1. Una fe campesina
San Vicente, a lo largo de su vida, insistirá, una y otra vez, en sus orígenes campesinos (II, 9. 51; IV, 210; VI II, 126; IX, 34. 1195; XI, 337. 559. 582). Era un hombre de campo y siempre tendrá como punto de referencia su origen rural. Quizás, no se podría comprender su personalidad sin volver constantemente a sus raíces, porque forman parte de su tejido psicológico y personal. En el transcurso de su vida, encontramos reacciones diferentes ante su extracción familiar y social (Morin, Los orígenes de s. Vicente de Paúl, en Ecos… (1979) 379).
En una primera instancia, San Vicente se avergonzó de su familia y de su condición humilde. Era el sonrojo de un joven muchacho que había pasado del campo a la ciudad y, entre sus nuevas amistades, se siente humillado en compañía de su padre mal vestido y un poco cojo. Es la vanidad de la adolescencia (XI, 693).
Años más tarde, ya en su madurez humana y espiritual, Vicente recurre a su origen campesino para empequeñecerse y humillarse. La sociedad del siglo XVII estaba tan rígidamente estratificada y dividida en estamentos sociales que el campesinado se situaba en el último peldaño, siendo uno de los estratos sociales más pobres y más explotados por las demás clases sociales (Ibáñez, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1977, 76-95). Vicente, ante los nobles y ante los grandes, se humilla recordando su origen campesino (VIII, 324).
Encontramos un tercer tipo de reacción en San Vicente de Paúl a propósito de su origen campesino: es el agradecimiento a Dios y quizás, sin pretenderlo, un cierto orgullo. Existen numerosos textos en los que San Vicente alaba a los pobres aldeanos y aldeanas, pone de relieve su valor en el trabajo, su fe sencilla y sin complicaciones, su sencillez, destaca y encumbra las virtudes campesinas y las pone como modelo: «Es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva» (XI, 120).
Vicente, que conoce perfectamente el mundo rural, se siente perteneciente a la clase social de los pobres aldeanos, de los labradores, de los cuidadores de animales. Toma conciencia que es en ellos en donde se encuentran los auténticos valores y agradece haberlos recibido a través de su nacimiento, de su familia y de su origen rústico.
Sin duda, que su fe tiene raíces campesinas como toda su espiritualidad. Cuando Vicente habla a las Hijas de la Caridad sobre las virtudes de la buenas aldeanas, está recordando su ambiente familiar y rural en el que se formó y está descubriendo las raíces de su misma fe que le trasmitió su propia familia: Os hablaré con mayor gusto todavía de las virtudes de las buenas aldeanas a causa del conocimiento que de ellas tengo por experiencia y por nacimiento, ya que soy hijo de un pobre labrador, y he vivido en el campo hasta la edad de quince años… No hay nada que valga tanto como las personas que verdaderamente tienen el espíritu de los aldeanos; en ningún sitio, se encuentra tanta fe, tanto acudir a Dios en las necesidades, tanta gratitud para con Dios en medio de la prosperidad» (IX, 92).
Tal es la fe en la que fue educado el joven Vicente y que le trasmitieron su mayores en la tierra que le vio nacer: una fe sencilla, sobria, ele mental, pero robusta, fundamentada en la confianza en Dios y de total abandono a su divina Providencia, con un sentido profundo de dependencia de Aquel que es el origen de la buenas y de las malas cosechas, de la lluvia y del viento, del frío y del calor. Ésa era su experiencia vivida en el seno de una familia cristiana: «¿Habéis visto jamás a personas más llenas de confianza en Dios que los buenos aldeanos? Siembran sus granos, luego esperan de Dios el beneficio de su cosecha; y si Dios permite que no sea buena, no por eso dejan de tener confianza en Él para su alimento de todo el año. Tienen, a veces, pérdidas, pero el amor que tienen a su pobreza, por sumisión a Dios, les hace decir: «Dios nos lo había dado, Dios nos lo quita, sea bendito su santo nombre»(Job 1, 21). Y con tal que puedan vivir, como esto no les falta nunca, no se preocupan por el porvenir (IX, 99).
Un autor moderno nos ha hablado de «urdimbre familiar» para señalar todos aquellos elementos que han tenido una influencia decisiva a la hora de modelar una personalidad futura. Es la atmósfera indefinible de ideas y de sentimientos, de amores y de rechazos, ilusiones, éxitos, amarguras, vivencias, experiencias, todo aquello que el niño respira y aspira, no por los pulmones, sino por el espíritu. Uno de los componentes fundamentales de la urdimbre familiar de Vicente fue, sin duda, la fe, el sentimiento religioso, los valores humanos y cristianos que son aprehendidos, asimilados y experimentados en su hogar, hogar humilde, sencillo, en donde no «hay elegancia, hay poca comodidad, pero ninguna miseria» (A. Dodin, San Vicente de Paúl y la caridad, CEME, Salamanca 1977, 15), y, sin embargo, se vive un profundo enraizamiento cristiano.
2. Ver las cosas tal como son en Dios
San Vicente no nos proporcionó una exposición sistemática sobre la fe. Ya sabemos que no era un teórico, ni un pensador original. Había tenido una formación sólida. Esto hacía que unos cuantos principios fundamentados en la tradición y en la Escritura le sirviesen de pilares fundamentales para sustentar su vida cristiana y sacerdotal, su espiritualidad.
La fe en Vicente de Paúl es sobre todo vivencia y experiencia, amasada en la vida diaria de entrega y de servicio, fundamentada en la oración, en el sufrimiento, en el abandono a la voluntad divina. La fe abarca todas las dimensiones de su existencia y es el motor de toda su acción en favor de los más pobres. Por esta razón, invocará con toda su fuerza «tal es mi fe y tal mi experiencia» (II, 237).
Si quisiéramos encontrar una clave o un punto de partida para interpretar la vida de fe de Vicente, quizás debiéramos acudir a algo tan sencillo como lo que escribe en 1658: «Pido a Nuestro Señor que… nos conceda la gracia de mirar todas las cosas tal como son en Dios, y no tal como aparecen fuera de él, pues de lo contrario podríamos engañarnos y obrar de manera diferente de como él quiere» (VII, 331).
Mirar las cosas tal como son y están en Dios o dicho de otro modo, mirarlas con «ojos cristianos» (XI, 567), es tener una visión cristiana de la realidad, de las cosas, de los hombres, de la historia. Todas estas realidades son iluminadas desde la fe, son contempladas desde la perspectiva de Dios Creador y Salvador. En este sentido, aparecen y son vistas desde una perspectiva diferente. Esta visión cristiana es el verdadero conocimiento de la realidad, cualquier otra es engañosa y fundada en apariencias e ilusiones. Lleva consigo una nueva comprensión de la existencia y de la vida humanas.
En el siglo XVII, creer era algo obvio, no era un problema como en los tiempos actuales. La sociedad de San Vicente de Paúl era teocrática, jerárquica y absolutista. En ella, se implicaban mutuamente Iglesia y Estado. La fe como actitud ante la vida, la existencia y la historia, era tan natural que nadie la cuestionaba. En una sociedad cristiana como aquella, el pueblo sencillo y pobre, el campesinado, aceptaba sin crítica alguna las verdades de la fe, lo que la Iglesia le proponía, como algo natural. El señor Vicente llegará a decir, como hemos visto y veremos más adelante, que la verdadera fe, la verdadera religión se encontraban entre esas gentes sencillas y pobres (XI, 462. 120). Era una sociedad que estaba transida, en sus estructuras más íntimas, por la religión cristiana.
¿Qué significa, pues, «mirar las cosas tal como son en Dios»? Mirarlas desde la fe significa ante todo darles un sentido. El problema de la fe es un problema de sentido último de la realidad, de la existencia humana, del mundo y de la historia. A través de la fe, como opción fundamental, se nos abre el sentido de la totalidad de la realidad (Kasper Walter, Introducción a la fe, Salamanca, 1982, 94). Mirar las cosas tal como son en Dios es introducir todos los acontecimientos en la historia de la salvación. Todo sucede y acontece según la Providencia de Dios en orden a la salvación del hombre, concretada y realizada por la encarnación de Cristo. Mirar las personas según Dios, es contemplar a Cristo en las personas, principalmente los pobres, que no son otra cosa que la encarnación del rostro desfigurado de Cristo. Mirar las cosas y personas según Dios es seguir con radicalidad las máximas de Cristo y del Evangelio y apartarse de las máximas del mundo, es decir, seguir a Cristo e imitarlo como verdaderos continuadores de su obra.
3. Teología del acontecimiento
Dios se revela a través de la historia. Aunque la revelación definitiva y total de Dios aconteció en Cristo, sin embargo, esa revelación se va manifestando a los hombres de fe a través de los acontecimientos que jalonan su vida y su existencia. En este sentido, la historia es auténtico lugar teológico. Los acontecimientos son signos que hacen referencia a un significado profundo, cuando se hace una lectura de ellos desde la fe y desde la historia de la salvación, en la cual están insertos.
En los acontecimientos de la vida de una persona, hay algunos que se trasforman en signos significativos y privilegiados, porque en ellos ha encontrado una fuente de sentido, una presencia y una inspiración que han determinado el curso de su vida. Han sido capaces de reorientarla, de convertirla y darle sentido. El acontecimiento es fuente de revelación y de inspiración, una especie de epifanía, de la gracia de Dios y del Espíritu.
En la espiritualidad vicenciana, hay algunas constantes que la estructuran, la definen y la identifican. Es la lectura de los acontecimientos. «El acontecimiento es signo de Dios, y llega a ser signo privilegiado y particularmente claro e imperativo cuando ese acontecimiento concierne directamente a los pobres» (La experiencia espiritual del señor Vicente y la nuestra, en Anales 85 (1977) 278). El acontecimiento, experimentado y vivido, es el lugar de revelación y manifestación de la voluntad de Dios para Vicente. Es incluso un «lugar teológico» vicenciano. Dios habla a través de la historia, y los grandes santos, impulsados por el Espíritu, son capaces de descubrir la voz de Dios a través de ellos. Así como el profeta descubre el significado profundo que los acontecimientos llevan en sus entrañas y que a los demás les está vedado, del mismo modo Vicente descubre que Dios le llama a reorientar su vida, una vez que ha experimentado ciertos acontecimientos relacionados con la pobreza y la miseria del pobre pueblo. Tales son Folleville, Châtillon, Marchais. Desde ese momento, la pobreza experimentada, contemplada desde la fe, se convierte en principio hermenéutico de su vida, de su experiencia, de lo que Dios quiere de él y le impulsa a la acción, en plena consonancia con su temperamento activo. De este modo, se establece una relación íntima y estrecha entre fe y acción. El acontecimiento es, para Vicente, «evangelio» y «profecía» (J. Ma Ibáñez, Le pauvre icóne de JésusCrist, en Monsieur Vincent témoin de I’Evangile, Toulouse 1990, 161)
El acontecimiento es para Vicente, de tal forma, fuente de revelación de la voluntad de Dios, que no duda en poner a Dios en el mismo origen de sus grandes fundaciones. No hay únicamente un motivo de humildad. Es el convencimiento de que Dios se ha manifestado y está en el mismo origen de la Congregación de la Misión (IV, 499; XI, 94. 325-326. 328-329. 731) y de la Compañía de las Hijas de la Caridad (IX, 37, 70, 120, 202. 232. 292-293. 220-221. 415-416, 541. 611-612. 721. 737. 749-750) y las demás obras vicencianas. Es la lectura cristiana, desde la fe, del acontecimiento, como lugar de manifestación y de revelación de la voluntad y presencia de Dios.
4. La fe, fuente de sentido
En su origen, la palabra sentido significa «camino», «viaje». Encontrar el camino, seguir el camino, sabiendo la meta a la que nos dirigimos, es encontrar el sentido de la vida y de la existencia. En el fondo, el fin o la meta es lo que da sentido al camino que tratamos de recorrer. Ahora bien, el sentido propiamente dicho no es la meta hacia la cual caminamos sino más bien la legitimación de esa meta o fin. Si es aquella hacia la cual debemos caminar, si es la nuestra, es porque nos sentimos llamados a ella, desde el fondo de nuestra existencia. En tal caso, hay una coincidencia de la meta con nuestro propio ser. Hay una identificación de la meta con nosotros mismos. Pero como esa meta no es más que una llamada desde nuestra misma existencia, encontrar el sentido es encontrar la identificación con nosotros mismos. El problema del sentido es el problema de la identidad personal.
En el Antiguo Testamento, la fe se concretaba en la fórmula «apoyarse en Dios». Dios era el punto de apoyo sobre el cual descansaba toda realidad y, sobre todo, la existencia humana. El hombre sólo puede encontrar un suelo firme, rocoso, sobre el que sostenerse, si se apoya en Dios. Este es esencialmente fidelidad y firmeza. Por el contrario, el hombre nunca es fiable, necesita de alguien que sostenga su fiabilidad y su fidelidad.
«La fe como actitud existencial total, que incluye la confianza en Yahvé y la fiel sumisión a las exigencias de la alianza, viene expresada con la fórmula «apoyarse en Dios» (Ex. 14, 31; Núm 14, 11; 20, 12; Dt 1, 32; 9, 23; 2Re 17, 14; Is 43, 10); solamente en la palabra de Dios puede encontrar el hombre el fundamento firme de su propia existencia» (J. Alfaro, Revelacion cristiana, fe y teología, Salamanca, 1985, p. 89.)
Desde el punto de vista cristiano, Dios es el fundamento de la existencia del hombre. La fundamenta comunicándoselo y al comunicarse lo llama a la comunión de vida con él. El hombre es don y tarea. El Concilio Vaticano II lo afirma con toda claridad: «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina»(GS, n. 22). Esta llamada constituye una de las dimensiones más profundas de la existencia humana. La respuesta a esa llamada es lo que conocemos por fe cristiana. El hombre en esta respuesta queda comprometido en su totalidad. La fe «es un acto fundamental del hombre. La fe es un acto fundamental sobre el que se funda la totalidad de nuestra existencia humana y donde se nos abre el sentido de la totalidad de la realidad» (W. Kasper, Introducción a la fe, p. 94). La fe es generadora de sentido. «La fe es una actitud personal, fundamental y total, que imprime una orientación nueva y definitiva a la existencia» (J. Alfaro, Sacramentum Mundi, t. 3, Barcelona 1984, p. 118). Esta orientación nueva y definitiva no es otra cosa que la certeza de encontrar el camino que el plan de Dios ha diseñado al hombre.
Vicente de Paúl, en los primeros años de su sacerdocio, recorrió un camino que le llevó, a través de un proceso de conversión, a encontrarse a sí mismo y a descubrir la verdadera orientación de su vida, su identificación persona!, el sentido de su existencia. Hubo en su vida un período de titubeos y de azarosa existencia. Buscó, en un primer momento, un acomodo, un «honesto retiro»(1, 8). En todos sus intentos de acomodarse y de escalar puestos sociales, la respuesta fue la esquiva fortuna, el fracaso.
Se dejó guiar por el gran maestro de espíritu que fue el Cardenal Berulle, experimentó el dolor y el sufrimiento terriblemente purificadores de una acusación injusta de robo, poniendo toda su confianza en «Aquel que sabe la verdad» (Abelly, 1, c. 5, 22), «porque Dios quiere a veces probar a las personas, y para ello permite que sucedan estas cosas» (XI, 230). Vicente experimenta aquí la delirante injusticia de la que con frecuencia son víctimas los desheredados de la tierra. Va aprendiendo de una manera experiencia), a través de la injusticia y de la humillación, la actitud bíblica de que lo importante es «apoyarse en Dios».
A la edad de 32 años, Vicente pasa por una crisis profunda de fe. Fue un camino doloroso y purificador, una noche plena de dudas y de tinieblas que, según su primer biógrafo, duró tres o cuatro años y finalizó al tomar una decisión firme y definitiva de poner su persona, su existencia y toda su vida al servicio de los pobres. Esta noche obscura que alguien han calificado de depresión, otros de temeridad por asumir la tentación de un teólogo que sufría esa crisis profunda y alguien como Calvet de neurastenia generalizada, se ha de considerar como un momento decisivo de su vida. Es la noche de la duda, de las tinieblas, del vacío interior, de fa lejanía de Dios, de la desesperanza. Es un estado límite en el que la persona humana se sitúa en el más abismal desamparo y en la plena intemperie. ¿No estamos ante una profunda crisis de identidad, ante una ausencia de proyecto vital, ante una decepción profunda ante los fracasos continuados de encontrar una situación social que le llenase, sin que, por otra parte, se decidiese con toda firmeza y radicalidad a asumir las exigencias del seguimiento de Cristo, a «apoyarse en Dios» de una manera definitiva, como la única fuente de sentido para la vida? En toda situación de ambigüedad, de ambivalencia, de estar en terreno de nadie, es cuando las crisis profundas cobran más fácilmente su presa. Años más tarde, dirá, refiriéndose a dicho doctor, pero que podría aplicarse a sí mismo: «Esto nos enseña, de pasada, qué peligroso es vivir en la ociosidad, tanto de cuerpo como de espíritu: pues, lo mismo que una tierra, por muy buena que sea, si se la deja durante algún tiempo sin cultivar, enseguida produce cardos y abrojos, también nuestra alma, al estar largo tiempo en el descanso y la ociosidad, experimenta algunas pasiones y tentaciones qué le incitan al mal» (XI, 726). El caso es que, si damos crédito a su primer biógrafo, su espíritu se iluminó y se transformó en el momento que tomó una decisión, a nivel de fe, hoy diríamos una opción radical. Esa opción dio sentido a su vida, creó una identidad personal, le proporcionó su proyecto evangélico, que no era otra cosa que entregarse de por vida al servicio de los pobres. «Sabemos que se iluminó su noche interior, que experimentó una paz profunda desde el momento en que se resolvió definitivamente a consagrar toda su vida al servicio de los pobres» (A. Dodin, Espiritualidad de san Vicente de Paúl, en Vicente de Paúl y la evangelización rural, CEME, Salamanca 1977, 107). Vicente se había encontrado a sí mismo y había descubierto la orientación fundamental de su vida. Esa opción radical, desde la fe, generó el sentido de su existencia. En ella, experimentó lo que dirá años más tarde «es necesario salir de sí mismo y darse». Todo esto ha hecho posible que poco a poco Vicente modificase su propio ser, sus criterios de actuación, su manera de contemplar las cosas y las personas, para verlas según están en Dios.
Esta crisis hará de él un modelo de fe, una fe forjada en el sufrimiento y en el dolor de la duda, del sentimiento de la lejanía de Dios, de no encontrar un punto de apoyo que diese seguridad a su caminar por la vida. Una fe así construida llega a la madurez de convicciones profundas que modelan a una personalidad como la de Vicente.
Entre los años 1610 a 1617, se operó en Vicente lo que hoy se la denomina verdadera conversión, porque supuso un replanteamiento de toda su existencia y de las coordenadas que regían su vida y su sacerdocio. Hay quien le llama una aceleración del ritmo evolutivo (Dodin, P. c. 154) A este cambio y esta trasformación, también contribuyeron otras experiencias importantes que, por esa época, vivió Vicente de Paúl.
Resulta paradójico que este joven sacerdote, tenía 32 años en 1612,1 después de doce años de sacerdocio no había tomado contacto con la pastoral directa. Su primera experiencia pastoral tendrá lugar en Clichy, un pueblo de unos 600 habitantes, a las afueras de París. La experiencia fue exultante. Se encontró por primera vez, desde sus años de infancia y adolescencia, con el pueblo sencillo, piadoso, lleno de fe. Se consideró más feliz que el más alto dignatario de la diócesis de París y que el mismo Papa (XI, 580). Vicente se encontró a sí mismo como sacerdote y descubrió el significado de su misión sacerdotal. En Clichy, Vicente gustó, saboreó, experimentó su sacerdocio. Por primera vez, se le reveló el sentido auténtico de su sacerdocio. Se sintió feliz y plenamente realizado, como sacerdote, entre la gente sencilla del campo.
Estamos en 1617. Es el año en el que el Señor se le reveló de manera clara. No se hizo a través de una visión fulgurante ni de una iluminación súbita. Fue la lectura de los dos acontecimientos decisivos que le sucedieron en este corto espacio de tiempo.
La experiencia de Gannes-Folleville (XI, 9496. 326-327. 389. 698-700; IX, 71-73; Abelly, 1, p. 32-34.) le hizo comprender a Vicente algo que le impacta definitivamente: multitud de almas se pierden por no hacer buenas confesiones y por no saber las verdades de fe necesarias para la salvación. Es la ignorancia en la que está sumido el pobre pueblo del campo y el abandono al que le someten los sacerdotes y la jerarquía de la Iglesia, lo que le ha impresionado de tal manera que decide consagrar toda su vida a ese pueblo sencillo, pobre y abandonado. Gannes-Folleville «fue una revelación. Vicente sintió que aquella era su misión, aquélla era para él la obra de Dios: llevar el Evangelio al pobre pueblo campesino» (J. M’ Román, San Vicente de Paúl, 1 Biografía, BAC, Madrid 1981, p. 118). Una nueva conciencia de Iglesia ha nacido en San Vicente.2 Muchos años después, recordando aquel acontecimiento, dirá a sus misioneros: «¡Qué dicha para nosotros los misioneros poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres» (XI, 730). Es la Iglesia de los pobres que «son los preferidos de Dios» (XI, 273), una Iglesia que tiene como primera obligación, en tanto continuadora de la misión de Cristo, la atención a los pobres. Pero también una Iglesia en la que muchos de sus pastores eran ignorantes e incapaces de guiar al pueblo cristiano (XI, 95). Vicente descubrió con toda certeza, desde ese momento, cuál era su vocación: consagrar su vida y su persona a evangelizar a los pobres y a remediar la miseria de un clero indigno e ignorante. La Providencia le va llevando de la mano, paso a paso, hasta desvelarle su proyecto sobre él.
La experiencia de Châtillon-les-Dombes (IX, 202-203; IX, 232-233; XII, 567-568; X, 574-588) le revela la caridad. «Diríase que es el cuerpo mismo de la caridad y de la Iglesia lo que Vicente descubre a partir de la experiencia de Châtillon» (Dodin, o. c. 109). Ante la miseria, no cabe otra respuesta que la caridad, pero una caridad bien organizada. Hoy diríamos que la justicia como exigencia de la caridad. Pero los esquemas mentales de aquel siglo le impedían comprender el significado profundo de la justicia, tal como hoy la comprendemos. Los pobres son los miembros dolientes y humillados de Cristo, son la encarnación deshumanizada del Hijo de Dios. Desde ese momento lo anima esta convicción: nadie puede desinteresarse de la miseria. Su pasión es la caridad y se convertirá en el santo de la caridad. «En toda la historia del cristianismo, San Vicente es ciertamente una de aquellas personas que mejor ha demostrado, poniéndolo en práctica, el prodigioso dinamismo de la caridad evangélica» (R. Coste, L’Amour qui change le monde. Theologie de la Chanté, 1981, p.).
Vicente, desde 1600, año de su ordenación sacerdotal, ha ido a la caza de un beneficio para dar holgura a su vida y a su familia, pero, a través del torrente de acontecimientos que se han atravesado en su camino, ha sido cazado por Dios. Vicente se «ha desprendido de sus mezquinas ambiciones de dignidades y prebendas bien retribuidas. Ha ensanchado hasta limites divinos el horizonte de sus aspiraciones» (J. Mg Román, o. c. 117). «Al limitado horizonte del «honroso retiro» de aquellos primeros días, ha sucedido la visión de una realidad viva: la Iglesia» (Dodin, o. c. 109) y la Caridad.
Vicente ha encontrado su vocación y el sentido de su vida. Desde este momento, es una persona identificada. Dios se la ha revelado. Su fe ha llegado a su madurez. Ha comprendido que su persona, su existencia, todo lo que es y posee ha de verlo y contemplarlo según Dios y no según las apariencias. Lo cual no significa otra cosa que: «entregarse a Dios para amar a nuestro Señor y servirlo en la persona de los pobres corporal y espiritualmente» (IX, 53). Esta fe ha sido el motor de su larga y dilatada existencia.
5. Dimensión cognoscitiva de la fe
La fe tiene una dimensión intelectual y cognoscitiva. En todo acto de fe, el creyente afirma el contenido de la revelación como algo real y verdadero. La fe no es un sentimiento, ni una ac titud afectiva, sino que exige el compromiso del entendimiento del hombre frente a la verdad revelada por Dios en Jesucristo. Esto quiere decir que la fe tiene un contenido y creer es aceptar como real ese contenido que no es otro que Dios ha hablado y se ha manifestado a través de la persona de Jesucristo.
La Iglesia, ya desde sus primeros orígenes, hace profesiones y confesiones de fe, como «Jesús es el Señor»(Rom 10, 9; 1Cor 12, 3), «Jesús es el Mesías»(1Jn 1, 22; 5, 1), «Jesús es el Hijo de Dios»(1Jn 4, 15). Así, creer es aceptar como real y verdadera la resurrección de Jesús y su valor salvífico para el hombre (Rom 10, 9-10). Nadie puede participar en esa salvación sin la convicción interna de que ese hecho es verdadero y real. «El carácter cognoscitivo de la fe es la expresión del carácter real del misterio de Cristo» (Alfaro, o. c., 108).
La revelación de Dios se expresa y se conceptualiza mediante signos, imágenes, símbolos, conceptos, palabras, es decir, mediante afirmaciones humanas. Es lo que llamamos proposiciones doctrinales. Lo cual quiere decir que la fe incluye un asentimiento intelectual a esas verdades.
Siguiendo la teología clásica y sobre todo a Santo Tomás, para san Vicente la fe tiene una dimensión cognoscitiva. Es asentimiento a las verdades eternas que Dios ha revelado. Ante todo, esas verdades están contenidas en el Credo, en la profesión de fe. Adhesión y asentimiento a esas verdades es el primer peldaño de la fe de Vicente. En la tentación contra la fe, nos cuenta Abelly, lo primero que hizo Vicente fue «escribir la profesión de fe en un papel, que puso junto al corazón, como un remedio específico al mal que sentía y haciendo un acto de desaprobación general de todos los pensamientos contrarios a la fe, hizo un pacto con Nuestro Señor, que todas las veces que pusiese su mano sobre el corazón y sobre el papel, como hacía frecuentemente, daba a entender, por esta acción y por este movimiento de su mano, que rechazaba la tentación, aunque no pronunciase palabra alguna» (o. c., III, c. XI).
Adherirse intelectualmente a las verdades del credo, a las verdades eternas es creer, porque la fe es asentimiento a un conjunto de verdades reveladas y propuestas por la Iglesia. San Vicente no hace más que seguir la doctrina tradicional de Santo Tomás y sobre todo el Concilio de Trento. Éste «expresa con la palabra «fe»(o «creer») solamente el asentimiento a las verdades reveladas» (J. Alfaro, Revelación cristiana, fe y teología, Sígueme, Salamanca 1985, 118; R. Auber, Le probléme de l’acte de fol, Louvain 1958, 76ss). Es la dimensión cognoscitiva de la fe. La fe es conocimiento del mensaje revelado de Dios a través de Jesucristo. Para Santo Tomás, el asentimiento a las verdades reveladas es la misma esencia del acto de fe. Es un firme asentimiento de la inteligencia, pero impulsado a elfo por la voluntad (Summa Th., q. 2, a. 1).
Vicente, fiel a la teología de la época, estaba convencido que la salvación no podía obtenerse sin el conocimiento explícito de los grandes misterios de la religión cristiana: la Encarnación y la Trinidad. Cita con frecuencia a Santo Tomás y a San Agustín en este tema. Admite que otros autores opinan de otra manera, pero, según él, en caso de duda, se ha de seguir la opinión más segura (I, 181s; IX, 919; XI, 104. 267s. 387s). San Vicente invocaba con frecuencia esta doctrina para impulsar a los misioneros y a las Hijas de la Caridad a la instrucción del pobre pueblo. Ha constatado, desde la experiencia de Gannes-Folleville, la falta de conocimientos y de instrucción del pueblo del campo. La razón de las misiones populares, a las que él se lanzó por las tierras de Gondí y para lo que fundó la Congregación de la Misión, no es otra que esta doble finalidad: instruir al pobre pueblo que se debate en la ignorancia más elemental y transformar su vida a través de la confesión general. Para ello, emplea la predicación sencilla, clara, diáfana (el pequeño método), al alcance del pueblo ignorante, y la catequesis. La finalidad de las pequeñas escuelas, que dirigían las Hijas de la Caridad, no era otra que realizar la catequesis, es decir, enseñar la verdades fundamentales de la religión cristiana.
6. La razón subordinada a las luces de la fe
La fe es una gracia y don divino. Según la doctrina paulina, es el Espíritu Santo quien crea en el hombre un conjunto de disposiciones que hacen posible el conocimiento del misterio de Cristo. San Juan lo dice con toda claridad afirmando: «Sabemos también que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos el Verdadero»(1Jn 5, 20). Únicamente puede conocer a Cristo y confesarlo quien permanece en él y vive en comunión con él (1Jn, 2, 3-5; 3, 6-9). Por eso, la fe siempre ha sido reconocida como una especie de facultad sobrenatural de conocer, fruto de la acción de la gracia. La patrística, sobre todo, a partir de San Agustín, ha definido esa acción de la gracia como una iluminación interior. Santo Tomás afirma con toda claridad que la fe es generada por un principio sobrenatural que es la gracia de Dios, que eleva las facultades del hombre y las capacita para el conocimiento de la fe.3
«Por la fe, el hombre conoce a Dios y sus misterios a través del conocimiento que Dios tiene de sí mismo» (Abro, o. c., 114). Si el hombre no es elevado, mediante la luz de la fe (lumen fidei), el hombre no puede creer. En su misma esencia, la fe es, pues, una participación sobrenatural y sobrecreatural de la vida divina, porque, creer a Dios, es transcender la propia razón para apoyar toda su vida y existencia en la palabra de Dios y en su presencia confiada.
Para San Vicente, ver las cosas y las personas según Dios es colocarlas en la única perspectiva a través de la cual se accede al verdadero conocimiento, que no es otro que las luces de la fe.
Las luces de la fe son para Vicente de Paúl la fuente del verdadero conocimiento de las cosas, de las personas, de la realidad. Todo otro conocimiento fundado en la razón y en las apariencias de las cosas no ofrece tantas garantías. «Lo que nos engaña ordinariamente es la apariencia de bien según la razón humana, que nunca o raras veces se conforma con la divina» (II, 398).
La fe para Vicente es luz, iluminación interior, una especie de facultad sobrenatural que proporciona el verdadero conocimiento de las cosas, de las personas y de la realidad. En cambio, la razón se queda en apariencias. Sólo las verdades que conocemos a través de fe satisfacen el corazón y nos pueden guiar con seguridad por el verdadero camino de la salvación (XI, 724).
Vicente no rechaza los razonamientos y las razones convincentes y fuertes, porque nos pueden ser útiles, pero nunca pueden sustituir al conocimiento que tiene su origen en la fe. En este sentido, la razón ha de estar plenamente subordinada a la fe (XI, 724). La fe nunca puede ser fruto de un razonamiento o una demostración. Al contrario, la razón y todos sus productos llegan a su plenitud cognoscitiva cuando se dejan iluminar por las luces de la fe. «Se necesita una luz sobrenatural de Dios para distinguir las verdaderas luces de las falsas». Pero esto, es un don y hay que pedírselo a Dios (XI, 626). La fe nunca es un razonamiento, ni es un conocimiento humano. «Cuanto más se esfuerza uno en mirar al sol, menos lo ve; lo mismo, cuanto más se esfuerza uno en razonar sobre las verdades de nuestra religión, menos las conoce por la fe» (XI, 803; Abelly, o. c., I II, c. 2).
La fe, por otra parte, origina una cierta sabiduría, una unción especial, una gracia y comunicación particulares, que nunca logran los razonamientos y los motivos filosóficos e intelectuales. Éstos no motivan, no conmueven, ni impulsan a cambiar de conducta, pero sí lo hacen las predicaciones que son fruto de una vivencia profunda de la fe y de la experiencia de Dios. Por eso, recomienda Vicente que en el orden de la salvación de las almas hemos de «seguir siempre y en todas las cosas las luces de la fe» (XI, 724).
En esta perspectiva, no tienen tanta validez ni los conocimientos teológicos ni los filosóficos, sino la relación íntima con Cristo que es el núcleo esencial de la fe. «Ni la filosofía, ni la teología, ni los discursos logran nada en las almas; es preciso que Jesucristo trabaje en nosotros, o nosotros en él; que obremos en él y él en nosotros; que hablemos con él y con su espíritu, lo mismo que él estaba con su Padre y predicaba la doctrina que le había enseñado (Jn 7, 16): tal es el lenguaje de la Escritura» (XI, 236).
Para comprender estas afirmaciones de Vicente, habrá que acudir a su antropología, a su visión del hombre. La realidad verdadera del hombre sólo se puede descubrir en su vocación divina, en su relación con Dios, en su religación con la divinidad. Solamente su dimensión trascendente puede revelarnos su significado profundo. La plenitud y la realización completa del hombre está en llevar a cabo y a su más alta perfección su comunicación con Dios. Pero es Cristo a través de su Encarnación y Redención el que ha elevado a su máxima dignidad la persona humana. La salvación del hombre tiene su origen en la adhesión total y personal a Cristo. Por eso, detrás de las apariencias de cada hombre habrá que descubrir, por medio de las «luces de la fe», contemplándolo «con ojos cristianos», el rico tesoro que cada hombre encierra. Así, únicamente, la perspectiva divina le podía impulsar al servicio al pobre que él tan bien conocía. «¡Dios mío! ¡Qué hermoso sería ver a los pobres, considerándolos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo!» (XI, 725).
Pero al mismo tiempo, en Vicente encontramos una visión realista y un tanto desconfiada de la propia naturaleza humana. Tenía su origen en la experiencia personal y en el conocimiento de los hombres. Sabía muy bien que el hombre es imperfecto y limitado y que, a través de sus propias fuerzas, los éxitos que podría alcanzar, en la tarea salvadora y evangelizadora, son mínimos. Así, «considera normal el hecho que no haya ningún hombre que no tenga defectos» (VIII, 135). La naturaleza humana es contradictoria y cambiante (XI, 310) en sus opiniones, en sus estados de ánimo, «porque decimos una cosa por la mañana y por la tarde ya no opinamos del mismo modo» (IX, 810). «El espíritu del hombre no está nunca en la misma situación» (VII, 499). El origen de todo esto está en el egoísmo connatural a la persona humana y en el pecado. Si nos contemplamos, desde una actitud humilde, veremos en nosotros una «inclinación natural y continua al mal» y «una impotencia para el bien» y constatamos «una oposición que llevamos dentro de nosotros mismos contra el ser y la santidad de Dios» (XI, 492). De este modo, no es extraño que afirme que «los movimientos de la naturaleza rebelde jamás están de acuerdo con el espíritu de Jesucristo» (VIII, 29). Es la lucha entre la carne y el espíritu, entre el hombre nuevo y el hombre viejo IX, 713) de resonancias paulinas.
Por esta razón, encontramos en San Vicente una cierta desconfianza con relación a la ciencia, no tanto la profana, sino más bien la teológica.
San Vicente quería que sus misioneros estuviesen bien formados, que fuesen sabios, que estuviesen bien equipados intelectualmente por razón de las funciones que debían ejercer, tanto en los seminarios y en los ejercicios a ordenandos, como en las misiones. Pero esa ciencia tenía que estar acompañada de la humildad. «Los que son sabios y humildes forman el tesoro de la compañía, lo mismo que los buenos y piadosos doctores son el mejor tesoro de la Iglesia» (XI, 50). El pensamiento de Vicente es muy equilibrado, porque reconoce que la ciencia es necesaria, pero ante ella hemos de tomar nuestras precauciones, porque ha encontrado espíritus muy brillantes que, guiados por la seguridad que les proporciona su saber y su ciencia, creen que son los únicos que comprenden el mensaje de la revelación.4 «Se necesita la ciencia, hermanos míos, ¡ay, ay de los que no emplean bien el tiempo! Pero tengamos miedo, hermanos míos, tengamos miedo y hasta temblemos y temblemos mil veces más de lo que podría deciros; porque los que tienen talento tienen mucho que temer: Scientia inflat (1Cor. 8, 1); y los que no lo tienen, todavía peor, si no se humillan» (XI, 51). Vicente de Paúl se siente feliz porque su compañía está formada por gentes de humilde condición y de poca ciencia, pero, sin embargo, insiste: «Os decía últimamente que necesitabais ciencia; os lo repito una vez más. Por amor de Dios, emplead bien el tiempo, pero no descuidéis la virtud» (XII, 54).
Por otra parte, para realizar el trabajo de la salvación de las almas y de la evangelización, la ciencia, aunque es necesaria, no es el instrumento más importante. «Los más sabios no son de ordinario los que dan más fruto» (IV, 123). Por eso, recomienda la ciencia y el estudio, pero siempre con moderación. Así, para San Vicente lo importante para los misioneros es que sean sólidos desde el punto de vista de los conocimientos filosóficos y teológicos, pero prefiere una cierta medianía que no es lo mismo que mediocridad. Y es que Vicente ve el orgullo vinculado a la ciencia y, entonces, muy poco servicio puede prestar al evangelio. «Basta con la medianía y lo que se quiere tener por encima de ella es más de temer que de desear por parte de los obreros del evangelio, ya que resulta peligrosa: hincha, inclina a aparentar, a presumir y finalmente a evitar las tareas humildes, sencillas y familiares, que son, sin embargo, las más útiles» (VIII, 33).
Pero hay un segundo peligro en la ciencia: la curiosidad. Es una tentación que acecha constantemente, aparece con frecuencia y es peligrosa. Confiesa que él mismo ha sido víctima de ella. Al final de su vida, dirá que «la curiosidad es la peste de la vida espiritual» (XI, 722).
La fe de Vicente de Paúl no se fundamenta sobre razonamientos, sobre discursos humanos, sobre saberes racionales, aunque no los rechaza; la fe de Vicente se apoya en la palabra de Jesucristo. «Para él, el Evangelio es una fuente a la que vuelve indefectiblemente para allí descubrir los pasos humanos al mismo tiempo que divinos con los que el Hijo del Hombre se pone a buscar hombres para salvarlos» (J. Delarue, Vicente de Paúl. La fe que dio sentido a su vida, CEME, Salamanca 1977, 21)
Por esta razón, recomienda encarecidamente que el estudio, que ha de ser serio y profundo, debe estar acompañado de la moderación, para que se centre en lo que es necesario a nuestra condición; de la humildad, porque es muy difícil encontrar una persona que a la vez sea sabia y humilde que es el ideal del misionero; del amor, porque únicamente el amor es fuente de salvación (XI, 50s)
7. La dimensión fiducial de la fe
Dios se revela en Cristo y así la revelación de Dios es autorrevelación en Cristo. A esta revelación de Dios a través de Cristo, la fe responde con la dimensión cognitiva confesional de la fe. Ésta es «credere Deum», y «credere Christum» Es lo que llamamos «fides quae» o el contenido de la fe: que Dios revela, las verdades reveladas y la principal revelación que es Cristo, su Hijo Unigénito.
Pero hay otra dimensión tan importante como la primera que «credere Deo», «credere Christo», es decir, creerle a él, es lo que llamamos «fides qua», que no es otra cosa que la opción libre de hombre en la fe, la opción de creer, en la que el hombre se entrega, se confía y se abandona a Dios y a Jesucristo. La fe, en este sentido, es confianza, entrega y abandono en Dios a través de Jesucristo, es la entrega confiada a la palabra salvífica de Dios.
En la teología escolástica, como en Santo Tomás y en el Concilio de Trento, la dimensión fiducial propia de la concepción paulina de la justificación, no es un elemento de la fe, sino más bien de la esperanza. San Vicente, buen conocedor de la doctrina clásica, tiene reminiscencias de este tipo cuando afirma a las Hijas de la Caridad: «Confianza y esperanza son casi la misma cosa» (IX, 1050).
«La exégesis y la teología modernas han recuperado el concepto bíblico de la fe, que la constitución Dei Verbum (n. 5) del Vaticano II ha sellado con su autoridad: la fe es una unidad indivisible de conocimiento y de opción, como acto total en que el hombre se entrega a Dios, que en Cristo ha cumplido y revelado definitivamente su amor salvífico».5
Esto quiere decir que la dimensión fiducial, la entrega confiada a la revelación salvífica de Dios, la confianza total en Dios, el abandono a su palabra revelada es un elemento esencial de lo que entendemos por fe. «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por la fe, el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela» (Dei Verbum, n. 5).
La confianza es la dimensión por excelencia de la existencia cristiana porque es el reconocimiento de que es criatura de Dios y, por lo tanto, que la existencia humana tiene su fundamento en Dios Creador que, a través de un acto de amor, le ha comunicado su bondad y el ser. Al reconocer que es criatura, está manifestando que es un ser religado y, en consecuencia, que su existencia y su vida es un don recibido de la bondad infinita de Dios. Su punto de apoyo fundamental no es otro que Dios mismo. El hombre ha recibido de Dios no sólo el ser, sino también la continuidad en la existencia. Por eso, la respuesta del hombre no puede ser otra que la entrega confiada en las manos de Dios. La constante de la fe bíblica es «apoyarse en Dios» como única manera de realizar la existencia propia.
Pero el sentido del hombre cobra nueva realidad a través de la Encarnación del Hijo de Dios. Dios envía a su Hijo a la humanidad para salvarla y redimirla. La mayor manifestación del amor de Dios es haber enviado a su Hijo. La salvación del hombre es un acto de pura gratuidad por parte de Dios. El hombre nunca podrá adquirir esa salvación por sí mismo, le es inmerecida. «Sin mí nada podéis hacer». Al hombre, no le queda otra respuesta que el abandono confiado en las manos de Dios. La confianza o el abandono confiado es la actitud más natural del creyente, del hombre de fe. «El cristiano no dispone de ninguna seguridad humana, ni siquiera de la certeza refleja de la autenticidad de su respuesta personal a la gracia de Dios: su confianza no tiene otro fundamento que la gracia de Dios cumplida y revelada en Cristo» (Alfaro, o. c., 117).
Desde este punto de vista, la fe es una decisión que lleva consigo la audacia de la confianza y del abandono en la palabra de Dios, lo cual implica que el hombre se desprende de su propia autosuficiencia y de toda seguridad mundana esperando la salvación únicamente de Dios, como don y gracia.
La confianza es un elemento constitutivo y esencial de la fe, pero también de la esperanza y de la caridad. Incluso se puede afirmar que es el lazo de unión vital entre las tres virtudes teologales. O dicho de otro modo, la fe, la esperanza y la caridad no son otra cosa que confiarse, darse, abandonarse a la gracia que Dios nos comunica a través de la persona de Jesús. Por la fe, ponemos nuestra confianza en Dios que se revela en Cristo; por la esperanza, confiamos en la salvación definitiva que nos vendrá por obra de Jesucristo; por la caridad, nos abandonamos a la comunión con el Dios-Amor que tiene su plena realización en el servicio a los pobres.
En San Vicente, encontramos esta dimensión fiducial como uno de los aspectos más importantes de su fe, una de las modalidades esenciales de su ser cristiano y creyente. Desde este punto de vista, ver las cosas tal como son en Dios y según Dios no es otra cosa que aceptar la absoluta dependencia del Dios Creador y sentirse enmarcado en la relación Padre-hijo. Ante la paternidad divina sólo cabe la respuesta de la actitud confiada y amorosa.
El hombre tiende a buscar su seguridad en sus propias fuerzas, a apoyarse en sí mismo, a ser el autor de su propia realización y de sus tareas. Pero esto no es ver las cosas en Dios y según Dios porque «Dios hará por sí mismo lo que pretende de nosotros». Por lo tanto, «la desconfianza en las propias fuerzas tiene que ser el fundamento de la confianza que hay que tener en Dios» (III, 124). Si nos mantenemos «en la total dependencia de Dios» todo, aun los asuntos más difíciles, se trocará en bien (IV, 370), porque «todo lo que Dios hace está bien hecho» (VIII, 298).
En los momentos más difíciles de la vida, en la situaciones más engorrosas, cuando nos sentimos acorralados, Dios nos robustece y «nos da una fe, una claridad, una evidencia de fe tan grandes que se desprecia todo; no se asusta uno entonces ni ante la muerte» (XI, 84s).
El fundamento de la confianza en Dios es siempre su fidelidad. Dios es fiel a sus promesas, a su gracia, a sus proyectos, Dios nunca falla ni engaña. Por eso, la gran riqueza y la seguridad del cristiano es la fe como confianza. «Fiaos de él, hermanas mías. ¿Quién ha oído decir jamás que los que se han fiado de las promesas de Dios se han visto engañados? Esto no se ha visto nunca, ni se verá jamás. Hijas mías, Dios es fiel en sus promesas, y es muy bueno confiar en él, y esa confianza es toda la riqueza de las Hijas de la Caridad, y su seguridad. ¡Qué felices seréis, Hijas mías, si no os falta nunca esta confianza!» (IX, 100).
Dios es amor e infinita bondad, ama entrañablemente a sus criaturas y, por eso, «cuida de todos los que le sirven, lo mismo que un esposo se cuida de su esposa y un padre mira por su hijo» (IX, 1050). Del mismo modo, como una esposa confía en su esposo y un hijo en su padre, así ha de ser nuestra confianza en Dios. Porque «sabemos que él es bueno, que nos ama con mucho cariño, que desea nuestra perfección y nuestra salvación» (IX, 1050). El sabe en donde se encuentra nuestro bien, conoce lo que nos conviene, todo lo que somos y tenemos es puro don de Dios, es gracia y, por el contrario, nosotros nos resistimos a desentrañar el lado bueno de la enfermedad, de la cruz, de la tentación.
La confianza en que consiste la fe se apoya en Jesucristo cuya doctrina nunca puede fallar. «Hay que poner como fundamento de todo, que la doctrina de Jesucristo hace lo que dice, mientras que la del mundo no da nunca lo que promete; que los que hacen lo que Jesucristo enseña, construyen sobre roca, y que ni la inundación de las aguas ni el ímpetu de los vientos podrán derribarlo (Mt 7, 25); y quienes no hacen lo que él ordena se parecen a quien construye su casa sobre la arena movediza, que se cae ante el primer huracán. Por tanto, quien dice doctrina de Jesucristo, dice roca inquebrantable, dice verdades eternas que son seguidas infaliblemente de sus efectos, de modo que el cielo se derrumbaría antes de que fallase la doctrina de Jesucristo» (XI, 117). Ésta es una convicción profundamente arraigada en la persona de San Vicente, es como una segunda naturaleza. La certeza de la palabra de Dios, de la palabra de Jesucristo es incuestionable, de tal forma que afirma ante las Hijas de la Caridad, refiriéndose al texto de Mt, 18, 20: «Hermanas mías, yo lo creo tan firmemente, como si lo viese aquí, en medio de nosotros, aunque muy indignos, sí, hijas mías, lo creo tanto como creo que estáis aquí vosotras» (IX, 1 31 ).
Una forma de confianza es la valentía, la audacia y la libertad, es la parresía del Nuevo Testamento, tal como aparece en el comportamiento de Jesús, para decir y hacer sin ambigüedades, sin titubeos, y con toda claridad, lo que sea necesario para anunciar el evangelio. En este sentido, la confianza en Dios genera coraje y fuerza para emprender las obras de la caridad, para el servicio de los pobres, porque «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Filp 4, 13). Así, dice San Vicente que la confianza en Dios es «la fuerza de los débiles y el ojo de los ciegos» (III, 139). Nos elimina el miedo ante el futuro y nos hace capaces de asumir el riesgo y la aventura de realizar los proyectos de Dios.
La confianza hace que rompamos las ataduras al sistema, nos hace personas completamente libres y disponibles, porque no nos fundamos en nuestras seguridades, sino que nos apoyamos únicamente en Él. La fe es entrega y confianza en la palabra de Dios, seguridad en Dios, obediencia a sus designios, pase lo que pase, venga lo que venga (J. M’ Castillo, Teología para las comunidades, Madrid 1990, 23). Nos hace más fuertes y nos proporciona la fortaleza para llevar a cabo tareas que aparentemente nos resultan desproporcionadas, porque «tres hacen más que diez cuando Nuestro Señor echa una mano» (IV, 117).
«Dejémosle hacer a Él» (IV, 273). El hombre no puede suplantar la acción de Dios, no puede realizar la obra que sólo a Dios pertenece; sería presunción y orgullo por nuestra parte. Nuestra tarea consiste en ponernos a su servicio, ser sus servidores, siendo los servidores de los pobres, y Él hará el resto. «Si atendemos a sus negocios El hará los nuestros» (IX, 436). Lo importante es que no nos busquemos a nosotros mismos, no estemos centrados en nosotros, sino que seamos capaces de descentramos para buscar únicamente el Reino de Dios y el servicio de los pobres; de lo demás, se encarga Aquel en el que nos abandonamos. ¿Quién es el protagonista de la misión? Tenemos la certeza de que no somos nosotros, sino que es Jesucristo y su Espíritu: «Dejemos obrar a Nuestro Señor; es obra suya; y como él quiso comenzarla, estemos seguros de que la acabará (Filp 1, 6), en la forma que le sea más agradable»…. Tenga ánimos; confíe en Nuestro Señor, que será nuestro primero y nuestro segundo en la empresa comenzada, a cuya propia tarea nos ha llamado» (XI, 804).
Un edificio sólido tiene que apoyarse sobre roca, ha de tener un fundamento a prueba de vientos y tempestades y esa base únicamente puede ser la confianza en Dios, que es la verdadera y única seguridad en la que el creyente puede apoyarse. «Mantengámonos en total dependencia de Dios y en la confianza de que, al obrar así, todo lo que los hombres digan o hagan en contra nuestra se trocará en bien. Aunque toda la tierra se levantara para destruirnos, no sucederá nada más que lo que Dios quiera, ya que en El hemos puesto nuestra confianza» (IV, 370). Es la suprema pobreza, la humildad auténtica y la máxima expresión de la libertad.
8. Dimensión cristocéntrica de la fe
La cuestión decisiva en la teología de la fe es su carácter cristocéntrico. La opción y el asentimiento de la fe cristiana tienen como fundamento la persona de Jesús. Es esencialmente adhesión incondicional a la persona de Jesús y confesión de que es el Hijo de Dios: «creer» que Jesús es el Hijo de Dios (fides quae) y «creerle a él» como Hijo de Dios (fides qua) son dos aspectos que se complementan entre sí. Fundar la fe en Jesús, como el revelador de Dios, es reconocerlo como el Hijo de Dios.
Para San Vicente, ver las cosas y las personas según Dios, es verlas y contemplarlas desde la perspectiva de Cristo. Dice Dodin: «Cristo es la clave, la clave luminosa y trasformadora que permite ver y comprender de otro modo la realidad visible» (Dodin, Espiritualidad de san Vicente de paúl, en Vicente de Paúl y la evangelización rural, o. c. 114). La fe de San Vicente es esencialmente radical adhesión a Cristo Evangelizador de los pobres. Desde 1617, San Vicente ve en Jesucristo, primariamente y sobre todo, al enviado del Padre, al misionero enviado a los pobres, tal como aparece en el Evangelio de San Lucas (4, 18). «Y si se le pregunta a nuestro Señor: «¿Qué es lo que has venido a hacer a la tierra» – «A asistir a los pobres» – «¿A algo más?» – «A asistir a los pobres» . En su compañía, no tenía más que a pobres y se detenía poco en las ciudades conversando casi siempre con los aldeanos, e instruyéndolos» (XI, 34).
La fe de San Vicente es, por encima de todo, encuentro con Cristo. Descubre a Jesucristo como razón única de su vida. «Acuérdese, padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (1, 320). Encontramos en este texto unas profundas resonancias paulinas: la muerte y la vida del cristiano a través del bautismo. Esto quiere decir que la muerte y la vida del creyente cobran sentido únicamente por la vida y la muerte de Jesucristo. Nuestra vida, como existencia cristiana, ha de ser una vida en comunión con la persona de Jesús. Ahora bien, esa comunión con Jesucristo tiene sentido y valor porque Él ha muerto y ha resucitado por nosotros. La muerte y resurrección de Jesús ha posibilitado la relación íntima con Él, es decir, la nueva vida, la vida de gracia, la nueva creación. Por otra parte, esa vida de comunión con Él no es otra cosa que un esfuerzo por desnudarnos de nosotros mismos, del hombre viejo, de nuestro egocentrismo, de la existencia pecadora, para revestirnos del espíritu de Jesús, incorporando a nuestra propia existencia las actitudes, los gestos, las acciones, los criterios y los valores del Reino, en un intento de realizar, en nuestra propia vida, la misma vida de Jesús. Solamente así, nuestra muerte será una muerte con esperanza, una muerte en Jesucristo, una muerte tránsito a la plenitud de la vida que nos ha generado el propio Jesucristo. Para San Vicente, la persona de Jesús es el eje único en torno al cual gira su vida, su existencia y toda su persona.
«El encuentro con Cristo ha sido el punto decisivo en la vida de San Vicente, tanto en lo que se refiere a la orientación como a la unificación de su vida espiritual» (J. Mg López Maside, Unión con Dios y servicio a los pobres. Roma 1984 [tesis doctoral, manuscrito], 129). Vicente de Paúl va descubriendo paso a paso, en fases sucesivas, los diversos rostros de Cristo.
8.1. Encuentro con el Cristo humillado
En los primeros años de su sacerdocio, Vicente fracasó en todos su proyectos humanos, proyectos que no tenían otra meta que la búsqueda de una posición social o lo que él llamó un «honroso retiro». Le salió al paso la acusación de robo en donde descubrió en su propia carne la situación del pobre, del marginado y desheredado, pero, de una manera meridiana, se le reveló Cristo humillado, escarnecido, víctima de la injusticia. Este aspecto de la vida de Cristo es esencial en la espiritualidad vicenciana. A ella, acude con frecuencia y se la inculca a los misioneros. Considera que en la Iglesia de Dios hay diversos estados. Las diferentes congregaciones contemplan a Cristo de diversas formas, según la inspiración del Espíritu, y así tratan de seguirlo e imitarlo. «Pues bien, su bondad y su misericordia infinita no ha querido darnos a nosotros más atractivos y más consideraciones que su vida de sufrimiento, de calumnias y de desprecios. Hemos de aceptarlo así e imitarlo en su bajeza, en sus oprobios, en los ultrajes y persecuciones, de la misma manera que Él los sufrió, esto es, con paciencia y silencio (Mt 26, 63), e incluso con alegría y entusiasmo (Lc 12, 50)» (Xl, 572). La condición del misionero no es otra que «seguir a Jesucristo despreciado, abofeteado y perseguido» (XI, 572). Es el encuentro con Cristo en su condición de anonadamiento, de «kénosis», como nos lo presenta San Pablo en la carta a los Filipenses (2, 8).
8.2. Encuentro con Cristo, servidor de los pobres
La prueba de la tentación contra la fe, lo conduce a una purificación y a un desprendimiento totales, apoyándose en el servicio de los pobres. Como afirma su primer biógrafo Abbelly, trató de vencer esa prueba recurriendo al servicio de los pobres, «visitando y consolando a los pobres enfermos del Hospital de la Caridad,… ya que Jesucristo ha dicho que consideraba hecho a su persona el servicio que se hacía al menor de los suyos». Y su espíritu quedó totalmente iluminado y trasformado en el momento en que tomó la decisión de «entregarse de por vida, por amor, al servicio de los pobres» (Abelly, o. c., III, c. 11), a imitación de Jesucristo. Es el encuentro con Cristo, servidor de los pobres, o incluso, como alguien ha afirmado (J. B. Rouanet, Sacerdote instrumento de Jesucristo, en Anales 86 (1978) 315; López Maside, o. c., 134) encuentro como Cristo Salvador, que se compadece de los pobres, de los desheredados de la tierra.
8.3. Encuentro con Cristo evangelizador de los pobres
La experiencia pastoral del año 1617, Gannes-Folleville, tan decisiva en la vida de Vicente, será un acontecimiento revelador de la miseria espiritual del pueblo sencillo del campo. Comprueba la ignorancia del pueblo campesino, sobre todo, en las verdades necesarias para la salvación y verifica, por otra parte, la deficiente formación de los sacerdotes que estaban al frente de ese pueblo. Esa experiencia está unida a la meditación del texto evangélico de Lucas, 4, 18: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres». Esta vivencia hizo comprender a Vicente que la evangelización de los pobres era una necesidad apremiante, era una exigencia que estaba incluida en la misma esencia de la fe y de la vida cristiana. Vicente comprendió que su vocación era seguir a Cristo evangelizador de los pobres. «La misión de Jesucristo de anunciar la buena nueva a los pobres se inscribe en lo más profundo de la conciencia de Vicente. Orienta sus opciones, su moral, su actividad. Por eso, este Cristo pobre, dirigiéndose preferentemente a los pobres y declarándose su evangelizador, polariza la conciencia vicenciana» (J. MI Ibáñez, La sociedad rural en la vocación de san Vicente de Paúl, en Vicente de Paúl y la evangelización rural, o. c., 61). Vicente se había encontrado, de nuevo, con Cristo, cuya misión no era otra que anunciar la Buena Noticia a los pobres. Es el Cristo misionero. Su respuesta es la entrega, de por vida, al servicio de la evangelización de los pobres del campo. Desde este momento, su proyecto, como el de la comunidad por él fundada, no será otro que evangelizar a los más humildes de la tierra. Años más tarde, en 1658, dirá a sus misioneros: «Un gran motivo que tenemos es la grandeza de la cosa: dar a conocer a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cielos y que ese reino es para los pobres (Mc 3, 2). ¡Qué grande es esto! Y el que hayamos sido llamados para ser compañeros y para participar en los planes del Hijo de Dios, es algo que supera nuestro entendimiento. ¡Qué! ¡Hacernos… no me atrevo a decirlo…, si: evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el oficio del Hijo de Dios! Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra. ¡Qué gran motivo para alabar a Dios, hermanos míos, y agradecerle incesantemente esta gracia!» (XI, 387).
8.4. Encuentro con Cristo, encarnado en el pobre
En el mismo año de 1617, Vicente vivió la experiencia de Châtillon. Pero el mismo Vicente se dice a sí mísmo: «He aquí una gran caridad, pero mal organizada» (Abelly, o. c., I, c. X). En aquel momento, nació la primera Cofradía de la Caridad, el inicio de una corriente de caridad que ha llegado hasta nosotros. Es el encuentro con el pobre material sumido en la más espantosa miseria. La respuesta es la caridad. Pero la caridad sólo tiene significado y profundidad si al pobre se le mira con los ojos de la fe, según Dios. Ese pobre es el mismo rostro deshumanizado de Cristo. El texto de Mt 25, 40: «Os lo aseguro: Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo», es uno de esos textos que está continuamente en el tejido espiritual de Vicente. Ya en 1617, aparece en el Acta del inicio de la Cofradía de la Caridad redactada por el mismo Vicente (X, 568). Y el santo lo repetirá una y otra vez para fundamentar el servicio de caridad en favor de los pobres. «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios… Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allá encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera, como habéis dicho, hecho a él mismo» (IX, 240). El pobre era para San Vicente la presencia cuasi sacramental de Cristo. Ahí, radica la dignidad del pobre. San Vicente se encontró con Cristo encarnado y presente en el pobre, desde los primeros años de su trasformación espiritual. Era uno de esos dinamismos vitalizadores de la inmensa actividad desplegada a lo largo de su vida. Ésta es la explicación más lógica de esa aplicación genial de Vicente de que ellos son nuestros amos y señores.
Vicente ya está fascinado, cautivado por la persona de Jesucristo. Él es la razón única de su vida. A Él y a continuar su misión dedicará, por amor, toda su rica personalidad, sus energías, sus talentos, e inducirá a tantas y tantas personas a hacer lo mismo. Seguir a Cristo humillado, servidor y evangelizador de los pobres y encarnado en el pobre constituye la misma esencia de su fe. Esta fascinación le hará exclamar en 1658: «¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuán grande era el amor que tenías a tu Padre! ¿Podría acaso tener un amor más grande, hermanos míos, que anonadarse por él?. . ¿Podía testimoniar un amor mayor que muriendo por su amor de la forma que lo hizo? ¡Oh, amor de mi Salvador! ¡Oh amor! ¡Tú eres incomparablemente más grande que cuanto los ángeles pudieron comprender y comprenderán jamás! Sus humillaciones no eran más que amor; su trabajo era amor, sus sufrimientos amor, sus oraciones amor, y todas sus operaciones exteriores e interiores no eran más que actos repetidos de amor» (XI, 411 s).
9. Una fe eclesial
La fe es siempre un encuentro personal con Cristo. Pero el hombre, al creer, se hace miembro de la Iglesia, y al mismo tiempo, recibe la fe en la Iglesia. Es la Iglesia la que cree, pero la persona cree en ella. La Iglesia es comunidad de fe. «El creyente nunca está solo, es miembro de una comunidad creyente que, a su vez, tampoco puede existir nunca sin una expresión comunitaria de la fe» (J. Trüsch, Mysterium Salutis, Madrid 1969, v. 1. t. 1, 950). La fe se vive, se experimenta, se acrecienta, se cultiva dentro de la comunidad eclesial. La comunidad eclesial proclama la fe en medio del mundo y da testimonio de la fe en Cristo. La comunidad eclesial celebra su fe, principalmente por medio de la Eucaristía, que es la cumbre y la cima de toda vida eclesial.
En esta comunidad de fe, cada persona da y recibe, recibe del autor de la fe y lo hace en fraternidad con los otros. Es lo que Karl Rahner llama «fe fraterna». Éste es el «nosotros» de la fe, en el sentido de que cada individuo, habiendo sido encontrado por el Espíritu y por Cristo, no sólo ayuda a construir la comunidad de fe, sino que también, la fe de cada persona presupone, como una necesidad vital, la fe de la comunidad eclesial, en la que se inserta y vive. Por esta razón, la fe es esencialmente comunitaria y eclesial. «La fe cristiana es en su esencia a la vez personal y eclesial, sólo viviendo personalmente dentro de la Iglesia, participando en su vida, se puede obtener, mantener y vivir la fe de Jesucristo» (F. Sebastián, Antropología y teología de la fe cristiana, Salamanca 1973, 214s).
El concepto de Iglesia que respiran los escritos de Vicente de Paúl, en general, es clásico y tradicional. Es la eclesiología del Concilio de Trento y de Roberto Belarmino. Una Iglesia jerárquica, construida a imagen de la sociedad temporal y muy vinculada al Estado. Pero en Vicente, encontramos, al mismo tiempo, intuiciones que conectan perfectamente con una eclesiología moderna.
La Iglesia para Vicente de Paúl es ante todo la servidora de los pobres. «La Iglesia para San Vicente es como una vasta empresa (en el sentido fuerte del vocablo) de evangelización de los pobres» (Anales 85(1977)281). La Iglesia no tiene otra misión que continuar la misión de Jesucristo y éste vino a evangelizar a los pobres; es el enviado del Padre para ser el misionero de los pobres. Ésa es su razón de ser y no hay otra. De ahí, que todos los ministerios de la Iglesia tienen una única finalidad: servir y evangelizar a los pobres. Así, el Papa es el que tiene el verdadero poder de enviar a evangelizar a los pobres a los lugares más remotos, a las misiones ad gentes (III, 143). El obispo es el que envía, dentro de su diócesis, a ejercitar las diversas funciones en favor del pobre pueblo, como el centurión del evangelio que dice: id y el misionero está obligado a ir. «Nosotros estamos por entero bajo la obediencia de nuestros señores los prelados de ir a todos los lugares de sus diócesis adonde quieran enviarnos a predicar, catequizar y hacer que el pobre pueblo haga la confesión general… En una palabra, somos como los criados del amo del evangelio (Mt. 8, 5-9) con nuestros señores los prelados, que cuando nos digan: id, estamos obligados a ir; venid, estamos obligados a venir; haced esto, y estamos obligados a hacerlo»(1, 341). El sacerdote es, ante todo, el misionero de los pobres, tiene como función fundamental el evangelizar a los pobres y cuidarlos, como lo hizo el mismo Cristo (XI, 393). Los laicos tienen esa misma responsabilidad como aparece en toda la obra misionera vicenciana de movilización de laicos, desde las Hijas de la Caridad y las voluntarias, hasta tantas y tantas personas, fueran o no de la nobleza, que Vicente puso al servicio de los pobres.
Estamos en 1620. San Vicente predicaba misiones en los territorios de los Srs. de Gondi. Se encontraba en Marchais preparando una misión que iba a dar al año siguiente. Un hereje le increpó diciendo que la Iglesia no podía estar fundada por Jesucristo porque no se dedicaba a la evangelización de los pobres del campo, mientras que en la ciudad pululaban los sacerdotes en la ociosidad y en el vicio. Vicente quedó profundamente impresionado y, aunque su respuesta fue sabia y contundente, sin embargo, en su corazón se le quedó clavado el aguijón.
Al año siguiente, cuando Vicente con sus compañeros, predicaba la misión, el hereje se convirtió al constatar que los pobres del campo eran evangelizados con celo y dedicación. Hablando a los misioneros, años más tarde, Vicente saca la conclusión: «i Qué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres!» (XI, 730). La evangelización de los pobres es el signo claro y evidente de la autenticidad de la Iglesia, porque ésta ha de ser, por encima de todo, servidora de los pobres o, como diría más tarde Bossuet: «La Iglesia de Jesucristo es verdaderamente la ciudad de los pobres» (Bossuet, De l’éminente dignité des pauvres).
La fe es ante todo sumisión y asentimiento a todo aquello que la Iglesia nos propone, porque el carácter intelectual de la fe es inseparable de su carácter eclesial. No habría comunidad de los creyentes sin la comunión en la realidad revelada que se ha de creer. Vicente lo resalta: «Basta con que las proponga la Iglesia (las verdades de la religión), para que no dejemos de creerlas y de someternos a ellas» (XI, 803). Esta obediencia a las verdades propuestas por la Iglesia tiene su fundamento en la asistencia que la Iglesia recibe del Espíritu Santo: «La Iglesia es el reino de Dios, que es el que inspira a los que han sido puestos al frente de ella para gobernarla, la mejor manera de conducirla. Su Santo Espíritu preside los Concilios, y de él proceden todas las luces diseminadas por toda la tierra, que han iluminado a los santos, ofuscado a los malvados, aclarado las dudas, manifestado las verdades, descubierto los errores y señalado el camino por el que pueden caminar con seguridad la Iglesia en general y cada fiel en particular» (XI, 803s).
La fe es fidelidad a la Iglesia y a todo lo que ella propone, y solamente ella es la que nos puede iluminar de los contenidos de la fe y de las verdades fundamentales. Es el medio ordinario de que Dios se sirve para esclarecer nuestras dudas y guiarnos por el camino verdadero. Ninguna otra mediación extraordinaria podemos esperar. Así, al deán de Senlis, tentado de jansenismo, le escribe el 2 de abril de 1657: «Si espera que Dios le mande un ángel del cielo para iluminarle mejor, no lo hará; le ha enviado la Iglesia, y la Iglesia reunida en Trento le envía a la Santa Sede en el asunto de que se trata, tal como se ve en el último capítulo de este concilio». «Y si fuera posible que ese santo volviera (San Agustín), se sometería de nuevo, como lo hizo en otra ocasión, al Soberano Pontífice» (VI, 265s).
Y dentro de la Iglesia, la instancia suprema es el Soberano Pontífice. A él, se le debe obediencia plena y sumisión completa a sus decisiones, porque «es el padre común de todos los cristianos, la cabeza visible de la Iglesia, el vicario de Jesucristo, el sucesor de San Pedro,… a él, el Salvador le ha dado las llaves de la Iglesia» (XI, 692).
San Vicente, según su testimonio, siempre tuvo el sentimiento de temor de encontrase envuelto en una herejía, desde su más tierna infancia. «Desde mi más tierna edad, tuve siempre en mi alma un secreto temor y no he temido nunca nada tanto como verme desgraciadamente envuelto en el torrente de una herejía, que me arrastrase con los curiosos y amigos de novedades y me hiciese naufragar en la fe» (XI, 804). En efecto, Vicente tuvo que enfrentarse a una de las herejías más virulentas de su tiempo, el jansenismo.6 Él la consideró como «una de las más peligrosas que jamás ha perturbado a la Iglesia» (XI, 804)
Los grandes personajes que iniciaron esa nueva doctrina, por haber tenido con ellos una gran amistad, intentaron convencerle de sus posturas, sin embargo, Vicente bendecía a Dios y le daba gracias, porque, a pesar de los esfuerzos que hicieron, no le habían inoculado sus ideas. «Yo les oponía entre otras cosas la autoridad del Concilio de Trento, que está manifiestamente en contra de ellos; viendo que seguían siempre con sus propósitos, en vez de responderles, recitaba el credo en voz baja. Así, es como permanecí firme en la fe católica» (XI, 804).
La lucha antijansenista de Vicente de Paúl «no es, en la biografía de San Vicente, un episodio separable del resto de sus actividades, sino la consecuencia necesaria de su trayectoria vital» (Román, o. c. 624). Se puede afirmar con toda claridad que Vicente en este tema obró más como hombre de fe y de Iglesia que como hombre de partido (Mezzadri, Fra giansenisti… 106). La motivación fundamental era su amor a la Iglesia. Buscó siempre la paz y la unión de los espíritus dentro de la Iglesia. Estaban en juego las reformas emprendidas de la Iglesia de Francia siguiendo las directrices del Concilio de Trento y, por esta razón, jugó un papel de primera magnitud en la condenación por parte del Papa de la cinco famosas proposiciones (Mezzadri, o. c. 85-102). Vicente no entró nunca en las grandes disputas teológicas, su labor fue de coordinación y sensibilización de todo el episcopado francés en orden a que firmasen la carta al Papa,7) de petición de condenación. Fue el apoyo moral y económico de los enviados a Roma para sostener la causa de la ortodoxia ante el Papa. Y todo esto lo hizo por convicciones profundas de fe y de amor a la obra evangelizadora de la Iglesia. Para él, eran tan caras la verdades que defendía frente al jansenismo que «estaba dispuesto a dar la vida por ellas» (III, 341).
Cuando las cinco proposiciones fueron condenadas, nunca manifestó un sentimiento de vana complacencia, ni de orgullo, ni de sectarismo partidista, sino «que había que dar gracias a Dios por la protección que otorgaba a la Iglesia para purgarla de esos errores, que iban a arrojarla en un gran desorden». Y «aunque Dios le había concedido la gracia de distinguir el error de la verdad, antes incluso de la definición de la Santa Sede apostólica, no había tenido nunca por ello ningún sentimiento de vana complacencia, ni de vana alegría por ver que su juicio había sido siempre conforme con el de la Iglesia, reconociendo que esto era efecto de la pura misericordia de Dios, por lo que se sentía obligado a darle gloria» Xl, 83).
Para Vicente, además de su fidelidad a la fe dentro de la Iglesia, estaba en juego toda la obra misionera de la Congregación en la misiones populares, la obra de los ordenandos y de los seminarios, las caridades y toda la obra evangelizadora vicenciana (Román, o. c., 624).
Toda la vida de Vicente había sido una entrega a la Iglesia para reformarla y purificarla, todas sus obras estuvieron encaminadas a esa meta. Por esta razón, albergaba en su corazón un temor profundo por el retroceso de la misma en Occidente. La extensión creciente del protestantismo, el surgimiento del jansenismo, la corrupción de costumbres, la ausencia de paz, los malos sacerdotes y otras muchas lacras, hacían temer a San Vicente que Dios permitiese la desaparición de la Iglesia en los países de Europa. «¡Qué sabemos nosotros si el buen Dios, irritado por el desorden de los propios hijos de la Iglesia, no tendrá el designio de transferirla a los infieles!» (V, 398). Ante todo esto, el Santo exclamaba: «¿Qué no hemos de temer ante ello y qué no hemos de hacer para salvar a la esposa de Jesucristo de este naufragio?» (III, 165).
La respuesta de Vicente a este interrogante se encamina en dos direcciones. Por una parte, la Iglesia «lo que necesita es tener hombres evangélicos, que se esfuercen en purgarla, en iluminarla y en unirla a su divino esposo» (III, 181). Esto es lo que hizo a través de todas sus obras e instituciones en la fundación de la Congregación, en la obra de los ordenandos, en las misiones populares, en la institución de las Caridades, en el Consejo de Conciencia, en la fundación de las Hijas de la Caridad, etc.
Pero al mismo tiempo, ese temor le impulsaba a la obra misionera ad gentes. «Siento un gran afecto y devoción a la propagación de la Iglesia en los países infieles» (III, 37). La dimensión misionera de la Iglesia era apremiante para Vicente. «¿No debemos acaso contribuir a la extensión de la Iglesia? Sí, sin duda alguna; así, pues, ¿en quién reside el poder de enviar ad gentes? Tiene que residir en el papa, en los concilios o en los obispos. Pues bien, éstos sólo tienen jurisdicción en sus diócesis; concilios no hay en esta época; por tanto, tiene que residir en el primero. Por tanto, si tiene derecho de enviarnos, también nosotros tenemos obligación de ir; si no, su poder sería inútil» (III, 143). «Nos llama el Papa, que es el único que puede enviar ad gentes, y al que es obligatorio obedecer. Yo me siento interiormente inclinado a hacerlo, ante la idea que sería en vano ese poder que Dios le ha dado a su Iglesia de enviar a anunciar el evangelio por toda la tierra, . y que reside en la persona de su jefe, si sus miembros no estuvieran obligados por su parte a ir adonde se les envíe a trabajar por la extensión del imperio de Jesucristo» (III, 165). De esta convicción profunda, nace su obra misionera en Madagascar, Túnez y Argel.
10. La fe se transforma en compromiso
El compromiso y la praxis cristiana ¿es resultado, expresión, manifestación de la fe o más bien un elemento constitutivo de la misma fe? La teología actual ha llegado a comprender esta unidad íntima entre fe y praxis cristiana, de tal forma que esta última no es otra cosa que una dimensión de la primera.
En los profetas del Antiguo Testamento, la fe es conocimiento de Dios, pero este conocimiento implica la confesión del único Dios y al mismo tiempo la práctica de la justicia y del amor. En los evangelios sinópticos, la fe es siempre adhesión personal a Jesús, pero al mismo tiempo es seguimiento radical de ese Jesús, es decir, poner en práctica las enseñanzas del maestro. En San Pablo, la fe es siempre activa en el amor. «Lo que vale es la fe que actúa por medio del amor» (Gal 5, 6; cf 1Tes 1, 3; Ef 4, 15). La praxis del amor está en la misma esencia de la fe. Esto está íntimamente relacionado con la afirmación de Santiago que la fe sin obras está muerta (Sant 2, 16-17). Y Juan declara con toda claridad que el verdadero conocimiento de la fe no puede existir sin el amor, porque Dios es amor (1Juan, 4, 8).
La fe no podemos reducirla únicamente a conocimiento, sino que implica en su ser más íntimo la praxis cristiana, el compromiso del amor al prójimo. La fe no es sólo ortodoxia sino que es también ortopraxis y ambas van vitalmente unidas.8
En San Vicente la adhesión a Jesucristo lleva consigo el amor al pobre. La fe en la persona de Jesús es esencialmente compromiso de amor a los más pobres y abandonados. La razón es muy sencilla. En San Vicente, encontramos una clave de lectura del evangelio y, en consecuencia, de comprensión de la persona de Jesús, a partir de los textos de Lucas 4, 18, Mateo 25, 40.
Siguiendo a San Lucas, para San Vicente, Cristo es el enviado del Padre para salvar a los pobres, es la misma encarnación del amor del Padre a los pobres. Todas su preferencias son para los pobres. Es la lectura del evangelio de un misionero que está convencido de que su misión no es otra que la misma de Cristo: «Me ha enviado a evangelizar a los pobres». La evangelización de los pobres es una dimensión intrínseca de su adhesión a Cristo, es decir, de su fe. Creer en Jesucristo es seguimiento y el seguimiento vicenciano de Jesucristo es realizar su misma misión. «En esta vocación vivimos de modo muy conforme a nuestro Señor Jesucristo que, al parecer, cuando vino a este mundo, escogió como principal tarea la de asistir y cuidar a los pobres. Misit me evangelizare pauperibus. Y si se le pregunta a Nuestro Señor: «¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra?». «A asistir a los pobres». «¿A algo más?». «A asistir a los pobres», etc. En su compañia, no tenía más que a pobres y se detenía poco en las ciudades, conversando casi siempre con los aldeanos, e instruyéndolos. ¿No nos sentiremos felices nosotros por estar en la Misión con el mismo fin que comprometió a Dios a hacerse hombre? Y si se le preguntase a un misionero, ¿no sería para él un gran honor decir como nuestro Señor: misit me evangelizare pauperibus? Yo estoy aquí para catequizar, instruir, confesar, asistir a los pobres» (XI, 33-34; cf. XI, 209-210. 324. 386-387. 393).
Pero al mismo tiempo, siguiendo a Mateo, 25, 40, la fe le ha dado una nueva comprensión del pobre. Éste no es otra cosa que «miembro afligido de Jesucristo» (XI, 393). Vicente comprendió perfectamente la verdad evangélica: «Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis». El pobre es la encarnación de mismo Cristo. Pueden ser groseros, vulgares, repugnantes, despreciables, pero «a los ojos de la fe», «dando la vuelta a la medalla», «representan al Hijo de Dios que quiso ser pobre» (XI, 725). «El pobre es la mediación viviente del Señor, su expresión real y no solamente un intermediario. El pobre está en Cristo y Cristo en el pobre» (J. Ma Ibáñez, Le pauvre, tcone o. c. 162). Contemplar al pobre según Dios, es contemplar en él a Cristo humillado, crucificado, deshumanizado.
A partir de aquí, Vicente saca una conclusión, profundamente querida por él: «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres». Ésta no es una verdad cualquiera. Es una verdad arraigada en lo más profundo de su ser, que constituye la misma esencia de su fe. Es una verdad palpable, verificable, experimentada por él mismo. «Y esto es tan verdad como que estamos aquí» (IX, 240).
Aquí, cobra sentido lo que él llama «amor efectivo», que es un amor «a costa de nuestros brazos» y «con el sudor de nuestra frente» (XI, 733). El signo de autenticidad de la fe es el compromiso en el amor efectivo al pobre. Solamente aquel que «evangeliza a los pobres» y «los cuida», que «remedia sus necesidades espirituales» y también «las temporales», que «los asisten y los hacen asistir de todas las maneras», es decir, que «los evangeliza de palabra y de obra» (XI, 393s), solamente éste es un hombre de fe, un verdadero seguidor de Jesucristo.
Por eso, alguien ha dicho «que la mejor definición de la fe de San Vicente nos parece que viene dada por la famosa frase «dejar a Dios por Dios», el movimiento perpetuo entre Jesucristo y el pobre. Es la experiencia de fe fundamental que nos propone San Vicente» U. Morin, La Foi de Saint Vincent, en Carnets Vincentiens, n. 3. p. 15).
- Damos por sentado que Vicente de Paúl nació en 1580, siguiendo a autores modernos.
- Esta nueva conciencia de Iglesia será confirmada en 1621 en el episodio de Marchais. Abelly o. c. I, c. 13 pp. 54- 57; SVP XI, 727-730.
- «Quia cum horno, assentiendo his quae sunt fidei, elevetur supra naturam suam, oportet quod hoc insit el ex supernaturali principio interius movente, quod est Deus. Et ideo fides quantum ad assensum, qui est principalis actus fidei, est a Deo interius movente per gratia». S. Th. II-II, q. VI, art. 1.
- Tal es el caso del Abad de Saint-Cyran.
- Alfaro, o. c., 119. Puede verse la consideración filosófica de Xavier Zubiri del acto de fe como entrega en El Hombre y Dios, Madrid, 1984, c. 4.
- Sobre este tema son importantes: L. Mezzadri, Fra giansenisti e antigensenisti, Firenze 1977; Román, o. c. cap. 36.
- «La acción de Vicente se desarrolló, sobre todo, en el terreno práctico. Él fue el líder indiscutible y el promotor infatigable de la apelación a Roma y de la condenación del jansenismo» (Román, o. c. 618
- «Solamente en la unidad vital de la ortodoxia y de la ortopraxis se puede fundar la verificación total de la fe cristiana. Cada una de ellas es tan indispensable como insuficiente para esta verificación: la ortodoxia, como expresión humana (conceptos, slmbolos, lenguaje} de la realidad de nuestra salvación cumplida ya en Cristo: la ortopraxis, como apropiación receptiva de esta salvación. Son insuficientes (cada una por sl sola}, porque tienen necesidad la una de la otra: la ortopraxis cristiana debe ser guiada por la ortodoxia, y ésta a su vez no tiene autenticidad sino dentro de la praxis cristiana». J. Alfaro, Revelación Cristiana, Fe y Teología, Salamanca, 1985, 120.
One Comment on “Espiritualidad vicenciana: Fe”
me amo, amo a los pobres, amo al papa, amo a la iglesia, amo a los vicencianos. Espero que con la efusión de dios espíritu santo, sea eficaz mi praxis cristiana, para ayudar a Jesucristo a dar màs frutos, especialmente a los pobres !!!!