Como la fundación de los Sacerdotes de la Misión era la obra que esta virtuosa Señora había querido más, vislumbrando los frutos que podía producir en la Iglesia, en la salvación y la santificación de grandísimo número de almas, después de que Dios le hubiera hecho la gracia de ponerle la última mano, viéndola perfecta y cabal, parecía que no podía desear nada más en esta vida, y como otra santa Mónica, bien pudo decir en su corazón que no tenía ya nada más que hacer en la tierra: Dios había colmado sus más ardientes aspiraciones; y suponía que no le quedaba más que aspirar al cielo, para recibirla corona preparada a los servicios que había tratado de prestar a su Divina Majestad
Y así fue efectivamente: no habían pasado todavía dos meses desde que se firmó el contrato de fundación, cuando se sintió atacada por una enfermedad, que, en pocos días, habiendo agotado hasta el extremo su cuerpo ya muy debilitado por enfermedades anteriores y por todas las penas y fatigas que su celo y su caridad le habían hecho emprender, lo separó de su alma para llevarla al descanso eterno. Acaeció la muerte la víspera de la fiesta de san Juan Bautista del año 1625, muerte que debió de ser preciosísima ante Dios, precedida como estaba de una vida santísima, que sería capaz de proporcionar materia para llenar todo un volumen y para una muy grande edificación de toda la posteridad. Pero sólo el Sr. Vicente podría suministrarnos los mejores recuerdos, porque conocía mejor que nadie las excelentes cualidades y excepcionales virtudes de la difunta. Pero como en su humildad procuraba siempre ocultar bajo el velo del silencio todos los bienes en los que tomaba parte, evitó declarar lo que sabía para no darnos a conocer sus propias cosas
Esta santa y virtuosa Señora no había hecho casi nada digno de consideración para el servicio y la gloria de Dios sin que el Sr. Vicente hubiera cooperado en gran manera con ella y, por consiguiente, hubiera merecido tener mucha parte en las alabanzas que se le habrían prestado a ella, y eso es lo que él más temía y lo que evitaba en cuanto podía
Después de rendidos los últimos deberes a la Señora Generala y de que su cuerpo fuera llevado al monasterio de las Carmelitas de la calle Chapon, siguiendo las instrucciones que había dejado la difunta, el Sr. Vicente, lo antes que pudo, partió para Provenza a llevar la triste nueva al Sr. esposo. Sabía muy bien que le iba a causar un dolor muy grande y que tal separación sólo podría serle muy de sentir. Al principio, por prudencia, disimulando el objeto de su llegada, le habló sólo de las grandes obligaciones debidas a Dios por las particularísimas gracias que había recibido, tanto en su persona, como en toda su familia, y del agradecimiento que le debía, uno de cuyos actos principales era mantenerse siempre en perfecta dependencia y conformidad con su santísima voluntad en todas las cosas, sin reservas. Y después de prepararlo así, poco a poco, por fin le declaró lo que había sucedido. Y después de haber dado lugar a los primeros movimientos de la naturaleza, usó de todo lo que su lúcida mente y la unción del Espíritu Santo, de la que estaba abundantemente lleno, le pudieron sugerir, para suavizar el dolor causado por una noticia tan de lamentar y para ayudarle a sobrellevar su pena, tan de sentir y tan amarga, con paz y tranquilidad de espíritu. Porque podemos decirlo con verdad, que entre las gracias particulares que el Sr. Vicente había recibido de Dios, una de las principales era la de consolar a los afligidos y atemperar las mayores penas y angustias internas
Nuestro Señor Jesucristo le había dado para tal fin una comunicación especial de su Espíritu, por la virtud y la unción de quien podía decir a imitación suya que el Espíritu del Señor estaba sobre él para evangelizar a los pobres, y para consolara los tristes y curar las heridas de sus corazones». Y la Señora lo había experimentado con frecuencia en sus angustias y penas interiores, con las que Dios se complacía en ejercitarla. En ese estado de sufrimiento no podía hallar consuelo más sólido que el que recibía del Sr. Vicente. Había reconocido en él una caridad perfecta para procurarle el verdadero bien de su alma y para atraer toda clase de gracias sobre la familia. Por eso, siempre había deseado que no se le marchara nunca, pensando que el Sr. Vicente sería el arca en la casa de Obededom, que atraería abundantemente las bendiciones divinas. Por esa razón, la Señora, con ocasión de hacerle un legado por testamento, en testimonio de su agradecimiento,
«le suplicaba por el amor de Nuestro Señor Jesucristo y de su Santa Madre, que no quisiera nunca dejar la casa del Sr. Generalde las Galeras; ni después de la muerte de éste, a sus hijos. Y no contenta con eso le suplica en su testamento al Sr. General que quiera retener en casa al Sr. Vicente y manda a sus hijos, después, rogándoles que recuerden y que sigan sus santas instrucciones, conociendo bien, si así lo hacen, la utilidad que recibirán sus almas y la bendición que les llegará a ellos y a toda su familia»
Pero el Sr. Vicente no estaba en su elemento en aquella gran casa por más que anduviera muy bien reglada y ordenada. Quedaba expuesto demasiadas veces al ambiente mundano. Y mirando más por lo que Dios le pedía que por los ruegos dela virtuosa Señora, y prefiriendo el amor soberano debido al Creador, a todas las consideraciones humanas que parecían obligarlo a dar satisfacción y reconocimiento a la criatura, rogó insistentemente al Sr. General que aceptase su marcha al colegio de Bons-Enfants. Obtuvo la autorización y con su permiso se despidió de la casa y se fue a vivir en el nuevo domicilio
Fue el año 1625 cuando el fiel Siervo de Dios, después de haber bogado durante varios años por la mar procelosa del mundo, arribó, por fin, gracias a una particularísima orientación dada por la Divina Providencia, a este refugio, como a un puerto seguro, para dar comienzo a una vida totalmente apostólica. Y renunciando en absoluto a los honores, a las dignidades, y a los demás bienes del mundo, hizo en él profesión particular de trabajar en su propia perfección y en la salvación de los pueblos, en la práctica de las virtudes enseñadas por Jesucristo y mostradas con su ejemplo
Fue en ese sitio donde puso los primeros cimientos de la Misión, dedicada enteramente, como la de los primeros discípulos de Jesucristo, a seguir al gran y primer misionero venido del cielo, y a trabajar en la misma labor que El en su vida mortal
Para entender mejor los planes de Dios referentes a la nueva institución de la Congregación de la Misión es necesario conocer bien quién ha sido aquél de quien su Providencia infinitamente sabia en todos sus actos se ha querido servir para que fuera su primer fundador, y cómo le ha concedido todas las cualidades de cuerpo y de alma convenientes para llevar a cabo felizmente una empresa tan importante para su gloria y para el bien de la Iglesia. Seguramente no será fácil hacernos con lo que este gran Siervo de Dios se ha esforzado en ocultar, en cuanto le ha sido posible, bajo el velo de una profundísima humildad. Solamente podremos hablar de lo que la caridad o la obediencia le han obligado a manifestar al exterior, pero, claro, la parte principal, totalmente interior y espiritual, nos es desconocida. Y para empezar, presentaremos en el capítulo siguiente solamente un esbozo, que por muy tosco e imperfecto que sea, no dejará de dar alguna luz al lector para que se haga una idea más clara de todo lo que vamos a relatar acerca de él en la continuación de esta obra.