Don a Dios en el compromiso con los pobres

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Jose María Ibáñez, C.M. · Año publicación original: 1982.
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La perfección cristiana consiste en el grado supremo de la caridad para con Dios y para con los hombres. Pero no se puede olvidar que la caridad no es más que la participación del amor de Dios en el hombre, comunicado por Cristo mediante la infu­sión del Espíritu. El desarrollo y la perfección de este amor para con Dios y para con los hombres se realizan a través de un doble movimiento, de un doble dinamismo.

El primer movimiento o dinamismo tiende a proclamar la absoluta transcendencia de Dios y la pertenencia radical de la criatura al Creador. Este dinamismo de la caridad o del amor a Dios se alimenta de la contemplación en la soledad, en la sepa­ración o el «desprecio del mundo». En este movimiento la ten­dencia a Dios, la conformidad con la voluntad divina se realizan a través de los ejercicios de la vida ascética, a través de las prácticas de la vida contemplativa hasta llegar el hombre a «perderse en Dios».

El segundo movimiento o dinamismo tiende a proclamar la misericordia, la bondad de Dios, expresada en la com-pasión o ternura de Cristo, aportando ayuda a los sufrimientos y a las penas de los hombres. En este movimiento la tendencia a Dios, la conformidad con la voluntad divina se expresan y se desarro­llan en la caridad inmediata para con los hombres, y en primer lugar con los más pobres, con los más disminuidos, de quienes la iglesia es principalmente responsable.

En el primer período del siglo XVII francés (1600-1630), la «invasión mística», de la que hemos hablado anteriormente, atrae y llega a imponerse a los espíritus más lúcidos, más nobles, más renovadores de este tiempo. A través de esta invasión, Francia cobra conciencia aguda de la necesidad de la renovación espiritual, del trato con Dios en la oración hasta llegar a la unión con él. El misticismo llega después de la violencia mata­dora de las «guerras de religión» y se desarrolla en medio de un desorden y un desequilibrio cívico, al que el estado absolutis­ta reacciona creando un mundo cerrado, totalitario, dominador de las conciencias, sometido a la obediencia ciega y aniquilador de todo lo que le opone resistencia.1 Este despliegue del misticismo invade sobre todo a la aristocracia. La prueba se encuentra en que de 1600 a 1630 los monasterios y los conventos, sobre todo de mujeres, se multiplican por toda Francia. Solamente en la capital el número se triplica.2 Estos monasterios y conventos no solo son edificados por la nobleza y son frecuentados posterior­mente por ella, sino que están poblados por personas pertene­cientes a las familias nobles. Al lado de este misticismo, surge el agustinismo, con su visión pesimista del hombre. Este agus­tinismo, que se transmite en su visión moderada a través del berullismo y en su forma radical, a veces incluso «perversa», a través de Port-Royal y el jansenismo, se arraiga sobre todo en la burguesía de parlamentarios, de juristas, de financieros.3

Vicente de Paúl, ajeno al deseo del misticismo de fundar monasterios aristocráticamente contemplativos y alejados del mun­do, extraño a las dramáticas tensiones del jansenismo que con­sidera al hombre un «monstruo incomprensible» por ser al mismo tiempo un abismo de «humillación y de exaltación»,4 piensa que «Dios es un abismo de ternura»5 y está cercano a la miseria de los hombres. Y el hombre, para él, es, sencillamente, alguien que está en búsqueda de un perdón y de un amor. Es ese Dios, y no otro, quien le ha hecho signo en su caminar hacia los pobres el año 1617 ante el campesino de Gannes. Un campesino que está a punto de morir en su cuerpo, pero que desde hacía mucho tiempo había muerto en su espíritu por no haberse atrevido a salir de sí mismo en busca del amor fiel y misericordioso de Dios. Vicente le invita buena, sencilla, familiar y compasivamen­te a salir del aislamiento moral en que se encuentra, y le pre­senta la misericordia fiel y amorosa de Dios. El moribundo ter­mina por romper el muro que le aprisiona y le manifiesta en una confesión general el pecado y el mutismo que le habían impedido comprender la ternura compasiva de Dios.6

Ese mismo Dios, y ese mismo año, vuelve a hacer signo a Vicente en Chátillon-les-Dombes, adonde ha ido, huyendo de la suntuosa casa de los Gondi7 en busca de una parroquia en per­dición y abandonada, para vivir los sufrimientos y las penas de quienes habitan en ella. En esta ocasión es a través de la infor­mación, recibida inmediatamente antes de la celebración de la Eucaristía, sobre la situación de una familia, toda ella envuelta en la enfermedad, la miseria y el aislamiento. De nuevo le invade la compasión, que le impulsa a pronunciar un «discurso ardoro­so» y a acercarse a la desdicha de quienes están sumidos en la enfermedad y el abandono. La generosidad sin límites de sus parroquianos, que responden en masa a las palabras persuasivas y convincentes pronunciadas por Vicente en el sermón de la misa parroquial, le hace cobrar conciencia de una «caridad mal organizada».8 La falta de organización en la caridad le conducirá a crear en Chatillon9 y más tarde por toda Francia10 la «Co­fradía de la Caridad», es decir, un organismo flexible y abierto a toda miseria, cuya tarea consiste en ir a ayudar, se encuentren donde se encuentren, a los más pobres, a los más menesterosos, a los más miserables. En este organismo de «las Caridades», Vicente integra armónicamente una doctrina de vida espiritual y una organización minuciosa de personas y de dones.11

Pronto, entre 1629 y 1633, la experiencia le enseña que «las Caridades», integradas por personas a quienes les sobra tiempo y dinero en abundancia para dedicárselos a los pobres, arriesgan reducir la caridad a unos servicios pagados y realizados por inter­mediarios. Para evitarlo, Vicente, en compañía de Luisa de Ma­rillac, funda, el 29 de noviembre de 1633, la Compañía de las Hijas de la Caridad, compuesta por jóvenes sencillas, trabajado­ras, realistas, pobres, en su mayor parte, decididas a darse a Dios en el servicio de los pobres.12

Vicente desea, contra los cánones y las ideas, el espíritu y el gusto de su tiempo, que las Hijas de la Caridad estén en el mundo, en medio de los pobres para vivir las dolencias y las carencias que asumen gustosas en servicio de estos menesterosos. Lo que intenta es fomentar una gran libertad de acción en la vida comunitaria femenina, tener la posibilidad de enviarlas a toda la gama de pobres, incluso si para ello tiene que realizar una refundición de la sociología del apostolado. Para conseguir­lo, se obstina en que estas «siervas de los pobres» permanezcan en el laicado, pero haciéndoles cobrar conciencia de que su seca­laridad implica la vivencia de la relación mutua e íntima entre el «don a Dios» y el «servido a los pobres».

Por ello la Compañía de las Hijas de la Caridad, que Vi­cente de Paúl funda y organiza, se define por un espíritu y un estilo de de vida que la condiciona y orienta: «Es necesario darse a Dios para amar a Jesucristo y servirle en la persona de los pobres».13 Su esfuerzo tenaz y laborioso se ingeniará en conju­gar las exigencias del don de Dios y la búsqueda indefinida de una caridad activa y militante. Dándose a Dios hasta consumirse en el servicio de los pobres, las Hijas de la Caridad estarán se­guras de prolongar la vida y la misión de Jesucristo, de partici­par en la vida de Dios uniéndose al prójimo por caridad. Por eso son totalmente de y para Dios y totalmente de y para los pobres, totalmente adoración, alabanza, glorificación, don a Dios y total­mente don, misión al servicio de los pobres. Los dos amores, los dos servicios, no son más que uno en el designio de Dios, en la intención de Vicente, que intenta realizar en un mismo acto la unión con Dios y con los pobres, el don total a Díos de una manera definitiva y sin condiciones en el servicio a los po­bres. De esta manera todo servicio estará siempre anclado en el don total a Dios y este amor será el origen y el término del servicio a los pobres. Por eso, el servicio a los pobres será la expresión, el signo del don total a Dios. Más aún, a Dios se le ama o se le traiciona en el pobre, en el hombre. En el espíritu de Vicente de Paúl, en el espíritu de la Compañía de las Hijas de la Caridad se ama a Dios, a Cristo, en el pobre, en el hombre. La razón se encuentra en que las Hijas de la Caridad, como Vicente de Paúl, como los sacerdotes de la Congregación de la Misión, no pretenden otra cosa más que continuar la vida y la misión de Jesucristo, evangelizador de los pobres. De ese Cristo que en la mirada vicenciana se refleja como «religión con rela­ción al Padre», es decir don, entrega y «caridad en orden a los hombres», es decir don, entrega, servicio a los hombres, a los pobres.

En la carta magna de las Hijas de la Caridad, Vicente des­cribe el estilo o forma de vida que éstas deben llevar para permitir a su espíritu desarrollarse en toda su extensión y pro­fundidad, en toda su libertad y creatividad: «Considerarán que no pertenecen a una religión, ya que este estado no es compa­tible con las ocupaciones de su vocación». Por ello «tendrán por monasterio las casas de los enfermos… por celda un cuarto de alquiler, por capilla la iglesia parroquial, por claustro las calles de la ciudad, por clausura la obediencia… por rejas el temor de Dios, por velo la santa modestia». Vicente no olvida declarar la razón, la motivación profunda, que nos permite captar con toda claridad la osadía, la lucidez, la excepcionalidad de la alternativa de vida comunitaria y de perfección presentada y elegida por él: «no harán ninguna otra profesión para asegurar su vocación más que la continua confianza que tienen en la divina providen­cia por la ofrenda que le han hecho (a Dios) de todo cuanto ellas son y por el servicio que le prestan en la persona de los pobres».14

El 14 de junio de 1643, Vicente ya había declarado con niti­dez y precisión a las Hijas de la Caridad: «Si sois fieles en la práctica de esta forma de vivir, seréis buenas cristianas. Y no os diría tanto si os dijera que seríais buenas religiosas. Porque ¿para qué se han hecho religiosos y religiosas si no es para hacer de ellos buenos cristianos y buenas cristianas? Sí, hijas mías, poned mucho empeño en haceros buenas cristianas por la prác­tica fiel de vuestras reglas». Para un grupo de cristianas, que quieren vivir más profundamente el evangelio, Vicente no puede proponerles más que el proyecto de toda vida cristiana: la gloria del Padre y la edificación de la iglesia. Por eso les añade: «Dios será glorificado con ello, y vuestra Compañía edificará a la igle­sia». Pero no olvida señalar, él tan propenso a la precisión, tan tenaz en salvaguardar la identidad de las Hijas de la Caridad, la originalidad de la alternativa de su sentido de la perfección, el modo como esta glorificación del Padre y esta edificación de la iglesia se realizan: continuando «la vida que el Hijo de Dios llevó en la tierra»15 y haciendo «lo que él hizo».16

La originalidad de este modo de concebir y de vivir la per­fección, Vicente la define genialmente con una expresión rica en sentido y objeto: «estado de caridad». Hablando con densidad teológica y sensibilidad muy viva sobre la caridad a los sacerdo­tes de la Misión, el 30 de mayo de 1659, exclama al final de la conferencia: «¡Oh Salvador, que vinisteis a traernos esta ley de amor al prójimo como a sí mismo, que tan perfectamente la practicasteis entre los hombres, no solo a su manera, sino de una forma incomparable! ¡Sed, vos, Señor, nuestro agradeci­miento por habernos llamado a este estado de vida de estar con­tinuamente amando al prójimo, sí, a este estado y profesión (de estar) ocupados en este amor, empleados en el ejercicio actual del mismo o en la disposición de estarlo, abandonando incluso toda otra ocupación para dedicarnos a las obras caritativas! De los religiosos se dice que están en un estado de perfección; nos­otros no somos religiosos, pero podemos decir que estamos en un estado de caridad, ya que estamos continuamente ocupados en la práctica real del amor o en disposición de estarlo».17

Vicente expone la misma doctrina y utiliza la misma expre­sión precisa y reveladora de «estado de caridad», cuando habla de la vocación de las Hijas de la Caridad en una carta escrita a sor Juana Hardemont el 24 de noviembre de 1658: «Hermana, ¡qué consolada se verá usted a la hora de la muerte por haber consumido su vida por el mismo motivo por el que nuestro Señor dio la suya! : ¡Por caridad, por Dios, por los pobres! Si conociera usted su felicidad, hermana, se sentiría realmente llena de gozo; pues, haciendo lo que usted hace, cumple la ley y los profetas, que nos mandan amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos ¿y qué mayor acto de caridad se puede hacer que darse uno mismo por entero, de estado y de oficio por la salvación y el alivio de los afligidos? En eso está toda nuestra perfección».18

Esta alternativa de Vicente de Paúl tiene en cuenta la rea­lidad socio-cultural de su tiempo y se arraiga en la enseñanza más pura y viva del evangelio, al mismo tiempo prolonga el espíritu de caridad de Cristo .19 De ese Cristo que, a la mirada de este hombre profunda y dinámicamente evangélico, «vino a este mundo para realizar la voluntad del Padre» y se presentó ante los hombres, para «verificar que el Mesías había llegado», como el «evangelizador de los pobres».20 Es indudable que él no pretende con esta alternativa más que continuar la misión amorosa y evangelizadora de Cristo y realizar su deseo de «hacer efectivo el evangelio».

En este amor y en este deseo se podrá comprender la frase de Vicente de Paúl: «Debemos desprendernos de todo aquello que no es Dios para unirnos al prójimo por caridad y así unirnos a Dios por Jesucristo».21 Exigir desprenderse de todo para dar cabida a Dios en el hombre, es una referencia común en todos los maestros espirituales. Ninguna novedad, pues, en ello. La originalidad vicenciana se encuentra en hacer del desprendimien­to, en razón de la miseria en que viven otros hombres, una exigencia de la caridad y un medio de realizar la unión con ellos y con Dios. Pero este realista, que posee el sentido de los sufri­mientos concretos de los hombres, vive el desprendimiento, hasta llegar a «consumirse», en el anonadamiento de Cristo. De ahí su precisión y su originalidad: el desprendimiento, expresión con­creta de las exigencias de la caridad, se establece en unión con los hombres y con Dios a través de Jesucristo.

Si Vicente de Paúl es llamado a «consumirse por Dios», y no a «perderse en Dios», sabe que también le ha puesto delante de una tarea que realizar. Tarea de la que no puede escaparse so pena de morir de inanición y no de éxtasis en Dios. Lejos, pues, de apartarle de los asuntos de este mundo, es Dios quien le sumerge en él para realizar su vocación creadora y redentora en beneficio de los pobres. «Consumirse por Dios» y no «perderse en Dios», será para él caminar hacia los pobres y decidirse a trabajar por su parte en las tareas terrestres de lucha contra la miseria de los desheredados, porque el mundo, tal como es, no les permite vivir. Vicente sabe que Dios habla, cuando él se calla, cuando le deja obrar, ser Dios; cuando él, Vicente de Paúl, toma partido por los pobres y trabaja con ellos y con los demás hombres en la construcción de un mundo según los desig­nios de Dios: que todo hombre tenga los medios de construir su vida y de vivir en la dignidad de seres humanos. En definitiva todo esto se llama y es, según este hombre, ardoroso en el amor, tenaz, arriesgado, «amor eficaz, que no deja de obrar, aun cuando no se deje ver»22

Conclusión

La enseñanza de Vicente de Paúl, que no encaja en un sis­tema racional ni se ajusta a «arquitecturas conceptuales», trans­mite los elementos de su realismo y de su encarnación. Esta enseñanza está lejos de centrarse en el mundo gozoso, pero ais­lante, del «misticismo», en el que el hombre vive el amor y la unión con Dios en la contemplación. Está todavía más lejos de concentrarse en el mundo del jansenismo, en el que se humilla y exalta dramáticamente al hombre haciéndole vivir en la tra­gedia de la intransigencia en virtud de responder a las exigencias de un Dios constantemente insatisfecho. Ella encarna y trans­mite la radicalidad de la relación al «otro», del «amor al pró­jimo», identificado al «amor a Dios». Al fundar así todo el ser y toda la vida del hombre en la relación a Dios, Vicente no se refiere a una historia de un otro mundo, sino desvela la fuerza que trabaja este mundo en el que los hombres se construyen en humanidad. De ahí su amor, su preocupación capital por el hombre. Por ello su enseñanza sugiere, evoca, en definitiva, una doble realidad:

Dios obra y se manifiesta en el mundo. En este lugar de reve­lación y de acción el hombre debe buscar el reino de Dios y su justicia a través de las realidades concretas y unirse a Dios en y a través de la acción.

Cristo, encarnado en la historia para realizar la voluntad del Padre y coronar su obra, lleva a cabo su misión redentora y evangelizadora en favor de los hombres y, principalmente, de los pobres. Este Cristo pobre, presente en los pobres, apela al dinamismo creador y liberador depositado por Dios en el hom­bre para construir un mundo de fraternidad y de solidaridad en beneficio de todo pobre.

  1. La política de Richelieu, en virtud de la obediencia ciega a la razón de estado, siega todo lo que se le opone y elimina a todo adversario, sea este noble rebelde, campesino sublevado, sacerdote o mujer acusados de brujería o de haber pactado con el diablo.
  2. Cf. Le nombre des ecclésiastiques de France, 97, 50; J. Orcibal, 114, II, 21; J. Mª Ibáñez, 86, 46-47.
  3. Referente al jansenismo, cf. J. Orcibal, 114; 119; L. Cognet, 38; A. Adam, 2; L. Ceyssens, 30; L. Goldman, 75; L. Mezzadri, 147. Refe­rente al agustinismo en el siglo XVII francés, cf. H. Gouhier, 79; J. Dagens, 50; J. P. Massaud, 104.
  4. «Si se ensalza le humillo. Si se humilla le ensalzo. Y siempre le contradigo. Hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible», escribe. hablando del hombre, B. Pascal, 120, Laf. 130; Br. 420.
  5. S. V. XII, 110.
  6. Cf. L. Abelly, 1, I, 32-34; S. V. XI, 2-5, 169-172; XII, 7-8; IX, 58-60.
  7. Cf. S. V. I, 21-23.
  8. L. Abelly, 1, I, 46; cf. S. V. IX, 243-244. Referente a la estancia de Vicente de Paúl en Chatillon, cf. S. V. XIII, 45-54.
  9. Cf. S. V. XIV, 125-126; XIII, 423-437; IX, 243-244, 601-602; P. Coste, 43, I, 103-105.
  10. Cf. L. Abelly, 1, I, 47, 107-109; S. V. XIII, 417-537.
  11. Cf. Reglamentos de la Cofradía de la Caridad: S. V. XIII, 417­537; documentos relativos a las Damas de la Caridad del H6tel-Dieu de París: S. V. XIII, 761-767, 825-826.
  12. Cf. S. V. .IX, 113, 243-247, 592, 601-602; P. Coste, 43, I, 265.
  13. S. V. IX, 592.
  14. S. V. X, 661.
  15. S. V. IX, 127.
  16. En la perspectiva de Vicente de Paúl, la vida y la obra de las Hijas de la caridad, su vocación, se cifran en continuar la vida y la misión de Jesucristo: «Para ser verdaderas Hijas de la Caridad, tenéis que hacer lo que hizo el Hijo de Dios en la tierra» (S. V. IX, 15). Pero Jesucristo «no hizo en este mundo sino servir a los pobres» (S. V. IX, 324). Por eso llega a decirles: «El que viese la vida de Jesucristo, vería sin com­paración algo semejante en la vida de una Hija de la Caridad. ¿Qué es lo que vino a hacer? Vino a enseñar y a iluminar. Eso es lo que vosotras hacéis» (S. V. IX, 592). Y deseoso de transmitirles su experiencia y de dinamizarlas en la realización de su trabajo, les comunica: «Qué felicidad que Dios os haya elegido para continuar la obra de su Hijo en la tierra» (S. V. IX, 59-60; cf. S. V. IX, 593-594).
  17. S. V. XII, 275.
  18. S. V. VII, 382.
  19. «Para que esta congregación llegue, mediante la gracia de Dios, al fin que se ha propuesto, tiene que hacer todo lo posible para revestirse del espíritu de Jesucristo… Esto quiere decir que, para perfeccionarnos y atender útilmente a los pueblos y para servir bien a los eclesiásticos, hemos de esforzarnos en imitar la perfección de Jesucristo y procurar llegar a ella. Esto significa también que nosotros no podemos nada por nosotros mismos. Hemos de llenarnos y dejarnos animar de este espíritu de Jesucristo. Para entenderlo bien, hemos de saber que su espíritu está extendido por todos los cristianos que viven según las reglas del cristianismo; sus acciones y sus obras están penetradas del espíritu de Dios, de forma que Dios ha suscitado a la compañía, y ustedes lo ven muy bien, para hacer lo mismo. Ella siempre ha apreciado las máximas cristianas y ha deseado revestirse del espíritu del evangelio, para vivir y para obrar como vivió nuestro Señor y para hacer que su espíritu aparezca en toda la compañía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular…».

    «Pero ¿qué es el espíritu de nuestro Señor? Es un espíritu de caridad perfecta, lleno de una estima maravillosa de la divinidad y de un deseo infinito de honrarla dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre, para admirarlas y ensalzarlas incesantemente… Y su amor ¿cómo era? ¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuán grande era el amor que teníais a vuestro Padre! ¿Podía acaso tener un amor más grande, que anonadarse por él…? ¿Podría testimoniar un amor mayor que muriendo por su amor de la forma cn que lo hizo? ¡Oh, amor de mi Salvador! ¡Oh, amor! ¡Vos erais incomparablemente más grande que cuanto los ángeles pudieron comprender y comprenderán jamás! «.

    «Sus humillaciones no eran más que amor; su trabajo era amor, sus sufrimientos amor, sus oraciones amor, y todas sus operaciones interiores y exteriores no eran más que actos repetidos de amor. Su amor le dio un gran desprecio del espíritu del mundo, desprecio de los bienes, des­precio de los placeres y desprecio de los honores».

    «He aquí una descripción del espíritu de nuestro Señor, del que hemos de revestirnos, que consiste, en una palabra, en tener siempre una gran estima y un gran amor de Dios»: S. V. XII, 107-109.

    «La caridad de Cristo nos apremia», se encuentra en el blasón de la compañía de las Hijas de la Caridad. Cf. S. V. IX, 592-595, 603, 475-478.

  20. S. V. XI, 315; XI, 79; cf. S. V. XI, 313; XII, 80, 84, 90, 154­155, 164-165.
  21. S. V. XII, 127.
  22. S. V. IX, 477; cf. S. V. IX, 475-478, 593-594.

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