de cada misión, para darle cuenta del bien que se había operado en ella.[289]
Después de hacer el relato de lo sucedido en los alrededores de Lucerna, Añade: «Después de esta misión, nos insistieron que fuéramos a pacificar a los habitantes de un pueblo grande, situado a una legua y media de allí. Al cabo de diez o doce años reinaba allí una gran desunión, producida por la muerte de una treintena de personas. Nos dijeron que hacía poco el país estaba todo en armas, dividido en dos facciones, que ponían a los habitantes en gran peligro de matarse unos a otros. Tenía yo razón de temer que la empresa no iba a ser nada fácil; nos presionaron tanto que nos creímos obligados a hacer lo que se nos pedía, dejando el éxito en manos de la providencia de Dios. nos pasamos allí dos días, en los cuales quiso Dios disponer de tal manera los espíritus que después de unas instrucciones, sobre todo la que se hizo el día del Corpus Christi, en presencia del Santísimo Sacramento expuesto, hubo una reconciliación general y muy solemne; las partes interesadas se acercaron al altar y juraron sobre los santos Evangelios perdonarse de todo corazón unos a otros, luego, en señal de reconciliación, se abrazaron muy cordialmente en presencia de todo el pueblo; una transacción y un acto público de este entendimiento fueron redactados por el notario y se cantó el Te Deum, para agradecer a Dios un favor tan grande. El pueblo recibió un gran consuelo, y le pareció hallarse en un océano de bálsamo, pues, desde hacía muchos años, no se veían más que asesinatos; y por ambas partes la sangre de los prójimos corría para satisfacer estas enemistades«.
Quién no admirará el gran poder del Sr. Martín quien, en dos días, con algunos sermones, coronó una empresa tan difícil, reconcilió a espíritus agriados al cabo de tantos años y arregló diferencias envenenadas, que habían costado tanta sangre.
Veamos ahora lo que hizo en el país de Bra, que es uno de los más poblados del Piamonte, donde se cuentan de diez a doce mil almas; pero antes de contar lo que hizo allí, servirá de mucho describir el estado en que se encontraba esta región; para ello nos bastará con citar un extracto de una carta escrita por él a san Vicente, el 27 de octubre de 1657; él se expresa de esta manera:
«Creo que habrá que remitir a otra fecha la misión que la Sra. Royale nos ha encargado de dar en Bra, que es una de sus tierras, porque el fuego de la división ha prendido en ellas en tales proporciones que se han fabricado barricadas en las calles. Las casas están llenas de escopetas y de gente armada, se masacran hasta en las iglesias, y están tan envenenados unos contra otros que acercan escalas a las casas para asaltarlas, y que todo el mundo se parapeta en su casa para rechazar el ataque y matar a quien entre. Se esperaba obtener al menos una suspensión de armas y alguna facilidad para unos y otros durante el tiempo de la misión, para que oyendo algunos sermones y exhortaciones, tanto públicas como particulares, sus ánimos pudieran calmarse y disponerse a un arreglo. Pero han mostrado en ello tanta oposición que habiéndoles enviado la Sra. Royale a uno de los principales ministros de Estado, éste no ha conseguido nada. De manera que sería no sólo una empresa inútil dar la misión en un lugar en que nadie podría asistir a los sermones y demás ejercicios, sino que sería incluso temerario y perjudicial a los que se arriesgaran a acudir» Son las propias palabras del Sr. Martín, por las que se puede deducir el miserable estado en que se encontraba este lugar, y qué empresa más difícil y gloriosa para Dios olvidarse de ello.
Veamos cómo lo consiguió, le dijo a san Vicente en otra carta del 8 de febrero de 1658 hace un mes que trabajamos en Bra, donde ha querido el Señor disponer a los habitantes a reconciliarse unos con otros. Los motivos que los han llevado a ello han sido en primer lugar la pena que la Sra. Royale ha manifestado por su división, y luego la misión que ha acabado por disponerlos totalmente. Las gentes de uno y otro bando se encontraron juntas en mis sermones y en los servicios de la misión en la misma iglesia, cosa que se tenía al principio como difícil y peligrosa. Pero antes de mandarles venir juntos a la misma iglesia, les hemos dicho que dejaran las armas que hasta entonces llevaban a todas partes con ellos. La asiduidad a los sermones y catecismos, junto con los buenos movimientos que Dios ha querido darles, los ha calmado perfectamente, de manera que se abrazaron todos, unos y otros, en presencia del Santísimo Sacramento, después de haberse pedido recíprocamente perdón, no sólo en la iglesia, sino también en la plaza pública, cuando se encontraban al menos los principales de ellos. Los dos bandos parecen tan satisfechos que hay motivos para creer que la paz será estable y duradera. Todo el pueblo ha sentido un gran consuelo al ver a gentes que anteriormente se buscaban para matarse, pasear ahora juntos y mostrarse tanta cordialidad como si nunca hubiera habido la menor discordia entre ellos. Anteriormente no salían sino con armas por las calles y hoy, por la gracia de Dios, ni se ve ya a nadie con este equipaje, cada uno no piensa más que en reconciliarse con Dios mediante una penitencia saludable.
La Sra. Royale al enterarse de esto nos ha hecho llegar el testimonio de su satisfacción; el marqués de Pianezza nos ha manifestado a su vez los sentimientos de alegría extraordinaria que ha experimentado. Ahora estamos ocupados en las conferencias, y se presenta una multitud tan grande de penitentes que, después de llamar en nuestro auxilio a todos los sacerdotes y religiosos del lugar que son en gran número, no sé cuándo podremos acabar».
Tal es el relato del Sr. Martín, que no concluyó esta misión hasta después de siete semanas. A su regreso a Turín se fue a dar cuenta a la Sra. Royale de todo lo que había pasado allí; quedó tan impresionada que no pudo contener las lágrimas, y para poner colmar al beneficio de la misión y borrar para siempre el recuerdo de lo que había precedido, perdonó a todos los habitantes de Bra todos los castigos por los delito cometidos durante el tiempo de la discordia. Pero, antes de entrar en Turín, el Sr. Martín había podido todavía obtener parecidos resultados en una región vecina ce Bra y llamada Sanfré, escuchemos una vez más su relato a propósito:
Como una misericordia y una gracia de ordinario preparan el camino a otra ha querido la bondad de Dios extender la misma bendición que había otorgado al país de Bra a otro lugar vecino donde desde hacía cuarenta años la discordia y la división habían disminuido de tal forma el número de los habitantes que se había quedado casi desierto. Un gran número se habían matado uso a otros, muchas casas estaban abandonadas, otras destruidas y una gran parte de los habitantes obligados a buscar habitación en otra parte. El Senado del Piamonte se había empleado muchas veces en reconciliarlos pero sin resultados, y todos los medios puestos en obra a este efecto habían resultado inútiles. Por último el señor del lugar que es uno de los personajes principales del Piamonte, hombre virtuoso y prudente, juzgó conveniente, después de la misión de Bra, a la que habían asistido algunos del lugar, convocarlos a todos, tanto de un partido como del otro, para ver si había medio de reunirlos a ejemplo de sus vecinos. No les habíamos dado más que algunas instrucciones durante tres o cuatro días, con algunos otros ejercicios de Misión, y Dios tuvo a bien moverles el corazón de tal manera que se abrazaron todos en presencia del Santísimo Sacramento y de una multitud de gente que acudió de los poblados vecinos; se perdonaron recíprocamente y juraron sobre los santos evangelios una paz perpetua, en prueba de la cual se invitaron mutuamente a cenar con tanta cordialidad como lo hubieran hecho unos buenos hermanos entre ellos. Su Alteza Real ha tenido la bondad de concederles la misma gracia que a los de Bra y cada uno de ellos puede ahora volver a habitar su casa abandonada y a cultivar sus tierras. El perdón se extendió no solamente a los que se habían dado a la fuga, sino también a uno de ellos que estaba en prisión y ya condenado a muerte; fue liberado y devuelto a su casa, gracias a las súplicas del Sr. Martín que había hecho ver a la princesa que había que hacer esta gracia a los demás para hacer la paz perfecta. No solamente este gran misionero tuvo el don de reconciliar por la virtud de sus predicaciones las enemistades inveteradas, sino que ocurrió muchas veces que su sola presencia detuvo a furiosos que, con las armas en la mano, se precipitaban uno sobre el otro para darse la muerte. Le pidieron un día que fuera a un lugar para arreglar una diferencia que se había suscitado entre el señor y sus súbditos. Era un día de fiesta; de pronto se reúne en la plaza todo un pueblo entre rumores, todos empuñaban las armas y gritaban: A muerte, a muerte! Un misionero clérigo que estaba en la iglesia para dar los catecismos acudió enseguida, se puso entre los dos bandos y los detuvo, hasta la llegada del Sr. Martín. Una vez allí, él ya supo calmarlos de manera que no sólo impidió el mal, sino que los reconcilió perfectamente, y todos juntos entraron en la iglesia para asistir a las vísperas y al catecismo. En otro lugar, debían hacer una procesión solemne el día de la fiesta de la Concepción de la Santísima Virgen; se reunían varias parroquias; cuando hubieron llegado se formó una discusión por la precedencia y las cosas llegaron tan lejos que los que tenían armas las desenvainaron, y los que no fueron a buscarlas; pronto las escopetas estaban apuntando y se temía una terrible carnicería. Los misioneros estaban todos en la iglesia y el Sr. Martín se preparaba a subir al púlpito; vinieron a avisarle de lo que pasaba; se presentó, y con algunas palabras los calmó, los dispuso a seguir la procesión tranquilamente y todos asistieron al sermón en paz y con devoción.
El hecho siguiente fue efecto no sólo de su celo por arreglar las diferencias sino también de su gran humildad y de su prudencia admirable. En un lugar, se preparaban a celebrar la procesión del Santísimo Sacramento cuando se levantó una disputa entre los principales del lugar para saber quién llevaría el palio; todas las razones que pudo alegarles el Sr. Martín no llegaron a ponerlos de acuerdo. Ya estaba expuesto el Santísimo, las vísperas se cantaban y estaban a punto de salir para la procesión y los rivales no querían ceder e nada de sus pretensiones; entonces, el Sr. Martín, inspirado por Dios, tomó de manos del clérigo la cruz que debía marchar a la cabeza de la procesión y, llevando así el crucifijo, invitó a todo el mundo a seguir su ejemplo. A vista de esto, todos se quedaron estupefactos y los rivales sorprendidos empezaron, a ejemplo del Sr. Martín a cederse mutuamente el lugar de honor, y la procesión se hizo con una tranquilidad y una devoción admirables.
VI. Viene a París como diputado en la primera asamblea general de la Congregación. –Regresa al Piamonte, donde ha realzado conversiones extraordinarias.
San Vicente había muerto el 27 de setiembre de 1660, y en Génova se celebró la asamblea provincial para nombrar a los dos diputados que debían acompañar al visitador de la provincia de Italia a la asamblea general que debía tenerse en París para nombrar un sucesor a san Vicente. El Sr. Martín, en calidad de superior de la casa de Turín, se dirigió pues a Génova para la asamblea provincial y allí entre tantos súbditos del más alto mérito, fue nombrado primero para ir a París a la asamblea general, Los tres misioneros se pudieron en ruta el mes de diciembre y al atravesar las montañas de la Saboya, corrieron peligro evidente de ser sepultados bajo la nieve. En medio de los torbellinos de viento y de las tormentas del monte Cenis, los chóferes y campesinos de la región, aunque acostumbrados a estos peligros, se sentían aterrados ellos también; pero el Sr. Martín, lleno de confianza en Dios para cuyo servició él había emprendido este viaje, marchaba contento y gozoso y en este largo y penoso trayecto, no omitió nunca una sola de sus devociones habituales; más aún, añadía algunas de supererogación. Tenía por costumbre en los viajes que hacía con frecuencia para ir de misión o para el servicio de la Congregación, decir siempre el oficio divino y la santa misa mientras se pudiera; no omitía tampoco los exámenes de conciencia, el rosario ni otras oraciones vocales; pasaba el resto del día en piadosas consideraciones conversando con Dios, o en suaves charlas que edificaban a sus cohermanos.
Llegó a París la víspera de Navidad de 1661, y edificó con sus buenos ejemplos a esta gran casa de San Lázaro donde la observancia estaba en su mayor fervor. El que fue nombrado para reemplazar a san Vicente y que le sucedió no sólo en su cargo sino también en su celo y su piedad, fue el Sr. René Alméras. Éste, conociendo los talentos del Sr. Martín y sobre todo su habilidad para la predicación, le hizo predicar varias veces en presencia de todos los misioneros de esta casa y de los que habían venido de otras provincias, para que pudieran aprender de este gran maestro a predicar la palabra de Dios de manera verdaderamente apostólica. Todos le escucharon con el mayor interés y confesaron que era un tipo en el que todos los demás debían formarse. A este propósito, citaremos aquí unas palabras que san Vicente había dicho a un clérigo a quien enviaba a Turín donde debía tener al Sr. Martín por superior: «Os envío a un lugar en el que encontraréis a un gran misionero que es el mejor predicador de la Misión«. Palabras que dan a conocer las numerosas cualidades del Sr. Martín, ya que salían de la boca de un hombre tan prudente y tan sincero en sus juicios y en sus apreciaciones.
Cuando los asuntos de la Congregación por los cuales había venido a París se concluyeron, el Sr. Martín se volvió inmediatamente al Piamonte sin permitir que le retuvieran ni por el amor a su país, o de sus padres ni por los demás atractivos que le ofrecían en París y en San Lázaro, sobre todo bajo el punto de vista espiritual.
En el Piamonte volvió con sus misiones, en las que hizo cosas admirables; contaremos algunas conversiones de pecadores que tienen algo de extraordinarias, las reunimos aquí, aunque no hayan acaecido todas después de su regreso de París, sino que son unas antes, otras después.
Una mujer que se había abandonado a una vida mala con gran escándalo de toda la comarca, se fue, un año después de tomar parte en una misión del Sr. Martín, encerrarse en un claustro en Turín, confesaba que eran los sermones del Sr. Martín los que la habían retirado del abismo en el que se precipitaba.
Un lugarteniente de caballería iba con frecuencia a oír los sermones de la misión que se daba en la catedral; aunque fuera tocado de Dios y presionado a hacer su confesión, no se atrevía a hacerlo sobre todo en los confesionarios públicos, a causa de la gran multitud de testigos, pues temía que se supiera que se había convertido. Un día que se encontró en la calle con el Sr. Martín, le dijo que le hablaría con gusto en secreto si pudiera concederle un momento. El Sr. Martín respondió que estaba presto, le condujo a un lugar conveniente para ello, le confesó y puso remedio a algún escándalo que había dado. Éste se quedó tan satisfecho que, no contento con haberse confesado llevó a buen número de sus camaradas al Sr. Martín, y como muchos decían que hacía cuatro, seis y nueve años que no se habían confesado: «Tiene gracia, respondió el lugarteniente, hacía más de dieciséis años que no me había acercado a los Sacramentos»!
Las cabezas de esta enemistad de los habitantes de Bra de los que ya hemos hablado eran dos eclesiásticos: uno sacerdote que había salido de una de las órdenes más austeras de la Iglesia para vengar la muerte de su hermano; el otro, diácono, que se había ejercitado por tanto tiempo en el oficio de las armas que apenas sabía hacer otra cosa, aunque fuera de un nacimiento bastante noble; el primero asistía a los sermones y exhortaciones del Sr. Martín, pero con el firme propósito de no aprovecharse. Un día, el Sr. Martín le tomó de la mano, y al punto se sintió tan impresionado que se rindió, hizo su confesión general y prometió vivir en adelante como buen sacerdote. El diácono, no sólo hizo su confesión general, sino que también se dirigió a un sacerdote para que le enseñara a recitar el Breviario; y comprando ese mismo año que fue fructífero una gran cantidad de grano, lo vendió al año siguiente, en el que fue muy caro al mismo precio que le había costado sin querer sacar provecho lo que habría podido hacer vendiendo su trigo al precio corriente. Pero estas conversiones de grandes pecadores era una cosa tan ordinaria en las misiones del Sr Martín que lo que importa constatar aquí es que el bien operado por él no era pasajero, sino duradero.
Mientras daba la misión en un lugar, vino mucha gente del país a una legua de distancia de allí, donde él había predicado la Misión cuatro años antes. Un día, en recreo, dijo a un misionero: «¿Cómo os las habéis arreglado esta mañana para confesar vos solo a más gente que todos los demás juntos, aunque hayan tenido todos mucho que hacer? –Yo habría confesado a más si se hubieran presentado. Los que yo he oído son gente de tal lugar, que han hecho su confesión general en la misión que predicasteis en su comarca; por más que les preguntaba no tenían apenas ninguna falta que decir«; es a su celo en gran parte al que se debe atribuir la abolición de un gran abuso que reinaba universalmente en el Piamonte; consistía en que los recién casados, nada más acabar la ceremonia del matrimonio, se olvidaban del consentimiento mutuo y rompían la alianza, por miedo, decían ellos, a obligarse, y ello embaucaba a los sacerdotes tan ignorantes, que les dejaban hacerlo, mediante algún presente. El Sr. Martín estableció la costumbre de hacer al final de cada misión y en presencia del Santísimo Sacramento una protesta de abolir este abuso, además, en sus sermones y catecismos, aprovechaba todas las ocasiones de combatir este pecado, de mostrar su gravedad y resaltar los males que provenían de él; y acabó de esta forma de extirparlo casi por completo. El Piamonte debe reconocer también que al celo de este hombre tan apostólico se debe la paz y la concordia de las que ha gozado durante tantos años; pues el Sr. Martín al llegar a esta región, la había encontrado desolada, no sólo por las guerras que los príncipes de la sangre se hacían entre ellos, sino también y tal vez más por las guerras intestinas que los habitantes de las ciudades hacían unos contra otros, bien como consecuencia del mal ejemplo de los príncipes, bien a su vez porque estaban educados por así decirlo en medio de las armas, prontos a la cólera y a la venganza, y temían poco la justicia de los príncipes. Ya que éstos, ocupados en vengar su causa, no se preocupaban de las de los particulares; más bien, se complacían en verlos de esta manera ejercitarse para ser buenos soldados. Por eso y otras razones más el Piamonte estaba invadido de enemistades y de bandidos; no se oía hablar más que de muertes y de asesinatos; mas por la gracia de Dios y el celo del Sr. Martín, secundado también por el buen gobierno de Carlos Manuel, duque de Saboya, en todas las misiones que se han dado desde hace bastantes años, no se ha oído hablar más que de muy pocos homicidios; los arreglos hechos en el tiempo de las misiones, duraban tanto que no había ni rupturas de paz, ni nuevas disensiones. Se ve así cuál era la prudencia del Sr. Martín en hacer el bien y en quitar las ocasiones de nuevas diferencias. Por eso gozaba de gran crédito en la corte de Saboya; no había gracia que pidiera para la salvación de las almas que le fuera negada. Un día pidió gracia a la Sra. Royale para tres famosos bandidos porque era necesaria para completar un arreglo. La Sra. Royale le envió al Gran Canciller; éste le dijo: «Señor Martín, creéis que yo pueda hacerlo en conciencia, y que estas gentes inconstantes cumplirán sus compromisos«? Por la palabra del Sr. Martín se otorgó la gracia y no se ha sabido desde entonces que esta gente haya cometido el menor delito. El Senado de Turín mismo perdonaba fácilmente a estos bandidos cuando presentaban una prueba de que se habían reconocido en el tiempo de la misión, y esto por la gran estima que los senadores sentían por el Sr. Martín.
Digamos también que estas conversiones de bandidos y de otras gentes parecidas no le costaban poco. Aparte de los ruegos, las lágrimas, las mortificaciones que ofrecía a Dios y que Dios solo conoce, se preparaba muy seriamente en sus instrucciones. Si bien tenía una gran facilidad para el púlpito y sabía perfectamente lo que había que decir, en vista de que predicaba con frecuencia sobre las mismas materias. No subía nunca al púlpito sin embargo sin una preparación especial, que consistía en arrodillarse por algún tiempo en su habitación o en cualquier lugar retirado, recorriendo algún cuaderno en el que había escrito sus notas y los puntos principales de su instrucción. Los ingenios de los que se servía con los pecadores eran sobre todo admirables. Corría tras ellos como un cazador persigue a su presa, los abrazaba, los oprimía contra su pecho; otras veces se arrojaba a sus pies con el crucifijo que tenía costumbre de llevar al cuello. Rechazado, él no perdía los ánimos sino que volvía a la carga y era tal su insistencia que al final ellos se rendían.
Dios no dejó tampoco de castigar terriblemente a los que resistían a las exhortaciones de su siervo. En una ciudad en la que trabajaba en un arreglo en el cual entraba también el interés de la Iglesia, un gentilhombre que podía y debía ayudarle se opuso por el contrario muy fuertemente impidiendo que se lograra. El Sr. Martín hizo cuanto pudo para hacerle escuchar razones, pero fue en vano, siguió obstinado. Por fin, el Sr. Martín le dijo que tenía que temer seriamente los castigos de Dios. Su predicción no tardó en cumplirse. Cuatro días después, este hombre se acostó completamente sano, y al día siguiente por la mañana su mujer, al despertar, no encontró a su lado otra cosa que un cadáver; toda la ciudad reconoció en ello el castigo anunciado por el Sr. Martín.
VII. Va Roma como superior, y de allí a París.
Hacía ya diez años que el Sr. Martín trabajaba con tanto éxito en procurar la gloria de Dios en el Piamonte, cuando el Superior general, el Sr. Alméras, le nombró superior de la casa de Roma, la más notable que tuviera la compañía por entonces, después de la de San Lázaro de París, donde reside el Superior general. Hasta entonces el superior de Roma era el Sr. Jolly, que fue llamado a París por el Sr. Alméras para ser su asistente y al propio tiempo el asistente de la casa. Se preveía ya desde entonces que sería también un día su sucesor en el cargo de Superior general, como sucedió en efecto. El Sr. Martín fue pues enviado a Roma a reemplazar al Sr. Jolly. Llegó a esta ciudad el mes de octubre de 1665 y permaneció allí hasta finales de 1670, trabajando siempre en las misiones como lo había hecho en el Piamonte. No se podría creer todo el bien que ha hecho en esta casa durante estos cinco años, tanto en lo temporal, pues ha crecido en todos los sentidos, en recursos, en número de súbditos y en bienes fondos, como en los espiritual, pues a su ejemplo aumentó el fervor y fidelidad a las reglas, y su gobierno la mantuvo en un estado tan hermoso que toda la ciudad de Roma la admiraba como un santuario de la perfección. Es imposible decir todo el bien que hizo al clero, sobre todo a los eclesiásticos que han pasado un año o dos al calor de esta casa y a los que asistían cada semana a las conferencias espirituales sobre todos los puntos sobre el espíritu eclesiástico; daba él mismo estas conferencias, y se distinguía en toda la ciudad a los eclesiásticos que asistían a ellas por su piedad y su modestia ejemplares. Hubo un gran número entre los que fueran elegidos para ser elevados a las Prelaturas y al Episcopado y que hicieron mucho bien en sus Iglesias introduciendo conferencias eclesiásticas sobre el modelo de la Misión de Roma.
Mientras que el Sr. Martín era Superior de esta casa de Roma, se convocó en Génova, en 1668, la asamblea provincial para nombrar a los dos diputados, que debían dirigirse a París a la asamblea general, como el Sr. Edme Jolly, que era visitador de la Provincia de Italia, se hallaba entonces en París con otros empleos, como ya se ha dicho antes, nombró al Sr. Martín vice-visitador para presidir en su lugar la Asamblea provincial; en ella fue nombrado por segunda vez diputado de la provincia de Italia para ir a París. Se debía tratar en esta asamblea general de asuntos muy importantes para el bien de la Congregación entera. El Sr. Martín fue también el objeto de la común admiración, a causa de su prudencia y de sus buenos ejemplos; y en esta ocasión como en la precedente, el Superior general le hizo predicar en público para edificación e instrucción de todos los misioneros. Terminada la Asamblea general se volvió a Roma para continuar en el gobierno de su casa hasta la llegada del Sr. René Simon, quien llegó con el título de Superior de Roma y de Visitador de Italia. Él le cedió de buena gana el puesto y se quedó bajo su obediencia, empleándose en las misiones y demás ocupaciones a las que le dedicaban.
Es superior de distintas casas de Italia.
El Sr. Martín no pudo disfrutar por mucho tiempo de la tranquilidad y del descanso del que disponía en su calidad de inferior; ya que su estilo de conducta era demasiado agradable y demasiado útil para que no se le encargara de algún superiorato. Fue pues hacia finales de 1670 enviado como superior a Génova. Llegó la víspera de Navidad y fue recibido con gran gozo, no sólo por los Misioneros sino por los principales personajes que se acordaban de todo el bien que había hecho en otro tiempo. Se quedó en Génova cerca de tres años y se ocupó con su fervor y su celo ordinarios en dar misiones y retiros a los eclesiásticos y a los seglares que se reúnen en esta casa.
En 1674, hacia finales de marzo, es decir después de las fiestas de Pascua, salió de Génova para asumir el puesto de Superior de la casa de Turín, a la que era enviado, y de camino pasó por Reggio de Lombardía donde había alguna esperanza de fundar una casa de la Congregación, para ver las disposiciones que se presentaban; esta casa fue erigida posteriormente. Llegado a Turín, recobró su querida ocupación de las misiones, y cuando pasaba por ciertos lugares del Piamonte donde había dado la misión mucho tiempo atrás y donde la gente le creía muerto, apenas se enteraban de su llegada cuando todos los habitantes acudían a verle y no cabían en sí de gozo. Es lo que ocurrió sobre todo en Carmagnola, cuando se dirigía de Vigone para dar una segunda misión en Bra. No sólo la gente del pueblo sino los principales de la comuna vinieron en corporación a visitarle y le invitaron a cenar. Nosotros no omitiremos aquí un hecho curioso, que le sucedió, cierto es, en otra época, pero que encuentra aquí su lugar. Un día que pasaba por una ciudad del Piamonte, entró en la iglesia, según su costumbre, para saludar al Santísimo Sacramento, vio que cantaban un servicio fúnebre muy solemne. Preguntó a uno de los asistentes por quién se cantaba aquella misa y quién se había muerto. Éste respondió que era por el Padre Don Martini, así le llamaban en el Piamonte, que había muerto hacía poco. Si [304] el pueblo de esta ciudad había mostrado tal puntualidad en hacer celebrar un servicio por él a la primera noticia de su muerte, se puede imaginar cuál fue el entusiasmo de su alegría cuando supo que no sólo vivía, sino que estaba presente..
En medio de estas demostraciones de júbilo con las que, él encontró no obstante a veces a gentes que le acogieron con bastante mala gracia en sus tierras pero que fueron luego castigadas por Dios. Mons. Hyacinte Trucchi pidió la misión para la ciudad de Ivrée de la era obispo y obtuvo a este efecto el placet apostólico y el permiso especial de la Congregación. El Sr. Martín se presentó con otros misioneros, pero los principales de la ciudad los recibieron muy mal, bien porque estuviesen descontentos porque el obispo no les hubiera hablado de su proyecto antes de mandar venir a los misioneros. Bien porque las misiones no les parecieran convenientes más que para los pueblos y no para las ciudades, se mostraron poco asiduos a los ejercicios de la misión, muy diferentes en esto de lo que se practicaba en otras ciudades del Piamonte, y de lo que hacían la gente pobre de esta misma ciudad. No obstante la misión se continuó y los pueblos vecinos acudieron con tal abundancia que la catedral no podía ya contener a la gente, y hubo que preparar una tarima en una gran plaza que está entre el palacio episcopal y el castillo para celebrar allí las últimas ceremonias de la comunión y de la bendición. En el último sermón sobre la perseverancia, el Sr. Martín dijo a los habitantes que los misioneros no habían venido para llevarse los bienes y que no querían siquiera llevarse el polvo de su ciudad. Estas palabras quedaron grabadas y las tomaron por una predicción que, en efecto se realizó. Mientras que estaba predicando, el cielo se oscureció y sobrevino de improviso una lluvia que le obligó a terminar el sermón en pocas palabras de manera que no pudo dar la bendición sino rápidamente y sin las ceremonias ni las palabras ordinarias. Al día siguiente el Sr. Martín salió a pie para ir a visitar a la Madona milagrosa de Oropa. En otras partes, cuando salía de una ciudad estaba siempre acompañado de una multitud numerosa y de los principales del lugar; por más que su humildad había pedido e ingeniado para evitar estas demostraciones, para escapar de ellas, se veía obligado a menudo a partir de noche; y aun así se vigilaban las puertas de la casa para impedirle marchar sin una buena escolta de nobles, y sobre todo lo que era más importante, sin el acompañamiento de las lágrimas de todo un pueblo que lloraba su partida como habría llorado la muerte de un padre. Allí no fue lo mismo, y el Sr. Martín salió acompañado tan sólo de un buen sacerdote, que en las demás misiones había ayudado a los misioneros a confesar. Cuando salió de la ciudad comenzó a llover, la lluvia aumentó, el cielo se puso negro, el trueno rugió y los relámpagos surcaron el aire, lo que le obligó a detenerse debajo de un árbol. Mientras se hallaba allí, un rayo cayó sobre la torre del castillo de Ivrée donde había doscientos barriles de pólvora y la lanzó hasta las nubes; los pedazos al recaer, aplastaron todo un barrio y ocasionaron la muerte de un gran número de habitantes; no quedó ninguna casa de la ciudad que no resultara dañada, por la caída de las piedras, por el fuego, o por la conmoción parecida a un temblor de tierra.
Apenas llevaba tres años de superior en Turín, cuando fue enviado otra vez a Roma para ser Superior reemplazando al Sr. René Simon, llamado a Francia. Llegó a Roma el 17 de abril de 1677; fue durante este segundo superiorato cuando sucedió a esta casa la herencia considerable del Sr. Joseph Palamolla, sin el menor proceso ni la menor dificultad. La casa encontró entonces un socorro muy oportuno, ya que estaba en deudas por los grandes gastos que hacía para mantener a un gran número de misioneros, así como a muchos externos que llegaban para hacer el retiro. Hay motivos para creer que la razón que tuvo este buen señor para dejar su herencia a la casa de Roma fue el buen olor de las virtudes del Sr. Martín, como lo veremos con claridad cuando hablemos de su desinterés y de su pobreza, y como resulta también de las experiencias mismas del testamento del Sr. Palamolla en el que hace los mayores elogios del Sr. Martín al llamarle un religioso verdaderamente apostólico.