Santa Luisa de Marillac (Parte Primera)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 1984 · Fuente: Vincentiana.
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La palabra espiritualidad dice relación al espíritu. Es propio de una época en que se tenía una concepción dualista del ser humano, y el espíritu era el todo en el hombre. Pero aún hoy día, en que se acentúa más la unicidad del ser humano, también hacemos del espí­ritu el centro del hombre y lo que da la peculiaridad de su ser, dan­do un valor inferior a la materia orgánica que forma de ese ser.

Qué entendemos por espiritualidad? ¿La orientación que da el hombre a su ser hacia al ser absoluto? La estructuración del hombre transcendiendo hacia Dios según su personalidad, su voca­ción y su carisma? ¿Dar a la vida un sentido espiritual y profundo?

Cualquiera que sea la respuesta siempre aparece la persona hu­mana como el agente de la espiritualidad. Y en el despliegue de la personalidad por el espacio se distinguen tres factores: la sicología, la educación y el entorno socio-religioso. Son tres componentes que nos obligan a hablar no de espiritualidad, sino de espiritualidades.’ De ahí la diversidad espiritual de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, de San Francisco de Sales y de Santa Juana Francisca de Chantal, de San Vicente de Paúl y de Santa Luisa de Marillac.

Por eso, también, al estudiar la espiritualidad de Santa Luisa conviene examinar su sicología, su educación y su entorno socio-re­ligioso.

I. Su vida

Por las calles de París veía cómo las personas hacían su vida; veía cómo la impronta de las personas sobre los acontecimientos se realizaba día a día. Sin embargo en ella no sucedía así. No era ella quien hacía su vida, era la vida quien la hacía a ella. Parecía como si la vida le viniera dada y ella la aceptaba.

Luisa se había acostumbrado a examinar su vida como a un per­sonaje que estuviera delante de ella, y se acostumbró a considerarla como el punto vital de donde arrancaba toda su espiritualidad. Su vida personal tiene una resonancia más fuerte que en otras personas al ir a Dios.

1. Nacimiento

¿Quién fue esta mujer? ¿Quiénes fueron sus padres? Ni aún hoy día casi podemos responder. Gobillon la clasifica en la familia Marillac y da nombre y apellido de sus padres: Luis de Marillac y Margarita Camus. Cuando se intro­dujo la causa de beatificación se dudó de la identidad de su madre; Coste, cautelosamente indica en una nota que es hija natural; Blochard lo dice con claridad, pero de paso en 1938; ANNALES lo sabe, pero lo oculta en 1941; y queda divulgado en 1960, cuando Calvet publica en una edición popular que Luisa es hija natural del noble Luis de Marillac y de madre desconocida.

Sin embargo, investigando los documentos no se puede admitir sin más que Luis de Marillac fuera el padre de Luisa. Los documen­tos en los que se apoya la paternidad natural de Luis son el contrato matrimonial de Luisa en el que se dice «hija natural del difunto Luis de Marillac», y algunos documentos sobre donaciones que le hizo Luis de Marillac, en los que se declara: «mi hija natural», «hija natural de Luis de Marillac». En su testamento Luisa llama a Luis de Marillac «mi difunto padre» (Rc. 5, n° 114). Ciertamente es una Marillac (COSTE, I, c. 105).

A pesar de todo, estas afirmaciones no convencen enteramen­te. A no ser por causa de la herencia, en el siglo XVII no eran muy delicados en la aplicación de parentescos.

Hay cuatro dificultades difíciles de superar que nos impiden aceptar así, sin más, esta paternidad:

  • Que Luis de Marillac dijera «que ella había sido su mayor consuelo en este mundo, y que creía que Dios se la había dado para que fuera el reposo de su espíritu en las aflicciones de su vida». ¿Por qué, entonces, no la legitimó con vistas a la herencia? Aunque no era sencillo legitimar a una hija natural, sobre todo cuando era pequeña o había hijos legítimos, es extraño que no aparezca ningún intento por lograrlo. Los indicios son que no quiso, ya que se esforzó por lograr como hija suya a Inocencia, la hija adulterina de su segunda esposa. Y si tanto la amaba y no quiso, es que no podía por ser hija adulterina, sacrílega o de estupro. O más sen­cillamente, porque no era hija suya. Lo confirma lo poco que le legó por donaciones.
  • Que su segunda esposa, Antonieta Camus, le acuse en juicio de ser impotente; señalando claramente que había sido operados tres veces: a los 14 años, a los 7 y a los 3; que quienes le operaron podían aún testificarlo y que todo el mundo lo sabía y que eso ya había su­cedido en el primer matrimonio de su marido. Ciertamente las testificaciones de la parte interesada no son de fiar, pero en ningún momento del interrogatorio se la contradice in­dicando que su marido era potente, pues había tenido una hija, Luisa.
  • Que el P. Anselme (1625-1694) la ponga en su genealogía como hija de René de Marillac y nieta del Guardasellos, Miguel de Marillac. Y aunque no podía ser hija de ese René, solo 5 años mayor que Luisa, niega por ello mismo que sea hija de Luís. El P. Anselme podía constatarlo preguntando al hijo y a la nieta de Santa Luisa. Y aunque la primera edición es de 1674, no lo corrigió en las siguien­tes; por ejemplo en la 3a edición en 1730, a petición del nieto de Miguel de Marillac que aún vivía.
  • Que todo el comportamiento de la familia Marillac aparece como si se quisiera ocultar la ascendencia de esta niña que molesta y llena de vergüenza al devoto Marillac, pero también parece co­mo si tuvieran obligación de ayudarla económicamente. (L. 90). Un tribunal de justicia defiende sus bienes contra Miguel de Marillac, tutor de la hermanastra Inocencia en 1608, y le pone a un tal Blondea para que cuide de sus bienes. Ningún Marillac es tutor suyo y vive en un pensionado. Hacia 1638 San Vicente le escribe a Santa Luisa una frase curiosa sobre los nietos de Miguel de Marillac: «¿Qué hay de la enfermedad de ese buen señor y del embarazo de su senora esposa? No sé quién me da la curiosidad sobre esto; pero me ñparece que esta familia me toca el corazón con ternura» (I, c. 355).

Algunas de estas dificultades debió de sospecharlas Gobillon, pues al escribir la vida de la Señorita Le Gras advertía: «con este material, he formado el plan de esta historia que habría sido más considerable si yo hubiera podido investigar más para hacer la com­posición».

Parece una ironía involuntaria las frases que pone en la intro­ducción: Al escribir la vida «me he comprometido a satisfacer en esta ocasión lo que debo a la Compañía de las Hijas de la Caridad»; y esta otra: escribió esta vida «a ruegos del Señor Almerás».

2. Educación – Poissy

Cuando leemos los escritos de Santa Luisa, igual que a Gobillon, nos parecen «tan sólidos» que quedamos admirados. Nos da la sen­sación de leer a una mujer que sabe de filosofía y conoce la teología y la espiritualidad. No nos extraña que se iniciara en latín antes que en francés, pero nos da una sensación grata al ver que había sido iniciada en la pintura.

Se puede concluir que fue una mujer bien formada, instruida y muy aficionada a la lectura «que hacía lo más común de sus ocu­paciones».

¿Dónde se formó? Luis de Marillac «la puso en pensión en el monasterio de las Religiosas de Poissy donde tenía algunos parien­tes»

El 10 de octubre de 1591, cuando Luisa tenía dos meses, Luis de Marillac la hizo donación de algo más de 9 arpents de labranza, es decir, entre 3 ó 4 hectáreas, en terreno de Ferriéres-en-Brie. Y añade una carta dirigida a una tía suya religiosa dominica en dicho monasterio de Poissy. Se llamaba también Luisa de Marillac.

Estos pocos datos nos dan a entender que sin tener aún un año la llevaron a Poissy. Poner niñas tan pequeñas en los Monasterios como pensionistas era bastante frecuente por entonces. Allí de­bió estar Luisa, a lo más tardar hasta julio de 1604, cuando muerto su padre, nadie se responsabilizó de pagar la pensión alta en aquel monasterio para niña nobles. Luisa tenía 13 años. En el siglo XVII una mujer dejaba de ser niña hacia los 11 años.

En esos trece años que pasó en Poissy recibió una formación completa y adelantada. Seguramente terminaría la gramática, y la dejaría al comenzar la retórica. (En aquella época la precocidad de los niños era mayor que en nuestros tiempos).

A pesar de la nobleza del monasterio y de sus riquezas no pare­ce que estuviera relajado (12).

Las educadoras de Luisa tenían una cultura excelente.

3. Educación – Pensionado

Gobillon continúa: Su padre «habiéndola retirado de allí algún tiempo después la puso en París, entre las manos de una señora hábil y virtuosa, para que la enseñara las labores propias de su condición» (pgs. 6-7). (Maitresse; dueña de un pensionado o mujer capaz de enseñar; con­dición, ¿cuál? ¿ la nobleza en que había vivido o en la ilegitimidad que tenía que vivir?).

Sor Bárbara Bailly, la hermana puesta para que cuidara de la salud de Santa Luisa en sus últimos años, concretiza más: La Señorita Le Gras «nos contó algunas veces que siendo joven (la juventud co­menzaba a los 11 años) había estado de pensión en casa de una buena mujer piadosa (fille: célibe o que hace voto de celibato) con otras señoritas como ella» (demoiselle: joven de condición y no del pueblo bajo) (Rc. 6, n° 1069).

No era, por lo tanto, una pensión cualquiera. Era un pensiona­do para jóvenes de condición.

Sor Bárbara Bailly continúa: «Y viendo que la señora era pobre, le dijo que tomara labores para los comerciantes; que ella trabajaría para ella; y animaba a sus compañeras a hacer lo mismo. Y ella ha­cía los trabajos humildes de la casa, como cortar la leña y otras cosas pesadas».

Era, por lo tanto, un pensionado para jóvenes no de condición elevada, sino media-baja: pequeñas burguesas, hijas de pequeños nobles de provincia o jóvenes bastardas. Estos pensionados eran corrientes en París.

En este pensionado debió estar hasta los 21 años, hasta unos meses antes de casarse en que va a vivir con los Doni-Marillac, ya que cuando se casa no tiene muebles, ni siquiera la cama, símbolo casi de quien vive independiente.

Esa señora las preparaba para llevar una familia y la parte do­méstica de una hacienda; trabajos domésticos, labores de familia, contabilidad, etc.

Así se completó la formación de Luisa en todo lo necesario para el gobierno de una comunidad, para dirigir a otros. Su personali­dad se hace fuerte, decidida, aguda para los negocios de toda clase.

4.- Capuchinas

Por los años en que vive en este pensionado sucede un aconte­cimiento que la marcará duramente.

Sor Maturina Guérin cuenta que comenzó «a hacer oración ha­cia los 15 o 16 años y que hizo nacer en ella el deseo de ser capuchi­na». Es decir que, según la secretaria de la santa, el deseo de ser capuchina le nació hacia 1606 (Rc. 6, n° 1068 bis) (13).

Sabemos que Santa Luisa pidió el ingreso al P. Honoré de Champigny. Pero el P. Champigny estuvo ausente de Paris desde 1606 hasta julio de 1612. Por lo tanto debió ser en el verano de 1612 cuando Santa Luisa presentó su vocación al Provincial de los capu­nos y, rechazada, aceptó el matrimonio.

El 13 de agosto de 1610 había sido declarada mayor de edad; justo al día siguiente de cumplir los 19 años.

Hay indicios para pensar que había hecho voto perpetuo de cas­tidad o acaso de ser religiosa.

5.- Matrimonio

El 5 de febrero de 1613 contrae matrimonio con Antonio Le Gras. El día anterior se había firmado ante notario las cláusulas del contrato matrimonial. Cuatro puntos resaltan:

  • Claramente se señala que es hija natural de Luis de Marillac.
  • Su esposo desciende de Auvergne al igual que los Marillac.
  • Es secretario de commendement de la Reina madre María de Médicis, como los Doni-Antichy y los Marillac.
  • Aparece una lista de los bienes de Luisa que ya se conocían por otros documentos. Pero también aparece una respetable dote de 6.000 libras que no se sabía tuviera Luisa de Marillac.

Da la sensación de ser un matrimonio de alianza política. Los Marillac necesitan al señor Le Gras en la familia.

El 14 de marzo de 1610 moría asesinado Enrique IV; el 15 el Parlamento nombra regente a María de Médicis. Los Marillac fieles a María de Médicis desean afianzarse en el poder.

Miguel de Marillac se siente seguro en la política; su hermano Luis, casado con una pariente de María de Médicis, avanza en el ejército; su cuñado Doni, esposo de Valence de Marillac, está en la hacienda. Necesitan a alguien en la secretaría. Se fijan en Antonio Le Gras, pero, al ser plebeyo, ninguna Marillac puede casarse con él; y se fijan en otra Marillac — marginada hasta entonces —, que es ilegítima, que ha sido rechazada en las capuchinas; le dan una dote y en unos meses se arregla el matrimonio.

Así se ve cómo en el contrato de matrimonio los Marillac-Doni­Hennequin firman: «todos amigos comunes de dichos futuros espo­sos».

Así comprendemos que Santa Luisa se lo echara en cara al con­de de Maure, esposo de Ana Doni-Marillac: «Usted que tiene el lu­gar de aquellos que con su conducta me hicieron abrazar esta forma de vida que me ha puesto en el estado en que ahora estoy» (L. 274).

Así se explica que, rechazada en las capuchinas, no intentara entrar en otras religiosas.

Desde 1613, cuando Luisa tiene 21 años, la vida se va aclaran­do. Se conservan más documentos y se puede concluir:

  • De 1613 a 1617 es una época feliz para el matrimonio Le Gras. A los nueve meses les nace un hijo, Miguel. Progresan en la escala social; sus nietos acaso lleguen a ser nobles. Pero de 1617 a 1622, María de Médicis es alejada del poder.
  • Fueron cinco años malos para los partidarios de la Regente. Son rechazados y quedan inactivos, en situación de espera. Entre éstos se hallan los Marillac, Doni, Le Gras… Han caído en desgra­cia del Rey, con todo lo que esto significaba en el siglo XVII.
  • En enero de 1622, María de Médicis, forma parte del go­bierno. Sus partidarios son rehabilitados.

Estos cinco años, de 1617 a 1622, tienen una importancia y una trascendencia terrible para el futuro de Santa Luisa. Un buen polí­tico debiera haber seguido a la Regente en su destierro y acompañarla en sus vaivenes. Así lo hicieron Richelieu, Miguel de Marillac y otros. Pero Antonio Le Gras queda en Paris. ¿ Por qué?. Recibe ór­denes del jefe del clan Marillac. Debe sacrificarse por la familia.

En enero de 1614 había muerto Octavio Doni de Attichy y en enero de 1617 su esposa Valence de Marillac. Dejan siete hijos, cuatro menores de edad (16bis).

El tutor legal de estos cuatro menores es Miguel de Marillac, pero dedicado a la política, de hecho lo es Antonio Le Gras que vive en casa de Doni de Attichy. Y el señor Le Gras se preocupa más­ de los bienes de sus sobrinos que de los propios, hasta llegar a decir Santa Luisa años más tarde: «Mi difunto marido consumió todo, su tiempo y su vida cuidando de los negocios de su casa (Attichy), aban­donando enteramente los suyos propios» (L. 96). Y la señora de Ma­rillac, nuera de Miguel, dice que el señor Le Gras había hecho gran­des servicios a Genoveva Doni. (Rc. 6, n. 1046; L. 267).

Cuando en 1622 María de Médicis entra en el gobierno y los Marillac avanzan en la grandeza, el señor Le Gras cae enfermo y todo se hunde. Abandonan la casa de los Attichy y se instalan en la calle Courtau — Villain. Durante cuatro años la señorita Le Gras cuidará a su hijo y a su marido enfermo. El señor Le Gras morirá el 21 de diciembre de 1625.

La penuria económica será angustiosa para Luisa, la va a ator­mentar, la llenará de remordimientos como si hubiera abandonado la hacienda de su hijo. Verá negro el futuro de ese hijo que tanto ama; y cuando llegue el tiempo de casarlo la llenará de dolor el no poder encontrar esposa adecuada, debido a sus pocos bienes; la quita­rá el tiempo, teniendo que acudir a San Vicente en busca de ayuda y, dominando su orgullo, irá a los Marillac, mendigando su influen­cia.

Vida espiritual

¿Cómo era la vida de la señorita Le Gras? En los archivos de las Hijas de la Caridad (Paris) se conserva una nota muy mal escri­ta, describiendo la vida que llevaba durante estos años. El H° Du­courneau aclara que la escribió una criada de la Señorita: «Sra. de la Cour, de aquella que sirvió a la Señorita con cuidado». La nota dice así:

«Que en su juventud tenía gran piedad y devoción en servir a los pobres. Les llevaba dulces, golosinas, galletas, y otros dulces. Los peinaba, les limpiaba la roña y la miseria; y los amortajaba. Cuando estaba a la mesa frecuentemente hacía que comía, pero no comía. Por la noche, tan pronto come se dormía el señor, se levantaba y se encerraba en su gabinete para tomar cilicio y disciplina. Dejaba su compañía para subir a un monte y cuidar a un pobre que temblada de frío al llover sobre él». (Rc. 6, n. 1066 bis).

También Gobillon escribe algo parecido; la describe atrayendo a otras al servicio de los pobres «como en ensayo de la gran obra que debía emprender un día para el cuidado de todos los pobres, creando una congregación de mujeres. Lo cual ha testimoniado por escrito: que durante su matrimonio ya había tenido algún deseo» (o.c. pgs. 10-11).

Estas notas están escritas después de morir la Santa, para testi­moniar sobre su vida. Sin dejar de tener un fondo de verdad, da la sensación de aplicar a la señorita Le Gras, casada, lo que sabían de Luisa fundadora de las Hijas de la Caridad.

Al leer estos escritos y el reglamento de vida, cuando ya era viuda, vemos a una mujer devota del siglo XVII llevando una vida piadosa centrada en la oración de petición, de alabanza y de oración mental. Busca habituarse en las virtudes y dominar las pasiones a base de la mortificación interna y de la ascesis externa. Se dedica a obras de caridad, como tantas mujeres devotas. La lectura de los libros piadosos la forman en esta piedad: La Imitación de Cristo, las obras de Fray Luis de Granada, las de San Francisco de Sales y un libro un tanto curioso del mismo estilo, el «Combate Espiritual». También sabemos que el obispo de Belley, J.P. Camus, su director espiritual, autoriza para que el arzobispo de París «pueda permitir» a los señores Le Gras «la lectura de la Santa Biblia en francés, según la traducción de los Doctores de Lovaina» (Rc. 6, n. 1002 y 1001).

Al leer a Gobillon es fácil tomar a Santa Luisa por estos aros como una seguidora de la llamada espiritualidad de la Devoción Mo­derna, y no es así. Hay que tener en cuenta que, debido a tres facto­res, la mística renoflamenca era mirada con recelo y temor:

  • La lucha de Richelieu, por razones políticas, contra Bérulle, Saint-Cyran y partidarios de la escuela abstracta.
  • La influencia del racionalismo cartesiano, que se va impo­niendo, minusvalora la mística.
  • Por los abusos de los alumbrados se recela de todo lo que pueda asemejarse a quietismo.

De ahí que Gobillon en vez de publicar en el libro V de la Vida de la Señorita Le Gras los escritos de la santa, los recomponga a su estilo.

II.- Su psicología

1. Afectividad

Por las cartas que se conservan de años posteriores Santa Luisa aparece como una mujer afectiva cargada de una gran emotividad. San Vicente le solía decir que cuidara de su ternura, y se lo dice con emoción, sin dureza (I, cc. 20, 275…). Nos recuerda su infancia sin cariño y en soledad familiar, en una época en que el niño se va con­virtiendo en el centro de la familia. La falta de cariño en su niñez permaneció para siempre incrustrada en su personalidad de mujer. La emotividad la llevará a buscar cariño y también a quien darlo, pues hasta nacer su hijo a nadie se lo pudo dar.

Quien no ha examinado sus primeros años considera exagera­das sus manifestaciones de amor materno (I, cc. 357, 378…) hasta considerarlo como una dificultad en el Proceso de Canonización. También San Vicente, que tanto la quería, considera excesivo el amor a su único hijo, Miguel. Algunas veces se lo reprochó duramen-, te y otras cariñosamente.

San Vicente, que conocía el misterio de su nacimiento y su in­fancia abandonada, le da el cariño que inconscientemente pide esa mujer. Ella la dirigía desde un año antes de morir su esposo y supo su tragedia. Durante varios años el santo le dedica frases cariñosas. La palabras mi corazón, ternura, tierno… abundan en la corresponde­ncia. A veces son frases enteras:

«Le escribo para agradecer a usted ese frontal tan hermoso y elegante que nos ha enviado, que ayer creí que me arrebataba el corazón de placer, de ver el suyo allí metido… y este placer me duró ayer y hoy todavía con una ternura inexplicable» (1, c. 29).

Y en un momento que veía a su hija caminar veloz hacia Dios, se le escapa esta expresión querida mía. Coste extrañado de tanta ter­nura piensa que se le olvidó la palabra hija (1. c. 50).

Como un resumen del amor en Dios que la tiene San Vicente se puede presentar la escena y las cartas de la fundación de Angers, desde finales de 1639 hasta principios de 1640.

Si no con tantas explosiones de cariño también en la correspon­dencia con las Hermanas se descubre que Luisa da y busca cariño.

2. Miedo

La vida, la de Santa Luisa, metió el miedo en el cuerpo de esa mujer. Luisa de Marillac tenía miedo al futuro, a lo desconocido que llegaba cada día; una vida con ascensos y descensos, adelantos y retro­cesos, éxitos y fracasos, ilusiones y desengaños.

Cuando es una niña se educa y vive como noble en Poissy. Pe­ro tiene que abandonar esa categoría de vida y refugiarse en un pen­sionado.

Cuando es una joven tiene deseos de ser capuchina pero se la rechaza.

Cuando se casa viene la esperanza y el futuro por fin se abre claro. Pero con la caída de María de Médicis y con la enfermedad de su marido todo se tambalea durante cinco años y a la muerte del Sr. Le Gras todo se derrumba. Una negrura espesa cubre su casa.

Ni en la escala social, ni en la fortuna, ni en el sentido de su vida ha logrado una estabilidad. Después de tantos años de lucha tiene que volver a empezar. Ya no se fía del porvenir y le tiene miedo.

De una manera continua temerá el porvenir de su hijo, la destrucción de la Compañía y el hundimiento de su alma.

El señor Vicente intentará quitarle el miedo insistiendo en la confianza en Dios y en la alegría.

Junto con el miedo o acaso como un efecto brota en su sicología una inseguridad hacia su persona y su alma. Busca la seguridad en la dirección. De ahí ese apoyarse continuamente en su director y ese cariño de agradecimiento por la tranquilidad y y la seguridad que le da el santo. No extraña por ello que cuando él está ausente ella se cree morir, asombrando al obispo de Belley que tiene que escribirla:

«He ahí al señor Vicente eclipsado y la señorita Le Gras fuera de sí y desorientada. Está bien ver a Dios en nuestros guías y directores y a éstos verlos en Dios, pero algunas veces es necesario mirar a Dios únicamente que sin hombre ni piscina puede curarnos de nuestras parálisis».

Esta frase y aquella postura tenemos que interpretarlas a la luz que nos da una postdata escrita a San Vicente en un momento terrible del dolor causado por su hijo: «No puedo tener ayuda de nadie en este mundo y ni casi nunca la he tenido a no ser de su caridad (de usted)».

La soledad durante la juventud la obligó a luchar en la vida junto a unas personas que se agarraban sin piedad a cualquier cosa que les ayudara a sobrevivir o a avanzar en una sociedad estructurada sobre la desigualdad. La lucha solitaria le dio un temperamento fuer­te, valiente, perspicaz y práctico para los asuntos materiales y espi­rituales. Y la mujer insegura para sí misma ponía seguridad en los que estaban a su lado. San Vicente que la conoció bien, la envió a visitar y reorganizar las Caridades; la encargó que dirigiera a muje­res seglares que hacían los Ejercicios en San Lorenzo; confió en ella la confección de Reglamentos; le dio el gobierno de la Compañia de las Hijas de la Caridad y la dirección de las Hermanas. Es una mujer emprendedora que sabe planificar las fundaciones de Angers, Nantes, el hospital-asilo del Nombre de Jesús, etc. Se puede afirmar sin exageración que fue ella quien salvó la obra de los niños abando­nados de Bicetre.

Acaso por esta contradicción aparece algunas veces dura, cerra­da y hasta áspera.

3. Complejo de culpabilidad

Durante 17 años los directores que tuvo, todos seguidores de la mística abstracta, la fueron centrando en la divinidad inmensa más que en la humanidad de Cristo Redentor (24). Es una dirección apro­piada para una vida de dolor, de angustia, de desprendimiento. En estas circunstancias Luisa de Marillac va sumiendo la idea de un Dios de la Antigüedad, el Dios justiciero más que el Dios misericordioso. A veces queda invadida por un complejo de culpabilidad. Los males que suceden a su hijo y a las Hermanas son castigos divinos debidos a sus pecados. La primera vez que aparece este complejo es en 1623, cuando está convencida de que Dios ha dado la enfermedad a su ma­rido, como castigo, por no haber cumplido el voto que ella hizo. Se manifestará a lo largo de su vida hasta el año 1650 en los fracasos de su hijo; y hasta morir se sentirá causante de los pecados y aban­dono de las Hermanas y de los males de la Compañía. Para atajar el castigo de Dios piensa dejar el puesto de Superiora General y hasta escoge su sucesora: Sor Turgis. Al no poder romper la resistencia de San Vicente está convencida de que Dios la sacará pronto de la vida librando a la Compañia de sus pecados.

Tanto el miedo como el complejo de culpabilidad nos da la sen­sación de egoísmo, de poner su persona como centro. Sin embargo, sólo se puede hacer una interpretación correcta si se examina su vi­da marginada y su soledad que la obligó a centrarse en el yo perso­nal que era lo único y más propio que le quedaba. San Vicente la sacará de ese encerramiento de sí misma llevándola a los pobres. La misma santa intenta salir; no se ha encerrado voluntariamente, por eso contempla a Dios en la oración y mirando su historia descubre que Dios quiere que vaya a El a través de la cruz, pues desde la cuna aquella no la ha abandonado en ningún momento de su vida.

4. Oración

Ayudada por sus directores, la oración la puso en contacto con Dios y Dios la llevó a superar todas las dificultades de su mundo. La oración será en ella la dinámica para caminar en esta tierra. Du­rante quince años se esforzó en la oración mental en forma de medi­tación y el 20 de enero de 1622, seguramente con los inicios de la enfermedad de su marido, Dios se le presenta sin que ella lo reco­nozca. Se le presenta duro y terrible para purificarla de todo lo que ella no puede sola por sí misma. Es la noche pasiva de la que hablan los místicos. Este Dios al estilo de los renoflamencos y San Juan de la Cruz, entre claridad y oscuridad la purificará hasta junio de 1623 y acaso hasta diciembre de 1625, terminando con la muerte de su marido. Aquí ya está fortalecida y serena. Así parece, como una mujer mística robustecida por la purificación pasiva, en las dos cartas que escribe al cartujo Hilarión Rebours, primo del Sr. Le Gras

En las Navidades de 1622 la purificación se hace dura y cruel

Las frases que usa la santa para narrar esta purificación nos estremecen. La noche mística avanza hasta tener su explosión en mayo-junio de 1623. Dios se sirve de la enfermedad de su mari­do que infunde en su espíritu herido un complejo de culpabilidad:

— Sucede un hecho desgraciado; en un momento trascendental para el porvenir de la familia Le Gras, el esposo está grave. Dios castiga a la familia.

La causa es algo malo que han hecho, algún pecado que han cometido.

Su marido es bueno y su hijo, un niño de 9 años, es inocen­te. Ella se siente culpable por no haber cumplido su «primer voto» de entregarse a Dios, por lo contrario se casó; y ahora Dios la casti­ga quitándole al esposo. El castigo ha comenzado por la enferme­dad.

Inmediatamente brota en Luisa el deseo de aplacar a Dios, de borrar el pecado haciendo lo contrario, para que Dios vuelva a ser amigo: «Yo debía abandonar a mi marido».

Junto con estas penas físicas aparecen las espirituales. Su afec­tividad y su inseguridad la llevan a apegarse a su director que debe alejarse de París hasta Belley por mucho tiempo y brota de ella la lucha: por un lado piensa que debe buscar un nuevo director y por otro lado «teme estar obligada a ello». Piensa que debe, pero no quiere y sufre.

Finalmente echa la vista atrás. Ve sus 16 años de oración since­ra, siempre ha creído que caminaba hacia Dios y ahora se ve peca­dora y hundida; todo ha sido una ilusión y una mentira, Dios se ha burlado de ella. O es que ¿no existe, ni el alma es inmortal? ¿Todo se acaba en la tierra con la muerte? Esta duda es terrible, pues ella es buena, ama a Dios y camina hacia El, aunque sea de Noche.

Dios la sacará de la Noche en una presencia mística. Todas las señales lo indican:

  • Ella es pasiva; hay un Otro que es el activo. Todos los ver­bos están en pasiva.
  • Ella tiene el convencimiento y la firmeza de que este Otro que actúa es Dios.
  • Todo es de repente, sin que ella lo provoque ni pueda impe­dirlo.
  • La deja en paz, calma, tranquilidad.

De aquí en adelante su oración es experimental, se adentra en la mística; de tiempo en tiempo sentirá la presencia de Dios, hasta llegar a la unión más grande que puede alcanzar un ser humano con su Dios: el Desposorio místico, del que nos hablan Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Sucedió en febrero de 1633, en el mismo año de la Fundación de la Compañía. Y curioso, este grado tan alto de contemplación lo alcanza en un momento de vida activa de aposto­lado: cuando iba a visitar las Caridades.

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