Capítulo II: Pérdidas y Muertes.
I. Pérdidas. –Proceso de Orsigny.
Dios comenzó por afligir a Vicente en los bienes necesarios para la subsistencia de sus hijos. Por ellos solos sufrió el santo sacerdote; pues, en cuanto a él, él tenía todos los bienes del mundo como barro, tan absolutos eran su desinterés y su desprendimiento.
Se mostraba lleno de caridad y de condescendencia por los granjeros y demás deudores de su comunidad. Estaba lejos de añadir, con gastos y embargos, a las pérdidas causadas por la mortandad del rebaño o la inclemencia de las estaciones. No sólo entonces les perdonaba las deudas y los precios de granja, sino que les otorgaba adelantos para ayudarles a recuperar su asuntos. Esta conducta se la prescribía a los suyos: «Sería molesto, escribía a uno de ellos, que os vieseis obligado a embargar la granja al granjero de la Chaussée; ya que los pobres se sienten demasiado afligidos para afligirlos más todavía.»Y a otro:»Si podéis pagar a vuestro criado los sueldos por los cuatro meses de su enfermedad, y todo junto los gastos de las medicinas y del médico, creo que estará bien hecho, porque él es un pobre1.»
Aunque señor alto justiciero, era enemigo de la discordia y de los procesos. Es verdad que daba gratis los oficios de la justicia de San Lázaro2, y que él recomendaba tratarlos con dulzura. Él mismo intervenía, por ejemplo si se enteraba de que dos familias de su señoría tendían hacia una ruptura, y era raro que su caridad no reconciliara los intereses y los corazones.
Desaconsejaba pleitear a todos cuantos se dirigían a él. «Un proceso, decía, es un trago de dura digestión, y el mejor no vale más que el peor arreglo.» Decía también: «El arreglo en los procesos es cosa tan agradable a Dios, que dice a todo el mundo: Inquire pacem et sequere eam. No dice solamente que se esté de acuerdo, con esta paz divina, sino que la busquemos y corramos tras ella3.»
Con mayor razón, no quería procesos ni para sí mismo ni para sus casas. Escribía a uno de los suyos que se había embarcado en un asunto en el que había fracasado: «Nosotros pleiteamos lo menos que podemos y, cuando nos vemos obligados a ello no es sino después de haber pedido consejo dentro y fuera. Preferimos ceder de lo nuestro que dar mal ejemplo a los demás.»
Sus sacerdotes se hallaban comprometidos en un proceso considerable a propósito de un seminario situado en el dominio del parlamento de Toulouse. El príncipe de Conti les aconsejó llevarlo al arbitraje en el mismo Toulouse. Pero habiendo desaprobado un obispo el parecer, enviaron su carta a Vicente, pidiéndole que se la mostrara al príncipe, entonces en París, para probarle que ellos no eran los autores de la ruptura de un arreglo propuesto por él. «No, se apresuró responder Vicente; no, eso recaería sobre el buen prelado; no conviene hacerlo, ya que sería dar motivos al Sr. Príncipe para quejarse de él. Es mejor que nosotros mismos llevemos este reproche, y que toda la pena y confusión caiga sobre nosotros, antes que hacer nada que pueda perjudicar a nuestro prójimo.»
Veamos cuál era su conducta caritativa en los procesos que no podía evitar. Si él veía entonces o mandaba ir a verlos, era menos para encomendarles su causa que para pedirle que tuvieran en consideración a la sola justicia. Demandante y defensor a la vez, alegaba, sin omitir nada, todo lo que favorecía a su parte adversa, lo mismo que lo que hacía por sí mismo. Se hubiera dicho un reportero imparcial, cuyo interés no estuviera comprometido en la causa; o más bien, sólo era parcial con su adversario, cuyas razones valoraba sobre las suyas propias.
Por lo demás, no visitaba a los magistrados sino lo menos posible. Las solicitaciones le parecían una violencia a la justicia y a la Providencia. «Un juez que teme a Dios, decía él, no debe tener consideración; y yo mismo, cuando estaba en el consejo de la reina, no contaba con las recomendaciones, contentándome con examinar si la cosa pedida era justa o no lo era.»
Atendía más al bolsillo de sus sacerdotes que a los suyos, tratando con granjeros intratables y de mala fe, le rogaron que les consiguiera un Committimus con el fin de intimidar a estos hombres de chalaneo. «Salgan del lío como puedan, les respondió Vicente; pero, en cuanto a mí, sentiría pena de ver a esa pobre gente obligada a venir a pleitear de tan lejos.»
Los habitantes del valle de Puiseaux le habían puesto a prueba por la pequeña granja de Fresneville y, a pesar de sus buenos consejos para cambiar de parecer, ellos quisieron litigar. Vinieron pues a París, donde el santo los recibió como si fuera a gente asociada a su causa. Lo hospedó en San Lázaro, los sentó en el refectorio a su lado y pagó sus gastos de viaje. Cuando el proceso estuvo a punto de ser juzgado, los avisó para que pudieran alegar a tiempo sus últimas razones. En efectos, ellos regresaron a París, y se dirigieron a su casa como a casa del patrón de su causa. Los condujo en persona a casa del relator, donde les ayudó a hacer valer sus derechos
pretendidos. Muy a pesar suyo, de alguna manera, fueron condenados; pero él les pagó los gastos del proceso, les hizo servir la cena, los alojó también y no los dejó partir hasta el días siguiente, después de darle a cada uno 20 sueldos para los gastos de regreso.
Cuando él mismo había perdido, él se sometía a las disposiciones de la justicia como en un juicio de Dios. Ninguna protesta, ni queja contra la Providencia, ni contra los hombres, y obligaba a los suyos a imitarle en esto. Vamos a ver un memorable ejemplo de ello en el proceso de Orsigny, el más ruinoso que haya perdido la Compañía, y el primer despojo por el que Dios, a punto de llamar a sí a su servidor, le haya preparado al despojo universal de la muerte.
Hacía dos años que un tal llamado Norays y su mujer le proponían la granja de Orsigny bajo pensión vitalicia. Pero la pensión era fuerte, los tiempos malos. Se negó a firmar este acuerdo. los esposos Norays recurrieron a la influencia del antiguo prior de San Lázaro, quien no dejó de recordarle el feliz éxito de su contrato de 1632, y le aseguró que éste no tendría menos éxito para su Compañía. Movido, Vicente consultó a algunas personas sabias y experimentadas y, con la seguridad unánime que el asunto era bueno y sin peligro alguno, firmó el contrato y tomó posesión de Orsigny. Nunca le costó tanto una propiedad. Pagó durante varios años la pesada renta convenida, realizó en la granja mejoras considerables y muy caras y, cuando iba recoger los frutos, la vio asaltada y arruinada por la Fronda. Para colmo de desgracias, no le quedaba ya más que ser desposeído de ella jurídicamente.
A la muerte de los esposos Norays, los Marsolliers, hermanos y herederos de la señora, elevaron reclamaciones, luego vendieron sus derechos al hijo Norays, quien entabló proceso contra San Lázaro. Norays comenzó por venir a insultar en su casa a Vicente de Paúl que no le respondió sino con su dulce paciencia, y le recondujo cortésmente a la puerta en medio de las injurias más groseras.
Se llegó a un proceso. Los derechos de San Lázaro eran tenidos por buenos por ocho o diez jueces y ocho abogados de los más capaces, de los que cinco celebraron una consulta sobre la validez del contrato de renta; dos solamente de entre éstos eran de la opinión que la corte podría adjudicar una suma a la parte adversaria, pero sin tocar el fondo de la donación. Es verdad que todos añadían que había que temer mucho por la máxima y la práctica en que se hallaba el parlamento de impedir el enriquecimiento de las comunidades religiosas. Y, en efecto, tal fue una de las principales causas de la pérdida del proceso, como Vicente mismo lo dijo: «Nosotros no hemos sido juzgados según el derecho ni según la costumbre, sino según una máxima del parlamento que quita a la Iglesia todo el bien que puede e impide que entre el de las familias. Por eso, viendo esta enorme pensión que dábamos a los difuntos Sr. y Sra. Norays, se ha atenido a una calumnia de nuestra parte contraria que, por este incentivo, nosotros queríamos apoderarnos de otros, y es esto lo que nos ha hecho perder nuestro proceso, como lo han confesado varios de los jueces.»
El Jansenismo, del que ya estaba infectado el parlamento, y del que, por esta época, Vicente se había mostrado uno de los más decididos y de los más temibles adversarios, hizo también fracasar al buen derecho- Todos los jansenistas de la corte, dice a Vicente un juez ortodoxo, están contra San Lázaro.» Otro añadió, después del juicio: «Es un fallo a lo pagano.»
Se concibe entonces que el abogado, de la parte adversa, inspirándose en tales pasiones, no sólo haya juzgado y hecho triunfar la causa de la injusticia, sino que se haya despachado en injurias difamatorias contra el santo sacerdote y su Compañía, Vicente hubiera podido pedir reparación de honor: él no permitió ni siquiera a su abogado replicar. «Nuestro Señor sufrió muchas más;» tal fue su única respuesta a la invitación que le hacían a defenderse; y, como en la pasión del Salvador, esta paciencia y este silencio excitaron la admiración de los jueces y del propio Norays.
Publicado el fallo, el hermano Du Courneau, su secretario, cuyo precioso relato seguimos aquí, vino a traerle la noticia: «Dio sea bendito!» exclamó Vicente, y repitió cinco o seis veces, con un gusto siempre en aumento, este grito de amorosa resignación. De allí se fue a la iglesia, donde permaneció largo tiempo en adoración y en oración; y al salir volvió a decir: «Dios sea bendito! una cosa sola me aflige, es haber causado por nuestros pecados esta pérdida a la Compañía.»
Ya en su habitación, escribió seguidamente a un auditor de la cámara de las cuentas, llamado Des Bordes, vizconde de Soudé, hombre en todo momento ligado a la congregación, y tan inteligente como de probidad:
«Señor, los buenos amigos se comunican el bien y el mal que les sucede; y, como sois uno de los mejores que tengamos en el mundo, no puedo sino comunicaros la pérdida que hemos sufrido del proceso de la granja de Orsigny, no sin embargo como un mal que nos haya acaecido, sino como una gracia que Dios nos ha dado, con el fin de que tengáis a bien, Señor, ayudarnos a darle gracias. Llamo gracia de Dios a las aflicciones que él envía, sobre todo si son bien recibidas. Pues bien habiéndonos dispuesto su bondad infinita s este despojo antes de que fuera ordenado, nos ha hecho consentir en este accidente con una entera resignación, me atrevo a decir con una alegría como si nos hubiera sido favorable. Esto parecería una paradoja a quien no estuvieras versado como vos, Señor, en los asuntos del Cielo, y no supiera que la conformidad con la voluntad de Dios en las adversidades es un mayor bien que todas las ventajas temporales. Os suplico muy humildemente que me permitáis que yo vierta así en vuestro corazón los sentimientos del mío.»
No obstante, a pesar de tantas pasiones desencadenadas, el ‘proceso no se había perdido más que por tres o cuatro votos de los veintiuno o veintidós jueces que componía la corte. Por eso un gran número de personas de piedad y de experiencia vinieron a ver a Vicente, y le animaron a rehacerse de un decreto injusto por una demanda civil. Fue uno de sus jueces, el primero, que le abrió esta vía, asegurándole que le llevaría a un resultado feliz. Él le manifestó la escasa seriedad de que gozaba su parte contraria y el uso que podía hacer de las circunstancias verdaderamente providenciales; pues Lamoignon, cuya casa entera le profesaba una estima manifiesta, acababa de ser nombrado a la cabeza del parlamento.
A todas estas razones del juez, uno de los abogados consultores unió sus instancias apremiantes y desinteresadas, según lo sabemos por la carta citada de Vicente de Paúl: «hemos enviado al Sr. Cousturier nuestros documentos contra el Sr. Norays. Me dice que los ha visto exactamente, encuentra que tendríamos fundamento en recurrir por demanda civil. Él quiere pleitear él mismo nuestra causa, y se promete ganar y, si bien le gusta el dinero, no lo quiere para este asunto. Va más lejos y dice que, si perdemos, nos indemnizará además por esta pérdida.»
A pesar de todo, Vicente y los ancianos de San Lázaro, educados en sus máximas y en su espíritu, no pudieron resolverse a esta demanda, y el santo da las razones en la continuación de esta carta del 21 de diciembre de 1658, dirigida como la primera a Des Bordes: «1º Porque un gran número de abogados a quienes hemos consultado conjuntamente y por separado, antes del decreto que nos ha enajenado Orsigny nos han asegurado siempre que nuestro derecho era infalible, en particular Defita y L’Oste, que lo han examinado a fondo; el primero, porque debía litigar para nosotros, si el proceso no hubiera sido adjudicado; y el segundo, por haber trabajado en nuestras escrituras, y los dos nos han dicho, lo mismo que el Sr. Cousturier, que no había nada que temer, y sin embargo la corte nos ha despojado de esta granja como si la hubiéramos robado; tan verdad es que las opiniones son diversas, y que no hay que fiarse nunca del juicio de los hombres.»
Viene, en segundo lugar, la razón ya citada de la pérdida del proceso, a saber la oposición del parlamento al crecimiento de las comunidades, y la carta continúa: «3º Nosotros daríamos un gran escándalo, después de un decreto tan solemne, peleando para destruirlo: nos culparían de demasiado apego a la propiedad, que es el reproche que se hace a los eclesiásticos, y haciéndonos ridiculizar por los palacios, haríamos un flaco servicio a las demás comunidades, y seríamos causa de que nuestros amigos se escandalizaran en nosotros.»
Sigue una cuarta razón sacada de un refuerzo que le había llegado a la parte contraria; y el santo añade: «5º Tenemos motivos para esperar, Señor, que, si buscamos el reino de Dios, como dice el Evangelio, nada nos faltará; y que, si el mundo nos quita por un lado, Dios nos lo dará por otro; como lo hemos experimentado desde que la alta cámara nos ha quitado esta tierra; pues Dios ha permitido que un consejero de la misma cámara, habiendo fallecido, nos ha dejado tanto como lo que vale esa propiedad. .
«6º Por último, Señor, para deciros todo, me apena mucho, por las razones que podéis suponer, ir contra el consejo de Nuestro Señor que no quiere que los que han emprendido seguirle entren en litigios. Y si nosotros lo hemos hecho ya, es porque no podía en conciencia abandonar un bien tan legítimamente adquirido, y un bien de comunidad, del que no tenía más que la administración, sin hacer todo lo posible para conservarlo. Pero ahora que Dios me ha descargado de esta obligación por una disposición soberana que ha hecho inútiles mis cuidados, yo pienso, Señor, que nosotros nos quedemos como estamos; con tanta mayor razón que, si llegáramos a sucumbir por segunda vez, sería una nota de infamia que podría perjudicar al servicio y a la edificación que debemos al público.»
Y, al margen de esta carta, el santo había añadido este último motivo, no el menos grave de los que le imponían una sumisión pasiva al decreto injusto dictado contra él: «Siendo una de nuestras prácticas en las Misiones arreglar las diferencias del pueblo, es de temer que, si la Compañía se empeñara en una nueva contestación mediante una demanda civil, que es el oficio de los mayores pleitistas, Dios nos quitara la gracia de trabajar en los acuerdos.»
La carta termina así: «Os suplico muy humildemente, Señor, a vos que tenéis el espíritu lleno de las máximas cristianas, que consideréis todas estas razones, y nos permitáis someternos a ellas.»
Vicente renunció pues a una nueva demanda de sus derechos. Abandonó la granja de Orsigny, pero no las obligaciones que había contraído al aceptarla, y continuó desempeñando las oraciones y todas las cargas espirituales de la donación.
Y todavía no creyó haber hecho lo suficiente conformándose con un fallo injusto lanzado contra él como con una sentencia de la justicia celestial; él quiso además que los suyos diesen gracias a Dios por ello. les dio sobre el tema una conferencia espiritual, en la que, después de recordar el consejo que le habían dado de proveerse por una demanda civil, exclamó: «Dios mío, no pensamos hacerlo! Vos mismo, oh Señor, habéis pronunciado el decreto; será, si así os agrada, irrevocable. Y para no diferir la ejecución, hacemos desde este momento un sacrificio de este bien a vuestra suprema majestad, y a ustedes les ruego, Señores, y hermanos míos, acompañémosle con un sacrificio de alabanza; bendigamos a este soberano juez de los vivos y de los muertos por habernos visitado en el día de la tribulación; démosle gracias infinitas por haber no solamente retirado nuestro afecto a los bienes de la tierra, sino porque en efecto nos ha despojado de los que nosotros teníamos, y nos da la gracia de amar este despojo. Quiero creer que todos sentimos gozo por la privación de esto temporal; pues, porque Nuestro Señor dice en el Apocalipsis: Ego quos amo castigo, ¿no hay que amar los castigos como señales de su amor? No es bastante tampoco amarlos, hay que alegrarse por ellos. Oh, Dios mío, ¿quién nos dará esta gracia? Vos sois la fuente de todo gozo y, fuera de vos, no la hay verdadera. Es pues a vos a quien se la pedimos. Sí, Señores, alegrémonos porque parece que Dios nos ha encontrado dignos de sufrir. ¿Pero cómo se puede uno alegrar de los sufrimientos, viendo que naturalmente desagradan y los huimos? Como nos placen los remedios, algo así.. Se sabe bien que las medicinas son amargas, y que las más dulces hacen saltar el corazón, aun antes de tomarlas. No se deja por ello de tragarlas con alegría, y por qué; porque se quiere la salud, la que se espera o recobrar por las purgas. Así las aflicciones, que por sí mismas son desagradables, contribuyen no obstante al buen estado de un alma o de una Compañía; es por ellas como Dios la purifica, como el oro por el fuego. Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos no sentía más que angustias, y en la cruz sólo dolores, que fueron tan excesivos que parecía que, en el abandono en que estaba de todo auxilio humano, él estuviera también abandonado por su Padre. Sin embargo en estos espantos de la muerte y en estos excesos de su pasión, se alegró de cumplir la voluntad de su Padre y, por rigurosa que sea, la prefiere a todas las alegrías del mundo, ella es su alimento y sus delicias. Hermanos míos, esto debe ser también nuestra alegría la de ver cumplirse en nosotros su voluntad por las humillaciones, las pérdidas y los trabajos que nos suceden; Aspicientes, dice san Pablo, in auctoren fidei et consummatorem Jesum, qui, proposito sibi gaudio, sutinuit crucem, confusione contempta (– con los ojos puestos en el autor y remunerador de la fe a Jesús, quien a la vista del gozo que se le ofrecía, aguantó la cruz despreciando la turbación) . Los primeros cristianos estaban en los mismos sentimientos, según el testimonio del mismo apóstol: Rapinam bnonorum vestrorum cum gaudio suscepistis (–recibisteis con gozo el robo de vuestros bienes). ¿Por qué no alegrarnos hoy con ellos por la pérdida de nuestro bien? Oh hermanos míos, qué gran placer se da Dios al vernos aquí reunidos para esto, al vernos conversar sobre esto, y al vernos animarnos a esa alegría. por una parte nos hemos constituido en espectáculo al mundo, en el oprobio y la vergüenza de este decreto, que nos publica, al parecer, como detentadores del bien ajeno: Spectaculum facti sumus mundo, et angelis et hominibus; oprobiis et tribulationibus spectaculum facti . Mas, por otro lado: Omne gaudium existimate, fratres mei, cum in tentationes varias incideritis. Estimemos pues que hemos ganado mucho perdiendo; pues Dios nos ha quitado, con esta granja, la satisfacción que sentíamos de tenerla, y la que habríamos tenido en ir allí de vez en cuando; y esta recreación, por ser conforme a los sentidos, nos habría sido como un dulce veneno que mata, como un cuchillo que hiere, y como un fuego que quema y destruye. Ya estamos libres, por la misericordia de Dios, de este peligro; y viéndonos más expuestos a las necesidades temporales, su divina bondad nos quiere elevar a una mayor confianza en su Providencia, y obligarnos a abandonarnos a ella totalmente, por las necesidades de esta vida así como por las gracias de la salvación. Oh si quisiera Dios que esta pérdida temporal fuera recompensada con un aumento de confianza en su Providencia, de abandono en su dirección, de un gran desprendimiento de las cosas de la tierra y de renuncia a nosotros mismos! Oh Dios mío, oh hermanos míos, qué felices seríamos! Me atrevo a esperar de su bondad paternal, que lo hace todo para lo mejor, que nos concederá esta gracia. «¿Cuáles son los frutos que debemos sacar de todo esto? El primero será el de ofrecer a Dios todos los bienes y consuelos que nos quedan, tanto para el cuerpo como para el espíritu; de ofrecernos a él nosotros mismos, en general y en particular, pero de buena forma, con el fin de que disponga absolutamente de nuestras personas y de todo cuanto tenemos según su santísima voluntad, de modo que estemos siempre dispuestos a dejarlo todo para abrazar las incomodidades, las ignominias que nos sobrevienen y, por este medio, seguir a Jesucristo en su pobreza, en su humildad y en su paciencia.
«El segundo es no pleitear nunca, por derecho que tengamos; o, si nos vemos obligados a ello, que sea después de tantear todos los caminos imaginables para ponernos de acuerdo, a menos que el buen derecho fuera muy claro y evidente; pues quien se fía del juicio de los hombres resulta engañado con frecuencia. Practicaremos el consejo de nuestro Señor que dice: «Sui quieren robarte el vestido dadle también la túnica. «Conceda Dios la gracia a la Compañía de seguirlo! Hemos de esperar que, si es fiel en ello y firme en no separarse jamás de él, su divina bondad la bendecirá, y que, si le quitan por un lado, él se lo concederá por otro.»
Dios no había probado todavía suficientemente a su servidor. Como el santo hombre Job, le había golpeado en sus bienes, le quedaba todavía dirigir los golpes más sensibles a sus amigos y a sus hijos.
II. Muerte de Adrián le Bon.
Más de una vez, hemos hablado de su gratitud afectuosa por Adrián le Bon, el antiguo prior de San Lázaro. Nunca hijo alguno tuvo más respeto, más ternura y más atención por un padre; y además no le daba otro nombre: «Nuestro padre», decía siempre hablando de él. Habría querido, anciano él también, ocupar junto al anciano el lugar de su criado y, no pudiendo hacerlo, al menos instruía al sirviente sobre el buen servicio que debía prestar a su dueño. Dueño, le Bon lo era, , no solo en su interior particular, sino en todo San Lázaro, no solamente en San Lázaro, sino en todas las casas de la Compañía. El viejo prior, a pesar de su edad, trabajaba alguna vez en las Misiones, y era siempre a él a quien se daba el honor y su dirección. . a veces también, quería ir a visitar en las provincias a aquellos de los Misioneros a quienes había conocido más íntimamente en San Lázaro. Vicente entonces le costeaba los gastos del viaje, y escribía a los superiores de sus casas que le recibieran como al dueño de sus bienes y de sus personas.
Una parte de esta gratitud se proyectaba a los antiguos religiosos de San Lázaro. Vicente que se les concediera todo lo que permitía la conciencia, y que se les hiciera participantes de todas las buenas obras de la Compañía. «Todos nuestros pequeños méritos, decía él, vienen de sus beneficios.» Él mismo daba el ejemplo y, en toda ocasión les testimoniaba, con palabras y actos, una singular deferencia. Habiendo sido atacado el antiguo sub-prior de una enfermedad contagiosa que reinaba entonces en San Lázaro, fue a verle, le consoló, le ofreció sus servicios, le sirvió en efecto, hasta el punto de respirar su aliento apestoso, y se habría quedado a la cabecera de su cama día y noche, hasta la muerte, si no se lo hubieran llevado de allí.
Qué no hacía por el prior mismo! Le visitaba a menudo. Cuando volvía de viaje, su primera visita, después de la del Santísimo Sacramento, era para él. Los domingos cenaba con él; y si los asuntos le habían retenido mucho en la ciudad: «Regresemos pronto decía a su secretario Du Courneau, quien nos ha conservado este recuerdo; démonos prisa para no hacer esperar a nuestro padre.»
Su ternura pareció redoblarse cuando se vio a punto de perderle. En su última enfermedad le tributó todos los deberes, y quiso asistirle en la muerte. En el momento de la agonía mandó venir a todos los Misioneros presentes entonces en San Lázaro, casi en número de veinte; los puso en oración alrededor del lecho fúnebre, recitó él mismo en alta voz las letanías del santo Nombre de Jesús y de la santísima Virgen, y una vez que el anciano hubo rendido el último suspiro, le cerró los ojos y dijo a los asistentes: «Se acabó, hermanos míos, ya está nuestro padre delante de Dios, un padre que ha tenido tantas bondades con nosotros. Quiera vuestra bondad, Dios mío, aplicarle las buenas obras y pequeños servicios de la Compañía! Nosotros estábamos muchos de nosotros en la indigencia: él proveyó a nuestro mantenimiento. Tened cuidado, hermanos míos, de no caer en ese miserable pecado de ingratitud para con él y todos estos buenos señores cuyos hijos somos nosotros. Tratemos todos los días de recordar al Sr. Prior y rogar por él.»
Queriendo unir el efecto a la recomendación, Vicente mandó hacer a le Bon funerales muy honrosos y, para perpetuar la memoria de sus favores, hizo grabar la mención sobre el mármol en su epitafio. Quiso también que se celebrara a perpetuidad, con un servicio solemne, el aniversario del 9 de abril de 1651, día de la muerte de le Bon. Mientras tanto, celebró él mismo y mandó celebrar en San Lázaro y en todas las casas de la Compañía, un gran número de misas por el descanso de su alma. Esta es la carta a los superiores por la cual él invito a este acto de gratitud y de piedad: «Ha sido del agrado de Dios dejar huérfana a la Compañía de un padre que nos había adoptado como hijos suyos; es del buen Sr. Prior de San Lázaro, quien falleció el día de Pascua, fortalecido con los sacramentos, y en tal conformidad con la voluntad de Dios que, en todo el curso de su enfermedad, no ha dado muestras del menor asomo de impaciencia, ni en sus incomodidades precedentes. Ruego a todos lo sacerdotes de vuestra casa que digan misas a su intención, y a nuestros hermanos que comulguen.»
Esta emocionante costumbre fue aplicada a todos los antiguos religiosos de San Lázaro, por quienes se celebraron dos servicios anuales. No se hacía más por los Misioneros.
La gratitud de Vicente por el Prior descendió hasta el criado de quien acabamos de hablar. Este criado, tras quince o dieciséis años de servicio, había dejado a su señor, a pesar de todos los esfuerzos y ofertas generosas de nuestro santo para retenerle. Habiendo regresado a su provincia, perdió casi por completo el espíritu. Sin bienes, sin parientes, cayó en la miseria. Andaba perdido para buscarse la vida, sin saber bien adónde le llevaban sus pasos; pero le Providencia que le guiaba le llevó un día a París, y su inteligencia, despertada a la vista de objetos que le traían viejos recuerdos, le llevó a reencontrase con San Lázaro. Pidió hablar con Vicente quien, ocupado entonces le envió a comer, prometiéndole hablar con él más tarde con más comodidad. En la primera entrevista, y mejor a las primeras palabras, el santo sacerdote reconoció el triste estado de este pobre hombre. «Es el criado de nuestro bienhechor, se dijo enseguida, es preciso tener piedad y mirarle como de nuestra familia.» Y en efecto le dio una habitación en San Lázaro y cubrió hasta su muerte todas sus necesidades.
Le Bon tenía setenta y cinco años cuando murió, de la misma edad de Vicente, quien le iba a seguir casi a los diez años. pero en este intervalo, a cuántas personas más debía ver morir el santo sacerdote, más queridas todavía o, al menos, más íntimas, y sobre todo más necesarias a su Compañía y a sus obras!
III. Muerte de Portail y de la señorita Le Gras.
El primero a quien perdió fue a Antonio Portail, su más antiguo y más querido compañero. Quien compartía su vida y sus obras desde hacía más de cuarenta y cinco años. en el momento de su muerte, Portail era secretario y primer asistente de la congregación, y director de las Hijas de la Caridad4. Leemos el relato de su muerte y el elogio de sus virtudes en las cartas de su venerable padre, señaladamente en esta, del 28 de febrero de 1660, dirigida a Get, superior de la Misión de Marsella: «Ha sido la voluntad de Dios privarnos del buen Sr. Portail. Falleció el sábado, 14 de este mes, que era el noveno de su enfermedad, que comenzó por una especie de letargo para cambiar en fiebre continua y en otros accidentes. Mantuvo el espíritu y la palabra bastante libres. Siempre había temido a la muerte; pero, al verla acercarse, , se enfrentó a ella con paz y resignación, me contó varias veces que fui a visitarle que no le quedaba ninguna impresión de su miedo pasado. Él ha terminado como ha vivido, en el buen empleo de los sufrimientos, la práctica de las virtudes, el deseo de honrar a Dios y de consumar sus días, como Nuestro Señor, en el cumplimiento de su voluntad. Ha sido uno de los primeros que han trabajado en las Misiones y ha contribuido siempre en los demás empleos de la Compañía, a la que ha rendido notables servicios; de suerte que ella habría perdido mucho en su persona, si Dios no dispusiera de todas las cosas para lo mejor, no nos hiciera encontrar nuestro bien donde nosotros pensamos recibir daño. Hay razón para esperar que este su siervo nos será, más útil en el cielo de lo que lo habrías sido en la tierra; os suplico, Señor, que le rindáis los respetos acostumbrados5.»
Una de estas cartas de notificación concluía así: «Cuando falleció el Sr. Portail, la señorita Le Gras estaba también e las últimas, y creíamos que ella se nos iba antes que él, pero vivió todavía: Dios no ha querido abrumarnos con una doble aflicción..»
Ay, Dios no tardó en golpear de nuevo, y la señorita Le Gras no sobrevivió más que en un mes a Antonio Portail. Por lo demás, según Vicente, hacía más de veinte años que la santa mujer no vivía más que de milagro, ya que él escribía a Blatiron, superior de la Misión de Génova, el 13 de diciembre de 1647: «Sucede con usted casi como con la señorita Le Gras, a quien yo considero como muerta naturalmente desde hace diez años; y, al verla, se diría que sale de la tumba, tan débil está su cuerpo y tan pálido su rostro. Pero Dios sabe qué fuerza de espíritu no tiene. No hace mucho que ha hecho un viaje de cien leguas y, sin las enfermedades frecuentes que tiene y el respeto que presta a la obediencia, ella iría a menudo de un lugar para otro a visitar a sus Hijas y trabajar con ellas, aunque no tenga más vida que la que recibe de la gracia.»
Uno de los temores de la Señorita Le Gras, como de la Sra. Gondi, era morir sin la asistencia de su santo director; y. menos afortunada que la generala de las galeras, ella se vio privada de sus supremas exhortaciones. Entonces Vicente mismo estaba tan debilitado por la enfermedad que no podía ni caminar ni soportar el vehículo, ni siquiera tenerse en pie. Le habría sido necesario que le llevaran en silla, algo que no consintió nunca, más que de su habitación a la capilla, tanto aborrecía servirse en esto del ministerio de los hombres, viendo en ello una especie de degradación de la naturaleza humana. Además recordando que el Salvador había privado a sus discípulos de su presencia sensible para llevarlos a una caridad más pura, y les había dicho: «Os conviene que yo me vaya, ya que si no el Espíritu de vida no vendrá a vosotros», quiso acabar de purificar esta alma selecta por un último sacrificio. Por eso, cuando dos días o tres antes de morir, la Señorita Le Gras, le mandó a pedir, a falta de su visita, unas palabras de consuelo, escritas de su mano, él se negó y se contentó con enviarle , como letra viva a uno de sus sacerdotes, encargado de decirle de su parte: «Vos partís antes, Señorita; espero que dentro de poco yo os veré en el cielo.» Unos días más tarde, el 15 de marzo de 1660, la santa mujer, después de bendecir a sus hijos y a sus Hijas, recomendando a unos que vivieran como buenos cristianos, y a las otras el servicio de los pobres, había regresado a Dios, que se definió como caridad. Vicente soportó esta pérdida, la más cruel que haya experimentado nunca, no sólo con el alivio que sentía por la esperanza de una próxima y eterna reunión, sino con su sumisión ordinaria a la adorable voluntad de Dios. Al día siguiente, el 16 de marzo, dirigió a todas sus casas una carta circular para notificarles una muerte tan preciosa ante Dios, pero tan dolorosa a su doble familia. «Encomiendo su alma a vuestras oraciones, decía en ella, aunque tal vez no necesita socorro: pues tenemos todas las razones del mundo para creer que ella goza ahora de la gloria prometida a los que sirven a Dios y a los pobres del modo que ella lo ha hecho.» Escribió sobre todo a las Hijas de la Caridad para consolarlas por una pérdida tan cruel: «, les decía: «Hay que alabar a Dios y esperar que él os hará de padre y de madre.»6
Transcurrieron cuatro meses sin que reuniera a las Hijas de la Caridad para hablar con ellas de las virtudes de su fundadora. Enfermo también, no lo había podido ni durante la larga agonía, ni desde que la muerte que las había dejado huérfanas. Por último, el 24 de julio, se sintió con suficientes fuerzas para convocarlas en conferencia, y dio gracias a Dios por ello. Hubo algo de solemne y enternecedor en esta reunión. Era el más venerado y el más tierno de los padres quien conversaba, por última vez, con la familia de una madre con quien se iba a reunir evidentemente bien pronto. Cuando todas las Hijas de la Caridad se reunieron a su alrededor, él comenzó, según su costumbre, por preguntarlas. La primera a quien llamó no pudo en primer lugar responder: el dolor y las lágrimas ahogaron su voz. Él pasó a otras. Cada una enumeró las virtudes que la habían impresionado de su madre, y los motivos de imitarlas. Numerosas acciones desconocidas de la vida caritativa de la Señorita Le Gras fueron desveladas en este juicio de los muertos, o más bien en este primer juicio de Dios. Una dijo que la había visto acoger a los presos que salían de prisión, lavarles los pies, vendárselos, y vestirlos con ropas de su hijo. Otras hablaban de su amor a Dios, de su ternura por sus hermanas, cuya muerte le arrancaba lágrimas; de su humildad que la obligaba a decir sus culpas, y a pedir perdón como la última de sus hermanas, a acostarse en el suelo ante ellas pidiendo que la pisotearan, a lavar los platos, a servir en la mesa, a hacer los servicios más bajos de la casa; de su espíritu y de sus hábitos de pobreza; de su apoyo, de su dulzura, de su rara prudencia; de su vida muy interior; de su confianza en Dios y de su sumisión a la Providencia; de su pureza en su juventud, en su matrimonio, en su viudez; de su celo por la salvación de las almas; de la sabiduría en toda su conducta. La primera que llamó, ya recuperada, quiso pagar a su madre venerada su tributo de elogios: pidió permiso, que Vicente le otorgó sin poder él mismo contener sus lágrimas. «Se necesitaría un libro, dijo esta buena hija, para poder describir sus virtudes, y espíritus más elevados que los nuestros para contarlas. Sin embargo, como la obediencia me lo exige, hay que hacerlo; pero cuando haya dicho todo cuanto la memoria me puede presentar, todavía quedará más por decir.» Ella entró entonces en el círculo de las virtudes ya recorridas. Era ella a quien la Señorita Le Gras había rogado que la avisara de sus faltas. «Me sentía confundida al hacerlo, dijo esta buena hija,
Pues no encontraba ninguna, aunque prestase atención, porque me lo habían encomendado.» Vicente añadía a las palabras de cada hermana lo que él mismo ya sabía sobre las virtudes, de aquella a la que había conocido bien. Luego él explicaba la necesidad para la Compañía, y la animaba a pedírselas por la intercesión de su santa madre.
Vicente, a quien la doble muerte de Antonio Portail y de la Señorita Le Gras había agobiado, en el anonadamiento último de sus fuerzas, con la dirección casi total de las Hijas de la Caridad, vivió lo suficiente para vigilar la elección de su segunda superiora. Hizo caer su elección sobre Margarita Chetif, entonces empleada en Arras, una hermana que se había sentido tentada a abandonar su vocación y a quien él había reafirmado, como nos lo dice una carta que él le dirigía el 18 de setiembre de 1657. Volveremos a ver pronto a Margarita Chetif en los funerales del santo sacerdote.
En cuanto a la Señorita Le Gras, ella había sido enterrada, según su deseo, como una simple hija de la Caridad, en la iglesia de Saint-Laurent, en medio de esta parroquia y de sus pobres, que la tenían por madre. Descansó allí veinte años. El 10 de abril de 1680, a ruegos de su hijo y de las Hijas de la Caridad, y a las diligencias de la Señora de Miramion, Francisco de Harlay, arzobispo de París, permitió abrir su tumba para dar a sus restos una sepultura más honorable. El mismo día, a las nueve de la noche, se hizo la apertura por Nicolás Gobillon, párroco de Saint-Laurent, a quien se debe una Vida de la Señorita Le Gras, en presencia de Edme Jolly, superior general de la Misión, y del Misionero Henri Moreau, de la Señora de Miramion y de una de las hijas de su comunidad, de Guérin, director de las Hijas de la Caridad, de las cuatro oficialas de la compañía, y de la Señorita Le Gras, nieta de la santa fundadora. Sólo se hallaron huesos sin olor. Fueron depositados en una sábana, conservados luego religiosamente, con la tierra y la madera del féretro, y todo colocado en un ataúd de plomo, con una placa de cobre, que se depositó de nuevo en la fosa.
El 22 de de octubre de 1755, el arzobispo de París, Christopphe de Beaumont dio un nuevo permiso de exhumación para transportar los preciosos restos a la capilla de las Hijas de la Caridad. El 24 de noviembre, el ataúd de plomo fue puesto en un féretro de madera cerrado con llave, e inhumado en medio de la capilla con una tumba de mármol negro.
La madre reposó allí en medio de sus hijas hasta la Revolución. La ley del 18 de agosto de 1792 había suprimido ya todas las Congregaciones, incluso seculares. Algunos años después, la casa de las Hijas de la Caridad fue vendida y su capilla demolida. Grande fue entonces la inquietud de las hermanas por el féretro y los restos de su madre que iban a quedarse escondidos y perdidos en los escombros. El 3 vendimiario año VI (25 de setiembre de 1797), ellas los rescataron por 60 libras, cuyo recibo existe hoy. El ataúd fue primero depositado por dos hermanas en la bodega de una casa, calle y barrio de San Martín, 91. Mas como no habría sido prudente conservar el ataúd de plomo, la superiora Antoinette Deleau, mandó hacer del ataúd de madera una caja revestida de plomo por dentro, de dos pies de larga por catorce pulgadas y media de ancha, en la que, con permiso del abate Émery, vicario general del Sr. de Juigné, arzobispo de París, ella encerró los huesos envueltos en algodón con el fin de impedir el frotamiento. El polvo recogido en el féretro fue puesto en un florero de hojalata, con excepción de algunas pizcas que, con algunos huesecitos, separados, estaban destinados a piadosas distribuciones. Todo fue depositado provisionalmente en una casa de la calle de los Maçons-Sorbonne.
Entre tanto, el ministro del interior Chaptal, el 1er. Nivoso IX (22 de diciembre de 1800), acababa de autorizar «a la ciudadana Deleau, aquí superiora de las Hermanas de la Caridad,» a formar alumnas para el servicio de los hospicios y, a este efecto, él había puesto a su disposición la casa hospitalaria de las huérfanas, calle del Vieux-Colombier. Fue en esta casa donde fueron también trasladados , el 4 de mayo, de 1802, los restos de la Srta. Le Gras, y allí se quedaron hasta 1815.
En el intervalo, la existencia misma de las Hijas de la Caridad o, al menos, la forma de su existencia, lo que es todo una cosa, se había visto amenazada.
Acababan de ser restablecidas por la autoridad civil. La hermana Marie-Antoinette Deleau, nombrada superiora en 1790, había sido mantenida por el superior general Cayla. A la muerte de este último, ocurrida en 1800, la hermana envió a Felipe, sacerdote de la Misión donde el vicario general Brunet, para obtener la continuación de sus poderes, hacer nombrar a Felipe mismo director de la Compañía: lo que fue otorgado.
En Pentecostés, de 1802la hermana Deleau fue reelegida y recibió como asistenta a la hermana Deschaux quien, en 1804, llegó a superiora ella misma.
Fue bajo el gobierno de la hermana Deschaux y bajo el de las hermanas Beaudouin y Moustero que la sucedieron, cuando estalló la tormenta.
En 1809, Hanon, vicario general de la Congregación de la Misión, fue apartado violentamente de la Comunidad de las Hijas de la Caridad, y trasladado pocos meses después, a la prisión del Estado de Fenestrelles. La hermana Moustero, entonces superiora, se vio en la necesidad de entregar su dimisión, y más de trescientas hermanas debieron retirarse a sus Familias, por su resistencia a las modificaciones que se querían introducir en el gobierno de su Compañía y en sus estatutos. Las protestas de todas las casas fueron unánimes contra la violencia de esta medida. También, cuando en 1814, Hanon fue puesto en libertad, entró pacíficamente en posesión de su autoridad, y el soberano pontífice Pío VII, para borrar hasta los menores rastros de esta crisis funesta, le confirmó mediante un breve del 16 de enero de 1815 en todos los derechos unidos a su cargo.
De esta manera se acabó esta lucha poco noble contra mujeres. A fin de cuentas, no sirvió más que para evidenciar la inanidad de los esfuerzos de sus provocadores y la fidelidad de las Hijas de la Caridad. Ni la intriga ni la violencia lograron que se consumara el cisma y, una vez más, quedó demostrado que la fuerza es impotente contra la debilidad que se apoya en la conciencia y en Dios. No es probable que se renueve en adelante una experiencia que avergonzaría otra vez a los perseguidores daría gloria a las perseguidas. Las Hermanas y Roma responderían otra vez con un Nihil innovetur contra el cual todos los asaltos vendrían a quebrarse.
No tenemos que proseguir la historia contemporánea de las Hijas de la Caridad: se encuentra completa en los numeroso establecimientos que se han referido en otra parte; o más bien se despliega viva a nuestros ojos en las virtudes y en los servicios de estas santas Hijas.
No nos queda pues más que conducirlas, con los restos de su madre, a su residencia actual.
El 25 de marzo de 1813, un decreto imperial les había privado del disfrute gratuito del hotel llamado de Châtillon, calle du Bac, habitado en otro tiempo por la Señora de La Vallière, y perteneciente entonces a los hospicios de París, para fundar en él el principal establecimiento de su orden. A la espera de que el hotel estuviera listo para recibirlas, ellas continuaron habitando la casa de la calle del Vieux-Colombier, donde las sorprendieron los acontecimientos de 1815. Los aliados acababan de entrar en Saint-Denis, de donde el fragor expulsó a las señoritas de la Legión de honor, a las que se asignó la casa de la calle del Vieux-Colombier. Compartiendo el terror de estas jóvenes, la Hermana Gaubert, el 29 de junio, puso en un simón la caja que encerraba los restos de de la señorita Le Gras, y la llevó a la casa principal de la calle del Bac, donde no tardó en fijarse toda la comunidad. La caja fue reconocida en 1824 por el vicario general de la Misión, y depositada el 5 de noviembre, en un panteón de la capilla. Allí es donde, después de tantas peregrinaciones, el cuerpo de la señorita Le Gras espera el día de la resurrección bienaventurada, y la estación definitiva y eterna del cielo.
IV. Muerte del abate de Tournus.
El último precursor que Vicente de Paúl pareció enviar por delante para preparar su lugar cerca de Dios fue Louis de Rochechouart de Chandenier, abate de Tournus.
Hemos hablado varias veces de este admirable abate, de su alto nacimiento, de su virtud más alta todavía. Rechazó muchos obispados, a cualquier precio que se los ofrecieran. El obispo de Mâcon, Louis Dinet, renunció incluso a su favor, como nos lo dice una carta de Vicente a Mazarino, con fecha del 14 de setiembre de 1650, él no aceptó la oferta. Para obedecer al deseo de la Iglesia, renunció a sus numerosos beneficios, y no se reservó más que su abadía de Tournus. Llevó a su hermano, el abate de Moutier-Saint-Jean, a seguir este ejemplo. Además, no se servía de las rentas de su única abadía más que de lo estrictamente necesario; todo lo demás iba a los pobres, a los jóvenes clérigos que formaba, a las asociaciones caritativas de las que era miembro, a los enfermos y a los prisioneros a quienes tenía el gusto de visitar con frecuencia. Después de haber habitado por algún tiempo la comunidad de San Sulpicio, se sintió inclinado a una habitación más pobre y más humilde todavía, y llegó a pedir hospitalidad en San Lázaro. En su favor, Vicente se olvidó de la ley que se había formado de no admitir nunca a nadie, a título de pensionista, en las casas que no eran seminarios. Fue hacia 1653 cuando el abate de Tournus y su hermano vinieron a vivir en San Lázaro, en un pequeño apartamento, en el que llevaron la Vida de los más humildes clérigos de la Misión. El abate de Tournus, en particular, se <cercó lo más posible, en su costumbre, en el empleo de su jornada, al régimen de la congrega ión. Se hacía él mismo la habitación y la cama, y se negaba, para los más bajos servicios, recurrir a los lacayos que había conservado, habría querido algo más, y con frecuencia pidió a Vicente que le admitiera del todo en su familia. «Vos sois los hijos naturales del Sr. Vicente, decía él a los Misioneros; mi hermano y yo sólo somos hijos adoptivos.» Pues, del rengo de la adopción, él quería pasar más adelante en la familia del santo anciano a quien le gustaba llamar su padre. Se proclamaba indigno de ello, es cierto, y no lo pedía más que a título de caridad. Pero más indigno todavía se creía el humilde Vicente al admitir entre los suyos a un hombre de tan alto nacimiento y, en este debate de dos humildades, ganó la de Vicente.
Hacia el final de 1659, los dos hermanos concibieron el proyecto de una peregrinación a Roma. Debieron partir en los últimos días de setiembre, ya que nos los encontramos el 6 de octubre en la Gran-Cartuja, donde el abate de Tournus quiso pasar la fiesta de san Bruno. El 4 de noviembre, estaban en Milan, y allí celebraban también la fiesta de san Carlos, por quien el abate de Tournus profesaba una devoción particular7. De allí se dirigieron a Loretto, donde pasaron dos días en retiro, el ayuno y la oración. Todo este viaje era pues un continuo peregrinar. El abate de Tournus, a pesar de los viajecitos, no dejaba de decir todos los días la misa. En todas partes, su primera visita era a la iglesia y, si la encontraba cerrada, se arrodillaba a la entrada. En el paso de un Estado a otro, saludaba a los santos patronos y a los ángeles de la guarda. Al llegar a Roma, , tan pronto como vio el domo de San Pedro, se bajó del coche como lo había hecho en Loretto, se puso de rodillas, oró y acabó la ruta a pie, como verdadero peregrino. En Roma, se alojó con su hermano en la casa de la Misión, cuyos ejercicios siguió puntualmente. Durante los diez días del retiro de los ordenandos de diciembre, quiso cantar la misa cotidiana, lo que hizo con maravillosa edificación. Alejandro VII quien, sin haberlo visto nunca le reconoció por su modestia singular, le recibió con gran distinción, le concedió todas sus peticiones y le regaló reliquias, de agnus y de indulgencias. La corte romana siguió el ejemplo del papa y se desvivió por honrarle. Pero él visitó a los pobres antes que a los cardenales, los hospitales más que los palacios e incluso que las iglesias ricas. Había repartido, para sí y para los suyos, el empleo de la jornada, con toda la sencillez y la humildad de un Misionero.
El mes de marzo de 1660, cayó enfermo, y no interrumpió en primer lugar ningún ejercicio de piedad. En Albano mismo, donde los médicos le enviaron a tomar los aires, él continuó su vida de religioso, y sólo a su regreso a Roma, le forzaron a dejar la celebración de la misa y la recitación del oficio divino. Desde entonces se creyó herido mortalmente. En este pensamiento, renovó con mayor insistencia su petición de ser agregado a los hijos de Vicente de Paúl. Edme Jolly, entonces superior de la Misión de Monte-Citorio, halló, quizá por consejo de Vicente, un temperamento conforme en París y en Roma. Le prometió que, si crecía el mal, tendría el honor de recibirle en la congregación; pero, al mismo tiempo, le hizo prometer que, si Dios le devolvía la salud, esperaría a su regreso a París, para dar a Vicente el consuelo de abrazarle el primero en calidad de Misionero.
Se creyó por algún tiempo que el venerable padre tendría en efecto la felicidad de admitir él mismo a este nuevo hijo. En el mes de abril el abate de Tournus, hallándose mejor, se despidió del papa y, provisto de la bendición apostólica, partió para París, muy resuelto a arrancar esta vez el consentimiento de Vicente de Paúl y consumar el asunto de su vocación. Con ayuda de la muerte, el asunto quedó concluido pronto. La fiebre le había vuelto a atacar en ruta. Se redobló en Turín y, cuando llegó a Chambéry, el viernes por la mañana 29 de abril de 1660, estaba tan agotado que hubo que trasladarle a una habitación y hacerle guardar cama. Al día siguiente, la enfermedad le pareció desesperada al médico, y el enfermo, queriendo gozar del último respiro de la naturaleza, quiso recibir los santos sacramentos mientras gozaba aún de todas sus facultades. En efecto, el domingo por la mañana se confesó y recibió el santo viático en los sentimientos que debían resultar de tal vida. Por la noche se le administró la extremaunción, y él respondió a todas las oraciones. Después, su humildad obtenido permiso de su director, dirigió a su hermano sus últimos consejos, pidió perdón a todos sus compañeros de viaje, y se acordó de la promesa que le habían hecho de recibirle en la congregación en su muerte. Berthe, a quien Vicente había elegido para acompañarle, se rindió a su petición y le dio el hábito de Misionero. Desde ese momento, no teniendo nada más que desear en este mundo, no se entregó a otra cosa que a prepararse a la muerte. Hasta entonces, la había temido mucho; ahora, la acogía con paz y dulzura, resignación y paciencia; paciencia sobre todo gustando en decir una y otra vez a Dios: Auge dolorem, sed auge patientiam. Se murió casi sin agonía, el lunes por la noche del 2 de mayo.
Su cuerpo fue embalsamado, puesto en un ataúd de plomo y depositado en la iglesia de los Dominicos, de donde, dos sacerdotes de la Misión, llegado de Annecy, le trasladaron a su pequeña capilla, esperando que la familia escogiera el lugar de su sepultura. Pero él mismo había provisto pidiendo ser enterrado en una iglesia de la Misión y con toda la modesta pobreza de un sencillo Misionero. Y así fue en San Lázaro donde su hermano creyó que estaba el lugar de su reposo, y lo trasladó allí.
Esta muerte fue un gran dolor para la congregación, y en particular para Vicente de Paúl. Todas las cartas del santo de los meses de mayo y de junio llevan la fúnebre noticia y la expresión de sus sentimientos a todas las casas de la Compañía, en Francia y en el extranjero: «El Sr. abate de Moutier-Saint-Jean, escribe el 21 de mayo, es inconsolable la pérdida que ha causado, y por ello nos sentimos abatidos. La voluntad de Dios está por encima de los sentimientos de su dolor y de nuestra aflicción,» Y el 26 de mayo: «Vuestra carta del 7 nos llegó en pleno dolor por la muerte del Sr. abate de Chandenier.. La pérdida es grande para la Iglesia y muy grande para nosotros. Ha vivido como un santo y ha muerto como Misionero, habiendo realizado grandes instancias para ser recibido en la Compañía, según el afecto que nos había cobrado desde hacía mucho. Por ello esta casa, habiendo recibido una maravillosa edificación de él, debe conversar esta noche sobre sus virtudes a fin de refrescar su memoria y ejemplo; «lo que repetís el santo el mismo día en una carta a Desdames, en Polonia: «Debemos conversar esta noche sobre sus virtudes admirables, que son más bien las virtudes de Nuestro Señor ejercitadas por él en su siervo… Todo lo que dios hace está bien hecho; sin esta fe, seríamos inconsolables por una tal privación.»
Pero el punto sobre el que el humilde sacerdote prefiere insistir en todas sus cartas, en esta carta a Desdames, en otra del 8 de junio al superior de Crécy , etc., es la recepción in extremis del abate de Chandenier en la Compañía, que él había rechazado siempre y no puede comprenderlo. Lo encontramos maravillosamente explicado en la carta siguiente del 23 de junio: «No sé lo que este santo hombre vio en la pobre Misión que haya podido darle el gran afecto que tenía a cubrirse con su nombre y sus harapos para presentarse delante de Dios. Él nos había hablado varias veces de su plan; pero yo no le quería escuchar, creyéndole demasiado por encima de nosotros por su nacimiento y por su virtud; y, en efecto, no ha habido más que nuestra casa del cielo la que haya merecido la gracia de poseerle como Misionero; las de la tierra han heredado tan sólo ejemplos de su vida».
Como Vicente nos ha dicho dos veces en citas precedentes, se trató en San Lázaro de las virtudes del abate de Tournus. Se tuvieron incluso sobre él al menos cuatro conferencias, cuyos análisis o procesos verbales se nos han conservado; y es de allí, así como de una relación de su muerte por Berthe de donde hemos sacado nuestro relato. Como se hacía en San Lázaro para todos los Misioneros de relevancia, se recorrió sucesivamente su fe, su religión, su caridad, su humildad, su pobreza; su celo por la salvación de las almas, la gloria de Dios, y el bien de la Iglesia; su paciencia y su resignación, su silencio y su modestia, su obediencia y su mortificación, su templanza y su pureza, su integridad y su dulzura; en una palabra todas sus virtudes religiosas y morales, sobre cada una de las cuales los Misioneros que habían estado en relaciones más íntimas con él, como Berthe, de Monchy y los demás, declararon como testigos, casi como se hace en un proceso de canonización8.
El abate de Tournus no había sido el único, en estos últimos años de la vida de san Vicente de Paúl, que fuera admitido, de alguna manera in extremis, en la Compañía. Ya Carlos de Angennes, señor de Fargis, sobrino hermano del marqués de Rambouillet, había entrado en ella. El señor de Fargis se había casado con la hermana de la señora de Gondi. Era del partido de Monsieur, lo que le valió la desgracia de Richelieu al regresar de una embajada en España. Una vez que enviudó, pidió a Vicente de Paúl una plaza en San Lázaro. Hombre de corazón, de espíritu y de saber, hombre sobre todo de gran virtud, quería prepararse a la muerte bajo la dirección de nuestro santo. Su plan era vivir en San Lázaro en el retiro y la piedad, pero solamente como pensionista, en particular y con sus servidores. A pesar de los títulos que tenía con una excepción el cuñado del fundador de la Misión, Vicente no consintió en infringir a su favor la ley que se había dado de no admitir a nadie en San Lázaro, sino para hacer allí los ejercicios espirituales o prepararse a entrar en la Compañía. Por eso de Fargis debió tomar el hábito de Misionero y acomodarse al régimen de la comunidad. «En ella vivó un año de esta suerte9, escribía Vicente a Pesnelle, en Génova, el 25 de octubre de 1658, pero con grande consuelo por su parte y por la nuestra, que no hemos advertido nunca en él ningún defecto».
Diez años después más o menos, a primeros de 1656, el ejemplo del Sr. de Fargis fue seguido por René. Almeras, padre del segundo superior general de la Misión. Este venerable anciano, gran contable y cabeza de una familia que contaba entre sus ascendientes a obispos, consejeros de Estado, presidentes y consejeros del parlamento de París, quiso, ya más que octogenario, vivir únicamente para Dios en San Lázaro. Él también pidió primeramente ser admitido tan sólo como pensionista. A la misma petición Vicente opuso la misma respuesta, y Almeras se ofreció a entrar en la Congregación. El santo resistió cuanto pudo, sabiendo los grandes bienes que el anciano hacía en el mundo; pero fue preciso ceder a sus insistencias y darle un pequeño apartamento en San Lázaro, donde ensayó durante unos meses el nuevo género de vida que quería abrazar. Sintiéndose bastante fuerte pidió el hábito de Misionero, y el 9 de marzo de 1657, Vicente escribía a Ozenne, en Polonia, y a Get, en Marsella:»El padre del Sr. Almeras es del número de los seminaristas, habiendo tenido la devoción, al cabo de unos días, de recibir el hábito para asistir a los ejercicios en la medida que su edad de ochenta y dos años se lo permita. Es una humillación para un gran contable, cabeza de una familia muy honorable, y para un venerable anciano; pero de esta forma ha encontrado el secreto para ser grande en la otra vida después de haberlo sido en ésta, que es hacerse pequeño por el amor de Nuestro Señor.»
Como de Fargis también, Almeras no vivió más que un año en su nuevo estado. Falleció el 4 de enero de 1658. El 11, Vicente escribía: «El Sr. Almeras se ha ido a Dios. Tenemos motivos de creerlo así después de los actos de virtud que le hemos visto practicar desde su entrada en la Compañía, que han edificado a toda la casa, y que le han dispuesto a una buena muerte al cabo de una vida tan larga.»
Dos años más tarde, y algunos meses tan sólo después de la muerte del abate Tournus, Vicente se vio amenazado de una pérdida más sensible aún en la persona de René Almeras, el hijo del venerable gran contable. Privado ya de Antonio Portail, eso habría sido verdaderamente para él el sacrificio de Abrahán , ya que Almeras era su Isaac, la esperanza de su raza espiritual, el heredero que él se había elegido.
Almeras había sido enviado a Richelieu para recibir allí al rey que debía pasar por allí con su madre y la joven reina Marie-Thérèse con quien acaba de casarse en San Juan de Luz. Era hacia finales de junio o primeros de julio. El calor y la fatiga agobiaron la salud siempre vacilante de Almeras. No obstante, apurado por volver a París, donde era tan necesarios después de la muerte de Portail, acabada su comisión, se puso en camino a pesar de su extrema debilidad. Pero la enfermedad aumentó y debió detenerse en Tours, donde no se había establecido aún la Misión. Los sacerdotes del Oratorio quienes, en parecida circunstancia, en 1657, le habían concedido hospitalidad en Bourbon, le prestaron el mismo servicio en Tours. La enfermedad fue larga y seria. Las inquietudes dolorosas de Vicente fueron tanto más vivas, por haberse declarado en este viaje de Richelieu que él había ordenado, y él no perdió la ocasión, esta vez también, de acusarse él mismo, como hacía con todos los males que sucedían a los suyos. Escribió a Almeras: «Yo no puedo expresaros la parte que tengo en vuestro mal. Pero viva la voluntad de Dios! y que sea por siempre alabado por todas sus disposiciones sobre nosotros! En verdad que me costaría mucho soportarlas, si las considerara fuera de la voluntad divina, que lo ordena todo para lo mejor. Yo no pensaba que un accidente así os debiera suceder, cuando os envié a Richelieu, pero no lo volveré a hacer, aunque vos y yo viviéramos quince o veinte años. La Compañía sufre con la privación de vuestra presencia, y yo sentiré más consuelo con vuestro regreso del que podría tener por cualquier otro motivo que me pudiera sobrevenir (4 y 18 de agosto de 1660)».
Vicente escribió todavía a Almerás, el 22 de agosto, esta carta misteriosa para el destinatario, en la que hacía alusiones, evidentes para nosotros, a su plan de dársele por sucesor: «¿Cuándo será entonces, Señor, que tengamos el consuelo completo de saberos recuperado? Oh, cómo lo deseo, qué gracia tan grande será1 Se la pido con frecuencia, no sólo por mi interés particular, que no es pequeño, ya que lleno de estima y de ternura para con vos, soy el primero que sufre por vuestro mal y por vuestra ausencia; pero también por el bien de la Compañía, la cual, habiendo recibido de vos, por la gracia de Dios, una gran edificación, necesita todavía de vuestro auxilio y de vuestros ejemplos. Os lo digo, Señor, con un sentimiento de gratitud para con Dios y para con vos, y ya no digo más, porque con eso basta para el fin que yo pretendo, que es mostraros que haréis una cosa agradable a Dios si os conserváis y os curáis con el reposo y los remedios que están en vuestro poder y sobre todo con la ayuda de Dios, que no os negará las fuerzas de cuerpo y de espíritu necesarias al plan que tiene en la Compañía, si se las pedís por su Hijo Nuestro Señor, el cual habiendo suscitado la Compañía para su servicio, os ha llamado a ella también tan útilmente por su gracia. No ahorréis pues nada de cuanto pueda contribuir a vuestra salud y al adelanto de vuestro regreso, tras el cual suspiramos».
Vicente se sentía morir, y tenía prisas por ver a Almerás para darle sus últimas instrucciones. Él tuvo este consuelo supremo. Almeras quien, para no abusar de la caridad de sus huéspedes, había vuelto a Richelieu, salió de allí, aunque muy débil aún, y se hizo llevar a París en unas parihuelas. Llegó el viernes 24 de setiembre, tan abatido por la fatiga del viaje que debieron llevarlo a la enfermería, sin que pudiera ese día hablar a su venerado padre. Pero, a partir del día siguiente por la mañana, Vicente, informado de su llegada, se hizo llevar también a la enfermería, donde tuvo con este hijo y este heredero una larga conversación. ¿Qué le dijo? Sin duda, le instruyó sobre las cosas más necesarias al gobierno de la Compañía; no obstante es casi cierto que no le reveló la elección que había hecho de él para vicario general después de su muerte, elección que le debía atraer todos los votos de la Compañía, en el momento de la lección de un nuevo superior. Por la extrañeza dolorosa de Almeras cuando se sacó su nombre de la urna donde Vicente había encerrado la expresión de su última voluntad sobre el gobierno interino de la congregación, veremos bien que el santo anciano no le había dejado ni siquiera sospechar este acto de suprema confianza. Así las cosas, acabada la conversación, Vicente se hizo llevar de nuevo a su habitación; menos de dos días después, él no estaba ya.
- Carta del 6 de noviembre de 1653 y del 10 de octubre de 1656.
- El hijo de la señorita Le Gras tuvo el cargo de juez, que no dejó hasta 1656, por causa de su sordera (mss. de Du Courneau, Archivos de la Misión).
- Carta del 16 de setiembre de 1653, a un párroco que tenía un proceso.
- Fue reemplazado por el abate de Horgny, a quien conocemos como director de las Hijas de la Caridad.
- Véase también una carta a Desdames, en Polonia, del 5 de marzo de 1660.
- Cartas de los 16 y 20 de marzo de 1660.
- Se servía del breviario incluso de san Carlos, y tenía dos retratos suyos en su habitación.
- Este solo análisis hace ver el error en que ha caído el Sr. Floquet: Études sur Bossuet, (t. II, p. 68), cuando atribuyó a Bossuet las Conferencias de San Lázaro en alabanza del abate de Chandenier. Después de citar una carta de san Vicente de Paúl sobre estas Conferencias, añade: «Necesariamente habían sido dadas por Bossuet, encargado de todas las conferencias que tuvieron lugar, en 1660, en San Lázaro, tanto por la noche como por la mañana, para la ordenación de Pentecostés.» Aquí, el Sr. Floquet confunde las conferencias o discursos seguidos de los ordenandos, dados efectivamente por Bossuet, en 1660, en Pascua y en Pentecostés, y las conferencias propiamente dichas que se celebraban todas las semanas en San Lázaro entre los Misioneros verdaderas conversaciones de familia, en las que cada uno tomaba alternativamente la palabra, y a las que ningún externo era admitido, Que el Sr. Floquet reserve para mejor ocasión su admiración presumida por la elocuencia de su héroe en parecida circunstancia, y sus sentimientos sobre la pérdida pretendida de estas conferencias, o mejor, de estas oraciones fúnebres, que habrían perecido como tantas otras producciones de Bossuet. .En cuanto a las Conferencias reales sobre las virtudes y la muerte del abate de Chandenier, existen todavía, para análisis, en los archivos de la Misión.
- Falleció el 20 de diciembre de 1648.