La superstición superada. Rue du Bac. 5. El simbolismo de la aparición

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina Labouré, Virgen MaríaLeave a Comment

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Autor: Jean Guitton · Traductor: Antonio Beneyto. · Año publicación original: 1973 · Fuente: Ceme.
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5. El simbolismo de la aparición

Quisiera presentar ahora algunas consideraciones sobre los símbolos de la aparición. Y, primeramente, sobre su be­lleza poética.

Catalina ha pasado al otro lado del velo, ha franqueado la última línea. Ha entrado, por un instante, en ese universo que «el ojo no ha visto, ni el oído escuchado».

Este es también el reino que la poesía eterna trata de ex­plorar cargando a las palabras de una densidad nueva. Se podría decir que la poesía es un esfuerzo para dar al len­guaje fatigado por el uso un nuevo brillo. Esta renovación devuelve al lenguaje su función: porque el lenguaje, conver­tido en usual por las necesidades, guarda sus orígenes sagra­dos. Si el poeta emplea la palabra «luz», la palabra «aurora», la palabra «vestido de seda», la palabra «niño» o incluso la palabra «sillón» (son las palabras que van a aparecer bajo la pluma de Catalina), nos hace pensar, quiérase o no, en la polivalencia de su sentido: entramos en el universo total, escalonado, analógico, de los símbolos. Porque la significa­ción de las palabras poéticas es múltiple: cósmico, psíquico, místico, escatológico. El poeta nos ayuda a ver «la aurora», «el vestido de seda», «el sillón» de una manera más pura y al mismo tiempo más rica en símbolos: el poeta vuelve a crear los objetos y las palabras simultáneamente, como vuelve a crear los sentimientos más naturales, tales como el dolor o el amor.

También, antes de estudiar la simbología de la aparición en el dominio de la fe, deberíamos interpretarla según la poesía. Ya sea verdadera, ya sea falsa, la aparición tiene en sí misma una consistencia, un sabor, una significación poética. ¿Cómo definirlo?

Le aconsejo a cada lector que coja una antología de la poesía francesa —bien la de M. Thierry-Maulnier, bien la de M. Georges Pompidou—. Y, tras haber leído el relato de las apariciones, que hojee, al azar, la complicación de los versos más bellos de nuestra lengua. Estoy persuadido de que algunos ecos, especialmente de los autores menos co­nocidos, vendrán a esclarecer con una luz discreta lo que yo ahora voy a intentar hacer sentir al lector.

He dicho que la hermana Catalina no se sorprendió por los fenómenos que se desplegaban ante sus ojos, que llega­ban a sus oídos. Durante toda su vida tuvo un carácter bastante desconfiado. Entonces aunque esta aparición fuera un sueño, sería un sueño bien hilvanado, un sueño positivo, una alucinación debidamente controlada. La hermana pe­netra en ese universo surreal, que no está por encima de este mundo, sino en su interior. Ella pregunta, tiene miedo de equivocarse y de equivocarnos.

Es una hija del campo, que ha administrado una granja, que ha hecho cuentas, que ha oído hablar a las gentes del pueblo en el campo. Anota las horas: 11 y media. Hace distinción entre el sueño y la vigilia: se había dormido, se despertó. Se da cuenta, cuando oye la llamada del misterioso niño, de que las otras hermanas la van a oír levantarse, se­guir al niño por la escalera: dice «Pero ¿me van a oír ?» — «El niño me ha seguido… o más bien, yo lo he seguido, siempre a su izquierda»—. Constanta que al llegar a la capilla no veía a la Virgen. Controla la duración: mira si las vigilantas, las hermanas encargadas de vigilar, pasan por la tribuna. Re­salta que, aunque la Virgen se parecía al cuadro que había visto de santa Ana, «no tenía la misma cara». Se resiste a la impresión de haber visto a la Virgen. Dice que creía equivo­carse. En consecuencia, duda; pero supera las dificultades que ella misma se pone.

Después de haber dicho que le parecía que no veía a la Virgen, se decide, bajo el mandato del niño que le habla ya con la autoridad del hombre fuerte, como los ángeles de la Biblia. Se arroja hacia adelante en un impulso de alegría. Entonces deja de controlarse.

En aquel momento, parece que se ve favorecida por una nueva gama de sensaciones. Hela ahí de rodillas a los pies de la Virgen. Ella sobrepasa la «visión» «audición», alcanza el mundo del tacto, de la palpación. Los labios dirían que la alucinación invade su cenestesia.

Catalina, de nuevo ya en su cama, se da cuenta de que eran las dos de la mañana (ha oído dar la hora). No estaba en trance de dormirse, no se durmió.

Constatamos en este relato campesino la unión de dos facultades que, entre los poetas, suelen darse juntas: el impulso imaginativo y una cierta sed de precisión.

El texto de Catalina debe ser descifrado. Un texto ins­pirado es un mensaje cifrado según un código. Es aconseja­ble, cuando se lee a los poetas, incluso a los que parecen más claros, tenerlos por enigmáticos. La llamada poesía hermé­tica es una buena introducción a la poesía que se cree trans­parente. Cuando la palabra es hermética, como en Píndaro, Anacreonte, Safo (en nuestros días en Mallarmé, o Valéry), nos vemos incitados a cargarla de múltiples significaciones.

Se puede decir, entonces, que la oscuridad primera nos conduce hacia una claridad más profunda: una claridad escalonada en diferentes niveles, una claridad «estructu­rada», como ocurre con cualquier claridad en la Escritura. En el tiempo de los Padres era clásica la doctrina de los «di­versos sentidos de la Escritura». Se enseñaba en la Edad Media que un texto inspirado comporta muchos sentidos : un sentido literal — un sentido alegórico — un sentido ana­gógico — un sentido escatológico.

Recordemos los versos latinos:

Littera gesta docet, quid credas allegoria; moralis quid agas, quo tendal anagogia1.

Es raro que un espíritu sea tan instruido, tan cultivado y erudito para poder conocer la Escritura en su estructura. Los poetas, los místicos (pienso en los comentarios de Clan- del) se adhieren al sentido místico; desprecian, con frecuencia injustamente, el sentido literal. Los exegetas, por el contra­rio, están tentados de despreciar el sentido eclesial, «tradi­cional», y a veces se les ve reírse de la aplicación mística. Pero es preciso ver el ser entero del Escrito, el «fenómeno» Escritura en su altura, anchura y profundidad. Es entonces cuando se leerá verdaderamente, se captarán todos los sen­tidos a la vez por el corazón, diría Pascal, y bajo una sola mirada interior. Digamos entonces «se tomará todo a la vez»: en fin, se COMPRENDERÁ según la profunda etimología de esta palabra.

El vestido de la Virgen es un vestido cerrado, de mangas lisas. Como la túnica litúrgica, ella cubre todo su cuerpo, dejando adivinar su silueta, pero sin dejar ver ninguna de sus partes. De otra manera, la Virgen que se aparece en 1830 es una Virgen velada.

Podríamos evocar aquí, con Gertrudis von le Fort, el sentido simbólico del velo, y mostrar cómo nos sitúa en el corazón del misterio de la feminidad. En su desnudez «ino­cente», inmaculada, la Virgen de la Anunciación estaba cu­bierta, según el evangelio de san Lucas, por la doble «som­bra» de la Omnipotencia y del Espíritu. Tal era el anuncio del Ángel a María. La sombra creadora, que recuerda la obra del Espíritu Santo en el primer día del mundo, está simbolizada por la vestidura tejida por la mano del hombre y que se añade a ese primer vestido natural, impalpable, que es el pudor, sobre todo el pudor de la mujer.

Pero ahondemos en la reflexión. Consideremos la vesti­dura descrita por Catalina. Es una vestidura de sacerdote. Es doble: hay, por una parte, un alba, una túnica, y, por la otra, un manto, un velo. La dalmática recubre el cuerpo; el velo recubre la túnica. La dalmática era ya un lenguaje de pudor sagrado. El velo va más allá: es un lenguaje de con­sagración. Los dos lenguajes expresan al Espíritu creador y santificante, que se mueve sobre las aguas. Veni Creator Spiritus.

El P. Crapez, comentando el simbolismo de la calle del Bac, me decía en otro tiempo que el «velo» en la iconografía había tomado el lugar del «manto». El se había fijado en que, antes de la Reforma, encontramos ejemplos de «Virgen del manto» cubriendo bajo su protección, al mismo tiempo que a los personajes célebres, a los pobres. El protestantismo condenó en este emblema del manto la adoración pagana de una criatura. Desde entonces, la imagen fue desdeñada por la devoción occidental, como ella lo era ya por el icono. Sin embargo el manto reapareció bajo la forma de velo —de ahí el velo blanco que cubre la cabeza de la aparición y que desciende hasta sus pies—.

En cuanto a la cara de la Virgen, no ha sido descrita por la vidente. Mélania, en la Salette (sobre todo en sus relatos posteriores a la visión) ha sido el poeta moderno de la cara virginal.

Básteme citar algunas líneas, que no hubiese desmentido sin duda Catalina:

La visita de la Santísima Virgen era un Paraíso consumado. Tenía en Ella todo lo que podía satisfacer, porque la tierra es­taba olvidada.

La Virgen estaba rodeada por dos luces… Todas estas lu­ces no hacían daño a los ojos ni fatigaban la vista.

La voz de la Bella Dama era dulce, encantaba, maravi­llaba, daba consuelo al corazón; saciaba, allanaba todos los obstáculos, calmaba, llenaba de dulzura…

Los ojos de la Santísima Virgen, nuestra tierna madre, no pueden ser descritos por lengua humana. Para hablar de ellos, haría falta ser un serafín; haría falta más, haría falta el len­guaje del mismo Dios, de ese Dios que ha formado a la Virgen Inmaculada, obra maestra de su omnipotencia… Los ojos de la Bella Inmaculada eran como la puerta de Dios, desde donde se veía todo lo que puede embriagar el alma…

Pero, si Catalina no ha hablado de la cara inaccesible, ha dibujado bien sus manos: ha dicho que las manos de la Vir­gen, una vez que el globo (del que hablaremos) había desa­parecido, se extendieron. «La Medalla Milagrosa» se carac­teriza por esta extensión de las manos hacia la tierra.

La actitud de manos extendidas será también la actitud de la Virgen de Lourdes, en la aparición del 25 de marzo. Volverá a darse en la aparición de Pontmain, el 17 de enero de 1871.

El simbolismo de las manos extendidas es el de la acogida, y más exactamente de la complacencia; es el gesto por el que un poderoso se desarma, dejando caer el cetro y la es­pada para dar tan sólo a sus manos ofrecidas una significa­ción de indulgencia, de bondad caritativa y amorosa. Las manos extendidas designan al ser desarmado, ofrecido, ofreciéndose a otra ofrenda, nacida de la gratitud.

Es de notar que, en la aparición, las dos manos están igualmente extendidas; ninguna está en situación de privi­legio sobre la otra. La extensión de las dos manos indica un don total: el que María hace de sí misma a quien la implora.

Las manos son manos de «Dama», de «Reina», que no pueden dejar de evocar en los lectores asiduos del Antiguo Testamento a la Esposa del Cantar de los Cantares.

Cada una de las manos lleva anillos. Quince anillos con piedras preciosas engastadas de las que surgen los rayos.

Estas piedras preciosas nos remiten a la Biblia, en espe­cial al Apocalipsis, más exactamente al capítulo XXI del Apocalipsis en que el autor nos describe las piedras brillan­tes que componen las hiladas de las murallas: zafiro, esme­ralda, calcedonia, sardónica, crisólito, berilo, topacio, cri­soprasa, jacinto, amatista.

Juan tenía una visión que era una Ciudad y una Esposa al mismo tiempo. Esas dos realidades evocaban a la Jeru­salén celeste, la Jerusalén mesiánica, a la que todas las na­ciones pueden y deben convertirse y de la que Ezequiel ha­bía hablado. Todo esto se encuentra de nuevo (para el que sabe leer en profundidad bíblica) en la «medalla», vista y descrita por la campesina inculta.

No sé si se ha subrayado bastante el parecido de la Vir­gen de Catalina con la Virgen escatológica, de la que la Vir­gen mesiánica era una figura. En el tiempo en que Catalina hablaba, el estudio del Apocalipsis era poco corriente en la Iglesia. El concilio Vaticano ir, que aún no se había celebra­do, ha precisado, ha precisado esta visión, al concebir «la historia de la salvación» como el curso de un río que se precipita hacia su estuario. La Virgen de la Aparición, es la Virgen apocalíptica, la Iglesia al término de su carrera, la Historia al fin consumada.

¿Por qué tiene quince anillos? Se ha dicho que es un símbolo de los quince misterios del rosario. Pero estos quince misterios son el símbolo, el resumen, la «dialéctica vivien­te» de la piedad; evocan, reuniéndola alrededor de la Virgen como en un espejo, la historia entera de la salvación. No parece que Bernardette haya pensado en el alcance de la cifra 15, cuando la Virgen le dijo que viniera durante «quin­ce días», ni que Estrella Faguet en Pellevoisin haya reflexio­nado mucho sobre las «quince visitas» que recibió de su vi­sitante. Quince no es una cifra bíblica, ni incluso una cifra litúrgica. Pero el rosario ha introducido la cifra 15, cifra mís­tica en adelante.

¿Qué quieren decir los anillos? El P. Crapez pensaba que los anillos recordaban los antiguos rosarios, que eran aná­logos a esos anillos que los scouts llevan en su cinto. En 1830, dice, los anillos eran el instrumento que servía para contar las oraciones del rosario.

La vidente interpreta los rayos que emanan de las pie­dras preciosas como el símbolo de las gracias que María extiende sobre las personas que las piden. Otra interpreta­ción distingue dos tipos de piedras: los que brillan y las que no brillan y que son «las gracias que han olvidado pedirme».

Os quiero decir unas palabras sobre las doce estrellas. Está claro que la cifra doce es bíblica, que evoca las tribus de Israel o a la comunidad de los Apóstoles. Es, en la arit­mética bíblica, un símbolo de la plenitud.

Hablemos ahora de los globos. La aparición presenta dos globos, dos «bolas»: una bajo los pies de la Virgen, la otra en sus brazos.

La «bola» que está bajo los pies es sólo media «bola»: un hemisferio. Es blanca. El pequeño globo de oro que está en las manos de la Virgen, rematado en una cruz de oro, simboliza, según Catalina, «al mundo entero, a Francia en particular y a cada persona en particular».

Se ha relacionado esta visión con la visión que tuvo san Vicente de Paúl, en la muerte de santa Chantal, de un globo de fuego que se adhería a otro globo más grande y más luminoso. Se ha relacionado también el «globo» de sor Catalina con el que contempló Ana María Taigi durante los cuarenta y ocho años de su vida mística: especie de sol en el que descubría algunos acontecimientos futuros. La esfera representa la totalidad. Una figura cerrada, círculo, elipsis, aureola, nimbo, rombo, cuadrado, corazón, mandala, re­presenta al universo.

En cuanto al «globo de fuego», éste nos hace pensar en esos carros de luz, en esas zarzas que aparecen a veces en la Escritura, como el receptáculo, el tabernáculo de la presen­cia de Dios. Piénsese en la zarza ardiente, piénsese en el carro de Elías. Los mismos «arquetipos» diría Jung, se vuel­ven a encontrar en las apariciones de La Salette, de Fátima. En el interior de un globo de luz, la Virgen se delinea, se dibuja; parece llevada por un globo de fuego.

En la dialéctica de la aparición de la calle del Bac, el globo ha sido el último en aparecer.

Cuando esta aparición tuvo lugar, Francia estaba aún cerrada sobre ella misma, recogida sobre su dinastía de Capetos. Aunque ya se hubiesen extendido, por la Revolu­ción, muchas ideas (verdaderas o falsas) sobre Europa, Francia aún no estaba plenamente abierta al mundo. El «globo de oro», ciertamente, es Francia, pero es también el universo de naciones.

Que había una relación entre Francia y el universo, es lo que implícitamente Catalina pensaba. Las naciones de­ben disponerse para lo universal: aportan, cada una en su género, un color a la luz, un matiz al esplendor. Existe un vínculo entre Francia y la humanidad, pero el universo es más grande que Francia.

Este lado velado de la aparición se ha vuelto más per­ceptible a fines del siglo xx. Se puede decir que la noción de cosmos, la idea de una redención que se extienda más allá de nuestro planeta y que englobe a todos los mundos posi­bles, es muy reciente. Hasta ahora nosotros estábamos en­cerrados, aprisionados en nuestros límites planetarios. No mirábamos apenas la bóveda celeste: no teníamos ninguna posibilidad, ni virtual siquiera, de escapar de la gravedad para intentar explorar el cosmos. La aparición de 1830 (como muchas apariciones marianas) adquiere una significa­ción más amplia a medida que pasa el tiempo. Esta signifi­cación era desconocida por los videntes que se limitaban a transmitir un mensaje, como una máquina espiritual.

La Virgen tenía un globo grande bajo los pies (que era en realidad medio globo). En general, de éste es de quien hablaba Catalina. Pero decía también que la Virgen tenía en las manos un globo pequeño. Al ser proyectados por las manos los haces luminosos, este globo pequeño era casi invisible. Catalina decía que lo único que quedaba eran los rayos.

Parece que el semi-globo inferior era la réplica del globo superior. Desde el principio se ha interpretado así. El P. Chevalier escribía: «La augusta María parece indicar en la figura del pequeño globo la figura del universo cuya forma imperfecta estaba oculta bajo sus pies».

Estos dos símbolos nos recuerdan el contenido de muchas fórmulas bíblicas y tradicionales: la idea de que María tiene una relación con la totalidad del ser como si fuese una figura de la Sabiduría creadora. En nuestros días pocos se remontan a la Transcendencia, por el miedo de comprometerla por el antropomorfismo. Se habla poco de la «creación», de la «crea­tura», se prefiere hablar del Cosmos, del «devenir» a veces, si la creación es concebida como temporal y por sí misma, en cierto sentido, creadora. Pero la noción de una relación de María con la «creación» estaba presente en los textos que la liturgia aplicaba a la Virgen. Pienso en ese texto del libro del Eclesiástico en que se ve a la Sabiduría jugando ante Yahvé como una chica pequeña durante la creación de las cosas. Parece que una entidad misteriosa llamada Sabidu­ría (Sophia) fue la primera criatura, el modelo ideal, diría Platón, que Dios había hecho primeramente. En el interior de esta «forma del mundo», de esta matriz universal, de este modelo, es donde Dios, en un segundo acto, en un segundo momento, habría precipitado la creación en el devenir. La creación estaba ya contenida en esta maqueta del ser, en esta «matriz» (en el sentido de las matemáticas modernas). Que esta maqueta del Todo tenga relación con Cristo nos lo dice expresamente el Evangelio de san Juan en particular y el capítulo I de la Epístola a los Colosenses de san Pablo. Que esta matriz, que este modelo haya sido escondido en el in­terior de una criatura privilegiada lo afirma la devoción mariana, el pensamiento de algunos espirituales (tales como Berulle, Olier). La Iglesia no los ha contradicho, los aproba­ría más bien en la atribución de estos textos a la Virgen, con­cebida como preexistente en el pensamiento de Dios creador.

No hablaremos más de este punto, misterioso por sí mismo. Indicaremos solamente que la idea tan moderna de «María Reina del Universo» se encuentra implicada en la visión de 1830, aun cuando en 1830 el aspecto cósmico no estaba aún explicitado.

Algunos han pensado que había en esta visión parte de dos corazones, una división entre el corazón celeste y el co­razón terrestre, es decir, entre el globo en su estado de per­fección simbolizado por la esfera total, y el globo en su es­tado de imperfección, simbolizado por la bola hemisférica que está bajo los pies de la aparición.

Es difícil zanjar un debate en el que entran tantas apre­ciaciones. Pero ha sido revelado por los historiadores de Catalina que María, sosteniendo la bola de oro, pertenece a la sustancia de la aparición, que esta parte de la visión fue olvidada en los primeros tiempos, que Catalina Labouré su­frió mucho, de una forma que iba en aumento, a lo largo de su vida, que en su último año llegó a ser insoportable el su- frimiento por no haber revelado todo su mensaje, que sólo quedó satisfecha sobre este punto al fin de su vida cuando supo que la imagen de la «Virgen de la esfera» será al fin propuesta. ¿Ha sido reservado, quizá, a este final del si­glo XX comprender el tormento tan vivo de su conciencia por este icono de la Virgen de la esfera?

Gaétan de Sales (descendiente italiano de san Francisco de Sales) ha insistido sobre este punto en sus dos obras. En nuestros días, en la capilla de la calle del Bac, cualquiera puede ver la estatua de la Virgen que sostiene la bola de oro coronada por una cruz.

No puede uno dejar de ser impresionado por el carácter moderno de la última fase de la visión. Ya no se hace cues­tión de la serpiente. La Virgen triunfante, ofreciendo, inte­grando al universo total en esta ofrenda, semeja el alma de un sabio cósmico que ofrece a Dios el cosmos entero inte­grado por Cristo resucitado. El padre Teilhard de Chardin, en La Misa sobre el mundo, ha expresado a su manera sus sentimientos: coinciden con los de la Virgen que ofrece el globo de oro.

Podemos anotar también, de pasada, que el periódico de los sansimonianos en 1830 se llamaba «El Globo», que los sansimonianos, esos exaltados lúcidos, torpemente profetas, soñaban con un nuevo cristianismo, orientado a la glorifica­ción de la mujer. El Globo llevaba este subtítulo: «Llamada a las mujeres».

Añado algunas observaciones sobre los simbolismos más «tradicionales» de la Medalla, y en primer lugar sobre la serpiente: «Una serpiente de color verdoso, decía Catalina, con manchas amarillas». La serpiente se retuerce bajo el talón de la Virgen que la aplasta. Este simbolismo era claramente significativo para los cristianos y los judíos; hace re­ferencia al versículo 15 del capítulo III del Génesis: «Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le acecharás a él el calcañar». ¡Erijáosle una imagen!

En el Génesis se puede apreciar la «protohistoria» de la humanidad. La mujer es tentada primeramente por el eterno adversario (la serpiente); la mujer arrastra consigo en su caída al hombre; Dios los castiga, no sin darles una cierta esperanza. Y esta esperanza pasa por una segunda Mujer misteriosa, «nueva Eva» —que combate con el dragón—. La Mujer sale finalmente victoriosa, aunque haya sido acechada en el calcañar.

Detengámonos en esta historia, tan importante para la inteligencia de la Historia. Se puede decir que el Libro ins­pirado, llamado Biblia, comienza en la primera de sus pá­ginas y acaba en la última. La primera página cuenta la caída de nuestros primeros padres. El último de los libros canó­nicos es el Apocalipsis de san Juan, donde se cuenta el triun­fo final del bien sobre el mal, donde se contempla la Jerusalén celeste.

Por tanto, el principio y el final se corresponden mutua­mente. La historia entera se resume en su origen y en su consumación; el origen es figura del fin, el fin una llamada al principio. Y el inmenso intervalo elástico que separa el Alfa del Omega (al que nosotros llamamos historia de la sal­vación) es lo que conocemos con el nombre de «tiempo». La Medalla, al recordarnos el comienzo primero, y el último fin, es también el símbolo del tiempo.

Pero nosotros estamos ahora en el intervalo, ignoramos «cómo terminará esto». Es decir, la importancia que puede tener el estudio del relato original para preveer lo que nos importa antes del fin del «devenir» que Juan, el vidente de Patmos, ha trazado en su relato apocalíptico.

Es una mujer, decía yo, la que desencadena la caída. Esta mujer que se llama «la Madre de los vivientes» lleva el nombre de Eva. Se ha anunciado que una mujer, o la misma mujer, tendrá que luchar contra la serpiente, que será herida en el talón, es decir, en una parte poco importante de su cuerpo, pero que herirá a la serpiente y la matará golpeán­dole su parte capital.

La visión de Catalina y el grabado de la medalla están impregnados de esta profecía. M. Mále y M. Vloberg dicen que en la Edad Media, cuando se representaba a la Virgen con la serpiente, ella era inseparable de Jesús. A comienzos del siglo XV, se representa a la Virgen sola luchando contra la serpiente. Después, san Pedro Fourier, en el siglo XVIII, reparte entre el público unas medallas en que la serpiente, situada bajo el pie de la Virgen, aprisionaba el globo del mundo. Es posible que Catalina haya conocido tales meda­llas, o que al menos haya oído hablar de ellas. María aplasta a la serpiente impura, cruel y libidinosa. Esta lucha llena la historia de la salvación. La Virgen y la serpiente están en lucha en su posteridad. Tal es el tema que san Agustín, en el siglo y, desarrollaba en los veinte libros de La ciudad de Dios: el mundo es el escenario de una lucha entre dos ciu­dades: la ciudad de los que dan prioridad al hombre y su­bordinan a Dios, (nosotros los vemos amplia, sutil y pro­fundamente en nuestros días), y la ciudad de los que sitúan al hombre en su sitio y lo subordinan a Dios. Las dos ciu­dades luchan, las dos posteridades están en conflicto, la pos­teridad del mal hiere a la posteridad del bien.

Finalmente la mujer triunfa, y no podemos dejar de evocar ahora el capítulo XIII del Apocalipsis en el que se ve a la Mujer rodeada de luz, con la luna bajo sus pies, que en­gendra al Hijo ensangrentado.

Volvamos a la medalla; situémonos con nuestro pensa­miento en el éxtasis de Catalina. En el momento en que las manos de la Virgen parecían inclinarse bajo el peso de los rayos, los ojos de María, nos decía, se han bajado, un cuadro de forma ovalada se formó alrededor de la Aparición al mismo tiempo que se veía grabarse una inscripción en le­tras de oro: «Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Una voz se deja oír: «Haz grabar una medalla según este modelo». Entonces el cuadro se dio la vuelta. Esta vuelta debe también tener un sentido.

Porque la visión ha presentado dos fases, estrechamente asociadas aunque profundamente diferentes, como lo son el anverso y el reverso de una medalla. Y se puede decir, en cierto modo, que la parte más oculta, más secreta de la medalla no es la que se representa generalmente y se con­vierte en «figurativa».

El reverso nos presenta unos símbolos «abstractos», que no tienen relación con el cuerpo humano. Entramos en una región más misteriosa, más profunda que la primera; exa­minemos esta cara.

Hay una M mayúscula y dos corazones. Y ya no hay más. La hermana se sorprendió por el carácter lacónico, elemental, insuficiente, en alguna manera de esta visión; se preguntó lo que podía significar. De pronto, encontró la respuesta: «La M y los dos corazones ya dicen bastante». Uno de los dos corazones estaba coronado de espinas, el otro atravesado por una espada. Los dos corazones estaban relacionados con una cruz.

Nos encontramos con una alusión simbólica (desde san Juan Eudes, muy usual) a los «dos corazones de Jesús y de María»: están representados como unidos el uno al otro, solidarios el uno del otro. Lo que aquí se sugiere son dos corazones unidos por la compasión, en que la compasión, facultad de sufrir sin sufrir por la sola participación en el sufrimiento del otro, constituye la plenitud del amor. El animal puede sufrir. Solamente el animal racional com­padece.

La piedad católica asociada tan frecuentemente al amor del Hijo y al amor de la Madre. La unión de Jesús y de María en un solo Corazón había sido enseñada antiguamente por san Juan Eudes. Sabemos que el místico normando había tenido dificultades con la Sagrada Congregación de Ritos que no aceptaba que pareciera que se quería celebrar la unión de estos dos corazones tan diferentes en un solo co­razón. El amor desea la fusión, pero no la absorción: Cada uno quiere sentirse «amado», es decir, perdido en el otro pero sin perder su personalidad, cosa que solo es posible en las divinas hipóstasis.

Cuando estamos en casa del notario, nos dice: «firmad el acta en el margen solamente con vuestras iniciales». Y sabemos que los grandes de este mundo, Napoleón por ejem­plo, hacía solamente una N imperial con una simple raya de rúbrica. La gran M de la medalla, inicial de María, está entrelazada con la Cruz. María en el reverso abstracto apa­rece al mismo tiempo como crucificada y portadora de una cruz; soporta la cruz y al mismo tiempo la bendice, la lleva. Cuántos hombres de espíritu desde el autor del Apocalipsis han subrayado el lazo o la unión entre María y la Redención. La idea sutil de varios místicos es que el cuerpo de María ha sido como la primera «cruz» de Jesús: el primer elemento del cosmos y de la biosfera sobre el que Jesús ha extendido su ser y después se ha liberado. Esta relación de María con la cruz era sentida profundamente en la Edad Media: El Stabat es un ejemplo. Digamos que los privilegios de alegría de María han sido merecidos por exceso de sufrimiento. La alegría y el sufrimiento están ligados de tal forma en la contextura de su ser que el uno no puede darse sin el otro. Para el resto, todo lo que es inmerecido debe ser sancionado, compensado, rechazado, justificado por pruebas.

En las vidrieras de la Edad Media, el azul significa la alegría y todos los matices de la alegría, que son tan suaves como lo son los matices del azul. Bastaría mirar los rosáceos de nuestras catedrales para ver que el azul lo asemeja al rojo el cobalto y el añil al granza y a la púrpura. El azul significa la alegría y el rojo el dolor. Parece como si los vidrieros hu­bieran sentido que el azul era merecido por el rojo: en el sentido de que, por la redención, Cristo ha merecido por aquella que debía llevarlo en su seno este privilegio de pu­reza total, de plenitud, que nosotros llamamos «la inmaculada concepción». Según la visión figurativa de Catalina Labouré, estos dos aspectos estaban representados de una forma es­quemática y abstracta por el esplendor de los tres palotes de la M sobre la barra de la cruz. Tal es el sentido de esta geometría mística.

La Medalla es una miniatura: mínima, ligera, ideogramática. En un pequeñísimo espacio, de una forma minúscula,  con un mínimo de símbolos, junta en un todo la mariología.  Podríamos encontrar en ella un micro-apocalipsis, quiero  decir: una reseña dada por una imagen y una alegoría del  pensamiento global de la Iglesia sobre la madre de Cristo. Y esta reseña se caracteriza por ser una síntesis de la idea y de la imagen, una suma hecha a la vez por las élites y por el pueblo.

Medito sobre la disposición de la medalla, sobre el aná­lisis de la misma en dos fases sucesivas, una de las cuales es una fase de gloria y la otra una fase de dolor, como si quisiera indicar que la beatitud y el sufrimiento son las dos caras de una realidad incomunicable. En una de estas caras la medalla presenta la imagen de una Virgen cubierta por un velo, con los pies desnudos, apoyada sobre el globo del mundo. Este globo está amenazado por la antigua serpiente. Las manos despiden rayos. El reverso de la Medalla presenta la letra M coronada por una cruz; debajo de la cruz, dos corazones. Hay también doce estrellas.

Se puede decir que el anverso de la Medalla presentaba el drama de la salvación visto desde el exterior, la lucha pri­mordial pintada en el Génesis, de la Mujer misteriosa y de la serpiente enigmática —lucha que se encontrará en el Apo­calipsis—. El anverso es una imagen de alegría, hecha fuente que tiende a esparcirse, hecha amor para resucitar el amor. Pero si se da la vuelta a la Medalla vemos entonces el signo de la cruz, los dos corazones que sufren juntos: Nos hallamos en la intimidad del misterio.

Supongo que alguien habrá pedido a un pintor, a un poeta (a Picaso, a Claudel), creyente o no creyente, que haga una medalla según el siguiente principio : que contenga el máximo de enseñanzas y al mismo tiempo el mínimo de trazos y de signos y que además de lo anteriormente dicho sea inteligible para todos los cristianos, cualquiera que sea su cultura, ya se hallen en la cima del pensamiento o en el corazón de las masas, en la marejada de las muchedumbres, ya sean positivistas o ascetas. Supongamos que salga a concurso una medalla así, es probable que los resultados hu­bieran sido inferiores a los de la «medalla» vista en el éxtasis de Catalina.

Es difícil concentrar más ideas que las que sugiere esta medalla. La esencia del misterio de Cristo reflejado en el «corazón de María» se encuentra resumido aquí.

El Evangelio era la revelación de la paternidad divina. Dios es Amor, también el Hijo que es imagen suya y el Es­píritu Santo que es su Espíritu. Pero para que el temor no viniera a insinuarse de nuevo en el amor, a causa de la im­potencia que tenemos al creernos dignos del amor (que es mayor que nuestra capacidad de amar), era conveniente que existiera, además del Hijo, una imagen terrestre del amor divino.

Es una característica de nuestra naturaleza el que muchas veces no podamos amar plenamente a un ser sino a través de otro. Es conveniente que exista un reflejo, una imagen, un eco para que el ser se manifieste: lo conoceríamos mal, aturdidos, desconcertados por su presencia, si estuviera solo delante de nosotros y sin espejo. Lo deformaríamos y nos ale­jaríamos de él. Esta trasposición es la que justifica el proce­dimiento metafórico, de «parábola», que es el principio de las artes. Desde este punto de vista podríamos decir que María, la Idea de María, la Imagen de María nacida de esta Idea, es un espejo del Ser infinito. Espejo tanto más puro y perfecto cuanto que María sólo existe, sólo vive, sólo se mue­ve por esta relación con el Ser infinito.

Para ver a Dios, al que ya Platón comparaba con un sol, imposible de mirar sin dificultad y que no obstante en este mundo exige para ser mirado cara a cara, etapas y medita­ciones, nos hace falta un órgano de visión que participe de la luz, más aún: que absorba el deslumbramiento de la luz.

Es verdad que Cristo es este medio y que Cristo basta, que es por definición, por esencia y según la historia, el solo mediador.

Pero la persona de Cristo lo sitúa en la Divinidad, «Dios de Dios, Luz nacida de la Luz». El carácter de María, que está resumido en la Medalla, es el de ser para un gran número de conciencias un órgano secundario de visión.

Volvamos a la Medalla. Coloquémosla en su momento.

Estamos en 1830. El desarrollo posterior del pensamiento católico sobre la Virgen están prefigurados ya: La Asunción, y sobre todo la Inmaculada Concepción, para no hablar más de aquellos que estén aún «escondidos, como decía Newman, en el seno de la Iglesia». Para el franciscano Ma­ximiliano Kolbe, que la Iglesia beatificó en 1972, «Oh Ma­ría sin pecado concebida» es un primer esbozo de la frase, más metafísica, de Lourdes «Yo soy la Inmaculada Concep­ción», que es, según el teólogo polaco una definición por su misma esencia.

Podríamos señalar también que, desde el punto de vista de una historia de los arquetipos y de los símbolos, la meda­lla reproduce el mandala, figura que se encuentra en el ri­tual del culto hindú, en las técnicas indias y chinas de subli­mación. El mandala es un espacio circunscrito (en forma de corazón, de óvalo o de cuadrado) del que el espíritu se sirve para sus tareas de ascesis, de concentración y de realización. En suma, una figura que ayuda a la contemplación. Pierre Dehaye, director de Finanzas, me pidió que le presentara a I os miembros del club francés de la medalla el mandala grabado por M. Pagés. Yo escribí, según la idea de C. G. Jung, el psicoanalista, que: «El mandala es como un marco para un cuadro, la encuadernación para un libro, el for­mato para un periódico, la rima para un buen verso. El broche de oro. Y cuando el mandala, como en la medalla de Pagés, tiene la forma de corazón, me reafirma más en lo dicho, pues el corazón, el hogar, el centro, es en cada do­minio aquello por donde todo comienza, y aquello en que todo acaba y se recapitula. «¡Aférrate alma mía a este punto invisible!». Se ha dicho que el mandala favorecía las más modestas etapas intelectuales y las búsquedas espirituales más importantes. En todas las cosas, el arte consiste, como decía Novalis, en «soñar y no soñar al mismo tiempo». Honor y gloria a las formas, dibujos, figuras, axiomas y ri­mas que nos ayudan en esta operación del genio.

La Medalla milagrosa hubiera podido servir de ejemplo a C. G. Jung. Su éxito insospechado bastaría para probar que corresponde a una estructura de profundidades, a lo que Jung llamaba un arquetipo. Creo que nadie ha llamado la atención sobre este punto que exigiría un estudio especial. A los hindúes, a los japoneses, que trazan mandalas donde ven el signo del microcosmos, se les podría presentar la Me­dalla milagrosa así: «Es el mandala occidental, la representa­ción simbólica del supermundo, del mundo sobrenatural y de su historia de esperanza». Y quién sabe si estos cambios de lengua mítica y simbólica no tendrán, un día, un gran peso para la comunicación de los pueblos y la evangelización. Entre las razas más dispares, entre mentalidades impenetra­bles, como el Extremo Oriente y el Occidente, sólo podemos comunicarnos íntimamente por símbolos, más elocuentes que los signos.

Vamos a volver al objeto principal de esta obra: la sig­nificación de los símbolos, la superación de toda supers­tición.

Un símbolo tiene el carácter de ser un miniobjeto con­creto por su naturaleza, universal por las significaciones. El símbolo tiene que permanecer mínimo, ínfimo o por lo menos maleable, manejable (y la palabra es de todos los sím­bolos la más fácil de manejar y de intercambiar). El símbolo ha de ser concreto. Debe ser universal y por eso presentar sentidos distintos, múltiples, que aseguren entre los espíritus, entre las culturas, una comunicación. Hólderin gustaba de este axioma: Non coerceri a máximo, contineri autem in mi- fimo divinum est. «No acobardarse ante lo grande ni enso­berbecerse ante lo pequeño es divino». Quizá de todos los símbolos humanos concebibles, el que presenta en más alto grado los caracteres que acabo de definir sea el símbolo del corazón. El corazón es un órgano de talla pequeña, pero central y focal, fuente de vida, sol íntimo (y el sol, como lo vemos en los ostensorios, es en sí mismo un símbolo, un portador de símbolos). El símbolo del corazón es concreto, palpable, tan ampliamente «atravesable por una lanza», vulnerable siempre. Es el lenguaje del ágape y del ecos aso­ciados, el lenguaje del Cantar de los cantares y del Evangelio, el lenguaje del Sagrado Corazón, digamos: el lenguaje del amor. No es extraño que en diversas épocas (san Juan, santa Matilde, santa Margarita María), la tradición haya buscado naturalmente expresarse por el símbolo del Cora­zón de Jesús (al que fue asociado, por Juan Eudes, el símbolo conjunto y segundo del Corazón de María). ¿Y quién podría afirmar que la historia de los dos corazones haya terminado, que sea un día tenida como un ejemplo de devoción supers­ticiosa? Un estudio reciente de monseñor Charles nos ha­bla de esta vuelta a la devoción al «Corazón de Jesús» en torno a la basílica de Montmartre. El movimiento hippie tiene también, dice, su resonancia mística por un deseo de rechazar todas las trabas e insinceridades, de aferrase al símbolo del amor puro.

Si nos elevamos a tales alturas, un poco filosóficas o teológicas con el fin de obtener una comprensión de la Me­dalla, cuánta fuerza puede tomar el llevar este objeto insig­nificante, polvo supersticioso, objeto sin «valor declarado».

Un problema práctico para todo cristiano, es el de con­centrar el máximo en el mínimo. Si sopesamos los actos de Jesús en el Evangelio, vemos que cada uno de ellos es un espejo del todo, de suerte que en cada gesto del Verbo está todo: de cada uno podríamos deducirlo todo. De la misma forma, el objeto último de la enseñanza cristiana, es reducir la suma de los preceptos y de las doctrinas a un texto corto, a un resumen, a un «símbolo». La dificultad será siempre el subir y bajar la escala de Jacob, de concentrar la doctrina cristiana en una hostia que se muestra y que se eleva como un sol puntual. En el plano de la creencia, el fiel tendrá siempre la necesidad de un credo. Partiendo del centro hacia la circunferencia, podrá desarrollar este símbolo germinal; en esto se resume el esfuerzo de la filosofía religiosa y de la teología, y de una forma aún más general el de todo el pen­samiento. Difícil es encontrar un símbolo, como la Cruz, que habla a todos, en todos los lugares, en todos los países, cualquiera que sea la cultura, el grado de pureza o impu­reza, de piedad o de pecado.

La medalla consiste en esto: es un símbolo de todo; es un punto, como diría Pascal, que lo llena todo. Aún más: es un signo de unión. Pueden llevarla el cuerdo, el tonto, el sabio y el ignorante, el creyente e incluso el no creyente. Pue­do resumirlo contando la aventura de Ratisbonne, aquel Ra­tisbonne que se burlaba pensando que la medalla no significa­ba nada, cuando, en un instante, para él lo significaría todo.

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