Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 11

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Luis Abelly · Translator: Martín Abaitua, C.M.. · Year of first publication: 1664.

Lo que sucedió en la conversión de algunos herejes, que el Sr. Vicente atrajo felizmente a la Iglesia Católica


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Cuando estuvo en Châtillon, Dios se sirvió de su celo y de su prudencia, para desengañar a algunos espíritus inficionados de herejía, y para ponerlos en el camino de la verdad

Aquí sólo relataremos lo que sucedió en la conversión de dos de esos herejes, entre otros muchos, que, después de Dios, han recobrado gracias a la actuación caritativa del Sr. Vicente, el don de la fe, que la herejía les había hecho perder

El primero fue un joven de Châtillon, llamado Sr. Beynier, nacido de padres herejes, que lo habían instruido con el mayor esmero en sus errores. Era hijo único y había heredado de sus padres grandes riquezas, y usado bastante mal de ellas. La mala libertad que le daba su falsa religión lo llevó a una vida disoluta y licenciosa. El Sr. Vicente, movido por un auténtico celo de la gloria de Dios, y deseando arrancar la presa de las manos de los demonios y entregársela a Jesucristo, poco a poco se fue insinuando en la amistad del joven, y, a pesar de que figuraba ante todos los que lo conocían como un perdido, no dejaba de ir a verlo a menudo y a hablar con él. Aquello causaba mucha extrañeza a todos y celos a los Ministros de Châtillon, que no se preocupaban de que el Sr. Beynier continuara en su vida desenfrenada, con tal de que no abandonara su facción. Comenzaron a desconfiar, cuando lo vieron más moderado que antes: ése fue precisamente el primer paso que el Sr. Vicentele hizo dar para disponerlo a reconocer y a abrazar la verdad. Llegada que fue su hora, habiéndole Dios abierto los ojos y tocado el corazón, abandonó al mismo tiempo los excesos y la herejía, y adelantó tanto de un golpe en la práctica de las virtudes cristianas, que determinó guardar el celibato durante toda su vida. En cuestión de una semana entregó dos o tres granjas a personas a las que, según temía, su padre no había dado entera satisfacción, aunque nadie lo había llevado a pleitear; y con lo que le quedaba, hizo limosnas y otras obras caritativas. En su testamento destinó el resto a legados piadosos y, particularmente, a una fundación para instalara los Padres Capuchinos en Châtillon. Ha sido el R. P. Des Moulins, del Oratorio, por entonces superior en la ciudad de Mâcon, quien ha conocido al detalle los felices efectos de la gracia de Dios en este virtuoso converso, y quien ha dado fiel testimonio de todo por escrito. En él, entre otras cosas, pone «que lo que más le ha llamado la atención en esta conversión de costumbres como de credo, y lo que más encuadra con nuestro propósito, es que Dios se ha servido del Sr. Vicente para llevarlo a cabo (son sus propios términos), pero que dejó todo el honor a los que no habían tenido otra parte que la de haber asistido a la abjuración y dado la absolución. Pudo haberla dado él en persona según órdenes del Sr. de Marquemont, arzobispo de Lyon, pero su humildad no le permitió recibir el honor, que quiso ceder a otros»

El segundo hereje que el Sr. Vicente condujo a la Iglesia fue el Sr. Garron, que más adelante se retiró a Bourg-Ville, capital de Bresse. Conocemos su conversión de la herejía gracias a él mismo: dejó escrita una carta de agradecimiento al Sr. Vicente con fecha del 27 de abril de 1656, es decir, unos cuarenta años después de su conversión

«Soy uno de sus hijos en Jesucristo ­le dice­ que acude a su bondad paternal, cuyos efectos experimentó en otro tiempo, cuando, dándolo a luz para la Iglesia por medio de la absolución de la herejía, que su caridad le dio públicamente en la iglesia de Châtillon-les-Dombes el año 1617, usted me enseñó los principios y las más hermosas verdades de la Religión Católica, Apostólica y Romana; en ella he perseverado por la misericordia de Dios, y espero continuar el resto de mi vida. Soy aquel Juanito Garron, sobrino del Sr. Beynier, de Châtillon, en cuya casa residía usted mientras estuvo en Châtillon. Le suplico me conceda la ayuda necesaria para que me impida hacer algo contra los planes de Dios.»

«Tengo un hijo único. Después de finalizar los estudios ha decidido hacerse jesuita. Es el hijo mejor dotado en bienes de fortuna de toda esta provincia. ¿Qué debo hacer? Mi duda procede de dos cosas», etc. Y aduce a continuación los pros y los contras de semejante plan, y concluye de esta manera: «Temo equivocarme, y he pensado que usted podría hacerme la gracia de dar su opinión a uno de sus hijos, que se lo suplica humildemente. Le agradará que le diga que en Châtillon la asociación de la Caridad de las servidoras de los pobres se mantiene siempre vigorosa.»

No se conoce qué respuesta dio el Sr. Vicente a esta carta; pero su contenido deja ver suficientemente la gracia que Dios le había concedido de conocer perfectamente los corazones, y enseñando la verdad, de inspirar al mismo tiempo el amor a la virtud verdadera y a la sólida piedad. Vemos a un padre de familia de los más ricos de su provincia, que sólo tiene un hijo, al que ama tiernamente, y que quiere dejarle y privarle del consuelo más dulce del mundo. Pero no consulta ni a la carne ni a la sangre, sino que se dirige al que está más cerca de Dios; él tiene en sus manos la vida de su alma, y le pide su parecer para conocer lo que Dios desea en tal circunstancia, siempre dispuesto a sacrificar a su Isaac, si es ésa la voluntad divina. ¡Tan grande era la piedad y el amor de Dios que el Sr. Vicente había inspirado en su alma, tan profundas raíces habían echado, que producían, después de cuarenta años, frutos de una virtud heroica! Esta misma carta le sirvió también a Vicente de gran consuelo en su ancianidad extrema, dándole a conocer que Dios, por una especial protección de su gracia, mantenía aun entonces en su primer fervor la primera Asociación o Cofradía de la caridad, comenzada hacía cuarenta años en la aldea de Châtillon, y que sirvió de motivo y de modelo para fundar otras en tan gran número y en tantos lugares, donde los enfermos pobres, miembros dolientes de Jesucristo, reciben una ayuda tan notable para sus cuerpos y para sus almas

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