Carta de Juan Pablo II en el 400 aniversario del nacimiento de Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Juan Pablo II · Año publicación original: 1981.
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Al Reverendo Padre Richard McCULLEN
Superior General de la Congre­gación de la Misión.

Hace cuatrocientos años —el 24 de abril de 1581, en el pueblo de Pouy, en las Landas— nacía San Vicente de Paúl. La Iglesia debe tanto al tercer hijo de Juan de Paúl y de Bertranda Demoras que se siente en la obligación de señalar este aniversario. En efecto, a lo largo de los siglos, ya en vida y más aún después de su muerte, los santos atestiguan la amorosa presencia y la acción salvadora de Dios en el mundo. El cuarto centenario del nacimiento de Vicente de Paúl es ciertamente una oportunidad —para las familias na­cidas de su carisma, como para el pueblo cristiano— de meditar sobre las maravillas realizadas por el Dios de ter­nura y de conmiseración, mediante un hombre que se ha entregado a El sin reservas, con los vínculos irrevocables del sacerdocio. Deseando manifestar vivamente a la Congre­gación de la Misión, a la Compañía de las Hijas de la Cari­dad, a las Conferencias de San Vicente de Paúl y a todas las obras de inspiración vicenciana, cuánto valora la Iglesia el trabajo apostólico que ellas realizan, siguiendo los pasos de su Fundador, tengo empeño en expresarles, por inter­medio de Vd, los pensamientos que este acontecimiento me sugiere y mis alientos más fervientes para avivar siempre y en todas partes el fuego de la caridad evangélica (cf. Lc 12,49) que ardía en el corazón de San Vicente.

Y, ante todo, la vocación ‘de este genial iniciador de la acción caritativa y social, ilumina todavía hoy la senda de sus hijos y de sus hijas, de los seglares que viven de su espíritu, de los jóvenes que buscan la clave de una vida útil y radicalmente gastada en el don de sí mismos. El iti­nerario de Vicente de Paúl es fascinante. Después de su ordenación sacerdotal y de una extraña aventura de escla­vitud en Túnez, parece dar la espalda al mundo de los po­bres, al ir a París, con la esperanza de conseguir un bene­ficio eclesiástico. Logra obtener un puesto de limosnero de la reina Margarita. Este empleo le lleva a caminar junto a la miseria humana, especialmente en el nuevo hospital de la Caridad. Así las cosas, el Padre Bérulle, fundador del Ora­torio de Francia, escogido como guía espiritual por el joven sacerdote landés, va a proporcionarle —mediante una serie de iniciativas aparentemente poco coherentes— la ocasión de unos descubrimientos que estarán en los orígenes de las grandes realizaciones de su vida. Bérulle envía a Vicente, primero a ejercer las funciones de cura párroco en los alre­dedores de París, en Clichy-la-Garenne. Cuatro meses des­pués, lo llama junto a la familia de Gondi, como preceptor de los hijos del general de las galeras. La Providencia tenía sus designios. Acompañando siempre a los Gondi en sus cas­tillos y propiedades de provincia, Vicente de Paúl hace en ello el estremecedor descubrimiento de la miseria material y espiritual del «pobre pueblo de los campos». Desde entonces se pregunta, si tiene todavía el derecho de reservar su ministerio sacerdotal a la educación de unos niños de buena familia, mientras que los campesinos viven y mueren en tan extremoso abandono religioso. Acogiendo las inquietudes de Vicente, Bérulle lo encamina hacia la parroquia de Chátillon­les-Dombes. En esta parroquia sumamente descuidada, el nuevo párroco hace una experiencia determinante. Llamado, un domingo de agosto de 1617, junto a una familia, cuyos miembros están todos enfermos, empieza a organizar la abne­gación de los vecinos y de las gentes de buena voluntad: había nacido la primera «Caridad» que servirá de modelo a otras muchas más. Y la convicción de que el servicio de los pobres debería ser su vida, morará en él hasta su último aliento. Este rápido recuerdo de la «andadura interior» de San Vicente de Paúl, durante los veinte primeros años de su sacerdocio, nos evidencia un sacerdote extremadamente aten­to a la vida de su tiempo, a un sacerdote que se deja con­ducir por los acontecimientos, o mejor, por la divina Provi­dencia, sin «pasar por encima de ella», tal como gusta de decir. Tal disponibilidad ¿no es, hoy como ayer, el secreto de la paz y de la alegría evangélicas, el camino privilegiado de la santidad?

Para mejor servir a los pobres, Vicente quiso «asociarse eclesiásticos libres de cualquier beneficio, para poder dedi­carse enteramente, con el beneplácito de los Obispos, a la salvación del pobre pueblo de los campos, por la predica­ción los catecismos y las confesiones generales, sin percibir por ello retribución de ninguna clase». Este grupo de sacer­dotes, muy pronto denominados «lazaristas», a causa del nombre del célebre Priorato de San Lázaro, adquirido hacia 1632, se desarrolló rápidamente y se estableció en unas quince diócesis, para dar misiones parroquiales y fundar en ellas «Caridades». La Congregación de la Misión se extendió tam­bién en Italia, Irlanda, Polonia, Argelia, Madagascar. Vicente no cesa de inculcar a sus compañeros «el espíritu de Nues­tro Señor»; lo condensa en cinco virtudes fundamentales: la sencillez, la mansedumbre para el prójimo, la humildad para consigo mismo y, como condicional de estas tres virtudes, la mortificación y el celo que son, en cierto modo, los aspec­tos dinámicos de las anteriores. Sus exhortaciones a quienes envía a predicar el Evangelio, están llenas de sabiduría espiritual y de realismo pastoral: no se trata de ser amado por sí mismo, sino de hacer amar a Jesucristo. Y, en una época en que demasiados sacerdotes mezclaban griego y la­tín a unos complicados sermones, exige la sencillez, el len­guaje convincente y adornado de imágenes, en nombre del Evangelio. ¡Que los lazaristas de hoy —siempre fieles a su Padre San Vicente— puedan sembrar con abundancia la Pa­labra de Dios, mediante sus predicaciones y contribuir de continuo a «fortificar la identidad sacerdotal y su auténtico dinamismo evangélico» en el pueblo de Dios, como yo mis­mo lo deseaba, el Jueves Santo de 1979, en mi carta a todos los sacerdotes de la Iglesia! ¡Que el ejemplo del Señor Vi­cente estimule todavía a todos aquellos que tienen la graví­sima responsabilidad de preparar para las comunidades cristianas urbanas y rurales a los ministros ordenados que ellas necesitan absolutamente!

En el transcurso de las misiones, Vicente de Paúl obtuvo igualmente la evidencia que este método de evangelización no lograría sus frutos si no hubiese en el sitio mismo un clero instruido y celoso. Es así como los lazaristas se entre­garon muy pronto a la formación de los sacerdotes, como también a las misiones populares, y fundaron seminarios en conformidad con las apremiantes llamadas del Concilio de

Trento. El primer retiro de ordenandos, predicado por San Vicente mismo, en 1628, a petición del Obispo de Beauvais, fue el punto de partida de los ejercicios prepara­torios a las ordenaciones y, además, de una cierta formación permanente del clero, merced a las conferencias eclesiás­ticas de los martes, en San Lázaro. Estas iniciativas, que entusiasmaban al señor Olier, dieron a la Iglesia sacerdotes ejemplares, de los cuales varios, entre ellos el célebre Bossuet, fueron llamados al episcopado. A este clero de París y de provincias, Vicente de Paúl comunicó su espíritu evangélico y su impulso misionero y lo orientó hacia el cultivo de la fraternidad sacerdotal y de la ayuda mutua al servicio de los más pobres, en dependencia filial de los Obispos. ¿Cómo relevar el amor de Dios para con el mundo —gustaba repetir— si los mensajeros de este amor no están estrechamente unidos entre sí? San Vicente, ¿no llamaría a los sacerdotes de hoy en día a vivir su sacerdocio en equi­pos fraternos indisolublemente orantes y apostólicos, al mis­mo tiempo muy abiertos a la colaboración con los seglares y penetrados del sentido de su sacerdocio ministerial, el cual procede de Cristo, para el servicio de las comunidades cristianas?

En fin, otro aspecto del dinamismo y del realismo de Vicente de Paúl, fue dar a las «Caridades», que se habían multiplicado, una estructura de unidad y eficacia. Luisa de Marillac, viuda de Antonio Le Gras, primeramente iniciada a la vida espiritual por Monseñor de Sales, guiada después por el mismo Señor Vicente, fue encargada por él de la inspección y el sostén de las «Caridades»; se desempeñó admirablemente y su irradiación contribuyó mucho a que varias «buenas hijas del campo», quienes ayudaban en las «Caridades», se decidieran a seguir su ejemplo de oblación total a Dios y a los pobres. El 29 de noviembre de 1633, iniciaba su vida la Compañía de las Hijas de la Caridad. Y Vicente de Paúl le daba un reglamento original y muy exigente: «tendréis por monasterio las casas de los enfer­mos; por celda, un aposento de alquiler; por capilla, la igle­sia parroquial; por claustro, las calles de la ciudad; por clausura, la obediencia; por rejas, el temor de Dios; por velo, la santa modestia». Resume así el espíritu de la Compañía: «Debéis hacer lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra. Debéis dar la vida a estos pobres enfermos, la vida del cuerpo y la vida del alma». Siguiendo a Luisa de Marillac, millares y mi­llares de mujeres han gastado su vida entera en el servicio humildísimo de los dolientes, mendigos, prisioneros, margi­nados, minusválidos, analfabetos, niños abandonados. Hijas de San Vicente, después de él y como él, son el corazón de Cristo en el mundo de los Pobres y también de los ricos a quienes ellas tratan de hacer bondadosos con los pobres. Sin haber conocido los movimientos feministas de nuestros tiempos, el Señor Vicente supo encontrar en las mujeres de su época auxiliares inteligentes y generosas, fieles v cons­tantes. La historia de la Compañía ilustra singularmente el aspecto, sin duda, más hondo de la femineidad: el de su vocación a la ternura y a la conmiseración, de la cual nece­sitará siempre la humanidad. Porque siempre hay pobres’en ella. Y las sociedades modernas hacen brotar, todavía, nue­vas formas de pobreza.

Esta mirada de contemplación sobre la epopeya vicen­ciana nos haría fácilmente decir que San Vicente es un santo moderno. Ciertamente, si hoy regresase, su campo de actividad no sería el mismo. Se ha logrado curar muchas enfermedades que él había aprendido a cuidar. Pero encon­traría de seguro el camino de los pobres, de los nuevos pobres, en las concentraciones urbanas de nuestro tiempo, como antaño en las campiñas. ¿Se puede imaginar, siquiera, lo que este heraldo de la misericordia y de la ternura de Dios sería capaz de emprender, utilizando con sabiduría to­dos los medios actuales que están a nuestra disposición? En una palabra, su vida sería semejante a la que siempre fue: un evangelio ampliamente abierto, con el mismo séquito de pobres, enfermos, pecadores, niños desgraciados, de hom­bres y de mujeres, poniéndose, ellos también, a amar y a servir a los pobres. ¡Todos hambrientos de verdad y de amor, tanto como de alimentos terrenales y de cuidados corporales!

¡Que el cuarto centenario del nacimiento de Vicente de Paúl ilumine abundantemente al pueblo de Dios, reanime el ardor de todos sus discípulos y haga resonar en el corazón de numerosos jóvenes la llamada al servicio exclusivo de la caridad evangélica! Estos son los sentimientos y los anhelos que quería expresar a la gran y querida familia de los PP. Paúles y de las Hijas de la Caridad y a todos los movi­mientos vicencianos, uniendo a esta expresión mi afectuosa Bendición Apostólica.

Desde el Vaticano, el día 12 de mayo de 1981.

Joannes Paulus PP. II

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