San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 8, capítulo 3 (d)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Abate Maynard, Canónigo de Poitiers · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1880.
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Capítulo Tercero: Provincias Salvadas (cont.)

VII. Champaña y Picardía (1654-1660).

Cómo debió ser el invierno de 1653 a 1654 en esta región asolada por los pasos continuos de ejércitos durante más de seis meses, y que debía también mantener a numerosas guarniciones. Una Relación publicada a últimos de marzo de 1654, y comprendiendo los tres primeros meses de ese año nos ayuda un poco.

Los Misioneros de la región de San Quintín se expusieron a merced de los corredores para visitar más de cien pueblos de donde les llegaban gritos de penuria. Allí se encontraron con horribles miserias. Algunos llevaban dos días sin un trozo de pan, lo poco que quedaba a los otros estaba tan duro y tan rudo que raspaba la garganta. A todos, los Misioneros distribuyeron víveres, ropas, tornos y otros instrumentos de trabajo, y lograron poner a los pobres párrocos en condición de continuar su residencia entre estos desdichados.

En Rethel base de las operaciones militares, no se ven más que bandas salidas de las plazas vecinas o descendidos de los castillos que están expuestos a un perpetuo bandidaje. La miseria no ha perdonado a ninguna clase. «Los burgueses y los nobles, escriben los Misioneros, se nos ponen de rodillas por un centavo o 18 denarios.»

En los alrededores de Reims,  hasta las jóvenes de condición son tentadas por la desesperación a traficar con su honor. A muchas de ellas las retiraron a casa de las Hijas de Santa Martha de Reims, algunas de las cueles habían pasado muchos días en cavernas para escapar a la brutalidad de los soldados.

Troyes ha recibido a una nueva colonia de desgraciados. Son los restos de dos regimientos Irlandeses católicos venidos de Guienne tras la sumisión de esta provincia, levantada a favor de Condé por el príncipe de Conti y la duquesa de Longueville. Son trescientos, tanto soldados lisiados como mujeres, niños y ancianos, ya que los desdichados Irlandeses, siempre tiranizados por Cromwell, relegados a algunas islas salvajes o a un cantón desierto de su país donde se habían consumido por el hambre, no sólo se enrolaban en  los ejércitos extranjeros sino que llevaban con ellos a sus familias1. Troyes y Paría rivalizaron en caridad a favor de estos infelices. Se revistió su desnudez, se colocó a las jóvenes y a las viudas en el hospital de Saint-Nicolas y se adoptó a los huérfanos.

Los huérfanos, eran ya no obstante bien numerosos a cargo de los Misioneros. La visita que acababan de hacer a Laon solo les había hecho descubrir a más de seiscientos por debajo de la edad de doce años en estado de desnudez vergonzosa. Es verdad, como nos lo dice la Relación de abril y mayo de 1654, que esta región era la más afligida de Francia. Los Misioneros había tardado seis semanas en recorrerla, y habían provisto, según sus posibilidades a  todas las necesidades tanto espirituales como temporales. Habían reunido a los párrocos pobres por decanatos, y les habían inspirado la resolución de servir a las parroquias abandonadas. Algunos de estos buenos  pastores habían recibido dos o tres a su cargo, en las cuales no habían encontrado más que las ruinas de pobres familias refugiadas en los restos de sus cabañas o de sus iglesias. Pero habían tenido que dar sotanas a estos sacerdotes, asegurar por unos meses su miserable existencia, proporcionar ornamentos sagrados, reparar las iglesias con el fin de por lo menos cubrir la hostia de la lluvia o del viento, todo esto había acabado con los recursos. Y cómo vestir y alimentar a los seis cientos huérfanos.

Pues como se habían arreglado en otras partes. El de Rethel en particular no era más que un campo o una vasta guarnición. Ni animales, ni tierras sembradas. En Attigny, los Misioneros no habían podido encontrar siquiera un puñado de paja acostarse. Los pocos habitantes que quedaban de esta comarca, o se morían de hambre, o perecían miserablemente en las prisiones de Rocroy y otras plazas enemigas, donde habían sido arrojados por no poder pagar las contribuciones de guerra. El único recurso estaba siempre en las limosnas de París.

Y, con la hermosa estación, ya tenemos la guerra de nuevo. La primera empresa de campo está dirigida contra Condé, a quien quitarle Stenay. Es Fabert quien se encarga mientras que Turena y La Ferté, cada uno con un ejército, observan al enemigo. El rey en persona, después de unos días pasado en Rethel, llega a Sedan, de donde va a visitar las líneas de los sitiadores. En lugar de socorrer a Stenay, Condé dirige a todas sus fuerzas contra Arras, adonde le sigue el archiduque. Arras puede aguantar por algún tiempo. Una vez tomada Stenay, todas las tropas van a juntarse a Turena, ocupado, a cierta distancia de los Españoles, en cortarles los víveres. El rey avanza hasta Péronne. Los tres cuerpos de los mariscales  de Turenna, de La Ferté y de Hocquincourt, se extienden en torno a los Españoles, les libran varios combates, hasta el ataque general del 25 de agosto, en el que se les arrebatan los cuarteles a los Españoles y Loreneses. Condé que no se ha estrenado, se lanza sobre los vencedores en desorden y se retira a Cambray. A pesar de esta clamorosa revancha, el sitio de Arras no está menos levantado. Las tropas reales prosiguen sus conquistas. Turena toma Quasnoy y La Ferté Clermont-en-Argonne; tras lo cual, una vez más, todas las tropas entran a sus cuarteles de invierno.

Era en noviembre. Durante casi todo este año todavía, los ejércitos han pasado y repasado por esta desgraciada región, arruinando, saqueando, esquilmando, quemando a los ojos mismos del rey, que no quiere ver otra cosa que el éxito de sus armas y responde, con los Te Deum cantados en París a los gritos de hambre de las poblaciones.

Lo que costaba a una ciudad su ocupación por tropas, incluso amigas, lo sabemos por el notario Lehault.. Marle ha recibido a una fuerte guarnición francesa que acampa allí de de enero a mayo de 1654. se compone de seiscientas doce personas, tanto oficiales y soldados como de mujeres y criados, a lo que se ha de añadir ciento sesenta caballos y más de sesenta perros. Pues bien, carta que pagar asciende a 94 286 libras 10 sueldos, y el notario no ha comprendido en su memoria ni el valor de los equipos extorsionados por los oficiales y soldados, que «al entrar estaban mal vestidos y al salir eran nuevos;» ni el precio de sesenta casas de las mejores de la ciudad, «destrozadas y demolidas,» de treinta casas pequeñas, arrasadas por el fuego, de mil doscientos árboles frutales cortados a ras del suelo en los huertos de Marle, todos los gastos que él estima en 100 000 libras; ni el dinero tomado a la fuerza a los habitantes ni los muebles inútilmente quemados: lo cual sería una contribución forzada de al menos 200 000 libras deducida  en menos de cinco meses a una pequeña ciudad por solos los Franceses, sin contar las contribuciones y estragos del enemigo.

Por eso el Relato sumario que comprende la historia de estas provincias de junio a finales de 1654 no es más que un grito de angustia. Los Misioneros no tienen ya nada, y Sedan es el único lugar de la frontera a la que París, agotado por sus propias necesidades, continúa sus limosnas. Y es que Sedan es un refugio para la pobre gente del campo expulsados por la gente de guerra, y que no tiene apenas recursos, de suerte que, a falta de hospital, los enfermos yacen en las calles2. En otras partes, Los Misioneros han empleado su resto en vestir a sus seiscientos huérfanos, número alarmante en sí, pequeño número de los elegidos entre los seis mil que languidecen de hambre y de frío en las dos provincias. Sus últimas migas se han ido a los pobres párrocos, que consienten en alojarse en  ruinas para no abandonar a sus rebaños.

Pero a los rebaños mismos, cómo alimentarlos. Todo el verano se ha pasado en alarmas y, por consiguiente, sin trabajos y sin cosechas. En Laon no se podía ni entrar ni salir, porque los soldados avanzaban hasta las murallas. De allí, los campesinos refugiados veían arder sus cabañas, y nadie se atrevía a ir a apagar el incendio, después que un desgraciado por haberlo intentado había muerto a espada. A las víctimas, la caridad cristiana cumplía un deber juntar a los verdugos. Los bandidos se querían y mataban entre ellos. Despojados y enfermos venían ellos mismos a implorar a los Misioneros, que admitían a muchos a la asistencia.

Una vez que la guerra cesó, los Misioneros se extendieron por toda la región que, en San Quintín, en Rethel, ha pagado con sus cosechas la toma de Stenay y el cese del sitio de Arras. Los habitantes que no ha destruido la guerra se han refugiado en los bosques. Las mujeres y las jóvenes, para escapar de los soldados, se han escondido en los matorrales y los arbustos, de donde se las ve salir sin zapatos, sin ropas, ensangrentadas.. Qué hicieron los Misioneros en medio de estas calamidades  y durante todo este invierno. No lo podemos adivinar más que por conjeturas sacadas de sus precedentes servicios; ya que, después de la urgente demanda de fin de 1654, cesan las Relaciones hasta abril de 1655. Entonces aparece una Nueva Relación que comprende los primeros meses de ese año, que» ha demostrado que, por falta de fondos, se va a parar esta empresa si la caridad de los particulares no se anima.»Se había pensado guardar silencio después de entregar al público la Colección de las Relaciones conteniendo el trabajo de cinco años en bien de la asistencia de las dos provincias de Picardía y de Champaña, por miedo a que, demasiado comunes, fueran despreciadas y tiradas al número de las hojas volantes; pero hay que hablar todavía y hacer escuchar «como la última palabra de los pobres.»

Son primero los pobres de Irlanda de Troyes los que siguen llamando a la caridad pública. A los del año anterior han venido a unirse los restos de la campaña última. Éstos se hallaban en las cercanías de Arras, y han debido atravesar lugres desolados por la guerra, con los pies descalzos por las nieves y, durante nueve días, sin un trozo de pan. Su entrada en Troyes arrancaba lágrimas de los ojos. Traían a ciento cincuenta nuevos huérfanos y a un gran número de viudas. Y, como esta multitud no tenían para empezar ni un lugar de retiro, se acostaron, en pleno invierno, en la plaza de Saint.-Pierre, y recogían por las calles lo que los perros no querían comer. Nada más conocer esta miseria, Vicente y sus Damas, a pesar del agotamiento de las limosnas, enviaron a Troyes a un Misionero, Irlandés también, con un primer tributo de 600 libras, que fue seguido de otros más, sea en dinero, sea en ropas. Se llevaron enseguida a la mayor parte de los huérfanos y de las viudas al hospital de Saint-Nicolas, y se proporcionó a los demás algunos socorros y un abrigo. Esta caridad tan insuficiente como fuera, enterneció el corazón de estos desgraciados y levantó sus ánimos. Escucharon mejor gana al Misionero, quien se puso a darles, durante la cuaresma, dos catecismos a la semana, para disponerlos a la fiesta de Pascua.

Sin embargo, aunque las bolsas estuvieran muy reservadas en Paría y la caridad fría3 se continuó asistiendo a los demás puntos de Picardía y de Champaña. Laon y Rethel seguían siendo los grandes centros de la miseria. Los hospitales estaban llenos de soldados enfermos. El trigo estaba muy caro, fuera del alcance sobre todo de los desdichados que no ganaban más que 10 o 12 sueldos por semana, de los que tenían que entregar por lo menos la mitad a la gente de guerra para resguardar su casa de la llama y de la ruina.

Tantas desgracias fatigan no sólo a la más infatigable caridad, sino hasta la fría pluma del notario Lehault, que se para bruscamente el mes de julio de 1654. Pero, en su falta, tenemos esta carta del Sr. de La Fonde, lugarteniente general de San Quintín quien, en 1655, escribe a san Vicente de Paúl:

«Las caridades que han sido enviadas, por la gracia de dios y por vuestros cuidados, a esta provincia y tan justamente distribuidas por aquellos a quienes habéis tenido a bien encomendárselas, han dado la vida a millones de vidas reducidas por la desgracia de las guerras al último extremo, y yo me siento obligado a testimoniaros los muy humildes agradecimientos que todos estos pueblos sienten. Hemos visto la semana pasada hasta mil cuatrocientos pobres  en esta ciudad, durante el paso de las tropas que han sido alimentados cada día por vuestras limosnas; y existen todavía en la ciudad más de mil, aparte de los del campo que no pueden recibir otro alimento que el que les da vuestra caridad. La miseria es tan grande que no quedan ya habitantes en los pueblos que tengan tan sólo paja para dormir, y los más calificados del país no tienen con qué subsistir. Los hay incluso que poseen por más de 20 000 escudos de bienes y que, por el momento no tienen un trozo de pan, y se han pasado dos días sin comer. Esto es lo que me obliga, en el rango que tengo y el conocimiento que he adquirido, a suplicaros muy humildemente que seáis una vez más el padre de esta patria, para conservar la vida a tantos y tantos pobres débiles y moribundos a quienes vuestros sacerdotes asisten, y cumplen con toda dignidad.»

No era tiempo, en efecto, de interrumpir el alivio de sufrimientos que la guerra iba a mantener u a renovar durante tres o cuatro años todavía. En el mes de mayo de 1655, Turena reúne a su ejército en Picardía; la corte se adelanta hasta La Fère, y la campaña comienza. En un consejo de guerra celebrado en Laon entre Mazarino y los mariscales de Turena y de La Ferté, se resuelve asediar a Landreciesc para despejar el camino de Quesnoy, y los dos mariscales cercan la plaza. Condé llega demasiado tarde en su ayuda y Landrecies capitula; pero sus partidarios corren el campo hasta Ribemont. Los Españoles se retiran luego detrás de Valenciennes, y el rey que, por miedo, se había refugiado en Soissons, se une a su ejército y entra con él en país enemigo. Se sigue por el Sambre hasta cerca de Thuin y se vuelven a apostarse  en Babay. De allí, pasan el Escalda por debajo de Bouchain, y el príncipe de Condé, siempre perseguido, se retira a Tournay. Turena se aprovecha para tomarle la ciudad de su nombre, luego Saint-Guillain. Cada ejército fortifica entonces sus plazas, y la campaña acaba con movimientos de recíproca observación.

Una Relación de diciembre de 1655, la última que hemos encontrado4, no puede más que constatar la incapacidad de socorrerla a causa de la frialdad general de la caridad. «No tenemos ya palabras, dice ella, para expresar los gritos y los gemidos de estos pobres pueblos. La caridad nos obliga a exponer una vez más a los ojos de todo París la enormidad de sus plagas, a fin de hacer inexcusables a los que los hayan cerrado.» Habla de la desesperanza de Laon y de Rethel a las que nos vemos forzados a negar pan. En San Quintín «el Hôtel-Dieu no pudiendo ya recibir por incapacidad a todos los pobres refugiados, yacen en las calles, enfermos del flujo de sangre, infectados de basuras y gusanos, en una extrema desnudez y abandonados de todo auxilio, hallándose a pocas personas que se atrevan a acercarse, tal es el horror que producen dado su mal olor. Un Hermano de la Misión ha regresado a los lugares, ha alquilado una mala granja, ha hecho llevar allí a cien de estos pobres moribundos, y les ha hecho asistir según el escaso dinero que se le envía. Se ha pasado visita a varios pueblos, donde se han hallado objetos dignos de la última conmiseración. Los pobres no habitan ya en sus casas, han sido derruidas; no les quedan más que algunos agujeros  en los que se meten sin un haz de paja colocarlos, habiendo sido consumido todo por los ejércitos, Había todavía en el Magasin5 algunos restos de ropas con los que revistió a 38 pobres en el Grand-Fresnay, donde se ha descubierto a 80 huérfanos en la última desnudez y extrema hambre. Se ha revestido a algunos otros pobres labradores totalmente arruinados en los pueblos de Bonciour, Grusy, Brenanville, Montigny, etc. Pero esto no es nada en medio de un número tan grande, que no puede esperar otra cosa que la muerte este invierno, si Dios no toca el corazón de los que los pueden socorrer.»

Qué pasó este invierno. Nadie lo podría contar; pero el año siguiente, había que volver a empezar. En 1656, en efecto, siempre en el mes de mayo, Turena va a tomar de nuevo el mando de Picardía. Se enfrenta a otros adversarios, ya que el archiduque Léopold ha regresado a Viena, y ha sido reemplazado en el gobierno de los Países Bajos por don Juan de Austria. Avanza hacia Tournay que encuentra defendiéndose, y se dirige a sitiar Valenciennes. Condé ataca en su líneas y hace prisionero a La Ferté, cuyas tropas aplasta. . Turena retrocede entonces hacia Quesnoy, y los españoles vuelven a apresar a Condé. El mariscal, al verlos venir hacia él,abandona su campo cerca de Lens, y se dirige a Houdain entre Arras y Béthune. Mientras el enemigo sitia a Saint-Guillain, marcha contra La Capelle de la que se apodera y este movimiento deja libre la plaza sitiada. No tine más que revitalizar sus plazas, operación que ocupa la última estación del año.

En 1657, antes incluso de ponerse en campaña, se ha perdido Saint-Guillain. Turena marcha sobre Cambray, y Condé llega a Valenciennes. Tras una viva escaramuza provocada por este encuentro, Turena se retira hacia San Quintin. Para echar al enemigo de la Flandre, La Ferté, libre de las manos de los Españoles, sitia Montmédy en Luxemburgo, mientras que Condé intenta vanamente sorprender a Calais.  Montmédy concentra entonces toda la atención. De La Fère, donde se encuentra desde un principio de la campaña, la corte se adelanta a Sedan, y le rey se aloja en Stenay. Montmédy cede. Turena se vuelve hacia Flandre y pone sitio a Saint-Venant, donde es atacado por los Españoles, que le roban el bagaje y se van contra Ardes. Pero, después de tomar Saint-Venant, sde desprende de esta plaza. El rey vuelve de Sedan a La Fère, luego a Péronne. Turena se apropia de la Motte-aux-Bois, a la que arrasa, y se dirige hacia el mar. La conquista de Mardick corona  la campaña. Por último, el año siguiente, la batalla de las Dunas y la toma de Dunkerque traen la paz de los Pirineos, la cual sola pone fin a este periodo de sufrimientos. Al menos no habrá ya heridas nuevas, pero durante largos años todavía, cuántas llagas que cicatrizar u curar.

Mientras tanto, y en el curso de algunos años, cuyos sucesos militares acabamos de recordar, la miseria continúa siendo extrema. No lo sabemos ya por las Relaciones de los Misioneros, pero queda todavía el gran informe de 1656, de todos el más importante y el más detallado.

Los propietarios, laicos o eclesiásticos, no reciben ya rentas6; la ruina está sobre todo en el clero a quien se persigue no obstante a causa del pago de sunas de las que no tiene ni el primer céntimo. Por ello la Asamblea general del clero de Francia decide, en 1656, que las diócesis de las fronteras de Picardía y de Champaña, no estarán obligadas, hasta nueva orden, más que a probar mediante informes, tres meses antes de la celebración de las próximas sesiones de la próxima Asamblea, su ruina y su expoliación. Del gran informe de 1656, que constató que, a pesar del trasporte de la guerra a país enemigo, ciento veinte pueblos de la sola diócesis de Laon estaban todavía deshabitadas; que la mitad de las parroquias habían sido abandonadas por sus párrocos, por falta de parroquianos o de víveres; que estos desgraciados sacerdotes andaban errantes por todas partes, particularmente por los lugares célebres de peregrinación, para hallar allí algunas misas que celebrar, algunos votos que cumplir; que los otros se amontonaban en Laon alrededor de su obispo César de Estrées7,  tan arruinado como ellos mismos; que los monjes de las abadías arruinadas o destruidas por la guerra venían a mendigar a las calles de Laon, de donde los remitían a las abadías de sus órdenes respectivas que también los rechazaban.

La información de 1656 constata también la interrupción del curso de la justicia. «Los sargentos reales no encuentran ya a quien hablar Las gentes a quienes ellos, con peligro de la vida, van a asignar o perseguir, no viven ya en los pueblos convertidos en soledades. Los sargentos se dirigen entonces a la plaza pública, hacen redoblar el tambor, leen en voz alta sus actas y salen huyendo8

Cuando los grandes ejércitos han cesado de recorrer la región, la guarnición Española de Rocroy, sigue diciendo el Sr. E. Fleury, hace una y otra vez bruscas apariciones. «Durante más de cuatro años, se la ve, parecida a una tropa de bandoleros, marcharse sin ruido de su retiro, casi siempre de noche, pasar el Aisne, atravesar la región, caer sobre un pueblo con frecuencia muy distante, saquearlo, imponer un rescate cuando puede, quemarlo siempre. Dado el golpe, reunido el botín y colocado en grupa, estos soldados, que de lejos parecen Árabes atravesando el desierto, huyen al galope de sus duros caballos ardeneses. Han entrado ya en sus cuevas que, a algunas leguas del pueblo saqueado, no se sabe todavía que ellos han venido.» Vienen a hurgar hasta los barrios de la ciudad de Laon que, con la autorización del rey, se redime vergonzosamente al precio de un rescate anual de 340 doblones de oro, de estos saqueos periódicos. Así sucede, con mayor razón, con los burgos y pueblos, menos capaces de resistir por la fuerza. Hay cierta ciudad pequeña que continuó pagando este tributo deshonroso hasta 1659.

Una año después de la información de 1656, la última que se conserva, cuando las Relaciones desde hace casi dos años, san Vicente de Paúl, en un discurso dirigido, el 11 de julio d 1657,  a la Asamblea general de las Damas de la Caridad, resume cuanto se ha hecho hasta ese día, da el descuento de las sumas, de las ropas, de los objetos de culto distribuidos, y añade: «Ciertamente, Señoras, no se puede pensar sino con admiración en el gran número de estas ropas para hombres, mujeres y niños, y también para sacerdotes; no más que en los diversos ornamentos para las iglesias despojadas y reducidas a una tal pobreza, que se puede decir que, sin esta caridad, la celebración de los santos misterios estaba desterrada, y que estos lugares sagrados no habrían servido más que para usos profanos. Si hubierais estado con estas damas encargadas de estas ropas, habríais visto sus casas  ser como almacenes y tiendas de comerciantes al por mayor.

«Bendito sea Dios, Señoras, que os ha dado la gracia de cubrir a Nuestro Señor en sus altares, en sus sacerdotes y en sus pobres miembros, cuya mayor parte no tenían más que harapos y muchos niños estaban desnudos como las manos. La desnudez de las jóvenes y mujeres era incluso tal que un hombre con poco pudor no se atrevía a mirarlas; y todos a punto de morir de frió en el rigor de los inviernos. Oh, qué agradecidas debéis estar a Dios que os ha dado la inspiración y el medio de proveer a estas grandes necesidades. Pero a cuántos enfermos no habéis salvado la vida pues estaban abandonados de todo el mundo, acostados en el suelo, expuestos a las injurias del aire y reducidos al último extremo por las gentes de guerra y por la carestía de los trigos. A la verdad, hace algunos años que su miseria era más grande de lo que es hoy, y entonces se mandaban hasta mil seiscientas  libras al mes. Se animaban a dar en vista del peligro en que estaban los pobres de perecer si no eran socorridos de inmediato, y se encendían unos a otros en caridad para asistirlos. Mas,  desde hace un año o dos, habiendo mejorado el tiempo, las limosnas han bajado mucho. Hay sin embargo todavía cerca de ochenta iglesias en ruina, y la pobre gente se ven obligados a buscar una misa bien lejos. Ved en qué punto nos encontramos. Se ha comenzado a hacer trabajar, por la Providencia que Dios tiene sobre la Compañía.

«Así pues, Señoras, ¿no os enternece el corazón el relato de estas cosas? ¿No sentís gratitud hacia la bondad de Dios sobre vosotras y sobre los pobres afligidos? La Providencia se ha dirigid a algunas damas de París para asistir a dos provincias desoladas; ¿no os parece esto singular y nuevo?. La historia no dice que cosa semejante haya sucedido a las damas de España, de Italia o de algún otro país; estaba reservado a vosotras, Señoras, que estáis aquí, y a algunas otras que están en la presencia de Dios, donde han hallado amplia recompensa de una caridad tan perfecta.»

Pues, si bien en menores proporciones, la miseria y la caridad continuaban todavía su duelo a la vez doloroso y consolador hacia mediados del año de 1657. Qué privaciones heroicas, que esfuerzos prodigiosos necesitó Vicente de Paúl para proseguir su obra en estos últimos años, se puede juzgar por esta carta: «Nos sentimos a menudo tan agotados, que no tenemos qué enviar al mercado, y no sabemos dónde obtenerlo para  pagar lo que debemos… La caridad se ha enfriado en París, porque todo el mundo se resiente de las miserias públicas de manera que en lugar de 16 000 libras  que se enviaban en otro tiempo a las fronteras arruinadas, se tienen grandes dificultades ahora para enviar mil9. «Sin embargo, de 1657 a su muerte, tuvo siempre a un Hermano de continuo, ocupado, en las fronteras de Picardía y de Champaña, en la distribución de las limosnas. Era el hermano Jean Parre con quien correspondió en este asunto todas las semanas durante estos cuatro años. de esta activa correspondencia, nos quedan todavía numerosas cartas, obras maestras a la vez de caridad y de prudencia. El 21 de julio de 1657, escribe a Ham y le da misión de informarse, en cada cantón y cada pueblo del número de los pobres que necesitarán ser vestidos el invierno siguiente, para que se pueda buscar dinero y preparar los vestidos. El Hermano debía ir a visitarlos en persona o emplear en ello a personas de piedad y de prudencia «yendo directamente  a la tarea.» Pero la información se debía hacer sin que los pobres supiesen el plan: «De otra manera, decía san Vicente, esconderían sus vestidos y se mostrarían desnudos.» El Hermano siguió estos sabios consejos. Hizo incluso fabricar telas para tenerla a menor coste. Al mismo tiempo en cada una de las cartas que dirigía a Reims, a Rethel y otras partes (28 de octubre, 17 de noviembre de 1657), Vicente le anunciaba las sumas que según sus memorias, le habían sido votadas por la Asamblea de las Damas para los pobres párrocos, los enfermos, los más necesitados, las iglesias y los hospitales, suma para las cuales el Hermano debía sacar de la señorita Viole tesorera de la Asamblea. En la miseria universal estas sumas eran relativamente considerables, y las Damas se sangraban para llegar a ellas, pero andaban lejos de bastar para todas las necesidades que gritaban  hacia Jean Perre. También el buen Hermano se desesperaba, y Vicente le debía consolar: «Si vos no dais más que poco a los pobres por incapacidad, le escribía él en Rethel (16 de noviembre de 1658), dais mucho a Dios por afecto, puesto que le dais vuestras propias comodidades, vuestros grandes trabajos y vuestra vida; y no sólo eso, sino que querríais que todos los hombres hiciesen un sacrificio de sus bienes y de sus personas, de manera que todos los hombres que están en la tierra fuesen aliviados, y todas las almas salvadas por Jesucristo Nuestro Señor que ha dado su preciosa sangre por ellas. ¿Qué más podéis hacer, mi querido Hermano? ¿No es esto para consolaros y a la vez de que humillaros delante de Dios que os ha dado la gracia de animaros con su caridad, que consiste en querer lo que su Hijo nuestro divino Maestro ha querido, y en hacer lo que él ha hecho? Me diréis que vos no lo queréis ni lo hacéis más que imperfectamente. A Dios gracias, vivid en esta opinión y tratad de uniros cada vez más de acción y de intención a este mismo Señor.»

Aparte del dinero y de los vestidos, el Hermano distribuía semillas y herramientas a los hombres, tornos e hilazas a las mujeres, para que se pudieran bastar por sí mismos con su trabajo. Vicente le recomendaba en particular visitar, en sus idas y venidas, las iglesias más arruinadas y llevar una memoria, pero eso siempre sin ruido y en el mayor secreto Es por el lado de la restauración de las iglesias por donde haya dirigido el santo los últimos esfuerzos de la caridad de las Damas, y la última carta del hermano Jean Parre que nos queda de él, carta escrita dos meses más o menos antes de su muerte (17 de julio de 1660), habla todavía de esta limosna por excelencia, ya que estaba hecha al Dios de los pobres. sin embargo, en esta misma carta, como en todas las demás en las que se ha tratado de la reparación de las iglesias arruinadas, él no se olvida de los pobres mismos.

Esta carta se termina así: «No puedo deciros todavía cuándo os despediréis de la Champaña.» Es pues en Champaña o en Picardía donde  debió sorprender al hermano Jean Perre la muerte de san Vicente de Paúl. Desaparecido el jefe, el soldado estaba aún en su puesto. Esto es lo que pone fuera de duda la permanencia de la miseria y también de la caridad. un documento de la misma época acaba la demostración: es un cartel caritativo intitulado: Discurso sobre la conclusión de la paz10. En él leemos: «No es todavía el tiempo de detenernos en el camino de la misericordia… La calamidad que reina en todos estos lugares (Borgoña, Picardía, Champaña, Lorena, de Angulema, etc.) excede sin exageración a la de los años anteriores… Es pues de última necesidad no negar a estos pobres afligidos un último alivio… Las personas de probidad que han visitado estas provincias, apenas han encontrado casas en las que hubiera pan, y es algo muy raro ver en ellas una sábana y una manta; los sanos y hasta los enfermos, sólo se acuestan en paja que no se querría hacerla servir para ponerla debajo de los animales; solamente se cubren con sus pobres harapos.»

VIII. Otras provincias aliviadas.

Se habrá advertido en esta cita nuevos nombres de provincias. Y, en efecto, Picardía y Champaña no fueron las únicas en sufrir por nuestras discordias. Leemos en una carta de san Vicente a Lambert, en Polonia, del 15 de marzo de 1652: «Es verdad que Francia se encuentra muy afligida, de modo que hay ya otras provincias casi tan desoladas como Champaña y Picardía11.» Eso se ve claro. Si nuestras provincias del norte y del este tuvieron que sufrir más que las otras, porque estaban expuestas a la vez a la guerra civil y a la guerra extranjera, la guerra civil sola bastó para asolar nuestras provincias del mediodía, del oeste y del centro.

Desde el tiempo de la primera Fronda, el Maine, el Anjou y sobre todo la Guienne se habían sublevado contra los gobernadores reales. En 1649, el mariscal del Plessis había sido enviado a Guienne para pacificar esta provincia. El año siguiente, después del encarcelamiento de los príncipes, la princesa de Condé había huido de Chantilly con su hijo el duque de Enghien, y había sido recibida en Burdeos. Al mismo tiempo, los señores comprometidos en la causa  de los príncipes, La Rochefoucault en Poitou, el duque de Bouillon en Limousin, el duque se Saint-Simon en Blaye, concentraban sus fuerzas en los confines de la Guienne y venían a unirse a la princesa. La corte parte de París, atraviesa Francia y viene a apostarse en Libourne, a ocho leguas de Burdeos. Se concluye una paz momentánea; el rey entra en la plaza y regresa a París. Pero Condé, que ha obtenido el gobierno de Guienne, se revoluciona ante las negativas opuestas a sus nuevas exigencias. Se dirige hacia el Berry, entra en su castillo de Montron, y sale para Burdeos. El rey marcha hacia Berry a su vez, es recibido en Bourges y dispersa las levas hechas para los príncipes. Sublevado todo el partido, el príncipe de Conti, la duquesa de Longueville, se concentra en Burdeos, a donde confluyen las fuerzas reunidas en Saintonge y en la región de Aunis. Entretanto la corte se instala en Poitiers. El príncipe de Trente, hijo del duque de la Trémouille y partidario de Condé, se desvía a Saintonge, se apodera de Saintes, y marcha sobre Cognac. El conde d’Harcourt, a favor del rey, reúne a sus tropas en Niort, cruza Surgères y va a socorrer la plaza asediada, a la que se ha acercado Condé, la libera y se dirige a La Rochelle, oprimida por un oficial del príncipe, el conde de Foucault du Doignon. Condé avanza hasta Tounay-Charente sin poder emprender nada, y su ejército y el del conde d’Harcourt, separados por el río, se quedan a la vista durante cerca de tres semanas. El príncipe levanta el campo por fin, seguido por d’Harcourt, se aposta entre Saintes y Saint-Jean y desciende hacia el Dordogne. D’Harcourt le sigue todavía, toma Barbezieux, y la guerra va a concentrase de nuevo en Guienne donde, renovada sin cesar, no acabará hasta 1659. Mazarino que ha dejado Cologne y ha venido a unirse a la corte en Poitiers, la hace avanzar hacia Anjou, donde el duque de Rohan-Chalot  viene a provocar la revuelta. D’Harcourt fuerza al duque en Angers. Durante este tiempo, Condé, vigilado por d’Harcourt, ponía en defensa a sus plazas del Périgord, cuando se entera de que su hermano, al príncipe de Conti,  está amenazado cerca d’Agen. Vuela en su ayuda, el conde d’Harcourt le sorprende y le fuerza a encerrarse en la plaza.

Mientras tanto las tropas reales, dueñas ya de Saintes y de Taillebourg, habían concluido la sumisión de Angers, del Pont-de-Cé, y de las dos provincias de Anjou y de Saintonge. La corte reemprende el camino de París, precedida por el ejército de Hocquincourt, al que debían unirse por el camino también las tropas dejadas en Berry a las órdenes de conde  de Palluau. Ya está el rey en Blois y sus tropas se acantonan en Beaugency. Pero los duques de Nemours y de Beaufort se habían reunido cerca de Chartres y habían marchado sobre Châteaudun. Era inevitable un encuentro en la ruta de París. ¿De quién será Orléans, cabeza del paso? La Señorita llega la primera y entra por sorpresa. El rey ha dejado Blois y remonta el Loira. El ejército de los príncipes se acerca al puente de Gergeau. Turena , por el rey, se les adelanta, y los príncipes deben dirigirse a Orléans con la Señorita. Pero, de pronto, Condé, que ha salido de Agen, cruza Francia y, por sorpresa, ha aplastado a d`Hocquincourt en Bléneau. De allí se dirige a París, en tanto que su ejército ocupa Châtillon-sur-Loing, luego Montargis. Por si parte el rey deja las orillas del río y se acerca al Sena. La guerra pues se traslada a los suburbios de París, donde la vamos a volver a ver.

Mientras tanto, este corto resumen de las operaciones militares en nuestras provincias, de 1649 a 1652, ¿no deja entrever todo lo que tuvieron que sufrir por el paso incesante de ejércitos indisciplinados, sin hablar de las levas y contribuciones de guerra y de las largas miserias que debieron dejar tras ellas? En efecto, varias Relaciones encerradas en el Compendio Thoisy, hacen de ellas la misma pintura que nuestros misioneros de Picardía y Champaña. En Maine, Tours, Blois, Perche, donde de doscientas personas ciento ochenta no tienen un pedazo de pan»más de diez mil han muerto de necesidad; unos treinta mil languidecen miserablemente y se van unos tras otros; se necesitarían  diez mil libras por semana tan sólo para ni dejarles morir de hambre, pues tan caros están los víveres, cuánto haría falta para darles un poco de fuerza!» En Berry y Poitou, los labradores se comen la semilla que les dan y los gentilhombres mismos mendigan. Igualmente en Beauce, en Gâtinais, donde en seis pueblos, se han encontrado más de ochocientas familias, dos mil doscientas personas, desnudas y sin pan.

Algo antes, una nueva Reclamación se ha dirigido a la caridad «a favor de las provincias de Berry, Beauce, Gâtinais, Perche y demás lugares.» En Berry principalmente, en las mayores y mejores parroquias, ni diez casas donde había pan; apenas lo hay en dos casas en parroquias de doscientos hogares. El mayor número de las familias viven semanas enteras hierbas y raíces hervidas en pura agua, o de algunos trozos de animales muertos, descubiertos o recogidos en el campo. En quince parroquias se cuentan mil quinientos enfermos, que no tienen ni siquiera un poco de paja para acostarse, viudas cargadas con hijos no saben dónde conseguir pan. Además hay una multitud de ancianos, de inválidos, de huérfanos abandonados. En las calles, en los campos, en los bosques, a lo largo de los setos, se ven pobres, desnudos, en extrema debilidad, arrastrándose como animales en busca de alguna raíz. De trecho en trecho se encuentran muertos, entre otros un niño de doce a trece años, enviado por su padre a recoger algunas hierbas, y que se ha caído por debilidad en un campo donde tenía ya los ojos arrancados y comidos por los pájaros o los otros animales. Es la desolación de Sión descrita por el profeta Jeremías. Allí también los párrocos se ven obligados a abandonar sus parroquias por falta de subsistencia. A ellos, en el interés espiritual de las almas, deben ser llevados los primeros auxilios. Además. Hay que sostener a los válidos para que tengan la fuerza de recoger la cosecha, procurar remedio a los enfermos y establecer marmitas para los pobres. Pero, dice la Reclamación, no se tiene para ello ningún fondo, y el de las Caridades se ha agotado. Es preciso pues volver al primer fervor caritativo y la Reclamación anima a ello aprovechando la fiesta del Santísimo Sacramento. «Ya que, se dice en ella, este divino Salvador es levantado en los altares para miraros con misericordia y daros gracias, incluso se da todo a vosotros sin ninguna reserva, hay que presentarse ante su trono de gracia con las manos llenas de caridades y de limosnas, darle la limosna antes de pedírsela y, como lo ordena el profeta Isaías, repartir vuestro propio pan a estos pobres que tanto lo necesitan; pues él os dará, si vosotros se lo dais a sus miembros.»

Un «Nuevo Consejo importante sobre las miserias del tiempo» ensancha más el círculo de las provincias miserables. Después de un cuadro general que encierra las pinturas y detalles ordinarios: suicidios, prostitución, muertos encontrados después de roerse los dedos y los brazos, el Nuevo Consejo recorre sucesivamente las provincias en angustia. Un eclesiástico de Paría ha querido verlo todo con sus propios ojos. Escribe de Blois su viaje y sus tristes descubrimientos. Al pasar por Étampes y Angerville, se ha encontrado a cuatrocientos pobres. El bosque de O.rléans esta lleno. En Orléans mismo ha contado hasta dos mil, un gran número de los cuales ha hundido las puertas de la hostelería, escalando las ventanas por un trozo de pan que les hacía distribuir. Por todas partes ha encontrado la misma proporción de pobres; en la Chalerie, dos cientos; en Meung, quinientos; quinientos también en Beaugency; en Blois, una multitud, uno de los cuales sacaba una legua de medio pie de larga; en Onzain, ha predicado a cuatro o cinco esqueletos que no comían más que cardos crudos, limacos y carroñas. En suma, él estima que, sin un rápido remedio, se morirán en estas solas provincias de Orléans y del Blois más de veinte mil pobres.

Igualmente en la región de Chartres y de la Vendôme. En los alrededores de Chartres se cuentan ya doscientas o trescientas personas muertas de hambre. O asesinados por un trozo de pan verdadero. Por lo demás, no se come más que pan de helecho, potaje hecho con muérdago y ortigas. Un eclesiástico de París escribe a su vez: «He recorrido en tres semanas la Beauce, el Blois, Tours, Chartres y Vendôme; allí se mueren a montones; se entierra a los muertos de tres en tres, de cuatro en cuatro. Muertos y moribundos se ven mezclados por los caminos.» En Vendôme, se ha visto rodeado por quinientos o seiscientos pobres, de rostros cubiertos de u asqueroso lodo producido por su horrible alimentación. En los arrabales se mueren afuera en la dura tierra. En Montargis ha contado dos mil pobres. Cerca de Lorry, una mujer ha matado a sus dos hijos pequeños para alimentarse, y después se colgó.

En el Berry, se comen los gusanos crudos o jirones disputados a los perros. En todas partes, en esta provincia, se debe andar alerta contra el crimen.

Se escribe del Mans que las limosnas hechas a la Costura y a Saint-Vincent atraen a tantos pobres, que más de dieciocho mil, ya amontonados, van a morir de hambre; y, no obstante, los campos y las rutas están llenos.

En Amboise, hombres y mujeres se arrojaron sobre un caballo desollado y no dejaron ni rastro de él. Los niños se mueren mordiéndose a sí mismos; y eso en cuarenta y seis parroquias de Tours. En Loches y en Beaulieu, hay ya más de doscientos muertos han echado de seis en seis a las fosas. En Marmoutiers, cinco y ocho mil pobres se han reunido de Tours y del campo al oír hablar de socorros que se distribuían allí, y cuarenta se asfixiaron en la entrega. En todas partes, los muertos y moribundos se cuentan por centenares y por miles. En sitios de cuatrocientos hogares no quedan ya más que tres personas. Por algunos datos se puede imaginar la miseria universal: un niño ha cortado con los dientes un dedo a su hermano y se lo ha comido, al no poder quitarle un limaco; una mujer no ha tenido suficiente fuerza para evitar que los perros se comieran la cara de su marido yacente muerto a su lado; además, no es raro ver a enfermos tan débiles ser devorados vivos por los perros.

Una «serie del Consejo importante del estado deplorable de los pobres» de estas mismas provincias cuenta más de treinta mil desgraciados reducidos a lo más extremo del hambre. Doscientos sesenta y siete ya han muerto sólo en la ciudad de Blois . Lo mismo en todas partes. Se desentierra los huesos de los cementerios para chuparlos. El robo esta a la orden del día, ya que se prefiere morir en la horca que de hambre. Los pobres corren por de noche por las calles como lobos, hambrientos. Cerca de Tours, las rocas están llenas de cadáveres ya roídos de los gusanos. Finalmente, -y no hay nada que lo supere- padre, madre, hijos han sido hallados muertos en la misma cama!

Este es un cuadro no menos lúgubre que el de Picardía y Champaña; cuadro; cuadro que comprende a otras diez o doce de nuestras provincias y que, a juzgar por lo que vamos a ver enseguida de París y de sus cercanías, sería aplicable a Francia casi totalmente durante este periodo de 1636 a 1660, tofo un cuarto de siglo que ha debido ser para tantos desgraciados una eternidad! Pero nos  faltan las Relaciones; que son incompletas aun para las provincias enumeradas hace un momento, puesto que si. A pesar de su escaso número y sobriedad , no dejan nada que adivinar sobre la extensión y la profundidad de la miseria, no nos dicen nada de su fecha ni de su duración12. Lo que echamos de menos sin embargo es que nos dicen demasiado poco sobre el orden y la naturaleza de los socorros que le fueron llevados. Aquí la mano de san Vicente de Paúl se muestra todavía. En primer lugar, es alas Damas de su Asamblea a quienes nuestras cuatro Relaciones se dirigen siempre las personas encargadas, a las mismas cuyos nombres se leen al pie de las Relaciones sobre Picardía y Champaña. Además, los eclesiásticos partidos de París para ir a visitar estas provincias han sido evidentemente enviados por él, y son probablemente todos Misioneros; al menos es sobre este informe de Sacerdotes de la Misión sobre el que se funda el Consejo importante, pieza con mucho la mejor detallada. Notemos, además, que los Misioneros se habían establecido hacía mucho en varias de estas provincias, y que era a ellos, por su reputación y su experiencia en asuntos de caridad, a quienes se debía recurrir naturalmente. En cuanto a la cifra de las limosnas distribuidas, el Consejo importante, dice que se eleva ya a 200 000 libras, y tal vez no incluye como la cantidad de las limosnas de Picardía y Champaña de lo que se va a tratar, los objetos distribuidos en géneros: ropas, mantas, ornamentos de iglesias, y esta cifra no es un total definido, ya que el Consejo importante tuvo al menos una continuación, es decir que hubo todavía al menos una llamada hecha a la caridad, a la que, sin ninguna duda, la caridad respondió.

Aquí tenemos todavía una inmensa limosna que poner en la cuenta de san Vicente de Paúl, limosna hasta hoy totalmente desconocida como los sufrimientos mismos a los que se aplicó; ya que es la primera vez que estas Relaciones sobre nuestras provincias distintas de Picardía y Champaña son invocadas en una historia del santo13.

IX. Suma total de las limosnas. –Sacerdotes y Hermanos. -Damas de Santa Genoveva.

Y ahora, ¿cómo hacer el balance de las limosnas de Picardía y de Champaña? En  el discurso del 11 de julio de julio de 1657, san Vicente de Paúl dijo que, desde el 15 de julio de 1656 hasta el día de la última Asamblea general (1656), se habían enviado y distribuido 348 000 libras, y 19 500 libras sólo desde esa Asamblea hasta la Asamblea actual. Pero allí no se cortaron las limosnas, puesto que, en ese mismo discurso, Vicente de Paúl recomienda todavía Champaña y Picardía a sus Damas, y dice además que se ha comenzado a reparar sus últimas ruinas. Además, como también lo explica, en esta suma no están comprendidos «los vestidos, sábanas, mantas, camisas, albas, casullas, misales, copones, etc., que ascenderían, dice, a sumas considerable si se tuvieran en cuenta.» Se sobrepasaría, sin duda alguna, la suma de 400 000 libras en dinero que Vicente acusaba hace un momento, lo que ha autorizado suficientemente a Collet a decir que la totalidad del gasto, hasta la paz, para estas dos provincias solas, debía alcanzar a más de un millón. Además, se ha de notar que el humilde santo ha debido de disminuir más que exagerar la cifra de las limosnas que él recogía. Y, en efecto, leemos en una carta suya del 2 de enero de 1652: «En este momento cuesta Dios y ayuda hallar de 7 a 8 000 libras que se distribuyen el mes en Champaña y Picardía, que no es más que la cuarta parte de lo que se daba el año pasado.» Por lo tanto, el año precedente se había llegado a 10 000 escudos al menos por mes(un escudo 3 libras), lo que se elevaría en gastos a 100 000 escudos para el año de 1651. ¿Cómo pues, sino por humildad, señaló en el informe del 11 de julio, a16 000 libras sólo por mes, el total de las limosnas distribuidas en el tiempo de la miseria de estas provincias? Quizás se conciliarían estas contradicciones diciendo que Vicente de Paúl no daba cuenta a sus Damas más que de las suma que ellas recibían y le remitían ellas mismas, pero que se callaba las que se procuraba él directamente, aquellas sobre todo que sustraía del bienestar y hasta de lo necesario de su familia. También consta que no hay rastro en estas cuentas de las 800 000 libras entregadas por la Señora de Lamoignon para San Lázaro, y que el proceso de canonización dice sin embargo haber sido aplicadas a la obra de las provincias. En resumen, no estaríamos lejos de la verdad, creemos, si afirmáramos que al l.600 000 libras de la Lorena, habría que añadir 2 millones por las otras provincias; más de tres millones y medio que se deben triplicar, cuadruplicar tal vez para tener el valor actual. Y no hemos acabado aún  ya que no hemos dicho nada todavía de los alrededores de París.

Lo que se desearía conocer también, serían los nombres de los sacerdotes y de los hermanos que estuvieron empleados en esta obra admirable: nombres de los ministros del rey de la caridad, que merecerían en la historia una mención más honrosa que tantos ministros públicos nacidos para la desgracia de los pueblos.

A pesar de la humilde discreción de nuestras memorias y del primer historiador de Vicente de Paúl, algunos han escapado al olvido en el que querían encerrarse para no ser conocidos más que de Dios. Hemos pronunciada ya el nombre de Deschamps, el enterrador de los muertos de Rethel, a quien veremos asistir más tarde a un mártir de la misma caridad. Citemos también a Donat Cruoly, «que pasaba los ríos, andaba descalzo, daba carreras peligrosas en medio de las tropas»,  sorprendía a amigos y enemigos con su intrepidez. Al enterarse un día que las gentes de guerra acaban de robar a unos campesinos los animales, es decir su único recurso, vuela tras ellos, les da alcance en un bosque, les hace soltar la presa, les arrebata el botín y se lo lleva a sus dueños. Es Vicente mismo quien nos lo cuenta en una de sus cartas, en las que hallamos de ordinario las particularidades más gloriosas para él y los suyos porque el humilde santa no sospechaba apenas que caerían bajo los ojos de la posteridad.

Sabemos también que Almeras14 fue enviado como inspector e intendente, en 1653 y 1654, a la ciudad de Laon y a los lugares circunvecinos, donde se condujo como todos sus cohermanos. Allí cayó enfermo y no quiso que el Hermano que le acompañaba se apartara por él del servicio de los pobres.

La declaración ya citada de Claude Daubensard, en el proceso de canonización nos revela otros dos nombres de Misioneros. Daubensard «declara haber visto en San Quintín, en 1653, al Sr. Le Soudier, Misionero, y al hermano Jean Parre, que se quedaron allá más de dos años con otro sacerdote de la Congregación, llamado, cree él, Boudaise (es el Misionero de Madagascar!) y otro Hermano de cuyo nombre no se acuerda15 los cuales sacerdotes han predicado la doctrina cristiana y visitado a los pobres de la ciudad y de los pueblos, donde los hermanos han distribuido la limosna en dinero, ropas, instrumentos de trabajo, lo que hacía llamar al Sr. Vicente el padre de los pobres16

Las cartas de san Vicente de Paúl nombran también a los Misioneros Ennery, Berthe, Champion y Musnier, como empleados en Champaña y Picardía, luego a los Hermanos Paschal y d’Hauteville, que cayeron enfermos en el servicio de los pobres17.

Y conocemos también los nombres de dos de nuestros Hermanos. El proceso de canonización nombra además a Jean Du Bourdieu, que fue cónsul en Argelia, a Nicolás Chadeuille o Chatteuille, y siempre al hermano Mathieu, inevitable en todas las empresas arriesgadas de la caridad. El hermano Mathieu, ya lo hemos visto, tuvo un digno émulo en el hermano Jean Parre, cuyas cartas leía san Vicente en la Asamblea de las Damas. En Reims y en San Quintín, Jean Parre reunió a las Damas más considerables en asamblea regular, sobre el modelo de la Asamblea de París, y las puso bajo la dirección de un buen sacerdote18. Vicente se enteró por la Sra. Talon, madre del abogado general, quien se prestó a contar en la Asamblea de las Damas de París todas las hazañas de este buen Hermano. Ante este relato, una de ellas exclamó: «Si los Hermanos de la Misión hacen tanto bien, ¿qué no harán los sacerdotes? «Al humilde Vicente le agradó tanto que creyó tenerse que acusar en su próxima conferencia19.

Y acabamos de indicar otro fruto de la obra de las provincias, fruto duradero éste, como los producen todas las obras de Vicente, y que hemos visto renacer a nuestra vista.

Aun después de llamar a sus Misioneros, Vicente quiso dejar a algunos en los sitios, a quienes encargó hasta la paz general asistir a los pobres y proveer a las necesidades más urgentes de las iglesias y de los párrocos. Uno de ellos, siguiendo sus órdenes, asoció en forma de Cofradías de la Caridad, en diferentes ciudades de las dos provincias de Picardía y Champaña, a las mujeres más piadosas y más consideradas por sus rangos y su fortuna. Les dio los reglamentos ordinarios, añadiendo consejos apropiados a las circunstancias. Él mismo las puso en marcha y dirigió sus primeros ejercicios. Luego las confió a la dirección de los párrocos que debían mantenerlas en las piadosas prácticas de la caridad. Sí lo hizo en particular en Reims, en Rethel, en Château-Porcien, en La Fère, en Ham, en San Quintín, en Rocroy, en Mézières, en Charleville, en Donchéry, etc. Estas asociaciones caritativas subsistieron, como todas las demás para gran provecho de los pobres. Es de una de ellas, de la de Ham, de la que habla, en la carta siguiente a Vicente de Paúl, el P. Rainssant, canónigo  regular de Saint-Augustin y párroco de esta ciudad: «El Misionero, que habéis enviado a estos barrios me ha dejado el cuidado de hacer subsistir la asamblea de nuestras piadosas burguesas, y me ha dejado también trigo y dinero para alimentar y mantener a las jóvenes huérfanas a quienes se enseña un oficio capaz en pocos meses de hacerles ganarse la vida. Yo les doy el catecismo y una buena religiosa del hospital les enseña a orar a Dios y asistir a misa  todos los días. Ellas se quedan todas en una misma casa. Todos los enfermos de la ciudad están bien asistidos: Hay un buen médico que las visita y receta cuanto les es necesario. Nos cuidamos de que nada les falte. Nuestras buenas damas se dedican a ello con afecto. Nunca habría esperado yo ver en esta pobre ciudad de Ham lo que ahora veo, con consuelo y admiración por igual por un efecto de la divina y muy celestial Providencia de Nuestro Señor. Los hugonotes se convierten, viendo la atención que se presta a los pobres y la caridad que se practica con los enfermos… El mismo Misionero me ha dejado con qué asistir a los pobres huérfanos y huérfanas, y los enfermos pobres de los pueblos del gobierno de Ham, y ha dispuesto de dos buenos y virtuosos párrocos para asistirme en este empleo, hasta su regreso. Vos sois, Señor, la causa de todos estos bienes, y el primer motor después de Dios.»

Esta duración y esta fecundidad de las obras de san Vicente de Paúl se manifiestan todavía aquí admirablemente.

De la misma manera que de las Cofradías de la Caridad hemos visto renacer a nuestros ojos la obra de los pobres enfermos, de la obra de las fronteras nació, hace cerca de veinte años, la obra de Santa Genoveva, o la obra de las afueras de París. Cuando una obra de san Vicente de Paúl no tiene vida permanente e ininterrumpida. Es al menos el fénix el que, pronto o tarde, renace de sus cenizas, donde siempre estuvo incubada la chispa vivaz de la caridad.

En una carta del santo a Martín, superior de la Misión de Turín, con fecha del 21 de julio de 1656, leemos: «hay dos clases de damas en París que se unieron para la asistencia de los pobres. Unas son las de las parroquias que cuidan de los enfermos y tienen una especie de reglamento para hacerlo con orden y utilidad… Las otras, que pueden ser cuarenta o cincuenta, no tienen regla escrita, y su caridad no está tan limitada, pero se extiende más lejos, por diversos lugares y de muchas maneras, según las necesidades públicas. Asisten desde hace algunos años a la pobre gente de las fronteras, y han asistido incluso a aquellos de las afueras de París durante la guerra.»

Estas últimas damas son evidentemente las madres de las damas actuales de Santa Genoveva. Fue en el mes de abril de 1851 cuando algunas damas de la obra de los pobres enfermos se pusieron de acuerdo para el servicio de los suburbios de París, y el 31 de mayo siguiente, se fundaba una casa de Hijas de la Caridad en la parroquia de las Ternes; otras dos el 26 de junio y 24 de julio en las parroquias de l’Hay y de la Chapelle-Saint-Denis; otras tres más en 1852, en Bercy, en La Villete y en el Petit-Montrouge; de suerte que, al cabo de dieciocho meses, con ocasión de la primera asamblea general del 21 de enero de 1853,  el Sr. Étienne, superior general de la misión y director natural de una obra nacida de la influencia permanente o resucitada de san Vicente de Paúl, y teniendo por obreras activas a las Hijas de la Caridad, podía ya, en un informe, bendecir a la Providencia y felicitar a las Damas a la vista de los maravillosos resultados de su piadosa empresa.

Se conocen los suburbios de París, sus miserias físicas, sus miserias morales y religiosas mucho más deplorables. Pues bien, en algunos meses, por el ejercicio de la caridad cristiana y por la dulce influencia de las Hermanas, se había renovado casi la faz de las parroquias donde estaba establecida la obra. Los pobres eran visitados y asistidos, los enfermos morían fortalecidos con los sacramentos; adultos recibían el bautismo; las uniones ilegítimas se rompía o se rehabilitaban, los pecadores convertidos, los impíos devueltos al amor de la religión; los niños eran reunidos en salas de asilo, las jóvenes en clases o en obradores, las huérfanas recogidas y mantenidas en casas de caridad; otras eran retiradas del vicio por medio de las labores que les procuraban las Hermanas. Los párrocos y los alcaldes prestando su concurso a la obra nueva, extendía de día en día  su acción bienhechora. Las damas de las parroquias seguían el impulso dado por las damas de París, se asociaban por sí mismas y se entregaban, con su persona y su bolsa, al servicio de los desgraciados.

Al terminar el año de 1650, la obra coprenmdía veintinueve parroquias, a saber, fuera de las seis ya nombradas, Saint-Mandé, Champigny, Menilmontant,, Le Gran Montrouge, Chatenay, Gentilly,  Conflans, Belleville, los Deux-Moulins, la Maison-Blanche, Puteaux, Passy, Clamart, Montmartre, Saint-Ouen, Arceuil, Orly, Créteil, Fontenay-aux-Roses, Bourg-la-Reims, Bourg-la-Reine, Aubervilliers, Nanterre et Le Bourget. Estas parroquias estaban servidas por ciento setenta y cuatro Hijas de la Caridad. En el curso de este año, se había admitido a dos mil cuatrocientos setenta y un niños en las salas de asilo, cuatro mil ciento diez jóvenes  en las escuelas, a setecientas diez en los talleres, a novecientas cuarenta y cuatro en las clases de adultos, a cuatrocientos dieciocho en los orfelinatos; se había visitado y asistido a once mil ochocientas treinta y nueve familias, comprendiendo treinta y nueve mil setecientos sesenta y tres individuos; se había recuperado para la religión a setecientas once personas, administrado a mil seiscientos nueve enfermos, legitimado a trescientos once matrimonios; tanto en dinero como en géneros se había gastado la suma de 368 831 fr. 97 cent. Inmenso bien procurado a las almas, y todo eso, después de Dios,  por influencia póstuma y siempre viva de una solo hombre, de Vicente de Paúl.

Sin este hombre, ¿qué habría sido, en el siglo XVII, de las numerosas provincias cuyo lamentable estado durante veinticinco años hemos descrito? En su seno, allá donde  el espectáculo presente y continuo de la miseria, habría podido excitar más fácilmente la compasión y el socorro, ningún recurso posible, ya que los más ricos, ya lo hemos visto, se veían reducidos a la limosna, ya que la Iglesia, fuente y madre de la caridad, necesitaba ser socorrida ella también, aquellas de nuestras provincias que no habían tenido que sufrir por la guerra civil o extranjera se resentían sin embargo de la miseria general y, además, aplastada de contribuciones ordinarias y extraordinarias, teniendo siempre en perspectiva los desórdenes y la ruina que los podían alcanzar, la prudencia les obligaba a economizar sus recursos. ¿Sería de París de donde podría llegar la asistencia? Pero, en París, las clases altas, las clases ricas, enteramente absorbidas por la ambición, las intrigas, los sucesos políticos y militares, tenían la oportunidad de pensar en las ciudades y pueblos de Picardía y de Champaña. Y además, ¿no tenían a la vista y en la mano tantas y más miserias de las que podían aliviar20? Es a Paris y los suburbios adonde el hilo de la historia nos lleva; y allá nos espera el mismo espectáculo de calamidades, el mismo espectáculo también, gracias a Dios, de caridades inauditas que la sola intervención de san Vicente de Paúl explicará y hará verosímiles.

Artículo Tercero: París y los suburbios.

I. Suburbios de París. –Étampes.

Ya hemos relatado la primera Fronda, la miseria de San Lázaro y de París, y la caridad ejercida entonces por Vicente. Hemos recordado incluso la historia de la segunda Fronda, hasta después de la batalla del barrio de San Antonio y el retiro de Condé a los Españoles, a los que el príncipe va arrojar sobre nuestras fronteras para realizar los estragos y necesitar allí los prodigios de caridad, objeto del precedente relato. Era en 1652, Bueno, este año de 1652,  no es el más fecundo en socorros, cierto, de la obra de las provincias, pero viniendo después de dos años de ruinosos sacrificios, el que marca el punto culminante de la obra París y de sus suburbios. Tan verdad es, una vez más, que las obras de Vicente, sorprendentes inclusive al considerarlas  en un orden de sucesión llegan a ser prodigiosas por su simultaneidad, y no se explican sino por una intervención manifiesta del Dios de la misericordia cuyo ministro y agente era él.

En 1652, el ejército real y el ejército de los príncipes, tras el combate de Bléneau, se habían acercado a París. Condé había entrado y, en las negociaciones de las que iba a ser objeto, la gente de la calle se habían mezclado ya en las cortes soberanas. Para animarse y ayudarse en el desorden, el partido de las encrucijadas se había incrementado con los prisioneros de Conciergerie, de los cuales quince condenados a las galeras. París tenía todos los inconvenientes de la guerra sin tener los honores; y estos inconvenientes los tenía por doble razón, porque los dos ejércitos al tratar a sus ardedores como país enemigo, causaban dos veces el los mismos estragos, y dos veces le cortaban los víveres. Los dos ejércitos se acercan más. Saint-Denis es tomado y retomado; pero no es más que un pequeño accidente de guerra. Acampados, por un lado, entre Châtres y Linas, por el otro, alrededor y en las murallas de Étampes, las tropas de los dos partidos no se mueven si no es por el pillaje. Entretanto Turena ha deshecho las tropas de la Señorita quien, aburriéndose en Orléans, pasaba por Étampes para dirigirse a París. Después de lo cual, el mariscal ha reconquistado su puesto de donde se ha dirigido a Palaiseau y a Antony, para cortar con más seguridad la ruta de París a Étampes. Hay todavía negociaciones y movimientos de tropas; y rota toda vía de acuerdo, la decisión de la querella queda sometida a la suerte de los combates. Turena hace avanzar su cuerpo hacia Étampes, donde se ha encerrado el de los príncipes, Encarnizados por igual eran el ataque y la defensa, cuando el duque de Lorena, que se ha comprometido con los príncipes a hacer levantar el sitio, ordena a sus tropas avanzar por Claye y Lagny hasta el Sena frente a Choisy. Turena, para hacerles frente, abandona el ataque, se retira a Etrechy y toma sus posiciones hacia Corbeil. Por su parte, el duque de Lorena conduce a su ejército a Villeneuve-Saint-Georges, mientras continúa negociando con los dos partidos. Turena pasa el Sena en Corbeil para intimarle a que guarde una promesa secreta, y el duque se retira. Las tropas salidas de Étampes van a alojarse entre Saint-Cloud y Suresne, y el mariscal acampa en Villeneuve-le Roi. Nuevas negociaciones no consiguen más que las precedentes, se había librado la batalla del Barrio San Antonio, seguida del incendio y de la masacre del Hôtel de Ville. Los dos ejércitos se quedaban acampados cerca de París, adonde el duque de Lorena había vuelto, cuando el retiro de Condé a los Españoles traslada toda la guerra a las fronteras.

Se ven en adelante las marchas y contramarchas de los ejércitos durante este año de 1652, que seguía tantos años ya calamitosos y, después de los anteriores relatos, es inútil adjuntar todas ruinas u todas las miserias que nacían a sus pasos. Hemos nombrado sus principales puestos, que van a convertirse también en los puestos de la caridad, y sus puntos de partida para difundirse por todos los pueblos vecinos.

Aquí también nos volvemos a encontrar con las Relaciones que van a informarnos sobre los prodigios del mal y del bien.

La primera abarca los meses de marzo y de abril de 1652. «De lejos, dice, se podría negar para excusar la dureza de su corazón; pero al fin y al cabo no conviene no se han de buscar excusas. Los pobres de nuestros barrios que languidecen de hambre desde hace algunos meses, este número infinito de refugiados a los que expulsa del campo la proximidad de los ejércitos impresiona nuestras miradas y su voz resuena por todos los lados en nuestros oídos. La desolación de nuestros pueblos es bastante pública para no tener ya necesidad de ser anunciada. .es hora de despertarse del sueño, pues dios llama a nuestras puertas por una inundación de gente de guerra. Hay que preparase a las mismas plagas que han afligido a otras provincias. No podemos apartar esta desgracia si no es con un último esfuerzo, aliviando con nuestras limosnas a los que están entre nosotros y en nuestro entorno y continuándolos durante todo el tiempo que Dios quiera darnos  para los que no pueden vivir sino por nosotros.»

Este es el grito general de alarma. Luego la Relación entra en los detalles sobre los arrabales de París, a los que volveremos enseguida, pues allí donde confluyen de todas partes los desgraciados, y por los pueblos vecinos de Châtres, de Linas, etc., donde los ejércitos han acampado. «No se oye hablar en estos barrios, dice ella, que de muertes, pillajes, robos, violaciones, sacrilegios. Las iglesias no son mejor tratadas que en las fronteras, sin respeto siquiera por las sagradas hostias, que la avidez ha expandido por el suelo para llevarse los copones. La mayor parte de los trigos están cortados. Los pueblos están desiertos, los párrocos han huido o están sin rebaño, los campesinos refugiados en los bosques, donde sufren hambre o el justo miedo a ser asesinados por los que los persiguen. El único remedio a estas desgracias es atraer la paz con nuestras limosnas, y no esperar a hacerlas después de la paz.» Es así también como se puede atraer la protección de santa Genoveva, en la solemnidad de la bajada de sus relicario; es imitando su amor por los pobres, principalmente de París..

Por lo demás, la obra está comenzada. Misioneros llegados de picardía y de Champaña, aguerridos, por consiguiente en el servicio de los pobres y experimentados en la práctica de la caridad, se han dirigido a Palaiseau, a Étampes y alrededores. Han encontrado a Étampes demolido y rodeado de cadáveres. Lo que queda de casas está lleno de enfermos, no teniendo más que la piel pegada a los huesos, sin pan, sin un vaso de agua siquiera para apagar su sed abrasadora. Se han establecido seis marmitas en seguida, y las Hijas de la Caridad, venidas en ayuda de los Misioneros, distribuyen los potajes y vendan a los enfermos.

Pero ¿cómo librase de los cadáveres que llenan las casas, las calles y el recinto de la ciudad? Los cementerios son demasiado pequeños, rechazan a su presa que vienen a devorar los lobos, a la par que se lanzan sobre los vivos: . uno de esos animales ha devorado ya a tres mujeres. Antes de ocuparse de los vivos, hay que pensar en los muertos que infectan la atmósfera. Pero ¿dónde hallar brazos? Todos los de Étampes están debilitados por el hambre o la enfermedad. Aquí es donde vemos aparecer por primera vez a  estas compañías de aéreux que los Misioneros reclutan donde pueden, especie de vendimiadores de cadáveres, que vamos a encontrar por todas partes en los suburbios de París. Bajo la dirección y con el dinero de los Misioneros, los aéreux limpian las calles de montones de horribles basuras, abominable mezcla de cuerpos de hombres, de mujeres y de caballos que se pudrían allí desde la parada que habían hecho las tropas en la ciudad. Eliminado eso a fuerza de oro y dedicación, se perfuman las plazas y las casas para hacerlas habitables.

Los Misioneros mismos no se ahorran  esta tarea repugnante. Allí encontramos a Deschamps, quien había tenido un gran aprendizaje en el campo de batalla de Rethel. La muerte le respetó esta vez también; pero el 20 de julio de 1652, la muerte se llevó a David, uno de sus cohermanos. Leemos, en efecto, en una carta  de Vicente a un sacerdote de la congregación llamado Valois: «La Providencia de Dios ha llamado a sí al Sr. David de nuestra compañía, de quien se puede decir que, en poco tiempo explevit tempora multa. Hacía tan sólo diez o quince días que  socorría a los pobres enfermos de Étampes, donde el ejército de los príncipes ha acampado mucho tiempo dejando un aire infecto. El Sr. Deschamps, con quien estaba, me ha hecho saber, que hacía cuanto podía hacer un hombre venido del cielo, en relación con las confesiones, los catecismos, en los auxilios corporales, en la sepultura de los cadáveres casi corrompidos. Se fue a enterrar a doce en Estrechy, que infectaban el pueblo; tras lo cual, cayó enfermo y murió. El mismo Sr. Deschamps me escribe también que el difunto sentía algún miedo a la justicia de Dios antes de expirar, y que exclamaba: «No importa, Señor, aunque me condenéis, yo no dejaría de amaros, incluso en el infierno21

Casi todos los operarios de Étampes cayeron enfermos y hubo que enviar a tres o cuatro misioneros  para ocupar sus puestos, y a dos más, al sacerdote Goblet y al hermano Gazet, para dirigirlos y y cuidarlos en el castillo vecino de Basville, ofrecido generosamente por el presidente de Lamoignon. El propio Deschamps,»este hombre de gracia que hacía maravillas en el servicio de los enfermos», sucumbió, y debió ser llevado con otro Misionero de nombre Labbé, al castillo de Basville, donde fue dado por muerto durante algún tiempo y no volvió a la vida sino al precio de las más crueles operaciones. Delafosse, otro Misionero de Étampes, fue llevado a San Lázaro por su compañero en una camilla22.

En Étampes, en los comienzos. Había que limitarse a los enfermos de la ciudad y dejar provisionalmente a los de los pueblos; sacerdotes y hermanas no podían dar abasto con la tarea, viéndose obligados a hacer de todo. Nadie, en el mismo Étampes, que tuviera la fuerza de ayudarlos, hasta el punto de no encontrar a una mujer que vigilara a una hermana enferma, quien falleció casi abandonada, después de servir a los pobres por dos años en Picardía y en Champaña.

Éstos son, en las dos familias, las primicias de los mártires de la caridad; otros vendrán a formar la cosecha celestial, pues sacerdotes y hermanas fallecieron en mayor número alrededor de París que en las provincias, envenenados por el aire infecto que respiraban, agotados más que sostenidos por una mala alimentación, abatido al final por fatigas continuas de noche y de día en el servicio de los pobres.

No sabemos los nombres de todos estos misioneros, de todas estas hermanas, «felices, decía Vicente, por haber muerto en el campo de Batalla, con las armas en la mano.» Citemos, sin embargo otra vez a esta hermana quien, detenida por la fatiga en su santo trabajo, y no pudiendo ya ir a visitar a los enfermos, ni resolverse a no servirlos más, se los mandaba traer a su habitación, se levantaba para sangrarlos y vendarlos. San Vicente habló de ella así en la conferencia del a las Hijas de la caridad del 9 de junio de 1658: «Hace algún tiempo, me contaban de una hermana que estaba en la agonía que, al ver a una pobre persona que necesitaba sangrar, se había levantado de su lecho para sangrarle, y que después, en un ataque de debilidad, se había muerto allí mismo. No me acuerdo de su nombre.» Las hermanas cuchichearon entre ellas: Sor Marie-Joseph, en Étampes.» Y Vicente que lo oyó: «Dios os bendiga, hijas mías; sor Marie-Joseph, ella es, en efecto; esta buena hija puede ser llamada mártir de la caridad.»

El santo estaba pues lejos de dejarse abatir por tantas muertes. Le daba gracias a Dios y se afligía por no tener a más personas que poner al servicio de los pobres. Escribía: «Doy gracias a Dios por haber dado a la compañía súbditos que son más suyos que de sí mismos y que sirven al prójimo con peligro de su vida. Este es el oro al modo como se descubre al fuego, y que, aparte de las ocasiones, permanece oculto bajo acciones comunes y a veces, bajo imperfecciones y defectos. Jamás he experimentado esto mejor que desde hace algún tiempo, no sólo en los que fueron sacrificados en Berbería por la caridad y en muchos otros que quisieron exponerse a los mismos  peligros por la salvación de los esclavos, pero también en todos aquellos que tenemos en casa, que se han ido  con ardor al alivio de los pueblos en su aflicción presente, sin pensar en los peligros de la guerra y de la enfermedad, en los cuales cayeron. No digo que todos hayan sido maltratados por los soldados; pero todos han estado enfermos y no pueden regresar, excepto los últimos que partieron, que están como seguros de sucumbir como los demás. Son tantos que no podemos más; no tenemos ya a nadie para enviar al campo para asistir a las parroquias abandonadas. Hace dos días, el Sr. Desvignes, el Sr. Desjardins, el Sr. Watebled y nuestro hermano de Nels han regresado enfermos, como también un hermano coadjutor, un criado y dos Hijas de la Caridad23

Lo que Étampes acaba de  demostrarnos, lo podríamos ver en todos los suburbios de París. Toda la Brie, dice una Relación, está en tal estado por el campamento de los ejércitos que se parece a las provincias más arrasadas. Iglesias sin pastores, pueblos desiertos, pobres que mueren sin sacramentos y con un poco de agua y uva por todo alimento y todo remedio: es siempre el mismo cuadro. Es el cuadro también de los cantones de Lagny. Corbeil y tantos otros. Francia no es ya la nodriza de París; es París la que debería a su vez alimentar a Francia, al menos a los pueblos colindantes, en los que ninguna cosecha, sobre todo en Saint-Cloud y en Palaiseau ha quedado a causa de los ejércitos. Pronto estos cantones, en barbecho, reproducirán la imagen de la Lorena, sin poder esperar la misma asistencia. En efecto, continúa la Relación, «como faltan a todo el mundo las rentas ordinarias, se verán sin duda abandonados, si los que tienen dos vestidos , es decir más allá de lo necesario, no dan uno a quienes no los tienen; si no venden lo que poseen para dar limosna (Luc. III, 9-XII, 33); si las comunidades eclesiásticas no practican  lo que han hecho todos los santos, vendiendo las vajillas y objetos de plata y los ornamentos no necesarios de sus iglesias, que están en sus tesoros, no para aguantar el moho y los gusanos, sino para ser distribuidos a los pobres, a los que les pertenecen, según el consentimiento universal del los Padres, de los papas y de los Concilios.»

II. Organización del servicio. –El Almacén caritativo.

Una vez que fue posible, es decir desde que los pasos se dejaron abiertos por las tropas, el arzobispo de París, movido por Vicente de Paúl, pensó en organizar el servicio caritativo de su desdichada diócesis. Un Estado sumario, fechado el 16 de octubre de 1652, y firmado Ferret, vicario general, este mismo Ferret, párroco de San Nicolás que hemos visto conquistado a la ortodoxia por Vicente, nos inicia en esta organización. Es en primer lugar un levantamiento en masa de todas las órdenes religiosas y de todas las familias eclesiásticas: capuchinos, picpus, jacobinos, jesuitas, sacerdotes de San Nicolás y sacerdotes de la Misión; ejército de la caridad que va a repartirse todos los cantones abandonados por los ejército del rey y de los príncipes, para reparar las ruinas que éstos han dejado. Los jesuitas se instalan en Villeneuve-Saint-Georges, de donde se extenderán por los cantones de Crône, de Montgeron, de l’Espinay, de Champrosay, de Étioles y alrededores, hasta Corbeil. Los sacerdotes de San Nicolás toman para sí a Limay Brevane, Villecrêne, Marolles, etc., hasta Brie y Lagny. Los capuchinos ocupan Corbeil y se extienden a los pueblos de Essonne, Villabé, Ormois, etc., hasta Longjumeau y Montlhéry. Los jacobinos se establecen en Gonesse y comprenden los pueblos del Bourget, de Villiers-le-Bel, d’Aulnay, de Sevran, de Bondy, etc., pisoteados por las últimas marchas de las tropas. Por último los sacerdotes de la Misión distribuidos en dos bandas principales, ocupan sus puestos en Étampes, Lagny y Savigny, de donde alcanzan a los barrios de Juvisy, Viry, Grigny, Orangis, Fleury, Bretigny, Choisy, Athis, sin hablar de Palaiseau y otros lugares intermedios donde los estragos de las tropas han causado grandes necesidades.

Todos esto cuerpos han recibido sus instrucciones y poderes del gran vicario. Deben enviar informes a París y ya lo han hecho. ¿Qué han encontrado en sus acantonamientos?  ¿Acaso no lo sabemos?  Iglesias arruinadas o cambiadas en cuerpos de guardia; pueblos desiertos y sin pastores; muertos sin sacramentos y sin sepultura; calles infectadas de cadáveres y de carroña, esperando a los Misioneros, únicos que cavan fosas y entierran; casas en estado de corrales y cloacas; campos en eriales, ni siegas ni vendimias; mujeres y jóvenes en huida; hombres, sanos o enfermos, sin socorros; niños sin bautismo. Unos han vivido quince días con agua de hierbas; otros con semillas y raíces; otros con vino que los ha quemado o con restos de pan de munición enmohecida, empapado en un poco de vino y de agua. La mayor parte estaban consumidos por el hambre, envenenados por su propia infección o por la proximidad de los cadáveres sin fuerzas para retirarlos. Sin ropas, se metían en el estiércol por la noche como los animales, y por el día en la paja o en cloacas, por el día se tendían al sol que les producía gusanos en sus llagas. Cincuenta acababan de ser llevados al Hôtel-Dieu de París, donde se murieron al cabo de dos o tres días. Exhalaban tal olor que los barqueros no se encargaban de ellos sino a instancias de los sacerdotes de San Nicolás du Chardonnet.

Qué contagio debe de producir una atmósfera cargada de tantas miasmas mefíticas! Para protegerse contra ella, los Misioneros deben envolverse la cabeza por la noche. Los enfermos están por todas partes en número terrorífico; se cuentan más de mil quinientos en todos los cantones. Por falta de caldo, se mueren de hambre y sin el pan de la caridad: el frío mata a los demás. En tal pueblo, como en Orangis, no queda ya ni un solo viviente. Los Misioneros recorren las calles, donde encuentran que a quienes han pasado la noche expuestos a la lluvia. Los trasladan a establos, y allí les administran los sacramentos. Nuestro Señor viene otra vez al pesebre; por todo descanso no tiene más que una servilleta  extendida sobre la paja o sobre el pesebre. A aquellos de los párrocos que no han muerto o han huido, se les ha de prestar los mismos servicios; yacen en sus presbiterios apilados, no teniendo para guarecerse del frío que las capas de sus iglesias.

El Estado sumario se termina con una llamada a la caridad. Se necesitan primero auxilios espirituales, directos o mixtos, es decir sacerdotes, luego los objetos necesarios al culto: estas últimas necesidades son recomendadas a lo señores, a las comunidades, a los propietarios y a las lamas piadosas. Luego los auxilios temporales, víveres, ropas, que se piden no sólo en París, sino en todas las diócesis de Francia.

Y para hacer frente a todo, es necesario preparar un fondo que sirva para el mantenimiento de los Misioneros, de los párrocos, de los enfermos, de los pobres.

Para este fin se celebrarán asambleas de caridad en todas las parroquias de París. en cada parroquia habrá un almacén en casa del párroco, a donde se llevarán víveres, ropas, hábitos, instrumentos de trabajo, etc., -detalle horrible- «picos y azadones para abrir las fosas y enterrar a los muertos, que es uno de los mayores trabajos de los Misioneros, porque hay que rascar la tierra con las manos para hacer las fosas y llevar a los muerto con escalas que apenas se encuentran.»

Habrá, además, un almacén general central, cerca del río, por el barrio de Saint-Paul o de la Tournelle, adonde serán transportadas todas las provisiones de los almacenes de las parroquias. De allí, por orden del gran vicario y por los cuidados de las personas de piedad, se harán envíos a Villeneuve-Saint-Georges, para los dos cantones  del otro lado del río; a Juvisy para los cantones del lado de acá; a Gonesse, para las regiones circunvecinas. En cada uno de estos tres centros, habrá un almacén también, del que se harán las distribuciones según las órdenes de los Misioneros.

Dad, dice para terminar el Estado sumario, dad lo superfluo; ahora bien, lo superfluo es lo que está más allá de lo necesario al estado, condición o naturaleza; y, para los eclesiásticos, es todo, fuera de lo último necesario.

Al mes siguiente, fue publicado un «Compendio verdadero,» informe de lo que se había hecho siguiendo el programa precedente. Había sido necesario pensar primero y sobre todo  en enterrar a los muertos. Un marido, un padre había sido encontrado en putrefacción junto a su mujer y a sus hijos. Los caritativos enterradores habían sufrido lo suyo en este servicio; siete sacerdotes de la Misión habían enfermado ya en el cantón de Lagny.

Días más tarde, el 30 de noviembre de 1652, apareció también una «Memoria de las necesidades del campo en los suburbios de París.» Los almacenes de las parroquias, en esta fecha, comenzaban a llenarse. La Sra. de Bretonvilliers había dado, para servir de almacén central, su casa de la punta de la Isla de San Luis, llamada entonces Isla Notre Dame, en una situación cómoda; otro almacén central se había formado en el hotel Mandosse, cerca del hotel Bourgogne. Los dos estaban alimentados por los almacenes de las parroquias, que también enviaban carretas  de casa en casa para recoger los donativos de la caridad pública. Y para mostrar la inmensidad y la diversidad de las necesidades, la Memoria se termina con un cuadro de los muebles y utensilios necesarios en las iglesias y a los sacerdotes, tanto misioneros como párrocos, al servicio de los pobres y de los enfermos, en la sepultura de los muertos.

Esta ingeniosa organización de provisión24 dio lugar a una gaceta o publicación nueva: el Almacén caritativo, del que no hemos encontrado más que un número fechado en enero de 1653. ¿Sería el único que apareció?  Al menos en el pensamiento de los autores, debía ser seguido de otros más, ya que lleva un carácter provisional y da el estado de las estaciones de la caridad, a le espera, dice, de un informe más detallado.

En Étampes, «servida por los Misioneros del Sr. Vicente con gran bendición»,los pobres y los enfermos son muchos para poder establecer un rol: en toda la extensión de la estación, todos, hablando en general, son enfermos o pobres, y abandonados totales.

Los Misioneros han establecido el hospital de Étampes, donde han montado también una marmita para cerca de doscientos pobres. Han establecido otras cuatro, en su circunscripción; en Étrechy, en Villeconnin, en Saint-Arnoult y en Guillerval.

Asisten también a los pobres de Boissy-le-Sec, Petit-Saint-Marc, Brières, para las que gastan más de cien escudos a la semana.

El número de los enfermos no ha disminuido en ninguna de las cuatro estaciones: hay siempre unos mil quinientos a los que hay que se han de añadir doscientos catorce huérfanos y mil ciento ochenta y dos necesitados; si este número se mantiene por tres meses, es que los enfermos curados han sido reemplazados inmediatamente por otras víctimas de la miseria y de la corrupción del aire. También se han enviado a todas partes aéreux, que han supuesto 400 libras en Corbeil tan sólo. . En Étampes, estos aéreux no han podido aún hacer otra cosa que vaciar la infección de las casas a las calles, tan llenas se hallaban de basuras espantosas. De la misma manera en Villeneuve-Saint-Georges, donde han encontrado de mil doscientos mil quinientos caballos muertos y a varios cadáveres de soldados y de pobres, a quienes han dado sepultura.

De todas partes también se han enviado a Hijas de la Caridad y cirujanos, y se ha recomendado no descuidar nada por el servicio de los enfermos. Y la nueva prueba de la intervención dominante de Vicente de Paúl en todo esto, la encontramos en una carta que escribía al hermano Senée, clérigo de la Misión, en Lagny, el 24 de noviembre de 1652. Estaba entonces en Orsigny, adonde el médico le había enviado para tomar algo de aire, a causa de una fiebrecilla que le trabajaba por la noche. Escribía: «No puedo dar suficientes gracias a Dios, como quisiera, por su conducta. Pido que la continúe así. Os enviamos 100 libras. Las Damas piden que deis socorros a esos veintidós pueblos lo antes y mejor posible y que, a este efecto, os entendáis con el cirujano de quien me habláis, para visitar y cuidar a los enfermos que lo necesitan de dos en dos días. Nosotros damos 15 sueldos al Sr. Gaucher por día; si no está contento dadle más. De trata de que no ahorréis nada para salvar la vida a todos los pobres enfermos de esos lugares y, si no hay párrocos, podréis decir al Sr. Hénin que se espera de él los auxilios espirituales que pueda. Mientras tanto, continuaréis los temporales y, si hay necesidad de polvo para purga, pedid al Sr. Portail y, por él, al hermano Alexandre. Si hay necesidad de contratar, para procurar víveres en esos lugares, hacedlo. Escribid a la Sra. de Herse para pedirle algo de dinero para ayudar a esa pobre gente a vendimiar.. –Un abrazo a nuestro hermano La Mainère y a vos. Ruego a nuestro buen Dios que os conserve a los dos. Mandad todas las semanas el estado de las cosas al Sr. gran vicario o a mí, y no ahorréis nada para salvar la vida del alma y del cuerpo de esa buena gente. Habrá personas de calidad que, pronto y con frecuencia, vayan a ver cómo os va.  Y entiendo que los pobres estén cuidados de la manera que os he dicho25

Con un servicio tan bien organizado, tales recomendaciones, tales inspectores, tales operarios. Los enfermos no podía dejar de estar bien cuidados. Por eso, dice el Magasin , la asistencia ha sido muy juiciosa y muy caritativa. Se ha dado con la mayor frecuencia posible a cada enfermo dos libras de carne a la semana, cuatro huevos, o un cuarto de mantequilla, por un sueldo o seis blancos de sal y un pan de diecisiete sueldos. «Esta es, añade él, la conducta de los Misioneros del Sr. Vicente, que tienen mucha experiencias, y que ha servido de modelo casi para todos los cantones.»

Esta asistencia ha costado 12  o 13 000  libras al mes, y eso sin fondos, en la miseria total, gracias a la caridad, a la industria, al celo de los promotores y de los obreros de la empresa; gracias también a la intervención evidente de la Providencia. El cepillo del almacén siempre vaciado, se encontraba siempre lleno. Había también un tonel de sal de ocho a diez celemines, lleno todavía después de ciento veinte que se habían sacado. Este tonel levantaba la admiración particular de Vicente de Paúl. Tenemos una carta de él a Lambert del 3 de enero de 1653. después de expresar el temor de que no se pueda sostener el peso de un gasto que va de 6 a 7 000 libras por semana para la sola diócesis de París, añade: «Todo París contribuye a ello, y aporta de todo lo necesario al hombre en alimentos y ropas, para los enfermos y para el trabajo. Hay diversos almacenes establecidos en esta ciudad, a los que cada uno lleva lo que tiene la devoción de dar.» Y, volviendo al tonel: «Hay uno en el almacén general, donde se echa la sal, que no se vacía nunca, a pesar de que se saca todos los días  para enviar a los campos, como se hace con todo lo demás.»

Sí, todo París contribuía a estos gastos, y el Almacén caritativo cita algunos datos impresionantes: por ejemplo el de aquella pobre mujer que llevó al almacén todo su guarda ropa, dejó incluso sus zapatos y se volvió descalza; y cuando le decían que ella tenía mas necesidad de recibir que de dar: «Doy lo mejor que tengo,» se contentó con responder; testigo asimismo esta otra persona quien, a la vista del almacén, se volvió corriendo a casa y mandó el vestido que llevaba.

Pero si todo París contribuyó a estas limosnas, San Lázaro, aparte del primer impulso y dominante de su superior, tuvo en él, guardando las proporciones, la parte más grande. La casa se quedó casi desierta,  para proporcionar obreros a los diversos cantones donde la enfermedad y la muerte hacían vacíos sin parar, y para disminuir el gasto y transportar las economías a los pobres, no quedó otra cosa, durante un tiempo, que algunos ancianos y débiles que, no pudiendo ayudar ya, se contentaban con levantar las manos al cielo, a la par que sus hermanos combatían en la llanura. Eran las Hijas de la Caridad quienes, al mismo tiempo que sus hermanas se entregaban al cansancio y a la muerte, trabajaban en los almacenes en hacer, con las telas recibidas, ropas para los pobres, ornamentos para las iglesias, sotanas para los pobres párrocos26.

Además, cuántas limosnas personales y secretas enviaba Vicente a los suburbios de París! Siempre tenía a algún hermano por los caminos, encargado de repartir los socorros; por ejemplo, nuestro Nicolás Chadeuille, con quien nos encontramos aquí, y quien, para escapar de los ladrones, llevaba el dinero en su cinturón. Fue perseguido no obstante en el valle de Écouen, y le dispararon sin alcanzarle27.

Estaba aún cargada con los propios donativos de Vicente, esta carreta que él enviaba casi todos los días al pueblo de Palaiseau, reducido a extrema necesidad por la permanencia de las tropas. Nadie lo sabía, y es a pesar de este humilde sacerdote como esta caridad fue descubierta. Los guardianes de las puertas de París, extrañado de ver con tanta frecuencia la carreta salir llena por la mañana y volver vacía por la noche, interrogaron al conductor y, de sus repuestas confusas, le amenazaron que se detuviera. Fue preciso entonces que Vicente, para continuar la buena obra, le entregara el certificado siguiente: «Yo el abajo firmante, superior de la congregación de los Sacerdotes de la Misión, certifico a todos los interesados que, según el informe que algunas buenas damas piadosas de esta ciudad me han dado que la mitad de los habitantes de Palaiseau estaban enfermos y que morían diez o doce al día, y por la petición que me han hecho de enviar a algunos sacerdotes para la asistencia corporal y espiritual de este pobre pueblo, afligido a causa de la residencia del ejército en ese lugar por el espacio de veinte días, hemos enviado allí a cuatro sacerdotes y a un cirujano para asistir a esa pobre gente, y que nosotros los hemos enviado en la víspera de la fiesta del Santísimo Sacramento, todos los días, menos uno o dos, dieciséis panes blancos, quince pintas de vino, y ayer carne, y que habiéndome dicho los sacerdotes de nuestra Compañía que se necesitaba harina y un moyo de vino para la asistencia de dichos pobres enfermos y de los pueblos vecinos, he mandado salir hoy una carreta con tres caballos, cargada con cuatro septiers de harina(‘setier’, 200? litros) y dos medio moyos de vino, para la asistencia de  los pobres enfermos de Palaiseau y de los pueblos vecinos. En fe de los cual, he escrito y sellado la presente  de mi propia mano. En Saint-Lazare-lez-París,. e quinto día de junio de 1652. –Firmado, Vincent de Paul, superior de los Sacerdotes de la Misión28

Este certificado fue remitido a Almeras algunos años después de la muerte del siervo de Dios. Prueba una vez más que muchas otras obras sería conocidas si las circunstancias le hubieran obligado a revelarlas. Pero él comenzaba a actuar en la sombra, como lo hizo en primer lugar con los pobres de Palaiseau, a quienes envió todo cuanto poseía; y cuando ya no le quedaba nada hacía que entraran los demás en el secreto y en parte de su caridad. Así, escribió a la duquesa de Aiguillon: «La enfermedad continúa en Palaiseau. Los primeros enfermos que no se han muerto están ahora en la necesidad de los convalecientes, y los que estaban sanos están ahora enfermos. Uno de nuestros sacerdotes ha venido a verme para decirme expresamente que la gente de la guerra ha cortado todos los trigos, y que no hay cosecha que hacer. Entretanto no estamos en condiciones de sostener este gasto. Hemos logrado reunir hasta ahora 663 libras en dinero, además de los víveres y el resto que hemos enviado en especie. Os suplico muy humildemente, Señora, que celebréis hoy una breve asamblea en vuestra casa y concertéis lo que tenemos que hace; yo estaré allí si puedo. Acabo de despedir a un sacerdote con el hermano y 50 libras. La enfermedad es tan maligna que los cuatro primeros sacerdotes han caído enfermos y también el hermano que los acompañaba. Hemos tenido que traerlos aquí, y hay dos que están en las últimas29. ¡Oh! Señora, qué cosecha que hacer  para el cielo en este tiempo en que las miserias son tan grandes a nuestras puertas. La Llegada del Hijo de Dios ha sido la ruina y la redención de muchos, como dice el evangelio; y nosotros podemos decir lo mismo, de alguna manera, que esta guerra será la causa de la condenación de cantidad de personas, pero que Dios se servirá de ella también para operar la gracia, la justificación y la gloria de muchos, de cuyo número tenemos motivos de esperar que seréis vos, como se lo pido a Nuestro Señor.»

Cuál debió ser la gratitud de estas pobres gentes, salvadas, literalmente, por esta caridad. Un Misionero, llamado Dorigny, al pasar más tarde a Paleiseau, el párroco que le tomó por Vicente, quiso encerrarle, para dar a sus parroquianos la ocasión de testimoniarle lo que sentían30.

No menos grande debió ser y fue en efecto la gratitud del pueblo de Genevilliers. En 1652, con la inundación de la guerra, del hambre y de las enfermedades contagiosas, concurrió semejante desbordamiento del Sena31, que no se podía ir más que en barco por muchas calles de París, y que toda comunicación quedó interrumpida con muchos pueblos ribereños. Tal fue, entre otros, Saint-Ouen, vecino de Saint-Denis, y sobre todo, Genevilliers. Adivinando allí una gran miseria, y con la única inspiración de su corazón, Vicente mandó cargar de pan una carreta grande, y la envió hasta Genevilliers bajo la dirección del hermano Jean Meunier y de dos Misioneros. Se acercaron lo que pudieron, pero las aguas los pararon a una distancia bastante grande del pueblo de donde oían los gritos de desesperación de estos pobres, medio sumergidos en sus casas, a quienes nadie se atrevía llevar socorro, tan peligrosa y espantosa era la rapidez de las olas. A los gritos de desesperación, los Misioneros respondieron con señales que fueron entendidas, y un pescador fue a su encuentro con una barca a la que se subieron con sus provisiones. Subieron a bordo. De la barca se tiró pan  a los más atrevidos de los habitantes que estaban sobre un muro, y éstos, pagados en plata por su valor, pasaban a los más tímidos. La barca entró también en el pueblo, y se realizaron distribuciones  por las ventanas. Esto duró tres o cuatro días en medio de mil peligros que asustaban a los bateleros mismos. Pero lo ruegos de Vicente de Paúl, como todos lo creyeron, mandaron a las aguas. Los restos del pan fueron remitidos al párroco, quien así alimentó a los parroquianos hasta el fin de la inundación32. Una vez libres, la gente de Genevilliers enviaron como mensajeros a Vicente a los principales de entre ellos para  agradecérselo en nombre de todos.

III. Barrios de París.

Se ha debido entrever, y por otra parte se ha dicho más o menos expresamente, que con los auxilios llevados a los suburbios de París concurrieron socorros no menos grandes que los repartidos en el mismo París. Y, en efecto, que se recuerden los sucesos militares anteriormente contados, y se llegará a comprender que la presencia de los ejércitos bajo los muros y hasta en los barrios de esta capital había debido dejar un montón de miserias; que el terror general, suspendiendo los trabajos, había reducido necesariamente a la mayor parte de los artesanos a la inacción y, así a la mendicidad; por fin, que si los refugiados acudían a París de las provincias de Lorena, de Picardía y de Champaña, con mayor razón debían afluir y amontonarse de todos los campos vecinos; por eso, en 1652, alcanzaron el número de 20 00033! De ahí el incremento de miseria y también de esfuerzos caritativos, cuyo cuadro nos han conservado nuestras Relaciones.

Fue a comienzos de 1652 cuando se organizaron los primeros auxilios a favor de desgraciados, de los que muchos habían muerto ya de hambre. Eran tan numerosos en los seis barrios Saint-Marcel, Saint-Jacques, Saint-Denis, Saint-Laurent, Saint-Martin y Villeneuve-sur-Gravois, que habían tenido que hacer, por el ministerio de los párrocos, una elección de los más cargados de hijos y de los menos capaces de trabajar. Reducidos así, eran todavía tres o cuatro mil, para los que se habían establecido potajes por un cote ya sobre las 1 600 libras al mes. La falta de fondos no permitía extender esta caridad a las demás parroquias, y en particular a la de Saint-Médard, en la que se contaba con más mil ochocientas familias de artesanos en extrema necesidad, sin hablar de un número muy elevado de refugiados de la Beauce y de los alrededores de París. Así sucedía con casi todas las parroquias de la capital, donde los refugiados de todas las provincias y pueblos vecinos llegaban cada día a engrosar la población miserable. Pues bien, se pensaba en admitirlos a todos a la asistencia, se pensaba sobre todo en retirar a algunas casas seguras a las pobres jóvenes de los campos a quienes la extrema necesidad ponía en peligro su honor.

En consecuencia, se hizo una enumeración de todos los pobres de las parroquias de los barrios a los que los parroquianos eran incapaces de socorrer. La Relación de mayo de 1652 cuenta de diez a doce mil, sin contar los mendigos, para quienes implora la caridad pública. «Independientemente de la ley evangélica, dice, sola la política debe obligar, a fin de evitar el desorden que puede causar un pueblo hambriento, o las enfermedades que la corrupción de un mal alimento puede producir.»

Ya se han multiplicado las marmitas de caridad, a las que vienen a tomar obreros que, el año último, daban limosna y que, hoy, están sin pan y con varios hijos. La porción demasiado estrecha de la caridad es su único alimento; y los refugiados de los campos, que se han podido admitir todavía, no viven más que de hierbas crudas.

Se ha alquilado también en los barrios algunas casas para las jóvenes pobres, donde las instruyen les hacen trabajar, esperando que puedan regresar a sus pueblos.

¡Qué gastos! No contando para cada pobre más que con un sueldo (:1/20 de libra) al día, alcanza ya 4 000 libras por semana. Y aún así la Relación no habla de los barrios Saint-Germai, Saint-Antoine y Montmartre, ya que la piedad de los parroquianos trata de alimentar a sus pobres. Y, En efecto, encontramos en nuestras memorias con fecha del santo día de Pascua de 1654, «una Relación de socorros que los pobres vergonzantes del barrio de Saint-Germain recibieron por los cuidados de la Asamblea establecida a este efecto desde hacía tres años en la casa del Sr. párroco de Saint-Sulpice.» Esta Asamblea había sido fundada por Olier al final de una misión del P. Eudes, y la primera sesión había tenido lugar en el presbiterio el lunes de Pascua de 1651. Desde entonces, las reuniones se tuvieron dos veces al mes y remediaron las necesidades de la parroquia Saint-Sulpice. A la obra de los pobres vergonzantes, Olier unió también la obra de las escuelas para los niños pobres y la obra de los huérfanos34.

Pero la mayor parte de las parroquias de París no podían tener la misma ventaja, menos aún las parroquias de los barrios, donde no había más que pobres, y ningún rico. Éstas no tenían pues socorros que esperar sino de sus hermanas más afortunadas, que contaban con muchos ricos y pocos pobres.

Los pobres se amontonaban cada día más numerosos en los barrios. La Relación de junio y de julio de 1652 los lleva a quince o dieciséis mil. La policía asustada había tenido varias asambleas que sólo habían concluido en disminuir las limosnas. No se podía ya repartir potajes a diario, y los pobres artesano de Saint-Médard y de Villeneuve se habían visto obligados, los días en que no habían recibido su ración, ir a cortar trozos de carne a los caballos muertos en la batalla del barrio Saint-Antoine. ¿Dónde habrían ido a conseguir otro alimento, cuando el pan valía diez sueldos la libra? El cese de las limosnas los reducía a la desesperación. No menos desesperada era la caridad de Vicente, obligada por algún tiempo a limitarse a los enfermos,.tan numerosos además que se contaban tres cientos en las dos parroquias más pequeñas del barrio Saint-Marcel.

Los potajes se reiniciaron por suerte y, desde el mes de octubre se distribuyeron a diez mil pobres, única ayuda que recibían. Al mismo tiempo se atendían de mil doscientos a mil trescientos enfermos. Los pueblos habían contribuido con la mayor parte de estos enfermos, que venían a París a .buscar los sacramentos a falta de otros socorros auxilios, y al menos una muerte tranquila lejos de la crueldad de los soldados. Crueldad espantosa en efecto, que no perdonaba ni el sexo ni la edad. En Neuilly, niños habían sido azotados, desgarrados con espinas y arrojados a hornos ardientes; a otros, en Daumar, después de una infame mutilación, les habían abierto el vientre, porque los desdichados de ellos no podían indicar dónde estaban escondidos los tesoros quiméricos.

Los sacerdotes encontraban a estos refugiados enfermos en las buhardillas o en grutas, en paja podrida, su única cama y su único mueble, sin comer, por todo alimento más que tripas de animales muertos, para acabar muriendo entre tales basuras  que, para sepultarlos, había que limpiarlos como si salieran de un lodazal. Entretanto, se hacían los esfuerzos más generosos para librarlos de la muerte, ya que su único servicio no costaba menos de 4.000 libras al mes. Remedios, potajes de carne se les repartían por las Hermanas de la Caridad, a pesar de todo, la mortalidad era y, durante una parte del año 1652, fallecieron diez mil personas al mes en París35.

No hay duda que Vicente y su doble familia de Misioneros y de Hermanas contribuían en gran parte, con su persona y su bolsa, a la buena obra.. Y sin embargo, San Lázaro estaba literalmente arruinado. La supresión de las ayudas y la interrupción de los coches le habían quitado de una vez 22 o 23 000 libras de renta. Su única esperanza se cifraba en las granjas de Rougemont y de Orsigny que presentaban un aspecto prometedor; pero fueron atropelladas, y no se podía esperar, en el movimiento continuo de los ejércitos, sembrarlas para el año siguiente. «No obstante, decía Vicente, la mano de Dios está siempre abierta para los que la reclaman y abundante pata los que no esperan más que en su bondad. Los espíritus y los asuntos se alteran cada vez más, y sin embargo nuestra confianza se aumenta  que pronto Dios nos dará la paz, según esta máxima que allí donde faltan los medios humanos, allí comienza la operación divina36

Ante todo, Vicente pensó en la salvación de estos desdichados. El 13 de junio de 1652, escribía a d’Horgny, en Roma: Salgo de una asamblea importante, en la que presidía el arzobispo de Reims… Se trataba del tema de los pobres de los campos refugiados en París, que son muchos y con la misma necesidad. Se ha comenzado a asistirlos corporalmente, y yo me he ofrecido para tengan  misiones, según esta máxima del derecho que quiere que se tome su bien donde se lo encuentre. Tenemos obligación de ir a servirles en los campos cuando están allí; ellos son nuestra herencia, y ahora que vienen a nosotros expulsados por el rigor de la guerra que obliga a abandonar el campo, parece que estemos más obligados a trabajar por su salvación en los apuros en que se hallan, con el beneplácito no obstante de Monseñor el arzobispo. Y a propósito de la objeción que me podían hacer que no damos misiones en las ciudades episcopales, he respondido que la sumisión que debemos a nuestros Señores los prelados no nos permite dispensarnos de tales misiones cuando nos mandan que las celebremos.. y que según eso lo podríamos hacer aquí, teniendo la orden de Monseñor de París; y más cuando es a favor de estos pobres afligidos que son refugiados.» Y ocho días después, el 21 de junio anunciaba en comienzo de la buena obra en esta carta a Lambert, Polonia: «Al no poder dar la misión en los campos, hemos resuelto darla a los que se han refugiado en París, y hemos comenzado hoy en nuestra propia iglesia, a ochocientos de esta pobre gente, alojados en estos  barrios, y después iremos a los otros. Alguno de los nuestros ha ido también a comenzar la de los refugiados de San Nicolás du Chardonnet, que nosotros iremos a confesar en la misma iglesia.»Vicente mismo, lo que se guarda bien de decir, se encargó de los niños. Después de dividirlos en varios grupos pata instruirlos mejor, y ser mejor oído con mayor facilidad, el venerable anciano les daba el catecismo. Lo que no dice es que, durante todo el tiempo de la misión, y dos veces al día, proporcionó alimentos a estos pobres.

La carta a Lambert ya citada, después de algunos detalles de las oraciones públicas y el descenso del relicarios de santa Genoveva, enumera las buenas obras emprendidas a favor de los pobres: potaje distribuido a diario a quince o dieciséis mil pobres tanto refugiados como vergonzantes; ochocientas o novecientas jóvenes, puestas al abrigo de de la miseria y del vicio; y continúa: «Se va a retirar del mismo peligro a religiosas del campo a las que los ejércitos han expulsado a París, de las que unas están en el pavimento, otras alojadas en lugares sospechosos, y otras con sus padres; pero como se hallan todas en la disipación y en el peligro, se ha pensado hacer un servicio bien agradable a Dios al encerrarlas en un monasterio, bajo la dirección de las Hijas de Santa María. Por último, nos envían aquí a los pobres párrocos, vicarios y demás sacerdotes de los campos, que han dejado sus parroquias para refugiarse en esta ciudad. Nos llegan todos los días. . Es para alimentarse y ejercitarse en las cosas que deben saber y practicar.. así es como quiere Dios que participemos en tantas buenas empresas. Las pobres Hijas de la caridad tienen más parte en esto que nosotros, en cuanto a la asistencia corporal de los pobres. Hacen y reparten potajes todos los días en casa de la señorita Le Gras a mil trescientos pobres vergonzantes y, en el barrio de Saint-Denis, a ochocientos refugiados; y, en la sola parroquia de Saint-Paul, cuatro o cinco de estas Hermanas a quinientos pobres, aparte de los sesenta u ochenta enfermos que tienen a su cargo. Hay otras que hacen lo mismo en ostras partes. Os pido que recéis por ellas y por nosotros.»

Por sobria en detalles que sea esta carta, más reservada es todavía la que el santo escribía el mismo día al doctor Hallier, ocupado por entonces en Roma en el asunto del Jansenismo. No hablando ya en la intimidad y el abandono de un padre a su hijo, él se calla cuidadosamente todo lo que podría redundar en su honor y en el honor de los suyos, incluso de las Hijas de la Caridad. es un testigo que cuenta, y en su relato no se sospecharía el autor. Y encima se excusa por los detalles: «Ahí tenéis cantidad de noticias. Señor, contra la pequeña máxima que tenemos de no hablar de ellas. Pero ¿quién podría impedir publicar la grandeza de Dios y sus misericordias?»

IV. Acción directa de Vicente. –Conclusión.

Pero hay que mostrar más directamente aún la acción de san Vicente de Paúl en todas sus caridades. Era él principalmente quien suscitaba las limosnas con sus discursos, con sus lágrimas, cada una de las cuales, se decía, valía diez doblones para los pobres37. Durante todo este largo periodo de calamidades, los pobres eran su única preocupación: «Sufro por nuestra Compañía, decía; pero en verdad no me impresiona tanto como los pobres.  Nosotros cumpliríamos yendo a pedir pan al resto de nuestras casas, si lo tienen, o a servir de vicarios en las parroquias. Pero los pobres ¿qué harán y adónde podrán ir? Confieso que ahí estaba mi peso y mi dolor. Me han dicho que en el campo la pobre gente dice que mientras tengan frutos vivirán, pero que después no le quedará más que cavarse la fosa y enterrarse vivos. Oh Dios, qué final de miserias, y ¿dónde está el remedio?»

¿Podía ser de otro modo para un hombre de una caridad así, para un hombre a quien todos recurrían en las cosas pequeñas como en las grandes, con una libertad familiar que autorizaba su bondad y se había vuelto costumbre? Tiempo es ya de citar algunos rasgos de esta bondad.

Un muchacho sastre, que había trabajado en San Lázaro, le escribió desde su país para rogarle que le enviara un centenar de agujas de París. El santo, por entonces en medio de las más graves ocupaciones  de la corte y de la ciudad, encontró la petición muy natural y se apresuró a hacer justicia.

Visitaba las prisiones del Châtelet y de la Conciergerie para instruir y socorrer a los prisioneros. Hacía casar, dotándolas, a las jóvenes en peligro, o les procuraba la entrada en una casa religiosa. En todos los barrios de San Lázaro, él arreglaba los procesos, ponía paz en los matrimonios y hasta entre los soldados. Si el incendio, la enfermedad o cualquiera otra desdicha arruinaba a una familia, iba a consolarla, le proporcionaba los primeros auxilios, y acababa por restablecerla en su primer estado facilitándoles los muebles, materia prima e instrumentos de trabajo.

Un pobre carretero había perdido los caballos. Pidió a Vicente que le ayudara a reparar esta pérdida, y recibió al instante 100 libras.

Otro carretero dejaba al morir siete hijos enfermos. Después de procurarles curación, el santo les dio una carreta y un caballo, sacándolos de la miseria.

Un labrador había muerto dejando por toda herencia a su mujer y a dos niños pequeños un proceso perdido y la miseria. Vicente alimentó a la viuda, retiró a sus dos hijos y los mantuvo hasta que pudieron ganarse la vida.

Cuántos pobres desconocidos le debían así su existencia. A muchos les hacía llegar cada mes una suma reglada. Durante su última enfermedad, uno de ellos no recibía ya nada, vino a San Lázaro a reclamar, como una especie de deuda, los 2 escudos que cobraba desde hacía diecisiete años.

Durante varios años también, alimentó a un pobre ciego, y recomendó, antes de morir, que le continuaran la misma caridad.

Una mujer habiéndole expuesto su miseria, él le envió medio escudo: «Bien poca cosa en gran pobreza,» le envió a decir, y al punto recibió otro medio escudo más.

Un labrador, arruinado por tres inundaciones sucesivas, ababa de ser expulsado de su granja por el propietario, quien le había llevado también el mobiliario y los caballos. Vicente le colocó en una granja de San Lázaro sembrada toda y le puso en manos todo lo necesario para el cultivo. Y como el labrador, que tenía un hijo estudiando, no podía mantenerlo más, el santo puso al joven en su casa de Richelieu, le buscó un título clerical y logró hacer de él un buen sacerdote.

Un viejo soldado, a quien las heridas le habían valido el sobrenombre de Acribillado, vino un día a San Lázaro y se hizo llevar hasta el superior. «Señor, le dijo sin otro preámbulo y con la voz ruda y libre de su profesión, he oído decir que erais un hombre caritativo; ¿no querrías recibirme por algún tiempo en vuestra casa? –Estupendo, amigo mío, «respondió Vicente; y mandó que le dieran una habitación. Dos días después, el soldado cae enfermo. Enseguida le cambian a una habitación caliente, se coloca a un hermano para atenderle, se le prodigan remedios y alimentos, y no se le permite retirarse hasta que se ha recuperado del todo.

Al volver una vez de la ciudad, Vicente encontró a unas pobres mujeres, a la puerta de San Lázaro, que le pidieron la limosna. Él se la prometió; pero apenas entró se vio acosado por una cantidad de asuntos graves y urgentes que le borraron la memoria de las pobres. Unos ratos después, llegó el portero a recodárselas. Sale volando, les lleva él mismo su limosna, pero no sin echarse de rodillas ante ellas para pedirle perdón por haberlas olvidado.

Por lo demás, era con este respeto, igual a su ternura, como obraba siempre con los pobres. se llevaba, antes que ellos, la mano al sombrero, al dirigirse a ellos,  y seguí con él debajo del brazo al hablarles y darles la limosna. Con frecuencia, los abrazaba o los besaba antes de entregarles su ofrenda38. En una palabra, los trataba, con un rostro contento; como a sus señores y dueños.

Nada era capaz de repugnarle, ni siquiera sus injurias, cuando ellos creían no haber recibido lo suficiente; se contentaba entonces con decirles: «Id y rogad a Dios!»

No más para sus hermanos que para él, quería la venganza en los malos tratos que su caridad les ocasionaba  con mucha frecuencia. Dos de sus clérigos, enviados a visitar a los enfermos en el señorío de San Lázaro, se encontraron con unos soldados que les quitaron sus abrigos. Dos de los ladrones fueron prendidos por la gente del barrio y conducidos a las prisiones del magistrado. Para castigarlos, Vicente no tenía más que dejar actuar a los oficiales con la justicia. Lejos de esto, mandó a visitarlos, y darles bien de comer, llevándolos, por toda penitencia, a hacer una buena confesión y, por la promesa que le hicieron de no robar más los bienes ajenos, pidió para ellos la libertad.

En otra ocasión, fue de la muerte de uno de los suyos de lo que tuvo que sacar una venganza cristiana. Unas mujeres pobres, admitidas a espigar en el gran cercado de San Lázaro, fueron sorprendidas por un hermano robando la cosecha. Una de ellas agarra una piedra y da muerte al hermano en el acto. Avisado Vicente al instante, ve esta sangre que clama venganza. Pero el pensamiento de la sangre de Jesucristo le lleva a la misericordia. Llama al marido, le aconseja que huya prontamente librando a su mujer de la justicia y, como eran pobres, él y ella, les da algún dinero para el viaje.

Con mayor razón perdonaba cuando disparaban a los pichones de San Lázaro. Él se contentaba con decir a los cazadores furtivos: «¿Por qué matar a los padres y a las madres. Si necesitáis pichones, por qué no venir a pedirme polluelos?»39

En todo tiempo, San Lázaro fue el recurso de todos los miserables, no sólo de París sino de toda Francia. Todos venían a Vicente a pedirle a un título gratuito o a título prestado, y a todos les daba según sus condiciones y sus necesidades, con mayor generosidad en ciertos días, por ejemplo en la fiesta de san Vicente, su patrón40. Cuando la bolsa de San Lázaro se agotaba, recurría a la de la Srta. Le Gras41. Por suerte para ella, ha dicho uno de sus historiadores, él no reglaba sus restituciones sobre las restituciones de aquellos a los que había prestado: habría sido no querer pagarla nunca.» La Srta. Le Gras no podía ya darle nada, pedía prestado en otra parte para los pobres, hasta 16 o 20 000 libras de una vez. Se dirigía a todos en su favor y, cuando había agotado todos los bolsillos particulares, su último recurso era siempre a la reina. Ana de Austria no sabía negarle nada; le daba sus joyas; una vez un diamante que valía 7 000 libras; otra, un pendiente que fue vendido en 18 000 libras por las Damas de la Caridad. Y como la cristiana princesa pedía el secreto: «Vuestra Majestad, le respondió Vicente, me perdonará si en esto tan sólo no la obedezco, pero no puedo ocultar una acción tan hermosa de caridad. Es bueno, Señora, que todo París, y hasta toda Francia la conozca. Y yo creo estar obligado a publicarla en todos los lugares que pueda.»

Así fue como el hijo de un pobre labrador pudo repartir en el curso de su vida limosnas, cuya suma total, según cálculos de François Alexandre Vérone, obispo de Agen y antiguo Misionero, debió de pasar los 1 200 000 luises de oro, más de 12 000 000 de libras42, 50 000 000 tal vez en valor actual.

Una parte de estas limosnas era distribuida directamente bien en San Lázaro, bien por la mano de los Lazaristas. Un Hermano, que fue por mucho tiempo el hermano Alexandre Vérone, estaba encargado de los enfermos que venían a buscar o a quienes  él llevaba los remedios y auxilios. Él los visitaba en todo el territorio de la parroquia San Lorenzo, vendaba sus heridas y prestaba toda clase de oficios. Todos los viernes, dos sacerdotes, Vicente a su vez, hacían también visita a los enfermos, costumbre que se ha conservado hasta nuestros días en la congregación.

A partir de la Navidad de 1641, dos pobres fueron admitidos en San Lázaro como huéspedes de honor. Vicente les daba de comer, los colocaba sus costados, les había servir antes que a él y los suyos, los servía él mismo saludándolos con respeto; y como de ordinario eran ancianos, a menudo los había ayudado a subir los escalones  que conducían al refectorio. Eran doce que se sucedían así de dos en dos. El jueves-santo los reunía a todos, les lavaba los pies y les daba una limosna y, ese día, se contentaba con servirlos en la mesa sin sentarse con ellos. Después, los superiores generales de la misión han conservado esta costumbre admirable como uno de los legados más preciosos del santo fundador.

Cada día también, sin contar lo que se daba a todos los mendigos de paso, se repartía a la puerta de San Lázaro raciones de potaje, de pan u de carne a familias pobres.

Tres veces por semana, a mediodía, se daba sopa a quien venía. En todos los tiempos, se encontraban centenares, a veces hasta seis u ochocientos. Se aprovechaba la ocasión para instruirlos en los misterios de la fe, en las prácticas religiosas, en los peligros y ventajas, en los privilegios y deberes de la pobreza.

Durante las revueltas de París, se hizo la distribución a cerca de dos mil pobres. San Lázaro se encargó de todos los de los barrios de Saint-Denis y Saint-Laurent. Se los alimentaba y vestía en vida; muertos se les daba lienzos para su sepultura. Esta última caridad se extendió a un gran número de Parisienses a los que la curiosidad había atraído en masa a la llanura de Saint-Denis, donde fueron masacrados por un cuerpo de tropas. Por lo general, se hacían trasladar a San Lázaro y enterrar a todos los muertos desconocidos y, si se llegaba a descubrir a los padres, se encargaban también de su alimentación43.

Nuevo Elías, Vicente dejó el manto y el espíritu de la caridad no sólo a sus discípulos sino a todas las personas piadosas que él había asociado a sus obras. El año que siguió a su muerte, la prohibición del trabajo en encajes y la carestía del trigo redujeron a la mendicidad a una gran cantidad de mujeres. En el verano del mismo año, una enfermedad contagiosa causó estragos en los campos y se llevó una gran cantidad de brazos para la cosecha, que fue muy escasa. De ahí, el nuevo aumento del precio de los víveres y nueva miseria. Fue a San Lázaro adonde se dirigieron otra vez, por la antigua costumbre de llamar siempre a esta puerta de la caridad, los grandes vicarios de París para llevar auxilios en esta escasez. de San Lázaro, en efecto, partieron varios Misioneros, que recorrieron toda la diócesis y regresaron a decir que habían encontrado a más de ocho mil enfermos en ochenta parroquias solamente, y que por todas partes los males eran extremos. Conforme a este informe, se puso en movimiento a las Damas de la Caridad, de acuerdo en todo con el orden establecido por Vicente de Paúl en caso parecido, y se logró aliviar esta miseria.

Pero el hambre, durante este año de 1661, no se cerró en los suburbios de Paría, invadió todos estas provincias del Maine, del Perche, de la Beauce, de Tours, de Blois, del Berri, que no habían tenido aún el tiempo de levantarse de su precedente aflicción, de suerte que los Misioneros y las Damas de la Caridad debieron continuar y continuaron en efecto su obra de salvamento. Una circular de Almeras, del 26 de noviembre de 1664, nos dice que habían seguido las limosnas  en las provincias durante los tres años precedentes. Los hermanos Alexandre Véron y Juan Parre habían sido enviados, uno al Berri, el otro al Dunois; un Misionero había tenido el Gâtinais  por departamento. Al mismo tiempo la casa de Richelieu aliviaba diversos barrios del Poitou. En cuatro años, de 1660 al 1664, de la muerte de Vicente de Paúl a la publicación de su Vida, estas nuevas limosnas sobrepasaban las 500 000 libras que al cabo de dos siglos se han incrementado en varios millones.

Al terminar esta larga historia de nuestros disturbios y de las caridades de san Vicente de Paúl, dejaremos aparte de buena gana toda conclusión política en favor, bien de los grandes, bien del pueblo. Y ahí como siempre,

Los pequeños han sufrido por las tonterías de los grandes; si los pueblos han expiado cruelmente los delirios de los reyes, digamos también que los reyes y los grandes, animados por la caridad de un hombre, han venido generosamente en socorro de los pequeños y de los pueblos.

Fijémonos también, en descargo del siglo XVII, en nuestra vieja Francia monárquica, escarnecida hoy por tantos historiadores, de que la pobreza y la miseria se habían resignado a ello e incluso contentado;; que ellas no se aprovecharon de los disturbios civiles para vengarse de sus pretendidos opresores; que los 40.000 mendigos de la capital, -la quinta parte de la población de entonces- no tomaron ni una sola vez las armas, y que de las numerosas cortes de milagros no se vio salir, como de nuestros suburbios después del 89, a estas hordas espantosas pidiendo a la sociedad la bolsa o la vida; que se ha de tomar nota de esta era feliz del 89 que el pauperismo ha reemplazado a la pobreza, que miserias menores amenazan la fortuna y la existencia de todos, y que el socialismo, -por llamarlo por su nombre,- nos plantea el problema cada vez más urgente de ser o no ser, y remite a corto plazo la ruina de todas las instituciones sociales.

Notemos, si queremos,  en bien de nuestra edad, que la guerra, incluso en países conquistados, incluso en los años más calamitosos y más indisciplinados de finales del último siglo y del comienzo de éste, nunca se ha señalado, sobre todo a los ojos y con la complicidad de los jefes, por los bandidajes y las atrocidades que cometieron nuestros ejércitos mismos, sin hablar de las bandas del barón de Erlach, en nuestras desdichadas provincias, y eso a los ojos de los Turena y de los Condé, a los ojos de Luis XIV.

Notemos también, en interés de la historia, que esta guerra de la Fronda, guerra de niños, se la ha llamado, un juego de niños, guerra de galanterías y de intrigas, guerra de chanzas y de canciones, fue una guerra abominable, no sólo por la llamada que hizo al extranjero y a las largas invasiones que provocó, sino por la ruinas  directas que acumuló en nuestro país. No, en ninguna guerra quizás se encontraría tanto dolor y tanta calamidad. El incendio del Palatinado por Turena, que se ha presentado como un doloroso episodio en nuestras guerras del siglo XVII, es la historia misma, la historia continua y uniforme de nuestras provincias durante veinticinco años.

De todo ello, la historia no ha dicho nada. Nos introduce en los peinadores en los que la galantería trama la intriga, no en todas las chozas en las que la intriga se deshace por el hambre, el deshonor y la muerte; registra las buenas palabras de los grandes o del pueblo de París, y no oye los gritos de angustia que les hacen un terrible eco; no omite ni un solo trámite de los parlamentos, ni un movimiento de los ejércitos, y ella no sigue esas huidas en masa, esas dolorosas odiseas de pueblos enteros tratando de escapar al hierro y a las llamas; ; conoce los nombre de todos los verdugos, y parece ignorar, no digamos ya los nombres de las víctimas, víctimas verdaderamente sin nombre como sin número, sino el nombre de su salvador, el nombre de Vicente de Paúl, que, por ejemplo, La Historia de Francia bajo Luis XIII y bajo el ministerio del cardenal Mazarino De El Sr. Bazin, no ha pronunciado una sola vez, sino con ocasión de la muerte del rey. La verdad histórica, la justicia y el agradecimiento exigen a la vez que rehagan bajo un punto de vista nuevo esta parte de nuestros anales; exigen por lo menos que se devuelva públicamente a Vicente de Paúl el nombre que le dieron algunas ciudades agradecidas, el nombre tan generosamente ganado de salvador. de padre de la patria.

  1. Carta a Ozenne, en Polonia, del 13 de febrero de 1654.
  2. Cartas a Coglée, de los 11 de junio y 20 de julio de 1653 y de enero de 1654.
  3. Carta a Coglée, del 8 de octubre de 1655.
  4. Ha sido citada por el Sr. Feillet. –Se ha debido o imprimir otras, ya que san Vicente de Paúl en su carta antes citada del 28 de julio de 1656, habla de la impresión de estas Relaciones como durando todavía.
  5. Se hablará más tarde de este Magasin.
  6. «Nuestra renta ha sido intervenida por parte del rey desde hace un año», escribe san Vicente a Berthe, el 7 de agosto de 1654.
  7. En la época del proceso de beatificación, César d’Estrées, entonces retirado en Roma, no dejó de expresar a Clemente XI sus votos agradecidos. «Son tan grandes, dice él, los bienes espirituales llegados a la Iglesia por el celo y la piedad del venerable Vicente de Paúl, fundador de los sacerdotes de la Misión, que todo el mundo se interesa con una devoción igual en todo lo que puede procurar su beatificación. Asimismo viendo concurrir unánimemente a esto los deseos del rey mi amo, del clero y de toda Francia, y conociendo bien en todo el mundo las afectuosas disposiciones de Vuestra Santidad respecto de dicho piadoso fundador y de su congregación, animado por la singular veneración que profeso a este gran siervo de Dios, y por la gratitud que le conservo por los bienes espirituales y temporales que ha procurado a toda la provincia de Picardía, y en particular a la diócesis de Laon, en la época en que yo gobernaba esta iglesia, vengo también a presentar con todo respeto a Vuestra Santidad una muy humilde súplica para el mismo fin de su beatificación (7 de agosto de 1705).» –En nuestros días, en 1859, a la propuesta de un vicario general, los miembros de la conferencia de San Vicente de Paúl de Soissons han escotado para hacer levantar un altar al santo en la catedral.
  8. El Sr. B, Fleury, p. 87. –Repetimos por última vez con agradecimiento que hemos sacado en este excelente folleto casi todos los detalles que no nos daban las Relaciones de nuestros Misioneros
  9. En Cabel, Sedan, 14 de noviembre de 1657.
  10. La paz de los Pirineos firmada el 7 de noviembre de 1650. –Este cartel se halla en el tomo XIV del Recueil Thoisy. Como las Relaciones, acaba pidiendo que se dirijan las limosnas a las Damas de la Caridad, entre las cuales se leen los nombres nuevos de las señoras Brice y Chevalier.
  11. Dice lo mismo en la carta ya citada(p. 79) a un obispo, y señaladamente de la Guienne del Périgord, de la Saintonge, del Poitou y de la Bourgogne. –Se pueden ver detalles lamentables sobre todas esas provincias en el libro del Sr. Feillet. Nosotros debemos atenernos a las provincias en las que intervino la caridad de san Vicente de Paúl, y también, en cuanto a estas provincias, circunscribirnos a los límites del tiempo en que se ejerció esta intervención. Por lo demás, sean cuales fueren el tiempo y los lugares, existiría uniformidad y casi identidad en la descripción de la miseria.
  12. Basta con decir que ni pretendemos asignar a estas relaciones una fecha segura. La miseria que describen ha sido ciertamente producida por las revueltas de la Fronda; pero, lejos de sostener que ella las haya acompañado, nos sentimos más inclinados a creer que no ha hecho más que seguirlas, y que las Relaciones son de lo últimos tiempos de san Vicente de Paúl. Lo que nos confirma en esta idea es que, según lo veremos, la obra de las provincias del oeste y del centro se continuó después de él, y parece que se continuó sin interrupción.
  13. Se sabía tan sólo de una manera general que san Vicente de Paúl había socorrido a varias de estas provincias, señaladamente de Vendome, ya que Cyprien-Gabriel de Rezay, obispo de Angpulême, escribía a Clemente XI: «In agro nostro spiritualia non modo seminavit Vincentius, sed et temporalia, nec parce nec pauca. Nobis enim de transmissis ab eo pluribus non modicis pecuniarum summis vel in templorum decus, vel in pauperum nostrorum subsidium spendendis, ex genuinis constitit monumentis (7 de julio de 1706).» –En ninguna historia de san Vicente de Paúl, no se habla tampoco ni de Arras ni de Artois. Es sin embargo cierto, según el proceso de canonización, que los hermanos Mathieu y Jean Parre llevaron allí los mismos auxilios que a Picardía y Champaña (Summ., nº 86, p. 176).
  14. La vie et les vertus de M. Almeras, etc., ; París, in-8º, 1839 p. 23, y carta a Ozenne, Polonia, del 6 de marzo de 1654.
  15. Quizás el hermano Jean Proust, empleado en las diócesis de Reims y de Noyon(carta a Oxenne del 3 de marzo de 1653).
  16. Summ., p. 176.
  17. Cartas de los 19 de diciembre de 1651, 31 de agosto de 1652, 17 de diciembre de 1653, 28 de julio de 1656 y 30 de noviembre de 1658.
  18. La cofradía de Reims, en particular, funcionó a maravilla, como se puede ver por la carta siguiente: «Las damas de Reims se han obligado a cantidad de buenas obras, y se reúnen todas las semanas a fin de prever los bienes que pueden hacer y establecer los medios para ello. Pues ellas han emprendido el cuidado de los niños pobres, y con esta bendición, que en menos de ocho meses han colocado a cerca de 120 en oficios, sin hablar de las jóvenes de las que también han colocado a muchas (carta del 17 de abril de 1656, a Coglée, a quien el santo compromete a hacer lo mismo en Sedan).»
  19. Conf. del 9 de junio de 1656. –Summ., p. 173.
  20. A finales del siglo XVII, después de la paz de Riswick (1697), Vauban podía todavía hacer este censo de las diferentes clases de la sociedad francesa, lo que prueba también a qué esfuerzos de caridad debió recurrir Vicente de Paúl, para halla tantas limosnas en un pequeño número de fortunas. «Por todas las investigaciones que he podido hacer, al cabo de los años que me dedico a ello, he notado claramente que, en estos últimos tiempos, casi la décima parte del pueblo está reducida a la mendicidad, y mendiga de hecho; que, de las nueve restantes hay cinco que no están en situación de pedir limosna a aquella, por estas ellos mismos reducidos poco más o menos , a esta desgraciada condición; que, de las cuatro que quedan, tres están en dificultades y mezcladas en deudas y procesos; y que, en la décima, donde incluyo a toda la gente de espada y de toga, eclesiásticos y laicos, toda la alta nobleza, la nobleza distinguida, y la gente con cargos militares y civiles, los buenos comerciantes, los burgueses con rente y los más acomodados, no se puede contar con cien mil familias; y yo no creería mentir cuando dijera que no hay diez mil, pequeñas o grandes, que se pueda decir que viven en gran comodidad; y que se quitaría a la gente de negocios, sus aliados y adherentes encubiertos y descubiertos, a los que el rey sostiene con sus favores, algunos mercaderes, etc., estoy seguro que el resto sería un pequeño número.» –(Project d’une dime royale, en la Colección de los Principales Economistas, t. I; París, 1843, pp. 34 y 35.)
  21. Summ., p.184. –El santo escribió también a la hermana de David, el 31 de julio de 1652, para consolarla. –David había tenido que ir a Madagascar: no tuvo por esa parte más que el mérito de su buena voluntad, y fue recompensado por ello con el martirio que encontró en Étampes.
  22. A Gicquel, en el Mans, 26 de julio, a Blatiron, en Génova, 30 de agosto, de 2652,15 de octubre, a Thibault, 8 de octubre de 1652. –Deschamps murió algún tiempo después, en Basville mismo, y fue inhumado en el panteón de la familia de Lamoignon.
  23. A blatiron , en Génova, 15 de octubre de 1652.
  24. Parece haber tenido por principal autor a Cristophe Duplessis, barón de Montbard, uno de los grandes obreros caritativos de este tiempo.
  25. Summ-. p. 180.
  26. Declaración de la hermana Claude Musel, quien había trabajado también; Summ., 186.
  27. Declaración del jardinero Julien Morin, quien acompañaba a Chadeuille en sus correrías; Summ., p. 187.
  28. Summ., p. 185.
  29. En otra carta el Santo dice de Palaiseau: «Nuestros obreros han caíd enfermos, siete u ocho, uno tras otro, lo que nos ha obligado a enviar a otros y mandar volver a aquellos.» –»Se murió también en Palaiseau el buen hermano Patrocle que era un buen joven muy prudente y piadoso, natural de París, de honorable familia(en Guicquel, en el Mans, 24 de julio de 1652).»
  30. Summ., p. 185.
  31. La inundación fue casi general en Francia y aumentó la miseria.
  32. Declaración del pescador mismo que había ido al encuentro de los Misioneros; Summ., pp. 166, 190.
  33. Carta del 31 de agosto de 1652.
  34. Vie de M.Olier, t. II, pp. 61 y ss.
  35. Carta a Blatiron, Génova, 30 de agosto de 1652.
  36. Carta a Lambert, en Polonia, de los 4 de mayo y 31 de agosto de 1652.
  37. Or. fún. por Henri de Maupas, y deposición de Soulier, en el proceso de canonización.
  38. Summ., pp. 300, 335.
  39. Summ., pp. 249 y 251.
  40. Ibid., p.206.
  41. Ibid., p. ss.
  42. Epíst. ad Clem.XI (5 de junio de 1705).
  43. Summ., pp. 194-197.

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