Limosnas
Quizás el asunto que vamos a tratar en esta Sección tropezará ante todo con la dificultad de ciertos espíritus, que comprenderán difícilmente cómo el Superior General de una Congregación, por su propia iniciativa y sin requerir el consentimiento de los miembros de esa Congregación, haya podido ser tan generoso con los pobres a costa de los bienes de su misma Congregación. Y aún más, cómo el Sr. Vicente, que era tan humilde, tan respetuoso y tan gran enamorado de la pobreza evangélica, y que, además, no quiso sin el consentimiento expreso de su Comunidad, como hemos visto en el Libro primero, dar una pequeña ayuda a su propio sobrino llegado expresamente desde doscientas leguas para visitarle, cosa que no había podido hacer sin afectar notablemente las modestas posibilidades de su pobre familia, cómo, digo, este fiel Siervo de Dios ha dado, con tanta frecuencia y largueza, limosna a toda clase de pobres a costa de su misma Comunidad, como lo vamos a ver en esta misma Sección.
Ciertamente, eso parece, a primera vista, un poco sorprendente, y quienes piensen más favorablemente creerán que eso se realiza por un movimiento extraordinario del Espíritu Santo, quien, a veces, lleva a los Santos a actos de virtud más admirables que imitables. Pero aunque eso se pueda afirmar en verdad en el caso presente y sea fácil reconocer en varias circunstancias de la vida del Sr. Vicente una dirección de Dios del todo extraordinaria y unas máximas tanto más opuestas a la prudencia ordinaria de los hombres, cuanto más conformes son a la Sabiduría divina de Jesucristo; sin embargo, se puede, además de eso, fijar la atención en diversas consideraciones en las cuales esa forma de actuar del Sr. Vicente puede hallar un razonable y legítimo apoyo.
Y, en primer lugar, debemos considerar que el Sr. Vicente era no sólo el Superior General, sino también el Autor, el Fundador y el Institutor de una nueva Compañía, que nació en brazos de la caridad y que se puede decir, en cierto modo, que había permanecido durante el tiempo de su vida, como en la cuna de su infancia. Es él, quien, después de Dios, le ha dado el ser, la forma y la consistencia; quien ha prescrito el orden que se debía guardar en todas sus partes; quien ha determinado sus actividades y sus funciones; y quien ha educado, instruído y perfeccionado a los miembros que la componen; ellos lo han mirado siempre como a su verdadero Padre, y él los ha considerado como a sus Hermanos queridos, a quienes podía decirles, como el Santo Apóstol: Filioli, quos iterum parturio donec Christus formetur in bobis.
Siendo esto así, ha podido muy bien, no como Superior General, sino sólo como Institutor y Padre, disponer de unos bienes que le eran comunes con sus Hijos, y de los que venía a ser como el tutor, durante la minoría de la Compañía, y disponer de ellos no para él, ni para sus intereses particulares, sino para los intereses de Jesucristo, y para el socorro y el servicio de sus miembros, que son los pobres. Y si algún censor riguroso, a pesar de todo esto, quisiera aún decir y sostener que debía requerir el consentimiento de sus Hijos, le responderemos que él no ha juzgado necesario requerirlo, ni obligarlos a declararlo de viva voz, porque lo leía en sus corazones. La unión cordial y muy íntima que siempre han disfrutado con semejante Padre, nunca hubiera podido sufrir entre ellos y su persona ninguna diversidad de sentimientos; ellos querían lo que él quería, y él sólo quería cosas tan buenas, tan santas y tan conformes a los planes y a las órdenes de Dios, que hubiera sido hacer una injuria a su virtud creer que habían tenido el menor pensamiento contrario.
Además de eso, en los primeros tiempos de una Compañía naciente era cuestión de fundamentar bien no solamente lo temporal, sino también, y aún más, lo espiritual. No bastaba con formar el cuerpo, sino que hacía también falta inspirarle y comunicarle el espíritu propio para los fines para los que había sido fundada. Pues bien, como uno de los principales fines, según hemos visto, era evangelizar a los pobres y prestar todos los servicios y todas las asistencias convenientes para tal efecto, hacía falta educarla en un espíritu de compasión, de ternura y de amor a los pobres. Y como el propósito del Santo Fundador era que los de su Compañía estuvieran en disposición continua de exponer y sacrificar su vida, en cuanto hubiera necesidad de ella, para procurar la salvación de los pobres, había una razón adecuada para disponerlos a dar gustosamente una buena parte de sus bienes externos para los pobres, especialmente cuando esta asistencia podía contribuir a su bien espiritual.
Finalmente, la condición del tiempo que la Congregación de la Misión ha vivido en sus comienzos, las calamidades y miserias que han inundado la mayor parte de las Provincias del Reino, y también de toda Europa; la extrema necesidad a la que se han visto reducidos por la desgracia de las guerras y de otros funestos accidentes, han obligado al corazón caritativo del Sr. Vicente a dedicarse a socorrerlos. Y para eso, siempre ha sido necesario excitar a las personas ricas a la compasión y a la misericordia, para persuadirlas a hacer limosnas proporcionadas a las necesidades extremas de infinidad de pobres diseminados por todas partes, que estaban a punto de perecer. Este prudente y fiel Siervo de Jesucristo ha comprendido perfectamente que era necesario animarlos más con ejemplos que con palabras. Y ciertamente, no podía usar un motivo más poderoso para moverlos a esas obras extraordinarias de caridad, practicadas con tanta bendición durante gran número de años, que empezar a hacer él primero lo que recomendaba a los demás; y precisamente en eso, el ejemplo de las limosnas que hizo, ha sido tanto más eficaz, cuanto que se veía bien a las claras que estaban muy por encima de sus fuerzas, y que quitaba de su boca y de las de sus Hijos lo que daba a los pobres. Sin embargo, eso no disminuía en absoluto, antes bien aumentaba, el interés y el deseo que él y los suyos tenían de trabajar, de emplearse y de consumirse por la asistencia espiritual de los pobres.
Supuesto, pues, esto, veamos alguna pequeña parte de las liberalidades y de las caridades que este verdadero Padre de los Pobre ha ejercido en favor de ellos; digo una pequeña parte, porque sólo Dios, que conoce todo, sabe de la humildad de su Siervo, que ha tratado siempre de ocultar cuanto pudo a los ojos de los hombres lo que hacía únicamente por el motivo de Su amor. Estaba bien lejos de los sentimientos de aquellos de los que habla Jesucristo: que tocan la trompeta para publicar sus limosnas, y que usan de toda clase de artificios para hacerse afamados y ser estimados por algunos actos de caridad que hacen por los pobres. Por el contrario, hacía todo lo posible para ocultar sus limosnas, no hablaba nunca de ellas, y tampoco soportaba que se hablara de ellas. Y aunque, además de eso, hizo muchos gastos muy notables para el servicio de los pobres, como pagar a menudo los gastos de los viajes que los suyos emprendían para ir a ayudarlos en sitios muy alejados, pagar los costes de las cartas dirigidas a él por la misma razón tanto de Provincias alejadas, como de los pobres cautivos de Argel, de Túnez, de Bizerta y de otros sitios, lo cual ascendía a cantidades muy considerables, con todo, nunca quiso hablar de eso, ni tomar ese gasto en cuenta, contentándose con que Dios lo conociera y lo tuviera por agradable. Y si él no podía impedir a veces que algunas de esas obras caritativas fueran conocidas, las rebajaba y disminuía su valor, diciendo que eran unos mendigos que daban parte de sus andrajos y de sus migajas a otros mendigos.
Había fundado la Cofradía de la Caridad en la parroquia de San Lorenzo; y por estar dicha parroquia situada en el Señorío de San Lázaro, le donaba todos los años liberalmente y por pura caridad doscientas libras para proveer a los gastos, tanto de la Cofradía, como de las Hijas de la Caridad para la asistencia de los enfermos pobres; y además, enviaba todos los viernes del año a dos eclesiásticos de su casa para visitarlos y consolarlos en sus enfermedades.
Cuando algunos pobres morían en el vecindario de San Lázaro, ya fueran conocidos suyos o no, hacía entregar las ropas para amortajarlos, cuando no disponían de ellas. Y después de haber hecho enterrar cierto día a una pobre mujer decorosamente a costa suya, recibió inmediatamente a su marido en San Lázaro; y allí estuvo enfermo bastante tiempo; e hizo aún la misma caridad a otro hombre pobre, que, por fin, falleció allí.
Habiendo hallado un día cerca de San Lázaro a un hombre pobre casi desnudo, hizo que le dieran cuanto antes ropa. Este hecho ha sido muy frecuente en él, y lo ha practicado con frecuencia con varios otros, mandando darles a unos zapatos, a otros sombreros, a otros camisas, y todo a costa de la casa.
Recibía todos los días en San Lázaro a dos pobres para que comieran con su Comunidad; pero antes, les daba la instrucción espiritual que necesitaban. Y se le ha visto frecuentemente a este verdadero amigo de los pobres, después de saludarlos con mucha afabilidad y ayudarles a subir las escaleras del refectorio, hacerlos sentar más arriba que él, preocuparse de que les sirvieran bien y ofrecerles en persona varios pequeños servicios.
Además de esos dos pobres, también hacía distribuir todos los días a familias pobres raciones de pan, de potaje y de carne, que ellas mandaban a recoger en la puerta de San Lázaro. Y a lo largo del año, hacía dar en esta misma casa de San Lázaro otras dos clases de limosnas ordinarias, sin contar las extraordinarias: una de pan o de dinero, para los pobres transeúntes a todas horas del día; y la otra, de potaje lleno de pan, que se distribuía tres veces cada semana a una hora determinada a todos los pobres que se presentaban, del sitio que fueran. Además de esa limosna, también se les daba una instrucción particular sobre un punto del Catecismo, o de las obligaciones de la Vida Cristiana correspondiente a su condición. Y después de haberles explicado los principales misterios que todos deben saber o creer, les hablaban ya de la manera de rezar bien, ya de lo que hacía falta para vivir bien, como un buen pobre, o bien, cómo debían sufrir con paciencia su pobreza y aflicción, y así de otras cuestiones que les eran propias y convenientes, todo siguiendo las órdenes dadas por el Sr. Vicente.
Los pobres se juntaban a centenares en todo tiempo para recibir esas limosnas corporales y espirituales, y han llegado a verse hasta quinientos o seiscientos. Es cierto que él hizo cesar esa distribución de potaje dos o tres años antes de su muerte por la prohibición que se dio, después de la fundación del Hospital General, con el fin de eliminar la mendicidad de París. Y como los pobres se quejaban, diciéndole: Padre, ¿ no le ha encomendado Dios que dé limosna a los pobres?. El les respondía: Es cierto, amigos míos, pero El ha ordenado también obedecer a los Ma gistrados. Y, sin embargo, después de esta prohibición, a causa de un invierno riguroso que redujo a muchas familias pobres a una necesidad extrema, les hizo repartir diariamente pan y potaje.
Durante los disturbios de París, mandó hacer el mismo reparto todos los días a cerca de mil pobres; y eso produjo un gasto muy grande a la casa de San Lázaro, que quedó más endeudada todavía de lo que ya estaba. En ese tiempo se vio obligado a salir de París, como ya lo hemos dicho en el Libro primero; y, como le notificasen los saqueos, los desperfectos y las pérdidas que sufrió por entonces la casa por el acantonamiento de ochocientos soldados y otros guardas, que habían enviado allí, sin embargo, conociendo la gran necesidad que sufrían los pobres, escribió varias veces a su Asistente para recomendarle que se continuara con las limosnas de pan, empleando hasta tres sextarios de trigo cada día, sin reparar en que estaba demasiado caro por aquel tiempo y por más que no se pudiera hallar en París por dinero; pasando la caridad de este verdadero Padre de los Pobres por encima de todas esas consideraciones, capaces por sí mismas de disuadir a cualquier otra menor que la suya. El Hermano panadero de la casa, que tenía a su cargo la administración de los granos, ha declarado que durante tres meses había empleado diez modios en pan, que se distribuyó entre los pobres. Hay motivos para admirar la conducta de la Providencia de Dios, porque, al cabo de esos tres meses, que es cuando cayó, más o menos, la Fiesta de Pascua, toda la provisión de trigo se consumió, y la Comunidad se vio reducida a carecer de pan para su subsistencia. Cuando ésta estaba ya para sucumbir ante la penuria, los asuntos públicos se arreglaron, y al quedar abiertos los pasos, se pudo comprar trigo para alimentarse, con el dinero que se pidió prestado, y en esto se vio de forma manifiesta el cuidado que la Bondad de Dios tiene para socorrer en sus necesidades a quienes se preocupan de los pobres.
He aquí el testimonio presentado sobre este asunto por un virtuosísimo eclesiástico: «Para hacer ver —dice— el gran corazón del Sr. Vicente y su amor incomparable a los pobres, cuando se enteró de lo que había pasado en San Lázaro, y cómo se había consumido todo o por el fuego, o por la destrucción causada por los soldados, previendo con su prudencia a qué extremo se verían reducidos los pobres por el asedio de París y por la gran carestía de los víveres, que resultaría inevitable, mandó al difunto Sr. Lamberto, que era el Asistente, que ordenara que todos los días se repartieran grandes limosnas a los pobres, y que, a ese efecto, la casa adquiriera en préstamo dieciséis o veinte mil libras para atenderlos, cosa que se ejecutó fielmente, de forma que todos los días se repartían gran número de panes y dos o tres calderos de potaje a los pobres, con la misma abundancia y liberalidad que si el trigo no hubiera costado nada a la casa. Y se mantuvo el reparto durante varios meses, y también después del cese de dichas revueltas. Más adelante, imitaron ese hecho, con gran bendición, varias Comunidades y otras personas ricas. Y no es ésa una de las menores alabanzas debidas a la caridad ingeniosa del Sr. Vicente para alivio de los pobres, de quienes siempre ha sido el Padre nutricio en todos los lugares y en todas las ocasiones».
Pero es aún más digno de destacarse que este caritativo Proveedor de los Pobres diera no sólo las órdenes necesarias para asistir a los que venían a pedir limosna a la puerta de San Lázaro, sino que además mandaba buscar a los pobres refugiados en París hasta en sus mismos tugurios y chabolas, empleando para tal efecto a un Sacerdote y a un Hermano, que iban a aquellos lugares para ver cuáles eran sus necesidades, para aliviarlos y, sobre todo, a los enfermos. Pues bien, su caridad era sin medida ni límites: extendía sus atenciones a toda clase de personas, de la condición y nación que fueran. Por eso, cuando se supo, por ese tiempo, que había en París gran cantidad de católicos irlandeses pobres exiliados por la fe y reducidos a extrema miseria, llamó un día a uno de los Sacerdotes de su Congregación, irlandés de nacimiento, y le preguntó qué pensaba que se podría hacer para ayudar a aquellos pobres refugiados de Irlanda.
«¿No habría alguna manera —le dijo— de reunirlos para consolarlos y para instruirlos? Ellos no entienden nuestra lengua, y los veo como abandonados, y eso me conmueve el corazón y me produce un gran sentimiento de compasión hacia ellos». —Aquel buen Sacerdote le respondió, que haría lo posible. «¡Dios le bendiga!» —le replicó el Sr. Viente—. «Tome: ahí tiene diez «pistolas»; vaya en nombre de Dios, y déles el consuelo que pueda».
Hay que advertir que esta asistencia es distinta de la que hizo a unos eclesiásticos del mismo país de Irlanda; de eso hablaremos inmediatamente.
Un buen muchacho, sastre de oficio, se marchó de San Lázaro a su tierra después de haber visto y experimentado la gran caridad del Sr. Vicente. Al cabo de cierto tiempo, cuando este Santo Varón estaba más ocupado en los grandes asuntos de la Corte, se tomó la libertad de escribirle una carta para rogarle le enviara cien agujas de París, cosa que el Sr. Vicente recibió con gusto, y se tomó muy de buena gana la solicitud de hacerlas comprar y de enviárselas, sin manifestar en ningún momento que le pareciera raro que el joven se hubiera dirigido a él para algo de tan pequeña entidad.
Volviendo un día de la ciudad, se encontró con unas cuantas mujeres pobres a la puerta de San Lázaro; le pidieron limosna, y él les dijo que iba a mandarles alguna cosa. Pero, cuando entró, se olvidó por causa de algunos negocios urgentes e importantes que le absorbieron la atención. Se lo hicieron recordar, y él en persona llevó la limosna, y poniéndose de rodillas ante ellas, les pidió perdón por haberlas olvidado. Una mujer pobre le pidió una limosna al Sr. Vicente; él le mandó medio escudo; pero ella le hizo notar que aquello era poco para su mucha pobreza. Inmediatamente le envió otro medio escudo. Y le han visto hacer cosas por el estilo.
Un pobre carretero había perdido sus caballos y acudió al Sr. Vicente para pedirle que tuviera compasión de él y le hiciera un poco de caridad para ayudarle a reparar aquella pérdida; e inmediatamente el caritativo Capellánlimosnero le hizo dar cien libras.
A un arrrendatario de la Comunidad de San Lázaro, que no podía pagar lo que debía, el Sr. Vicente hizo incluso que le dieran dinero. Y no podríamos decir cuán caritativa ha sido su paciencia con todos los arrendatarios, colonos y deudores de su Comunidad, cuando tardaban en pagar; prefería hacerles nuevos adelantos y exponerse a perder todo antes que usar de alguna coacción o rigor en su caso.
Un trabajador del campo, que desde hacía mucho tiempo tenía, en arriendo a largo plazo, una finca dependiente de un Hospital, fue desposeído de ella por una sentencia; y como hubiera muerto al cabo de poco tiempo de eso y dejado a su mujer y a sus hijos en una gran pobreza, el Sr. Vicente, por pura caridad, recogió a los dos niños en la casa de San Lázaro, y allí fueron alimentados y formados casi diez años, y allí han aprendido un oficio para ganarse la vida. Contribuyó también, al mismo tiempo, a sostener a la pobre viuda.
La fama que había adquirido el Sr. Vicente de ser un hombre muy caritativo, ha atraído en todo tiempo a San Lázaro a un gran número de pobres vergonzantes de toda clase y condición, tanto en París como en otras partes en donde habían vivido llenos de honor y de riquezas; venían confiados a descubrirle sus necesidades. Otros, como sentían vergüenza para pedirle, le rogaban que les prestara alguna cantidad de dinero; él procuraba que les dieran a todos algo, a unos más, a otros menos, y frecuentemente se quedaba sin un «sueldo»; y cuando no había nada en la bolsa de la casa, mandaba donde la Srta. Le Gras a pedir dinero prestado para no despedir a aquellos pobres vergonzantes sin algún consuelo
Había también otros a quienes les hacía dar todos los meses algún dinero. Y un poco antes de su muerte, vino uno que, no pudiendo hablarle a causa de su enfermedad, dijo que hacía más de diecisiete años que venía a pedir esa limosna, consistente en dos escudos todos los meses y que él consideraba como una renta que le era debida.
Viniendo un día del campo a París en una carroza, encontró en el camino a una pobre llena de úlceras y otras incomodidades horrorosas; la hizo subir a la carroza, y la llevó hasta el lugar adonde quería ir en París. Siempre hizo lo mismo, sobre todo en invierno, cuando al volver, al anochecer, a San Lázaro se hacía encontradizo con ancianos pobres u otras personas indispuestas: les dejaba sitio en la carroza, a la que por humildad llamaba «su infamia», haciendo eso por una especie de compensación, porque se consideraba indigno de aquella pequeña comodidad, y como queriendo pagar así un tributo y ofrecer una parte a los pobres, a quienes él creía que les debía lo que tenía de bienes y de medios, y que, por tanto, debía compartir con ellos; ¡tanto amor, ternura y compasión sentía por ellos!
Cuando veía unos pobres enfermos tumbados a lo largo de las calles o de los caminos, iba donde ellos, o enviaba a alguno para enterarse cuál era su mal y su necesidad, con el fin de procurarles algún alivio. Y cuando no descubría fingimiento en su actitud y que estaban de veras enfermos, les ofrecía llevarlos al HôtelDieu en su carroza, o bien, si no disponía de carroza, les hacía llevar allí; y no contento con pagar a los porteadores, les daba alguna limosna por añadidura.
Cuando pasaba un día por una calle de París, oyó llorar a un niño, e inmediatamente hizo detener la carroza, bajó y fue donde él a preguntarle qué le pasaba, y por qué lloraba de aquel modo. Y el niño le enseñó el mal que tenía en la mano. Lo llevó en persona donde el cirujano, le hizo curar en su presencia, pagó al cirujano, y además le dio algún dinero al pobre niño.
Un viejo soldado llamado Criblé (=acribillado) a causa de la gran cantidad de heridas recibidas en la guerra, vino un día a San Lázaro, donde no le conocía nadie, y dirigiéndose con franca libertad al Sr. Vicente confiado en su caridad, de la que había oído hablar, le pidió que le sufriera en su casa durante algunos días; y él se lo concedió muy gustosamente. Este soldado, uno o dos días más tarde, cayó enfermo; el Sr. Vicente lo hizo poner en una habitación con chimenea, y allí estuvo atendido y medicinado por espacio de dos meses, e, incluso, puso a un Hermano a su disposición para todos los servicios necesarios, hasta que quedó totalmente restablecido.
He ahí unas pequeñas muestras de los cuidados caritativos que este Santo Varón practicaba con los pobres. No nos debemos de extrañar de ello ya que podía ser generoso con ellos en los bienes exteriores, pues les había entregado su corazón, y estaba siempre dispuesto a exponer su vida para procurar el bien de sus almas; pues nada deseaba tanto como prestarles toda clase de servicios por el amor de Jesucristo, a quien honraba particularmente en ellos, considerándoles como las vivas imágenes de la caridad incomprensible que había llevado a ese Divino Salvador a despojarse de todas sus riquezas, haciéndose pobre por el amor a nosotros, a fin de enriquecernos, como dijo el Santo Apóstol, con su pobreza.