Capítulo IX: El hombre y el santo
Vicente de Paúl fue desde que vivió, una figura popular. Se conocía, en las calles de París, la silueta rústica del santo sacerdote; se asediaba, en los tiempos calamitosos, la puerta de San Lázaro. Su muerte, sus funerales en septiembre de 1660, fueron un duelo para la ciudad; unieron una vez más, como lo había hecho el hombre durante su vida, a todas las clases de la sociedad francesa. Un día, en un ímpetu de gratitud, el gobernador de Saint-Quentin, le había llamado el Padre de la Patria; así el pueblo le llamaba, con voz unánime, el Padre de los pobres.
Tras la muerte del santo, la pintura, la escultura, la imaginería piadosa se multiplicaban las escenas en las que se ve su figura un poco ruda, dulcificada por un rayo de piedad, inclinarse sobre alguna miseria, junto a una toca de buena hermana. Vicente de Paúl ha quedado como el más accesible, el más familiar de nuestros santos de Francia.
Imagen impresionante y verdadera, por cierto, pero simplificada. Tratemos de abordar al hombre, de más cerca y de precisar su fisonomía.
Lo que llama la atención en primer lugar, a mi parecer, es que ha seguido siendo, hasta el término de sus días, un campesino. El rostro lo dice. No tenemos retrato de su juventud, pero todos los que tenemos de su ancianidad presentan una señal rústica, que ni la estancia en las ciudades, ni un cerebro poderoso, ni la oración misma han podido abolir. La mirada es hermosa, verdad, y da testimonio de la llama interior. Pero los rasgos son pesados, la sonrisa despide algo de astuto; ¿y qué se puede adivinar de la bondad sobrenatural de esta alma? –Advierto también que Vicente de Paúl no solo no ha renegado nunca de su origen campesino sino que le ha gustado traerlo a cuento. Oh, sin duda, ejercicio de humildad ante los sabios o los grandes. De tal manera convertido en actitud, en práctica mortificante, que un día el buen santo llegó a preguntarse si no experimentaba en ello un gozo sutil. «Yo decía, con consuelo, estos días pasados, que era el hijo de un labrador y… que he guardado los cerdos. ¿Os creeríais, Señor, que me temo que siento la vana satisfacción?» No, escrúpulo inútil, si se piensa en el desprecio que el mundo sentía a por los pueblerinos. Pero, bajo la insistencia de Vicente de Paúl, se siente una complacencia natural. Se la ve en la gran idea de su vida. «Nosotros somos para los campos y no para las ciudades», repite cada vez que quieren poner a sus misioneros en todos los empleos. Llevado a múltiples obras, guarda a sus hermanos de condición lo mejor de su corazón. A partir de 1620, no regresa más que una vez a su campiña natural: ¿por qué? Porque teme dejarse llevar por demasiados recuerdos. Confiesa que tras esta visita, en que los suyos lo han rodeado, solicitado, ha perdido su sentido, y se ha dejado ganar por cuidados humanos. Añadid que entre los problemas crecientes que le retienen en París, no cesa de ir a misionar a los campos, como si en ello cobraran nuevo vigor sus fuerzas morales. En 1653, con setenta y dos años, está todavía en ello, y la duquesa de Aiguillon escribe: «No puedo sorprenderme lo suficiente que el Sr. Portail y los demás buenos misioneros de San Lázaro que permitan que el Sr. Vicente vaya a trabajar al campo con el calor que hace, con la edad que tiene, y tanto tiempo al viento y al sol…» Eh, si no se puede retenerle. Cuando ya no puede casi viajar, se siente en sus cartas el eco de sus pesares. «Escúcheme, por favor, Señor, escribe a Du Coudray, lo que mi corazón dice al vuestro, que se siente extremadamente presionado por el deseo de irse a trabajar y de morir en los Cévennes, y que se irá. Si no volvéis pronto a estas montañas, de donde el Obispo pide socorro». Y escuchad una vez más a los setenta y cuatro años, esta queja, este suspiro donde se reconoce la secreta nostalgia de un alma; se piden misioneros. No tiene a nadie a quien enviar, entonces él querría partir en persona y morir allá, en la tierra que él ama. «Ciertamente, Señor, yo no me puedo retener; es preciso que os diga con toda sencillez que ello me da nuevos y tan grandes deseos de poder, con mis pequeñas debilidades, ir a acabar mi vida junto a un matorral, trabajando en algún pueblo, que me parece que yo sería feliz si Dios me concediera esta gracia…»
¿No parece, por otra parte, que las cualidades de su espíritu hayan sido, en su mayor parte, las del espíritu campesino? Singularmente extendidas y desarrolladas, pero guardando después de todo su señal de origen? Lentitud y prudencia del juicio; fineza que no se deja confundir por nadie; realismo que desconfía de las ilusiones, de las «especies» que crea la fantasía; tenacidad, consecuencia, amor de la tarea bien hecha y paciencia en esperar sus resultados: estas son las piezas maestras de este espíritu. Comparadle con los grandes creadores de su época, y veréis cómo lleva el paso a la vez más sólido y más pesado<, sentiréis al campesino de genio.
Por fin las virtudes que él ha amado son, no me atrevo a decir las del campesino sino las que se podrían resumir con el nombre de sencillez de los campos, Vicente de Paúl se ha sentido siempre impresionado de respeto por la fe espontánea, no razonada, de las gentes de la montaña, y llevado por el dolor de vivir alejado de ellos a idealizarlos. Releed sus conferencia a las Hijas de la Caridad sobre el espíritu de las buenas jóvenes de campo»; vedle posar una aureola sobre la cabeza de las jóvenes de los campos, adornarlas con virtudes con las que sueña. Los «mundanos» le han producido horror siempre o piedad. Vicente de paúl retomando la misión del Salvador, ha encontrado naturalmente los anatemas de Jesús contra los doctores, los ricos, y su simpatía por los pequeños, los pobres, las multitudes que se asientan en la yerba para recibir a la vez el alimento del cuerpo y el del alma.
«Tenía», escribe Abelly, «el espíritu grande, posado, circunspecto; capaz de grandes cosas, y difícil de sorprender». Cada una de estas palabras es de una profunda justeza, pero que pide ser explicada. Luis XIV tuvo el espíritu grande, y Fénelon y Vicente de Paúl: ¿se dirá que se parecen? El espíritu grande, sí, si se entiende con ello un cerebro que podía abrazar múltiples asuntos, sin cesar de dominarlos; un buen sentido que ha medido de antemano las dificultades de una empresa, y que por consiguiente parece siempre a la altura de los acontecimientos; un juicio claro que no se equivoca mucho sobre los hombres («una increíble penetración de los espíritus», dirá Fénelon9 y que no ciega ninguna de estas anteojeras que son nuestras pasiones, nuestras ambiciones, nuestros egoísmos; nada de prejuicios, nada de pequeñeces, y la costumbre magnífica de juzgar todas las cosas bajo el punto de vista de la eternidad. No obstante, (dejada la santidad a un lado, y este sursum que aporta al pensamiento como a la voluntad), este espíritu no da la impresión de la grandeza. ¿Acaso es un cierto defecto de imaginación? ¿Es este mismo desprecio de las cosas del espíritu? Yo no sé qué incapacidad de evadirse de las realidades, ¿un poder de poesía que le falta? Sería absurdo reprocharle no ser un Francisco de Sales, o un Bérulle, o un Condren: a cada uno sus dones; pero se duda en ponerle en el rengo de esos espíritus. –Eh! qué, ¿no hay grandeza en los hombres de acción? Sí por cierto, en el carácter, y con frecuencia también en el espíritu, pero no siempre. Vicente de Paúl no tiene la gran imaginación creadora que da vida a la nada y labra el porvenir. Ha entrado en todas sus grandes obras por la puerta pequeña si se me permite la expresión. Tiene miedo a los vastos proyectos. Espera para tener una idea o al menos para creer en ella, que otro la haya tenido con él. La Misión, los Ordenados, las Conferencias de eclesiásticos. Las Hijas de la Caridad, los Niños expósitos, el Hospital General, son ideas sugeridas, a veces ensayadas antes de él, a las que con frecuencia ha resistido –y que sin embargo nadie ha puesto por obra como él. Porque tiene, a falta de otro, la imaginación realizadora y un poder admirable de representarse exactamente las reacciones de una idea lanzada en los hechos. No dibuja el plan de un edificio, pero poco a poco el edificio se levanta y sabe cómo se comportan los materiales, y ensambla todas las partes con tanta justeza que construye sólido y duradero.
Nunca ha dejado nada al azar; el azar no es más que una palabra cómoda, Vicente de Paúl sabe que no existe. Está la malicia o la debilidad humana: él las desbarata de antemano todo lo que puede; y está la Providencia, a quien permite guiarle. Por eso mezclado con tantos asuntos y de los más delicados, nunca ha dado un paso en falso; y cuando sus lugartenientes le han puesto en algún apuro, ¡cómo sale de él con destreza, paciencia y dulzura! –No ha abandonado nada nunca, tampoco, de lo que había emprendido; espectáculo no menos raro. Ya que, como no emprende nada por ligereza, no abandona nada por desánimo. Si las cosas no andan como quería, las reemprende más tarde: «Todo le llega al que sabe esperar; verdad, de ordinario, más todavía en las cosas de Dios que en las otras». –Por último, última cualidad que le hace maravilloso en la ejecución: tiene el sentido y el gusto del detalle; no desdeña ninguno y con todo no se pierde en ello. A menudo, al leer sus cartas, cuesta creer que este hombre haya llevado grandes empresas, tanto las ve en pequeños aspectos. ¡Cuántas deliberaciones, cuántas «razones a favor y razones en contra», cuando hay que responder a la menos cuestión! ¡Con qué minucia quiere conocerlo todo de la vida de sus casas, y regularlo todo por sí mismo! Esta es una carta, entre ciento: «No veo gran inconveniente en que Jacqueline vaya a las nupcias de su hermano; Marguerite (de Saint Paul) hará lo mismo…; y la Srta. de la Bistrade y la Srta. Forest deben ir a rogaros que las descarguéis de Nicole, a causa de sus grandes debilidades, y que Marie que lleva la carga, no puede más. La Srta. de la Bistrade os prometerá pagaros la alimentación de Nicolo.
«Yo le he dicho que os escribiría… Si levantáis el permiso de establecer la Caridad por escrito del Sr. de París, necesitaréis dar algo; pero si es el Sr. Guyard quien os la entregue, nada. . Podréis hacer colocar el pequeño sello que no costará más que cinco sueldos». Y eso continúa… No es el hecho de un espíritu minucioso, que se ahoga, o de un autoritario que quiere quedarse al mando solo: no, es el gusto del detalle, que le hace penetrar en todo, para ordenarlo todo en lo esencial. No planea, él camina, él va «de rama en rama», de lo particular a lo particular; pero con una lógica, una consecuencia, una seguridad de marcha, que le llevan lejos. No tiene rayos, nada de «despertadores luminosos y sorprendentes»; pero tampoco tiene sueños, ni recaídas. Es de esos hombres cuyo genio es una larga paciencia, un largo método también, y que sorprenden a los perezosos o a los fantasistas, a veces más brillantemente dotados, alcanzándolos y sobrepasándolos, de estos hombres que no necesitan perder una hora, distenderse, tener un poco de ensueño en su vida, un poco de música… Son fuerzas invencibles. Vicente de Paúl ha llevado a cabo prodigios, con medios muy humildes. Creaciones que otros no hubieran llevado a cabo más que a golpe de genio, él las ha realizado a golpe de justeza y claridad de espíritu, de perseverancia y agilidad de voluntad.
De lo que acabo de decir, que no se concluya que no era más que solidez y pesadez. No le faltaba, por supuesto, ni fineza, ni vivacidad. Un campesino, pero de una raza fácil de elasticidad, y que se desarrolla pronto. Por otra parte ha dejado los campos, apenas adolescente. Ha estudiado mucho tiempo. Ha visto paisajes, respirado el aire sutil de Roma. Y en París, inmediatamente, ha conocido lo más granado de la sociedad, notad que ha llovido en todos los medios, y desde el primer instante; él conquista a las gentes: al abogado Comet, a los Srs. de Buzet, a su viejo alquimista árabe, al legado Montorio, a los Cardenales, al Papa, a Bérulle, a los Gondi, todo el mundo quiere hacer su fortuna. Llega a ser hasta divertido. No que se empuje, sino que él seduce, y le empujan. O su corte no era tan rústico, o le ha desmentido desde que abrió la boca. Notad también que a pesar de su pobre hábito y esa libertad de porte que llevan las gentes que no tienen cura de la etiqueta mundana, él nunca ha hecho que se rían de él; se trata pues de que en todas las compañías, guardaba su dignidad, y lograba que no le faltara nunca finura y delicadeza. Por el contrario, «su presencia exhibía un gran respeto» dice Abelly. Sabe hablar con un señor, con una mujer. Habla poco, además, pero con justeza y fuerza. «Cuando se necesitaba dar su consejo o tomar alguna resolución, exponía la cuestión con tal orden y claridad que asombraba a los más expertos, sobre todo en las materias espirituales». No le tomemos pues demasiado a la letra cuando repite que habla siempre buenamente y sencillamente. Sí, en este sentido en que su palabra no es nunca engañadora, o interesada. Pero, que tenga que combatir a la gente, que reprender a los suyos, sabe decir lo que conviene, con los preparativos y matices necesarios. No más en la psicología de los mundanos que en la de los campesinos no ha cometido plancha, y no más en la dirección colectiva que en el manejo individual. ¡Qué flexibilidad supone ello, y qué malicia incluso! Además de que François de Sales le haya elegido, después de unos breves encuentros, para dirigir a las Hijas de la Visitación, y a santa Chantal la primera, ¿se puede querer una mejor prueba que Vicente de Paúl aliaba, con la seguridad del juicio, una verdadera delicadeza de espíritu?
En cuanto a la vivacidad, no cuesta trabajo verla. Es lento en hablar, pero es por disciplina, por no decir nada desconsiderado. Hace esperar un poco su respuesta; porque en un breve coloquio, él la ha sometido a su Dios. Consultado, él alinea razones en orden un poco pesado; pero es para no dejar nada en la sombra, y la decisión es siempre breve y clara. Nadie ha juzgado con más claridad, demolido con más viveza la Frecuente Comunión de Arnauld: libro que dejaba suspendidos a los mejores espíritus. Pero, más aún que una cuestión de doctrina, él aprecia con rapidez una situación de hecho; ¡cuántos «casos» difíciles no ha zanjado, en el curso de su vida de acción! Lo que le ayuda es que él se representa muy vivamente el estado de espíritu de la gente, sus prejuicios, sus reacciones: sabe cuando emplea un gesto lo que va a pasar. Él lo ve. Es esta facultad la que, en una buena parte, la que hace la vida de sus cartas austeras, como también el encanto de sus charlas. Escuchadle hablar: no tiene elocuencia, y repite siempre los mismos temas, machaca las mismas lecciones; ¡pero ahí está él! Como buen meridional, él juega lo que dice; golpea con las manos, imita con el rostro, remeda a las gentes, anima las cosas -1. Si la caridad no le retuviera, sería con facilidad un satírico. Cuando habla de las ausentes, los traza de pie, los hace presentes. En breve, no ha dejado que se pierdan las cualidades del espíritu gascón si ha añadido mejores. Tiene incluso con frecuencia espíritu muy corto, humor. He recordado su palabra cuando sufrió la afrenta de una mujer enfurecida: «¿No es admirable ver hasta dónde llega la ternura de una madre?» Cuando se apercibe en casa del Sr. de Borné en un «gran cristal de mirador», él exclama, divertido: «¡Oh el gran bribón!». Cuando habla de la elocuencia ampulosa, su verbo estalla. Otro cualquiera hubiera dicho que no impresionaba, que pasaba por encima del auditorio; tiene una imagen mucho más graciosa: «Coeli coelorum! ¡Eso pasa por encima de las casas!»
«Sois humilde entre los grandes, pequeño con los pequeños, pobre entre los ricos; y, lo que es un milagro continuo para los que os conocen, es que caéis bien a todos aunque vengan por diferentes rutas y tengan planes contrarios». Así habla un corresponsal de Vicente de Paúl, confirmando lo que sabemos de su poder de seducción. Pero ¿qué dice el santo de sí mismo? Pese a mis esfuerzos, «yo sigo seco como una zarza». En otra ocasión hablando de uno de sus cohermanos. «Vos podéis juzgar si hay en el mundo dos personas rudas y repelentes como él y yo». Y en otra parte también: «Me dirigí a Nuestro Señor y le pedí con insistencia que me cambiara este humor seco y repelente, y que me diera un espíritu dulce y benigno. Y por la gracia de Nuestro Señor, con un poco de atención que he puesto en reprimir los borbotones de la naturaleza, me he librado un poco de mi humor negro…»
¿Qué hay que creer? Tratemos de desembrollar este carácter.
En primer lugar, las mismas cualidades en el carácter que en el espíritu: serio, prudencia, solidez. Desde el día en que comenzó a «estudiar», nada de senderos a través: Vicente va derecho por su caminito, con los ojos fijos en su plan. ¿Diré todo mi pensamiento? Demasiado serio tal vez; Vicente apenas ha tenido juventud. Las aventuras de este Gascón son involuntarias; la Providencia le ha envuelto en ellas a pesar suyo. ¿Dónde están devaneos, sus juegos? ¿Dónde está su ambición, dónde su sueño? ¿De qué pasiones rechazadas va a hacer su santidad? Yo no pido que haya tenido vicios, ni que haya comenzado como algunos, por un gusto furioso de la vida. Pero la modestia de su sueño de juventud me aflige un poco. Yo no puedo guardarle rencor por «la honrosa retirada».
En cuanto a la prudencia, ha sido la compañera de toda su vida. La ha alabado en los mundanos, raro elogio; y en cuanto a él, ha hecho de ella una virtud sobrenatural, pero estaba todavía en su cuna. Le ha servido en todas partes y siempre. Se ha vuelto en el manejo de los hombres lo que se llama destreza; en el tratamiento de los asuntos, discreción, habilidad. Ved cómo este reformador de la Iglesia sabe manejar a los malos miembros: «En general, hay que tratar con los religiosos desreglados, como Jesucristo ha tratado con los pecadores de su tiempo. Un Obispo… debe, durante un tempo considerable, no actuar sino por la vía del buen ejemplo… Es conveniente, después de eso, hablar con claridad y dulzura; luego con fuerza y firmeza, sin no obstante usar de entredicho todavía. Ni de suspensión, ni de excomulgación». Ved cómo ha sabido, usurpando las atribuciones o la jurisdicción de los Obispos, tratar sus susceptibilidades. Ved, cuando envía a sus misioneros a Irlanda, cómo los «introduce» ante el obispo de Limerick; luego descontento con su primera carta, redacta una segunda en la que las razones son reemplazadas por halagos. Ved cómo obtiene dinero para sus obras sin pedirlo nunca, y sobre todo cómo, en el Consejo de Conciencia consigue las más difíciles victorias con una mezcla de silencios y de intervenciones, de habilidades y desinterés; hasta el punto en que Mazarino, para desarmarle, no tiene otro recurso que desconvocar el Consejo.
La solidez por fin, es la pieza maestra de este carácter. Nunca se ha visto, en una vida llena de difíciles empresas, más ecuanimidad de humor, menos abandonos y repeticiones. Sin duda, el santo se apoyaba en Dios y se juzga mal lo que el hombre hubiera hecho por sí mismo. Pero se adivina que él era maravillosamente sólido: tantas tareas de las que ni una sola era desestimada por otra, tantas obras que descansaban en él, tanta gente que trabajaba con él en la confianza y en la seguridad. No vayamos a creer que todos estos misioneros fueran superhombres: no más que los Apóstoles. Se quejan a menudo, no obedecen siempre, tienen las pequeñas miserias humanas. ¡Cuántos abandonaron la Compañía; cuántos sobre todo la hubieran abandonado sin quien los retenía! Numerosas son las cartas de «apoyo» a estos pobres apóstoles que gana el desánimo, a los que atormenta las ganas de evadirse; el superior los trata «con dulzura, ayuda, cordialidad, amor»; pero el mayor consuelo es todavía el ejemplo de su siempre valiente humor. Da la impresión de una fuerza pacífica que se acomoda a los obstáculos, que se incrementa con las dificultades. Él inspira confianza. No asombra, como hacen otros santos; no trabaja la imaginación, como un Francisco de Asís, no hace otros milagros que los que obtienen a la larga la paciencia y el amor. No hay ni un grano de locura en esta vida. Incluso esta inspiración divina, que él espera siempre para actuar, no parece venirle desde lo alto; se vela bajo el tren de las cosas humanas; el vuelo de un águila no ha llegado nunca a encantarle. No ha tenido en toda su vida, más que una sola visión, la de los dos globos de fuego que representaban las almas de la santa Chantal y de san Francisco; y ¡cuánto ha desconfiado de ello! «El espíritu de Dios no es violento ni tempestuoso»: Oh no, no para él. Es una pequeña luz que hay que discernir entre las sombras, y seguir a tientas. Sin embargo no le falta a quien la busca; y ¡qué sucesión, qué fuerza ha dado a esta vida!
Moderando estas cualidades austeras, hay, en Vicente de Paúl, una dulzura natural fácil de sentir. Allí también, es difícil de precisar dónde comienza la virtud adquirida, el injerto sobre la planta salvaje; pero no creo en absoluto en lo «seco como un matorral». Ha necesitado acomodarse a tantos importunos, soportar en su compañía a tantas mediocridades, que ha podido reprocharse no ser más sociable; pero tenía un natural afable y dulce: no se agrada tan pronto sin tenerlo. Escuchad la confesión: «Si Dios ha dado alguna bendición a nuestras primeras misiones, se ha visto que era por haber obrado amablemente… con toda clase de personas; y Dios ha tenido a bien servirse de lo más miserable para la conversión de algunos herejes, ellos han confesado que era por la paciencia y la cordialidad que había tenido para con ellos. Los forzados mismos con los que he vivido no se ganan de otra forma, y cuando me ocurrió hablarles con sequedad, lo eché todo a perder; y, por el contrario, cuando los he alabado por su resignación, me he lamentado por sus sufrimientos, he besado sus cadenas… es entonces cuando me han escuchado». Igualmente su actitud para con los protestantes, tan original en un siglo que discutía, se batía en duelo, fulminaba o dragoneaba, viene sin duda de una gran altura de miras; viene también de que él sabe que son los vicios de la Iglesia los que han traído la triste ruptura y porque ha constatado el escaso efecto de las controversias o de las coerciones; pero este apaño, esta dulzura que recomienda a todos sus sacerdotes observar, están en él. Los emplea con todos, incluso y sobre todo con aquellos a quienes debe censurar o reformar. No puedo yo, no, yo no puedo, mi querido y pequeño Padre, (de ordinario, llamaba a sus más queridos discípulos «Señor», con la hermosa gravedad del siglo) expresaros el dolor que siento por contristaros. Os suplico que creáis que, no era la importancia de las cosas, me gustaría mil veces más soportar la pena que dárosla.» No tiene las «ternuras» salesianas, (aun cuando se encuentra a veces bajo su pluma expresiones que recuerdan al obispo de Ginebra); pero cuando se piensa en los rudos trabajos que ha hecho, en todos los egoísmos que ha descompuesto o sacudido, se queda uno sorprendido por la dulzura que ha puesto, y se le bendice por haber sido un santo tan amable.
Y es que además tenía algo mejor que la dulzura: una sensibilidad viva y profunda.
Él la ha ocultado a menudo o rechazado. Siempre se ha negado a ayudar a sus padres, dejándoles voluntariamente en la pobreza, o hasta «en la limosna»; una sola vez se sorprende ver cuánto se emocionó por ellos. En sus cartas ninguna efusión, se querría un poco más, cuando informa a Luisa de Marillac la muerte del Mariscal o de su mujer, cuando anuncia a los suyos el fallecimiento de un hombre que le fue muy querido. Pero todo muestra que esta sequedad es querida, y que está resuelto a tomar la muerte bajo su aspecto sobrenatural. El no escribe a sus sacerdotes más que para «el servicio»; salvo quizás Jean Martin, de la misión de Génova, ha tenido cartas inútiles, de pura ternura. «No, yo no puedo cesar de escribiros, aunque no tenga ningún asunto nuevo para hacerlo…» Resumiendo, ha espiritualizado su sensibilidad, como todo lo demás; no se permite más que lágrimas santas, lágrimas de admiración por la virtud de sus hijas o sus misioneros; y él se decide a cambiar toda tristeza en gozo; «recibí ayer por la tarde la triste, aunque feliz noticia de la muerte del Sr. Nouelly, la que me ha hecho derramar abundantes lágrimas, pero lágrimas de agradecimiento para con la bondad de Dios sobre la Compañía». Pero como todo lo que es hermoso, puro, heroico, le hace llorar con facilidad. Con qué facilidad le emociona el corazón la vista de un pobre, el relato de una miseria alteran su rostro. Todo infortunio hace presa en él –hasta arrojarle, a él tan prudente, en la imprevisión, en un gasto loco; hasta abolir, bajo la piedad, el espíritu de justicia: un día dos mujeres que robaban en el claustro de San Lázaro fueron sorprendidas por un hermano de la casa; una de ellas le dejó muerto de una pedrada. Vicente, lleno de piedad por la asesina involuntaria, le aconseja escapar con su marido, y les da dinero para escapar a la justicia…
Ha querido de verdad a los pobres con un amor irresistible e infundado. No solo la bella Pobreza, la novia mística del santo de Asís; sino el pobre, incluso vicioso, incluso degradado, la carne sufriente de la humanidad. Existe una declaración suya que es muy reveladora. Cuando le ofrecieron San Lázaro, rechazó durante dos años esta casa, demasiado vasta y demasiado hermosa. Aceptó al fin, por razones justas y convincentes, sin duda; pero ved el pequeño grano que hace inclinar la balanza dubitativa, el motivo secreto que ha arrastrado la sensibilidad: «En esta ocasión, os diré que cuando entramos en esta casa, el Sr. Prior había retirado a dos o tres pobres alienados, y como nosotros fuimos los sustitutos en su lugar nos encargamos de la dirección. En ese tiempo, teníamos un proceso en el que se trataba de saber si nosotros seríamos expulsados o mantenidos en la casa; y yo me acuerdo que me pregunté por entonces a mí mismo: «Si tuvieras ahora que abandonar esta casa, ¿qué es lo que te llega o llegaría más al alma? y ¿cuál es la cosa que te produciría mayor desagrado y resentimiento?» Y me parecía, en aquel momento, que sería de no ver más a esa pobre gente y ser obligado a abandonar el cuidado y el servicio». ¡Cómo se ve estallar aquí la vocación natural, la que ha determinado a la otra! Por otra parte no se hace bien más que esto por lo que hemos nacido y hemos sido puestos en el mundo. La «pobre gente de los campos», veces más semejantes a bestias más que a hombres y todas las variedades de miserables que engendra la corrupción de las ciudades, ahí están los hermanos de Vicente por la sangre y por el corazón. Sin duda, a medida que espiritualizaba su vida, ha «dado vuelta a la medalla» y visto en ellos la faz sufriente del Dios hecho hombre; pero ellos eran sus amigos antes de ser sus «señores». He dicho que le faltaba un grano de locura en su vida; me equivoqué tal vez. Encerrarse con forzados, juntarse con algunos lunáticos, endeudarse por niños expósitos, rechazar todos los empleos más honrosos para continuar confesando campesinos, arriesgarlo todo cada día para no cerrar su puerta a ninguna miseria, es claramente locura respecto de la sabiduría humana. Vicente de Paúl ha querido a los pobres con un amor sin medida y sin razón. La razón sin duda ha construido sus grandes obras, ha ajustado los mecanismos y asegurado la duración; pero no se basta por sí sola; en todo momento se la siente inspirada, guiada, sostenida por el amor.
Se ha de entrar ahora en un dominio más delicado: el de las cualidades que proceden más propiamente del santo. Me aventuro a ello con respeto, muy persuadido que en este territorio toda psicología se queda corta y que se necesitaría ser un santo para hablar bien de los santos.
La humildad por delante. Vicente de Paúl era humilde por naturaleza. Humilde por falta de ambición, por gusto de un pequeño horizonte y por un sentido muy fino del ridículo. No se hace crecer por sí mismo. Nada del Gascón, en este aspecto. En un tiempo de intriga universal, él ha sentido siempre horror a echarse a un lado. La primera fila, las responsabilidades no le tientan, se asusta de ellas. Ser miembro del Consejo de Conciencia, en la cima política de la Iglesia, le parece una monstruosidad; siente miedo como de algo que repugna a la naturaleza. Fue pues un amante predestinado de la hermosa virtud de la humildad. Pero ¡hasta dónde no ha llevado esta virtud por el estudio y el ejercicio! Él ha a veces, o más bien con frecuencia una insistencia de humildad que llega hasta parecer chocante. El bueno de Abelly no ha podido por menos que decirlo: «Es verdad que ha parecido algo singular en ello». Yo no hablo tan solo de ese vocabulario injurioso que se aplicaba delante de los suyos como otros tantos golpes de disciplina. A veces el apóstrofo estalla en medio de una charla como una palabra de comedia: así tratan los señores de Molière a sus granujas de criados. Le vemos predicando el pequeño método: «Pero, como no tenemos tiempo para decir las cosas al detalle y que yo mismo no lo sé, yo, miserable, que he llegado hasta aquí, hasta esta edad sin poder aprender por mi pereza, por mi estupidez, mi necedad, este método, tan grosero soy y estúpido, una gran bestia, una bestia pesada, ah, pobre animalejo! El Sr. Portail os hablará sobre ello…» Se ve la decisión tomada de abatimiento, que alcanza hasta el cargo. Si me atreviera hablaría hasta la bufonada chocante. ¿Chocante? Dios mío, sobre todo por aquellos que no son de la casa. Ya que la casa de los santos, acaso se cree que no esté poblada más que de figuras austeras y sabias? Por todas partes se ve la libertad de los verdaderos hijos de Dios. Apenas hay santos que no se presten a reír. ¿Qué les importa el qué dirán? No se conducen por el mundo. No se arreglan por la opinión. Y es entonces, en ciertos momentos, una fantasía, una exageración, un santo candor que hacen sonreír a los delicados o a los sabios. Nos stulti propter Christum. ¡Joven loco! Decían por François Bernardone cuando buscaba piedras para San Damián, los burgueses de Asís. «¡Viejo loco!» decían de Vicente de Paúl los cortesanos de Luis XIV, cuando se inclinaba bajo sus desaires. No hay nada pintoresco como un hermoso santo. No exageremos de todos modos: Vicente de Paúl con sus zapatones, su sotana raída, no es un Diógenes, un Benoît Labre. Puede hacer sonreír, pero sabe también hacerse respetar. Le Pelletier nos dice: «Le he visto muchas veces en el Louvre. Se presentaba con una modestia y una prudencia llenas de dignidad. Los cortesanos, los prelados… le rendían por estima grandes honores, él respondía con humildad». Es un pobre a toda vista, no es un lunático ni siquiera un «juglar de Dios». El conserva el buen sentido de su raza; guarda incluso el dominio de sí, que hace que se vigilen: «siempre presente en sí mismo», dice Abelly. Pero él pone de antemano con viveza para protegerse contra la adulación, la humildad. «¿Vuestra Alteza ignora acaso que soy el hijo de un pobre campesino?» Así se ha anticipado a todo movimiento de orgullo. Y tal vez se ha castigado de aquellos a quienes ha podido resentir. Ha tenido, en diversas ocasiones, alguna pequeña vergüenza de su familia, de sus padres rústicos: se acuerda y, por remordimientos, se revuelca en su estercolero de origen. Me parece ver también en ciertos momentos una especie de tensión del ser que le empuja a responder a un insulto con una violencia de humildad. Cuando acompaña en su carroza, con muchas reverencias y genuflexiones, a tal señor que acaba de maltratarle, este allanamiento se parece mucho a un castigo hiriente que se proporciona así mismo. Sí, él ha llevado la virtud de la humildad hasta el heroísmo.
Por otra parte despreciarse a los ojos del mundo es sin duda cosa muy difícil, ya que es tan raro; pero el mundo no ve qué cómodo resulta para los que se juzgan a sí mismos sinceramente ante Dios. No le digáis a Vicente de Paúl que exagera, respondería que él conoce su nada. Y su miseria le impresiona, tal vez menos con respecto a la justicia de Dios que con respecto a su bondad. Él no se cree condenado, no se conoce ingrato. Se fustiga como un hijo malvado. Y es porque prefiere mucho que no se perdone su poco amor. A nosotros, demasiado cómodamente persuadidos de nuestros méritos, nos parece hipérbole semejante descrédito de sí, y casi insinceridad. Ciegos estamos, eso es todo. Un alma se acerca más a Dios cuanto más ve sus manchas en ese hogar de luz. Todos los grandes santos se han sentido grandes pecadores. El rostro de Dios irradia sobre su miseria. Illuminatio mea vultus eius. [Su rostro se enciende ante mí]
Por eso Vicente de Paúl ha amado tanto la humildad, que le reprochaba de parte de Dios. «Hace sesenta y siete años que Dios me aguanta en la tierra; pero después de pensarlo bien y repensarlo varias veces para hallar un medio a fin de adquirir y mantener la unión y la caridad con Dios y el prójimo, no he encontrado otro que la santa humildad: ella es el primero, segundo, tercero, cuarto, y por fin el último; en cuanto a mí, no conozco otro; rebajarse por debajo de todo el mundo, no tener a nadie por malo y miserable más que a sí mismo». Él ha doblegado toda su vida bajo este yugo austero, más contrario todavía a la naturaleza que el de Dama Pobreza. Los paganos han cantado la mediocridad, la pobreza misma, que nos hace libres; ¿cuál ha pensado en celebrar la humildad? Vicente de Paúl ha honrado en todos sus pensamientos, todos sus gestos, el misterioso abatimiento del Salvador de los hombres; él ha impregnado con esta virtud a sus hijos espirituales. Ha dicho de ello las cosas más bellas, a su modo, sin poesía de lenguaje, sino con una emoción en la que se siente todo el corazón comprometido. No se ve qué clase de humildad le ha faltado; ya que no se ha recuperado de su despojo personal por un orgullo de cuerpo que hubiere permitido a la Misión. Vosotros no sois más que pequeños segadores al lado de estos grandes misioneros»(San Ignacio y los demás), les repite. Debemos tenernos como… pobres idiotas que no sabemos decir nada y que somos el desecho de los demás. Demos gracias a Dios por aceptar nuestros pequeños servicios». Verdaderamente, el orgullo no tiene atrincheramiento, ni coartada; este hombre ha conocido todo el puro y profundo reino de la humildad.
Se tiene con ello lo esencial de san Vicente de Paúl: por la humildad ha hecho grandes cosas, o más bien, Dios las ha hecho por él.
Llega un momento en efecto en la vida de un santo, en el que el biógrafo debe detenerse ante el misterio de la acción divina. Tratemos sin embargo de ir más lejos todavía en esta alma, y de alcanzar, si es posible a un profano, los resortes secretos de esta existencia.
Vicente de Paúl es un espíritu concreto, siempre sometido a los hechos, que ha visto con ojo claro los males de su época y aplica con precisión los remedios. No convendría concluir que ha logrado sus obras por una especie de realismo superior. Al principio de su acción, hay una idea mística. Ha visto en los pobres la imagen de Jesucristo en la humanidad sufriente una permanente encarnación del Verbo. Ha asimilado, con certeza, la doctrina de su maestro Bérulle. Es para llevar a Jesucristo a las almas, mucho más que como un capitán general de la asistencia pública, como él se entregará a los indigentes, a los forzados, a los esclavos cristianos, a los niños abandonados. Hará de sus obreros hombres sobre todo interiores, que deben honrar en ellos los estados del Hijo de Dios; humildad, silencio, humillación. Las Hijas de la Caridad en todos sus empleos honrarán al mismo modelo, se unirán a él: «Veis, hijas mías, quien dice caridad dice Dios; sois Hijas de la Caridad, debéis pues… formaros a la imagen de Dios». Así de su reforma del clero. Sin duda fue eminentemente práctica, prudente en sus etapas, humanamente correcta. Pero ¿de qué habría servido si no se hubiera inspirado ante todo en una pura idea espiritual? Vicente de Paúl, con algunos otros, renovó la idea del sacerdocio. Era bastante, el resto debía ser resultado. Pero su obra particular, su trato personal es haber fundado sobre la humildad esta nueva Iglesia que quería reconstruir en Francia. La antigua casa estaba dividida, movida, ensuciada; era preciso verdaderamente hacer otra. Vicente de Paúl le ha dado fundamentos oscuros: los mismos del Evangelio. Queriendo devolver a Dios a la Iglesia, él ha llamado al Jesús de Bethléem y de Nazareth. Este reformador no aporta, como tantos otros, la acusación y la invectiva, el rayo y el trueno: carga con la misión del Mesías entre los humildes; instruye, consuela, cura los cuerpos y esclarece las almas. No es, por supuesto, el único obrero del renacimiento católico, sino es por él, me parece, como ella ha resultado duradera, pues ha colocado el seguro fundamento.
Se ha de constatar pues, cuando se ve obrar a este hombre de Dios, que ninguno de sus gestos tiene móviles puramente humanos, y que cada uno de ellos se termina en una prolongación divina. En el plan real ha insertado constantemente el plan providencial. Después de la humildad, la virtud esencial de san Vicente fue el abandono a las directrices de la Providencia. Nada hay tan justo como la palabra de la liturgia de su fiesta: «Yo me suscitaré un sacerdote fiel, quien actuará como mi corazón y según mi alma». El constante estudio de su vida fue el de buscar en los acontecimientos la indicación de las voluntades divinas y seguirlas con una confianza sumisa. No se fía de sus vistas personales; está siempre preocupado en desenmascarar las «ilusiones» del sentido propio, este gran hombre de acción recomienda sin cesar el «non-agir». De ahí este asombro de todos los que trabajaban con él. Ha podido parecer a algunos espíritus prontos y activos que este sabio personaje tardaba demasiado en determinarse en los asuntos y en ejecutarlos». Parecía en efecto, le apuraban «increíblemente»; pero él iba a su paso». Yo nunca he visto todavía a ningún asunto arruinado por mi retraso.» «Los asuntos de Dios se hacen poco a poco y casi imperceptiblemente». Os he dicho, Señor, que las cosas de Dios se hacen por sí mismas, y que la verdadera sabiduría consiste en seguir la Providencia paso a paso. Y estad seguro de la verdad de una máxima que parece paradoja, que quien se apresura retrocede en las cosas de Dios».
De ahí venía su seguridad a la vez humilde e imperturbable. El secreto de la fuerza de los santos es su desinterés. Ya que no buscan más que la gloria de Dios, que Dios mismo se encarga del «acontecimiento», del éxito de lo que hacen por él. ¡Qué magnífica paz de espíritu, generadora de fuerza y de entusiasmo! Ningún aparente desmentido los echa por tierra. Desde el día en que se desprendieron de toda pasión de aquí abajo, nadie puede ya hacerles daño, nadie se puede atravesar en su camino. Encuentran, como todos los demás, pruebas y obstáculos; pero un talismán invisible los hace invulnerables, inatacables al desánimo. Si fracasan de una forma, tratarán de otra, imprevisible, pero que ellos esperan. Vicente de Paúl ha tenido, en el supremo grado, esta audacia pacífica. No digáis que estaba en su naturaleza, esta vez llega de arriba. Era, por naturaleza, demasiado clarividente, demasiado positivo, para tener mucha fuerza, él ha tenido una vista triste –severa- del hombre, como la generación que le ha seguido: Pascal, La Rochefoucauld, Moliére, La Bruyère. En eso, él es con todo derecho uno de nuestros clásicos: psicólogo avisado y moralista desengañado. No flagela los vicios, no dramatiza nuestra decadencia, porque le queda cierta cordialidad, porque toda miseria conmueve su corazón ardiente; pero desconfía de la naturaleza humana, piensa de ella poco bien. «Decidme, os ruego, ¿qué se puede esperar de la debilidad del hombre? ¿Qué es lo que puede producir la nada? y qué puede hacer el pecado? Tengamos por cierto que en todo y por todo somos dignos de rechazo… y lo que más nos persuade de esta verdad es la inclinación continua que tenemos al mal». En una palabra, hay que rodear la pobre mediocridad humana con barreras y palanquetas1.
Mas, como siente que no se arrastra a los hombres mostrándoles su miseria, entonces él los exalta significándoles la belleza de la llamada de Dios, la grandeza de su vocación. Este humilde ha dicho, más fuerte y más alto que todos los soberbios: «Es Dios quien ha hecho vuestra Compañía, no hay vocación más sublime que la vuestra: estáis por encima de los reyes y de las reinas…» Habilidad suprema, pues galvaniza la naturaleza sin concederle nada. No es el humanismo cristiano el que deja al hombre una cierta bondad natural y un impulso hacia lo divino; y no es el Jansenismo el que le abruma bajo su impotencia; pero una especie de vía media, que evita a la vez el desánimo y la ilusión orgullosa. «Me contáis vuestras miserias: ay, ¿quién no está lleno de ellas? Todo está en conocerlas, y de amar la abyección, sin detenerse en ello más que para establecer allí el fundamento de una forma confianza en Dios: ya que entonces el edificio está hecho sobre roca, y sigue firme». Esa es la doctrina a la vez mística y práctica con la que Vicente de Paúl ha impregnado a las generaciones de hombres y de mujeres que ha lanzado a la acción. El hombre es una pura nada; es Dios quien actúa en el mundo. En lugar de ponerle trabas con nuestro egocentrismo, hay que ayudarle a actuar más completamente y con seguridad. El medio es humillar su espíritu, limpiar su corazón, abandonar su voluntad; el medio es la dimisión del hombre. «Sed más bien pacientes que actuantes; y de esa forma Dios hará por vosotros solo lo que todos los hombres juntos no podrían hacer sin él». Pero esta dimisión no tiene nada del renunciamiento estoico o búdico. La «santa indiferencia» está muy lejos de la indiferencia simplemente dicha; es activa, organiza sobre principios rigurosos y urgentes, la colaboración del Creador y de la criatura con vistas del único fin del mundo, que es la gloria de Dios. «Encuentro buena la máxima de servirse de todos los medios posibles y lícitos para la gloria de Dios como si Dios no nos debiera ayudar, con tal de que se espere todo de la divina Providencia. Como si no tuviéramos medios humanos». Llevemos enérgicamente los asuntos de Dios; él hará los nuestros. Esa es la regla que Vicente de Paúl ha impuesto a su propia vida, la que él ha enseñado a los demás. Ella conduce al despojo pero no a la pereza. Y él ha probado que ella conducía al éxito.
Imaginaos en efecto que hubiera llevado su vida como lo hacemos todos, sobre sus propias luces y hacia sus fines personales. Estaba bien dotado, ciertamente, y –suponedle un poco más de ambición- se habría elevado bastante alto. Tal como se le ve hacia los treinta años: un buen sacerdote, bien decidido a vivir dignamente, a ayudar a los suyos, a amar a su rebaño, ¿qué porvenir hubiera tenido? Beneficiario en alguna provincia, obispo un día tal vez, por el apoyo de sus amigos parisienses (¿ y no se le habría olvidado?); su bondad natural irradia en un rinconcito; su genio de organización se extiende a una diócesis; funda algunas Caridades, quizás un Seminario; se convierte en un Pabellón, en un Perrochel, un Juan Bautista Gault; tiene una virtud modesta, una santa muerte, un epitafio conmovedor en Alet o en Bayonne; se pierde para Francia. Pero, un día se pone en las manos de Dios, se borró a sí mismo. Al quitarse, ha dejado sobre todo defectos, estrecheces, que le habrían cerrado una gran carrera. Eleva su espíritu, eleva sus cualidades naturales a una potencia desconocida. Desmiente la palabra de Montaigne que quiere que las virtudes naturales produzcan en la juventud, o nunca, lo que tienen de vigoroso y de bello. De todas las hermosas acciones humanas que han llegado a mi conocimiento… yo juraría tener mayor parte que numerar en aquellas que han sido producidas antes de la edad de treinta años antes que después…» Ahí está la sabiduría de los moralistas, pero Dios puede darle la vuelta. Quien pierde su alma la salva, dice el Evangelio; y nadie mejor que Vicente de Paúl no ha hecho verdadera la palabra, aun humanamente. Nuestros defectos a veces nos llevan, pero con mayor frecuencia nos paralizan. ¿Qué error creer que la «emancipación del yo» no le carga de nuevas cadenas? La moral moderna que exalta al individuo, que rechaza toda mutilación como inmoral, ¿qué puede decir ante la vida de este hombre? Yo querría que un increyente la examinara de cerca, esta vida, sin prejuicios, y me dijera a continuación si no se había visto centuplicada, en poder y en fecundidad, por la humilde esclavitud del santo a una voluntad exterior a la suya. Nunca fue ascendido por sí mismo allá donde la Providencia le ha conducido. Exaltavit humiles. La historia de Vicente de Paúl tiene, en este aspecto, un singular valor apologético. La colaboración íntima, desdibujada constante, con la Providencia, le ha dado una personalidad original y fuerte, que va hasta dominar la de un Richelieu o de un Colbert.
Fue un hermoso santo, un santo muy grande. No tiene la poesía que baña la cara de un Francisco de Asís; no es un caballero, y sus compromisos con las tres ilustres Damas, no menos reales, no han tenido esta flor de juventud que se vio en Ombría, tampoco tiene el gran atractivo de un san Bernardo o de un san Ignacio. No recorre las rutas del mundo predicando la penitencia o la Cruzada; no va a convertir bajo su tienda al Gran Sultán de los infieles; no muere en las lejanas orillas. No, es de los nuestros; trabaja en su casa; no se cree una misión sublime. Tiene los caracteres de nuestro siglo XVII: la razón, la solidez, la gravedad; y a veces se quiere, es verdad, en un santo, algo más alado, más libre y desconcertante. No sorprende, pero conmueve otro tanto más. Está cerca de nosotros; se le aborda, como sus pobres le abordaban; y cuando se revela su grandeza no espanta ya porque el corazón está ya conquistado.
Cuando se lee la vida de Margarita Naseau, se piensa en Santa Genoveva, en Santa Juana: estas jóvenes del pueblo a las que llama el espíritu de Dios que sobrepasa infinitamente su pequeño horizonte. Son flores del país de Francia, muy sencillas, que reúnen en sí las virtudes de la raza y que se elevan por encima de todas las demás sin separarse de ellas. Vicente de Paúl tiene algo de esta elección familiar. Es uno de esos seres que llevaron a cabo una obra extraordinaria sin estar marcados con el sello del genio, sin tener dones sublimes: tan solo porque han obedecido mejor que nosotros, con un corazón más sencillo y más desprendido, a la llamada de Dios. Fecit mihi magna: el Todopoderoso hizo, en mí y por mí, grandes cosas.
Y además, ¡cómo puede instruirnos! Esta mezcla de prudencia humana y de abandono a la dirección divina que ha practicado cotidianamente, que él ha llevado al punto delicado de perfección que se admira como una difícil y delicada obra de arte, ¿acaso no es ese el problema e nuestras vidas en nosotros?
Ninguno de nosotros, sea cual sea su condición, que no esté comprometido en una parte oscura, arriesgada, donde se necesita a la vez prudencia y osadía, sabiduría y riesgo, bien obedecer a la costumbre y bien desprenderse de ello, no alejarse de la gran vía común y sin embargo seguir el camino estrecho que Dios ha señalado a cada uno. ¡Qué empresa la de la vida más humilde! ¡Qué misterio en el destino más sencillo! El mundo en el andamos metidos no nos lo aclara. Está hecho para nosotros, es nuestro dominio: y sin embargo quien no busca en él más que sus bienes inmediatos está seguro de extraviarse. Ya que nosotros somos en él los servidores de un Ser que nos sobrepasa, y lo quieras o no los colaboradores de planes que se nos escapan. Necesitamos guías: Vicente de Paúl es una de ellas, la mejor y más atenta, preferible a los mayores espíritus. Aprendamos de él, sin dejar el mundo y nuestros asuntos, a obrar sobre el plan divino. Él nos mostrará que una humilde aplicación a conocer y a cumplir la voluntad divina hace una vida fecunda y establece al alma en una seguridad maravillosa. No nos arrebatará al tercer cielo; pero nos dirá, con su buena sonrisa grave: «Una vez que estéis vacíos de vosotros mismos, Dios os llenará».
- Es desconfiado, por ejemplo, hasta prohibir a un confesor entrar en la celda de una hermana, hasta negar a un misionero que tome el pulso de una mujer moribunda para ver si debe dar la extrema unción, «porque puede ser un peligro para el vivo como para la moribunda, y porque… el fuego está escondido a veces hasta bajo las cenizas».