Continuación del mismo asunto
Aunque la confianza que el Sr. Vicente tenía en Dios era tan grande en las necesidades e indigencias que sufría en su persona, o en la de los suyos, como acabamos de ver, no lo era menos en las tribulaciones, contratiempos y en otras circunstancias lamentables y peligrosas que le ocurrieron. Ya lo hemos hecho notar, que en algunas contrariedades que había experimentado y en algunos apuros de sus asuntos en que se había visto, no se le vio nunca abatido ni desanimado, sino siempre lleno de confianza en Dios, con una continua igualdad de espíritu, y un perfecto abandono en su divina Providencia. Y solía estar encantado por haberse hallado en semejantes coyunturas para ponerse en una dependencia más completa y más absoluta de la divina Voluntad.
Un superior de una de las casas principales de su Congregación le había escrito, que andaban promoviendo grandes intrigas para desprestigiar su Comunidad, y que había también personas influyentes que apoyaban los perversos proyectos de sus adversarios. El Sr. Vicente le respondió en estos términos: «En cuanto a las intrigas que utilizan contra nosotros, roguemos a Dios que nos libre de ese espíritu; que si lo condenamos en los demás, es todavía más razonable que nos apartemos de él. Es una falta contra la Providencia Divina, que hace a los que la cometen indignos de las atenciones que Dios tiene de cada uno. Pongámonos bajo la entera dependencia de su santa dirección, y con la confianza de que, actuando de esa forma, todo lo que los hombres hagan o digan contra nosotros se convertirá en bien. Sí, señor. Por más que toda la tierra se empeñe en perdernos, no sucederá más que lo que Dios quiera; en El hemos puesto nuestra esperanza. Le ruego que entre en este sentimiento, y que permanezca en él, de forma que nunca más ocupe su espíritu en esos temores inútiles».
Hay además una cosa, en la que el Sr. Vicente ha dejado ver qué perfecta era su confianza en Dios. Se refiere a la conservación y la propagación de su Congregación. Pues, a pesar de que le era más querida que su propia vida, con todo quería, en eso igual que en todo lo demás, depender totalmente de la Providencia de Dios; en ella ponía toda su confianza para todo lo que se refería al bien y al crecimiento de la querida Compañía. Y a fin de que esa dependencia fuera más absoluta, y esta confianza más perfecta, nunca quiso obrar en nada por sí mismo para procurarle ni beneficios, ni casas, ni fundaciones, ni atraer a ella ninguna clase de súbditos, con la esperanza puesta enteramente sólo en la Providencia de Dios. Cuando venían a ofrecerle algunos regalos, manifestaba más repugnancia en aceptar los más grandes que los pequeños. Cuando se trataba de admitir algunas personas en su Congregación, presentaba mayor dificultad en recibir a los que eran de alguna familia notable o de alguna cualidad destacada en el mundo, que a los de condición más inferior. No es que hiciera acepción de personas, sino que desconfiaba mucho de todo lo que pudiera venir de los movimientos de la naturaleza, o de las consideraciones del respeto humano, y temía que aquello no le alejara de las órdenes y de la dirección de la Providencia Divina. Por eso, sentía de ordinario desconfianza ante todo lo que superaba la mediocridad, incluso de los espíritus más grandes y más elevados, si no los veía dotados de verdadera y sincera humildad. Creía que los que no estaban en posesión de tantos talentos naturales o adquiridos estaban más dispuestos a confiar en Dios; y que, por consiguiente, eran más aptos para su Congregación; en ella podrían triunfar con más bendición que los otros, quienes frecuentemente suelen apoyarse más en sí mismos y menos en Dios. Un Prelado, que había observado bien aquella forma de actuar del Sr. Vicente, decía con mucha razón: «Que aquella norma, que había introducido en su Congregación, de no apreciar las grandes cualidades de la naturaleza, si no iban unidas a la virtud y sometidas a la gracia, era uno de los mejores medios que Dios le había inspirado para mantener la Congregación en la pureza de su espíritu».
El Sr. Vicente recomendaba a menudo a los de su Compañía que no pretendieran ni buscaran nunca nada para uso particular, o general de la Comunidad, ni empleos, ni comodidades, ni favores; sino que sólo aceptaran con humildad y agradecimiento lo que Dios les enviaba; como también que no dejaran nunca divagar su espíritu en diligencias ni empresas con el pretexto de sus necesidades y de sus asuntos, sino que, teniendo un cuidado razonable y moderado de las cosas, dejaran todo lo demás a disposición y dirección de la Divina Providencia.
He aquí lo que le escribió un día a un Sacerdote de la casa de Roma, que estaba ausente: «Todos los días me da usted —le dice— motivos para alabar a Dios por su afecto a nuestra Compañía y por su vigilancia en los asuntos; y así lo hago de todo corazón. Pero me veo también obligado a decirle, como Nuestro Señor a Marta, que hay un tanto de solicitud excesiva en su actuación, y que una sola cosa es necesaria, a saber, darse más a Dios y a su protección, cosa que usted no hace. La previsión es buena, cuando le está sometida, pero llega al exceso, cuando nos apresuramos en evitar algo que tememos: esperamos más de nuestras diligencias que de su Providencia, y pensamos hacer mucho, adelantándonos a sus órdenes con nuestro desorden, que hace que nos adhiramos más bien a la prudencia humana, que a Su palabra. El Divino Salvador nos asegura en el Evangelio, que ni un pajarillo, ni siquiera un solo pelo de nuestra cabeza caerá a tierra sin El. Y usted tiene miedo de que nuestra pequeña Congregación no se pueda mantener, si no usamos de tales y cuales precauciones, y si no hacemos esto o lo otro, de forma que, si tardamos en hacerlo, otros se establecerán sobre nuestras ruinas. En cuanto se levanta un nuevo proyecto contra nosotros, hay que hacerle frente; si viene alguno a aprovecharse de nuestra moderación, hay adelantarse a él, si no todo estará perdido. Ese es más o menos el sentido de sus cartas; y lo que es peor, es que su espíritu, que es vivo, se pone a obrar lo que usted dice, y en su calor piensa que tiene bastante luz, sin que necesite recibir más de otro lado. Señor, ese procedimiento es poco conveniente para un misionero. Sería mejor que hubiera cien misiones fundadas por otros, que haber perdido una sola. Si nuestro celo es bueno, debemos alegrarnos de que todo el mundo profetice, que Dios envíe nuevos Obreros a su Iglesia, que su fama crezca, y que la nuestra mengüe. Le ruego, señor: confiemos más en Dios, dejémosle conducir nuestra pequeña barca, si Le es útil, El la preservará del naufragio; y lejos de que la hunda ni la multitud, ni la magnitud de los otros barcos, por el contrario, navegará entre ellos con mayor seguridad, con tal de que vaya directamente a su fin, y no se entretenga en obstaculizarlos».
Cuando se trataba de conseguir en la Corte de Roma la erección y la confirmación de su Congregación el año 1632, y, al mismo tiempo, el registro de la unión de la casa de San Lázaro, que eran las dos cosas sin las cuales aquella Compañía incipiente no podía subsistir, y aunque contra ambas se le enfrentaban grandes obstáculos y contrariedades, el Sr. Vicente, a pesar de todo, no dejaba de tener tal confianza en Dios, que por aquellos días escribió a un Sacerdote de su Congregación estas palabras dignas de notarse:»Sólo temo por mis pecados, y no por el éxito de las Bulas y del asunto de San Lázaro, ni en Roma, ni en París. Temprano o tarde todo se hará. Qui timent Dominum, sperent in eo, adiutor eorum et protector eorum est».
Sobre eso hay que señalar, que él habla con cierta seguridad acerca del futuro feliz, no por presunción, pues teme por sus pecados y desconfía de sí mismo, sino por la perfecta confianza que tiene de que Dios, por haber dado el ser al cuerpecito de su Congregación, no lo abandonaría, sino que lo llevaría hasta su perfección. Y a propósito de esto, le habían oído decir alguna vez esta frase, que después de que Dios ha comenzado a hacer el bien a una criatura, no deja de continuarlo hasta el fin, si ella no se vuelve indigna. Podemos añadir aquí lo que dijo un día, en los comienzos de la fundación de su Congregación, a los de su Comunidad, al exhortarlos a concebir una perfecta confianza en Dios: «Tengamos confianza en Dios, señores y hermanos míos —les dijo—, pero confiemos plena y perfectamente, y tengamos la seguridad de que habiendo empezado su obra en nosotros, El la acabará. Porque, os pregunto, ¿quién la ha fundado? ¿Quién es el que nos ha dedicado a las misiones, a los Ordenandos, a las Conferencias, a los Ejercicios, etc.? ¿Soy yo? De ninguna manera. ¿Es el Sr. Portail, que Dios ha puesto a mi lado desde el principio? Ni hablar, porque nosotros no pensamos en ello; no habíamos hecho ningún plan. Y ¿quién es el Autor de todo esto? Es Dios, es su Providencia paternal y su pura bondad. Porque nosotros no somos más que unos insignificantes obreros y pobres ignorantes; y entre nosotros hay pocas, o ninguna persona noble, poderosa, sabia o capaz de algo. Es pues Dios quien ha hecho todo esto, y quien lo ha hecho por tales personas, que le han parecido bien, a fin de que toda la gloria vuelva a El. Pongamos pues toda nuestra confianza en El; porque si la ponemos en los hombres, o bien, si nos apoyamos en alguna ventaja de la naturaleza, o de la fortuna, entonces Dios se retirará de nosotros. Mas, dirá alguno, hay que hacerse amistades para sí y para la Compañía. ¡Ay mis queridos Hermanos! ¡Guardémonos bien de escuchar semejante pensamiento, porque quedaríamos defraudados! Busquemos solamente a Dios, y El nos proveerá de amigos y de todas las demás cosas, de modo que no nos faltará nada. ¿Quieren saber por qué no tenemos éxito en algunos de nuestros trabajos? Porque nos apoyamos sobre nosotros mismos. Ese Predicador, ese Superior, ese Confesor, se fía demasiado de su prudencia, de su ciencia y de su propia inteligencia. ¿Qué hace Dios? Se retira de él, lo abandona; y aunque trabaja, todo lo que hace no produce fruto alguno, para que reconozca su inutilidad, y aprenda por propia experiencia que, aunque tenga talento, no puede nada sin Dios».