Introducción
En los 13 tomos de los textos de San Vicente (Sígueme-CEME, Salamanca 1972-1986), éste emplea 167 veces el vocablo «prudencia».
Con relación al vocablo «prudencia», utiliza 53 veces el adjetivo «prudente», 2 veces el adjetivo «imprudente» y una vez el adverbio «imprudentemente».
Entre los actos de prudencia más señalados: 72 veces «guardar un secreto»; 71 veces «no apresurarse», y 45 veces «pedir consejo».
- La iconografía más antigua y cercana a San Vicente (los dos retratos de Simón François de Tours, y los grabados de Nicolás Pitau, Van Schuppen, René Lochon y Gérard Edelinck) nos presentan a un Vicente de Paúl ya anciano. Es la imagen que nos queda; visualmente no podemos forjarnos un «retrato» de Vicente en plena madurez y menos aún en su juventud. Es una lástima, porque la «imagen que nos queda y entra por los ojos» es la de un hombre cargado de años, en el declive de su vida.
- La lentitud en el caminar, la palabra y los gestos pausados, parecen ser algunas de las características de la vejez, sobre todo si ésta es mirada por hombres de generaciones más jóvenes. De ahí las fáciles generalizaciones: la juventud es imprudente, arriesgada, temeraria; la ancianidad es prudente, cautelosa, calculadora. ¿Cómo vieron a Vicente de Paúl sus contemporáneos? El sr. Olier, fundador del Oratorio de San Sulpicio, gran amigo y conocedor de Vicente, reporta una opinión del P. Condren: «El sr. Vicente tiene el carácter de la prudencia» (cf. Faillon, Vie de M. Olier, 1, 313), y Vicente, a su vez, asegura: «El P. Condren, santo varón de mucha prudencia» (IX, 478).
- Esta imagen de «anciano prudente» viene reforzada por algunas de las frases que solía repetir el sr. Vicente, tales: «No tenga usted prisa en los asuntos» (II, 420); «hay que ir haciendo las cosas poco a poco» (III, 137); «ir paso a paso sin pretender llegar pronto… hay mucho camino por hacer» (V, 416); «siempre hemos procurado ir detrás, y no delante de la Providencia» (II, 383).
1. ¿Qué es la prudencia, según san Vicente?
1. Por tres veces San Vicente habló sobre la prudencia, con alguna extensión: en la conferencia a su comunidad, el 21 de marzo de 1659, explicando las Reglas Comunes, en el tema «sencillez y prudencia» (XI, 465-471); en la conferencia a su comunidad, el 29 de agosto de 1659, sobre «las máximas contrarias a las máximas evangélicas» (X1, 596); y en la conferencia del 3 de julio de 1660, sobre «las virtudes de Luisa de Marillac» (IX, 1220). En 1655, otra conferencia (XI, 856), pero no tenemos el texto.
a) Naturaleza
San Vicente comienza su explicación con una advertencia previa, para ahorrarse, sin duda, disquisiciones extemporáneas: «Ya conocéis las definiciones de los doctores y los diversos sentidos que tiene (la palabra prudencia) en la Sagrada Escritura» (XI, 465), y remite su auditorio al texto mismo de la Regla.
Este texto encierra una amplia definición de la virtud de la «prudencia», definición que San Vicente utilizará, detallándola, en sucesivas intervenciones. Para facilitar al lector de este artículo el contacto directo con este texto, se reproduce a continuación: «Es una virtud que nos hace hablar y obrar con discreción, por eso nos callaremos prudentemente las cosas que no conviene decir, especialmente si son de suyo malas o ilícitas, y recortaremos, de las que en cierto modo son buenas, las circunstancias que van contra el honor de Dios o contienen algún perjuicio contra el prójimo o pueden proporcionarnos motivo de vanidad. Y como esta virtud se refiere también, en la práctica, a la elección de los medios adecuados para conseguir el fin, tendremos como máxima inviolable usar siempre los medios divinos para las cosas divinas y juzgar de las cosas según el sentimiento y juicio de Jesucristo, y nunca según el del mundo ni según los débiles razonamientos de nuestro espíritu» (X1, 460).
De ahí San Vicente saca algunas definiciones «sintéticas» de la prudencia. Por ejemplo: «esta virtud quiere que se diga con discreción y juicio lo que haya que decir» (X1, 466); «consiste en hablar bien y obrar bien» (X1, 466); «consiste en juzgar y en obrar como ha juzgado y obrado la eterna sabiduría» (X1, 469); «hace que uno procure hacer todas las cosas de la forma debida» (IX, 1220); «saber portarse bien en todas las ocasiones, y ¿qué virtud hay para eso? La prudencia» (IX, 1220).
b) Práctica en el actuar del prudente
Dos campos en que actúa el hombre prudente: el de sus palabras y el de sus acciones. «Es oficio del prudente -afirma San Vicente-, hablar con prudencia y no indiscretamente de todas las cosas y sin hacer daño a nadie. ¡Oh, Salvador! ¿Dónde encontrar a esas personas que hablan solamente con la debida reserva, cuando conviene y con términos juiciosos?… Es también oficio suyo hacer lo que se hace de una forma sensata y prudente y por un buen motivo, no sólo en cuanto a la substancia de la acción, sino en sus circunstancias, de modo que el prudente obra como es debido, cuando es debido y por el fin que es debido» y «al obrar con discreción, hace todo según peso, número y medida» (XI, 466). Por fin, «los prudentes, para ser prudentes, tienen que guardar el debido recato, circunspección y discreción» (XI, 466).
Para que la actuación del hombre prudente, sea verdaderamente prudente, San Vicente la va especificando considerándola en las maneras, en los medios, en la oportunidad y en su finalidad. «La prudencia, como la sencillez regula las palabras y las acciones» (XI, 466). Según los medios escogidos, la prudencia cristiana puede deSan Vicenteirtuarse en otras clases de prudencia: la prudencia de la carne, la del mundo, la humana, la política, la temporal.
San Vicente da algunas nociones sobre estas clases de prudencia: «la prudencia de la carne y del mundo busca las riquezas, lo honores y los placeres, y se opone por completo a la verdadera prudencia cristiana que nos aparta del afecto a esos bienes perecederos y aparentes para hacernos abrazar los bienes sólidos y permanentes… Es objeto de la prudencia cristiana tomar el camino más corto y más seguro para la perfección. Dejemos la prudencia política y temporal que sólo busca éxitos temporales y a veces injustos, utilizando sólo medios humanos e inciertos. Hablemos de esta santa virtud que Nuestro Señor aconseja a cuantos desean seguirle; es esa virtud la que nos hace llegar al fin al que Él nos quiere conducir, que es Dios. Es misión de la prudencia producir este maravilloso efecto; por medio de ella discernimos lo que es bueno y lo que es mejor para eso, y hace que nos sirvamos de medios divinos para las cosas divinas» (X1, 467).
Cinco meses más tarde, San Vicente recuerda a los suyos que, según las Reglas: «Satanás procura siempre impedirnos la práctica de estas máximas (las evangélicas), oponiéndoles las suyas totalmente contrarias, todos pondrán mucha prudencia y vigilancia en combatirlas… sobre todo las que más se oponen a nuestro Instituto, que son: 12 la prudencia humana». ¿En qué consiste esta «prudencia humana»? Lo explica diciendo: «La prudencia humana se opone a la sencillez. La sencillez hace que una persona no obre nunca con doblez, que hable como piensa, que mire siempre a Dios en las cosas divinas y nunca a sí mismo… La prudencia humana dice todo lo contrario. ¿Qué es la prudencia humana? El afán de buscar los medios ilícitos para progresar y conseguir lo que se ambiciona; el anhelo y esfuerzo continuo por satisfacer las inclinaciones de la naturaleza corrompida; de hecho, es eso lo que vemos en las personas que viven según esta prudencia de la carne… ¿Qué es lo que quiere decir prudencia humana? Seguir las ideas humanas… La prudencia de la carne se mira a sí misma siempre y en todas partes y hace que se usen medios indirectos para conseguir el fin propuesto. ¡Qué peligrosa es esta prudencia humana! ¡Quiera Dios que no exista jamás en la Compañía!» (XI, 594 596).
Al dirigirse a las Hijas de la Caridad, y comentando las virtudes de Luisa de Marillac, exclama: «La verdad es que nunca he visto a una persona con tanta prudencia como ella. La tenía en muy alto grado y desearla con todo mi corazón que la Compañía tuviera esta virtud» (IX, 1220). Pero la prudencia a la que se refiere aquí San Vicente es la prudencia en una de las prácticas de esa Compañía: «La prudencia consiste en ver los medios, los tiempos, los lugares en que hemos de hacer las advertencias y cómo hemos de comportarnos en todas las cosas». Y en vez de hablar de la «prudencia humana», menciona «una prudencia falsa, que hace que uno no tenga en cuenta el lugar o el tiempo debido y que obliga a hacer inconsideradamente las cosas… Acordaos… de lo que les ha ocurrido a las que carecían de prudencia. Se han dejado llevar a ciertas cosas que finalmente les hicieron perder la vocación… Prudencia, hijas mías, prudencia en todo… Tenéis que tomar la resolución de practicar bien esta virtud durante toda vuestra vida y pedir para ello la ayuda de Dios. Y ¿quién os ayudará en ello? Vuestra buena madre que está en el cielo… Por consiguiente, prudencia; Dios os la concederá si se la pedís por amor a ella; pues aunque no se debe rezar en público a las personas muertas que no están canonizadas, se les puede rezar en particular. Por consiguiente, podéis pedirle a Dios la prudencia por medio de ella» (IX, 1220s).
2. Por 76 veces San Vicente da el calificativo de «prudente», o alaba la «prudencia» de algunos con los cuales ha tratado. Estas personas pertenecen a diversos grupos sociales. Unos son Cardenales, como Bagni, antiguo nuncio en Francia (1, 539) y Grimaldi, también nuncio en París (II, 360), o Durazzo, en Génova (VII, 188); o miembros de la realeza (el Rey, VI, 496), de la nobleza (mariscal Fabert, VII, 501). Numerosos obispos (III, 140. 353; IV, 163; VI, 36. 362; X, 87. 92. 149; II, 10). Funcionarios de la Iglesia o del Estado (VI, 129. 441. 470; V, 166. 236). Entre los Religiosos menciona a los jesuitas (IX, 278) y al P. Condren del Oratorio de San Sulpicio (IX, 478). Entre los más cercanos subraya la prudencia de Luisa de Marillac (1, 193. 584;1X, 1220) y de las Hija de la Caridad Ana Hardemont (VII, 388). De entre los miembros de su comunidad, los PP. Dehorgny (VIII, 295), Lebreton (II, 30. 104. 113), Codoing (II, 65. 264. 354), Portail (III, 90), Jolly (VI, 484. 495; VI1, 357), Martín (III, 353; VI, 30. 256; VI1, 256. 311; VIII, 185), Blatiron (1V, 473. 511), Chiroye (III, 127), Serre (V, 310, 582), Get (VI, 332. 562; VI1, 98; VIII, 317), Laudin (VI, 500; VI1, 488), Barry (VI1, 354. 355), Planchamp (VII, 118), De Beaumont (VI, 48; VII, 145), Senaux (VI1, 101. 116), Le Gouz (VII, 418), Cabel (VI, 532), F. Le Vacher (IV, 497), Duport (IV, 294), Durand (VIII, 90), Nacquart (XI, 257), Bourdoise (VIII, 145), Etienne (VIII, 160), Desdames (VIII, 218), un superior (III, 570), un director espiritual (III, 572), varios superiores (IX, 408; X1, 301), hasta una vez al Hno. Barreau (VIII, 526). También a sus amigos Fco. de Sales (X, 87. 92) y J. de Chantal (X, 140).
San Vicente ¿fue «generoso» en estos calificativos o en estas alabanzas? ¿o veía reflejadas en estas personas sus propias cualidades de «prudencia»? ¿o juzgaba que para valorar a una persona el test de «su prudencia en el decir y en hacer» le bastaba para clasificarlo? No lo sabemos. Sólo disponemos de los datos reseñados; pero no cabe duda de que San Vicente se rodeaba mayormente, en sus trabajos y en el reparto de responsabilidades, de personas que él estimaba como «prudentes».
Con todo, no se dejaba llevar por fáciles entusiasmos. Tenía sus reservas. Al P. Coglée, superior de Sedan, que ha tenido que soportar el carácter de uno de sus cohermanos, le aconseja: «Los más prudentes dicen a veces cosas de las que luego se arrepienten y que se deben a que se han visto sorprendidos… Espero que podrá hacerse con éste si lo soporta con caridad, si le advierte con prudencia» (V, 56).
II. La prudencia en el hablar
1. San Vicente la ha sintetizado en la frase ya mencionada: «esta virtud quiere que se diga con discreción y juicio lo que haya que decir» (XI, 466). Y en su contraria: «callar prudentemente las cosas que no conviene decir» (X1, 460). Estas dos modalidades de ejercer la «prudencia en el hablar» equivalen, con frecuencia y en la práctica, a «guardar secreto».
En la conferencia a las Hijas de la Caridad, del 6 de enero de 1658, San Vicente trata, en parte, del «secreto». Recuerda, primero, el artículo 35 de su Regla: «Sobre todo, callarán con mucho cuidado las cosas que obligan a secreto, especialmente lo que se hace o dice en las conferencias, comunicaciones y confesiones, etc.». Y explica: «Cuando se trata de un secreto, tiene que guardarlo de tal forma que, si lo revela, peca mortalmente. Y esto es tan verdadero, hijas mías, que aunque se eche una excomunión por una cosa que se sabe en secreto, no hay obligación de revelarla». El charlista, que no el orador, no se da cuenta o no desea rectificar las exageraciones en que ha incurrido, sin hacer las distinciones necesarias, como lo hará más adelante en el transcurso de su charla-conversación. Y prosigue: «Es secreto lo que se os confía en secreto, tal como se hace en el capítulo de las comunidades, y lo que se os dice por comunicación o confesión. Pues bien, los que revelan algo sobre estas cosas pecan contra el secreto. Por ejemplo… si alguna de vosotras recibiera mal lo que digo y se lo fuera a decir a los extraños, obraría mal. Si se recibiera mal alguna cosa que dijese el confesor en la confesión y se lo dijera a otro, es pecado y quizás llegue a pe cado mortal en algunos casos… Así pues, estáis obligadas a guardar secreto en lo referente a todo lo que hemos dicho, de forma que no está permitido hablar de ello, a no ser para edificación, y nunca para pasar el rato y mucho menos para murmurar de ello» (1X, 1011s)
Por 70 veces San Vicente pide, recomienda, solicita o exige la guarda de un secreto. Y, en otras dos ocasiones, habla de un procedimiento inesperado en su habitual comportamiento: «Convendrá que tengamos un lenguaje cifrado; si no usa usted ninguno, yo podría enviárselo desde aquí» (III, 43), le escribe al Hno. Barreau, por aquel entonces en funciones de cónsul de Francia en Argel. Y al P. Blatiron, superior en Génova: «Me dice usted que hay en su casa un inspector que advierte y anota todo lo que ocurre; le ruego que me diga si es francés y su nombre en términos encubiertos» (III, 486).
2. Ya es sabido que la enseñanza impartida por San Vicente, a través de su correspondencia epistolar o sus conferencias, no es una enseñanza sistematizada. Es una enseñanza extraída de su experiencia personal, cotejada o imbricada a sus conocimientos de teología. Enseñanza, y no hay que olvidarlo, expresada o formulada en un lenguaje y unas imágenes muy ajenas a las culturas actuales, posteriores de más de tres siglos a las que él vivió. Hay que contar siempre con este desfase y, en muchos casos, tomar «cum grano salis» algunas de las fórmulas y de las imágenes expresadas en los textos vicencianos, única base de este artículo.
a) San Vicente da una gran importancia a la «guarda de un secreto». Y los «secretos a guardar», es decir, aquellos conocimientos que está prohibido comunicar a otros, ya porque esta divulgación puede causar daño a un tercero, ya en virtud de una promesa hecha, no son de los llamados secretos profesionales, ni de orden sacramental, como es obvio, sino que se refieren a asuntos casi siempre de orden administrativo de las dos comunidades que él fundó o de las relaciones de sus miembros entre sí y con la gente con la cual deben tratar en virtud de sus funciones o apostolados.
Se puede atisbar la importancia que le da por estas afirmaciones suyas: «El alma de esta cuestión es el secreto con todo el mundo» (II, 354); «secreto inviolable el de los Consejos» (X, 732); «mientras las cosas sigan estando en secreto en la Compañía, el diablo no se mezclará en ellas… Así pues, mis queridas Hermanas, mantened vuestros asuntos en secreto… Hijas mías, ¡qué importante es saber guardar el secreto!» (IX, 1230); «el secreto es el nervio de una comunidad» (XI, 825).
Esta importancia la dibuja con peculiares rasgos: «Que esto quede sólo para los oídos de su corazón» (II, 454); «le digo esto solamente a su corazón» (VI, 499); «dejad la lengua en casa» (IX, 247), a las que deben visitar las casas de las Hermanas; «por tanto, hijas mías, un candado en la boca» (IX, 1240), antes de proceder a la elección de una superiora en lugar de la señorita Le Gras.
A veces la obligación del secreto es temporal. Así: «Le ruego no hablar de eso todavía», idéntica recomendación que hace al P. Portail sobre el cambio, en Roma, entre los PP. Codoing y Dehorgny (II, 413); y al P. Lambert-aux-Couteaux, sobre una próxima reunión, en París (IV, 157); y «no le diga usted nada por ahora» (V, 141), al P. Coglée, anunciándole que está en «búsqueda de marfil para que se lo envíen al señor Demyon», señor que era cuñado del marqués de Fabert. Secretos, estos tres, de importancia muy relativa y de vigencia provisional.
b) A veces, por el contrario, el secreto a guardar debe ser de alguna importancia, ya que, o bien San Vicente él mismo se lo impone, o bien lo impone a otras personas. Al P. Codoing, superior en Annecy: «Unicamente su hijo (de una persona que ha dado una fuerte suma a la Congregación), que me ha dado la noticia, otra persona y yo sabemos de quién se trata, y no se lo puedo decir a nadie» (II, 87). Igualmente, a propósito de una futura fundación, le dice a un sr. Maurisse: «Si usted ve oportuno tratar este asunto con el P. Vageot, superior del seminario (de Saintes), él sabrá mantener el secreto lo mismo que yo» (IV, 372).
c) También impone el secreto, y por 15 ocasiones, a otras personas. Repite una misma fórmula: «no lo diga a nadie» (II, 312. 349. 375); «por favor, no hablar de eso» (II, 305. 359); «no hable nunca con nadie de eso» (II, 87); «atención a no hablar de eso», «que no se hable de eso», «no hablar absolutamente con nadie de este asunto», «mantener todo esto en secreto» (II, 126; III, 109; V, 202; III, 305). Las imposiciones, en ciertos casos, son más imperativas: «mantenga todo esto muy en secreto», «que quede esto en secreto», «por favor, secreto», «no diga a nadie lo que le escribo», «no diga a nadie el por qué de mi escrito y por qué averiguo», «que quede secreto entre nosotros» (II, 354; III, 108; V, 467; VIII, 26; II, 320).
d) ¿A qué se debe tanta insistencia en «guardar secreto», tanto más que la mayoría de estos corresponsales eran autoridades civiles, eclesiásticas o superiores de sus Comunidades? Se podría, tal vez, proponer una explicación. El «mundo» o «mundillo» en que se movía el sr. Vicente era, en resumidas cuentas, un «mundillo» agitado por anhelos, aspiraciones, intereses tanto humanos como espirituales. La novedad de las mismas fundaciones provocaba reacciones de incomprensión, de oposición. El sr. Vicente caminaba sobre terrenos resbalosos; cualquier «fuga de noticias», sobre todo relacionadas con fundaciones, podía echar a pique lo proyectado.
Pero si el secreto sobre trámites de asuntos administrativos se comprende que fuese guardado y, a fortiori, tras las reiteradas insistencias del sr. Vicente, se puede pensar que su insistencia en otros campos tenía su razón de ser por otros motivos. Es el caso que menciona en una carta al P. De Beaumont, superior de Richelieu, del 6 de febrero de 1659: «Me han dicho que esas Hermanas (de la casa de Richelieu) saben todo lo que se hace y lo que ocurre en casa de ustedes. Esto puede provenir de que algunos de los nuestros tienen demasiado trato con ellas; y apenas se le ocurre a uno decir cualquier cosa a una sola, la verdad es que poco después lo saben todas las demás; hemos de evitarlo, no hablando con ellas ni de paso ni de otra forma más que de cosas necesarias» (VI1, 385).
e) Entre los motivos para guardar un secreto, San Vicente da uno de orden espiritual: honrar el silencio de Nuestro Señor. Por cuatro veces lo utiliza: al P. Codoing, superior en Roma, al anunciarle que le enviará el proyecto de Reglamento general de la Congregación, le escribe: «Usted es el primero y el único a quien se lo comunico; haga el favor de honrar en esto el silencio de Nuestro Señor ante cualquiera que sea, por cierta razón especial que yo tengo» (II, 258). Al P. Get, solicitándole informes sobre la marcha del seminario en Montpellier, le dice: «Le ruego que quede esto entre nosotros dos y que se esfuerce en honrar el silencio de Nuestro Señor con todos los demás, asegurándole que por mi parte lo cumpliré también con su respuesta» (V1, 385). Al P. Get, encargado del seminario de Montpellier, con relación a su regreso a Marsella y la noticia de ello al obispo: «Y si el señor obispo de Montpellier todavía no le ha dicho nada, creo, puesto que su seminario va como va, hará bien en disponerle tranquila y certeramente a que acepte su regreso a Marsella; pero que no le diga que yo le he escrito… Le ruego, padre, que honre el silencio de Nuestro Señor en esta ocasión a propósito de la presente y con cualquier persona» (VIII, 223). Y a las Damas de la Caridad del hospital de París, en su reglamento: «Honrarán el silencio de Nuestro Señor en todas las cosas que se refieran a la compañía, ya que el príncipe de este mundo se aprovecha de las cosas santas que se divulgan con ligereza» (X, 968).
f) Al tratarse de dinero y por diversos motivos, también pide el secreto. Así al P. Codoing con referencia a una letra de cambio de 1. 900 libras: «Haga el favor de avisarme de lo que haga. Es necesario el secreto a propósito de esa cantidad, por miedo a que…» (II, 229). Al P. Get le ha enviado una letra de cambio de 1. 400 libras, la mitad para Túnez y la otra mitad para Argel, y le escribe: «Le mando las cartas que envío a a cada uno de los PP. Le Vacher, para su aplicación, que debe mantenerse en secreto por los inconvenientes que surgirían si los esclavos tuviesen noticia de que ese dinero es para rescatar a los que están en mayor peligro de pervertirse» (V1, 250). Y en una consulta del P. Rivet sobre la usura: «Le ruego me indique los diversos casos de usura, cuya resolución desea usted. Le contestaré a cada uno de ellos, pero entretanto puede seguir los principios de la Sor-bona, sin hablar nunca en contra de los que pueden tener opiniones contrarias, sino honrándolos y venerándolos como padres nuestros. No le diga a nadie lo que le escribo, a no ser a los nuestros, bajo secreto, y a nadie más» (VI1, 197). Esta duda sobre la usura está en relación con el problema moral del préstamo o del interés como provecho de una operación financiera, pues durante mucho tiempo se impugnó la moralidad de esta operación, la cual no es fácil de establecer, pues supone cierto número de condiciones y un tipo razonable de interés. Por otra parte, la usura es un pecado que comete el usurero al prestar dinero con un interés excesivamente elevado, sobre todo cuando el interés ha sido establecido por ley.
g) En los asuntos internos de sus Comunidades (Padres y Hermanas, y aún las Damas de la Caridad), particularmente en lo tocante a las asambleas, reuniones, consejos o fundaciones en marcha, San Vicente es tajante en pedir la guarda del secreto.
«Le ruego -escribe al P. Thibault- que advierta a las personas de quienes se aconseja para el buen orden de su casa y de sus asuntos, que guarden secreto absoluto de todas las cosas que se proponen en sus pequeñas reuniones, por razones que puede usted imaginarse» (IV, 250). En Richelieu no terminan las enemistades; al P. De Beaumont, párroco, le sugiere reuniones con uno o dos feligreses para enterarse y resolver en su acción pacificadora, «pero esto deberá hacerse tan secretamente que nadie sepa nada de estas reuniones y mucho menos de los temas que hayan tratado en ellas» (VI, 418).
A las Hijas de la Caridad, hablándoles sobre la «visita a las casas»: «Es un asunto de los más difíciles… Hay que ser tan prudente, tan precavido, tan manso, tan secreto, ¡ah!, secreto como en la confesión» (IX, 246). Les está hablando sobre la sencillez y les comenta: «He aquí otra nueva señal: decir las cosas como uno las piensa. La señorita pregunta algo a alguna… pero luego viene otra hermana a preguntaros qué es lo que os ha dicho la señorita: hay que callarse, si existe algún inconveniente en darlo a conocer… Hay cosas que es preciso callar, como por ejemplo, cuando los superiores os han recomendado secreto, o cuando hay peligro de perjudicar al prójimo. Entonces la prudencia os manda callar» (IX, 546). Está terminando la conferencia sobre las virtudes de Luisa de Marillac y, con muchas circunlocuciones va planteando la necesidad de buscar a la señorita Le Gras una sucesora, y les dice: «Os recomiendo mucho que no vayáis hablando de vuestros asuntos con los de fuera. Secreto, hijas mías,… Me diréis, pero ¿qué mal hay en hablar de esas cosas? No hablamos de nada malo, sino de cosas buenas.- Sí, hijas mías, de suyo no son malas esas cosas de las que habláis. Pero, como se trata de un misterio y están en juego los asuntos de Dios, hay que guardar secreto. Mientras las cosas sigan estando en secreto en la Compañía, el diablo no se mezclará en ellas, pero apenas las conozca el mundo, el príncipe de este mundo intentará derribarla. Así pues, mis queridas hermanas, mantened vuestros asuntos en secreto» (IX, 1230). En el consejo del 8 de septiembre de 1655, se le plantea el siguiente caso: «Como había una hermana nueva en la reunión, la señorita preguntó si era necesario guardar el secreto de lo que se trataba en el consejo. Nuestro venerado Padre respondió: Sí, y le ruego, señorita, y a todas ustedes, hermanas, que me permitan repetir la petición que les he hecho otras veces, que es rogaros que se obliguen ustedes a ello, o sea, a guardar el secreto de todo lo que aquí se diga. No es que tenga motivos para temer en lo que se refiere a la señorita Le Gras, ya que es una persona de las más discretas que conozco, sino para prevenirles a todas, ya que puede haber algún espíritu curioso que querría saber de ustedes lo que se ha tratado» (X, 822s). En el consejo del 11 de abril de 1651, hay que elegir a una hermana asistenta. San Vicente detalla las condiciones que debe tener y, entre éstas, añade: «También es muy importante… llevar en el debido secreto los asuntos de la Compañía» (X, 798).
Igual exigencia para las asambleas de los sacerdotes de la Misión. En la primera asamblea general, en 1642, les dice: «No tenían que hablar fuera de la asamblea con nadie, ni siquiera con los demás participantes, sobre las cosas que se tratasen en la asamblea ni de ningún otro que se refiriese al gobierno de la Compañía, con ningún pretexto de ninguna clase» (X, 357). Yen la asamblea de 1651, que versó mayormente sobre los votos, repitió: «No hablar de lo que se dice, ni con los de la asamblea, ni con los demás. Guardar secreto; en ello insistió mucho», y al final, «guardar siempre el secreto» (X, 396. 415).
Esas exigencias serían, en 1658, codificadas en las Reglas Comunes, en el cap. Vlll, art. 10: «Todos procurarán con la mayor fidelidad guardar el secreto, no sólo acerca de las cosas pertenecientes a la confesión y a la dirección, sino también acerca de lo que se hace o se dice en el capítulo, sobre faltas y penitencias, y en general sobre todas aquellas cosas cuya manifestación sabemos está prohibida por los superiores o por su naturaleza» (X, 500).
ACOTACIÓN
El lector de estas «insistencias en guardar secreto», lector de a finales del siglo XX, en que las comunicaciones y las participaciones y las corresponsabiiidades trenzan tupidas redes entre los hombres y las sociedades, este lector se queda un tanto perplejo. Perplejidad porque constata que muchas de las consignas y enseñanzas vicencianas no «encajan» en la escala de valores que marcan a la sociedad actual, o corresponden a costumbres o imágenes de «otros tiempos», e, incluso chocan con algunas normativas de la propia Iglesia.
1. Esta perplejidad puede obedecer al olvido o desconocimiento del ambiente cultural y religioso en que vivió San Vicente. Al querer hacer una transposición a los tiempos actuales, un lector de los textos vicencianos un tanto olvidadizo de las evoluciones costumbristas del lenguaje, puede fácilmente incurrir en el destrozo del texto arrancado a su contexto. Ahora bien, en estos casos, por exceso o por defecto, el lector de referencia puede llegar a afirmar que la enseñanza vicenciana está «superada», o bien, a asegurar que para vivir esta enseñanza en nuestros tiempos, no hay otro camino que «decir y hacer hoy» como «decía y hacía San Vicente hace tres siglos».
Por otra parte, San Vicente es un hombre que, si bien sigue un mismo sendero para alcanzar un fin único y preciso, ha sido sometido a diversas mutaciones. De modo que se podría decir que San Vicente no es uno sino varios, por lo menos tres a partir de sus experiencias del año 1617. Cualquier acucioso lector puede cotejar las diferencias de estilo y de contenidos de las cartas y de las conferencias en las tres siguientes épocas de su vida: 16171634, un período de 17 años cuando el sr. Vicente contaba de los 36 a los 53 años de edad; 1634-1645, período de 11 años, entre sus 53 y 64 años; y un tercer período, 1645-1660, lapso de 15 años, entre sus 64 y 79 años de edad. Para mayor ilustración del contexto socio-cultural, cotejar estas diferencias con los acontecimientos que envolvían este mismo contexto; varios de los biógrafos de San Vicente presentan estos cuadros en paralelos.
Para comprender, pues, estos textos vicencianos, y en particular aquéllos que pueden causar perplejidad, se debe proceder a un doble ejercicio de exégesis, o de hermenéutica, que comporta, igual que cualquier otra empresa de esta índole, una labor de poda de las ramas superfluas y otra de limpieza de la hojarasca. Despojados de estos elementos advenedizos, el tronco y los tallos sostienen y riegan con mayor intensidad y libertad, con su savia, el árbol o la planta en su integridad. Es la labor semejante del «aggiomamento» que el Vaticano II pidió a la Iglesia, y, en ésta, particularmente a las Órdenes y Congregaciones religiosas: volver a sus orígenes. Esta vuelta suponía, en primer lugar, el conocimiento exacto de lo que quiso su Fundador y, por ende, captar el genuino sentido de sus palabras y de sus escritos desgajados del entorno cultural que los envolvía, ya que, como se comprobaba frecuentemente, las ramas superfluas de «un estilo» o la hojarasca de «unas costumbres», impedían adentrarse en la idea propia de San Vicente. Tarea incompleta aún, pues, como dijo Yves-Marie Bercé en Colloque international d’Etudes vincentiennes, edic C. L. V., Roma 1983, p. V: «La inmensa reputación de Vicente Depaul va acompañada extrañamente de lagunas y oscuridades en su biografía, de imprecisiones e incertidumbres sobre sus obras. A pesar de los volúmenes de cartas, documentos y conferencias que la paciencia de Pedro Coste ha logrado reunir, el campo de los estudios vicencianos no está cerrado. Nuestras ignorancias provienen, ciertamente, de las insuficiencias de las fuentes… y también de la modestia y de los silencios voluntarios de San Vicente». Personalmente, he sentido siempre faltar en las biografías un capítulo titulado «Los silencios del sr. Vicente». En la «biografía de San VicenteP», ed. BAC, Madrid 1981, J. M. Román, en la p. 85, esboza un capítulo sobre «los silencios del sr. Vicente», esbozo tan solo y, además, tangencial, a propósito del silencio de Vicente sobre el contenido de sus dos cartas al sr. De Comet (I, 75-88).
2. La discreción es parte integrante de la prudencia. San Vicente no deja de recordarlo a algunos de los superiores de sus Comunidades. Escribe al P. Codoing: «Me ha complacido mucho saber por la que usted escribió al P. Soufliers, su manera de dar órdenes. A propósito del P. Soufliers, haga el favor de escribirme a mí todas las cosas y no a otros. Le dice usted algo sobre los PP. Germán y Ploesquellec que no conviene que sepa nadie más que yo, lo mismo que, a ser posible, cualquier defecto de alguno de los de la compañía… Que usted le escriba a otro para que me lo diga a mí no me hará apresurar la respuesta» (II, 228). A Sor Avoya Vigneron, Hija de la Caridad, un tanto descontrolada por un cambio de casa e indispuesta contra Luisa de Marillac, San Vicente, después de reprocharle la imprudencia de sus palabras, le dice: «Todo lo que tenga que decirle a ella (Luisa de Marillac) o a mí sobre su hermana, sobre sus tareas o sobre sus preocupaciones, manténgalo en secreto» (VI1, 369).
La discreción no impide que el sr. Vicente ponga al tanto a un superior de alguna información sobre un cohermano que acaba de recibir en su casa: «Lo que voy a decirle del P. De la Fosse es en secreto y le ruego que no hable de ello con nadie en el mundo; es que mostraba cierta discrepancia con las verdades indiscutibles y decididas por la Iglesia; pero ha vuelto de ello, gracias a Dios. Creo que es mi obligación avisarle de esto, para que vigile usted un poco su conducta, sin que él se dé cuenta. Él desea hacer unos ejercicios espirituales bajo su dirección» (VI, 104).
Extrema la discreción en el caso de una enfermedad del P. Alméras: «No he querido comunicárselo a su buen padre (éste, de secretario del rey y tesorero de Francia, había sido admitido en la C.M. a la edad de 81 años), porque se preocuparía mucho. Aguardaré a que me escriba usted de nuevo antes de decirle nada a nadie, esperando que esta recaída no tendrá consecuencias y que no me veré obligado a dar una mala noticia, cuando apenas acabo de anunciar una buena» (VI, 510).
3. Como los misioneros de la Congregación son enviados a diversas naciones, San Vicente les recomienda la prudencia en el modo de convivir con gente desconocida: «Hay que obrar en Roma como en Roma y respetar las costumbres de los lugares, si no son viciosas», y «no hay que tomar partido por ninguno; sólo las personas neutrales pueden reunir los espíritus» (1, 485). Al P. Codoing, que se encuentra en Roma gestionando los asuntos de la Congregación, San Vicente le hace las siguientes observaciones: «Fíjese, padre, cómo usted y yo nos dejamos llevar demasiado por nuestras opiniones (sobre la manera de dar las clases). Sin embargo, está usted en un lugar donde se necesita una exquisita prudencia y circunspección. Siempre he oído decir que los italianos son las personas más precavidas del mundo y que suelen desconfiar de las personas que van aprisa. La prudencia, la paciencia y la mansedumbre lo logran todo entre ellos y con el tiempo; y como se sabe que nosotros, los franceses, vamos demasiado aprisa, les gusta dejarnos mucho tiempo en la calle, sin comprometerse con nosotros» (II, 197).
Y al concluir esta sección de la «prudencia en el hablar», dos intervenciones de San Vicente en que su prudencia maneja, con fina ironía, su misma discreción. Al P. Escart, un cohermano original y «difícil», le escribe: «Recibí la suya con un consuelo especialísimo, al ver la forma como ha recibido usted lo que le escribí sobre la preocupación que siente usted por lo del P. Codoing. ¡Ay, padre, cuántas gracias le doy a Dios por ello, así como por el celo que le ha dado en la observancia de las reglas y por el progreso en la virtud de la persona de que habla! Pero como el celo, lo mismo que las demás virtudes, se convierte en vicio por exceso, hay que tener mucho cuidado para no perderse en este laberinto, porque el celo que se sale fuera de los límites de la caridad con el prójimo ya no es celo, sino pasión de antipatía» (II, 116).
A Luisa de Marillac: «Me duele que deje sucumbir su espíritu a unas cuantas aprensiones inútiles, que más bien son impedimento que progreso para su salud… Para el señor de Marillac, deseo todo lo que crea bueno usted, pero cuide de no enredarse en nada. En estas cosas me parece que hay que estar dispuestos a aceptar los avisos que da aquél a quien se ha pedido consejo; y cuando le diga algo en contra de sus sentimientos, no habrá que volver dos veces sobre ello» (1, 205).
III. La prudencia en el obrar
Los modos para actuar con prudencia, según el pensamiento de San Vicente y que se desprende de sus escritos, se acomodan a las circunstancias de personas, de lugares, y a su peculiar manera de «maniobrar» según el control de su temperamento sanguíneo. Estos modos pueden agruparse en cinco acápites. Son los siguientes:
1. «No apresurarse»
a) El ir «tranquilamente, sin prisas» (1, 202) es una de las más frecuentes consignas que da y que se da a sí mismo. Consigna que antes de ejecutar la acción misma, se convierte en: «Tomarse tiempo para pensar» (1, 242); «es conveniente que yo piense en ello algún tiempo delante de Dios» (II, 326); «pensaré en ello y analizaré las ventajas e inconvenientes delante de Dios» (II, 396); «debe usted escuchar la propuesta sin resolverla enseguida, sino pedir tiempo para pensar en ello» (IV, 317); «sin embargo, quiero pensar un poco más en ello» (V, 314); «he respondido (al nuncio) que, tratándose de una propuesta importante, había que pensarlo seriamente» (VI, 553); «estad seguras que no se hace nada sin haberío pensado bien» (IX, 69); «no hay que proponer nada sin haberlo examinado ante Dios y sin haber reconocido que era justo» (X1, 614). A Luisa de Marillac le aconseja el uso de «pensarlo» para «deshacerse de una vocación problemática» (se trataba de una viuda «ruda, melancólica y tosca»): «Creo que hay que despedirla con mansedumbre y decirle que hay que pensarlo mucho» (1, 345). Y al P. Codoing, en Roma, y siempre en quisquillas con San Vicente, le espeta este alfilerazo: «Me habla usted de algunos de la Compañía distintos de los primeros que ya me había usted pedido. Le diré que me gustaría que pensase usted las cosas antes de decirlas, ya que, al cambiar tan fácilmente de opinión, resulta que las cosas no se pueden realizar como usted pensaba últimamente» (II, 325).
b) Pero antes de «pensarlo bien», San Vicente requiere toda la documentación pertinente: «Esperaré a tomar una decisión hasta que usted me escriba» (II, 429) y se trataba del abad de Beaulieu que deseaba obtener el obispado de su hermano difunto y que decía ser sacerdote, «pero algunos que me han hablado y que lo conocen no saben nada» (!).
Los asuntos sobre los cuales solicita documentación o mayor información se refieren a fundaciones en su mayor parte. Tales son los casos de un proyecto presentado por una señorita de Arras: «Es difícil dar un parecer acertado sin saber las circunstancias de un asunto» (V, 14); en la petición de un cambio de propiedad: «No sé dónde se encuentran esos prados que la señora lugarteniente general le pide en cambio. Me informaré del P. Gicquel para decirle lo que pienso sobre esta propuesta» (V, 395); al serle ofrecida una iglesia en Turín: «Si esa propuesta sigue adelante, haga el favor de escribirme, -le dice al P. Martín- indicándome las razones en favor y en contra con todo detalle, para que yo pueda indicarle lo que pienso. Hemos de recibir con respeto todo lo que Dios nos presenta y examinar luego las cosas con todas sus circunstancias, para hacer lo que más convenga» (V, 603); al ofrecerle un priorato con parroquia, en Saint-Joire: «Me indica usted que las rentas son pocas, pero no me dice cuáles son. Le ruego -escribe al P. Martín-que me indique a cuánto ascienden las rentas del priorato y de cada prebenda, de dónde se sacan, cuáles son las cargas y a qué nos quieren obligar; de otra forma no podríamos tomar ninguna decisión en este negocio» (VIII, 54). El canónigo Pedro Dulys es un eclesiástico «lleno de celo, pero de espíritu inquieto, agitado, enredador, inconstante» y ofrece a San Vicente una fundación en el santuario de Trois-Epis, cerca de Colmar, fundación que ya había ofrecido y retirado a dos Comunidades; San Vicente, que no es un ingenuo, le contesta: «Para conocer la voluntad de Dios, nos falta saber cuándo desea el señor obispo de Basilea y usted que se haga esa fundación, y cómo, cuáles son las condiciones a las que ustedes nos quieren someter, si desea usted primero entregarnos su priorato para que sea unido a nuestra Congregación y si el señor obispo quiere hacer dicha unión, qué rentas tiene, cuáles son sus cargas y qué es lo que usted quiere reservarse. Sería de desear que tuviera usted la bondad de informarnos plenamente de sus intenciones antes de seguir adelante, para que, por nuestra parte, pueda usted estar seguro de si podemos o no podemos hacer la fundación ya que se trata de una fundación a perpetuidad» (VI I, 274s).
Si los asuntos se refieren a dinero, extrema la demanda de informaciones. Desde Roma, el P. Jolly ha pedido libros para el cardenal Brancaccio y el P. Hilarion; San Vicente le averigua: «No sé, padre, si se trata de hacerles un regalo a los dos, o si tienen pensado pagarlos ellos. Esperaré su respuesta antes de decidir nada» (VII, 36); el Hno. Barreau, en Argel, es un «caso de alegre administración del dinero para los rescates de los esclavos»; San Vicente, ya «bastante mosqueado», escribe al P. Get, en Marsella: «Después de esto y de otras muchas faltas de este Hermano anteriores a ésta, no tenemos que fiarnos mucho de su excesiva facilidad por no decir ligereza. Sí le enviamos dinero, ¿no hemos de temer que seguirá abusando y que, en vez de pagar las deudas, contraerá otras nuevas? Pensándolo bien, creo que convendrá retrasar esos socorros que pide; dígame cuál es su opinión» (VIII, 267); hay un lío en una de las Caridades, pues funcionarios de la justicia han querido conocer el estado de las cuentas; San Vicente escribe a Luisa de Marillac: «Esa persona (la srta. Tranchot, Dama de la Caridad)… me ha dicho que usted había enviado a buscar al señor Roche, y le había dicho que no se atrevería él a sostener delante de usted lo que da como hecho. Pues bien, él dice que es verdad, pero que usted le ha dicho o hecho cosas equivalentes. Le he dicho que hay que pensar estas mismas cosas para poder tener una opinión bien fundada y que no me hablase nunca de esas cosas ya que no quería oír hablar nunca de ellas» (II, 444); los capuchinos de Sedan se le quejan «de que la casa de ustedes, que tenía costumbre de darles limosna todas las semanas… no quiere actualmente seguir socorriéndoles» y San Vicente averigua del actual superior, P. Coglée: «Le ruego que me indique cuánto se les daba anteriormente por semana o por mes, si se les da ahora algo y cuánto, qué razones ha habido para recortarles esa limosna o para suprimírsela, si es porque ellos están mejor o porque ustedes tienen alguna dificultad y, finalmente, qué es lo que opina esa familia de la petición que hacen estos Padres para que se les vuelva a socorrer. Cuando me haya informado usted de todo esto, veremos qué es lo que conviene hacer. Entretanto le ruego que no diga a nadie que yo le he escrito sobre esto» (V, 526).
Igual exigencia de información cuando hay que pensar sobre problemas de personas. Un clérigo de la Misión se ha quejado de un Padre; San Vicente reacciona: «Deseo suspender mi juicio a propósito de su carta hasta que me hable del asunto del P… Me cuesta creer que su conducta sea como usted indica y que estas palabras que tanto le han herido a usted hayan salido sin motivo de sus labios. Sé que… tiene una gran mansedumbre, que no se ha quejado nadie de él hasta ahora, y que su carta me resulta tanto más extraña cuanto que su paciencia ha sido considerable con usted, no sólo para soportar sus faltas, sino para ocultarlas a los demás» (III, 314); se piensa entregar una parroquia a un Padre indeciso en su vocación, San Vicente se opone: «convendrá que se descargue usted de ese beneficio pero en otra persona; ya le indicaré alguno que sea bueno para ello; déjemelo pensar un poco» (V, 112); el P. Cruoly, superior en Le Mans, ha hecho un ofrecimiento al obispo, que no resulta claro al sr. Vicente: «Me parece que me decía usted que al señor obispo no le parece bien que recibamos a los ordenandos, si no les damos de comer a nuestra costa, y que incluso no cree conveniente que recibamos gratis a una parte de ellos, si no los recibimos a todos; como la frase que usted me dice resulta un poco oscura, le ruego que me aclare más ampliamente lo que realmente dijo» (V, 395); le han llegado quejas sobre el P. Bélart, San Vicente le amonesta: «He recibido las dos cartas que usted me ha escrito… Me parece que dice usted más de lo que yo veo, pues tengo demasiadas pruebas de su afecto al seminario para dudar nunca de él; esto hace que suspenda mi juicio sobre las quejas que me han dado de su comportamiento demasiado seco hasta que usted me haya dicho qué es lo que ha pasado. No estaría tan preocupado como estoy si no me hubieran indicado desde tres o cuatro sitios distintos los malos efectos que se han seguido de ello» (VI, 363); al P. Get se le ha pedido que deje Marsella y vaya a fundar una casa/seminario en Montpellier; el cambio no es fácil a causa de presiones por otros intereses, San Vicente le recomienda: «No le doy ningún consejo particular sobre ello; esperaré a que usted me exponga el plan y la situación de todo para indicarle luego mi opinión» (VI1, 457) y, como un año después se ha resuelto que regrese a Marsella, San Vicente va «con pies de plomo»: «Ya le he dicho que me he tomado el honor de escribirle al señor obispo de Montpellier a propósito de su residencia en Marsella, y como no le he ofrecido a nadie en lugar de usted, yo esperaría su respuesta para ver si es oportuno hacerle esa proposición» (VI II, 275). Y, en tres ocasiones un tanto especiales, contesta al P. Jolly, en Roma: «Me preguntaba usted si es conveniente que durante las misiones, si hay alguna persona que sepa poner remedio a ciertas enfermedades corporales, se le permita dedicarse a ello. Debería usted explicarme esto un poco mejor, pues deduzco de esta pregunta que alguno se ha dedicado anteriormente a ello y es conveniente que sepa de quién se trata, cuáles son los remedios que ha aplicado y para qué clase de males. Así pues, le ruego que me lo indique antes de que pueda contestarle» (V1, 376); hay un sacerdote «al que la gente llama «buen padre» que no es de las nuevas opiniones», San Vicente contesta al P. Delville: «Debería haberme dicho usted cuál es el motivo por el que los jesuitas, según dice, le persiguen. Cuando me lo haya explicado usted, ya le indicaré si conviene enviárnoslo o no» (V1, 526); el P. Laudin, superior en Le Mans, está en arreglos con los administradores, pero no cuenta con ninguna persona de autoridad para apoyarlo y propone uno; San Vicente le contesta: «Me habla usted del sr. de La Bataillére como de un amigo que nos aprecia; alabo a Dios por ello; pero me han dicho que no tiene ningún crédito en la ciudad, por eso, creo que no hay motivos para apresurarse. Examinaremos oportunamente los artículos que nos ha enviado» (VIII, 182).
c) Para el momento de actuar, San Vicente constata que: «Dios saca mucha gloria del tiempo que se emplea en considerar maduramente» (II, 176) y confiesa: «siento devoción especial en ir siguiendo paso a paso la Providencia de Dios» (II, 176). Confía: «Tenga confianza en que las cosas de Nuestro Señor no se estropean por emplear más tiempo en considerarlas» (II, 185); «los asuntos de Dios se van haciendo poco a poco» (II, 190); «siempre hemos procurado ir detrás y no delante de la Providencia» (II, 383); «en las cosas de Dios el que anda con prisas, retrocede» (II, 398).
Su consejo en la acción: «No nos apresuremos en lo que tenemos que hacer» (I I ¿232); «no tenga usted prisa en los asuntos» (II, 420); «no apresuremos las cosas, vayamos con calma» (II, 515); «apresurémonos lentamente» (V, 374), que es el «festina lente» de los antiguos; «me parece bien que aclare estas cosas… habrá que ir haciendo las cosas poco a poco» (VI, 59); «me parece que resuelve usted con demasiada prisa las cosas» (II, 398); «para hacerlo mejor no tiene usted que tener prisas» (II, 493). A veces la acción ya está en marcha como en el caso de una muchacha que hay que retirar de la casa de la señora de Suivry, y el sr. Vicente le dice a Luisa de Marillac: «entre tanto veremos lo que hay que hacer» (1, 308). Y a la misma Luisa de Marillac sobre reclamos de los Chevitanos: «hay que examinar con toda calma de dónde viene el mal y pensar en el remedio» (1, 308).
Estando enfermo, le escribe a Luisa de Mari-nao que «esta pequeña molestia me ofrece la ocasión de pensar un poco más en nuestros pequeños asuntos de la Caridad; después de eso, si Nuestro Señor nos da vida, trabajaremos más expresamente en ellos. Su carta me hizo ver anteayer que había en su espíritu cierto pesar por ello. ¡Dios mío! Cuán feliz es, señorita, al tener el correctivo de las prisas. Las obras que hace el mismo Dios no se estropean jamás por el no-hacer de los hombres» (1, 578).
Constata el «mal resultado de las cosas hechas con precipitación» (1, 445). Así que le recomienda al P. Alméras, por aquel entonces superior en Roma, algo enfermo y apesadumbrado: «No emprenda nada por encima de sus fuerzas, no tenga prisas, no ponga demasiado ímpetu en las cosas, vaya despacio, no se esfuerce demasiadas (IV, 137). A las Hermanas de Valpuiseaux que habían sufrido saqueos por parte de los soldados y bandoleros, pero que siguen trabajando en medio de dificultades, San Vicente les anima: «vuelvo de nuevo, hermanas mías, a pedirles expresamente que se cuiden mucho para que recuperen pronto sus fuerzas perdidas; no tengan prisa en trabajar; antes es menester que se pongan del todo bien» (1V, 384). A un misionero, el P. Rivet, profesor de seminario y predicador de misiones, preocupado por una de éstas en curso: «No tenga usted prisa y, en lugar de un mes, tarde seis semanas en las misiones importantes, como es ésa con la que se ha comprometido» (V, 463). Y a otro misionero, el P. F. Le Vacher, en misión en Argel: «Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios por el celo que le da a usted por la salvación de los pobres esclavos; pero ese celo no es bueno, si no es discreto. Parece ser que ha emprendido demasiadas cosas al principio… Muchas veces se estropean las buenas obras por ir demasiado aprisa» (IV, 499). El sr. Le Feron, tío de Nicolás Etienne, por entonces clérigo de la Misión, desea entregar a la Congregación el importante priorato de Saint-Martin; San Vicente queda tan «aturdido» como cuando le propusieron el priorato de San Lázaro, y escribe: «Creo que convendrá que lo dejemos por ahora, no sólo para cortar los entusiasmos de la naturaleza, a la que le gustaría que las cosas ventajosas se realizaran enseguida, sino para ponernos en la práctica de la santa indiferencia y darle a Nuestro Señor la ocasión de manifestarnos sus deseos. Sin embargo, habrá que seguir encomendándole el asunto. Si Él quiere que se lleve a cabo (pero no se llevó a cabo), el retraso no nos hará ningún daño y, cuanto menos pongamos de lo nuestro, más pondrá Él de lo suyo» (V, 51 Os).
A veces la consigna de «no apresurarse» es determinada por motivos personales del mismo San Vicente: «No acabo de ver claramente el proyecto del P. Codoing; habrá que aguardar con paciencia» (II, 453); «haga el favor de decirle (al P. B.) que yo no contesto a quienes no hacen lo que les he pedido, y que, cuando él lo haga, entonces le contestaré» (V, 503); al marqués de Chandenier, contestando a una consulta sobre una fundación: «he enviado su carta a sus señores hermanos y les he dicho, sin hacer nada para inclinarles hacia un lado o hacia otro, creyendo que no corresponde a un pobre sacerdote como yo dar su juicio en un asunto en el que hay que tener en cuenta tantas circunstancias considerables, que a mí me bastaba con proponerles la cosa y no hacer nada más» (V, 472); al P. Rivet, superior de Saintes: «cuando le pedí que se cuidara usted de esa familia, fue con la intención de que hiciese usted todas las funciones de superior; pero no le di el nombramiento para ello, pues tengo la costumbre de examinar anteriormente el talante de los que empiezan a ejercer dicho cargo para evitar que suceda lo que sucedió hace tiempo a dos sacerdotes que quisieron gobernar a su antojo y que redujeron a dos casas a un estado tan lamentable que apenas han podido levantar cabeza desde entonces» (V, 555s). Y un pequeño ardid para deSan Vicenteirtuar las «ideas de hacer un retiro» fuera de su comunidad: «en cuanto al retiro que quiere ir a hacer el P… con los carmelitas descalzos, ha hecho usted (P. Blatiron) muy bien en aconsejarle que no vaya… Si insiste mucho dicho Padre, rué guele que tenga paciencia y dígale que, como no puede darle el permiso que solicita, escribirá usted al general de la Compañía y hágalo así efectivamente. De esta forma, mientras se espera la respuesta, va corriendo el tiempo y muchas veces la tentación se deSan Vicenteanece» (IV, 97); al P. Jolly, en Roma: «sigo aguardando los planos de la casa de los señores Mattei con las condiciones de venta en cuanto al precio y las garantías. Cuando los hayamos recibido, veremos si conviene» (VII, 339). Estando ya avanzado el proyecto del Hospital General en París para el «encerramiento» de los pobres, a la propuesta que se le hizo, San Vicente contestó: «nosotros no estamos aún decididos a comprometernos en esas tareas por no conocer suficientemente si es voluntad de Dios, pero, si lo emprendemos, será al principio solamente en plan de prueba» (VI, 240).
d) Respuestas a unas quejas y una confesión que resume el pensamiento de San Vicente sobre su consigna de «no apresurarse». Contesta al P. Codoing, por entonces superior en Annecy: «Me dice usted que piensa poner el dinero a renta en manos del señor conde de N. ; esto me da ocasión para decirle que me preocupa esto un poco y que me parece que hubiera sido mejor comprar o hacer construir alguna casa. Ya sé que también esto tiene sus dificultades, pero si usted me hubiera escrito diciéndome sus intenciones y razones, yo las hubiese pensado delante de Dios, lo mismo que procuré hacer con las del contrato, pero ya es demasiado tarde… Me objetará usted que suelo tardar mucho, que a veces tiene que esperar por seis meses una respuesta que se podría haber dado en un mes y que entretanto se pierden las oportunidades y no se hace nada. A esto le respondería que es cierto que soy demasiado lento para responder y para hacer las cosas, pero que sin embargo no he visto todavía que se haya estropeado ningún asunto por mi retraso, sino que todo se ha hecho a su debido tiempo y con todas las cosas bien pensadas y las precauciones necesarias; sin embargo, me propongo en el futuro contestarle lo antes posible después de haber recibido sus cartas y haber considerado la cosa delante de Dios, que saca mucha gloria del tiempo que se emplea en considerar maduramente las cosas que se refieren a su servicio, como son todas las que nosotros llevamos entre manos. Así pues, haga el favor de corregirse de esa rapidez en resolver y decidir las cosas y yo procuraré corregirme de mi negligencia» (II, 175s).
2. «Aconsejarse»
«Pedir consejo» o «aconsejarse» es para San Vicente una norma de prudencia, no solamente para evitar un traspié, sino para asegurarse de tomar los medios más eficaces en conexión con el fin que se quiere alcanzar. Una de sus frases puede dar el tono de esta norma: «imponerme el yugo de no hacer nada importante sin pedir consejo; por eso Dios me concede todos los días nuevas luces para que comprenda la importancia que tiene el obrar de esa manera y me da la devoción de no hacer nada sin consultar» (II, 263).
a) Empieza por dar ejemplo de ello, pidiendo él mismo consejo. Se ha ofrecido a la Congregación, en 1647, el obispado de Babilonia, pues varios lo han rechazado. El Sr. Vicente narra al P. Dehorgny, superior entonces en Roma, estos avatares, y que, incluso ha pensado en el P. Lamberto para ese cargo, y añade: «pero todavía no me he decidido, y aunque le he hablado de este plan general y le he pedido su consejo para esto y él se ha ofrecido muchas veces a ir hasta el fin del mundo, nunca le he dicho que pensaba enviarlo allá y no sabe nada todavía… Sin embargo suspenderé la decisión hasta saber lo que usted me escriba sobre ello, a fin de atender a sus razones, si son mejores que las mías» (III, 166-167). Duda de la rectitud de intención de una posible vocación, y escribe al P. Laudin: «¿querrá darme su opinión sobre él?» (VII, 198). Al P. Jolly, superior en Roma, le pide qué hacer ante una intervención del Nuncio: «me pidió una declaración de nuestras intenciones por escrito (si teníamos algo que decir ante el trabajo misionero de los PP. de la Doctrina Cristiana, que habían obtenido hacer votos simples como nosotros) y añadió que a esos buenos Padres les gustaría mucho que nuestra Compañía les comunicase los privilegios que tiene. Eso me dio motivo para decirle al señor Nuncio (Cebo Piccolomini) que, si esos buenos Padres nos exponen por escrito lo que pretenden de nosotros, veremos qué es lo que podemos hacer. Creo que debo ponerle a usted al corriente de todo para que me diga qué es lo que opina» (VI1, 400); no se fía mucho de las palabras del P. Boucher y consulta al P. Portail: «el P. Boucher me ha escrito dos veces… con los buenos sentimientos y gratitud que Dios le da. Le ruego, que me indique si he de hacerle caso» (III, 116); el procurador general le ha enviado una nota sobre que «los carniceros no venden carne» y se dirige a la duquesa de Aiguillon: «la señora duquesa es nuestro recurso en todas nuestras necesidades; le suplico, pues, humildemente que nos dé su buen consejo en el siguiente asunto: es probable que la ciudad compre los bueyes y los corderos que los mercaderes han llevado a Poissy y que los carniceros no quieren comprar por causa del nuevo impuesto que han cargado sobre el ganado y que quieren utilizar nuestros terrenos para que pasten aquí los bueyes y los corderos. Se trata, señora, de un grave perjuicio para nosotros; tenemos todos los terrenos sembrados de grano, avena y heno, y todas las murallas están plantadas de perales, casi todos de peras de invierno y de melo cotoneros. Llevan plantados sólo cinco años y están cargados de flores. Parece ser que recogeremos mucha fruta este año. Según eso, señora, piense en el daño que recibiremos; pues aparte de la pérdida que habría de unas arpentas de trigo y de avena, los bueyes ramonearán los árboles y los destrozarán, de modo que sólo quedarán los tocones, que tardarán otros tres o cuatro años en dar fruto y los melocotoneros se perderán por completo. Le ruego muy humildemente que nos dé su consejo sobre lo que hemos de hacer» (IV, 534); otro asunto totalmente distinto: se dirige a un Superior: «le ruego me aconseje lo que debo hacer con una de nuestras casas de la que me comunican que el Superior es poco observante de las reglas, asiste raramente a los actos de comunidad, sobre todo, a la oración, se preocupa poco de ayudar a las almas que le han sido confiadas_ está siempre por el campo y tiene para ello un caballo en el establo sin permitir que le ocupen en otra cosa. Le ruego, Padre, que me dé un consejo sobre todo eso» (IV, 583).
San Vicente pide consejo, pero, si no sigue el que le dan, se excusa. Un Superior quiere construir en una casa que requiere reparaciones, y le contesta por la negativa: «si es que no tengo razón, cargo con la culpa; y si usted me ofrece una razón mejor, la escucharé de corazón» (V, 420).
b) Según San Vicente, los asuntos de importancia requieren que el interesado busque consejo. Lo repite varias veces: «los que mandan no hagan nada de consideración sin el parecer de los demás» (V, 53); «consultar en los asuntos importantes con personas prudentes» (V, 537); «el pedir consejo no sólo no es ninguna cosa mala, sino que, por el contrario, hay que hacerlo cuando se trata de una cosa importante o cuando no somos capaces de decidirnos por nosotros mismos» (IV, 39); «no tomar decisión en asuntos importantes, sin haber consultado y recibido respuesta» (VII, 151). Misma coletilla al P. Coglée, un tanto precipitado en actuar: «otra vez, cuando pida usted algún consejo, convendría que espere la respuesta» (IV, 328). «No obre en este caso, ni en otros de importancia, sin consejo de los Padres y la opinión de los amigos» (VII, 217) «si es un asunto importante, ¿qué hacer?, pedir consejo» (XI, 625).
c) Aun en los asuntos de menor importancia, San Vicente dice: «no hago nunca nada sin el parecer de los consultores de la Congregación» (II, 515); «antes de encargarle la dirección de esta casa, he consultado a los más antiguos» (V, 459); «como esta propuesta es nueva, he querido tratarlo con nuestros mayores» (VI, 568); a un obispo: «tras haber estudiado su propuesta y recibido el consejo de nuestros mayores, hemos decidido atenernos a la resolución ya tomada» (VIII, 479); «el Superior no hará nada sin pensarlo bien y sin haberse aconsejado» (IV, 373); «no haga ninguna proposición nueva, sin avisarme de antemano» MI1, 234); «tenemos que hacerlo con el debido consejo» (IV, 574).
d) Entre los asuntos llevados a su consulta, uno sobre «milagros»; al Hno. Parre le contesta: «en cuanto a la devoción y a la afluencia de gente hacia el lugar donde se encontró esa imagen, convendría avisar al señor obispo o a los vicarios generales, para que se informasen de los pretendidos milagros y detener los abusos, si los hubiera» (VII, 509). Y, de su experiencia de campesino: «no conviene cortar el heno mientras dure este tiempo de lluvias, a pesar de lo que le dicen los obreros» (1, 484), advierte al P. Marceille, ecónomo de San Lázaro. Y, de su experiencia en la correspondencia: «tenga cuidado con las personas a las que escribe, y que se ande con precaución» (IV, 496); «es conveniente debido al peligro de que se pierdan algunas cartas, repetir brevemente una o dos veces el contenido de las anteriores, cuando se trata de algo importante» (IV, 302); «nunca escriba sobre asuntos de Estado… todas las cartas corren el peligro de ser leídas» (II, 272). Y a los superiores, pensando en el futuro: «Padre, le ruego que en adelante conserve las cartas que le escriban a usted y a los de esa casa, de cualquier parte que sea, cuando contengan algún detalle interesante que pueda tener importancia o que pueda servir de instrucción en el futuro. No tiene que hacer con ellas más que atarlas en diversos legajos, según su contenido, o según el año de recepción y, una vez empaquetadas, guardarlas en un lugar destinado a ello, en el que los que vengan después puedan buscarlas en caso de necesidad. Y si hay algunas antiguas en la casa, haga también el favor de recogerlas, según el orden indicado» (VIII, 399). San Vicente, hombre prudente, veía «lejos» y aconsejaba tomar precauciones para el futuro. Lo mismo en cuanto a las misiones populares; escribía a los Superiores: «ruego que lleven nota en su casa, si no lo han hecho todavía, de todas las misiones que se hagan en el futuro e incluso de las que se han hecho, indicando las circunstancias siguientes lo mejor posible» y da los datos de estas como fichas: «7°, cuántas misiones se han hecho en su casa desde su fundación; 2°, el mes y el año en que se han hecho; 3°, el lugar y la diócesis de cada misión y si tienen alguna obligación o fundación para ello; 4°, cuánto dista ese lugar de la ciudad donde está establecida su casa; 5°, cuántos comulgantes hubo; 6°, cuántos misioneros y quién era su director; 7°, cuánto tiempo duró; 8°, si resultó bien o mal y por qué; 9°, en qué tiempo es preferible hacerla; 10°, si se estableció allí la Caridad; 1 1°, si hay herejes; 12°, cuáles son los lugares más abandonados y que tengan mayor necesidad de misión en su diócesis y en los alrededores y demás circunstancias de interés. Esto se tiene que entender sobre todo para el futuro» (VIII, 290) y sigue precisando más indicaciones.
Como se ve, el ojo avizor y la prudencia de San Vicente se había adelantado a los modernos datos estadísticos recogidos en ficheros.
e) Una de las características de San Vicente en la práctica de la prudencia, es que, aún siendo muy personal en sus ideas se rodeaba siempre de grupos de asesores o consejeros. Disponía de un cuerpo de estos consejeros para los asuntos administrativos de sus dos Comunidades; a su vez, éstas disponían de sus consejos generales o particulares. Aseguraba: «nada se resuelve ni ejecuta más que después de varias consultas» (1, 292); «después de muchas oraciones, de pedir consejo a varias personas y de haber celebrado varias reuniones para ello, se ha creído que sería mejor…» (V, 206). Insiste varias veces: «en todo eso (dificultades entre los Premonstratenses) veo yo varias razones en favor y en contra, pero como no se las puedo escribir ni puede resolverse esta cuestión por carta, creo que es necesario consultar a algunos doctores y algunos buenos Padres religiosos» (IV, 315). Al P. Berthe, recién llegado a Roma para tratar del asunto de los votos, le aconseja: «consulte con alguna persona de experiencia en estas cosas que tenga habilidad para solucionarlas» (IV, 539). Hablando a los suyos sobre las inspiraciones para conocer la voluntad de Dios, San Vicente, que «hila muy delgado en eso de las inspiraciones», les dice: «muchas veces Dios ilumina el entendimiento y mueve el corazón para inspirar su voluntad, pero se necesita el granito de sal para que no nos engañemos. Entre esa muchedumbre de pensamientos y de sentimientos que se nos echan encima, hay algunos aparentemente buenos pero que no provienen de Dios ni son según su voluntad; por tanto hay que examinarlos bien, recurrir al mismo Dios y preguntarle cómo puede hacerse eso, considerar los motivos, el fin y los medios, para ver si todo está sazonado según su gusto, consultar a los hombres prudentes y aconsejarse de los que tienen cuidado de nosotros… Hacer una cosa que parezca razonable es cumplir la voluntad de Dios. Esto se debe entender siempre con ese grano de sal de la prudencia cristiana y con el consejo de los que nos dirigen, ya que pudiera ser que una cosa fuera razonable por su naturaleza, pero no en las presentes circunstancias de lugar, de tiempo o de forma; en ese caso no habría que hacerla» (XI, 452-453; cf. la misma idea en XI, 806).
Si hay que ir a un proceso, entonces: «pleiteamos lo menos posible y, cuando nos vemos obligados a hacerlo, pedimos siempre consejo dentro y fuera» (III, 63); «que la Congregación no emprenda jamás ningún proceso, que consulte previamente a los abogados y les pregunte si la causa es cierta; si es dudosa, que la deje» (X, 410).
Si hay rumores en contra de la Compañía, «más vale fallar con el consejo de esos dos buenos espíritus (el comendador de Sillery y el P. Felipe de Gondy), que entrometerse uno por sí mismo» (1, 476-477); y en otro asunto: «estoy aguardando la última decisión que han de tomar los señores Thélon y Midot. Me he tomado el honor de escribir al primero para contestar su carta. Habrá que seguir su parecer. ¿Qué hacer entonces?¿No será mejor fallar con su consejo que correr un riesgo por nuestra cuenta?» (III, 415). Al P. Durand, superior de Agde: «no decida nada en ningún asunto, por poco importante que sea, sin conocer su opinión (de sus cohermanos), sobre todo la de su asistente. En cuanto a mí, reúno a los míos cuando hay que resolver alguna dificultad de gobierno, bien sea de las cosas espirituales y eclesiásticas, o bien de las temporales; y cuando se trata de éstas, consulto también con los encargados de ellas; les pido incluso el parecer a los Hermanos en lo que toca al cuidado de la casa y a sus oficios, debido al conocimiento que tienen de ello. Esto hace que Dios bendiga las resoluciones que se toman de común acuerdo» (VI, 68). Y si el asunto se refiere al rey, entonces «pedir consejo al gobernador» (IV, 39). Encontrando dificultades a unas propuestas del P. Delville, le advierte: «éstas son las principales razones, entre otras varias, que nos impiden secundar sus intenciones. Y para decirle también mis sentimientos, me parece que habría sido mejor que no hubiera ido usted tan adelante sin pedir consejo» (V1, 568).
Un claro ejemplo de como San Vicente actuaba con prudencia en los consejos lo tenemos en las actas de las 29 sesiones de ellos con las Hijas de la Caridad (X, 731-873).
3. «Invariable en el fin, moderado en los medios»
a) La prudencia, en general, y es una constante en San Vicente, es el término medio en el decir y en el andar; lo que comanda es el fin a perseguir. Sus comunidades tienen su razón de ser en el objetivo por el cual las fundó. Un año y diez meses antes de su muerte vislumbraba algunas deSan Vicenteiaciones en su Congregación; de ahí, muy probablemente, sus invectivas al finalizar su conferencia del 6 de diciembre de 1658 sobre la finalidad de la C.M. : «después que yo me vaya, vendrán lobos rapaces, y de entre vosotros surgirán falsos hermanos que os anunciarán cosas perversas y os enseñarán lo contrario de lo que os he dicho; pero no los escuchéis, son falsos profetas. Llegará incluso a haber esqueletos de misioneros que intentarán insinuar falsas máximas para arruinar, si pudieran, estos fundamentos de la Compañía; a ésos es a los que hay que resistir» (XI, 396).
Trece años antes, escribía al P. Codoing, superior en Roma: «quiero creer que las condiciones que ponen para el seminario del señor car denal Barberini no son tan opuestas a nuestro género de vida que alteren lo esencial. Si así fuera, Dios mío, más valdría encerrarnos dentro de nuestra pequeña concha. No quiera Dios que ningún motivo humano nos haga aflojar en ningún asunto que hayamos creído de Dios. La máxima que han dejado aquéllos que han sido llamados por Dios a alguna nueva obra, es que no se cambie nada bajo ningún pretexto que sea» (II, 393). No cambiar nada… que «altere lo esencial»; luego, si no lo altera, se aceptan los cambios necesarios o razonables. Por tres ocasiones pronuncia su fórmula de prudencia «un Superior tiene que ser firme en los fines y humilde y manso en los medios, firme en la observancia de las reglas y santas costumbres de la Compañía, pero apacible en los medios para hacerlas observar» (II, 252); «hay que ser firmes en el fin y suaves en los medios» (VI, 558); «mantenerse invariable en el fin y moderado en los medios para llegar a él» (II, 302).
San Vicente es sumamente maleable en lo que no es esencial; habilísimo en explicar las razones de las excepciones que otorga o se otorga a sí mismo. En cambio se muestra inflexible en lo tocante a cuestiones de doctrina de la Iglesia y en oponerse a las opiniones que discurren fuera del sendero del común de los doctores. Sus intervenciones a propósito del Jansenismo son aleccionadoras, incluso la prudencia y la energía con que actuó en el seno de sus Comunidades (III, 296-304, 303; IX, 337; X, 104-106; XI, 83).
b) En los casos de moral, su prudencia, firme en lo esencial, es más dúctil frente a las personas. Así tratándose de dos concubinarios: «si puede usted, le escribe al P. Cognée, superior de Sedan, separar por las buenas a esas dos personas que viven como marido y mujer y que no lo son, sin tener que enviar a la mujer a París, será lo mejor que pueda hacer, aconsejándole que se retire a otra parte, o bien al hombre que se aleje de ella, sin que eso sea demasiado público» (IV, 506). Y en cuanto a la explicación del 6° Mandamiento: «le suplico, Padre, que recomiende más precaución que nunca en la explicación del sexto mandamiento y en las preguntas que se hacen sobre él. Si no ponemos cuidado en eso, la Compañía sufrirá algún día por ello» (1, 463); y diez días más tarde al mismo P. Lamberto: «en cuanto a lo que dice que el P. Codoing se detiene mucho en explicar el sexto mandamiento, le suplico, Padre, le diga que le ruego muy humildemente, no hable más, en Richelieu ni en ningún otro sitio, a no ser con mucha sobriedad, por ciertas razones que le diré y que son de mucha importancia… Le ruego expresamente que haga comprender a la Compañía de mi parte que sean sumamente precavidos en la explicación y en las preguntas del sexto mandamiento» (1, 466. 467).
c) Una medida de prudencia que San Vicente repite constantemente: «cuídese mucho por favor y haga de mi parte esta misma recomendación a esos padres que trabajan con tanto interés» (VIII, 299). Con su experiencia de múltiples remedios, la aplica a las enfermedades del alma que sufren los esclavos en Argel; en sus instrucciones al P. Le Vacher: «no hay que empeñarse en abolir demasiado aprisa las cosas que están en uso entre ellos, aún cuando sean malas… Muéstrese condescendiente con la debilidad humana en todo cuanto pueda. No digo que sea menester aprobar o permitir sus desórdenes; lo que digo es que los remedios tienen que ser suaves y benignos en la situación en que están, y aplicados con gran precaución» (IV, 498). Pero para asegurar la salud física de sus misioneros no va con remilgos: «no hago el más mínimo caso de todos esos proyectos de fundación… que no tienen más que buenos deseos pero sin querer gastar nada en ello. Hará usted bien, le escribe al P. Jolly, en decirles que no basta con que se proporcione un alojamiento a los misioneros, sino que hay que darles los medios para que puedan vivir y trabajar» (VII, 183); «no se comprometa usted con ningún lugar en donde no haya medios para mantenerse», le pide al P. Ozenne, en Varsovia (VII, 217).
d) La prudencia en las misiones tiene sus exigencias; San Vicente las señala aunque puedan molestar a algunos: «añado, escribe al P. Cabel, superior de Sedan, mis deseos a esas advertencias que le han hecho de que no sea tan largo en sus sermones. Sabemos por experiencia que esa prolongación impide el fruto y sirve únicamente para ejercitar la paciencia de los oyentes, mientras que un discurso breve y patético produce con frecuencia buenos efectos» (VI, 557-558). Al P. Rivet, superior de Saintes, que vive cerca de las Benedictinas de Cognac, algunas de ellas «posesas del espíritu maligno», le dice: «siento mucho esas cosas que están pasando en las Benedictinas… Ha hecho usted bien en excusarse de ser uno de los exorcistas; será conveniente que pida a los que desean comprometerse a ello que le dispensen, ya que hay otros muchos buenos religiosos que podrán ejercer santamente este oficio» (VIII, III).
e) En la distribución de ropa a los necesitados, la prudencia del Sr. Vicente va acompañada de cierta astucia. Al Hno. Parre, encargado de estos repartos, le escribe: «que se informe cuidadosamente en cada cantón y en cada aldea de cuántos son los pobres que tendrán necesidad de pedir ropa el invierno que viene, o toda o parte de la misma, a fin de que pueda calcularse el gasto que habrá que hacer y puedan ir preparándose… Convendrá que escriba usted los nombres de esas pobres gentes a fin de que cuando llegue la hora de hacer la distribución, se les pueda dar esa limosna. Para distinguirlos bien, habría que verlos en sus casas, para conocer de cerca a los más necesitados y a los que no lo son tanto… Puede usted utilizar algunas personas piadosas y prudentes, que acudan personalmente a los pobres y que les informen sinceramente de la situación de cada uno. Pero es preciso que estos informes se hagan sin que los pobres sepan para qué son, pues de lo contrario los que tienen ya alguna ropa la ocultarán para hacer ver que están desnudos» (VI, 348-349). Y otro caso para el Hno. Parre: «el señor Delahaye, deán de Noyon, ha recomendado a un pobre hombre, llamado señor Sablonniere, diciéndonos que ha quedado arruinado por el campamento volante que acampó en Miremont, que le robó sus animales y sus muebles y destruyó sus sembrados. A las señoras (de la Caridad) les gustaría que les dijese si es verdad, si no le queda nada a ese pobre hombre para reponerse ni para subsistir, si tiene hijos y cuántos. Indíquenos, por favor, todo lo que pueda averiguar» (VIII, 97-98).
f) San Vicente ha insistido que la sencillez de la paloma no debe separarse de la prudencia de la serpiente. En sus actuaciones es difícil a veces desentrañar hasta qué punto van juntas. En el caso del monasterio de San Eutropio, «en el que se han cometido, dice él, grandes abominaciones», está en marcha un proceso; San Vicente interviene, pero no abiertamente, para conseguir el nombramiento de tres jueces. Encarga al P. Codoing, en Roma, que agilice estos nombramientos, pero le añade: «hágalo usted de forma que no parezca que se ha mezclado usted abiertamente en ello» (II, 239). Y en el caso del Visitador canónico de los conventos de la Orden de la Visitación, le menciona al P. Dufestel, superior de Annecy: «me olvidé de decirle al P. Codoing que no se mezclase en el asunto del Visitador de Santa María. Que bien está el no meterse más que en lo que se nos ha mandado» (II, 250-251).
4. «Hay que hilar muy fino»…
a) En el trato entre los hombres y las mujeres, San Vicente está, se podría decir, como obsesionado por los peligros que en este trato puedan haber. Tiene frases, comparte consignas que, en la actualidad, nos parecen de «otro mundo». Ya en una conferencia a las Hijas de la Caridad del 30 de mayo de 1647, al comentar las Reglas «se detuvo el sr. Vicente en el artículo que habla de evitar ofender a Dios mortalmente, sobre todo en lo que se refiere a la castidad, tomando toda clase de precauciones para conservarla, sin dejar entrar a los hombres en la habitación y no entreteniéndose a hablar por la calle con personas de sexo diferente. Y, si se ven obligadas, tienen que hilar muy fino. Hijas mías, esto se entiende de los hombres con los que no os detendréis nunca por la calle, a no ser por extrema necesidad. Hay que hilar muy fino. Decidles lo que tengáis que decirles lo más sucintamente que se pueda, y, después, despedirse de ellos» (IX, 303).
Esta «obsesión» tiene una clara explicación que él mismo da a sus Hermanas: «las religiosas están encerradas y no tienen muchas veces ocasión de tratar con personas de fuera; pero no pasa eso con vosotras, porque una Hija de la Caridad está siempre en medio del mundo. Tenéis una vocación que os obliga a asistir indiferentemente a toda clase de personas, hombres, mujeres, niños y en general a todos los pobres que os necesiten, como lo hacéis por la gracia de Dios. Pues bien, si es así, ¿cuál es el medio para que os conservéis en la pureza? Os lo decía últimamente: no permitáis que entre nadie en vuestras habitaciones sin mucha necesidad» (IX, 1010).
El «no dejar entrar a los hombres en vuestras habitaciones» es una de las consignas más repetidas cuando San Vicente se dirige a sus Hermanas: «sobre todo no dejéis a los hombres entrar en vuestras habitaciones, aunque sea vuestro confesor, ni a mí mismo; si voy a veros y no cumplo con esto, en razón de mi disposición, y quisiera entrar en vuestra habitación, cerradme la puerta y no me dejéis entrar, ni al P. Portail, ni a un Hermano de la Misión, si fuera alguno, ni a nadie. Sed firmes en eso» (IX, 684-685); «sabéis bien que, si admitís a un hombre en vuestra habitación, os ponéis en peligro de cometer algún pecado contra la pureza, pues es muy difícil guardarla si no se huye de las ocasiones de perderla. Por esa misma razón os hemos recomendado que no admitáis a ningún sacerdote, ni laico, por ninguna razón, ni siquiera a los sacerdotes de la Misión, ni a mí mismo, a no ser en caso de enfermedad» (IX, 738). Alguna presenta objeciones: «pero, padre, yo soy del campo y viene a verme mi hermano; él no sabe nada de nuestras obligaciones y me ruega que le dé de comer; es de noche: ¿qué he de decirle? Si le despido, le parecerá mal que no le dé alojamiento y me tendrá por una ingrata»; le contesta el Sr. Vicente: «pórtate como debes, preséntale tus excusas; mirad, si le recibís una vez, pronto vendrá vuestro primo y os pedirá lo mismo. Más aún, como un pecado trae otros, después de haberle recibido, le diréis: «no tenemos cama, pero aquí hay un catre donde dormir; o bien, dormiré yo con mi hermana y te dejaremos mi cama» – «¿Verdad, hijas mías, que ha ocurrido esto algunas veces?… Habéis quedado expuestas seguramente a la tentación contra la pureza. ¡Cómo! ¿Dejará una Hermana a un hombre dormir en su propia habitación y hasta en su misma cama? Esto debería asustaros» (IX, 909- 910; cf. otras indicaciones semejantes, en IX, 978, 979, 1238).
Las situaciones pueden complicarse, al ir a las casas de los enfermos o al pasar por las calles. San Vicente les pone en guardia: «la regla os advierte que es un gran inconveniente para vosotras deteneros a hablar con alguien cuando vais por la calle, así como también en la casa adonde se os envía a cuidar enfermos. Por consiguiente no hay que pararse en la calle a hablar con los hombres, ni tampoco con las mujeres… No tenéis que entreteneros con los criados, ni con las dueñas, a no ser que se necesite en favor de los pobres, pero es preciso que eso sea brevemente» (IX, 1009). Y no solamente hablar con los hombres, sino también no encontrarse con ellos «a solas… ni mirar jamás al rostro, ni escuchar sus galanterías» (IX, 96); «no os digo solamente que guardéis los mandamientos, sino que ni miréis siquiera a un hombre a la cara» (IX, 852).
Al referirse a los sacerdotes y particularmente a los confesores, San Vicente acentúa las precauciones: «poneos delante de los ojos que son personas que tienen el poder… Nunca llegaréis a honrarlos bastante. Por eso no les habléis nunca, sino con una especial modestia, de tal forma que no os atreváis casi a levantar los ojos en su presencia… Cuando les habléis sobre las necesidades de algún enfermo, que sea breve y sucintamente y jamás en su domicilio; no, hijas mías, jamás; vale más aguardarlos en la iglesia. Si hay alguna necesidad apremiante, repito, que sea apremiante, y no podéis dejarlo para otra ocasión, entonces podréis ir a su casa, pero nunca solas. Qué es lo que iba a hacer una Hermana sola en casa de un sacerdote… Si el caso apremia, podéis tomar una Hermana con vosotras, decirle el asunto… y marchar luego. Si el sacerdote os quisiese detener para hablar de otra cosa… por una o dos veces podríais responder, y si después de eso, os quisiera entretener más tiempo, decidle, padre, excúseme, tengo que hacer… Hay que tratar siempre con ellos con mucha seriedad y concisión» (IX, 286); «no hay que mirar a los sacerdotes como hombres sino como sacrificadores y mediadores entre Dios y nosotros. Si los miráis de ese modo, no tendréis ningún miedo de que suceda algún mal» (IX, 963); «querer charlar especialmente con los eclesiásticos, es algo que tenéis que evitar; sobre todo con éstos, pues con el pretexto de piedad lo que se intenta es buscar cierta satisfacción, y de ordinario se empieza por buenos movimientos, al parecer por una parte y por otra; el afecto empieza poco a poco por lo espiritual; de ahí se pasa a demostrárselo al otro… Esas pequeñas satisfacciones verbales que empezaron por algo espiritual, se convierten luego en sensuales… Luego, se va uno comprometiendo poco a poco en motivos carnales. Y muchas veces se deja la vocación por buscar esa satisfacción. Por eso, apenas sintáis apego a algún confesor, dejadle; os echará a perder. Hijas mías, si supierais qué malo es comprometerse con un confesor… ¡no os lo podéis imaginar!» (IX, 1176-1177); «os lo recomiendo mucho, que no os apeguéis a una parroquia, a ciertas personas, a los confesores… si os dijera el daño que este apego ha hecho en algunos lugares… Más vale que me calle. Ni apegarse a los confesores, ni a nada. Hijas mías, hay ciertas cosas que son capaces de destruir a la Compañía. Y ésta es una de ellas… No visitar a los sacerdotes en sus casas, fuera del caso en que sean pobres y enfermos, y entonces no ir sola, siempre dos juntas, y, si solamente pudiese ir una, tomar compañera a una mujer o joven del lugar» (IX, 1201-1202).
b) A los sacerdotes de la Misión, les consignó en sus Reglas Comunes cap. IV, art. 2°: «Jamás hablarán a solas con mujeres en lugar y tiempo indebidos; cuando hablaren con ellas o les escribieren, se abstendrán por completo de palabras que, aunque piadosas, manifiesten afectuosa ternura para con ellas; y cuando las oigan en confesión, lo mismo que al hablar con ellas fuera de la confesión, no se aproximarán demasiado a ellas, guardándose de presumir de su castidad» (X, 484). En la conferencia del 8 de junio de 1658: «digo que hay que tener cuidado con las mujeres; cuando haya algo que decirles o que tratar con ellas, hay que hacerlo siempre en un sitio donde se nos pueda ver; si es en el locutorio, no cerrar la puerta, incluso es mejor no entrar siquiera en el locutorio. Tengo que deciros que hay alguien entre nosotros que, apenas van a decirle que hay en la puerta una mujer preguntando por él, enseguida corre a meterse en el locutorio pequeño y cierra la puerta a medias y está allí a veces durante mucho rato. Bien, hermanos míos, evitemos esas frecuentes conferencias inútiles con las mujeres; hablemos con ellas sólo cuando sea necesario. Sé muy bien que es un sexo con el que estamos obligados a veces a tratar, pero procuremos que sólo sea en caso de necesidad, y además hacerlo con brevedad, aunque concediéndoles el tiempo que necesiten para que nos digan lo que tienen que proponernos. Por ejemplo, esas pobres Hermanas de la Caridad, tengo que tratar con ellas sobre todo lo que ha de hacerse»(XI, 338). «Otro medio… huir del trato con las religiosas, incluso con las más reformadas… Pero sabed que esas conversaciones son un filtro diabólico, pues somos hombres y hombres como los demás. Se compromete uno so capa de devoción; siempre se empieza por ahí, sabe Dios dónde se va a parar. Por tanto, encomiendo a la Compañía que no acepte nunca un cargo que le obligue a dirigir, guiar y tratar con las religiosas, a conversar con ellas… Otro medio: no escribir nunca con mucho cariño; esto enciende el fuego, engendra el afecto y compromete a los demás a que respondan también con cariño cada vez más. Por amor de Dios, hermanos míos, recomiendo que os abstengáis de todo trato personal o epistolar con las mujeres. Tengo aquí una o dos de esas cartas, y qué cartas. ¿Las leeré? Más vale que no lo haga… Otro medio: no tener devotas… ¡qué peligroso es eso! Hay que temer por la Compañía cuando vengan esas devotas alabando a aquel confesor a quien han abierto su corazón y su conciencia. ¡Mala cuestión es ésa! ¡Desgraciada la Compañía que tenga que sufrir a semejantes personas! Son un grave peligro. Sé de un lugar donde las mujeres son tan afectuosas con su confesor que más vale no hablar» (XI, 685-686).
«Hilando delgado», S. V, precavido, escribió a Luisa de Marillac cuando buscaba una casa para su incipiente grupo de Hermanas: «le ruego me indique si ha alquilado algún alojamiento y dónde lo ha tomado. Quizás crea que yo tengo algún motivo referente a usted, por el que creo que no es conveniente que se aloje en estos barrios (cerca de San Lázaro). No es así, ni mucho menos; se lo aseguro. La razón es ésta: estamos en medio de gentes que lo observan todo y juzgan de todo. Apenas nos viesen entrar dos o tres veces en su casa, se pondrían a hablar y a sacar consecuencias que no podríamos decir hasta dónde llegarían» (1, 346).
Desde el siglo XVII las costumbres en el trato y en la convivencia entre hombres y mujeres, y también entre sacerdotes y religiosas o consagradas en la vida apostólica, han cambiado mucho, incluso la legislación eclesiástica sobre los confesores. Sin embargo, hoy como ayer, la naturaleza humana es siempre la misma, y el espíritu que anima las consignas, avisos y recomendaciones de San Vicente sobre este trato, permanece válido e incólume. Como decía él, «hay que hilar muy fino», pues, como dice también, «el diablo se mezcla en todas partes y hemos visto que ocurrían casos tan extraños que parece necesario evitarlos de antemano», como el que señala en el consejo de las Hermanas (X, 778).
5. «Tomar precauciones para que no le engañen»
«Hilaba fino» también en cuestión de «vocaciones», según se comprueba en los tres siguientes grupos de textos:
a) En cuanto a la C.M. : «somos precavidos más que antes para recibir a los postulantes que se presentan, especialmente a los jóvenes, ya que hay muy pocos que se ofrezcan a Dios como deben» (1V, 155) le dice al P. Blatirón. Al P. Delville, que había enviado a dos «para entrar en la Congregación, . uno de ellos, le dice San Vicente, lo ha tomado con ganas, pero no así el otro que ha dado motivos a toda la casa de juzgar que no vale para nosotros. Hubiera sido conveniente que, antes de enviarlo, nos hubiera dicho usted que era cojo, pues nos hubiéramos fijado en ello y le habríamos ahorrado el trabajo de venir y el de volverse, como ha tenido que hacerlo, ya que de ordinario, en la forma de ser de esas personas hay algo extraño, tal como hemos visto en él. Si me responde que hay en la Compañía algunos Padres que cojean, le diré que en estos momentos hay solamente uno o dos y que este defecto no se nota en ellos casi nada en comparación con éste. Esto me ofrece la ocasión de pedirle que en adelante no nos mande a nadie hasta después de que le hayamos prometido recibirle; para ello, comuníqueme usted sus deseos, su condición, su edad, los estudios que han hecho y sus disposiciones corporales y espirituales. Nuestro seminario ha crecido mucho; no podemos pasar del número razonable para no cargarnos demasiado» (VI, 137). De nuevo al P. Delville: «han llegado los tres postulantes que nos ha enviado; los hemos acogido con afecto, como venidos de su parte. Me indica usted la razón por la que nos había enviado a aquel cojo, que se marchó recientemente; yo ya me había imaginado que le habían urgido para ello y que, al no tener fuerzas para resistir las presiones de quienes querían enviarlo, se vio usted obligado a condescender con ellos. Quiero creer que ha sido eso mismo lo que ha ocurrido con uno de estos tres… en el que no ha encontrado usted las cualidades que se necesitan para la Compañía; sin embargo nos lo ha enviado para darles gusto a los que intercedieron por él, no teniendo ánimos para rechazarlo, viendo en él cierta buena voluntad. Y siento mucho que así sea, por el disgusto que tendrá al saber que no lo hemos recibido… demasiado flojo en latín; todas las personas a las que he dicho que examinen sus señales de vocación, han juzgado que no las tiene… Esto me obliga a rogarle expresamente que no obligue a los riesgos del viaje a nadie que no le parezca llamado por Dios. No lo son todos los que se presentan, por lo menos aquellos que no tienen las disposiciones de cuerpo y de espíritu convenientes a nuestro instituto y a nuestras tareas… Debe usted tomar muchas precauciones para que no le engañen» (VI, 148-149).
Hay que indagar bien los motivos o las motivaciones de las vocaciones porque la vocación que no viene de Dios «no es más que la sombra de la verdadera, aunque se cubra de hermosos pretextos y de muy buenos hábitos», advierte al P. Delville. En efecto, escribe al P. Jolly: «no me parece conveniente, ni mucho menos, que reciba usted en la Compañía a ese muchacho del campo que se ha presentado para ser Hermano coadjutor, pues, por muy buena voluntad que tenga, no puede uno estar muy seguro de un hombre que ha cometido tres homicidios» (V1, 470).
San Vicente felicita al P. Dupont, Superior de Tréguier, por su labor de «promotor vocacional» que diríamos ahora: «me gusta el interés que tiene usted por todo ello»; pero hay uno o varios peros, ya que precisa: «todavía no hemos dado permiso a nadie para que nos envíe a los postulantes que ellos juzguen idóneos para la Compañía, sin que nos los propusieran antes y hubieran recibido nuestra respuesta. Creo que no debe usted tampoco hacerlo, debido al disgusto que tendría al ver que le devolvemos algunos en los que no hubiéramos encontrado las cualidades requeridas, y que tendrían motivos para quejarse de usted por haberles hecho hacer un viaje inútil. Cuando alguno se presenta, conviene no enviarlo sin haberlo probado durante algún tiempo, aunque parezca una buena persona y de buenas intenciones; y durante esta prueba puede usted indicarnos su nombre, su edad, su condición, sus estudios, si tiene padre y hermanos, si son pobres o bien acomodados, si tiene algún título o medio para alcanzarlo; si ha sido virtuoso anteriormente o llevaba una vida disipada, qué motivos tiene para dejar el mundo y hacerse misionero, si tiene buen juicio, si es de cuerpo bien hecho y tiene salud, si habla correctamente, si ve bien, y en fin si está dispuesto a hacerlo todo y sufrirlo todo, a ir a cualquier sitio para el servicio de Dios, según se le indique por la santa obediencia. Porque hay que sondearlos en todo y advertirlos, antes de prometerles nada, de las dificultades que podrán encontrar en el seminario y más tarde en los empleos que hayan de tener y en nuestra manera de vivir» (VI1, 94).
«Hay que hilar fino», pues hay casos, como el de uno que desea entrar a la C.M., pero, escribe San Vicente al P. Laudin, «el Hermano N, tiene un hermano estudiando en Le Mans, con ganas de entrar en la Compañía, le ruego que me indique cuántos años tiene, qué estudios ha hecho, qué cualidades de espíritu y qué disposiciones de cuerpo… pero tengo miedo de que sea el pensamiento de su hermano lo que le atrae, o bien la curiosidad de ver París, o las dos cosas al mismo tiempo, más que el deseo de renunciar al mundo por completo» (VII, 197-198). Y otro caso sobre el que contesta al P. Martín, superior de Turín: «me dice usted que se ha presentado un sacerdote joven para entrar en la Compañía, que pertenece a la Congregación de San Felipe Neri, y que después de haberle animado a seguir en su Congregación y haberle expuesto la dificultad que ponemos para recibir a los de otras comunidades, sigue pidiendo entrar con nosotros, deseando alejarse de sus parientes y ser totalmente de Dios, y que, con esta idea, ha pedido ya su despido, aunque no se lo han concedido. La verdad es que estas razones parecen legítimas, pero aún cuando hubiera otras más fuertes, no hay que pensar en recibirlo, porque la experiencia demuestra que los que salen de una comunidad para entrar en otra no resultan bien en ninguna» (VII, 482).
Y si la oposición a las «vocaciones» proviene de un obispo, San Vicente tan respetuoso y prudente con los Prelados, no se inmuta: «me dice usted, escribe al P. Serre, superior de Saint-Méen, en la diócesis de Saint-Malo, que el obispo de Saint-Malo se ha quejado suavemente de que habíamos recibido en nuestra Compañía a algunos de sus diocesanos. No por eso hemos de dejar de recibir a los que se presenten, si los juzga usted idóneos y debidamente dispuestos. ¿No le parece razonable que la Compañía que le ha proporcionado sacerdotes para su seminario y para las misiones, tome algunos de su diócesis, lo mismo que de las demás, cuando Dios los envía?» (V, 597). Pero, San Vicente adapta su prudencia a las circunstancias. Escribe al P. Jolly, Superior en Roma, el 11 de enero de 1658: «me alegra saber que una persona que ha hecho voto de ser religioso cumpla con su promesa entrando en nuestra Compañía, aunque no sea una religión. Sin embargo, hemos de tener cuidado en no recibir a esas personas, si no son espíritus bien hechos y bien decididos» (VII, 44).
b) En cuanto a las Hijas de la Caridad, precauciones también en su reclutamiento: «me habla usted, escribe a un sacerdote de la Misión, de tres buenas jóvenes que desean pertenecer a la Caridad. Como han concebido ese deseo en medio del fervor de la misión que ha hecho usted… habrá que ver si las enfría un poco el tiempo. Es conveniente probarlas y retrasar su entrada. Haga el favor de decirme qué edad tienen, si saben leer y escribir, o hacer otra cosa, a qué se han dedicado hasta ahora, si han estado sirviendo, o si han estado siempre al lado de sus parientes. No basta que tengan buena salud; habrá que saber si son robustas o medianamente fuertes, ya que en esta pequeña Compañía no hay sitio para personas débiles o delicadas… Será menester que traigan ropa, o por lo menos diez escudos cada una para su primer hábito, y algo de dinero para poder regresar, en el caso de que no valgan o no puedan acomodarse a nuestras normas» (V, 600).
La Superiora de Saint-Fargeau parece ser una excelente «promotora vocacional». Se le envía una nota con muchos datos pertinentes para seleccionar a las jóvenes aspirantes; entre ellas: «ese deseo que cunde entre ese gran número de jóvenes que desean entrar en su Compañía no es una señal segura de que Dios las llame, sobre todo si las anima algún pensamiento humano más que la inspiración divina. Puede ser, sin embargo, que en algunas, haya ese movimiento divino; por eso hará usted bien en mantenerlas en esa buena voluntad, aunque no es conveniente enviarlas todas al mismo tiempo. Escoja dos o tres de las que están mejor dispuestas y de las más idóneas» (VII, 48).
c) ¡Ojo!, también a los ejercitantes que van a la casa de Roma; al P. Jolly le escribe: «me alegra mucho saber que tiene usted siempre un gran número de ejercitantes. Tiene que tener usted cuidado, no sea que algunos, con el pretexto del retiro, busquen más bien la mesa. Hay algunos que les gusta pasar tranquilamente siete u ocho días de descanso, sin que les cueste nada» (VI1, 322). Ojo avizor del prudente San Vicente ; no se fía de las apariencias por angélicas que revoloteen entre efluvios de inciensos y jazmines…
Nota final: el pensamiento de San Vicente sobre «la prudencia» lo pueden expresar estas frases suyas: «el exceso en la práctica de las virtudes no es menos vicioso que el defecto» (II, 359): «la virtud no está nunca en los extremos, sino en la discreción» (III, 90); «acomode los gastos a sus fuerzas y no emprenda nada más que lo que pueda hacer» (III, 462); «guarde la debida mesura, Dios no le exige que vaya más allá de los medios que le proporciona» (VII, 431); «vayamos tranquilamente en nuestras pretensiones» (II, 393).